Capítulo 39

Mansión Blackhurst, Cornualles, 1909

Rose estaba llorando. Sus mejillas estaban cálidas y la almohada mojada, pero seguía llorando. Apretó los ojos contra la luz invernal que se filtraba y lloró como no lo había hecho desde que era pequeña. ¡Desgraciada, desgraciada mañana! ¿Cómo se atrevía el sol a regodearse sobre su miseria? ¿Cómo se atrevían los demás a seguir con sus cosas como si Dios estuviera en el cielo, cuando una vez más Rose había despertado para ver el fin de su esperanza escrito con sangre? ¿Cuánto más, se preguntó, cuántas veces más debía tolerar esa desazón mensual?

De alguna horrorosa manera, era mejor saber, porque sin duda los peores días eran los de en medio. Los largos días en los que Rose se permitía imaginar, soñar, esperar. Esperanza, cómo había llegado a odiar la palabra. Era una insidiosa semilla plantada en el alma de una persona, sobreviviendo a escondidas con escasos cuidados, y luego floreciendo tan espectacularmente que nadie podía sino celebrarla. Era la esperanza también la que impedía que una persona se dejara aconsejar por la experiencia. Porque cada mes, después de la semana de sangrado, Rose sentía el renacimiento de la cruel criatura, y el recuerdo de su experiencia era nuevamente borrado. No importaba que se prometiera que esa vez no seguiría el juego, no caería presa de los crueles y propicios susurros, como hacía siempre. Porque la gente desesperada se aferra a la esperanza como marinos al naufragio.

En el transcurso de un año había habido sólo una leve demora en el terrible ciclo. Un mes en que el sangrado no había llegado. El doctor Matthews había sido convocado como corresponde, había conducido un examen y pronunciado las benditas palabras: estaba embarazada. Qué bendición escuchar el deseo más ferviente del propio corazón expresado con tanta calma, con tan poca consideración por los meses de despecho anteriores, con firmeza y confianza en que todo continuaría. Su vientre se expandiría y un bebé nacería. Ocho días había alimentado esa preciosa noticia, susurrado palabras de amor a su plano vientre, caminado y hablado y soñado de otro modo. Y entonces, en el noveno día…

Un golpe en la puerta, pero Rose no se movió. Vete, pensó, vete y déjame tranquila.

La puerta se abrió y alguien entró, irritantemente intentando mantenerse en silencio. Un ruido —algo que colocaban sobre la mesilla— y luego una suave voz junto a su oído.

—He traído el desayuno.

Mary otra vez. Como si no hubiera sido suficiente que Mary hubiera visto las sábanas, marcadas con su oscuro reproche.

—Debe mantener el ánimo en alto, señora Walker.

Señora Walker. Las palabras hacían que a Rose se le encogiera el estómago. Cómo había querido ser la señora Walker. Después de conocer a Nathaniel en Nueva York había asistido a una fiesta tras otra con el corazón en la boca, recorriendo los salones con la mirada hasta encontrarlo, conteniendo la respiración hasta que sus ojos se cruzaban y sus labios se abrían en una sonrisa, sólo para ella.

Y ahora el nombre era suyo y sin embargo había demostrado no ser merecedora del mismo. Una esposa que no podía cumplir con la función más básica de una mujer casada. Que no podía darle a su esposo las cosas que una esposa debe darle. Niños saludables, niños felices que corretearían por la casa, darían volteretas en la arena, o se esconderían de la institutriz.

—No debe llorar, señora Walker. Ya le llegará, en el momento oportuno.

Cada palabra de aliento era una amarga espina.

—¿Llegará, Mary?

—Por supuesto, señora.

—¿Qué hace que estés tan segura?

—Tiene que suceder, ¿no? La mujer no puede evitarlo aunque lo quiera. No por mucho tiempo. Hay muchas a quienes conozco que serían felices de escaparse si supieran cómo.

—Miserables desagradecidas —despreció Rose con el rostro enrojecido y húmedo—. Tales mujeres no merecen la bendición de tener hijos.

Los ojos de Mary se nublaron con algo que Rose asumió como pena. En vez de abofetear las rellenas y saludables mejillas de su criada, se volvió y se acurrucó bajo las sábanas. Alimentó su dolor en el fondo del vientre. Se rodeó con la oscura y vacía nube de la pérdida.

* * *

Nathaniel podía haberla dibujado dormida. El rostro de su esposa le era tan familiar que a veces pensaba conocerlo mejor que sus propias manos. Terminó la línea que estaba trazando y la borroneó levemente con el pulgar. Entrecerró los ojos e inclinó la cabeza. Era hermosa, en eso había tenido razón. El cabello oscuro y la piel pálida, la bella boca. Y sin embargo no le daba placer.

