Cabaña del Acantilado, Cornualles, 2005
Cassandra cruzó la verja y volvió a impresionarse con el extraño y pesado silencio que flotaba en torno a la cabaña. También había otra cosa, algo que ella sentía pero a lo que no podía dar nombre. Una extraña sensación de confabulación. Como si al atravesar la entrada estuviera aceptando un pacto cuyas reglas desconocía.
Era más temprano que la última vez y los parches de luz solar caían en el jardín. Faltaban quince minutos para que llegara el jardinero, por lo que Cassandra guardó la llave en su bolsillo y decidió explorar un poco.
Un estrecho sendero de piedra, casi oscurecida por líquenes, serpenteaba al frente antes de desaparecer en una esquina. Las hierbas en los laterales de la casa eran altas y gruesas y tuvo que apartarlas de la pared antes de poder avanzar.
Había algo en ese jardín que le recordaba el patio trasero de la casa de Nell en Brisbane. No tanto las plantas como el ambiente. Hasta donde Cassandra podía recordar, el jardín de Nell había sido una mezcla de plantas de granja, hierbas y brillantes plantas anuales. Pequeños senderos de cemento serpenteaban por entre las mismas. Tan diferente de los otros jardines suburbanos, con sus extensiones de césped quemado por el sol y el ocasional rosal sediento dentro de ruedas de coche pintadas de blanco.
Cassandra llegó hasta el fondo de la cabaña y se detuvo. Un denso entramado de setos espinosos, de al menos tres metros de altura, había crecido a lo largo del sendero. Se acercó y se puso de puntillas para intentar ver por arriba. La forma era uniforme, lineal, casi como si las plantas mismas hubieran formado un muro.
Se abrió paso a lo largo de los setos, rozando con los dedos las hojas serradas de las enredaderas. Avanzaba lentamente, la hierba le llegaba hasta las rodillas y amenazaba con hacerla caer a cada paso. A medio camino notó un claro entre los setos, un espacio pequeño pero suficiente para notar que la luz no se filtraba, que había algo sólido detrás. Cuidando de no clavarse las espinas, Cassandra extendió una mano y se inclinó sobre el seto que devoró sus brazos, hasta llegar al hombro. Sus dedos rozaron algo duro y frío.
Un muro, un muro de piedra, cubierto de musgo, si es que las manchas verdes en las yemas de sus dedos eran señal de algo. Cassandra se limpió la mano en sus vaqueros, sacó el título de propiedad de su bolsillo y examinó el mapa de la propiedad. La cabaña estaba claramente marcada, un pequeño cuadrado en la parte delantera. De acuerdo con el mapa, sin embargo, la línea de la propiedad se extendía bastante. Cassandra volvió a doblar el mapa y lo guardó. Si el mapa era correcto, esa pared era parte de la propiedad de Nell, no su límite. Pertenecía a la Cabaña del Acantilado, así como todo lo que se encontraba al otro lado.
Cassandra continuó el obstruido curso a lo largo de la pared, esperando encontrar una entrada o una puerta, cualquier cosa que le diera acceso. El sol se estaba elevando en el cielo y los pájaros habían cesado en su canto. El aire era denso por el dulce, embriagador perfume de un rosal trepador. Aunque estaban en otoño, Cassandra se sintió acalorada. Pensar que alguna vez había imaginado Inglaterra como un país frío en donde el sol era un extraño. Se detuvo para secarse el sudor de la frente y golpeó su cabeza contra algo que colgaba bajo.
La retorcida rama de un árbol se extendía sobre la pared, como un brazo. Un manzano, advirtió Cassandra al ver que la rama tenía frutas: brillantes manzanas doradas. Estaban tan maduras, tan deliciosamente fragantes, que no pudo resistir tomar una.
Cassandra comprobó la hora en su reloj y lanzando una mirada añorante al cerco de setos, comenzó a regresar por donde había venido. Podía continuar la búsqueda de una puerta más adelante, no quería arriesgarse a no recibir al jardinero. Tan grande era la sensación de aislamiento que rodeaba a la cabaña que tenía la impresión de que tal vez no lo oiría desde el fondo, aunque él la llamara.
Abrió la puerta principal y entró.
La casa parecía estar a la escucha, esperando a ver qué iba a hacer. Pasó una mano levemente por el muro.
—Mi casa —dijo suavemente—. Ésta es mi casa.
