Tregenna, Cornualles, 1975
Nell esperó junto a la puerta, preguntándose si debía volver a golpear. Había estado de pie junto a la puerta durante cinco minutos y había comenzado a sospechar que William Martin no sabía nada de su inminente llegada para la cena, que la invitación había sido poco más que un ardid de Robyn para calmar las aguas tras el encuentro anterior. Robyn parecía el tipo de persona para quienes los momentos sociales desagradables, más allá de sus causas o consecuencias, debían de ser intolerables.
Volvió a golpear. Asumió una expresión de dignidad dolida para beneficio de cualquiera de los vecinos de William que pudieran estar preguntándose por esa mujer desconocida frente a su puerta que parecía contentarse con golpear toda la noche.
Fue William mismo quien por fin descorrió el cerrojo. Con el trapo de secar sobre su huesudo hombro, cuchara de madera en mano, dijo:
—He sabido que se decidió a comprar la cabaña.
—Las buenas noticias viajan rápido.
Apretó los labios, examinándola.
—Es una mujer testaruda, eso se ve a la legua.
—Tal como me hizo Dios, me temo.
Él asintió, resoplando levemente.
—Adentro, entonces. Se morirá de frío ahí fuera.
Nell se quitó la gabardina y encontró un gancho de donde colgarla. Siguió a William atravesando la entrada hasta la sala.
El aire estaba cargado, húmedo de vapor, un olor simultáneamente nauseabundo y delicioso. Pescado, y sal y algo más.
—Tengo una olla con mi guiso de pescado al fuego —anunció William, desapareciendo arrastrando los pies en dirección a la cocina—. No la oí llamar por los malditos silbidos y borbotones. —Un estruendo de ollas y sartenes, una blasfemia—. Robyn llegará pronto. —Otro ruido—. Se ha entretenido un rato con ese tío con el que anda.
Esto último fue dicho con cierto disgusto. Nell lo siguió a la cocina y lo observó mientras revolvía el espeso guiso.
—¿No le gusta el novio de Robyn?
Apoyó el cucharón sobre la encimera, tapó la olla y tomó su pipa. Quitó una hebra de tabaco del borde.
—No hay nada malo en el muchacho. Nada, excepto que no es perfecto. —Con una mano apoyada sobre su encorvada espalda se dirigió a la sala—. ¿Tiene hijos? ¿Nietos? —dijo mientras pasaba al lado de Nell.
—Uno de cada uno.
—Entonces sabe de qué estoy hablando.
Nell se sonrió con amargura. Doce días habían pasado desde que dejara Australia; se preguntó si Lesley habría notado su ausencia. Poco probable. De todos modos, pensó que tenía que enviar una postal. A la niña le gustaría, Cassandra. A los niños les gustaban esas cosas, ¿no?
—Venga, entonces, muchacha —dijo la voz de William desde la sala—. Venga a hacerle compañía a un viejo.
Nell, criatura de hábitos, eligió la misma silla de terciopelo que había elegido la ocasión anterior. Hizo un gesto de asentimiento a William.
Éste le respondió del mismo modo.
Se sentaron por un minuto, más o menos, en una exhibición de silencioso compañerismo. Se había levantado viento, y los cristales de la ventana se sacudían periódicamente, acentuando la falta de conversación en el interior.
Nell indicó el cuadro sobre la chimenea, una barca de pescador con el casco a rayas rojas y blancas y con el nombre pintado en negro a un costado.
—¿Es suyo? ¿La Reina de las Hadas?
—Así es —dijo William—. El amor de mi vida, creo que fue. Atravesamos juntos varias tormentas enormes, ella y yo.
—¿Todavía la tiene?
—Hace años que no.
Otro silencio se instaló entre ambos. William palmeó el bolsillo de su camisa, y luego tomó una bolsa de tabaco, comenzando a rellenar su pipa.
—Mi padre era el jefe del puerto —dijo Nell—. Crecí rodeada de barcos. —De pronto recordó la imagen de Hugh, de pie en el muelle de Brisbane, poco después de la guerra, con el sol a sus espaldas y él a contraluz, sus largas piernas irlandesas y sus grandes y fuertes manos—. Se le mete a uno en la sangre, ¿no?
—Eso es cierto.
Los paneles de las ventanas volvieron a temblar, y Nell suspiró. No podía esperar más, era ahora o nunca: había que despejar el aire y Nell era quien iba a hacerlo; poca era la conversación intrascendente que estaba dispuesta a tolerar.
—William —dijo, inclinándose hacia delante para apoyar los codos en las rodillas—, sobre la otra noche, lo que dije. No quise…
Él alzó una mano callosa por el trabajo, levemente temblorosa.
—No hay por qué.