Guardó el boceto en su carpeta. Ella estaría feliz de recibirlo, como siempre. Su petición de que le hiciera nuevos retratos era tan desesperada que nunca podía decirle que no. Si él no le presentaba uno cada pocos días, era capaz de ponerse a llorar y solicitarle promesas de amor. Él ahora la dibujaba de memoria, en vez de hacerla posar. Esto último era demasiado doloroso. Su Rose había desaparecido dentro de su pena. La joven mujer a la que había conocido en Nueva York había sido engullida por esta sombra de Rose, con ojos ojerosos por falta de sueño, la piel consumida por la preocupación y los miembros agitados. ¿Algún poeta había descrito adecuadamente la miserable fealdad de la persona amada cuando se ahoga en la pena?

Noche tras noche ella se le presentaba y él consentía. Pero el deseo de Nathaniel había desaparecido. Lo que una vez lo había excitado ahora lo llenaba de angustia, y lo que es peor, de culpa. Culpa de que cuando hacían el amor ya no podía tolerar mirarla. Culpa por no poder darle lo que ella quería. Culpa de no querer un bebé tan desesperadamente como ella y que Rose no le creyera. No importaba cuántas veces le asegurara que ella era suficiente para él, Rose no se daba por convencida.

Y ahora, lo más mortificante de todo, su madre había ido a verlo al estudio. Había examinado sus retratos con cierto envaramiento, antes de sentarse en la silla junto a su atril y lanzarle un sermón. Rose era delicada, comenzó, siempre lo había sido. El instinto animal del esposo podía ser nocivo y sería lo mejor para todos si él desistiera por un tiempo. Tan desasosegante era tener semejante conversación con su suegra que Nathaniel fue incapaz de encontrar palabras ni deseos de explicar su posición al respecto.

En cambio, había consentido en buscar la soledad en los jardines de la propiedad, en vez de su estudio. El cenador se había convertido en su lugar de trabajo. Todavía estaba fresco en marzo, pero Nathaniel estaba más que dispuesto a olvidarse de su comodidad. El clima hacía menos probable que alguien buscara su compañía. Finalmente, podía estar tranquilo. Dentro de la casa, en invierno, con los padres de Rose y sus sofocantes necesidades, había sido opresivo. Su angustia y decepción se habían filtrado en los muros, las cortinas, las alfombras. Era la casa de los muertos: Linus encerrado en su cuarto oscuro, Rose en el dormitorio, Adeline acechando por los corredores.

Nathaniel se inclinó hacia delante, su atención atraída por la débil luz del sol a través de las ramas de los rododendros. Sus dedos le escocieron, deseosos de capturar la luz y la sombra. Pero no había tiempo. La tela de lord Mackelby esperaba frente a él en el atril, la barba ya pintada, las mejillas enrojecidas, la frente arrugada. Sólo faltaban los ojos. Los ojos eran siempre lo que no lograba Nathaniel con el óleo.

Seleccionó un pincel y retiró un pelo suelto. Estaba a punto de aplicar pintura a la tela cuando sintió que le ardían los brazos, un extraño sexto sentido de su soledad alertándole. Miró por encima de su hombro. Tal como era de esperar, un sirviente estaba de pie a sus espaldas. Se agitó.

—Por amor de Dios, hombre —protestó Nathaniel—. No te acerques de ese modo. Si tienes algo que decirme, ven, ponte frente a mí y dilo. No hay necesidad de semejante sigilo.

—Lady Mountrachet manda avisar que el almuerzo se servirá más temprano, señor. El carruaje para Tremayne Hall partirá a las dos de la tarde.

Nathaniel maldijo en silencio. Se había olvidado de Tremayne Hall. Otro más de los acaudalados amigos de Adeline queriendo cubrir las paredes con sus efigies. ¡Tal vez con un poco de suerte su modelo insistiría en que retratara también a sus tres pequeños perros!

Pensar que alguna vez se había excitado ante semejantes presentaciones, había sentido su estatus elevarse como la vela en un barco nuevo. Había sido un ciego, ignorante del coste que tal éxito tendría. Los encargos habían aumentado, pero su creatividad se había reducido de forma significativa. Estaba realizando retratos del mismo modo que esas nuevas fábricas de producción en serie de las que los hombres de negocios hablaban constantemente, frotándose las sudorosas manos con placer. Sin tiempo para detenerse, para mejorar, para modificar sus métodos. Su trabajo ya no era el de un orfebre, ya no tenía dignidad o humanidad en sus pinceladas.

Lo peor de todo, mientras estaba ocupado produciendo retratos, el tiempo para el dibujo, su verdadera pasión, estaba escapándosele entre los dedos. Desde su llegada a Blackhurst sólo había realizado un dibujo y un puñado de bocetos de la casa y sus habitantes. Sus manos, su habilidad, su espíritu, todo había sido atrofiado.

Había elegido mal, ahora lo entendía. Si sólo hubiera prestado atención a las peticiones de Rose y hubiera buscado una nueva casa para ellos después de casarse, tal vez las cosas hubieran sido diferentes. Tal vez estarían felices, con un montón de niños a sus pies, y la satisfacción de la creación en la yema de sus dedos.

