Brisbane, Australia, 2005
La casa parecía saber que su dueña se había marchado, y si bien no lamentaba exactamente su pérdida, se había refugiado en un obstinado silencio. Nell nunca había sido una persona a quien le gustaran las fiestas (y hasta los ratones de cocina eran más ruidosos que su nieta), por lo que la casa se había acostumbrado a una tranquila existencia sin agitaciones ni ruidos. Por eso fue un rudo golpe, cuando la gente llegó sin aviso ni advertencia, y comenzó a revolver la casa y el jardín, derramando té y dejando caer migajas. Agazapada en la ladera de la colina detrás del enorme centro de antigüedades, la casa soportó con estoicismo esta última indignidad.
Las tías lo habían organizado todo, por supuesto. Cassandra habría estado igualmente satisfecha sin haber hecho nada, honrando la memoria de su abuela en privado, pero sus tías no quisieron ni oír hablar del tema. Nell debía contar con un velatorio, dijeron. La familia querría dar sus condolencias, así como los amigos de Nell. Y además, era lo correcto.
Cassandra no se oponía a esa firme imposición. En otro momento tal vez lo habría hecho, pero no ahora. Además, las tías suponían una fuerza imparable, cada una tenía una energía que no armonizaba con su avanzada edad (incluso la más joven, tía Hettie, no tenía un día menos de ochenta años). Por tanto, Cassandra dejó a un lado su renuencia, resistió la tentación de señalar la resuelta ausencia de amigos de Nell, y se puso a realizar las tareas que le encargaron: preparar tazas y platos, encontrar tenedores para postre, hacer a un lado los cachivaches de Nell, para que los primos tuvieran algún lugar en donde sentarse. Dejó que las tías se arremolinaran a su alrededor con toda la pompa e importancia debidas.
En realidad no eran tías de Cassandra, claro. Eran las hermanas menores de Nell, tías de la madre de Cassandra. Pero Lesley nunca se había ocupado mucho de ella, y las tías no tardaron en tomar a Cassandra bajo su tutela, en su lugar.
Cassandra había medio esperado que su madre asistiera al funeral, que apareciera en el crematorio justo cuando comenzara la ceremonia, con un aspecto treinta años más joven de su verdadera edad, atrayendo miradas admirativas, como siempre había sido. Hermosa, joven y despreocupada hasta lo indecible.
Pero no había sucedido. Habría enviado una tarjeta, supuso Cassandra, con una imagen en la cubierta, apenas vagamente adecuada al propósito. Una caligrafía desbordante que llamaría la atención, y al final, copiosos besos. Del tipo que se daban con facilidad, cicatrices sobre un renglón de escritura tras otro.
Cassandra hundió las manos en el fregadero de la cocina, mientras movía su contenido.
—Bueno, creo que ha resultado espléndido —declaró Phyllis, la hermana mayor después de Nell, y con mucho, la más mandona—. A Nell le hubiera gustado.
Cassandra miró hacia un lado.
—Es decir —continuó Phyllis, haciendo una pausa mientras secaba—, una vez que hubiera dejado claro que para empezar no quería algo así. —Su humor se volvió repentinamente maternal—. ¿Y cómo estás tú? ¿Cómo estás sobrellevando todo?
—Estoy bien.
—Te veo muy delgada. ¿Estás comiendo?
—Tres veces al día.
—Podrías engordar un poco. Vendrás a tomar el té mañana, invitaré a la familia, haré mi pastel casero.
Cassandra no discutió.
Phyllis miró preocupada la vieja cocina, observando la inclinada campana del extractor.
—¿No tienes miedo aquí sola?
—No, no tengo miedo…
—Sin embargo esto es muy solitario —dijo Phyllis, frunciendo la nariz en extravagante empatía—. Cómo no vas a sentirte sola… Es natural, tú y Nell os hacíais buena compañía la una a la otra, ¿verdad? —No esperó confirmación, sino que apoyó una mano llena de manchas de sol en el antebrazo de Cassandra y continuó con su charla—. Pero te vas a poner bien, y yo te diré por qué. Siempre es triste perder a alguien a quien has querido, pero no es tan terrible cuando se trata de una anciana. Es como debe ser. Es mucho peor cuando es alguien joven… —Se detuvo a mitad de frase, los hombros tensos y las mejillas enrojecidas.
