Capítulo 37

Mansión Blackhurst, Cornualles, 1907-1908

En la mañana prevista para el regreso de Rose de Nueva York, Eliza fue temprano al jardín escondido. El sol de noviembre todavía estaba despertando, y el sendero seguía en penumbra; la luz apenas dejaba entrever la hierba, plateada de rocío. Avanzó rápidamente, los brazos cruzados sobre el pecho para protegerse del frío. Había llovido durante la noche y había charcos por todas partes; los evitó lo mejor que pudo, luego abrió con un crujido la puerta del laberinto y comenzó a recorrerlo. Dentro, estaba más oscuro entre las gruesas paredes de setos, pero Eliza podía haber recorrido el laberinto con los ojos cerrados.

Habitualmente, amaba ese breve momento de amanecer cuando la noche anticipaba el alba, pero hoy estaba demasiado distraída para prestarle atención. Desde que había recibido la carta de Rose anunciando su compromiso, había luchado contra sus emociones. La aguda espina de la envidia se había alojado en su vientre y se negaba a darle reposo. Cada día, cuando sus pensamientos volvían a Rose, cuando releía la carta, sentía su imaginación deslizarse hacia el futuro, sentía el miedo azuzándole las entrañas, llenándole con su temido veneno.

Con la carta de Rose, el color del mundo de Eliza había cambiado. Como el calidoscopio del cuarto de juegos que tanto la había deleitado cuando llegara por primera vez a Blackhurst, un giro y las mismas piezas se habían reacomodado para crear una figura completamente diferente. En donde una semana atrás se había sentido segura, cobijada por la certeza de que ella y Rose estaban irrevocablemente unidas, ahora había miedo y se sentía nuevamente sola.

Para cuando entró en el jardín oculto, la luz de la mañana había comenzado a filtrarse por entre la delgada fronda otoñal. Eliza respiró hondo. Había ido al jardín porque era el lugar en donde siempre se sentía centrada, y hoy, más que nunca, necesitaba de su magia.

Pasó la mano por el banco de hierro, salpicado de lluvia, y se sentó en su húmedo borde. El manzano tenía frutas, brillantes globos anaranjados y rosados. Podía llevar algunas para el cocinero, o tal vez arreglar los arriates, o podar la madreselva. Concentrarse en algo para apartar su mente de la llegada de Rose, el pertinaz miedo a que su prima hubiera, a su regreso, cambiado de algún modo.

Porque desde el día de la llegada de la carta de Rose, mientras Eliza se sentía atenazada por la envidia, se había dado cuenta de que no era al hombre, Nathaniel Walker, a quien temía; era el amor de Rose por él. El matrimonio podía soportarlo, pero no un cambio en los afectos de Rose. La mayor preocupación de Eliza era que Rose, quien siempre la había querido a ella por encima de todo, hubiera encontrado un sustituto y no necesitara a su prima más que a nadie.

Se obligó a caminar lentamente y examinar las plantas. La glicinia estaba desprendiéndose de sus últimas hojas, el jazmín había perdido hacía ya tiempo sus flores, pero el otoño había sido leve y las rosáceas rosas seguían abiertas. Eliza se acercó, tomó un capullo a medio abrir entre sus dedos y sonrió al ver la perfecta gota de lluvia atrapada entre sus pétalos.

La idea fue repentina y completa. Debía hacer un ramo, un regalo de bienvenida para Rose. Su prima amaba las flores, pero, más aún, Eliza seleccionaría plantas que fueran un símbolo de su unión. Colocaría hiedra para simbolizar la amistad, rosas para la felicidad, y algunos de los exóticos geranios hoja de roble para los recuerdos…

Eliza eligió cada rama con cuidado, asegurándose de seleccionar sólo los tallos más delicados, los capullos más perfectos, y luego ató el pequeño buqué con una cinta de satén rosado que cortó de su dobladillo. Estaba ajustando el lazo cuando escuchó el familiar sonido de ruedas metálicas resonando sobre las distantes piedras del camino de entrada.

Estaban de regreso. Rose había llegado a casa.

Con el corazón en la garganta, Eliza se recogió las faldas húmedas de rocío, aferró el ramo y comenzó a correr. Zigzagueando de un lado a otro por el laberinto. Pisó los charcos en su prisa, el pulso acelerado siguiendo el ritmo de los cascos de los caballos.

Apareció junto a la verja justo a tiempo para ver el carruaje detenerse en la rotonda de entrada. Hizo una pausa para recuperar el aliento. El tío Linus estaba sentado, como siempre, en el banco de jardín junto a la puerta del laberinto, su pequeña cámara marrón a su lado. Pero cuando él la llamó, Eliza fingió no oírlo.

Llegó a la rotonda cuando Newton estaba abriendo la puerta del carruaje. Le guiñó el ojo a Eliza, quien lo saludó agitando la mano. Apretó los labios mientras esperaba.

Desde que recibiera la carta de Rose, los largos días derivaron en noches aún más largas, y ahora por fin el momento había llegado. El tiempo pareció detenerse: era consciente de su respiración agitada, de su pulso latiéndole en los oídos.

¿Se imaginó el cambio de expresión en el rostro de Rose, la diferencia en su porte?

El ramo cayó de manos de Eliza, quien se agachó para recogerlo de la hierba húmeda.

Debían de haber percibido el movimiento por el rabillo de sus ojos, porque tanto Rose como la tía Adeline se volvieron; una sonrió, la otra no.

Eliza alzó lentamente una mano y saludó. Volvió a bajarla.

Las cejas de Rose se alzaron, en divertido gesto.

—Bueno, ¿no vas a darme la bienvenida a casa, prima?

