Nueva York y Tregenna, Cornualles, 1907
SEÑORITA ROSE MOUNTRACHET,
CUNARD LINER, LUSITANIA
SEÑORITA ELIZA MOUNTRACHET,
MANSIÓN BLACKHURST,
CORNUALLES, INGLATERRA
9 DE SEPTIEMBRE DE 1907
Mi muy querida Eliza,
¡Ah! ¡Qué maravilla el Lusitania! Mientras te escribo esta carta, querida prima, estoy sentada en la cubierta superior, frente a una mesita en el café Veranda, contemplando el ancho Atlántico, mientras nuestro «hotel flotante» se dirige hacia Nueva York.
Hay una atmósfera de tremenda excitación en cubierta, todos rebosando confianza de que el Lusitania le arrebate la Cinta Azul[2] a Alemania. Al atracar en Liverpool, mientras la gran embarcación se movía lentamente en el muelle y comenzaba su viaje de bautismo, la multitud a bordo cantaba: «Los británicos nunca, nunca serán esclavos», y agitaban sus banderas, tantas y con tanta rapidez que incluso mientras nos alejábamos y la gente del puerto se convertía en pequeñas motas podía ver las banderas agitarse. Cuando los otros barcos nos despidieron haciendo sonar sus sirenas, confieso que se me erizó la piel y una sensación de orgullo me hinchó el corazón. ¡Qué alegría el verme envuelta en eventos tan importantes! Me pregunto si la historia nos recordará. Espero que así sea. Imaginar que uno puede hacer algo, tocar de alguna manera algún evento y de ese modo ¡trascender las fronteras de una vida humana!
Sé lo que estarás pensando respecto a la Cinta Azul, ¡que es una tonta carrera inventada por hombres estúpidos que intentan demostrar que su barco puede ir más rápido que otro que pertenece a hombres aún más estúpidos! Pero, querida Eliza, estar aquí, respirar el aire de excitación y conquista… bueno, sólo puedo decir que es vigorizante, me siento más viva que lo que me he sentido en años, y aunque sé que estarás poniendo los ojos en blanco, debes permitirme expresar mi más profundo deseo de que hagamos este viaje en tiempo récord y ganemos nuestro justo lugar.
Todo en el barco está dispuesto de modo tal que a veces es difícil recordar que uno está en alta mar. Mamá y yo estamos en una de las dos «suites reales» a bordo: dos dormitorios, una sala, un comedor, baño privado, lavatorio y despensa, todo hermosamente decorado; me recuerda un poco a las pinturas de Versalles del libro de la señora Tranton, el que llevó a la clase, aquel verano de hace ya tiempo.
Escuché a una dama bellamente vestida comentar que esto parece más un hotel que cualquier barco en el que antes hubiera viajado. No sé quién era la dama, pero estoy segura de que debe de ser Muy Importante, porque mamá sufrió un raro ataque de silencio cuando nos encontramos dentro de su órbita. No temas, no fue permanente, mamá no puede reprimirse mucho tiempo. Pronto recuperó el uso de su lengua y desde entonces ha estado recuperando el tiempo perdido. Nuestros compañeros de viaje son un verdadero muestrario del quién es quién de la sociedad londinense, según mamá, y por tanto deben ser «entretenidos». Estoy bajo estrictas órdenes de comportarme siempre del mejor modo; ¡por suerte tengo dos baúles llenos de armaduras con las que vestirme para la batalla! Por una vez, mamá y yo estamos de acuerdo, ¡aunque desde luego no tenemos los mismos gustos! Ella se empeña en destacar a un caballero al que considera un excelente partido y yo me siento con frecuencia decepcionada. Pero ya es suficiente, me temo que perderé la atención de mi querida prima si me detengo demasiado en semejantes asuntos.
De regreso pues al barco, he estado llevando a cabo varias exploraciones, que seguramente enorgullecerán a mi Eliza. Ayer por la mañana me las ingenié para escapar brevemente de mamá y pasé una encantadora hora en el jardín de la cubierta alta. Pensé en ti, querida mía, y en qué sorprendida estarías de ver que semejante vegetación puede cultivarse en un barco. Hay grandes maceteros a cada paso, llenos de verdes árboles y las flores más hermosas. Me sentí de lo más alegre sentada entre ellos (nadie mejor que yo conoce las propiedades curativas de un jardín) y me entregué a toda clase de ensoñaciones. (Creo que sabrás imaginar el camino que tomaron mis fantasías…).