—Pero no debería…
—No fue nada. —Se metió la pipa en la boca y la sostuvo mordiéndola entre los dientes dando por terminado el asunto. Encendió una cerilla.
Nell se volvió a reclinar en su silla: si así es como él lo quería, pues que así fuera, pero esta vez estaba decidida a no marcharse sin una pieza más del rompecabezas.
—Robyn dijo que quería decirme algo.
Sintió el dulce aroma del tabaco fresco, mientras William aspiraba un par de veces, y luego exhalaba para que su pipa comenzara a humear. Asintió levemente.
—Debería habérselo dicho la otra noche, sólo que… —Estaba concentrado en algo más allá de ella y Nell resistió el impulso de darse la vuelta y ver qué era—, sólo que me tomó por sorpresa. Ha pasado mucho tiempo desde que escuché su nombre.
Eliza Makepeace. La sibilante no pronunciada agitó sus plateadas alas entre ambos.
—Han pasado más de sesenta años desde la última vez que la vi, pero todavía la tengo presente, bajando del acantilado, desde la cabaña, encaminándose hacia el pueblo, el cabello suelto a sus espaldas. —Sus párpados se habían cerrado mientras hablaba, pero ahora los abrió y miró a Nell—. Supongo que eso no significa mucho para usted, pero en aquella época… bueno, no era frecuente que alguien de la casa grande descendiera a mezclarse con los lugareños. Eliza, sin embargo —se aclaró un poco la garganta, repitió el nombre—, Eliza se comportaba como si fuera lo más natural del mundo. Ella no era como el resto.
—¿La conoció?
—La conocí bien, tanto como uno puede conocer a gente como ella. La conocí cuando tenía apenas dieciocho años. Mi hermana menor, Mary, trabajaba en la casa y trajo a Eliza con ella en una de sus tardes libres.
Nell luchó por contener su excitación. Por fin hablaba con alguien que había conocido a Eliza. Mejor aún, esa descripción confirmaba la sensación ilícita que flotaba en los bordes de su fragmentada memoria.
—¿Cómo era, William?
Apretó los labios y se rascó el mentón: el áspero sonido sorprendió a Nell. Por un segundo, volvió a tener cinco años, sentada en el regazo de Hugh, la cabeza descansando contra su rugosa mejilla. William sonrió ampliamente, los dientes grandes y con manchas marrones por el tabaco.
—Como nadie que hubieras conocido antes, original. A todos nosotros, por esta zona, nos gusta contar historias, pero las suyas eran otra cosa. Era divertida, valiente, sorprendente.
—¿Hermosa?
—Sí, y hermosa. —Su mirada se encontró brevemente con la de Nell—. Tenía el cabello rojo. Largo, hasta la cintura. Los mechones se volvían dorados por el sol —indicó con su pipa—. Le gustaba sentarse en la roca negra en la cala, mirando al mar. En un día claro, podíamos verla mientras regresábamos a puerto. Ella alzaba la mano y saludaba, apareciendo ante todo el mundo como la Reina de las Hadas.
Nell sonrió. La Reina de las Hadas.
—Como la barca.
William, fingiendo estar fascinado con las rayas de sus pantalones de pana, lanzó un breve gruñido.
Entonces Nell comprendió: no era una coincidencia.
—Robyn llegará pronto. —No miró a la puerta—. Tomemos algo de té.
—Estaba enamorado de ella.
Dejó caer los hombros.
—Claro que lo estaba —reconoció—. Al igual que todos los hombres que alguna vez pusieron su mirada en ella. Se lo he dicho, era diferente a cualquiera que hubieras conocido. Las cosas que nos motivaban al resto de nosotros no le importaban un rábano a ella. Hacía lo que sentía, y sentía mucho.
—Y ella estaba, estuvieron usted y ella alguna vez…
—Estaba comprometido con otra. —Su atención pasó a una fotografía en el muro, una joven pareja vestida de boda, ella sentada, él de pie, a su espalda—. Cecily y yo llevábamos un par de años de novios para entonces. En un pueblo como éste, es lo que pasa. Uno crece en la casa de al lado de una niña, un día son niños tirando piedras desde el acantilado, y al siguiente uno se da cuenta de que está casado desde hace tres años y con un hijo en camino. —Suspiró, de manera que sus hombros se desinflaron y su jersey de lana pareció quedarle grande—. Cuando conocí a Eliza el mundo cambió. No puedo describirlo mejor. Como un hechizo, ella era lo único en lo que podía pensar. —Sacudió la cabeza—. Me gustaba mi mujer, la quería de veras, pero la hubiera dejado sin pensarlo. —Su mirada se cruzó con la de Nell antes de volver a apartarla rápidamente—. No me enorgullece decirlo, suena terriblemente desleal. Y lo era, lo era. —La miró—. Pero no se puede culpar a un hombre joven por sus verdaderos sentimientos, ¿no?
