Capítulo 35

Hotel Blackhurst, Cornualles, 2005

El apartamento de Julia estaba en lo más alto de la casa, y se accedía a él por una increíblemente angosta escalera al final del pasillo del segundo piso. Cuando Cassandra dejó su cuarto, el sol ya había comenzado a fundirse con el horizonte, y el pasillo estaba casi por completo a oscuras. Golpeó la puerta y esperó, apretando el cuello de la botella de vino que había traído consigo. Una decisión de última hora mientras regresaba a su casa con Christian, atravesando la población.

La puerta se abrió y allí estaba Julia, envuelta en un brillante quimono rosado.

—Entra, entra —dijo, haciendo un gesto a Cassandra para que la siguiera mientras atravesaba el apartamento—. Estoy terminando de preparar nuestra cena. Espero que te guste la comida italiana.

—Me encanta —dijo Cassandra, apresurándose a seguirla.

Lo que en su día fue una serie de pequeños dormitorios albergando un ejército de sirvientas había sido desmantelado y reformado para crear un apartamento estilo loft. Ventanas de buhardilla recorrían ambos muros a los lados y seguramente tendrían una vista increíble de la propiedad durante el día.

Cassandra se detuvo a la entrada de la cocina. Todas las superficies estaban cubiertas de ollas y tazas, latas de tomate con la tapa colgando a un lado, brillantes cuencos de aceite de oliva y jugo de limón y otros misteriosos ingredientes. A falta de lugar donde dejarlo, extendió la mano con su ofrenda.

—Eres un encanto. —Julia descorchó la botella, luego tomó una gran copa del estante encima del banco, y escanció el vino desde una altura teatral. Se lamió una gota de shiraz que le cayó en un dedo—. Personalmente, no bebo nada que no sea ginebra —confesó guiñándole un ojo—. Te mantiene joven; es puro, sabes. —Le entregó la copa del pecaminoso líquido rojo a Cassandra y se dirigió a la cocina—. Ahora ve y ponte cómoda.

Le indicó un sillón en el centro del cuarto, y Cassandra se sentó. Ante ella había un arcón de madera, que hacía las veces de mesita de café, y en el centro, una pila de viejos cuadernos de recortes, cada uno con una gastada tapa de cuero.

Un estremecimiento de excitación recorrió el cuerpo de Cassandra y sintió sus dedos cosquillear de deseo.

—Siéntate y echa una ojeada mientras le doy los toques finales a nuestra cena.

Cassandra no necesitó que se lo dijeran dos veces. Tomó el cuaderno de recortes de encima de la pila y pasó su mano con delicadeza sobre la superficie. El cuero había perdido toda su aspereza y era terso y suave como terciopelo.

Inhalando anticipadamente, Cassandra abrió la tapa y leyó, escrito con bella y precisa caligrafía: Rose Elizabeth Mountrachet Walker, 1909. Recorrió las palabras con la yema del dedo y sintió las leves marcas en el papel. Se imaginó la pluma que las había trazado. Con cuidado, pasó las hojas hasta que llegó a la primera anotación.

Un nuevo año. Uno en el que existe la promesa de increíbles eventos. Apenas he sido capaz de concentrarme desde que el doctor Matthews llegó y me dio su veredicto. Confieso que los desmayos de los últimos tiempos me tenían gravemente preocupada, y no era la única. Sólo necesitaba mirar el rostro de mamá para ver la ansiedad escrita en él. Mientras el doctor Matthews me examinaba, yo permanecí inmóvil, los ojos fijos en el techo, obligando a mi mente a apartar el miedo, recordando los momentos más felices de mi vida hasta ese instante. El día de mi casamiento, por supuesto; mi viaje a Nueva York; el verano en el que Eliza llegó por primera vez a Blackhurst… ¡Qué brillantes parecen tales recuerdos cuando la vida que catalogan está amenazada!

Después, cuando mamá y yo nos sentamos una al lado de la otra en el sofá, esperando el diagnóstico del doctor Matthews, su mano tomó la mía. Estaba helada. La miré, pero ella no quiso mirarme. Fue entonces cuando de veras comencé a preocuparme. A través de todas mis dolencias infantiles, mamá era la que mantenía un espíritu positivo. Me pregunté por qué su confianza ahora la había abandonado, qué es lo que había intuido que le daba semejante motivo de preocupación. Cuando el doctor Matthews se aclaró la garganta, apreté la mano de mamá y esperé. Lo que dijo, empero, fue más sorprendente que cualquier otra cosa que pudiera haber soñado.