Las palabras empujaron sordamente los muros. Qué extraño era, qué inesperado. Pasó por la cocina, frente a la rueca, hasta llegar a la pequeña sala del frente. Ahora que estaba sola sentía la casa diferente. De alguna manera, familiar, como un lugar que hubiera visitado ya hacía mucho.
Se acomodó en una vieja mecedora. Cassandra estaba lo suficientemente acostumbrada a tratar con muebles antiguos como para saber que la silla no estaba a punto de vencerse, y sin embargo se sentía intranquila. Como si la auténtica dueña de la silla estuviera cerca y pudiera volver en cualquier momento y encontrar a una intrusa en su lugar.
Mientras limpiaba la manzana en su camisa, Cassandra volvió la cabeza para mirar por la polvorienta ventana. Las plantas trepadoras habían avanzado a través del cristal, pero podía ver lo suficiente del exterior como para distinguir el desordenado jardín. Había una pequeña estatua que no había observado antes, una criatura, un niño, subido a una piedra, mirando a la casa con ojos muy abiertos.
Se llevó la manzana a la boca. El intenso aroma del sol la embriagó cuando mordió la fruta. Una manzana, de un árbol en su propio jardín, un árbol plantado hacía ya muchos años y que seguía produciendo fruta. Un año sí, el otro no. Era dulce. ¿Las manzanas siempre eran tan dulces?
Bostezó. El sol la había amodorrado. Se quedaría sentada, sólo por unos instantes más, hasta que llegara el jardinero. Dio otro mordisco a la manzana. El cuarto parecía más cálido que antes. Como si la cocina hubiera comenzado a funcionar de repente, como si alguien se hubiera sumado a ella en la cabaña y hubiera comenzado a preparar el almuerzo. Sus párpados estaban pesados, cerró los ojos. Un pájaro cantó en alguna parte una hermosa, hermosa canción; las hojas arrastradas por la brisa golpeaban contra la ventana, y en la distancia el océano respiraba acompasadamente, inspirando, espirando, inspirando, espirando…
* * *
… inspirando, espirando, entrando y saliendo de su cabeza todo el día. Caminó por la cocina, se detuvo frente a la ventana, pero se prohibió echar otro vistazo fuera. Miró en cambio el pequeño reloj sobre la chimenea. Se estaba retrasando. Había dicho que llegaría a y media. Se preguntó si su retraso significaba algo importante, si había sido atrapado, si había sido víctima de un cambio de idea. Si todavía pensaba acudir.
Sentía las mejillas calientes. Hacía mucho calor allí dentro. Regresó a la cocina y bajó el fuego para retardar la cocción. Se preguntó si debía haber preparado una comida.
Afuera, un ruido.
Las puertas de su compostura se disolvieron. Estaba allí.
Abrió la puerta, y él entró sin decir palabra.
Se le veía tan grande en el estrecho pasillo, y aunque a estas alturas ella lo conocía bien se sentía tímida, no podía mirarlo a los ojos.
Él también estaba nervioso; saltaba a la vista, aunque hacía todo lo posible por ocultarlo.
Se sentaron frente a frente en la mesa de la cocina y la luz de la lámpara tembló entre ambos. Un lugar extraño para sentarse en una noche semejante, pero así eran las cosas. Ella se miró las manos, se preguntó cómo proceder. Todo había parecido tan sencillo al principio. Pero ahora, el camino a seguir estaba trabado por hilos esperando que se tropezaran. Tal vez esos encuentros siempre fueran así.
Él se acercó.
Ella respiró hondo, mientras él tomaba un mechón de sus cabellos entre dos de sus dedos. Lo examinó durante lo que pareció una eternidad. Miró no tanto al cabello sino al extraño hecho de su cabello entre sus dedos.
Por fin, alzó los ojos y la miró. Su mano se acercó hasta descansar en la mejilla de ella. Entonces él sonrió, y también ella. Suspiró con alivio y con algo más. Él abrió la boca y dijo…
* * *
—¿Hola? —Un fuerte golpeteo—. ¿Hola? ¿Hay alguien aquí?
Cassandra abrió los ojos parpadeando. La manzana que tenía en la mano cayó al suelo.
Pesados pasos, y luego un hombre de pie junto a la puerta, un hombre alto, fornido, pasados los cuarenta. Cabello oscuro, ojos oscuros, sonrisa ancha.
—Hola —dijo, alzando las manos con gesto de rendición—. Parece como si hubiera visto un fantasma.