Pero tal vez todo fuera lo mismo. Él y ella, obligados a soportar una tortura similar en circunstancias más agobiantes. Y allí estaba el meollo. ¿Cómo iba a esperarse que eligiera, un joven que había conocido la pobreza, un camino de más privaciones?

Y ahora Adeline, como la mismísima Eva, había comenzado a susurrar sobre un posible retrato del rey. Y aunque estaba cansado de los retratos, aunque se odiaba por haber dejado de lado tan completamente su pasión, la piel se le erizaba a Nathaniel ante la mera sugerencia.

Dejó a un lado el pincel y se limpió una mancha de pintura del pulgar. Estaba a punto de dirigirse hacia el almuerzo cuando su carpeta le llamó la atención. Con una mirada hacia la casa sacó de su interior sus bocetos secretos. Había estado trabajando en ellos de vez en cuando durante una quincena, desde que había leído los cuentos de hadas de la prima Eliza hallados entre las cosas de Rose. Aunque estaban pensados para niños, los mágicos relatos de coraje y moralidad tenían un singular modo de meterse bajo la piel. Los personajes habían entrado en su mente y cobrado vida, su simple sabiduría, un bálsamo para su mente confundida, sus desagradables problemas de adulto. Se había encontrado, en momentos de distracción, garabateando líneas que se habían transformado en una vieja frente a una rueca, la reina de las hadas con su larga trenza, la princesa pájara atrapada en su jaula de oro.

Y lo que había comenzado como simples garabatos, ahora se habían convertido en dibujos. Oscureciendo las sombras, afirmando los trazos, acentuando las expresiones faciales. Los observó e intentó no prestar atención al membrete del papel que Rose le había comprado de recién casados, intentó no pensar en épocas más felices.

Los dibujos no estaban todavía terminados, pero estaba satisfecho con ellos. De hecho, era el único proyecto que parecía darle algún placer, que le permitía escapar del castigo en que se había convertido su vida. Con el corazón agitado, Nathaniel colocó los pergaminos sobre su atril. Después del almuerzo iba a permitirse dibujar, dibujar sin motivo, como había hecho alguna vez de niño. Los ojos sombríos de lord Mackelby podían esperar.

* * *

Por fin, con la ayuda de Mary, Rose estuvo vestida. Había estado sentada en su silla de convaleciente toda la mañana, pero después se había decidido a salir de su cuarto. ¿Cuándo había dejado por última vez esas cuatro paredes? ¿Dos días atrás? ¿Tres? Al tratar de ponerse en pie, estuvo a punto de caer. Estaba mareada y con el estómago revuelto, sensaciones familiares de su infancia. Entonces, Eliza había sido capaz de levantarle el ánimo con historias de hadas, y cuentos que había escuchado en la cala. Si tan sólo el remedio para su aflicción de adulta fuera tan sencillo.

Había pasado algún tiempo desde que Rose viera a Eliza. La espiaba en ocasiones desde su ventana, caminando por el jardín o de pie junto al acantilado, una mancha distante con largos cabellos rojos sueltos. Una o dos veces Mary había llegado a su puerta con el mensaje de que la señorita Eliza estaba abajo, esperando ser recibida, pero Rose siempre se había negado. Amaba a su prima, pero la batalla emprendida contra el dolor y la esperanza consumían todas las energías que podía reunir. Y Eliza era tan entusiasta, tan llena de vitalidad, posibilidades, salud… Era más de lo que Rose podía tolerar.

Liviana como un fantasma, Rose deambuló por el pasillo alfombrado, la mano descansando sobre la barandilla para mantener el equilibrio. Esa tarde, cuando Nathaniel volviera de su reunión en Tremayne Hall, iría con él al cenador. Haría frío, claro, pero ella haría que Mary la abrigara, Thomas podía llevar una otomana y una manta para su comodidad. Nathaniel debía de sentirse muy solo allí fuera, estaría feliz de tenerla a su lado una vez más. Podría dibujarla reclinada. A Nathaniel le gustaba dibujarla, y era su responsabilidad como esposa ofrecer confort a su marido.

Rose casi había llegado a las escaleras cuando escuchó voces flotando en el corredor, plagado de corrientes de aire.

—Dice que no piensa comentar nada, que no es asunto de nadie, sino de ella. —Las palabras resaltadas por el roce de las escobas contra el suelo.

—La señora no se va a alegrar cuando se entere.

—La señora no se enterará.

—Si tiene ojos en la cara se dará cuenta. No hay muchos que no puedan ver cuando una muchacha engorda en su embarazo.

Rose se llevó una mano helada a la boca; avanzó lentamente por el pasillo, intentando oír la conversación.

—Dice que todas las mujeres de su familia engordan poco. Que será capaz de ocultarlo bajo su uniforme.

—Esperemos que tenga razón, o de lo contrario la echarán.

Rose llegó al rellano de las escaleras justo a tiempo para ver a Daisy desaparecer por el pasillo de los sirvientes. Sally no tuvo la misma suerte.

La sirvienta inspiró hondo y sus mejillas se colorearon desagradablemente.