¡Ah! Pero cómo desearía que te hubieras rendido y accedido a venir con nosotras, Eliza. Permíteme que haga un inciso para comentarlo, porque sencillamente no puedo entenderlo. Fuiste tú, después de todo, quien primero sugirió la idea de que algún día pudiéramos viajar a América, ser testigos directos de los rascacielos de Nueva York y de la gran Estatua de la Libertad. No se me ocurre qué te puede haber llevado a rechazar la oportunidad y tener que permanecer en Blackhurst con sólo Padre por compañía. Tú eres, como siempre, un misterio para mí, queridísima, pero ya sé que no debo discutir contigo cuando has decidido algo, mi querida y tozuda Eliza. Sólo diré que ya te estoy extrañando, y que me encuentro con frecuencia imaginando cuántas travesuras podríamos llevar a cabo si estuvieras aquí conmigo. (¡Qué estragos causaríamos en los pobres nervios de mamá!). Es extraño pensar que hubo un tiempo en el que no te conocía, me parece que siempre hemos sido un dúo y los años en Blackhurst antes de tu llegada no fueron nada sino un horrible periodo de espera.
Ah, mamá me llama. Parece que nos esperan una vez más en el salón comedor. (¡Las comidas, Eliza! ¡Tengo que pasearme por cubierta entre comidas a fin de poder simular por educación que como algo en el siguiente turno!). Mamá, sin duda, se las ha ingeniado para atrapar al conde de tal y cual, o al hijo de algún industrial acaudalado como compañero de mesa. El trabajo de una hija nunca termina y en eso ella tiene razón: jamás conoceré Mi Destino si sigo encerrada.
Me despido de ti, entonces, querida Eliza, y termino diciendo que aunque no estás conmigo en persona, ciertamente lo estás en espíritu. Sé que cuando pose por primera vez mi mirada en la famosa dama de la Libertad, erguida, vigilante sobre el puerto, será la voz de mi prima Eliza la que escucharé, proclamando: «Sólo mírala, y piensa en todo lo que ha visto».
Me despido, como siempre, tu querida prima,
Rose.
* * *
Eliza apretó los dedos en torno al paquete envuelto en papel de estraza. De pie junto a la puerta de la tienda de Tregenna, miró cómo una nube semejante a una manta gris se dirigía hacia el espejo que la reflejaba. La niebla en el horizonte le hablaba de tormentas en el mar, el aire del pueblo fluctuaba trayendo ansiosas motas de humedad. Eliza no había llevado consigo bolso, puesto que al salir de la casa no había pensado en ir hasta el pueblo. Fue en algún momento de la mañana cuando se le ocurrió la historia, que le exigió su redacción inmediata. Las cinco páginas que quedaban de su actual libreta habían sido de lo más inadecuadas, la necesidad de adquirir una nueva, urgente, era el motivo por el que se había embarcado en esta expedición de compras imprevista.
Eliza miró una vez más el cielo sombrío, y apresuró su paso a lo largo de la bahía. Cuando llegó al punto en donde la ruta se bifurcaba, ignoró el camino principal y se dirigió, en cambio, por el angosto sendero del acantilado. Nunca antes lo había seguido, pero Davies le había dicho una vez que era un atajo desde la casa hasta el pueblo, que lindaba con el borde del acantilado.
El camino era empinado y la hierba alta, pero Eliza avanzó con rapidez. Hizo una pausa sólo una vez para mirar hacia el aplanado mar, como de granito, sobre el que una bandada de pequeños barcos pesqueros blancos regresaba de su jornada. Eliza sonrió al verlos, como pequeñas golondrinas volviendo al nido, apresurándose después de un día de explorar los bordes del vasto mundo.
Un día ella cruzaría ese mar, hasta el otro extremo, así como su padre lo había hecho. Había tantos mundos esperando más allá del horizonte… África, India, Arabia, las Antípodas, y en lugares tan lejanos descubriría nuevas historias, cuentos mágicos de tiempos pasados.
Davies le había sugerido que escribiera sus propias historias, y Eliza así lo había hecho. Había completado doce libretas y todavía no se había detenido. De hecho, cuanto más escribía, más parecía crecer el volumen de sus historias, arremolinadas en su mente, empujando su cabeza, ansiosas por ver la luz. Ella no sabía si tenían mérito alguno, y en verdad no le importaba. Eran suyas, y escribirlas las hacía, de algún modo, reales. Los personajes que habían danzado en su mente se volvían más audaces en las páginas. Asumían nuevos manierismos que no había imaginado para ellos, decían cosas que no era consciente de haber pensado, se comportaban de forma imprevisible.