—Espera un niño. Está de dos meses, diría yo. Dios mediante, dará a luz en agosto.

Oh, pero ¿hay palabras para explicar el gozo que esas palabras provocaron? Después de tanto esperar, los terribles meses de decepción. Un bebé a quien querer. Un heredero para Nathaniel, un nieto para mamá, un ahijado para Eliza.

A Cassandra le ardían los ojos. Pensar que ese bebé cuya concepción Rose celebraba era Nell, ese bebé desesperadamente deseado era la querida y desplazada abuela de Cassandra… Los sentimientos esperanzados de Rose eran especialmente conmovedores, escritos, tal como estaban, ignorando todo lo que sucedería después.

Pasó con rapidez las páginas del diario, más allá de cintillas y lazos, breves anotaciones dando cuenta de las visitas médicas, invitaciones a varias cenas y bailes en el condado, hasta que finalmente, en diciembre de 1909, encontró lo que estaba buscando.

Aquí está ella. Anoto esto un poco más tarde de lo que me hubiera gustado. Los últimos meses han sido más difíciles de lo esperado, y he tenido poca energía para escribir, pero todo ha valido la pena. Tras tantos meses de espera, de largos intervalos de enfermedad, preocupación y confinamiento, tengo en mis brazos a mi querida niña. Todo lo demás se desvanece. Ella es perfecta. Su piel tan pálida y cremosa, sus labios tan rosados y llenos. Sus ojos son de un profundo azul, pero el doctor dice que eso es siempre así y puede que se oscurezcan con el tiempo. En secreto, espero que se equivoque. Deseo que ella tenga el verdadero color de los Mountrachet, como mi padre y Eliza: ojos azules y cabellos rojos. Hemos decidido llamarla Ivory.

Es el color de su piel y, como sin duda lo demostrará el tiempo, de su alma.

—Ya estoy aquí. —Julia estaba balanceando dos humeantes cuencos con pasta y tenía un enorme pimentero bajo el brazo—. Raviolis con piñones y gorgonzola. —Le entregó un bol a Cassandra—. Cuidado, está un poco caliente.

Cassandra tomó el bol ofrecido e hizo a un lado el cuaderno de recortes.

—Huele muy bien.

—Si no me hubiera convertido en escritora, luego en restauradora, y luego en hostelera, habría sido chef. Salud. —Julia alzó su vaso con gin, tomó un sorbo y suspiró—. A veces siento que toda mi vida es una serie de accidentes y oportunidades. No es que me queje. Uno puede ser muy feliz abandonando toda expectativa de control. —Pinchó uno de los raviolis—. Pero ya basta de hablar de mí, ¿qué tal las cosas en la cabaña?

—Muy bien —dijo Cassandra—. Excepto que cuanto más hago, más me doy cuenta de lo que falta por hacer. El jardín está muy descuidado y la casa en sí es un desastre. Ni siquiera estoy segura de que sea estructuralmente sólida. Se supone que debo llamar a un constructor para que le eche una mirada pero no he tenido tiempo todavía, tantas cosas me han tenido ocupada. Todo es muy…

—¿Abrumador?

—Sí, es decididamente abrumador, pero más que eso. Es… —Cassandra hizo una pausa, buscando la palabra exacta, sorprendida al encontrarla— excitante. He encontrado algo en la cabaña, Julia.

—¿Encontrado algo? —Alzó las cejas—. ¿Como en un tesoro escondido?

—Si te gustan los tesoros verdes y fértiles. —Cassandra se mordió el labio inferior—. Es un jardín oculto, un jardín amurallado al fondo de la cabaña. No creo que nadie haya estado dentro en décadas, y no me extraña, los muros son muy altos, completamente cubiertos por setos. Jamás sospecharías que está allí.

—¿Cómo lo has encontrado?

—Por pura casualidad.

Julia sacudió la cabeza.

—No existen las casualidades.

—La verdad es que no tenía idea de que estaba ahí.

—No sugiero que la tuvieras. Sólo digo que tal vez el jardín estaba oculto para quienes no deseaban verlo.

—Bueno, pues estoy contenta de que se me apareciera. El jardín es increíble. Está descuidado, pero debajo de los setos han sobrevivido todo tipo de plantas. Hay senderos, bancos de jardín, comederos para aves.

—Como la Bella Durmiente, dormida hasta que se rompe el encantamiento.

—Eso es lo curioso; no ha estado dormido. Los árboles siguieron creciendo, dando frutas, incluso cuando no hubo nadie para apreciarlo. Deberías ver el manzano, debe de ser centenario.