El alivio se extendió de modo instantáneo por la piel de Eliza. Su Rose estaba de regreso y todo estaría bien. Comenzó a acercarse, a correr, los brazos abiertos. Tomó a Rose de un abrazo.

—Retrocede, niña —ordenó la tía Adeline—. Estás cubierta de barro. Ensuciarás el vestido de Rose.

Rose sonrió y Eliza sintió cómo las agudas espinas de su preocupación se retraían. Por supuesto Rose no había cambiado. Había estado lejos sólo dos meses y medio. Eliza había permitido que el miedo conspirara con la ausencia y diera la impresión de cambio en donde no lo había.

—Prima Eliza, ¡qué maravilloso es volver a verte!

—Y a ti, Rose. —Eliza le entregó el ramo.

—¡Qué precioso! —Rose se lo llevó a la nariz—. ¿De tu jardín?

—Es hiedra por la amistad, geranios de hojas de roble por los recuerdos…

—Sí, sí, y rosas, ya veo. Qué amable de tu parte, Eliza. —Rose le entregó el ramo a Newton—. Que la señora Hopkins lo ponga en un florero, por favor, Newton.

—Tengo tantas cosas que contarte, Rose —dijo Eliza—. Jamás adivinarás lo que pasó. Una de mis historias…

—¡Válgame Dios! —Rio Rose—. Ni siquiera he llegado a la puerta de entrada y mi Eliza ya me está contando cuentos de hadas.

—Deja de agobiar a tu prima —dijo severa la tía Adeline—. Rose necesita descansar. —Miró en dirección a su hija y con un temblor de duda en la voz indicó—: Deberías pensar en descansar un poco.

—Por supuesto, mamá. Tengo intención de hacerlo de inmediato.

El cambio era sutil, pero Eliza, sin embargo, lo percibió. Había algo extrañamente vacilante en la sugerencia de la tía Adeline, algo menos dócil en la respuesta de Rose.

Eliza estaba preguntándose sobre ese sutil cambio cuando la tía Adeline comenzó a dirigirse hacia la casa y Rose, acercándose, le susurró a Eliza al oído:

—Ve arriba, querida. Quiero contarte muchas cosas.

* * *

Y Rose así lo hizo. Resumió cada momento que pasó en compañía de Nathaniel Walker, y aún más tediosamente la angustia de cada momento que pasó apartada de él. El épico relato comenzó esa tarde y continuó a lo largo de la noche y al día siguiente. Al principio, Eliza consiguió fingir interés —de hecho, muy al principio había estado interesada, porque los sentimientos que Rose describía no se parecían a nada que ella hubiera sentido nunca—, pero a medida que pasaban los días, y éstos se volvían semanas, Eliza comenzó a flaquear. Intentó interesar a Rose en otras cosas —una visita al jardín, la última historia que había escrito, incluso una excursión a la ensenada—, pero Rose tenía oídos sólo para los relatos de amor y romanticismo. Concretamente, los suyos…

Así fue que, a medida que las semanas se enfriaban hacia el invierno, Eliza buscó con más frecuencia la cala, el jardín escondido, la cabaña. Lugares en los que pudiera desaparecer, en donde los sirvientes se lo pensaran dos veces antes de molestarla con sus temibles mensajes, siempre iguales: «La señorita Rose solicita la presencia de la señorita Eliza, de inmediato, por un asunto de extrema importancia». Porque parecía que no obstante el espectacular fracaso de Eliza en apreciar las virtudes de un vestido de novia sobre otro, Rose nunca se cansaba de atormentarla.

Eliza se dijo que todo se calmaría, que Rose estaba sencillamente excitada: siempre había estado fascinada por la moda y los adornos, y ésta era su oportunidad para jugar a la princesa del cuento de hadas. Eliza necesitaba ser paciente y todo volvería a la normalidad entre ambas.

Entonces volvió la primavera. Los pájaros regresaron desde lejos, Nathaniel llegó desde Nueva York, la fecha de casamiento se echó encima, y de lo siguiente que Eliza se percató fue de la parte trasera del carruaje de Newton mientras llevaba a la feliz pareja hacia Londres y hacia un barco rumbo al continente.

* * *

Más tarde, esa noche, mientras yacía en su propia cama en la desolada mansión, Eliza sintió intensamente la ausencia de Rose. La certeza se formó, clara y sencilla: Rose no volvería a su cuarto por las noches, ni Eliza al de Rose. Ya no yacerían juntas riendo y contándose historias mientras el resto de la casa dormía. Se estaba preparando un cuarto especial para los recién casados en un ala retirada de la casa. Un cuarto espacioso, con vistas a la cala, mucho más adecuado para un matrimonio. Eliza se puso de costado. En la oscuridad entrevió lo espantoso que sería saberse bajo el mismo techo que Rose y sin embargo no poder ir en su búsqueda.

Al día siguiente, Eliza buscó a su tía. La encontró en la sala de mañana, escribiendo en un pequeño escritorio. La tía Adeline no dio señal de reconocer su presencia, pero ella le dirigió la palabra de todos modos.

—Me preguntaba, tía, si sería posible hacer uso de ciertos enseres del ático.

—¿Enseres? —dijo la tía Adeline sin apartar su atención de la carta que estaba escribiendo.

—Es sólo un escritorio y una silla lo que necesito; y una cama…

—¿Una cama? —Los ojos oscuros se entrecerraron mientras su mirada se deslizó para encarar la de Eliza.

En la claridad de la noche, Eliza se había dado cuenta de que era mejor cambiar uno que intentar reparar los agujeros causados por las decisiones ajenas.

—Ahora que Rose está casada, se me ocurre que mi presencia ha de ser menos requerida en la casa y, por tanto, que podría convertir la cabaña en mi residencia.