—Lo siento, señora. —Una apurada reverencia, la escoba enredada en sus faldas—. No la vi.

—¿De quién hablabas, Sally?

El sonrojo se extendió hasta la punta de las orejas de la muchacha.

—Sally —espetó Rose—, exijo que me respondas. ¿Quién está embarazada?

—Mary, señora. —Apenas más que un susurro.

—¿Mary?

—Sí, señora.

—¿Mary está embarazada?

La muchacha asintió rápidamente, las líneas de su rostro mostrando un urgente deseo por desaparecer.

—Ya veo. —Un profundo agujero negro se abrió en el centro del vientre de Rose, amenazándola con tragársela. Esa estúpida muchacha con su odiosa y barata fertilidad. Exhibiéndola para que todos la vieran, arrullando a Rose, diciéndole que todo estaría bien y luego riendo a sus espaldas. ¡Y sin estar casada! Bueno, no en esta casa. La mansión Blackhurst era una casa antigua y de elevada moral. Le correspondía a Rose asegurarse de que esos estándares fueran observados.

* * *

Adeline se cepilló los cabellos, mechón tras mechón. Mary no estaba y aunque eso los dejaba con pocos sirvientes para la fiesta del fin de semana, la ausencia de la muchacha tendría que ser tolerada. Aunque de ordinario Adeline no alentaba a Rose para que tomara decisiones sobre el personal sin consultarla como correspondía, éstas eran circunstancias excepcionales y Mary había sido una pequeña desgraciada. Desgraciada y sin haberse casado, lo que hacía que la situación fuera aún peor. No, Rose había tenido razón en seguir su instinto, aunque no en su metodología.

Pobre y querida Rose. El doctor Matthews había visitado a Adeline esa semana, se había sentado frente a ella en el recibidor y había adoptado su voz grave, la que siempre utilizaba para momentos preocupantes. Rose no estaba bien, le había dicho (como si Adeline no pudiera verlo por sí misma), y él estaba muy preocupado.

—Desgraciadamente, lady Mountrachet, mis miedos no se limitan a su aparente deterioro. Hay… —tosió levemente en su puño cerrado— otras cuestiones.

—¿Otras cuestiones, doctor Matthews? —Adeline le pasó una taza de té.

—Asuntos emocionales, lady Mountrachet. —Sonrió remilgado y tomó un sorbo de té—. Cuando inquirí sobre el aspecto físico de su matrimonio, la señora Walker confesó lo que podría ser considerado, en mi opinión profesional, una malsana tendencia hacia la actividad física.

Adeline sintió que se le hinchaban los pulmones; contuvo la respiración y se obligó a espirar con calma. A falta de algo más que decir o hacer, agregó un terrón adicional de azúcar en su té. Sin mirar al doctor Matthews a los ojos, le indicó que continuara.

—Consuélese, lady Mountrachet. Aunque sea una condición seria, su hija no está sola. Puedo dar cuenta de un alto incremento de actividad física entre las damas jóvenes hoy día; y estoy seguro de que es una condición que superará. Lo más importante es mi sospecha de que sus tendencias físicas están contribuyendo a sus repetidos fracasos.

Adeline se aclaró la garganta.

—Continúe, doctor Matthews.

—Es mi sincera opinión médica que su hija debe cesar las relaciones físicas hasta que su pobre cuerpo haya tenido tiempo de recuperarse. Porque todo está vinculado, lady Mountrachet, todo está vinculado.

Adeline llevó la taza a la boca y probó el amargor de la porcelana. Asintió casi imperceptiblemente.

—El Señor obra de modo misterioso. También, a través de sus designios, el cuerpo humano. Es razonable suponer que una dama joven con apetitos… desatados —sonrió disculpándose, los ojos entrecerrados— presentaría un modelo no del todo maternal. El cuerpo sabe de tales cosas, lady Mountrachet.

—¿Está sugiriendo, doctor Matthews, que con menos intentos, mi hija podría tener mejores resultados?

—Vale la pena considerarlo, lady Mountrachet. Por no mencionar los beneficios que tal abstinencia tendría para su salud general y su bienestar. Imagine, si así lo desea, lady Mountrachet, una manga de las que indican la fuerza del viento.

Adeline arqueó sus cejas, preguntándose —no por primera vez— por qué había permanecido leal al doctor Matthews todo este tiempo.

—Si una manga se mantiene colgada durante años, sin oportunidad de descanso o reparación, los duros vientos, inevitablemente, acabarán agujereando la tela. Así también, lady Mountrachet, su hija debe permitirse tiempo para recuperarse. Debe ser protegida de los fuertes vientos que amenazan con hacerla pedazos.