—Lo es —asintió Julia de repente, sentándose erguida y haciendo su bol a un lado—. O casi. —Revisó los cuadernos de recortes, pasando página tras página, de un lado a otro—. Ajá —dijo, señalando una anotación—. Aquí está. Justo después del decimoctavo cumpleaños de Rose, antes de que fuera a Nueva York y conociera a Nathaniel. —Julia se puso unas gafas con montura turquesa y nácar sobre la punta de su nariz y comenzó a leer.

Veintiuno de mayo, 1907. ¡Qué día el de hoy! Y pensar que cuando comenzó creí que iba a sufrir otro interminable día encerrada. (Después que el doctor Matthews mencionó unos pocos casos de resfriados en el poblado, mamá estaba aterrada de que enfermara y pusiera en riesgo el fin de semana en el campo al que asistiremos el próximo mes). Eliza, como siempre, tenía otras ideas. Tan pronto como mamá partió en el carruaje para su almuerzo con lady Phillimore, apareció en mi puerta, las mejillas brillantes (¡cómo envidio el tiempo que pasa fuera!), e insistió en que dejara mi cuaderno de recortes a un lado (porque estaba trabajando contigo, querido diario) y fuera con ella por el laberinto: había algo que tenía que ver.

Mi primer instinto fue negarme —temía que alguno de los sirvientes pudiera informarle a mamá y no tenía ganas de una discusión, ciertamente no con el viaje a Nueva York en el horizonte—, pero después me di cuenta de que Eliza tenía «esa mirada» en sus ojos, la que tiene cuando ha puesto en marcha un plan que no admite réplica, la «mirada» que me ha causado más raspones de los que tengo intención de recordar en estos últimos siete años.

Tan excitada estaba mi querida prima que fue imposible no ser arrastrada por su entusiasmo. A veces pienso que ella tiene ánimos para ambas, lo que no está nada mal, teniendo en cuenta que yo estoy con frecuencia desanimada. Casi sin darme cuenta nos estábamos apresurando juntas, cogidas del brazo, riendo. Davies nos estaba esperando a la puerta del laberinto, tambaleándose bajo el peso de una enorme planta en una maceta, y todo el camino Eliza se le acercaba ofreciendo ayudarle (lo cual siempre rechazaba) antes de volver de un salto a donde estaba yo, tomándome de la mano, y arrastrándome tras ella. Continuamos por el laberinto (con cuyos meandros Eliza está muy familiarizada), cruzamos el área central de descanso, pasamos la argolla de bronce que Eliza asegura marca la entrada a un pasaje subterráneo, hasta que llegamos, por fin, a una puerta metálica con una gran cerradura de bronce. Con gran floritura, Eliza sacó una llave del bolsillo de su falda y antes de que tuviera tiempo de preguntarle de dónde había sacado semejante objeto, la puso en la cerradura. La hizo girar y empujó haciendo que la puerta se abriera lentamente.

Dentro, un jardín. Similar y sin embargo diferente a nuestros otros jardines. Para empezar, está completamente amurallado. Los muros de piedra lo rodean por los cuatro costados, interrumpidos sólo por dos puertas metálicas opuestas entre sí, una sobre la pared norte, y otra en la sur…

—Entonces hay otra puerta —exclamó Cassandra—. No pude encontrarla.

Julia la miró por encima de sus gafas.

—Se hicieron arreglos, alrededor de 1912… 1913… Entre ellos el muro de delante, tal vez quitaron entonces la puerta. Pero aguarda. Escucha esto.

El jardín estaba bien cuidado y con pocas plantas. Tenía el aspecto de un campo en barbecho, esperando ser plantado cuando pasaran los meses invernales. En su centro, un ornado banco metálico junto a un bebedero de piedra para aves, y en el suelo había varios cajones de madera cargados con pequeñas plantas.

Eliza corrió adentro con toda la gracia de una niña en edad escolar.

—¿Qué lugar es éste? —pregunté maravillada.

—Es un jardín. Lo he estado cuidando. Deberías haber visto los hierbajos cuando comencé. Pero hemos estado muy ocupados, ¿no es verdad, Davies?

—Ciertamente, señorita Eliza —dijo, depositando la planta junto al muro sur.