Las expectativas de Eliza eran mínimas: la tía Adeline obtenía un particular placer en negarse a cualquier petición suya. Miró mientras su tía firmaba la carta con cuidado, y luego rascaba con sus afiladas uñas la cabeza de su perro. Sus labios se abrieron en lo que Eliza supuso sería una leve sonrisa, y luego se puso de pie e hizo sonar la campanilla.

* * *

La primera noche en sus nuevos aposentos Eliza se sentó junto a la ventana del piso superior, mirando el océano hincharse y descender, como una gran gota de mercurio debajo de la ondulante luz de la luna. Rose estaba al otro lado de ese mar, en alguna parte de la otra orilla. Una vez más su prima había viajado en barco y Eliza había quedado detrás. Algún día, sin embargo, Eliza emprendería su propio viaje. La revista no pagaba mucho por sus cuentos de hadas, pero si continuaba escribiendo y ahorraba durante un año, seguramente sería capaz de pagarse el viaje. Y también estaba el broche, por supuesto, con sus coloridas gemas. Eliza nunca había olvidado el broche de Madre, escondido dentro de la chimenea de los Swindell. Un día, de alguna manera, lo recuperaría.

Pensó en el anuncio que había visto en el periódico la semana anterior. «Gente que desee viajar a Queensland, —decía—. Vengan y comiencen una nueva vida». Mary le había contado con frecuencia historias de las aventuras de su hermano en la ciudad de Maryborough. De tanto escucharla, Australia se había convertido en su mente en una tierra de espacios abiertos y sol cegador, en donde las reglas sociales eran ignoradas por la mayoría y abundaban las oportunidades para que todos comenzaran nuevamente. Eliza siempre se había imaginado que ella y Rose podrían viajar juntas, habían hablado de ello muchas veces. ¿O no? Recordando, se dio cuenta de que la voz de Rose enmudecía cuando la conversación versaba sobre esas aventuras imaginarias.

Eliza pasó todas las noches en la cabaña. Compraba los alimentos en el mercado del pueblo; su joven amigo pescador, William, se aseguraba de que estuviera bien provista de pescadilla fresca, y Mary se pasaba casi todas las tardes de regreso a su casa tras su jornada en Blackhurst, llevando siempre un poco de sopa del cocinero, un trozo de carne fría del asado del almuerzo, y novedades de la casa.

Aparte de esas visitas, por primera vez en su vida Eliza estuvo verdaderamente sola. Al principio, los ruidos poco familiares, ruidos nocturnos, la perturbaban, pero a medida que pasaron los días aprendió a conocerlos: las suaves pisadas de las aves en los aleros, los ruidos del horno, los tablones del suelo que crujían en las noches frías. Y también estaban los beneficios inesperados de su vida solitaria: sola en la cabaña, Eliza descubrió que los personajes de sus cuentos de hadas se volvían más osados. Encontró hadas jugando en las telas de araña, insectos susurrando encantamientos en las repisas de las ventanas, hadas de fuego siseantes en la cocina. A veces por las tardes, Eliza se sentaba en la mecedora escuchando los ruidos. Y al caer la noche, cuando todos dormían, tejía sus historias en los cuentos.

Una mañana de la cuarta semana, Eliza llevó su cuaderno al jardín y se sentó en su lugar favorito, el montículo de hierba suave, bajo el manzano. Una idea para una historia se había apoderado de ella y comenzó a tomar notas: una valiente princesa que renunciaba a su derecho de cuna y acompañaba a su sirvienta en un largo viaje, un viaje arriesgado a una tierra salvaje y arisca en donde vivía el peligro. Eliza estaba a punto de enviar a su heroína a una cueva tejida por un hada particularmente rencorosa, cuando un pájaro voló hasta posarse en una rama sobre su cabeza y comenzó a cantar.

—¿Es así? —dijo Eliza, abandonando su pluma.

El pájaro volvió a cantar.

—Estoy de acuerdo, yo también tengo apetito. —Arrancó una de las manzanas que quedaban, en una rama baja, la frotó en su vestido y dio un mordisco—. En verdad es deliciosa —dijo mientras el pájaro se iba volando—. Cuando quieras puedes comerte una.

—Puede que acepte tu oferta.

Eliza hizo una pausa a medio morder la manzana y quedó inmóvil, mirando el lugar en donde había estado el pájaro.

—Debería haber traído la mía, sólo que no pensé que iba a estar aquí tanto tiempo.

Miró el jardín, y parpadeó al ver a un hombre sentado en el banco de hierro. Estaba tan fuera de contexto que, aunque se habían visto antes, le llevó un momento darse cuenta. El cabello oscuro y los ojos, la sonrisa fácil… Eliza respiró hondo. Era Nathaniel Walker, el esposo de Rose. Sentado en su jardín.

—Verdaderamente pareces estar disfrutando de tu manzana —le dijo—. Verte es casi tan placentero como comer una yo mismo.

—No me gusta que me observen.

Le sonrió.

—Entonces apartaré mis ojos.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Nathaniel alzó un libro nuevo.

El pequeño lord Fauntleroy. ¿Lo has leído?

Ella negó con la cabeza.

—Tampoco yo, a pesar de intentarlo durante horas. Y te echo en parte la culpa, prima Eliza. Tu jardín es demasiado seductor. He estado sentado aquí toda la mañana y todavía no me he aventurado mucho más allá del primer capítulo.

—Creí que estabais en Italia.

—Estuvimos. Volvimos una semana antes.

Un escalofrío recorrió al instante la piel de Eliza.

—¿Rose está en casa?

—Por supuesto —sonrió abiertamente—. ¡Espero que no estés sugiriendo que pudiera haber perdido a mi esposa entre los italianos!