—Sí —convino Cassandra rápidamente—, claro que lo es. —Dejó de lavar las tazas y se inclinó para mirar hacia el jardín, a través de la ventana de la cocina. La espuma se deslizaba entre sus dedos, sobre la alianza de oro que todavía llevaba—. Debería salir y arrancar las malezas. El nasturtium acabará cubriendo el sendero si no tengo cuidado.
Phyllis se aferró agradecida al nuevo tema de conversación.
—Enviaré a Trevor para que te ayude. —Sus dedos agarrotados se apretaron en torno al brazo de Cassandra—. ¿El próximo sábado te parece bien?
Apareció entonces tía Dot, arrastrando los pies desde la sala de visitas con otra bandeja de tazas sucias. Las apoyó tintineando sobre la mesa y se llevó una rolliza mano a la frente.
—Por fin —dijo, parpadeando en dirección a Cassandra y Phyllis a través de unas gafas increíblemente gruesas—. Éstas son las últimas. —Se acercó con torpeza hasta la cocina y examinó el interior de la lata redonda donde se guardaban los bizcochos—. Se me ha abierto el apetito.
—Oh, Dot —exclamó Phyllis, saboreando la oportunidad de canalizar su incomodidad hacia otra cosa—, si acabas de comer.
—Eso fue hace una hora.
—¡Qué caradura! Pensé que te estabas cuidando en el peso.
—Lo estoy —aseguró Dot, enderezándose y marcando su considerable cintura con ambas manos—. He perdido casi tres kilos desde Navidad. —Volvió a ajustar la tapa y se enfrentó a la dubitativa mirada de Phyllis—. Los perdí.
Cassandra reprimió una sonrisa mientras continuaba lavando las tazas. Phyllis y Dot eran tan redondas la una como la otra, todas sus tías lo eran. Lo habían heredado de su madre, que, a su vez, lo había heredado de la suya. Nell era la única que había escapado a la maldición familiar, y poseía la complexión delgada de su padre irlandés. Siempre había sido un espectáculo verlas juntas, Nell alta y delgada con sus rollizas hermanas.
Phyllis y Dot seguían discutiendo y Cassandra sabía, por experiencia, que, si no discurría algo para distraerlas, la pelea seguiría subiendo de tono hasta que una (o ambas) tirara una servilleta de té al suelo y saliera como una tromba de la habitación. Ya lo había visto antes, y nunca había podido acostumbrarse del todo al modo en que ciertas frases, ciertas miradas que duraban un instante de más, podían reactivar un desacuerdo comenzado muchos años antes. Como hija única, Cassandra hallaba los manidos senderos de la interacción entre hermanos fascinantes y horripilantes en igual medida. Era una suerte que las otras tías hubieran sido adoctrinadas por sus respectivas familias y no fueran capaces de agregar su granito de arena a la pelea.
Cassandra se aclaró la garganta.
—Sabéis, hay algo que he querido preguntaros. —Alzó un poco el volumen de voz consiguiendo, casi, llamarles la atención—. Sobre Nell. Algo que dijo en el hospital.
Phyllis y Dot se volvieron hacia ella, las mejillas de ambas sonrojadas. La mención de su hermana pareció calmarlas. Les recordó por qué se encontraban allí reunidas, secando tazas de té.
—¿Algo sobre Nell? —repitió Phyllis.
Cassandra asintió.
—En el hospital, cerca del final, habló sobre una mujer. La dama, la llamaba, la Autora. Parecía creer que estábamos en una suerte de embarcación.
Phyllis apretó los labios.
—Su mente divagaba, no sabía lo que estaba diciendo. Seguramente un personaje de algún programa de televisión que había estado viendo. ¿No había una serie que solía seguir, que transcurría en un crucero?
—Oh, Phyll —suspiró Dot sacudiendo la cabeza.
