Tregenna, Cornualles, 1975
Nell miró en dirección al encrespado mar. Era el primer día nublado que le tocaba desde su llegada a Cornualles y toda la tierra parecía temblar. Las blancas cabañas aferrándose a los viejos peñascos, las plateadas gaviotas, el cielo gris reflejando el esponjado mar.
—La mejor vista en todo Cornualles —dijo la agente inmobiliaria.
Nell no se dignó responder a tan insulso comentario. Continuó mirando las olas rolar desde la pequeña buhardilla.
—Hay otro dormitorio al lado. Más pequeño, pero es un dormitorio.
—Necesito más tiempo para examinarlo —dijo Nell—. Me reuniré con usted en el piso inferior cuando termine.
La agente pareció conformarse con ser ignorada, y en menos de un minuto Nell la vio salir hasta la verja, envolviéndose en su abrigo.
Nell miró a la mujer batallando contra el viento para encender un cigarrillo, y luego dejó que su mirada se perdiera en el jardín. No podía ver mucho desde allí arriba, tenía que asomarse a través de un tupido tapiz de enredaderas, pero logró distinguir la pétrea cabeza de la estatua del niño.
Nell se inclinó sobre el polvoriento marco de la ventana, sintiendo la madera erosionada por la sal debajo de las palmas de la mano. Ahora sabía que de niña había estado en esa cabaña. Había estado de pie en ese mismo lugar, en esa habitación, mirando ese mismo mar. Cerró los ojos y se esforzó en esclarecer su memoria.
Había habido una cama allí donde ella estaba, una cama simple, sencilla, con acabados de bronce, remates redondos que necesitaban ser pulidos. Desde el techo caía un cono invertido de tul, como el blanco velo que colgaba del horizonte cuando las tormentas agitaban el mar distante. Un edredón, fresco bajo sus rodillas; barcos pesqueros oscilando con la marea, pétalos de flores flotando en la fuente, abajo.
Sentada en esa ventana que sobresalía de los muros de la cabaña como si estuviera colgada de la cima de un peñasco, como la princesa de uno de sus cuentos favoritos, convertida en ave y encerrada en la jaula de oro, colgando…
Se oyeron voces en el piso inferior, su papá y la Autora.
Su nombre, Ivory, agudo y cortante como una estrella de cartón, recortada con afiladas tijeras. Su nombre como un arma.
También le llegaron otras palabras furiosas. ¿Por qué le estaba gritando papá a la Autora? Papá nunca alzaba la voz.
La niña estaba asustada, no quería escuchar.
Nell cerró los ojos con más fuerza, intentando escuchar.
La niña se tapó los oídos, cantó —mentalmente— canciones, se contó cuentos, pensó en la jaula dorada, la princesa pájaro cantando y esperando.
Nell intentó hacer a un lado la canción infantil, la imagen de la jaula dorada. En la fría profundidad de su mente, acechaba la verdad, esperando que Nell la tomara y la llevara a la superficie…
Pero no hoy. Abrió los ojos. Esos hilos eran hoy muy resbaladizos, el agua a su alrededor demasiado oscura.
Nell bajó las angostas escaleras.
La agente inmobiliaria cerró la puerta y juntas comenzaron a descender en silencio el sendero hasta donde estaba aparcado el coche.
—Entonces, ¿qué le parece? —preguntó la agente con el tono superficial de alguien que cree conocer la respuesta.
—Me gustaría comprarla.
—Tal vez haya alguna otra cosa que pueda… —Se detuvo ante la puerta del automóvil—. ¿Le gustaría comprarla?
Nell echó una mirada al tormentoso mar, al horizonte brumoso. Le gustaba esa pizca de inclemencia en el clima. Cuando las nubes colgaban bajas amenazando lluvia, se sentía regenerada. Respiraba con más hondura, pensaba con más claridad.
No sabía cómo podría pagar la cabaña, qué tendría que vender a fin de poder hacerlo. Pero con la misma certeza como que el negro y el blanco daban gris, sabía que sería la dueña. Desde el momento en que se había recordado junto a la fuente, la niña que había sido en otra vida, lo supo.
* * *
La agente condujo todo el trayecto de regreso al hotel de Tregenna entre promesas dichas casi sin aliento de que regresaría con los contratos tan pronto los hubiera mecanografiado. Podía facilitarle el nombre de un buen abogado por si quería contactar con él. Nell cerró la puerta del automóvil y subió los escalones hasta el vestíbulo. Estaba tan concentrada intentando calcular la diferencia horaria —¿se sumaban tres horas y se pasaba de a. m. a p. m.?— para poder llamar al gerente de su banco e intentar explicarle la repentina compra de una cabaña en Cornualles, que no vio a la persona que se dirigía hacia ella hasta que casi se chocaron.
—Lo siento —dijo Nell, deteniéndose de golpe.
Robyn Martin parpadeó rápidamente detrás de sus gafas.
—¿Estaba esperándome? —preguntó Nell.
—Le he traído algo. —Robyn le entregó a Nell una pila de papeles—. Es la investigación para el artículo en el que he estado trabajando, sobre la familia Mountrachet. —Se movió algo incómoda—. La oí preguntarle a Gump sobre ellos, y sé que no fue capaz de… que no fue de mucha ayuda. —Se alisó sus cabellos, de por sí lacios—. Hay un poco de todo, pero pensé que tal vez le resultaran de interés.
—Gracias —dijo Nell, con sinceridad—. Y lamento si…
Robyn asintió.
—¿Cómo está su abuelo…?
—Mucho mejor. De hecho, me preguntaba si querría volver a cenar con nosotros, alguna noche de la semana entrante. En la casa de Gump.
—Aprecio la invitación —dijo Nell—, pero no creo que su abuelo lo desee.
Robyn sacudió la cabeza, agitando su lustroso cabello.
—Oh no, creo que no lo entiende.
Nell alzó las cejas.
—Ha sido idea suya —explicó Robyn—. Dice que quiere contarle algo sobre la cabaña y sobre Eliza Makepeace.