—Pero cuando llegó ella… —Eliza apartó un mechón de cabellos de su frente, intentando comprender—. ¿Cuándo regresasteis?

—El lunes por la tarde. Una travesía muy agitada.

Tres días. Habían regresado hacía tres días y Rose ni siquiera se había comunicado con ella. Sintió que se le encogía el estómago.

—Rose. ¿Rose está bien?

—Mejor que nunca. El clima del Mediterráneo le ha sentado bien. Nos habríamos quedado toda la semana, sólo que ella quería involucrarse con la fiesta del jardín. —Alzó las cejas con afectuosa teatralidad—. Al escuchar a Rose y a su madre hablar del asunto, me temo que será un espectáculo fastuoso.

Eliza ocultó su confusión detrás de otro mordisco a la manzana, deshaciéndose luego del resto. Había oído hablar de la fiesta en el jardín, pero había asumido que era uno de los festejos de sociedad de Adeline; nada que ver con Rose.

Nathaniel volvió a alzar su libro.

—De ahí mi elección del material de lectura. La señora Hodgson Burnett estará presente. —Abrió mucho los ojos—. Vamos, supongo que estarás ansiosa por conocerla. Me imagino que debe de ser muy placentero hablar con otra autora.

Eliza enrolló el borde de la hoja de papel entre su pulgar y su índice, sin mirarlo.

—Sí… supongo que sí.

Un tono de disculpa se enroscó en su voz.

—Vas a venir, ¿verdad? Estoy seguro de que Rose habló de tu asistencia. La fiesta va a tener lugar en el jardín oval, el sábado por la tarde, a las dos.

Eliza dibujó una enredadera al margen de la página. Rose sabía que a ella no le importaban las fiestas, eso era todo. Rose, tan considerada, trataba de evitarle la agonía de la compañía de la tía Adeline y su círculo social.

La voz de Nathaniel era gentil.

—Rose habla de ti con frecuencia, prima Eliza. Siento que ya te conozco. —Hizo un gesto con su mano—. Me habló de tu jardín, por eso vine hoy. Tenía que ver por mí mismo si era tan bello como lo había pintado con sus palabras.

Eliza lo miró brevemente.

—¿Y?

—Es tal y como lo describió y mucho más. Ya te lo dije, culpo al jardín por distraerme de mi lectura. Hay algo en la forma en que le da la luz que hace que lo quiera pintar. He garabateado sobre toda la portada del libro. —Sonrió—. No se lo digas a la señora Hodgson Burnett.

—Planté el jardín para Rose y para mí. —La voz le resultaba extraña a sus oídos, se había habituado a estar sola. También se sentía avergonzada de los sentimientos tan transparentes que estaba expresando, y sin embargo no tenía la fuerza para guardar silencio—. Para tener un lugar secreto, un lugar en donde nadie pudiera encontrarnos. En donde Rose pudiera tener un lugar, afuera, para sentarse, aunque no se sintiera bien.

—Rose es en verdad afortunada de tener una prima que se preocupa por ella como tú. Debo extender mi eterna gratitud por haberla atendido tan bien hasta mi aparición. Tú y yo somos una especie de equipo, ¿no?

No, pensó Eliza, no lo somos. Rose y yo somos un equipo de dos. Tú eres un añadido. Temporal.

Se puso de pie, sacudió sus pantalones y sostuvo el libro contra su corazón.

—Y ahora debo despedirme. La madre de Rose se rige por reglas y normas y sospecho que no tolerará alegremente que llegue tarde a la mesa para almorzar.

Eliza, quien lo había seguido hasta la entrada, lo observó partir. Cerró la puerta a su paso, y luego se sentó en el borde del banco, cuidando de no ocupar el lugar en donde él había dejado tibio el asiento. No había nada que objetar en Nathaniel, y por eso mismo le disgustaba. El encuentro le había dejado un frío pesado en el pecho. Fue la mención de la fiesta en el jardín y Rose, su confianza en la calidad de sus afectos. La gratitud que había extendido a Eliza, aunque expresada con perfecta gentileza, dejaba en ella poca duda de que él la consideraba una amiga. Y ahora, el haber penetrado en el jardín, haber hallado con tanta facilidad el camino por el laberinto…

Eliza apartó semejantes pensamientos de su mente. Tenía que regresar al cuento de hadas. La princesa estaba a punto de seguir a su fiel sirviente hacia la cueva del hada. Con tales medios sería olvidado este encuentro intranquilizador.

Pero, por más que lo intentara, el entusiasmo de Eliza había desaparecido llevándose con él su inspiración. Un argumento que la había llenado de alegría cuando comenzó se le revelaba ahora como débil y transparente. Eliza tachó lo escrito. No serviría. Y sin embargo, sin importar cómo alterara el desarrollo, no podía hacerlo funcionar, porque ¿qué princesa de cuentos de hadas elige a su doncella en vez de al príncipe?

* * *

El sol brillaba con tanta fuerza como si Adeline hubiera dado una orden a Dios. Los lirios extras llegaron a tiempo y Davies recorrió los jardines en busca de especies exóticas con las cuales rematar los arreglos. La lluvia nocturna que había mantenido a Adeline despierta y ansiosa había conseguido agregarle brillo al jardín, de modo que cada hoja parecía haber sido pulida individualmente, y a lo largo del césped recién cortado, sillas con almohadones estaban artísticamente distribuidas. Los camareros contratados estaban en fila junto a las escaleras, modelos de calma y control, mientras que en la cocina, apartados de la vista y de la mente, el cocinero y su equipo trabajaban sin cesar.

Los invitados habían comenzado a llegar a la rotonda durante el último cuarto de hora, y Adeline había estado cerca para recibirlos y acompañarlos en dirección al jardín. Qué impresionantes lucían en sus finos sombreros, aunque ninguno tan exquisito como el de Rose, traído especialmente de Milán.