Mangas de viento aparte, lo que decía el doctor Matthews tenía cierto sentido. Rose estaba débil, con mal aspecto y sin permitirse tiempo para sanar no podía esperarse que se recuperara por completo. Y sin embargo su intenso deseo por un bebé la consumía. Adeline había agonizado sobre cómo convencer a su hija para que diera prioridad a su propia salud, y finalmente se dio cuenta de que sería necesario contar con la ayuda de Nathaniel en este intento. Aunque la conversación prometiera ser incómoda, su obediencia estaba asegurada. Durante los últimos doce meses, Nathaniel había aprendido a seguir las órdenes de Adeline, y ahora, con un retrato real en perspectiva, poca duda quedaba de que vería las cosas al igual que ella.

Aunque Adeline se las había ingeniado para mantener una apariencia serena, por dentro estaba muy furiosa. ¿Por qué otras mujeres jóvenes podían quedar embarazadas cuando Rose no podía? ¿Por qué era enfermiza cuando otras eran sanas? ¿Cuánto más debería el débil cuerpo de Rose soportar? En sus momentos más oscuros, Adeline se preguntaba si se debía a algo que ella había hecho. Si tal vez Dios la estaba castigando a ella. Había sido demasiado orgullosa, se había vanagloriado demasiadas veces de la belleza de Rose, de sus buenos modales, de su temperamento dulce. ¿Qué peor castigo que ver sufrir a una hija amada?

Y ahora, descubrir que Mary, esa desagradable muchacha llena de salud con su ancho y sonriente rostro, su pelo desordenado, estaba encinta. Un hijo no querido cuando a otras que lo deseaban tan intensamente se les negaba de continuo. No había justicia. No era una sorpresa que Rose se hubiera enfurecido: era su turno. La buena nueva, el niño, debería pertenecer a Rose, no a Mary.

Si sólo hubiera alguna manera de garantizarle a Rose un bebé sin el esfuerzo físico. Por supuesto, era imposible. Las mujeres harían cola si tal método existiera…

Adeline hizo una pausa a mitad del pensamiento. Miró a su reflejo pero no vio nada. Su mente estaba en otra parte, contemplando la imagen invertida de una muchacha saludable sin instintos maternales, junto a una mujer delicada cuyo cuerpo no obedecía los deseos de su corazón…

Dejó el cepillo. Apretó sus frías manos sobre el regazo.

¿Era posible que semejante contradicción se corrigiera?

No sería sencillo. Primero, había que convencer a Rose de que era lo mejor. Luego, estaba la muchacha. Ella tenía que entender que era su deber. Que se lo debía a la familia Mountrachet, después de tantos años de buena voluntad.

Ciertamente dificultoso. Pero no imposible.

Lentamente, Adeline se puso de pie. Dejó el cepillo con cuidado sobre la mesa del tocador. Con la mente todavía contemplando su idea, se dirigió por el pasillo hacia el cuarto de Rose.

* * *

La clave para el injerto de rosas es el cuchillo. Afilado como navaja tiene que estar, decía Davies, afilado como para darle un buen afeitado a los pelos del brazo. Eliza le había encontrado en el invernadero y él había estado más que contento en ayudarla con el híbrido que estaba planeando para su jardín. Le había mostrado dónde hacer el corte, cómo asegurarse de que no tuviera astillas o bordes o imperfecciones que pudieran impedir que el esqueje prendiera en la planta. Al final, ella se había quedado toda la mañana y lo había ayudado con los cambios de maceta para la primavera. Era tal placer hundir las manos en la tierra tibia, sentir en la punta de los dedos las posibilidades de la nueva estación…

Cuando terminó, Eliza regresó por el camino más largo. Era un día fresco, las finas nubes corrían rápidas por lo alto de la atmósfera y disfrutó de la fresca brisa en el rostro, tras el caluroso invernadero. Al estar tan cerca, sus pensamientos volvieron, como lo hacían siempre, hacia su prima. Mary le había dicho que últimamente Rose estaba deprimida, y aunque Eliza sospechaba que no le permitirían entrar, no podía tolerar estar tan cerca y no intentarlo. Golpeó en la puerta lateral y esperó a que le abrieran.

—Buenos días, Sally. He venido a ver a Rose.

—No puede, señorita Eliza —contestó Sally con gesto malhumorado—. La señora Walker está ocupada y no puede atender visitas. —La frase sonó como si la recitara de memoria.

—Vamos, Sally —dijo Eliza, forzando una sonrisa—. Difícilmente puedes considerarme una visita. Estoy segura de que si le haces saber a Rose que estoy aquí…

Desde las sombras, la voz de la tía Adeline.

—Sally tiene razón. La señora Walker está ocupada. —La oscura figura de reloj de arena apareció a la vista—. Estamos a punto de comenzar a almorzar. Si quieres dejar una tarjeta de visita, Sally se asegurará de que la señora Walker sepa que has pedido audiencia.

Sally tenía la cabeza inclinada y las mejillas sonrojadas. Sin duda se había producido alguna disputa entre el personal, de la que Eliza se enteraría por Mary más tarde. Sin Mary y sus informes periódicos, Eliza tendría poca idea de lo que sucedía en la casa.

—No tengo tarjeta —dijo Eliza—. Hazle saber a Rose que vine a verla, por favor, Sally. Ella sabe dónde encontrarme.