—Estoy segura de recordarla hablando de eso…
—Vamos, Phyll —dijo Dot—. Nellie ya no está. No hay necesidad de todo esto.
Phyllis cruzó los brazos sobre su pecho y resopló indecisa.
—Deberíamos decírselo —sugirió Dot con delicadeza—. No hará daño alguno. Ya no.
—¿Decirme qué? —Cassandra pasó su mirada de la una a la otra. Su pregunta había sido hecha para evitar otra rencilla familiar; no había esperado descubrir un extraño y posible secreto. Las tías estaban tan concentradas en lo suyo, que parecían haberse olvidado de que se encontraba allí—. ¿Decirme qué? —insistió.
Dot enarcó las cejas mirando a Phyllis.
—Será mejor que se entere por nosotras a que lo averigüe de alguna otra manera.
Phyllis asintió casi imperceptiblemente, sostuvo la mirada de Dot y sonrió con amargura. El conocimiento compartido volvía a convertirlas en aliadas.
—Muy bien, Cass. Será mejor que te sientes —dijo, al fin—. Pon la tetera, querida Dotty. ¿Nos preparas un té?
Cassandra siguió a Phyllis hasta la sala y se sentó en el sofá de Nell. Phyllis acomodó su orondo trasero al otro lado y jugueteó con un mechón de pelo.
—Es difícil saber por dónde empezar. Ha pasado mucho tiempo de todo esto.
Cassandra estaba perpleja.
—¿De todo qué?
—Lo que voy a contarte es el gran secreto de nuestra familia. Todas las familias tienen uno, de eso puedes estar segura, algunos son más grandes que otros. —Frunció el ceño en dirección a la cocina—. ¿Por qué tarda tanto Dot? Lenta como una semana de lluvias, eso es lo que es.
—¿De qué se trata, Phyll?
Suspiró.
—Me prometí que nunca se lo diría a nadie. Todo esto ha causado ya muchas divisiones en nuestra familia. Ojalá papá se lo hubiera guardado. Pensó que estaba haciendo lo correcto, pobre loco.
—¿Qué fue lo que dijo?
Si Phyllis la escuchó, no hizo gesto de reconocimiento alguno. Ésta era su historia e iba a contarla a su manera tomándose su tiempo.
—Éramos una familia feliz. No teníamos mucho, pero éramos felices. Mamá y papá, y nosotras. Nellie era la mayor, como sabes, se llevaba diez años de diferencia, a causa de la Gran Guerra, con el resto de nosotras. —Sonrió—. No lo creerías, pero Nellie era, por entonces, el alma y vida de la familia. Todas la adorábamos, pensábamos en ella como en una suerte de madre, nosotras las pequeñas, especialmente después de que mamá enfermó. Nell cuidaba de ella con mucha dedicación.
Cassandra podía imaginarla perfectamente cuidando de su madre, pero que su irritable abuela fuera el alma y vida de la familia…
—¿Qué sucedió?
—Durante mucho tiempo ninguna de nosotras lo supo. Así fue como lo quiso Nell. Todo cambió en nuestra familia y nadie supo por qué. Nuestra hermana mayor se convirtió en otra persona, dejó de querernos. No de un día para otro, no fue tan drástico. Se fue retirando, poquito a poco, distanciándose de todas nosotras. Fue tan misterioso, tan doloroso, y papá se negaba a hablar del tema, por más que le azuzáramos.
»Fue mi esposo, que en paz descanse, quien nos indicó finalmente el camino correcto. No a propósito, claro, no es que se hubiera propuesto descubrir el secreto de Nell ni nada de eso. Se las daba de ser un aficionado a la historia, pero eso es todo. Ocurrió cuando decidió hacer un árbol genealógico de la familia al nacer nuestro Trevor. El mismo año que tu madre, en 1947… —Hizo una pausa y miró a Cassandra con algo de malicia, como si esperase descubrir si de algún modo intuía lo que se avecinaba. No lo hizo—. Un día vino a mi cocina, lo recuerdo como si fuera hoy, y dijo que no podía encontrar ningún dato del nacimiento de Nellie en los registros. Bueno, claro que no, le dije, Nelly nació en Maryborough, antes de que la familia hiciera las maletas y se mudara a Brisbane. Doug asintió y dijo que eso era lo que había creído, pero que cuando requirió información de Maryborough, le dijeron que no había nada. —Phyllis lanzó una mirada significativa a Cassandra—. Así es, Nell no existía, al menos no en forma oficial.
