Mansión Blackhurst, Cornualles, 1907
Hubo un fuerte golpe en la puerta, y Eliza escondió «La niña transformada» a sus espaldas. Sintió que sus mejillas enrojecían.
Mary se apresuró a entrar, los rizos más enredados que nunca. Sus cabellos siempre daban una indicación exacta de su estado de ánimo y Eliza tuvo pocas dudas de que la cocina bullía con los preparativos para el cumpleaños.
—¡Mary! Estaba esperando a Rose.
—Señorita Eliza —Mary apretó los labios, un gesto inusualmente recatado que hizo reír a Eliza—. El señor desea verla, señorita.
—¿Mi tío quiere verme? —Aunque había recorrido de un extremo a otro la propiedad en los años que había estado en Blackhurst, Eliza rara vez se había cruzado con su tío. Era una figura sombría que pasaba la mayor parte del tiempo recorriendo el continente en busca de insectos, de cuyas imágenes se apropiaba en el cuarto oscuro.
—Vamos, señorita Eliza —la azuzó.
Mary estaba más seria de lo que Eliza la hubiera visto nunca. Recorrió rápidamente el pasillo y descendió por las angostas escaleras traseras, y Eliza tuvo que apresurarse para seguirle el paso. Cuando llegaron abajo, en vez de girar hacia la izquierda, hacia la parte principal de la casa, Mary viró a la derecha y se adentró apresurada por un silencioso pasillo, en penumbra, por contar con menos lámparas de gas susurrantes que cualquier otra parte de la casa. Tampoco había cuadros colgados, observó Eliza; de hecho, había pocas muestras decorativas a lo largo de las frías y oscuras paredes.
Cuando llegaron a la puerta más alejada, Mary se detuvo. Antes de abrir, miró sobre su hombro y, tomando la mano de Eliza, la estrechó en un gesto completamente inesperado.
Sin darle tiempo a Eliza a preguntar de qué se trataba, la puerta se abrió y Mary la anunció.
—La señorita Eliza, milord.
Entonces se marchó y Eliza quedó sola, junto al marco de la puerta de entrada a la madriguera de su tío, envuelta en el más peculiar de los olores.
Estaba sentado detrás de un gran escritorio de madera en el fondo del cuarto.
—¿Deseaba verme, tío? —La puerta se cerró a sus espaldas.
El tío Linus la miró por encima de sus anteojos. Una vez más Eliza se halló preguntándose cómo ese anciano de piel manchada podía estar vinculado a su bella madre. La punta de su pálida lengua apareció entre los labios.
—Me he enterado de que te has destacado en la escuela, durante tus años aquí en Blackhurst.
—Sí, señor —dijo Eliza.
—Y según mi criado Davies, te gustan los jardines.
—Sí, tío. —Desde su primera mañana en Blackhurst, Eliza se había enamorado de los jardines. Junto con los pasadizos que se extendían detrás de los acantilados, conocía la parte cuidada del laberinto y el resto del jardín tan bien como alguna vez había conocido las nebulosas calles londinenses. Y no importaba lo lejos que fuera en sus exploraciones, el jardín crecía y cambiaba con cada estación.
—Es parte de nuestra familia. Tu madre… —se le quebró la voz—. Tu madre, cuando era niña, tenía un gran aprecio por este jardín.
Eliza intentó incorporar la información a sus propios recuerdos de su madre. A través del túnel del tiempo llegaron imágenes fragmentadas: Madre en la habitación sin ventanas sobre la tienda de la señora Swindell; una pequeña maceta con una planta perfumada. No había durado mucho, poco había que pudiera sobrevivir en semejantes condiciones de oscuridad.
—Acércate, niña —dijo el tío, haciendo un gesto con su mano—. Acércate a la luz para que pueda verte.
Eliza se acercó al otro lado del escritorio, de modo que quedó de pie junto a las rodillas de su tío. El olor del cuarto era ahora más intenso, como si proviniera de él.
Linus extendió una mano temblorosa y acarició los extremos dorados de los rojos cabellos de Eliza. Suave, muy suavemente. Retiró la mano, como si le quemara.
Se estremeció.
—¿No se siente bien, tío? ¿Quiere que vaya a llamar a alguien?
—No —respondió rápidamente—. No. —Extendió la mano para volver a acariciar sus cabellos, cerró los ojos. Eliza estaba tan cerca que podía ver los globos oculares moverse bajo los párpados, podía escuchar los leves sonidos de su garganta—. Buscamos durante tanto tiempo, por tantos lugares para traer a tu madre… para traer a Georgiana de regreso a casa.