Sus ojos buscaron los de ella, y Nell sintió que algo en su interior se agitaba. Comprendió: él había estado buscando la absolución por largo tiempo.
—No —dijo—. No se puede.
Él suspiró, habló tan bajo que Nell tuvo que girar la cabeza hacia un lado para poder escucharlo.
—A veces el cuerpo quiere cosas que la mente no puede explicar, ni siquiera puede aceptar. Todos mis pensamientos estaban dirigidos a Eliza. No podía evitarlo. Era como un, como una…
—¿Adicción?
—Exactamente. Me parecía que sólo podía ser feliz si estaba con ella.
—¿Ella sentía lo mismo?
Él alzó las cejas y sonrió tristemente.
—¿Sabe? Por un tiempo, pensé que sí. Había algo en ella, cierta intensidad. La habilidad de hacerte sentir como que no había otro lugar ni otra persona con quien prefiriera estar. —Rio, con algo de dureza—. Muy pronto comprendí mi error.
—¿Qué sucedió?
Apretó los labios y por un horrible segundo Nell pensó que se había acabado la historia. Suspiró aliviada cuando él continuó.
—Fue una noche de primavera. Debió de ser en 1908 o 1909. Había tenido un gran día con los barcos, traje un gran cargamento y lo estuve celebrando con algunos de los muchachos. Reuní un poco de coraje gracias al alcohol y de camino a casa me encontré subiendo por el sendero del acantilado. Una tontería, lo sé. Era un camino estrecho en aquella época, no había sido transformado en carretera, y apenas si cabía una cabra, pero no me importó. Se me metió en la cabeza que iba a pedirle que se casara conmigo. —Le tembló la voz—. Pero cuando llegué cerca de la cabaña vi a través de la ventana…
Nell se inclinó hacia delante.
Él se reclinó en su silla.
—Bueno, ya ha oído antes esta historia.
—¿Estaba con otra persona?
—No era cualquier persona. —Sus labios temblaron al pronunciar las palabras—. Era una persona muy cercana. —William se frotó el ojo, examinó sus dedos buscando una molestia inexistente—. Estaban… —Miró de reojo a Nell—. Bueno, ya puede imaginarse.
Fuera, un ruido y una ráfaga de aire frío. La voz de Robyn se escuchó por el pasillo.
—Hace frío afuera. —Entró en la sala—. Lamento haber llegado tarde. —Miró esperanzada a ambos, pasándose las manos por sus cabellos húmedos—. ¿Todo bien por aquí?
—No podía estar mejor, mi niña —dijo William, echando una rápida ojeada a Nell.
Nell asintió levemente. No tenía intención de divulgar el secreto del anciano.
—Iba a ocuparme de mi guiso —dijo William—. Acércate y deja que los gastados ojos de Gump puedan verte.
—¡Gump! Te dije que prepararía el té. Traje todo conmigo.
—Humm —refunfuñó, poniéndose de pie con esfuerzo y manteniendo el equilibrio—. Cada vez que tú y ese chico tuyo os juntáis, no hay modo de saber si recordarás a tu viejo Gump, si es que lo recuerdas. Me pareció que si no me ocupaba de mí mismo tendría muchas posibilidades de pasar hambre.
—Oh, Gump —le regañó mientras llevaba la bolsa del mercado a la cocina—. De veras, eres el colmo. ¿Cuándo me he olvidado de ti?
—No eres tú, querida. —Caminó a rastras detrás de ella—. Es ese novio que tienes. Como todos los abogados, es un charlatán.
Mientras ambos mantenían una discusión familiar sobre si estaba o no más allá de las habilidades físicas de William el cocinar y servir el guiso, Nell repasó mentalmente todo lo que William le había dicho. Comprendió por fin por qué insistía tanto en decir que la cabaña estaba, de alguna manera, manchada, triste; y no había duda de que para él así era. Pero William se había distraído por su propia confesión y era tarea de Nell llevarlo de regreso hacia donde necesitaba. Lo de menos era la curiosidad que sentía sobre con quién había estado Eliza esa noche, ése no era el centro del asunto, pero forzar a William sólo conseguiría que se retrajera. No podía arriesgarse a eso, no sin antes averiguar por qué Eliza podía haberla apartado a ella de Rose y Nathaniel Walker, por qué la había enviado a Australia, a una vida completamente diferente.
—Aquí estamos. —Robyn apareció llevando una bandeja cargada con tres cuencos humeantes.
William la siguió, algo tímidamente, y se dejó deslizar sobre su silla.
—Todavía preparo el mejor guiso de pescado de este lado de Polperro.
Robyn alzó las cejas en dirección a Nell.
—Nadie lo pone en duda, Gump —dijo, entregándole un cuenco por encima de la mesa.