Cassandra alzó la vista cuando Dot apareció desde la cocina y le entregó una taza de té.
—No lo entiendo.
—Claro que no, preciosa —tomó el testigo Dot, sentándose en el sillón junto a Phyllis—. Y durante mucho tiempo tampoco lo entendimos nosotras. —Sacudió la cabeza y suspiró.
—No hasta que hablamos con June. Durante el casamiento de Trevor, ¿no fue así, Phyll?
Phyllis asintió.
—Sí, en 1975. Estaba furiosa con Nell. Hacía poco que habíamos perdido a papá y allí estaba, mi hijo mayor, casándose, el sobrino de Nellie, y ella ni siquiera se molestó en aparecer. En cambio, se tomó unas vacaciones. Eso fue lo que me llevó a hablar de esa manera con June. No me avergüenza decir que estaba quejándome de Nell.
Cassandra estaba confusa, siempre había tenido dificultades en recordar la extensa red de familiares y amigos de las tías.
—¿Quién es June?
—Una de nuestras primas —explicó Dot—, del lado de mamá. La habrás conocido en algún momento, ¿verdad? Era un año mayor que Nell y las dos eran inseparables de pequeñas.
—Debieron de estar muy unidas —dijo Phyllis sonándose la nariz—. June fue la única a quien Nell le contó lo sucedido.
—¿Qué y cuándo sucedió? —preguntó Cassandra.
Dot se inclinó hacia delante.
—Papá le dijo a Nell…
—Papá le dijo a Nell algo que nunca debería haberle dicho —agregó Phyllis con rapidez—. Aunque estaba haciendo lo correcto, pobre hombre. Lo lamentó el resto de su vida, las cosas nunca volvieron a ser iguales entre ambos.
—Y Nell siempre había sido su favorita.
—Nos quería a todas —replicó Phyllis.
—Oh, Phyll —exclamó Dot haciendo un gesto con la mirada—. No puedes admitirlo ni siquiera ahora. Nell era su favorita, lisa y llanamente. Lo cual resultó una ironía.
Phyllis no respondió, por lo que Dot, satisfecha de hacerse cargo de las riendas, continuó.
—Sucedió durante la noche de su vigésimo primer cumpleaños —dijo—. Tras la fiesta…
—No fue después de la fiesta —refutó Phyllis—, fue durante. —Se volvió a Cassandra—. Supongo que pensó que era el momento perfecto para decírselo, el comienzo de su nueva vida y todo eso. Estaba comprometida para casarse, sabes. No con tu abuelo, con otro muchacho.
—¿De veras? —Cassandra se sorprendió—. Nunca me contó nada.
—El amor de su vida, si me lo preguntas. Un chico del lugar, no como Al.
Phyllis pronunció el nombre con un dejo de desagrado. Que las tías desaprobaban al esposo estadounidense de Nell no era ningún secreto. No era personal, sino más bien el rechazo unánime de una ciudadanía resentida por el influjo de soldados llegados a Brisbane en la Segunda Guerra Mundial con más dinero y mejores uniformes, sólo para regresar a su país con una importante cuota de mujeres de la ciudad.
—¿Entonces qué pasó? ¿Por qué no se casó con él?
—Ella rechazó el compromiso unos meses después de la fiesta —prosiguió Phyllis—. ¡Qué decepción! Todas queríamos a Danny, y a él le rompió el corazón. Con el tiempo se casó con otra, justo antes de la segunda guerra. No es que eso le trajera mucha felicidad, nunca regresó de luchar contra los japoneses.
—¿Vuestro padre le dijo a Nell que no se casara con él? —preguntó Cassandra—. ¿Es eso lo que le dijo esa noche? ¿Que no se casara con Danny?