—Sí, señor. —Mary le había contado todo eso a Eliza. Sobre el lazo entre el tío Linus y su hermana menor, el corazón roto cuando ella partió, sus frecuentes viajes a Londres. La búsqueda que había consumido su juventud y su escaso buen humor, la ansiedad con la que abandonaba Blackhurst cada vez, la inevitable decepción a su regreso. El modo en que se sentaba a solas en el cuarto oscuro, bebiendo jerez, rechazando todo consejo, incluso de la tía Adeline, hasta que el señor Mansell aparecía una vez más con una nueva pista.
—Llegamos demasiado tarde. —Ahora le acariciaba el cabello con más intensidad, enroscando los cabellos de Eliza en torno a sus dedos, en una y otra dirección, como si fueran una cinta. Tiraba de ellos, y Eliza tuvo que apoyarse en el borde del escritorio para evitar caerse. Estaba hipnotizada mirándole el rostro, era el del rey herido del cuento de hadas, cuyos súbditos lo habían abandonado—. Llegué demasiado tarde. Pero ahora tú estás aquí. Por la gracia de Dios, se me ha dado otra oportunidad.
—¿Tío?
La mano de su tío cayó sobre su regazo y sus ojos se abrieron. Señaló un pequeño banco en la pared más alejada, cubierto con una tela blanca de muselina.
—Siéntate —ordenó.
Eliza lo miró parpadeando.
—Siéntate. —Se acercó renqueando a un trípode negro contra la pared—. Deseo tomar tu fotografía.
Eliza nunca había sido fotografiada y no tenía interés en que la fotografiaran ahora. Justo cuando iba a abrir la boca para decírselo, se abrió la puerta.
—El almuerzo de cumpleaños. —Las palabras de tía Adeline terminaron en una nota aguda. Llevó su delgada mano al pecho—. ¡Eliza! —pronunció su nombre en medio de una desesperada exhalación—. ¿Pero en dónde tienes la cabeza, niña? Sube ahora mismo. Rose te está buscando.
Eliza se apresuró a ir hacia la puerta.
—Y deja de molestar a tu tío —siseó tía Adeline mientras Eliza pasaba a su lado—. ¿No ves que está agotado de sus viajes?
* * *
De modo que había llegado el día. Adeline no había sabido qué forma tendría, pero la amenaza siempre había estado allí, acechando en lugares oscuros, de modo que nunca podía relajarse por completo. Apretó los dientes, concentrando su furia en los huesos de la nuca. Se obligó a apartar la imagen de su mente. La hija de Georgiana, con el cabello suelto, apareciendo frente a todo el mundo como un fantasma del pasado, y la expresión en el rostro de Linus, su viejo rostro atontado por el deseo de un hombre joven. ¡Pensar que había estado a punto de tomar la fotografía de la joven! Y hacer lo que nunca había hecho con Rose. O con Adeline.
—Cierre los ojos, lady Mountrachet —pidió su criada, y Adeline hizo como le ordenaban. El aliento de la otra mujer era tibio al rozar los cabellos de la frente de Adeline, una extraña sensación reconfortante. Ah, quedar sentada allí para siempre, el cálido dulce aliento de esa tonta y alegre muchacha sobre su rostro, sin otros pensamientos que la acosaran—. Ya puede abrirlos, señora, voy a buscar sus perlas.
La criada salió deprisa y Adeline se quedó a solas con sus pensamientos. Se inclinó hacia delante. Sus cejas estaban peinadas, sus cabellos arreglados. Se pellizcó las mejillas, tal vez con más fuerza de lo necesario, y se reclinó a observar el resultado. ¡Ah, pero qué cruel era envejecer! Había sufrido pequeños cambios sin que se diera cuenta, que nunca podrían detenerse. El néctar de la juventud desapareciendo como por un colador cuyos agujeros se hacían cada vez más grandes. «Y así se volvió enemigo el amigo», susurró Adeline al despiadado espejo.
—Aquí las tiene, milady —dijo la criada—. Traje el juego con el broche de rubíes. Alegre y festivo para una ocasión tan feliz. Quién lo hubiera imaginado, el almuerzo de cumpleaños de la señorita Rose. ¡Dieciocho años! Lo próximo, un casamiento, recuerde mis palabras…
Mientras la criada seguía hablando, Adeline apartó la mirada, negándose a seguir contemplando su decadencia.