Sus historias tenían una pequeña pero receptiva audiencia. Cada noche, después de la cena, Eliza se acurrucaba en la cama al lado de Rose, tal como lo habían hecho de pequeñas, y allí daba comienzo a su más reciente cuento de hadas. Rose la escuchaba, con ojos enormes, inspirando y suspirando en los lugares precisos, riendo regocijada en los momentos especialmente grotescos.
Había sido Rose quien había insistido en que Eliza enviara uno de sus relatos a las oficinas londinenses de la revista La hora de los niños.
—¿No te gustaría verlas impresas? Entonces serán historias verdaderas, y tú, una verdadera escritora.
—Ya son historias verdaderas.
Rose la había mirado con cierta intención.
—Pero si se publican, entonces recibirás algo de dinero.
Dinero propio. Eso sí le interesaba, y Rose lo sabía muy bien. Hasta ese momento, Eliza había sido completamente dependiente de su tía y su tío, pero últimamente se había estado preguntando cómo iba a costear sus viajes y aventuras que, sabía, le tenía preparado el futuro.
—Algo que ciertamente no ha de agradar a mamá —añadió Rose, entrelazando sus manos debajo del mentón, mordiéndose el labio para evitar sonreír—. ¡Una dama Mountrachet ganándose la vida!
La reacción de tía Adeline, como siempre, significaba poca cosa para Eliza, pero la idea de otras personas leyendo sus historias… Desde que de niña descubriera el libro de cuentos de hadas en el negocio de segunda mano de la señora Swindell, desde que había desaparecido dentro de sus borrosas hojas, comprendió el poder de las historias. Su mágica habilidad para sanar las heridas internas de la gente.
La llovizna se estaba transformando en lluvia, y Eliza comenzó a correr, abrazando la libreta contra su pecho mientras la hierba mojada rozaba sus humedecidas faldas. ¿Qué diría Rose cuando le contara que la revista de cuentos infantiles iba a publicar «La niña transformada», que le habían pedido que enviara más historias? Se sonrió mientras corría.
Faltaba una semana para que Rose regresara, y Eliza casi no podía esperar. ¡Cómo ansiaba ver a su prima! Rose había sido bastante remisa con su correspondencia —había recibido una carta escrita de camino a América, pero nada desde entonces—, y Eliza se encontraba impaciente por conocer novedades sobre la gran ciudad. Le hubiera encantado acompañarla a conocerla, pero la tía Adeline había sido clara.
—Arruina tu vida como te parezca —le dijo una noche cuando Rose se había retirado a dormir—. Pero no permitiré que arruines el futuro de mi Rose con tus modales incivilizados. Ella nunca encontrará Su Destino si no tiene oportunidad de brillar. —La tía Adeline se había erguido—. He reservado dos pasajes para Nueva York. Uno para Rose y otro para mí. Deseo evitar escenas desagradables, por lo que sería mejor si ella creyera que la decisión ha sido tuya.
—¿Por qué habría de mentir a Rose?
La tía Adeline respiró hondo, hundiendo sus mejillas.
—Para hacerla feliz, por supuesto. ¿No quieres verla feliz?
Un trueno retumbó entre los muros del acantilado cuando Eliza llegó a la cima. El cielo se estaba oscureciendo y la lluvia intensificando. En el claro había una cabaña. La misma pequeña cabaña, Eliza comprendió, que se alzaba al otro lado del jardín cercado que el tío Linus le había dejado cultivar. Se apresuró a buscar refugio bajo el pórtico de entrada, acurrucada contra la puerta, mientras caía la lluvia, más intensa y constante, sobre los aleros.
Habían pasado dos meses desde que Rose y la tía Adeline habían partido para Nueva York, y aunque ahora el tiempo se movía con lentitud, el primer mes había pasado veloz en medio de un torbellino de buen tiempo y espléndidas ideas para sus historias. Eliza había dividido cada día entre sus dos lugares favoritos de la finca: la roca negra en la ensenada, en la cual miles de años de mareas habían diseñado una plataforma lisa sobre la que sentarse, y el jardín oculto, su jardín, al final del laberinto. Qué delicia era tener un lugar propio, todo un jardín en el cual poder Ser. A veces a Eliza le gustaba sentarse en el banco de hierro, perfectamente quieta, a escuchar. El viento soplando, las hojas golpeando contra los muros, el murmullo del océano al respirar, y los pájaros cantando sus historias. A veces, si se sentaba quieta el tiempo suficiente, casi le parecía que podía escuchar a las flores suspirar su agradecimiento al sol.
