Capítulo 30

Mansión Blackhurst, Cornualles, 1907

Cuidando de no alterar su posición en el sillón y despertar la ira del artista, Rose se permitió bajar la vista, para poder observar la página más reciente de su cuaderno de recortes. Había estado trabajando en ella toda la semana, cada vez que el señor Sargent le había dado un descanso de su pose. Había un retal de satén rosa pálido que había sido usado para su vestido de cumpleaños, una cinta de su cabello, y en la parte inferior, con su mejor caligrafía, había escrito los versos de un poema de lord Tennyson: Pero ¿quién la ha visto agitar su mano?, ¿o de pie junto a la ventana? ¿Es conocida en toda la comarca, la dama de Shalott?

¡Cómo se identificaba Rose con la dama de Shalott! Condenada a pasar la eternidad en su cuarto, obligada siempre a percibir el mundo a distancia. Porque ¿acaso no había pasado la mayor parte de su vida así, encerrada?

Pero ya no. Rose había tomado una decisión: ya no estaría encadenada por los lúgubres pronósticos del doctor Matthews, por la preocupación constante de su madre. Aunque todavía delicada, Rose había aprendido que la fragilidad genera fragilidad, que nada marea tanto como pasar día tras día en aburrido confinamiento. Abriría la ventana cuando hiciera calor; tal vez se resfriara, pero tal vez no. Iba a vivir con la expectativa de casarse, tener hijos, envejecer. Y por fin, por su decimoctavo cumpleaños, Rose iba a echar una mirada a Camelot. Mejor que eso, iba a caminar por Camelot. Porque tras años de ruegos, mamá por fin había consentido: hoy, por primera vez, Rose iba a acompañar a Eliza a los bosques de Blackhurst.

Desde que Eliza llegara, hacía ya siete años, había traído consigo relatos del bosque. Cuando Rose yacía en su tibio cuarto oscuro, respirando el aire inmóvil de su última enfermedad, Eliza irrumpía por la puerta de modo tal que Rose casi podía oler el océano en su piel. Trepaba junto a Rose en la cama y colocaba una concha, o una polvorienta jibia, o un pequeño trozo de madera en su mano, y luego comenzaba su historia. Y en su mente, Rose veía el mar azul, sentía la cálida brisa en los cabellos, la ardiente arena bajo sus pies.

Algunos relatos eran invenciones de Eliza, otros los había aprendido en alguna parte. Mary, la criada, tenía hermanos que eran pescadores, y Rose sospechaba que disfrutaba conversando con ellos cuando debería estar trabajando. No con Rose, por supuesto, porque Eliza era diferente. Todos los sirvientes la trataban de modo diferente. De forma casi inapropiada, como si les gustara considerarse sus amigos.

Últimamente, Rose había comenzado a sospechar que Eliza se estaba aventurando más allá de la propiedad, que incluso había conversado con uno o dos lugareños, porque sus relatos ahora tenían otro tono. Eran ricos en detalles de embarcaciones y navegantes, sirenas y tesoros, aventuras por el mar, relatados en un lenguaje colorido que Rose saboreaba secretamente: y había una mirada más expansiva en los ojos de la narradora, como si hubiera probado las cosas prohibidas de las que hablaba.

Una cosa era cierta, mamá se pondría lívida de saber que Eliza había estado en el pueblo, que se había mezclado con la gente común. Ya le fastidiaba bastante que Eliza hablara con la servidumbre, y sólo por eso Rose era capaz de tolerar la amistad de Eliza con Mary. Si su madre quisiera preguntarle a Eliza adónde había ido, seguramente ésta no le mentiría, aunque Rose no estaba segura de qué podría hacer su madre al respecto. En todos sus años de intentos, había sido incapaz de encontrar un castigo que detuviera a Eliza.

El castigo de que se la considerara maleducada no significaba nada para Eliza. El que la enviaran al cuarto de trastos debajo de la escalera sólo le daba tiempo y tranquilidad para inventar más historias. El negarle nuevos vestidos —un auténtico castigo para Rose— apenas si le sacaba un suspiro: Eliza estaba más que contenta vistiendo los vestidos que Rose descartaba. Cuando era cuestión de castigos, era como la heroína en una de sus historias, protegida por un encantamiento.

Observar los inútiles esfuerzos de su madre por disciplinar a Eliza le daba un secreto placer. Cada castigo era recibido con un parpadeo de sus ojos azules, un encogerse de hombros despreocupado y un ingenuo «Sí, tía». Como si Eliza en verdad no se hubiera dado cuenta de que su comportamiento podía resultar ofensivo. El encogerse de hombros en particular enfurecía a mamá. Hacía ya mucho que había descartado cualquier esperanza de que Rose convirtiera a Eliza en una correcta joven dama, se daba por satisfecha con que la hubiera convencido para que se vistiera de modo adecuado. (Rose había aceptado los cumplidos de mamá y silenciado la vocecilla que le susurraba que Eliza había desechado los remendados pantalones sólo cuando se le habían quedado pequeños). Había algo roto dentro de Eliza, decía mamá, como un pedazo de espejo en un telescopio, que le impedía funcionar correctamente. Le impedía sentir la adecuada vergüenza.