—Me ha asustado —explicó Cassandra a la defensiva, levantándose de la silla.
—Lo siento —se disculpó el hombre avanzando un paso—. La puerta estaba abierta. No me di cuenta de que estaba echándose una siesta.
—No lo estaba. Quiero decir, estaba, pero no quería. Sólo pretendía sentarme un rato… —La explicación de Cassandra se diluyó mientras su mente volvía hacia el sueño. Había pasado mucho tiempo desde que soñara con algo remotamente erótico, y un largo tiempo desde que hiciera algo remotamente erótico. No desde Nick. Bueno, no algo que contara, no algo que ella quisiera recordar. ¿De dónde le había venido?
El hombre sonrió y extendió la mano.
—Soy Michael Blake, paisajista maravilloso. Usted debe de ser Cassandra.
—Así es. —Se sonrojó mientras él le estrechaba la mano con un enorme y cálido apretón.
Él sacudió levemente la cabeza, sonriendo.
—Mi colega me dijo que las muchachas australianas eran las más bonitas, pero nunca le creí. Ahora veo que decía la verdad.
Cassandra no sabía adónde mirar, y se decidió por un punto distante más allá del hombro izquierdo de él. Semejante flirteo la ponía, en el mejor de los casos, incómoda, pero su sueño la había dejado doblemente turbada. Todavía podía sentirlo, flotando en los rincones del cuarto.
—¿Me dijeron que tiene un problema con un árbol?
—Sí. —Cassandra parpadeó y asintió, mientras dejaba su sueño a un lado—. Sí. Lo tengo. Gracias por venir.
—Jamás pude resistirme a una dama en apuros. —Volvió a sonreír, con su ancha y relajada sonrisa.
Ella se envolvió en su chaqueta. Intentó devolverle la sonrisa, pero sólo consiguió parecer una remilgada.
—Es por aquí. En las escaleras.
Michael la siguió por el pasillo, se inclinó para echar un vistazo en la curva de la escalera. Dio un silbido.
—Uno de los viejos pinos. Parece que lleva ahí bastante tiempo. Probablemente cayó durante la gran tormenta del noventa y cinco.
—¿Puede quitarlo?
—Claro que puedo. —Michael miró por encima de su hombro, más allá de Cassandra—. Trae la motosierra, ¿quieres, Chris?
Cassandra se volvió; no se había percatado de que hubiera alguien más en el cuarto con ellos. Otro hombre estaba de pie detrás, más delgado que el primero, algo más joven. De cabello castaño claro que se rizaba en torno al cuello. Piel oliva, ojos pardos.
—Christian —se presentó, asintiendo levemente. Extendió la mano, dudó, se la limpió en sus vaqueros y volvió a extenderla.
Cassandra le tendió la suya.
—La motosierra, Chris —dijo Michael—. Vamos, apresúrate.
Michael alzó una ceja mirando a Cassandra cuando Christian salió.
—Tengo que estar en el hotel en media hora, más o menos, pero no tema, dejaré la mayor parte del trabajo listo y mi fiel asistente se quedará para terminar. —Sonrió, mirándola a los ojos, de un modo que le resultó imposible sostener—. Así que éste es su lugar. He vivido en el pueblo toda mi vida y nunca creí que tuviera dueño.
—A mí todavía me cuesta creerlo.
Michael enarcó una ceja mientras observaba el desorden del cuarto.
—¿Qué hace una encantadora muchacha australiana en una casa como ésta?
—La heredé. Mi abuela me la dejó.
—¿Su abuela era inglesa?
—Australiana. La compró en los años setenta, durante unas vacaciones.
—Qué regalito. ¿No podía haber encontrado algún trapito que le gustara?
Un ruido en la puerta, Christian regresó cargando una enorme motosierra.
—¿Es ésta la que quieres?
—Es una sierra con una cadena —indicó Michael, guiñando un ojo a Cassandra—. Diría que es ésa.
El pasillo era angosto y Cassandra se puso de lado para dejar pasar a Christian. Ella no lo miró a los ojos, sino que pretendió estar interesada en una tabla del suelo suelta, junto a sus pies. El modo en el que Michael le había hablado a Christian la hizo sentir avergonzada.
—Chris es nuevo en el negocio —explicó Michael, ajeno a la incomodidad de Cassandra—. Todavía no distingue una motosierra de una cortadora. Está un poco verde pero lo convertiremos en un verdadero leñador. —Sonrió—. Es un Blake, lo lleva en la sangre. —Le dio a su hermano un golpe amistoso y los dos hombres volvieron su atención a la tarea frente a ellos.