Con una inclinación de cabeza en dirección a su tía, Eliza volvió a emprender la marcha por el jardín, haciendo una pausa sólo una vez para mirar la ventana del nuevo dormitorio de Rose, en donde la temprana luz primaveral lavaba su superficie hasta blanquearla. Con un temblor, sus pensamientos se volvieron al cuchillo para injertos de Davies: la facilidad con la que un cuchillo lo suficientemente afilado podía cortar una planta de modo que no quedaran evidencias de la antigua unión.

Pasó junto al reloj de sol y, siguiendo por el parque, Eliza llegó junto al cenador. El equipo de pintura de Nathaniel estaba montado dentro, como era frecuente en esos días. No se le veía por ninguna parte, probablemente había entrado para el almuerzo, pero su trabajo había quedado montado en el atril…

Los pensamientos de Eliza huyeron.

Los bocetos eran inconfundibles.

Sufrió el extraño desplazamiento de ver fragmentos de su imaginación cobrar vida. Personajes, hasta entonces territorio de su mente, aparecían como por arte de magia en las imágenes. Un inesperado temblor le recorrió la piel, cálido y frío a la vez.

Eliza se acercó, subió las escaleras del cenador y examinó los bocetos. Sonrió, no pudo evitarlo. Era como descubrir que un amigo imaginario había cobrado existencia corporal. Eran lo suficientemente parecidos a como los imaginaba para ser inmediatamente reconocibles, pero, de algún modo, distintos. Se dio cuenta de que la mano de él era más oscura que la mente de ella, y eso le gustó. Sin pensarlo, los tomó.

Eliza se apresuró a regresar: por el laberinto, cruzando el jardín, cruzando la puerta sur, todo el camino examinando en su mente los bosquejos. Preguntándose cuándo los habría dibujado, por qué, qué intentaba hacer con ellos. No fue hasta que colgó su abrigo y su sombrero en el vestíbulo de la cabaña cuando sus pensamientos volvieron a la carta que recientemente había recibido de la editorial en Londres. El señor Hobbins había comenzado elogiando sus relatos. Él tenía una hijita, dijo, que esperaba cada cuento de hadas de Eliza Makepeace con el alma en vilo. Después le sugirió que considerara publicar una colección ilustrada, y que lo tuviera en cuenta cuando llegara la ocasión.

Eliza se había sentido halagada, pero no estaba convencida. Por alguna razón, la idea no había pasado de lo abstracto en su imaginación. Ahora, tras haber visto los bosquejos de Nathaniel, se halló contemplando la posibilidad de tal libro, casi podía sentir su peso en las manos. Una edición que contuviera sus historias favoritas, un volumen para que los niños miraran. Tal como el libro que había descubierto en la tienda de segunda mano de la señora Swindell, tantos años atrás.

Y aunque la carta del señor Hobbins no había sido explícita en cuanto a la remuneración, seguramente Eliza podía esperar mejor pago que el que había recibido hasta entonces. Un libro completo debía de valer mucho más que una sola historia. Tal vez ella tuviera por fin el dinero necesario para atravesar el océano…

Un fuerte golpe en la puerta le llamó la atención.

Eliza dejó a un lado la idea irracional de que era Nathaniel el que estaría al otro lado en busca de sus bocetos. Por supuesto que no lo era. Él nunca iba a la cabaña, y además, pasarían horas antes de que se diera cuenta de su desaparición.

De todos modos, Eliza los enrolló y los guardó en el bolsillo de su abrigo.

Abrió la puerta. Mary se encontraba allí de pie, las mejillas surcadas por lágrimas.

—Por favor, señorita Eliza, ayúdeme.

—Mary, ¿qué sucede? —Eliza hizo entrar a la muchacha, mirando sobre su hombro antes de cerrar la puerta—. ¿Estás lastimada?

—No, señorita Eliza —tragó un sollozo—. No es nada de eso.

—Entonces, dime, ¿qué ha sucedido?

—Es la señora Walker.

—¿Rose? —El corazón de Eliza le golpeó el pecho.

—Me ha despedido. —Mary respiró llorosa—. Me ordenó que me marchara de inmediato.

El alivio por saber a Rose sana se enfrentó a la sorpresa.

—Pero, Mary, ¿por qué razón?

Mary se dejó caer en una silla y se secó los ojos con el dorso de la muñeca.

—No sé cómo decirlo, señorita Eliza.

—Entonces habla claramente, Mary. Te lo suplico, dime qué es lo que ha sucedido.

Comenzaron a brotarle nuevas lágrimas.

—Estoy embarazada, señorita Eliza. Voy a tener un bebé, y aunque traté de mantenerlo en secreto, la señora Walker lo averiguó y ahora me dice que no soy bienvenida.

—Oh, Mary —exclamó Eliza, dejándose caer en la otra silla, tomando las manos de Mary entre las suyas—. ¿Estás segura de que estás embarazada?