—Sólo mi habilidad para llevarlo de la cocina a la mesa.
Robyn suspiró teatralmente.
—Deja que te ayudemos, Gump, es lo único que pedimos.
Nell apretó los dientes; necesitaba evitar que la discusión fuera a más, no podía arriesgar volver a perder a William en una rabieta.
—Delicioso —exclamó en voz alta, probando el guiso—. La cantidad perfecta de salsa Worcestershire.
William y Robyn la miraron, parpadeando, las cucharas a medio camino.
—¿Qué? —Nell los miró a ambos—. ¿Qué sucede?
Robyn abrió la boca, y la volvió a cerrar, como un pez.
—La salsa Worcestershire.
—Es nuestro ingrediente secreto —dijo William—. Ha estado en la familia durante generaciones.
Nell se encogió de hombros, disculpándose.
—Mi madre solía preparar guiso de pescado, al igual que su madre. Siempre usaban salsa Worcestershire. Supongo que también era su ingrediente secreto.
William inspiró lentamente a través de las abiertas fosas nasales y Robyn se mordió el labio.
—Sea como sea está delicioso —declaró Nell tomando otro sorbo—. El dar con la cantidad exacta, ése es el truco.
—Dime, Nell —dijo Robyn, aclarándose la garganta, evitando conscientemente la mirada de William—. ¿Encontraste algo de utilidad en los papeles que te di?
Nell sonrió agradecida. Robyn al rescate.
—Fueron muy interesantes. Disfruté mucho con el artículo periodístico sobre la botadura del Lusitania.
Robyn sonrió extasiada.
—Debió de ser tan excitante, una botadura tan importante. Es terrible pensar lo que le pasó a ese hermoso navio.
—Alemanes —increpó Gump, con la boca llena—. Un sacrilegio, un acto de salvajismo.
Nell se imaginó que los alemanes sentirían lo mismo respecto al bombardeo de Dresde, pero ahora no era el momento de plantearlo, y William no era la persona con quien tener semejante discusión. Así que se mordió la lengua y continuó con la agradable y vana conversación con Robyn sobre la historia del pueblo y de la casa en Blackhurst hasta que, por fin, Robyn se excusó para llevar los platos y traer el postre.
Nell observó cómo se marchaba de la sala, y entonces, consciente de que podía ser la última oportunidad para hablar a solas con William, decidió aprovecharla.
—William —dijo—. Hay algo que quiero preguntarle.
—Pregunte.
—Conociendo a Eliza…
Chupó su pipa, asintiendo una vez.
—¿Por qué cree que me llevó consigo? ¿Cree que quería tener una niña?
William exhaló una nube de humo. Mordió su pipa y habló con ella en la boca.
—No me suena propio de ella. Era un espíritu libre. No del tipo que buscaba responsabilidades domésticas, y mucho menos arrebatárselas a otro.
—¿Se habló algo del asunto en el pueblo? ¿Alguien tenía alguna teoría?
—Todos creímos que la niña, que usted, había sido víctima de la escarlatina. Nadie dudó de esa parte. —Se encogió de hombros—. En cuanto a la desaparición de Eliza, nadie pensó mucho al respecto. No era la primera vez.
—¿No?
—Ya había hecho lo mismo algunos años antes. —Miró rápidamente en dirección a la cocina, y bajó la voz, evitando los ojos de Nell—. Siempre me culpé por eso. Fue poco después de… de aquello otro que le estaba contando. Me enfrenté con ella, le dije lo que había visto; la llamé toda clase de nombres. Ella me hizo prometerle que no se lo diría a nadie, me dijo que yo no comprendía, que no era lo que parecía. —Rio amargamente—. Todas las cosas que una mujer dice cuando es descubierta en semejante situación.
Nell asintió.
—Sin embargo, hice lo que me pidió, y guardé su secreto. Poco después me enteré en el pueblo de que ella se había marchado.
—¿Adónde fue?
Sacudió la cabeza.
—Cuando por fin regresó, un año después más o menos, le pregunté una y otra vez, pero ella nunca me lo dijo.
—Ya viene el postre —se escuchó la voz de Robyn desde la cocina.
William se inclinó hacia delante, se quitó la pipa de la boca y señaló a Nell con ella.
—Por eso le pedí a Robyn que la invitara hoy, eso es lo que quería decirle: averigüe adónde fue Eliza y me imagino que estará en camino de resolver su misterio. Porque si algo puedo decirle es que a donde quiera que fuera, era otra cuando volvió.
—¿Cómo otra?
Sacudió la cabeza al recordar.
—Cambiada, menos ella misma, de alguna manera. —Apretó los dientes en torno a su pipa—. Le faltaba algo, y nunca volvió a ser la misma.