Cassandra se sintió aliviada cuando la motosierra comenzó a funcionar y quedó libre, por fin, para huir al jardín. Aunque sabía que sería mejor pasar el tiempo deshaciéndose de las enredaderas que entraban en la casa, se había despertado su interés. Estaba decidida a encontrar un paso por ese muro, aunque le llevara todo el día.
* * *
El sol ahora estaba en lo alto y encontrar sombra era un lujo. Cassandra se quitó la chaqueta y la dejó sobre una roca cercana. Las pequeñas manchas del sol bailaban sobre sus brazos y pronto sintió su cabeza cálida al tacto. Deseó haber recordado traer un sombrero.
Mientras buscaba entre los setos, y metía la mano en un agujero tras otro, evitando las espinas, sus pensamientos volvieron hacia el sueño. Había sido particularmente vívido, y podía recordar cada detalle: suspiros, olores, e incluso la penetrante disposición del sueño. Innegablemente erótico, enlazado con deseos prohibidos.
Cassandra sacudió la cabeza, apartando las guedejas de la confusión y emoción no deseadas. Volvió sus pensamientos hacia el misterio de Nell. La noche anterior se había quedado hasta tarde leyendo su cuaderno. Una tarea que era más fácil pensar que llevar a cabo. Como si las manchas de moho no hicieran las cosas de por sí difíciles, la deplorable caligrafía de Nell se había deteriorado aún más al llegar a Cornualles. Más estirada, inclinada, retorcida. Escribía más rápido, hubiera apostado Cassandra, más excitadamente.
Sin embargo, Cassandra se las estaba arreglando. Había quedado hechizada por el recuento de los recuerdos recobrados por Nell, su certeza de haber visitado la cabaña de niña. Cassandra apenas podía esperar a ver los cuadernos de recortes que Julia había encontrado, los diarios que la madre de Nell había llenado, una vez, con sus pensamientos más íntimos. Porque seguramente éstos arrojarían más luz sobre la infancia de Nell, ofreciendo, quizá, pistas vitales sobre su desaparición junto a Eliza Makepeace.
Un silbido, fuerte y agudo. Cassandra alzó la vista, esperando ver a algún tipo de ave.
Michael estaba de pie junto a la esquina de la casa, mirándola trabajar. Indicó los setos.
—Impresionante cosecha la que tiene ahí.
—Nada que un poco de poda no resuelva —dijo ella, poniéndose de pie con torpeza. Se preguntó cuánto tiempo la habría estado mirando.
—Un año de poda y una motosierra. —Michael sonrió—. Ahora me vuelvo al hotel. —Inclinó la cabeza en dirección a la cabaña—. Hemos progresado bastante. Dejo a Chris para que ordene un poco las cosas. Tiene que poder arreglárselas. Asegúrese de que deje todo a su gusto.
Hizo una pausa y volvió a mostrar su ingenua sonrisa.
—Tiene mi número de teléfono, ¿verdad? Llámeme. Le mostraré alguno de los lugares interesantes de la zona cuando vaya al pueblo.
No era una pregunta. Cassandra sonrió levemente y se arrepintió de inmediato. Sospechaba que Michael era del tipo que asumía cualquier respuesta como un sí. Tal cual, le guiñó un ojo mientras volvía hacia el frente de la casa.
Con un suspiro, Cassandra se volvió hacia el muro. Christian había subido por el agujero causado por el árbol y ahora estaba en el tejado, usando un serrucho para cortar las ramas en trozos. Mientras a Michael se le veía muy pausado, Christian tenía una intensidad que parecía desbordar todo lo que hacía y tocaba. Cambió de postura y Cassandra apartó la vista con rapidez, fingiendo un ávido interés en el muro.
Continuaron trabajando, y el silencio tendido entre ambos amplificó cualquier ruido que produjeran: el serrar de Christian; el piar de los pájaros entre las tejas del tejado; el leve ruido del agua, corriendo en alguna parte. Normalmente, Cassandra era feliz trabajando sin hablar; estaba habituada a estar sola, por lo general lo prefería. Sólo que esto no era estar solo, y cuanto más pretendía que lo era, más estático se hacía el silencio.
Por fin, no pudo soportarlo.