—Va a ser nuestro, Rose, tuyo y mío. Un lugar secreto en donde poder estar juntas, sólo nosotras dos, tal como lo imaginamos cuando éramos pequeñas. Cuatro muros, puertas cerradas, nuestro paraíso. Incluso cuando no estés bien podrás venir aquí, Rose. Los muros lo protegen de los fuertes vientos del mar, así que podrás escuchar el cantar de los pájaros, oler las flores y sentir el sol en el rostro.

Su entusiasmo y la intensidad de sus sentimientos eran tales que no pude resistir desear semejante jardín. Miré en torno a los cuidados arriates, las plantas que estaban comenzando a florecer, y pude imaginarme el paraíso que describía.

—Oí hablar cuando era muy pequeña de un jardín amurallado oculto en la propiedad, pero pensé que era sólo un cuento.

—No lo es —dijo Eliza, con ojos brillantes—. Era verdad, y ahora lo volveremos a la vida.

—Ciertamente has trabajado duro. Si el jardín estuvo sin atender todo este tiempo, incluso desde… —Fruncí el ceño, los comentarios que había escuchado de niña volvían ahora a mí. Entonces me di cuenta: sabía exactamente de quién había sido este jardín—. Oh, Liza —dije rápidamente—. Tienes que ser cuidadosa, tenemos que ser muy cuidadosas. Debemos abandonar este lugar y no volver nunca. Si mi padre se enterase…

—Ya lo sabe.

La miré con intensidad, más intensidad de la pretendida.

—¿Qué quieres decir?

—Fue el tío Linus quien le dijo a Davies que yo debía ocuparme del jardín. Hizo que Davies despejara el último tramo del laberinto y le dijo que debíamos darle nueva vida al jardín.

—Pero él prohibió que nadie entrara en el jardín amurallado.

Eliza se encogió de hombros, ese gesto suyo que repite con tanta facilidad y que mamá desprecia tanto.

—Habrá cambiado de opinión en su corazón.

En su corazón. Con qué incomodidad semejante idea se aplicaba a mi padre. Era la palabra «corazón» la que lo provocaba. Excepto por una vez en su estudio, cuando estaba escondida bajo su escritorio y lo escuché llorar por su hermana, su poupée, no puedo recordar haber visto a mi padre comportarse de manera que sugiriera la existencia de un corazón. De pronto lo supe, y sentí una extraña pesadez en la boca del estómago.

—Es porque tú eres hija de ella.

Pero Eliza no me oyó. Se había apartado de mí y estaba arrastrando la maceta hacia un gran pozo junto al muro.

—Éste es nuestro primer árbol —dijo—. Vamos a realizar una ceremonia. Por eso era tan importante que estuvieras hoy aquí. Este árbol continuará creciendo, sin importar adónde nos lleven nuestras vidas, y nos recordará por siempre: Rose y Eliza.

Davies estaba entonces a mi lado, sosteniendo una pequeña pala.

—Es el deseo de la señorita Eliza que sea usted quien eche la primera palada de tierra sobre las raíces del árbol, señorita Rose.

El deseo de la señorita Eliza. ¿Quién iba a argüir contra semejante poder?

—¿Qué clase de árbol es? —pregunté.

—Un manzano.

Debía haberlo sabido. Eliza siempre tenía el ojo atento al simbolismo, y las manzanas son, después de todo, las primeras frutas.

Julia alzó la vista del cuaderno de recortes y una lágrima desbordó sus ojos. Se sonó la nariz y sonrió.

—Quiero tanto a Rose. ¿Puedes sentir su presencia aquí, con nosotras?

Cassandra le devolvió la sonrisa. Había comido una manzana del árbol que su bisabuela había ayudado a plantar, casi cien años atrás. Se sonrojó levemente mientras la imagen de la manzana le traía ecos de su extraño sueño. Toda la semana había trabajado junto a Christian, y se las había ingeniado para olvidarlo. Había creído haberse deshecho de él.

—Y ahora tú estás arreglando, otra vez, el mismo jardín. Qué encantadora simetría. ¿Qué diría Rose si lo supiera? —Julia tomó un pañuelo de papel de una caja cercana y se sonó la nariz—. Lo siento —dijo, secándose el rímel debajo de cada ojo—. Es que es tan romántico. —Rio—. Es una vergüenza que no tengas a un Davies para ayudarte.

—No es un Davies, pero tengo a alguien ayudándome —indicó Cassandra—. Esta semana ha venido todas las tardes. Lo conocí a él y a su hermano Michael cuando vinieron a quitar el árbol caído de la cabaña. Creo que los conoces. Robyn Jameson dijo que también cuidaban de tus jardines.