La fotografía seguía colgada donde siempre había estado, a un lado de su tocador. Qué correcta lucía en su vestido de bodas, qué apropiada. Nadie adivinaría en esa foto el intenso autocontrol que había empleado para presentar esa expresión de calma. Linus, por su parte, aparecía como el perfecto caballero. Sombrío tal vez, pero ésa era su costumbre.
Se casaron un año después de la desaparición de Georgiana. Desde el momento de su compromiso, Adeline Langley había trabajado con denuedo para reinventarse. Había decidido convertirse en una mujer digna del gran nombre de Mountrachet: deshaciéndose de su acento norteño y de los placeres pueblerinos, devorando los artículos en Debrett y aprendiendo las artes de la vanidad y el refinamiento. Adeline sabía que tenía que ser el doble de dama que cualquier otra si quería borrar de la memoria de la gente la verdad de sus orígenes.
—¿Quiere su sombrero verde, lady Mountrachet? —preguntó la criada—. Es que le queda tan bien con este vestido, y querrá un sombrero si es que va a ir hacia la ensenada. Lo dejaré sobre la cama, ¿le parece?
Su noche de bodas no había sido en absoluto como Adeline esperaba. No podía explicarlo, y ciertamente no había palabras para preguntar, pero sospechaba que había sido decepcionante también para Linus. Después compartieron el lecho matrimonial muy ocasionalmente, y menos aún cuando Linus comenzó sus viajes. Tomando fotografías, decía él, pero Adeline sabía la verdad.
Qué inútil se sentía. Qué fracaso como esposa y como mujer. Peor aún, fracaso como dama de sociedad. A pesar de todos sus esfuerzos, rara vez eran invitados. Linus, cuando estaba en Blackhurst, era una compañía tan lamentable, de pie, solo la mayor parte del tiempo, respondiendo a las preguntas cuando era necesario, con beligerantes comentarios. Cuando Adeline enfermó, pálida y agotada, creyó que era por despecho. Sólo cuando su estómago comenzó a expandirse se dio cuenta de que estaba embarazada.
—Ahí lo tiene, lady Mountrachet. Su sombrero está sobre la cama y ya está usted lista para la fiesta.
—Gracias, Poppy. —Alcanzó a sonreír con levedad—. Eso es todo.
Al cerrarse la puerta, Adeline borró su sonrisa y volvió a enfrentarse con su mirada.
Rose era la auténtica heredera de la gloria de Mountrachet. Esa muchacha, la hija de Georgiana, era poco más que un cuclillo, enviado para suplantar a la hija de Adeline. Para empujarla del nido que Adeline había luchado tanto por hacer propio.
Por un tiempo se había mantenido el orden. Adeline se aseguró de decorar a Rose con nuevos y encantadores vestidos, un bello sofá sobre el cual sentarse, mientras que Eliza era vestida con los trajes de la temporada anterior. Los modales de Rose, su naturaleza femenina, eran perfectos, mientras que Eliza no podía ser educada. Adeline estaba en calma.
Pero a medida que las niñas crecían, que crecían imparables hacia la madurez, las cosas comenzaron a cambiar, a escapar del control de Adeline. La habilidad de Eliza en la escuela era una cosa —a nadie le gustaba una mujer inteligente—, pero ahora que pasaba tanto tiempo al aire libre, expuesta a la fresca brisa marina, su aspecto había adquirido un saludable brillo, su cabello, su maldito cabello rojo, había crecido largo, y ya no era una delgaducha.
Días atrás, Adeline había escuchado a uno de los criados comentar lo bella que era la señorita Eliza, más bella incluso que su madre, lady Georgiana. Adeline había quedado paralizada cuando escuchó pronunciar ese nombre. Después de tantos años de silencio, ahora la acechaba en cada rincón. Riéndose de ella, recordándole su propia inferioridad, su fracaso en intentar parecerse, a pesar de haber trabajado tanto más duro que Georgiana.
Adeline sintió un sordo latir en sus sienes. Alzó una mano y se las apretó levemente. Algo le sucedía a Rose. Ese punto en sus sienes era el sexto sentido de Adeline. Desde que Rose era un bebé, Adeline había anticipado los males de su hija. Era como un lazo que no podía romperse, de madre a hija.
Y ahora volvían a latirle las sienes. Adeline apretó los labios, decidida. Observó su severo rostro como si le perteneciera a una desconocida, la dama de una casa noble, una mujer cuyo control era infranqueable. Inhaló fuerza en los pulmones de esa mujer. Rose debía ser protegida, la pobre Rose que había fallado al no reconocer a Eliza como una amenaza.