Pero no hoy. El sol se había retirado y más allá del borde del acantilado el cielo y el mar se confundían en una gris agitación. La lluvia continuaba cayendo. Eliza suspiró. No tenía sentido intentar llegar al jardín y recorrer el laberinto, a menos que quisiera empaparse por completo ella y su nuevo cuaderno. ¡Si pudiera encontrar un árbol hueco en donde buscar refugio! La idea para una historia comenzó a temblar en los límites de la imaginación de Eliza; la atrapó, impidiendo que escapara, la sostuvo mientras le crecían brazos, piernas y un claro desenlace.
Buscó dentro de su vestido y tomó el lápiz que siempre llevaba consigo, en su corpiño. Apoyó el cuaderno contra su rodilla flexionada y comenzó a escribir.
El viento sopló con más fuerza allí, en el reino de las aves, y la lluvia había comenzado a arremolinarse en su escondrijo, manchando las páginas inmaculadas. Eliza se volvió de cara a la puerta, pero la lluvia seguía azotándola.
¡Esto no estaba bien! ¿En dónde escribiría cuando el mal tiempo se instalara para el resto de la temporada? La cala y el jardín no serían entonces un refugio. Estaba la casa de su tío, por supuesto, con sus cientos de habitaciones, pero a Eliza le resultaba difícil escribir sabiendo que siempre había alguien cerca. Uno podía creerse solo, para descubrir a una criada arrodillada junto a la chimenea, colocando la leña. O a su tío, sentado silencioso en un quieto y oscuro rincón.
Una ráfaga de lluvia intensa cayó a los pies de Eliza, empapando el pórtico. Cerró el cuaderno y golpeó impaciente su tacón contra el suelo de piedra. Necesitaba un refugio mejor que ése. Eliza miró la puerta roja a sus espaldas. ¿Cómo no la había observado antes? Emergiendo de la cerradura estaba el adornado remate de una gran llave de bronce. Sin dudarlo, Eliza la hizo girar hacia la izquierda. El mecanismo hizo un ruido. Ella apoyó la mano contra el picaporte, suave e increíblemente tibio, y lo hizo girar. Un clic, y la puerta se abrió, como por arte de magia.
Eliza cruzó el umbral adentrándose en un oscuro y seco vientre.
* * *
Debajo de su negro paraguas, Linus estaba sentado, esperando. No había visto ni asomo de Eliza en todo el día y su agitación se apoderaba de cada uno de sus gestos. Ella volvería, lo sabía, Davies le había dicho que tenía intención de visitar el jardín y sólo había un camino de regreso desde allí. Linus se permitió cerrar los ojos y dejar que su mente retrocediera a través de los años hasta la época en la que Georgiana desaparecía a diario en el jardín. Ella le había rogado una y otra vez que fuera con ella, para ver lo que había plantado, pero Linus siempre se negaba. Había esperado, sin embargo, por ella, se había mantenido vigilante hasta que su poupée reaparecía cada día entre los setos. A veces recordaba cuando se quedó atrapado en el laberinto tantos años atrás. Qué exquisita sensación era, esa curiosa mezcla de vieja vergüenza mezclada con el placer de ver aparecer a su hermana.
Abrió los ojos y respiró hondo. Al principio pensó que era presa de su fantasía, pero no, era Eliza, acercándose en su dirección, ensimismada. No lo había visto aún. Sus labios secos se movieron en torno a las palabras que deseaba pronunciar.
—Niña —la llamó.
Ella alzó la vista, sorprendida.
—Tío —saludó, sonriendo con lentitud. Extendió sus manos a los lados de su cuerpo; en una de ellas, un paquete marrón—. ¡Qué lluvia repentina!
Su falda estaba mojada, el borde transparente de su enagua pegándosele a las piernas. Linus no podía apartar la vista.
—Yo… yo tenía miedo que te hubiera pillado la lluvia.
—Y casi lo logra. Pero encontré refugio, en la cabaña, la pequeña cabaña al otro lado del laberinto.
Cabello mojado, ropas mojadas, tobillos mojados. Linus tragó saliva, enterró su bastón en la tierra húmeda y se puso de pie.
—¿Usa alguien la cabaña, tío? —Eliza se acercó—. Parece que nadie lo hace.
Su olor… lluvia, sal, tierra. Se apoyó en el bastón a punto de trastabillar. Ella se acercó para sostenerlo.
—El jardín, niña, cuéntame del jardín.
—Ah, tío, ¡cómo crece! Debe venir un día a sentarse entre las flores. Ver por sí mismo los arriates que he plantado.