—No hay dudas del hecho, señorita Eliza. No quise que sucediera, pero sucedió.

—¿Y quién es el padre?

—Un muchacho que vive en la calle contigua a la nuestra. Por favor, señorita Eliza, no es un mal muchacho, y dice que quiere casarse conmigo, pero necesito ganar algo de dinero o no habrá nada para alimentar o vestir al bebé. No puedo perder mi trabajo, todavía no, señorita Eliza, y yo sé que puedo desempeñarme bien.

El rostro de Mary mostraba tal desesperación que Eliza no pudo responder sino del modo en que lo hizo.

—Veré qué puedo hacer.

—¿Hablará con la señora Walker?

Eliza sirvió un vaso con agua de la jarra y se lo entregó a Mary.

—Trataré de hacerlo. Aunque sabes tan bien como yo que una audiencia con Rose no es algo fácil de obtener.

—Por favor, señorita Eliza, usted es mi única esperanza.

Eliza sonrió con una confianza que no sentía.

—Dejaré pasar unos días, el tiempo suficiente para que Rose se calme, y luego hablaré con ella sobre ti. Estoy segura de que entrará en razón.

—Ah, gracias, señorita Eliza. Usted sabe que no quise que esto sucediera. He armado un gran lío con todo esto. Desearía poder volver unas semanas atrás y que no sucediera.

—Todos hemos deseado tener ese poder alguna vez —repuso Eliza—. Ahora ve a casa, querida Mary, y trata de no preocuparte. Las cosas se solucionarán, estoy segura. Te haré saber cuando haya hablado con Rose.

* * *

Adeline golpeó levemente en la puerta del dormitorio y la abrió. Rose estaba sentada junto a la ventana, la atención concentrada en el jardín. Sus brazos parecían frágiles; su perfil, consumido. El cuarto tenía un aspecto sin vida, en simpatía con su dueña, los almohadones apelmazados, las cortinas colgando sin esperanza. Incluso el aire parecía haberse estancado entre los leves rayos de luz.

Rose no dio señal de notar o molestarse por la intrusión, por lo que Adeline se acercó y quedó de pie a su lado. Miró por la ventana para ver qué era lo que concentraba la atención de su hija.

Nathaniel estaba sentado frente al atril en el quiosco, revisando su carpeta. Había cierta agitación en sus modales, como si hubiera perdido una herramienta vital.

—Me dejará, mamá. —La voz de Rose era tan pálida como la luz del sol—. ¿Qué motivos tendría para quedarse?

Rose entonces se volvió, y Adeline intentó no dejar que su rostro mostrara su conmoción ante el terrible estado de su hija. Descansó una mano en el huesudo hombro de Rose.

—Todo se arreglará, mi Rose.

—¿De veras?

Su tono era tan amargo, que Adeline hizo un gesto de dolor.

—Por supuesto.

—No veo cómo puede suceder, porque parece que soy incapaz de convertirlo en un hombre. Una y otra vez he fallado en darle un heredero, un hijo suyo. —Rose volvió su espalda a la ventana—. Claro que me dejará. Y sin él, me consumiré hasta no ser nada.

—He hablado con Nathaniel, Rose.

—Ah, mamá…

Adeline llevó un dedo a los labios de Rose.

—He hablado con Nathaniel y tengo confianza en que él, al igual que yo, no quiere nada más que recuperes la salud. Los niños vendrán cuando estés bien, y para eso debes tener paciencia, permitirte tiempo para recuperarte.

Rose sacudía la cabeza, el cuello tan delgado que Adeline quería detener el gesto para evitar que se hiciera daño.

—No puedo esperar, mamá. Sin un bebé no puedo seguir. Haría cualquier cosa por un bebé, incluso al precio de mi vida. Prefiero morir a seguir esperando.

Adeline se sentó con delicadeza en el banco junto a la ventana y tomó las pálidas y frías manos de su hija entre las suyas.

—No hace falta llegar a eso.

Rose parpadeó y miró a Adeline con sus grandes ojos: en ellos temblaba una pálida llama de esperanza. Esperanza que un niño nunca pierde, la fe en que una madre puede arreglar las cosas.

—Soy tu madre y debo cuidar de tu salud, aunque tú no lo hagas, por lo que he pensado mucho sobre este asunto. Creo que puede haber una manera de que tengas un bebé sin correr riesgos.

—¿Mamá?

—Puede que te resistas al principio, pero te ruego, haz a un lado tus dudas. —Adeline bajó la voz—. Te pido que escuches con cuidado, Rose, lo que tengo que decir.

* * *

Al final, fue Rose quien se puso en contacto con Eliza. Cinco días después de la visita de Mary, Eliza fue informada de que Rose deseaba reunirse con ella. Incluso más sorprendente, la carta de Rose sugería que ambas debían reunirse en el jardín secreto de Eliza.