Una idea comenzó a formarse en la mente de Adeline. No podía alejar a Eliza, Linus nunca lo permitiría y la pena de Rose sería demasiado grande, y además, era mejor mantener cerca a los enemigos, pero tal vez Adeline podía encontrar un motivo para llevar a Rose al extranjero por un tiempo. ¿A París o Nueva York? Darle una oportunidad de brillar sin el inesperado reflejo de Eliza llamando la atención de todos, estropeando todas las oportunidades de Rose…
Adeline se alisó la falda mientras se dirigía hacia la puerta. Una cosa era segura; hoy no visitarían la cala. Había hecho una tonta promesa en un momento de debilidad. Gracias a Dios todavía había tiempo de corregir ese error de juicio. No debía permitir que la perversidad de Eliza ensuciara a Rose.
Cerró la puerta a su paso y comenzó a avanzar por el pasillo, agitando sus faldas. En cuanto a Linus, él se mantendría ocupado. Ella era su esposa, y era su deber asegurarse de que no tuviera oportunidad de sufrir bajo sus propios impulsos. Lo enviaría a Londres. Imploraría a las esposas de los ministros del Gobierno que solicitaran sus servicios, que sugirieran exóticos lugares para fotografiar, que lo enviaran lejos. No permitiría que Satanás encontrara ocupación para sus ociosas manos.
* * *
Linus se reclinó contra el respaldo del asiento en el jardín y colgó su bastón en el decorativo apoyabrazos. El sol se estaba poniendo y el atardecer se extendía, naranja y rosado, sobre el extremo oeste de la propiedad. Había llovido en abundancia durante el mes, y el jardín brillaba. Aunque no es que a Linus le importara.
Durante siglos, los Mountrachet habían sido horticultores. Antepasado tras antepasado habían viajado a lo largo y ancho del planeta en busca de especímenes exóticos con los que enriquecer sus tierras. Linus, sin embargo, no había heredado el impulso jardinero. Eso había desaparecido con su hermana menor…
Bueno, ahora eso no era completamente cierto.
Había habido una época, tiempo atrás, cuando se ocupaba del jardín. Cuando, de niño, había seguido a Davies en su recorrido, maravillándose frente a las espinosas flores en el jardín de las Antípodas, las piñas en el invernadero, el modo en el que nuevos brotes aparecían de la noche a la mañana, ocupando el lugar de las semillas que había ayudado a plantar.
Y lo más milagroso de todo: en el jardín, la vergüenza de Linus había desaparecido. A las plantas, los árboles, las flores, no les importaba nada que su pierna izquierda hubiera dejado de crecer y fuese varios centímetros más corta que la derecha. Que su pie izquierdo fuera un apéndice inútil, deformado y curvo, monstruoso. Había un lugar para todo y para todos en el jardín de Blackhurst.
Entonces, cuando Linus tenía siete años, se perdió en el laberinto. Davies le había advertido que no entrara solo, que el camino era largo y oscuro, lleno de obstáculos, pero Linus se había sentido mareado de excitación como el niño que era. El laberinto con sus densos y frondosos muros, su promesa de aventuras, lo había atraído. Él era un caballero, que partía a dar batalla contra el más fiero dragón de la comarca, e iba a emerger triunfante. Encontraría la salida al otro lado.
Las sombras llegaron temprano al laberinto. Linus no había previsto lo oscuro que se volvería todo, y con qué rapidez. En la penumbra, las esculturas revivieron espiándolo desde sus escondites, los altos setos se transformaron en monstruos hambrientos, los arbustos bajos le jugaban trucos sucios haciéndole creer que iba en la dirección correcta cuando en realidad estaba retrocediendo, ¿o no era así?
Había llegado hasta el centro antes de caer por completo en la desesperación. Entonces, para añadir sal a la herida, una argolla de bronce asegurada a una plataforma en el suelo lo enganchó, lanzándolo al suelo de modo tal que su tobillo sano se retorció como el de un tosco muñeco de trapo. Poca alternativa tenía Linus salvo sentarse donde estaba, con el tobillo dolorido, y rabiosas lágrimas corriendo calientes por sus mejillas.