—Aquí atrás hay un muro —señaló, en voz alta, un tanto más estridente de lo que había querido—. Lo encontré antes.
Christian apartó la vista de la pila de madera. La miró como si hubiera comenzado a recitar la tabla periódica de elementos.
—No sé qué es lo que hay al otro lado —se apresuró a añadir—. No puedo encontrar una verja y el plano que mi abuela recibió con los documentos no muestra nada. Sé que hay un montón de hiedras y ramas, pero pensé que tal vez fueras capaz de verlo desde ahí arriba.
Christian se miró las manos, parecía a punto de hablar.
Una idea cruzó la mente de Cassandra: el hombre del sueño tenía unas manos bonitas. La apartó rápidamente.
—¿Puedes ver qué hay del otro lado de la pared?
Él apretó los labios, se sacudió las manos en los vaqueros y asintió levemente.
—¿Puedes? ¿Qué hay? ¿Puedes decírmelo?
—Puedo hacer algo mejor —dijo, sosteniéndose del alero, para poder bajar de un salto desde el tejado—. Ven, te lo mostraré.
* * *
El agujero era muy pequeño, justo en la base del muro, y oculto de tal manera que Cassandra podía haber estado buscándolo un año sin hallarlo. Christian estaba arrodillado, apartando la maleza a su alrededor.
—Primero las damas —dijo, sentándose.
Cassandra lo miró.
—Pensé que tal vez hubiera una verja.
—Ya la encontrarás; yo te sigo.
—Pretendes que… —Echó una mirada al agujero—. No sé si podré, si es que veo cómo…
—Boca abajo. No es tan estrecho como parece.
Respecto a eso, Cassandra tenía sus dudas. Parecía muy estrecho. Daba igual, la inútil búsqueda de ese día sólo había cimentado su decisión: necesitaba saber qué había al otro lado. Se agachó hasta quedar a la altura del agujero y echó una mirada de reojo a Christian.
—¿Crees que esto es seguro? ¿Lo has hecho antes?
—Por lo menos cien veces. —Se rascó el cuello—. Claro que era más joven y más pequeño pero… —Hizo un mohín con los labios—. Es una broma. Lo siento. Estarás bien.
Sintió algo de alivio una vez que sacó la cabeza al exterior y se dio cuenta de que no iba a morir con el cuello atorado debajo de un muro de piedra. Al menos no en la entrada. Pasó el resto del cuerpo tan rápidamente como le fue posible y se puso de pie. Se sacudió las manos y miró a su alrededor, con ojos enormes.
Era un jardín, un jardín cercado. Cubierto de malezas pero de una bella estructura. Alguien había cuidado en su día de este jardín. Los vestigios de dos senderos serpenteaban de un lado a otro, entrelazándose como los cordones de un zapato de baile irlandés. Árboles frutales habían sido atados por los lados a un espaldar, y los alambres zigzagueaban de la parte superior de un muro a la otra. Los hambrientos zarcillos de la glicinia habían crecido sobre ellos formando una suerte de dosel.
Contra el muro sur, crecía un antiguo y nudoso árbol. Cassandra se acercó. Se dio cuenta de que era el manzano, cuya rama había traspasado el muro. Alzó su mano para tocar una de sus doradas frutas. El árbol tenía unos cinco metros de alto y tenía la forma del bonsái que Nell le había dado a Cassandra por su duodécimo cumpleaños. Con el paso de las décadas el pequeño tronco se había inclinado y alguien se había tomado el trabajo de apuntalarlo con un madero bajo una larga rama para absorber parte de su peso. Una quemadura, a medio camino, sugería que había sido herido por un relámpago años atrás. Cassandra pasó sus dedos a lo largo de la quemadura.
—Este lugar es mágico, ¿no? —Christian estaba de pie en el centro del jardín, junto a un herrumbroso banco metálico—. Incluso de niño pude percibirlo.
—¿Solías venir aquí?
—Todo el tiempo. Lo consideraba mi lugar secreto. Nadie más sabía de él. —Se encogió de hombros—. Bueno, casi nadie.
Más allá de Christian, al otro lado del jardín, Cassandra pudo ver algo brillando contra la pared cubierta de hiedra. Se acercó. Era de metal, brillante bajo el sol. Una puerta. Zarcillos como cuerdas la cubrían, una telaraña gigante bloqueando la entrada a la madriguera de la araña. O la salida, dependiendo del caso.