Desde donde estaba ahora de pie, oculta por el gigantesco rododendro, Adeline inspeccionó a los invitados. Lord Ashfield y señora, sentados junto a lord Irving-Brown; sir Arthur Mornington, tomando el té junto al juego de croquet mientras los jóvenes Churchill reían y jugaban; lady Susan Heuser manteniendo una conversación tête-á-tête con lady Carolina Aspley.

Adeline sonrió. Había hecho bien. No sólo la fiesta en el jardín había sido lo adecuado para dar la bienvenida a los recién casados, la cuidadosa selección de conocedores, chismosos y trepadores sociales brindaba la mejor oportunidad para correr la voz sobre los retratos de Nathaniel. Junto a las paredes del vestíbulo de entrada, Thomas había colgado los cuadros que consideraba mejores, y luego, cuando se hubiera servido el té, había planeado acompañar a los invitados más selectos a verlos. De ese modo su yerno sería introducido como tema para las plumas ávidas de los críticos de arte y para las lenguas afiladas de quienes imponían la moda en la sociedad.

Todo lo que Nathaniel tenía que hacer era cautivar a los invitados la mitad de lo que había cautivado a Rose. Adeline examinó el grupo y descubrió a su hija sentada junto a Nathaniel y la americana, la señora Hodgson Burnett. Adeline había dudado si invitar a la señora Hodgson Burnett, porque mientras que un divorcio parecía desafortunado, dos era más parecido a la perdición. Pero la escritora tenía, no cabía duda, buenos contactos en el continente, y por lo tanto Adeline había decidido que el beneficio de su asistencia era mayor que su infamia.

Rose rio ante algo que la mujer había dicho y una cálida oleada de satisfacción inundó a Adeline. Rose estaba espectacularmente bella hoy, tan radiante como el muro de rosas que ofrecía un glorioso telón de fondo. Se la veía feliz, pensó Adeline, como una mujer joven debe verse cuando está recién casada, y las promesas y votos acaban apenas de cruzar sus labios.

Su hija volvió a reír, y Nathaniel señaló en dirección al laberinto. Adeline deseaba que no perdieran un tiempo precioso en charlar sobre el jardín amurallado o alguna de las otras tonterías de Eliza cuando debían estar hablando de los retratos de Nathaniel. Porque ¡ah! ¡Qué inesperado don de la providencia el traslado de Eliza!

Durante las semanas de preparativos de la fiesta, Adeline había permanecido despierta noche tras noche preguntándose cómo impedir del mejor modo posible que la muchacha arruinara el día. Qué bendita sorpresa la mañana que apareció junto al escritorio de Adeline pidiendo permiso para ocupar la distante cabaña. En su honor, había que admitir que había conseguido mantener oculta la alegría que sentía. Que Eliza se retirara a la cabaña era el arreglo más deseable a cualquier otro que Adeline hubiera pergeñado, y la retirada había sido total. Adeline no había visto ni sombra de la muchacha desde su partida; toda la casa se sentía más leve y más espaciosa. Por fin, tras ocho largos años, se había librado de la sofocante gravedad de la órbita de la muchacha.

El asunto más espinoso había sido determinar cómo convencer a Rose de que la exclusión de Eliza era lo mejor. La pobre Rose siempre había estado ciega en lo que a Eliza se refería, y nunca había percibido en ella la amenaza que Adeline sabía que existía. De hecho, una de las primeras cosas que su querida niña hizo al llegar de su luna de miel fue preguntar respecto a la ausencia de su prima. Cuando Adeline dio una juiciosa explicación sobre por qué Eliza vivía ahora en la cabaña, Rose había fruncido el ceño —parecía tan repentino, dijo ella— y resolvió ir a ver a Eliza a primera hora del día siguiente.

Tal visita era impensable, por supuesto, si el leve engaño de Adeline iba a desarrollarse como estaba planeado. Por tanto, a la mañana siguiente, inmediatamente después del desayuno, Adeline fue en busca de Rose a sus nuevos aposentos, donde la encontró preparando un delicado arreglo floral. Mientras Rose tomaba un clemátide color crema de entre las demás flores, Adeline preguntó, en tono despreocupado y sereno: «¿Crees que Eliza debe ser invitada a la fiesta del jardín?».

Rose se volvió, la clemátide chorreando agua por el extremo de su tallo.

—Por supuesto que debe venir, mamá. Eliza es mi más querida amiga.

Adeline apretó los labios: era la respuesta que había anticipado y por lo tanto estaba preparada. La apariencia de capitulación es siempre un riesgo calculado, y Adeline lo desplegó con sabiduría. Una secuencia de frases que había preparado de antemano, repetidas una y otra vez por lo bajo, para que brotaran naturalmente de sus labios.

—Por supuesto, querida. Y si tú deseas su presencia, así será. No discutiremos más sobre el asunto. —Sólo después de tan generosa y amplia concesión se permitió un leve suspiro nostálgico.

Rose le estaba dando la espalda, con un ramo de gardenias en la mano.

—¿Qué sucede, mamá?

—Nada, querida.

—¿Mamá?

Con cuidado, con cuidado.

—Sólo pensaba en Nathaniel.

Esto hizo que Rose alzara la vista, y se sonrojara levemente.

—¿Nathaniel, mamá?

Adeline estaba de pie, alisándose el frente de su falda. Sonrió alegre a Rose.

—No te preocupes. Estoy segura de que todo le saldrá bien aunque Eliza esté presente.