Sus manos en su brazo se sentían tibias, firme la forma de sujetarlo. Daría los años que le quedaban de vida para detener el tiempo y permanecer para siempre en ese momento, él y su Georgiana.
—¡Lord Mountrachet! —Thomas se acercaba deprisa desde la casa—. Mi señor, debería haberme dicho que necesitaba ayuda.
Y entonces Eliza ya no fue quien lo sostuvo, Thomas estaba en su lugar. Y Linus sólo pudo observar cómo ella desaparecía por las escaleras en dirección hacia el hall de entrada, haciendo una pausa momentánea a la entrada para tomar el correo de la mañana, antes de ser devorada por la casa.
* * *
SEÑORITA ROSE MOUNTRACHET
CUNARD LINER, LUSITANIA
SEÑORITA ELIZA MOUNTRACHET
MANSIÓN BLACKHURST
CORNUALLES, INGLATERRA
7 DE NOVIEMBRE DE 1907
Mi muy querida Eliza,
¡Cuánto tiempo! Tanto ha sucedido desde que nos vimos por última vez que casi no puedo pensar por dónde comenzar. Primero, tengo que disculparme por la escasez de cartas en las últimas semanas. Nuestro último mes en Nueva York fue un torbellino y cuando me senté por primera vez para escribirte, cuando dejamos aquel gran puerto americano, fuimos víctimas de una tormenta tal que casi me creí de regreso en Cornualles.
Los truenos y ¡ah!, ¡las ráfagas de viento! Estuve acostada en mi camarote dos días completos, y la pobre mamá estaba verde. Requirió atenciones frecuentes. ¡Qué cambio, mamá enferma y la enfermiza Rose su enfermera!
Después que la tormenta cediera por fin, la niebla continuó durante muchos días, flotando en torno al barco como un gran monstruo marino. Pensé en ti, querida Eliza, y en las historias que solías contarme cuando éramos niñas, sobre las sirenas y los barcos perdidos en alta mar.
Los cielos se han despejado ahora, a medida que nos acercamos a Inglaterra…
Pero espera. ¿Por qué te estoy dando un informe del tiempo cuando tengo tanto que contarte? Sé la respuesta: estoy dando vueltas en torno a mis verdaderas intenciones, dudando antes de dar voz a las verdaderas noticias, porque ¡oh!, ¿por dónde comenzar…?
Recordarás, querida Eliza, en mi última carta, que mamá y yo conocimos a cierta Gente Importante. Una, lady Dudmore, resultó ser una persona en verdad de peso; más aún, parece que le caí bien, porque mamá y yo recibimos muchas cartas de presentación y tuvimos por ello acceso al círculo más exclusivo de la sociedad neoyorquina. Qué mariposas brillantes éramos, revoloteando de una fiesta a otra.
Pero me sigo dispersando porque ¡no tienes que saber sobre cada soirée, cada partida de bridge! Mi muy querida Eliza, sin más demora, contendré el aliento y lo escribiré directamente: ¡Estoy comprometida! ¡Comprometida para casarme! Y, querida Eliza, estoy tan exultante de gozo y alegría que apenas me atrevo a abrir la boca para hablar por temor de que tendré muy poco que contar excepto hablar a chorros de mi Amor. Y eso no voy a hacerlo, no aquí, no todavía. Me niego a empequeñecer estos delicados sentimientos a través de inadecuados esfuerzos por capturarlos en palabras. En cambio, esperaré hasta que volvamos a vernos, y entonces te contaré todo. Baste decirte, prima mía, que estoy flotando en una enorme y brillante nube de felicidad.
Nunca me he sentido mejor, y tengo que agradecértelo a ti, mi querida Eliza: ¡desde Cornualles has agitado tu varita mágica y me has otorgado mi más preciado deseo! Porque mi novio (¡qué excitación al escribir esas dos palabras! ¡Mi novio!) puede que no sea lo que imaginas. Aunque en la mayoría de las cosas es del más alto nivel —apuesto, inteligente y bueno—, en asuntos financieros ¡es un hombre bastante pobre! (Y ahora comenzarás a intuir por qué sospecho que tienes el don de la profecía). ¡Él es el candidato que inventaste para mí en «La niña transformada»! ¡Cómo supiste, queridísima, que giraría la cabeza al paso de alguien así!
Pobre mamá, está en un estado de relativa conmoción (aunque ahora ha mejorado bastante); de hecho, apenas me habló durante varios días después de que le informara de mi compromiso. Ella, por supuesto, tenía las esperanzas puestas en un partido mejor y no entiende que nada me importe, ni dinero ni títulos de nobleza. Ésos eran sus deseos para mí, y aunque confieso haberlos compartido alguna vez, ya no lo hago. ¿Cómo podría hacerlo cuando mi Príncipe ha llegado a buscarme y abrió la puerta de mi jaula dorada?