—Todo lo contrario —refunfuñó Dot—. Papá pensaba que el sol brillaba sólo para Danny. Ninguno de nuestros esposos logró siquiera hacerle sombra.
—Entonces, ¿por qué rompió el compromiso?
—Ella no lo explicó, ni siquiera se lo dijo a él. Casi nos volvimos locas tratando de entenderlo —contestó Phyllis—. Todo lo que supimos fue que Nell no se hablaba con papá, y que tampoco se hablaba con Danny.
—Eso fue todo lo que supimos hasta que Phyll habló con June —añadió Dot.
—Casi cuarenta y cinco años después.
—¿Y qué dijo June? —preguntó Cassandra—. ¿Qué pasó en la fiesta?
Phyllis tomó un sorbo de té y enarcó las cejas en dirección a Cassandra.
—Papá le dijo a Nell que no era hija suya y de mamá.
—¿Era adoptada?
Las tías intercambiaron una mirada.
—No exactamente —dijo Phyllis.
—Más bien fue encontrada —precisó Dot.
—Recogida.
—Recibida.
Cassandra frunció el ceño.
—¿Encontrada dónde?
—En los muelles de Maryborough —dijo Dot—. A donde solían llegar las grandes embarcaciones europeas. Ahora ya no, claro, hay puertos mucho más grandes, y la mayor parte de la gente viaja en avión…
—Papá la encontró —interrumpió Phyllis—. Cuando ella era pequeña. Fue justo antes del comienzo de la Gran Guerra. La gente se iba de Europa en masa y nosotros estábamos más que felices de aceptarlos, aquí en Australia. Papá era el jefe del puerto en esa época, y su trabajo era controlar que quienes viajaban fueran quienes decían ser, y que llegaran a donde debían llegar. Algunos de ellos ni siquiera hablaban inglés.
»Por lo que yo entendí, una tarde hubo una suerte de conmoción. Un barco llegó a puerto desde Inglaterra tras un viaje de lo más agitado. Fiebres tifoideas, insolaciones, de todo, y cuando el barco llegó había equipaje de más, de personas fallecidas durante la travesía. Fue un gran dolor de cabeza. Papá se las ingenió para arreglarlo todo, por supuesto, siempre fue bueno para mantener el orden, pero se quedó más tiempo de lo habitual para asegurarse y le explicó al vigilante nocturno lo sucedido y por qué había equipaje extra en la oficina. Fue mientras estaba esperando cuando observó que quedaba alguien en el muelle. Una niña, de apenas cuatro años, sentada sobre su maleta.
—Y nadie en kilómetros a la redonda —añadió Dot sacudiendo la cabeza—. Estaba sola.
—Papá intentó averiguar quién era, claro, pero ella no se lo quiso decir. Dijo que no lo sabía, que no lo recordaba. Y no había nombre alguno identificando el equipaje, nada en su interior que fuera de ayuda, al menos que él se percatara. Ya era tarde, y estaba oscureciendo, y el tiempo había empeorado. Papá sabía que la niña debía de estar hambrienta, así que finalmente decidió que no podía hacer otra cosa más que llevársela a su casa. ¿Qué otra solución había? No iba a dejarla en los muelles, sola, bajo la lluvia toda la noche, ¿no?
Cassandra sacudió la cabeza, intentando conciliar a la agotada y solitaria pequeña de la historia de Phyllis con la Nell a quien conociera.
—Tal como me contó June, al día siguiente regresó esperando encontrarse con parientes frenéticos, policías, una investigación…
—Pero no hubo nada —dijo Dot—. Transcurrió un día tras otro y nada, nadie dijo nada.
—Era como si la niña no hubiera dejado rastro. Intentaron averiguar quién era, por supuesto, pero con tanta gente llegando a diario… Había mucho papeleo. Era muy sencillo que algo pasara inadvertido.
—O alguien.
Phyllis suspiró.
—Así que se quedaron con ella.
—¿Qué otra cosa podían hacer?
—Y dejaron que creyera que era su hija.
—Una de nosotras.
—Hasta que cumplió los veintiuno —dijo Phyllis—. Y papá decidió que debía saber la verdad. Que había sido encontrada sin nada que la identificara excepto el equipaje de una niña.