Christian se acercó y entre ambos retiraron varias de las ramas. Había un picaporte de bronce, ennegrecido por el tiempo. Cassandra lo sacudió. La puerta estaba cerrada.
—Me pregunto adónde conduce.
—Hay un laberinto al otro lado que atraviesa toda la propiedad —explicó Christian—. Termina cerca del hotel. Michael ha estado trabajando para recuperarlo en estos últimos meses.
El laberinto, por supuesto. Ella conocía su existencia. ¿Dónde había leído Cassandra sobre el laberinto? ¿En el cuaderno de Nell? ¿En uno de los folletos turísticos del hotel?
Una temblorosa libélula pasó cerca, antes de salir volando; luego ambos se volvieron hacia el centro del jardín.
—¿Por qué compró tu abuela la cabaña? —preguntó Christian, quitándose una hoja seca del hombro.
—Nació en los alrededores.
—¿En el pueblo?
Cassandra dudó, preguntándose cuánto más podía revelar.
—En esta propiedad, a decir verdad. Blackhurst. No lo supo sino a la muerte de su padre adoptivo, cuando tenía unos sesenta años. Averiguó que sus padres eran Rose y Nathaniel Walker. Él era…
—Un artista, lo sé. —Christian tomó un palo del suelo—. Tengo un libro con ilustraciones suyas, un libro de cuentos de hadas.
—¿Cuentos mágicos para niñas y niños?
—Sí. —La miró sorprendido.
—Yo también tengo una copia.
Él enarcó las cejas.
—No se imprimieron muchas, ¿sabes?, no para las cifras de hoy día. ¿Sabías que Eliza Makepeace solía vivir aquí, en la cabaña?
Cassandra negó con la cabeza.
—Sabía que había vivido en la propiedad…
—La mayor parte de las historias fueron escritas en este jardín.
—Sabes mucho sobre ella.
—Últimamente he estado releyendo sus cuentos de hadas. De pequeño los adoraba, desde que encontré una vieja copia en una tienda de artículos de segunda mano. Había algo encantado en ellos, más de lo que se percibe a simple vista. —Pateó la tierra con su bota—. Es bastante patético, supongo, un hombre hecho y derecho leyendo cuentos de hadas para niños.
—No lo creo. —Cassandra observó que estaba alzando y dejando caer los hombros, las manos en los bolsillos, casi como si estuviera nervioso—. ¿Cuál es tu favorito?
Inclinó la cabeza, entrecerrando un poco los ojos al sol.
—«Los ojos de la vieja».
—¿De veras? ¿Por qué?
—Siempre me pareció distinto al resto. De algún modo, más significativo. Además estaba enamorado como el niño de ocho años que era de la princesa. —Sonrió con timidez—. ¿Qué puede no gustarte de una princesa cuyo castillo ha sido destruido, sus súbditos expulsados y que sin embargo reúne el suficiente coraje para salir de expedición en busca de los ojos perdidos de la vieja?
Cassandra también sonrió. El cuento de la valiente princesa que no sabía que lo era había sido el primero de los cuentos de hadas de Eliza que había leído. En aquel caluroso día en Brisbane, cuando tenía diez años y había desobedecido las órdenes de su abuela, descubriendo la maleta bajo la cama.
Christian rompió el palo por el medio y tiró los pedazos a un lado.
—Supongo que intentarás vender la cabaña.
—¿Por qué? ¿Estás interesado en comprarla?
—¿Con el sueldo que me paga Mike? —Se miraron por un momento—. Lo veo imposible.
—No sé cómo la voy a poner a punto —comentó ella—. No imaginaba cuánto trabajo me esperaría aquí. El jardín, la casa misma. —Hizo un gesto hacia la pared sur—. Hay un agujero en el maldito techo.
—¿Cuánto tiempo te quedarás?
—Me registré en el hotel por otras tres semanas.
Asintió.
—Eso debería ser tiempo suficiente.
—¿Tú crees?
—Seguro.
—Cuánta fe. Y eso que no me has visto blandiendo un martillo.
Se acercó para enredar un brote de glicinia con otros.
—Yo te ayudaré.
Cassandra se sintió avergonzada: él habría pensado que se lo estaba pidiendo.
—No quise decir… no tengo… —exhaló—. No tengo dinero para los arreglos. Nada de nada.
Él sonrió, la primera plena sonrisa que le había visto.
—Mi sueldo es bastante ridículo. Así al menos podría ganarlo trabajando en un lugar que amo.