Ardo en deseos de verte nuevamente, Eliza, y compartir contigo mi alegría. Te he extrañado horrores y me cuesta pensar que apenas lleguemos a Inglaterra tendré que esperar otra semana antes de que estemos juntas. Enviaré esta carta tan pronto como arribemos a Liverpool: ¡ojalá pudiera acompañarla directamente a Blackhurst, en vez de languidecer en la terrible compañía de la familia de mamá!
Tuya, con amor, ahora y para siempre,
tu prima Rose.
* * *
Si era honesta, Adeline debía echarse a sí misma la culpa. ¿No había estado ella, después de todo, presente junto a Rose en cada brillante evento de su visita a Nueva York? ¿No se había autodenominado carabina en el baile ofrecido por el señor y la señora Irving en su gran mansión de la Quinta Avenida? Peor aún, ¿no le había dado a Rose una señal de aliento cuando el encantador joven de oscuros cabellos y labios llenos se había acercado y requerido el placer de un baile?
—Su hija es una belleza —había dicho la señora de Frank Hastings, inclinándose para susurrar al oído de Adeline mientras la joven y elegante pareja se dirigía a la pista—. La más bonita de todas, esta noche.
Adeline se había acomodado —sí, orgullosa— en su asiento. (¿Fue ése el momento de su caída? ¿Había observado el Señor su presunción?). «Belleza igualada por la pureza de su corazón».
—Y Nathaniel Walker es también un hombre elegante.
Nathaniel Walker. Fue la primera vez que escuchó su nombre.
—Walker —repitió pensativa: el nombre tenía un deje sólido, seguramente había oído hablar de una familia llamada Walker que había hecho su fortuna con petróleo. Nuevos ricos, pero los tiempos estaban cambiando, ya no era vergonzoso el juntar un título con dinero—. ¿Quién es su gente?
¿Se había imaginado el disimulado regocijo que iluminó brevemente las blandas facciones de la señora Hastings?
—Ah, nadie de importancia. —Alzó una desnuda ceja—. Un artista, sabe, amigo, aunque suene absurdo, de uno de los jóvenes muchachos Irving.
La sonrisa de Adeline se marchitó en torno a la comisura de sus labios, pero pudo mantenerla. Todo no estaba perdido, la pintura era un hobby perfectamente noble, después de todo…
—Los rumores dicen —remató mortalmente la señora Hastings— ¡que el joven Irving lo conoció en la calle! Hijo de un par de inmigrantes. Polacos, para colmo. Walker puede ser como se llama a sí mismo, pero dudo que sea eso lo que está escrito en los papeles de emigración. ¡Oí decir que hace retratos para ganarse la vida!
—¿Retratos al óleo?
—Oh, nada de tanta importancia. Bosquejos en carboncillo, hasta donde tengo entendido. —Se mordió una mejilla, intentando tragarse el regocijo—. Todo un ascenso. Los padres son católicos, el padre trabajó en los muelles.
Adeline luchó contra el impulso de gritar mientras la señora Hastings se reclinaba en la silla dorada, el rostro tenso en sus extremos por una sonrisa despectiva.
—No hay nada malo en que una muchacha baile con un hombre apuesto, ¿no es verdad?
Una tersa sonrisa para disimular su pánico.
—Nada de malo —repitió Adeline.
Pero ¿cómo podía creer eso cuando su mente ya le había presentado el recuerdo de una joven muchacha de pie, en un acantilado en Cornualles, los ojos deslumbrados y el corazón abierto mientras miraba a un hombre apuesto que parecía prometer tanto? Ah, había mucho mal en que una joven dama se sintiera halagada por las breves atenciones de un hombre apuesto.
Pasó una semana, y eso es lo mejor que puede decirse del asunto. Noche tras noche, Adeline paseó a Rose frente a una audiencia de jóvenes elegibles. Ella esperó y deseó, ansiando ver una chispa de interés iluminar el rostro de su hija. Pero cada noche, decepción. Rose sólo tenía ojos para Nathaniel, y él, al parecer, para ella. Como alguien dominado por una peligrosa histeria, Rose estaba hermética e inalcanzable. Adeline tuvo que resistir el impulso de abofetear sus mejillas, mejillas que brillaban con más fervor al que una delicada joven tenía derecho.