Linus había esperado y esperado. La penumbra se volvió oscuridad, la oscuridad frío, y sus lágrimas se secaron. Más tarde supo que su padre se había negado a que enviaran a nadie en su busca. Era un niño, había dicho, y cojo o no, cualquier niño que valiera su peso en sal encontraría el camino para salir del laberinto. Si él mismo —St. John Luke— lo había recorrido cuando tenía apenas cuatro años. El niño necesitaba endurecerse.
Linus había temblado en el laberinto toda la noche antes de que su madre finalmente convenciera a su marido para enviar a Davies en su busca.
Pasó una semana antes de que el tobillo de Linus sanara, pero cuando lo hizo, y durante quince días seguidos, su padre llevó a Linus de regreso al laberinto. Lo envió a hallar la salida, y luego lo reprendía por su inevitable fracaso. Linus comenzó a soñar con el laberinto y cuando estaba despierto dibujaba mapas de memoria. Trabajó como si se enfrentara un problema matemático, porque sabía que debía haber una solución. Si valía su peso en sal, la encontraría.
Tras dos semanas, su padre se dio por vencido. En la mañana número quince, cuando Linus apareció para su prueba diaria, ni siquiera bajó el periódico.
—Eres una gran decepción —dijo—. Un niño tonto que jamás llegará a nada. —Volvió una página, enderezó el periódico de una sacudida y buscó un artículo entre los titulares—. Sal de mi cuarto.
Linus nunca volvió a acercarse al laberinto. Incapaz de culpar a sus padres por sus vergonzantes fracasos —tenían razón, después de todo, ¿qué clase de niño no podía encontrar el camino en un laberinto?—, culpó al jardín. Se dedicó a romper los tallos de las plantas, a arrancar las flores, a pisar los brotes nuevos.
Todo estaba formado por objetos más allá de su control, conducta heredada, conducta aprendida. Para Linus esa porción de hueso de su pierna que había rehusado a seguir desarrollándose lo había definido. Al crecer, la cojera se volvió timidez, la timidez dio lugar al tartamudeo, y por ello Linus se convirtió en un desagradable chiquillo que descubrió que sólo le prestaban atención cuando se comportaba mal. Se negó a salir, por lo que su piel empalideció y su pierna sana adelgazó. Puso insectos en el té de su madre, espinas en las pantuflas de su padre, y con alegría recibió cualquier castigo que le impusieran. Y así, de modo predecible, continuó la vida de Linus.
Después, cuando cumplió diez años, nació una hermanita.
Linus la despreció con sólo verla: tan blanda, atractiva y bonita… Y, tal como Linus descubrió al espiar debajo de su larga camisola, perfectamente formada. Ambas piernas de la misma longitud. Con pequeños y hermosos pies, no con uno que fuera un inútil pedazo de carne.
Peor aún que su perfección física, era su felicidad. Su rosada sonrisa, su risa musical. ¿Qué motivos tenía ella para ser feliz cuando él, Linus, era miserable?
Linus se decidió a hacer algo al respecto. Cuando podía escapar de su gobernanta, se iba hasta el cuarto de la niña y se arrodillaba al lado del moisés. Si el bebé dormía, él hacía un ruido repentino para sobresaltarla. Si buscaba un juguete, él lo apartaba. Si ella extendía los brazos, él cruzaba los suyos. Si ella sonreía, él reordenaba sus facciones en una máscara de horror abrumador.
Y sin embargo ella no parecía afectada. Nada de lo que Linus hiciera la hacía llorar, nada arruinaba su alegre temperamento. Esto lo confundía, y entonces se puso a inventar desaprensivos y extraños castigos para su hermanita.
Al entrar Linus en la adolescencia, se volvió aún más torpe, de largos brazos y espaciado vello rojizo creciéndole en el mentón; Georgiana se convirtió en una niña hermosa, querida por todos. Hacía sonreír incluso a los más endurecidos; granjeros que no habían tenido una palabra amable hacia la familia Mountrachet durante años enviaban canastos de manzanas a la cocina para que Georgiana las disfrutara.
Un día, Linus estaba sentado junto a la ventana de la biblioteca, usando su preciada lupa nueva para reducir a las hormigas a cenizas cuando se resbaló y cayó. No se lastimó, pero su preciosa lupa se rompió en cientos de pequeños trozos. Tan querido era ese nuevo juguete, tan habituado estaba él a la decepción, que a pesar de sus trece años Linus irrumpió en lágrimas de ira, por no haber sido lo suficientemente inteligente, por no tener amigos, por no ser querido, por haber nacido imperfecto.