—Por supuesto que sí. —Rose dudó, antes de acomodar la gardenia en el arreglo floral. No volvió a mirar a Adeline, pero no fue necesario. Adeline podía imaginar la incertidumbre que alteraba su precioso rostro. Inevitable, apareció la cauta pregunta—: ¿Por qué debería Nathaniel beneficiarse de la ausencia de Eliza?

—Es que esperaba dirigir cierta atención hacia Nathaniel y sus cuadros. Eliza, esa querida niña, tiene una manera de llamar la atención. Esperaba que el día le perteneciera a Nathaniel, y a ti, querida. Pero claro que tendrás a Eliza si tú crees que eso es lo mejor. —Rio entonces, una risa leve y alegre, practicada hasta la perfección—. Además, me atrevería a decir que una vez que Eliza sepa que has regresado antes de tiempo a casa, vendrá a verte con tanta frecuencia que no hay duda de que alguno de los criados le hablará de la fiesta. Y a pesar de su aversión a las reuniones sociales, su devoción hacia ti, querida mía, es tal que insistirá en asistir.

Adeline había dejado sola a Rose, sonriéndose cuando notó el envaramiento de los hombros de su hija. Una clara señal de que el tiro había dado en el blanco.

Tal cual esperaba, Rose apareció en el tocador de Adeline más tarde, ese mismo día, sugiriendo que puesto que a Eliza no le gustaban las fiestas, tal vez podía evitársele que asistiera en esta ocasión. Continuó en voz baja, diciendo que había cambiado de idea respecto de visitar hoy a su prima. Esperaría hasta después de la fiesta del jardín, cuando las cosas se hubieran asentado y las dos pudieran visitarse largo y tendido.

* * *

Un aplauso que hizo erupción en donde estaban jugando al croquet llamó la atención de Adeline. Se tomó las manos enguantadas y compuso una sonrisa impersonal, antes de avanzar por el jardín. Mientras se acercaba al banco, la señora Hodgson Burnett se puso de pie y abrió su blanco parasol. Se despidió de Rose y Nathaniel y comenzó a caminar en dirección al laberinto. Adeline esperaba que no se le ocurriera entrar; la puerta del laberinto había estado cerrada desde primera hora, como señal disuasoria, pero era típico de una americana tener sus propias ideas sobre el asunto. Adeline aceleró el paso —buscar a una invitada perdida no estaba en sus planes para el día— e interceptó a la señora Hodgson Burnett antes de que se alejara demasiado. Le brindó a su invitada una gentil sonrisa.

—Buenos días, señora Hodgson Burnett.

—Ah, buenos días, lady Mountrachet. Y qué bello día que es.

¡Ese acento! Adeline sonrió indulgente.

—No podíamos haber deseado otro mejor. Y veo que se ha reunido con la feliz pareja.

—Monopolizado, más bien. Su hija es la más gloriosa de las criaturas.

—Gracias. Soy bastante parcial en lo que a ella se refiere.

Una risa educada por ambas partes.

—Y su marido claramente la adora —añadió la señora Hodgson Burnett—. ¿No es una maravilla el amor juvenil?

—Me sentí encantada con su compromiso. Un caballero de tanto talento… —la sombra de una pausa—, ¿me imagino que Nathaniel le habrá mencionado sus cuadros?

—No lo hizo. Me atrevería a decir que no le di oportunidad. Estaba demasiado ocupada preguntándole sobre el jardín secreto que dicen que está oculto en esta gran propiedad.

—Una nadería —refutó Adeline con una mínima sonrisa—. Un arriate con flores con una pared a su alrededor. Todas las mansiones de Inglaterra tienen uno.

—No con semejantes historias románticas como parte de ellos, estoy segura. ¡Un jardín reconstruido de las ruinas para ayudar a una delicada joven a recuperar su salud!

Adeline lanzó una quebradiza carcajada.

—¡Por favor! Creo que mi hija y su esposo le han contado un cuento de hadas. Rose debe su salud a los esfuerzos de un excelente médico, y me permito asegurarle que el jardín es en verdad muy vulgar. Los retratos de Nathaniel, en cambio…

—Sin embargo, me encantaría verlo. El jardín, quiero decir. Se me ha despertado la curiosidad.

Había muy poco que Adeline podía responder frente a eso. Asintió con tanta gracia como pudo y maldijo por detrás de su sonrisa.

* * *

Adeline estaba lista para echarles a Nathaniel y a Rose una seria reprimenda, cuando por el rabillo del ojo percibió un remolino de tela blanca a través de la verja del laberinto. Se volvió, justo a tiempo para ver a Eliza abrir la puerta frente a la señora Hodgson Burnett.

Se llevó la mano a la boca, ahogando el grito antes de poder lanzarlo. De todos los días y todos los momentos posibles. Esa muchacha: siempre corriendo, mal vestida, ciertamente no bienvenida. Con su grosera buena salud, mejillas arreboladas, cabello enredado, sombrero desgarbado y —observó horrorizada Adeline— con las manos desnudas. Algo bueno al menos, llevaba zapatos.

Apretando la comisura de los labios como un títere de madera, Adeline miró a su alrededor, intentando medir el efecto de la irrupción. Un criado estaba junto a la señora Hodgson Burnett, acercándole una silla. Todo parecía en calma, el día no estaba perdido. De hecho, sólo Linus, sentado bajo el arce, ignorando la conversación de lord Appleby, había prestado atención a la nueva aparición, alzando su pequeña maquinaria fotográfica para apuntar a Eliza. Eliza, por su parte, estaba mirando en dirección a Rose, su rostro la imagen de la consternación. Sorprendida, sin duda, de ver a su prima de regreso del continente tan pronto.