Cuando vio a su prima, Eliza se alegró de haber buscado un par de almohadones para el banco de metal. Porque su querida Rose estaba reducida en todo sentido. Mary había dado a entender su deterioro, pero Eliza nunca había imaginado semejante disminución. Aunque se esforzó por evitar que su rostro reflejara la sorpresa, Eliza supo que debía de haber fracasado en el intento.

—Estás sorprendida por mi aspecto, prima —dijo Rose, sonriendo de modo tal que sus mejillas aparecieron afiladas.

—En absoluto —farfulló Eliza—. Claro que no, yo simplemente, mi rostro…

—Te conozco bien, mi Eliza. Puedo leer tus pensamientos como si fueran los míos. Todo está bien. Estuve mal. Me he debilitado. Pero me recuperaré, como hago siempre.

Eliza asintió, sintiendo un tibio ardor en sus ojos.

Rose sonrió, una sonrisa aún más triste por su intento de mostrarse confiada.

—Ven —dijo—, siéntate junto a mí, Eliza. Déjame que tenga a mi querida prima a mi lado. ¿Recuerdas el día que me trajiste por primera vez al jardín oculto, y juntas plantamos el manzano?

Eliza tomó la delgada y fría mano de Rose.

—Por supuesto. Y míralo ahora, Rose, mira nuestro árbol.

El retoño se había desarrollado, de modo que el árbol llegaba ahora casi a la cima del muro. Elegantes ramas desnudas se extendían en lo alto, y delicados brotes apuntaban hacia el cielo.

—Es hermoso —dijo Rose con nostalgia—. Pensar que sólo lo plantamos en la tierra y supo qué tenía que hacer.

Eliza sonrió delicadamente.

—Ha hecho sólo lo que la naturaleza quiso para él.

Rose se mordió el labio, dejando una marca roja.

—Aquí sentada, casi puedo creer que vuelvo a tener dieciocho años, a punto de partir para Nueva York. Llena de entusiasmo y anticipación —le sonrió a Eliza—. Parece una eternidad desde que nos sentamos juntas, solas tú y yo, como solíamos hacer de niñas.

Una ola de nostalgia barrió de golpe el año de envidia y decepción. Eliza apretó con fuerza la mano de Rose.

—Es verdad, prima.

Rose tosió un poco y su frágil cuerpo se sacudió con el esfuerzo. Eliza estaba a punto de ofrecerle un chal para los hombros cuando Rose comenzó nuevamente a hablar:

—Me pregunto si has tenido noticias de la casa últimamente.

Eliza respondió con cautela, preguntándose por el súbito cambio de tema.

—He visto a Mary.

—Entonces lo sabes. —Rose miró a Eliza a los ojos, sostuvo la mirada antes de sacudir con tristeza la cabeza—. No me dejó alternativa, prima. Entiendo que tú y ella os teníais afecto, pero era impensable que ella permaneciera en Blackhurst en semejante estado. Debes comprenderlo.

—Ella es una muchacha buena y leal, Rose —dijo Eliza con gentileza—. Se ha comportado de modo imprudente, no lo niego. Pero ¿no crees que debieras apiadarte? Ella no tiene ingresos y el bebé está creciendo y ella tendrá necesidades que atender. Por favor, piensa en Mary, Rose. Imagina su situación.

—Te aseguro que es casi lo único que ha estado en mis pensamientos.

—Entonces tal vez veas…

—¿Alguna vez has deseado algo, Eliza, algo que querías tanto que sin eso sabías que no podías seguir viviendo?

Eliza pensó en su soñado viaje a ultramar. Su amor por Sammy. Su necesidad de Rose.

—Quiero, más que nada en el mundo, un bebé. Me duele el corazón y los brazos. A veces puedo sentir el peso del bebé que ansío acunar. La tibia cabecita en el hueco de mi brazo.

—Y seguramente un día…

—Sí, sí. Un día. —La leve sonrisa de Rose traicionaba sus palabras optimistas—. Pero me he esforzado y sigo sin él. Doce meses, Eliza. Doce meses, y el camino ha estado plagado de terribles decepciones y negativas. Ahora el doctor Matthews me informa de que mi salud puede traicionarme. Debes imaginarte, Eliza, cómo me hizo sentir el secreto de Mary. Que ella tuviera por accidente lo que yo deseo. Que ella, con nada que ofrecer, tuviera lo que yo, con todo lo que poseo, no he recibido. ¿Por qué? Seguramente puedes ver que no es justo. Dios no puede querer semejante cosa.

La devastación de Rose era tan absoluta, su frágil apariencia tan en contradicción con su feroz deseo que de pronto el bienestar de Mary fue la última de las preocupaciones de Eliza.

—¿Cómo puedo ayudarte, Rose? Dime, ¿qué puedo hacer?

—Hay algo, prima Eliza. Necesito que hagas algo por mí, algo que a su vez ayudará también a Mary.

Por fin. Tal como Eliza siempre había sabido que así sería, Rose se había dado cuenta de que necesitaba a Eliza. Que sólo Eliza podría ayudarla.

—Por supuesto, Rose —dijo—. Lo que sea. Dime qué necesitas y así será.