Sus lágrimas lo cegaron hasta tal punto que no se dio cuenta de que su caída había sido observada. No hasta que sintió un golpecito en el brazo. Alzó la vista y vio a su hermanita de pie, junto a él, sosteniendo algo que le entregaba. Era Claudine, su muñeca favorita.
—Linus triste —dijo—. Pobre Linus. Claudine pone contento a Linus.
Linus se quedó mudo, había aceptado la muñeca, mirando a su hermanita mientras ella se sentaba a su lado.
Con un incierto desdén empujó uno de los párpados de Claudine, de modo que quedara hundido. Miró a ver qué efecto tenía el vandalismo sobre su hermanita.
Se estaba chupando el pulgar, mirándolo, los grandes ojos azules llenos de empatía. Tras un instante ella tomó la muñeca y hundió el otro párpado de Claudine.
A partir de ese día, formaron un equipo. Sin quejas, sin siquiera fruncir el ceño, ella toleró los ataques de ira de su hermano, su cruel humor, todas las cosas que el rechazo le había impuesto. Permitió que peleara con ella y la reprendiera, para después abrazarla.
Si sólo los hubieran dejado solos todo habría salido bien. Pero sus padres no podían tolerar que alguien lo quisiera. Los escuchó hablar en voz baja —tanto tiempo juntos, no es adecuado, no es saludable— y en cuestión de meses él fue enviado interno a un colegio.
Sus notas eran desastrosas. Linus se aseguraba de ello, pero su padre había cazado en una ocasión con el director del Balliol College por lo que le hallaron ubicación en Oxford. Lo único positivo que resultó de sus días universitarios fue el descubrimiento de la fotografía. Un tutor de inglés, sensible, le había permitido que usara su cámara y luego lo asesoró para que comprara una.
Y finalmente, cuando cumplió los veintitrés, Linus regresó a Blackhurst. ¡Cómo había crecido su poupée! Trece años y tan alta. La más larga cabellera roja que hubiera visto. Por un tiempo se sintió intimidado frente a ella; había cambiado tanto que tendría que conocerla de nuevo. Pero un día, cuando estaba tomando fotografías cerca de la cala, ella había aparecido en su visor. Sentada en la cima de la roca negra, mirando el mar. La brisa salada le agitaba los cabellos, los brazos en torno a las rodillas, y sus piernas, sus piernas estaban desnudas.
Linus casi no podía respirar. Parpadeó, continuó mirando mientras ella giró la cabeza con lentitud, mirándolo directamente. Mientras que otros modelos no podían ocultar la artificialidad en su mirada, Georgiana era completamente natural. Parecía mirar más allá de la cámara, directamente a sus ojos. Los suyos eran los mismos ojos comprensivos que lo habían visto llorar todos esos años atrás. Sin pensarlo, apretó el disparador de la cámara. Su rostro, su rostro perfecto, era suyo para ser capturado.
* * *
Con delicadeza, Linus sacó la copia fotográfica del bolsillo de su abrigo. Tuvo cuidado, puesto que ahora era vieja, gastada en los bordes. La última luz del sol casi había desaparecido, pero si la sostenía en el ángulo correcto…
¿Cuántas veces se había sentado así a mirarla, a examinarla después de que desapareciera? Era la única copia que tenía, porque cuando Georgiana se fue, alguien —¿Madre? ¿Adeline? ¿Uno de los criados?— había entrado en el cuarto oscuro llevándose los negativos. Sólo le quedaba ésta, salvada porque la llevaba siempre consigo.
Pero ahora tenía una segunda oportunidad y no la perdería. Ya no era un niño, sino el amo de Blackhurst. Sus padres hacía mucho que yacían en sus tumbas. Sólo quedaban esa agotadora esposa suya y su enfermiza hija, y ¿quiénes eran ellas para oponerse a la marcha de Linus? Había cortejado a Adeline para castigar a sus padres por la huida de Georgiana, y el compromiso había infligido un golpe final tan brutal que el tolerar a esa mujer en su casa le había parecido un precio bajo a pagar. Y así había sido. Y continuaría siendo. Ella era ignorada con facilidad. Él era el amo, y lo que quería, lo tendría.
Eliza. Permitió que el sonido escapara de sus labios, se alojara en los rizos de su barba. Sus labios estaban temblorosos y sentía la piel fría.
Iba a hacerle un regalo. Algo que inspirara gratitud. Algo que sabía que ella deseaba, porque ¿cómo no iba a hacerlo si su madre lo había deseado tanto antes que ella?