Adeline se volvió rápidamente, decidida a evitar que su hija se ofuscara. Pero Rose y Nathaniel no fueron conscientes de la intrusión, demasiado absortos el uno en el otro. Nathaniel se había acomodado en el borde de su silla y estaba sentado de manera tal que sus rodillas casi tocaban (¿o tocaban levemente? Adeline no estaba segura) las de Rose. Entre los dedos sostenía una de las fresas del invernadero de Davies por el tallo, haciendo girar la fruta de un lado al otro, acercándola a los labios de Rose antes de apartarla. A cada oportunidad, Rose reía, el mentón inclinado de modo que el sol acariciaba con su luz moteada su garganta desnuda.

Sonrojada, Adeline alzó su abanico para ocultar la escena. ¡Semejante espectáculo! ¿Qué pensaría la gente? Se podía imaginar los chismes que Carolina Aspley plasmaría sobre el papel, tan pronto como regresara a su casa.

Adeline sabía que era su obligación terminar con semejante comportamiento descontrolado, y sin embargo… Volvió a bajar su abanico, parpadeando por encima del mismo. Por más que lo intentara, no podía apartar la vista. ¡Qué momento! La frescura de la imagen era magnética. Aunque sabía que Eliza estaba causando desmanes a sus espaldas, aunque pensaba que su esposo se comportaba más allá del decoro, era como si el mundo se hubiera detenido y Adeline estuviera de pie, sola en el centro, consciente tan sólo del latido de su corazón. La piel le cosquilleaba, tenía las piernas inesperadamente débiles, y la respiración agitada. Un pensamiento le cruzó la mente antes de poder detenerlo: ¿cómo sería ser amada de ese modo?

* * *

El olor de los vapores de mercurio llenó sus fosas nasales y Linus lo aspiró profundamente. Lo retuvo, sintió cómo se expandía su mente, le ardían los tímpanos, antes de exhalar. Solo en su cuarto oscuro, Linus se sentía como si midiera dos metros de alto, y las piernas eran fuertes, tanto una como la otra. Usando sus pinzas de plata, agitó de un lado a otro el papel fotográfico, observando con cuidado a medida que la imagen comenzaba a materializarse.

Ella jamás consentiría posar. Al principio había insistido, luego había rogado, luego, con el tiempo, había descubierto la naturaleza de su juego. Disfrutaba siendo perseguida, y fue Linus quien tuvo que recalcular sus tácticas.

Y lo había hecho. Mansell había sido enviado a Londres para traer una Kodak-Eastman Brownie, una cosita desagradable, territorio de aficionados sin experiencia, de calidad fotográfica nada comparable a su Tourograph, pero era liviana y transportable y eso era lo importante. Mientras Eliza continuara con su tira y afloja juguetón, Linus sabía que era la única manera de atraparla.

Su mudanza a la cabaña había sido un paso valiente, paso por el cual Linus la admiraba. Él le había regalado el jardín, para que ella llegara a amarlo como su madre antes que ella —nada había iluminado los ojos de su poupée como el jardín amurallado—, pero Linus no había previsto esta reciente deportación. Eliza no se había acercado a la casa desde hacía semanas. Día tras día esperaba junto a las verjas del laberinto, pero ella continuaba atormentándolo con su ausencia.

Y ahora, para complicar todavía más las cosas, Linus había descubierto que tenía un adversario. Tres mañanas antes, mientras montaba su guardia, se había topado de frente con una indeseable vista. Mientras aguardaba a Eliza, ¿qué es lo que había visto aproximarse cruzando las verjas del laberinto en su lugar sino el pintor, el recién casado marido de Rose? Linus se había sorprendido, porque ¿qué pensaba ese hombre que estaba haciendo? ¿La miraba a los ojos? Era impensable, el pintor husmeando su presa.

Pero Linus había ganado al final. Hoy, por fin, su paciencia había sido recompensada.

Inspiró. La imagen estaba apareciendo. Con sólo la leve luz roja para ver, Linus se acercó. Entorno oscuro —los bordes del laberinto— pero más pálido al centro, donde ella había entrado en cuadro. Ella lo había visto inmediatamente, y Linus sintió que su cuello se le entibiaba de placer. Con ojos y labios abiertos, como un animal arrinconado inesperadamente.

Linus entrecerró los ojos, fijos en la fuente con el líquido de revelado. Allí estaba ella. El blanco de su vestido, la delgada cintura… Ah, cómo deseaba poner sus manos en torno a ella, sentir su rápida respiración agitándose temerosa dentro de la caja torácica. Y ese cuello, el pálido, pálido cuello, su pulso temblando, como el de su madre antes que ella. Linus cerró brevemente los ojos y se imaginó el cuello de su poupée con la marca roja. Ella también había intentado abandonarlo.

Él estaba en el cuarto oscuro cuando ella llegó por última vez. Había estado cortando unos cartones para montar su nueva selección de fotografías: grillos del Condado Occidental. Estaba excitado por las fotografías, incluso había considerado preguntarle a su padre si le daba permiso para una pequeña exposición, y hubiera tolerado muy pocas interrupciones. Pero Georgiana era una excepción a la mayoría de las reglas.

Que etérea, que perfecta resultaba, enmarcada en la puerta, la llama de la lámpara acentuando sus facciones. Ella se llevó un dedo a los labios e hizo que silenciara sus palabras antes de pronunciarlas, cerrando con cuidado la puerta al entrar. Él la miró acercarse caminando lentamente hacia él, una leve sonrisa animando sus labios. Su cuidadoso silencio era una de las cosas que más le excitaban, estar a solas con su poupée le provocaba una sugerente sensación de connivencia, extraña en Linus, que tan poco tiempo tenía para los demás y para el que los demás tenían tan poco tiempo.