—Los muchachos Blake. Claro que los conozco, y debo decir que disfruto de verlos. Ese Michael es agradable a la vista, ¿no? También es seductor. Si siguiera escribiendo, me inspiraría en Michael Blake para describir al seductor de mujeres.

—¿Y Christian? —A pesar de sus mejores esfuerzos por parecer indiferente, Cassandra sintió que se le enrojecían las mejillas.

—Oh, es decididamente el más inteligente y joven, el hermano menor que sorprende a todos salvando la situación y ganando el corazón de la heroína.

Cassandra sonrió.

—Ni siquiera voy a preguntar quién soy yo.

—Y yo no tengo dudas de quién sería yo —dijo Julia con un suspiro—. La bella entrada en años que ya no tiene oportunidad alguna con el héroe y canaliza sus energías en ayudar a la heroína a cumplir su destino.

—La vida sería mucho más sencilla si fuera como un cuento de hadas —dijo Cassandra—, si la gente fuera como los personajes típicos.

—Ah, pero así es, sólo que creen que no. Incluso la persona que insiste en que tales cosas no existen es también un cliché: ¡el temido pedante que insiste en no tener igual!

Cassandra bebió un sorbo de vino.

—¿No crees que exista algo así como el ser único?

—Todos somos únicos, sólo que nunca como nos imaginamos. —Julia sonrió, luego agitó una mano, haciendo tintinear sus pulseras—. Me estás oyendo. Qué terrible absolutista que soy. Claro que hay variaciones de carácter. Fíjate en Christian Blake, por ejemplo; él no es jardinero de profesión, ¿sabes? Trabaja en un hospital en Oxford. Es decir, lo hacía. Es médico de algo, no recuerdo el qué, son nombres tan largos y confusos, ¿no?

Cassandra se irguió en su asiento.

—¿Y qué hace un médico podando árboles?

—¿Qué hace un médico podando árboles? —Se hizo eco Julia, pensativa—. A eso me refería. Cuando Michael me dijo que su hermano trabajaba con él no hice preguntas, pero desde entonces me devora la curiosidad. ¿Qué hace que un hombre joven cambie de profesión de ese modo?

Cassandra sacudió la cabeza.

—¿Un cambio en sus gustos?

—Un cambio importante, diría yo.

—Tal vez se dio cuenta de que no disfrutaba con el trabajo.

—Es posible, pero uno pensaría que pudo haberse hecho una idea durante los interminables años de estudio. —Julia sonrió enigmática—. Creo que es posible que sea algo mucho más interesante que eso, pero bueno, yo fui escritora, y los viejos hábitos son duros de matar. No puedo detener mi imaginación cuando se dispara. —Señaló con uno de los dedos que sostenía el vaso con gin—. Eso, querida mía, es lo que hace que un personaje sea interesante, sus secretos.

Cassandra pensó en Nell y en los secretos que había guardado. ¿Cómo pudo tolerarlo, descubrir por fin quién era y no decírselo a un alma?

—Desearía que mi abuela hubiera visto los cuadernos de recortes antes de morir. Habrían significado tanto para ella, lo más cercano a escuchar la voz de su madre…

—He estado pensando en tu abuela toda la semana —dijo Julia—. Desde que me dijiste lo que sucedió me he estado preguntando qué fue lo que hizo que Eliza la llevara consigo.

—¿Y? ¿Qué piensas?

—Envidia —contestó Julia—. Es a lo que siempre vuelvo. Es una motivación condenadamente poderosa, y Dios sabe que había más que suficiente que envidiar en Rose: su belleza, su talentoso esposo, su nacimiento. A lo largo de la infancia, Eliza tiene que haber visto a Rose como a la niña que lo tenía todo, en particular las cosas que ella no tenía. Padres adinerados, una casa hermosa, una naturaleza gentil que todos admiraban. Luego, de adultas, ver a Rose casarse tan pronto, y con un hombre que debe de haber sido todo un partido, después quedar embarazada, tener una preciosa hija… ¡Caray, yo tengo celos de Rose! Imagina lo que fue para Eliza, rara ya de por sí, según dicen todos. —Acabó su trago, dejando enfáticamente el vaso sobre la mesa—. No estoy excusando lo que hizo, para nada, sólo digo que no me sorprende.

—¿Es la respuesta más obvia, verdad?

—Y la respuesta más obvia es con frecuencia la correcta. Está todo allí en los cuadernos de recortes. Bueno, está todo allí si sabes qué es lo que buscas. Desde el momento que Rose supo que estaba embarazada, Eliza se volvió más distante. Hay escasa mención de Eliza después del nacimiento de Ivory. Debió de afectarle mucho a Rose. —Eliza era como una hermana, y de repente, en un momento tan especial, desaparece. Hizo las maletas y se alejó de Blackhurst.