Cassandra permaneció sentada en silencio, intentando asimilar la información. Entrecruzó los dedos en torno a la caliente taza de té.
—Debió de sentirse muy sola.
—Sin duda —repuso Dot—. Todo ese trayecto sola. Semanas y semanas en una gran embarcación, para terminar en un muelle desierto.
—Y todo el tiempo después.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Dot frunciendo el ceño.
Cassandra apretó los labios. ¿Qué había querido decir? Le había venido a la mente como una ola. La certidumbre de la soledad de su abuela. Como si en ese momento hubiera entrevisto un aspecto importante de Nell que nunca antes hubiera conocido. O mejor dicho, como si hubiera comprendido de pronto un aspecto de Nell que conocía muy bien. Su aislamiento, su independencia, su aspereza.
—Debió de sentirse muy sola cuando supo que no era quien había creído ser.
—Sí —reconoció Phyllis, sorprendida—. Debo admitir que al principio no se me ocurrió. Cuando June me lo contó, no pude ver en qué cambiaba eso las cosas. No pude, ni aunque me fuera en ello la vida, entender por qué Nell había permitido que eso la afectara tanto. Mamá y papá la querían y nosotras, las pequeñas, la adorábamos como a una hermana mayor; no podía haber pedido una familia mejor. —Se reclinó contra el brazo del sofá, la cabeza apoyada en su mano, y se frotó la sien cansinamente—. A medida que pasó el tiempo, sin embargo, comencé a darme cuenta. Eso sucede, ¿no es cierto? Me he percatado de que las cosas que damos por supuestas son importantes. Ya sabes, la familia, el parentesco, el pasado… Ésas son las cosas que nos hacen ser quienes somos, y papá se las arrebató a Nell. No era su intención, pero lo hizo.
—Nell debió de sentirse aliviada de que finalmente lo supierais —dijo Cassandra—. De algún modo debió de resultarle más sencillo.
Phyllis y Dot intercambiaron miradas.
—¿No le dijisteis que lo habíais averiguado?
Phyllis frunció el ceño.
—Estuve a punto un par de veces, pero cuando llegó el momento no pude hallar las palabras, no pude hacerle eso a Nell. Había estado tanto tiempo ocultándolo, había reconstruido su vida entera en torno a ese secreto, trabajado tan duro en guardarlo para sí. Me pareció… no sé… algo cruel derribar esos muros. Como volver a arrebatárselo todo una segunda vez. —Sacudió la cabeza—. Pero tal vez todo eso sea absurdo. Nell podía ser feroz cuando quería, tal vez yo no tuve el coraje suficiente.
—No es algo que tenga que ver con tener o no tener coraje —precisó Dot con firmeza—. Todas acordamos que era lo mejor. Era lo que Nell quería.
—Supongo que tienes razón —dijo Phyllis—. No obstante, una se hace preguntas. No es que no hubiese oportunidades, por ejemplo, el día que Doug se llevó la maleta.
—Justo antes de morir, papá hizo que el esposo de Phyllis le llevara la pequeña maleta a Nell —explicó Dot—. Por supuesto, no dijo una palabra de lo que significaba, claro. Así era papá, tan negado como Nell para guardar secretos. La había ocultado todos esos años, ¿sabes? Con todo dentro, tal como la habían encontrado.
—Es gracioso —dijo Phyllis—. Tan pronto como vi la maleta ese día pensé en la historia de June. Sabía que debía de ser la que papá había encontrado junto a Nell en el muelle años atrás, y, sin embargo, todo ese tiempo estuvo en el trastero y jamás se me cruzó por la cabeza. No la vinculé a Nell y a sus orígenes. Si alguna vez pensé en ella, fue para preguntarme por qué mamá y papá habían tenido alguna vez un equipaje tan peculiar. De cuero blanco con hebillas de plata. Pequeñito, como de niña…
Y aunque Phyllis continuó describiendo la maleta, no hizo falta que se molestara, porque Cassandra sabía exactamente cómo era.
Más aún, conocía su contenido.