—¿Me ayudarás, verdad, Linus? —le había dicho, los ojos abiertos y claros. Y entonces comenzó a hablar de un hombre al que había conocido, un marinero. Estaban enamorados, iban a vivir juntos, un secreto para sus padres, él la ayudaría, ¿verdad? Esos ojos, implorantes, tan ajenos a su dolor. El tiempo se había tensado entre ambos, sus palabras giraban en su cabeza, creciendo y encogiéndose, más fuertes y más leves. Una vida de soledad se había condensado en un instante.

Sin pensárselo dos veces, alzó la mano, todavía sosteniendo el cortaplumas, y lo pasó raudo sobre su piel de color leche, haciendo que ella sintiera su dolor…

* * *

Linus usó sus pinzas para sostener la fotografía cercana a la luz. Entrecerró los ojos, parpadeó. ¡Maldición! Donde debía estar el rostro de Eliza había sólo una luz blanca, manchada de gris. Ella se había movido justo en el preciso momento en el que apretó el disparador. No había sido lo suficientemente rápido y se había desvanecido de entre sus dedos. Linus apretó el puño. Volvió a su memoria, como siempre sucedía en momentos de turbación, aquella niña que se sentó junto a él en el suelo de la biblioteca, le ofreció su muñeca y con ella la promesa de ella misma. Antes de decepcionarlo.

No importaba. Un simple paso atrás, eso era todo, un giro temporal en el juego que estaban jugando, el juego que él había jugado con su madre. Había perdido el tiempo: después del incidente con el cortaplumas, su Georgiana se había desvanecido, para no volver jamás. Pero esta vez tendría más cuidado.

No importaba lo que llevara, no importaba cuánto tuviera que esperar, Linus prevalecería.

* * *

Rose arrancó unos pétalos de la blanca margarita hasta que no quedó ninguno: niño, niña, niño, niña, niño, niña. Sonrió y cerró los dedos en torno al corazón dorado de la flor. Una pequeña hija para Nathaniel y para ella, y luego, tal vez, un niño, y luego uno más de cada. Desde que tenía memoria, Rose había querido una familia propia. Una familia muy diferente de la fría y solitaria vida que había conocido de niña, antes de que Eliza llegara a Blackhurst. Habría intimidad y, sí, amor entre los padres, y muchos niños, hermanos y hermanas que siempre velarían los unos por los otros.

Aunque ésos eran sus deseos, Rose había estado al tanto de suficientes discusiones entre damas para haber entrevisto que, si bien los niños eran una bendición, el acto de concebirlos era una dura prueba. En consecuencia, su noche de bodas, había esperado lo peor. Cuando Nathaniel le quitó el vestido, retirando el encaje que mamá había encargado especialmente, Rose contuvo la respiración, observando con cuidado su rostro. Estaba muy nerviosa. El miedo a lo desconocido se mezclaba con la preocupación por sus marcas, y se sentó conteniendo el aliento. Esperando que él hablara y a la vez temiendo que lo hiciera. Él hizo a un lado el vestido, en silencio. No la miró a los ojos. Recorrió en cambio su cuerpo lenta y minuciosamente con la vista, como quien mira una obra de arte que siempre ha querido examinar. Sus ojos oscuros estaban concentrados, los labios entreabiertos. Alzó su mano y Rose tembló de anticipación; recorrió con un dedo la más larga de las marcas. El roce envió escalofríos al vientre de Rose, así como a su entrepierna.

Más tarde hicieron el amor, y Rose descubrió que lo que decían las damas era cierto, era doloroso. Pero estaba familiarizada con el dolor, y era capaz de salir de sí misma de modo que la experiencia se convirtió en algo que observaba, más que sentía. Se concentró por el contrario en los curiosos cambios en el rostro, tan cercano al suyo —sus ojos cerrados, los tersos y oscuros párpados; la boca en una actitud que rara vez había visto anteriormente; la respiración cada vez más agitada y densa—, y Rose se dio cuenta que era poderosa. En todos los años de salud delicada, nunca había pensado en sí misma como poseedora de fuerza alguna. Ella era la pobre Rose, la delicada Rose, la débil Rose. Pero en el rostro de Nathaniel, Rose leyó su deseo, y eso la hacía fuerte.

Mientras estuvieron en su luna de miel el tiempo pareció volar. En donde una vez existieron horas y minutos, ahora existían sólo días y noches, sol y luna. Resultó toda una sorpresa cuando al regresar a Inglaterra encontraron que el tiempo volvía a ser el de siempre. Una sorpresa también el retornar a la vida en Blackhurst. Rose se había acostumbrado a la privacidad de Italia, y descubrió que ahora le desagradaba la presencia de los otros. Los criados, mamá, incluso Eliza, alguien estaba siempre acechando en los rincones, buscando apartar su atención de Nathaniel. A Rose le habría gustado una casa propia, en donde nadie los molestara nunca, pero sabía que ya habría tiempo para eso. Y comprendía que mamá tenía razón: Nathaniel tendría más posibilidades de conocer a la gente adecuada en Blackhurst, y la casa misma era lo suficientemente amplia para que veinte personas vivieran cómodamente.

Mejor así. Rose posó su mano sobre su vientre. Sospechaba que tendrían necesidad de un cuarto de niños más temprano que tarde. Toda la mañana Rose se había sentido rara, como en posesión de un secreto especial. Estaba segura de que un evento tan importante debía suceder de ese modo, la mujer tomando conciencia inmediata del milagro de la nueva vida dentro de su cuerpo. Llevando el centro de la margarita, Rose regresó hacia la casa, el glorioso sol a sus espaldas. Se preguntó si debería compartir el secreto con Nathaniel. Sonrió ante la idea. ¡Qué excitado estaría! Porque cuando tuvieran un hijo, entonces estarían completos.