—¿Adónde fue? —preguntó sorprendida Cassandra.

—A algún lugar de ultramar, creo. —Julia frunció el ceño—. Aunque ahora que lo preguntas, no estoy segura de que Rose mencione adónde —sacudió una mano—, y en realidad no es importante. El hecho es que se fue mientras Rose estaba embarazada y no regresó hasta después del nacimiento de Ivory. Su amistad ya no volvió a ser la misma.

* * *

Cassandra bostezó y ahuecó su almohada. Tenía los ojos cansados pero había llegado casi al final de 1907 y le parecía una pena dejar el cuaderno de recortes a un lado a sólo unas pocas páginas para terminarlo. Además, cuanto antes lo terminara, mejor: aunque Julia había accedido gentilmente a separarse de ellos, Cassandra sospechaba que la separación sólo resistiría un breve lapso. Por suerte, mientras que la caligrafía de Nell era confusa, la de Rose era firme y clara. Cassandra tomó un sorbo de té, ahora tibio, y pasó las páginas llenas de retazos de tela, muestras de cintas, tul de vestido de bodas, y apretadas firmas que decían: Lady Rose Mountrachet Walker, Lady Walker, Lady Rose Walker. Sonrió —ciertas cosas nunca cambian— y llegó a la última hoja.

Acabo de terminar de releer Tess de D’Urbervilles. Es una novela desconcertante, y no puedo decir que verdaderamente la haya disfrutado. Hay tanta brutalidad en la ficción de Hardy… Es demasiado salvaje, supongo, para mi gusto: soy hija de mi madre, después de todo, y a pesar de mis mejores intenciones. La conversión de Ángel al cristianismo, su casamiento con Liza-lu, la muerte de Sorrow, pobre criatura: esos hechos me perturban. ¿Por qué debería Sorrow haber sido privada de cristiana sepultura? Se supone que los bebés no son culpados por los pecados de sus padres, ¿verdad? ¿Hardy aprueba la conversión de Ángel o es un escéptico? ¿Y cómo pudo Ángel transferir su afecto tan sencillamente de Tess a su hermana?

Ah, bueno, tales asuntos han desconcertado a mentes más capaces que la mía, y mi propósito al volver a este relato de la pobre y trágica Tess no fue la crítica literaria. Confieso haber consultado a Thomas Hardy con la esperanza de que pudiera ofrecerme alguna idea sobre qué esperar cuando Nathaniel y yo nos casemos. Más particularmente, qué podría esperarse de mí. ¡Ah! ¡Cómo me arden las mejillas siquiera de pensar en tales preguntas! Lo cierto es que jamás podría hallar las palabras para pronunciarlas en voz alta. (¡Imagina el rostro de mamá!).

Caramba, el señor Hardy no suministró las respuestas que con tanta esperanza busqué. Debo haber recordado mal, la violación de Tess es relatada con escaso detalle. Ahí está, pues. A menos que pueda pensar en alguien más a quien consultar (no el señor James, creo, ni el señor Dickens), tendré poca alternativa sino entrar a ciegas en tan negro abismo. Mi mayor temor es que Nathaniel tenga motivos para mirar mi vientre. ¿Seguramente no ha de ser así? La vanidad es en verdad un gran pecado, pero no puedo resistirlo. Porque mis marcas son tan odiosas, y él se complace tanto en mi pálida piel.

Cassandra releyó las últimas líneas. ¿Qué eran esas marcas de las que hablaba Rose? ¿Marcas de nacimiento, tal vez? ¿Cicatrices? ¿Había leído alguna otra cosa en los cuadernos que pudiera aclarar el asunto? Por más que lo intentara, no recordaba nada. Era demasiado tarde y estaba demasiado cansada, sus pensamientos tan borrosos como su vista.

Volvió a bostezar, se frotó los ojos y cerró el cuaderno. Probablemente nunca lo sabría, y lo más seguro es que no importara. Cassandra volvió a pasar los dedos sobre la gastada cubierta, tal como Rose debía de haber hecho muchas veces antes que ella. Dejó el cuaderno sobre la mesilla y apagó la luz. Cerró los ojos y entró en el familiar sueño de las hierbas altas, un campo infinito y de pronto, inesperadamente, una cabaña al borde de un acantilado junto al océano.