Adeline también era perseguida por el rostro de Nathaniel Walker. En cada cena, baile o recital al que asistían, ella examinaba a los presentes, buscándolo. El miedo había creado una plantilla en su mente y todos los demás rostros se le borraban: sólo sus facciones eran claras. Comenzó a verlo incluso cuando él no estaba presente. Soñaba con muelles y embarcaciones y familias pobres. A veces los sueños tenían lugar en Yorkshire, y sus propios padres hacían el papel de la familia de Nathaniel. Ah, su pobre y sufrido cerebro; pensar que ella podía ser llevada a tal extremo…
Una noche, por fin, sucedió lo peor. Habían estado en una fiesta y en todo el viaje de regreso Rose estuvo en silencio. El tipo de silencio que presagia un anuncio del corazón, un esclarecimiento del panorama. Como alguien que estuviera guardando un secreto, manteniéndolo cerca de sí durante un tiempo antes de darlo a conocer para que hiciera el peor efecto.
El horripilante momento llegó cuando Rose se estaba cambiando para acostarse.
—Mamá —dijo, mientras se cepillaba los cabellos—, hay algo que deseo decirte. —Después, las palabras, las temidas palabras. Afecto… destino… para siempre…
—Eres joven —razonó ágilmente Adeline, interrumpiendo a Rose—. Es comprensible que confundas amistad con otro tipo de afecto.
—No es amistad solamente lo que siento, mamá.
Adeline notó que le ardía la piel.
—Sería un desastre. Él no tiene nada que aportar…
—Aporta su persona, y eso es todo lo que necesito.
Su insistencia, su irritante confianza en sí misma.
—Lo que evidencia tu ingenuidad, mi Rose, y tu juventud.
—Ya no soy tan niña como para no saber lo que pienso, mamá. Tengo dieciocho años. ¿Acaso no me trajiste a Nueva York para que encontrara Mi Destino?
La voz de Adeline era afilada.
—Ese hombre no es tu Destino.
—¿Cómo lo sabes?
—Soy tu madre. —¡Qué pobre argumento!—. Eres hermosa, de una familia importante, ¿y te conformarás con tan poco?
Rose suspiró suavemente, de una manera que parecía indicar el final de la conversación.
—Lo amo, mamá.
Adeline cerró los ojos. ¡Juventud! ¿Qué oportunidad tenían los argumentos más razonables contra el arrogante poder de esas dos palabras? Que su hija, su precioso tesoro, pudiera pronunciarlas tan fácilmente, ¡y en relación con semejante persona!
—Y él me ama, mamá, me lo ha dicho.
El corazón de Adeline se encogió de miedo. Su querida niña, cegada por locas ideas de amor. ¿Cómo decirle que los corazones de los hombres no se ganan con tanta facilidad? Y que si se ganan, rara vez se conservan…
—Ya verás —dijo Rose—. Viviré feliz, como en el relato de Eliza. Ella escribió sobre esto, casi como si supiera que sucedería.
¡Eliza! Adeline se sintió hervir. Incluso allí, a esa distancia, la muchacha continuaba siendo una amenaza. Su influencia se extendía más allá del océano, sus enfermizos susurros saboteaban el futuro de Rose, la incitaban a cometer el error más grande de su vida.
Adeline apretó con fuerza los labios. No había supervisado la recuperación de Rose de infinidad de dolencias y enfermedades para presenciar cómo se entregaba a un mal matrimonio.
—Debes romper. Él lo entenderá. Él debe saber que nunca sería admitido.
—Estamos comprometidos, mamá. Me ha pedido la mano y yo he aceptado.
—Rompe el compromiso.
—No lo haré.
Adeline se sintió arrinconada.
—Serás rechazada por la sociedad, no serás bienvenida en casa de tu padre.
—Entonces me quedaré aquí en donde soy bienvenida. En casa de Nathaniel.
¿Cómo había sucedido esto? Su Rose, diciendo tales cosas. Cosas que debería saber que romperían el corazón de su madre. Adeline sentía que la cabeza le daba vueltas, necesitaba recostarse.
—Lo siento, mamá —dijo Rose quedamente—, pero no cambiaré de parecer. No puedo. No me pidas que lo haga.
No hablaron durante días, excepto, claro, para intercambios sociales banales que sería impensable para ambas ignorar. Rose pensó que Adeline estaba enfurruñada, pero no era así. Estaba hundida en sus pensamientos. Adeline siempre había sido capaz de dirigir su pasión en dirección a la lógica.
La actual ecuación era imposible; por lo tanto, había que cambiar algún factor. Si no iba a ser la opinión de Rose, entonces tendría que ser el novio mismo. Debería convertirse en un hombre merecedor de la mano de su hija, el tipo de hombre de quien se habla con admiración y, sí, con envidia. Y Adeline tenía la sensación de saber exactamente cómo lograr dicho cambio.
En el corazón de cada hombre existe un agujero. Un oscuro abismo de necesidades, cuyo relleno es prioritario sobre todo lo demás. Adeline sospechaba que el agujero en Nathaniel Walker era el orgullo, el orgullo más peligroso de todos, el de un hombre pobre. Un deseo de probarse a sí mismo, de alzarse por encima de su condición y convertirse en un hombre mejor que su padre. Incluso sin la biografía suministrada tan alegremente por la señora Hastings, cuanto más veía Adeline a Nathaniel Walker, más se daba cuenta de que esto era cierto. Podía verlo en el modo en el que caminaba, el cuidado brillo de sus zapatos, la perspicacia de su sonrisa y el volumen de su risa. Eran los gestos de un hombre que viene desde lo más bajo y ha atisbado el brillante mundo que gira muy por encima del suyo. Un hombre cuyas galas cuelgan sobre el pellejo de un pobre hombre.
Adeline conocía muy bien esta debilidad, porque era la suya. También sabía qué es lo que debía hacer, exactamente. Tenía que asegurarse de que recibiera todas las ventajas; debía convertirse en su mayor defensora, promover su arte entre lo mejor de la sociedad, asegurarse de que su nombre se convirtiera en sinónimo del retrato de la élite. Con su sonoro apoyo, con su buen aspecto y encanto, por no mencionar a Rose como su esposa, él no podía dejar de impactar.
Y Adeline se aseguraría de que no olvidara nunca quién era responsable de su buena fortuna.
* * *
Eliza dejó caer la carta a su lado, sobre la cama. Rose estaba comprometida, se iba a casar. La noticia no debería haberle resultado tan sorprendente. Rose había hablado con frecuencia de sus sueños para el futuro, su deseo de tener esposo y familia, una gran casa y un carruaje propio. Y sin embargo, Eliza se sintió rara.
Abrió su nuevo cuaderno y pasó los dedos levemente sobre la primera página, manchada por gotas de lluvia. Trazó una línea con su lápiz, miró distraída cómo cambiaba de oscura a clara dependiendo de si la superficie estaba húmeda o seca. Comenzó una historia, anotando y tachando durante un tiempo antes de dejar el cuaderno a un lado.
Por fin, Eliza se reclinó contra la almohada. No había modo de negarlo, se sentía rara: algo en lo más hondo de su estómago, redondo y pesado, afilado y amargo. Se preguntó si se habría resfriado. ¿Tal vez era la lluvia? Mary le había advertido con frecuencia sobre quedarse fuera demasiado tiempo.
Volvió la cabeza para mirar a la pared, a la nada. Rose, su prima, a la que entretenía con sus historias, conspiradora dispuesta, iba a casarse. ¿Con quién compartiría Eliza su jardín oculto? ¿Sus historias? ¿Su vida? ¿Cómo es que un futuro imaginado con tanto detalle —años extendiéndose por delante, llenos de viajes, aventuras y escritura— podían acabar tan de repente, tan enfáticamente, en una quimera?
Su mirada se deslizó a un lado hasta descansar en el frío cristal del espejo. Eliza no miraba con frecuencia su imagen en el espejo y en el tiempo que había transcurrido desde que había visto su propio eco, algo había desaparecido. Se sentó y se acercó. Se examinó.
La idea le llegó completamente formada. Sabía qué es lo que había perdido. Ese reflejo pertenecía a un adulto. No había lugar en sus ángulos para que el rostro de Sammy se ocultara. Se había marchado.
Y ahora Rose también se marchaba. ¿Quién era este hombre que le había robado a su más querida amiga en menos de un parpadeo?
Eliza no podía haberse sentido tan enferma aunque hubiera tragado uno de los adornos navideños realizados por Mary, una de las naranjas decoradas con clavos de olor.
Envidia, así es como se llamaba ese bulto. Envidiaba al hombre que había sanado a Rose, que había hecho con tanta facilidad lo que Eliza había querido hacer, que había hecho que el afecto de su prima cambiara tan rápido y completamente. Envidia. Eliza susurró la aguda palabra y sintió sus venenosas espinas punzándole la boca.
Se apartó del espejo y cerró los ojos, se obligó a olvidar la carta y la horrible noticia. No quería ser envidiosa, albergar ese manojo espinoso. Porque Eliza sabía por los cuentos de hadas qué destino aguarda a las malvadas hermanas hechizadas por la envidia.