Como si leyera los pensamientos de Rose, Eliza se acomodó a su lado en el sofá. Habían estado sentadas sin moverse casi una hora, y el cuerpo de Eliza empezaba a resistirse. En numerosas ocasiones, el señor Sargent había tenido que recordarle que dejara de fruncir el ceño, que mantuviera la pose, mientras él arreglaba una parte del cuadro. Rose le había escuchado decir a su madre el día anterior que ya habría terminado, sólo que la muchacha con el cabello color fuego se negaba a sentarse sin moverse el tiempo suficiente para capturar su expresión.

Su madre se había estremecido de disgusto al oírlo. Hubiera preferido que Rose fuera el único modelo del señor Sargent, pero su hija se había empeñado. Eliza era su prima, su única amiga, por supuesto que tenía que estar en el retrato. Entonces Rose tosió un poco, mirando a mamá por entre sus pestañas, y el asunto quedó concluido.

Y aunque una parte de Rose disfrutó del desagrado de su madre, su insistencia en la inclusión de Eliza había sido sincera. Ella nunca había tenido una amiga. La oportunidad nunca se había presentado, e incluso si hubiera sucedido, ¿qué necesidad tenía de amigos una niña que no viviría mucho tiempo? Como la mayoría de los niños a los que las circunstancias han acostumbrado a sufrir, Rose encontró que tenía muy poco en común con otras niñas de su edad. No tenía interés en hacer rodar aros o en arreglar casas de muñecas, y se aburría con rapidez cuando debía soportar las agotadoras conversaciones respecto a su color, número o canción favorita.

Pero Eliza no era como las otras niñas. Rose lo había advertido desde el primer día, cuando se conocieron. Eliza tenía una manera de ver el mundo que era con frecuencia sorprendente, de hacer cosas completamente inesperadas. Cosas que mamá no podía tolerar.

Lo mejor respecto a Eliza, sin embargo, incluso aún mejor que su habilidad para irritar a su madre, eran sus historias. Sabía muchos relatos maravillosos que Rose nunca había escuchado. Historias aterradoras que hacían que se le erizara la piel y le sudaran los pies. Sobre la Otra Prima, y el río de Londres, y el siniestro Hombre Malo con el brillante puñal. Y por supuesto, la historia del barco negro que acechaba en la cala de Blackhurst. Y aunque Rose supiera que era otra de las fantasías de Eliza, le encantaba escuchar la historia. El barco fantasma que aparecía en el horizonte, el barco que Eliza aseguraba haber visto y por el que había pasado muchos días de verano en la cala esperando volver a verlo.

Lo único que Rose nunca había sido capaz de obtener de Eliza era que le contara historias de su hermano, Sammy. Había dejado escapar su nombre sólo una vez, pero se había encerrado en su mutismo de inmediato cuando Rose le preguntó. Fue mamá quien le informó de que Eliza había tenido un mellizo, que una vez tuvo un hermano, cortado por la misma tijera, un niño que había muerto de modo trágico.

A lo largo de los años, cuando yacía sola en su lecho, a Rose le había gustado imaginarse su muerte, ese pequeño cuya pérdida había logrado lo imposible: dejar a Eliza, la narradora, sin palabras. «La muerte de Sammy» había reemplazado a la «Fuga de Georgiana» de las ensoñaciones elegidas por Rose. Se lo imaginaba ahogándose, se lo imaginaba cayendo, y se lo había imaginado desahuciado, el pobre niño que había ocupado antes el afecto de Eliza.

—Quédese quieta —ordenó el señor Sargent, señalando con su pincel en dirección a Eliza—. Deje de retorcerse. Es usted peor que el perrito de lady Asquith.

Rose parpadeó, cuidando que su expresión no se alterara cuando se dio cuenta de que su padre había entrado en el cuarto. Estaba de pie detrás del atril del señor Sargent, mirando intensamente mientras el artista trabajaba. Frunciendo el ceño e inclinando la cabeza, para seguir mejor las pinceladas. Rose se sorprendió: nunca hubiera imaginado que su padre estuviera interesado en las bellas artes. Lo único que le interesaba era la fotografía, pero incluso en ese caso se las ingeniaba para volverla aburrida. Jamás fotografiaba gente, sólo insectos, plantas y ladrillos. Y, sin embargo, allí estaba, extasiado por el retrato de su hija. Rose se sentó, algo más erguida.

Sólo dos veces durante su infancia tuvo la oportunidad de observar de cerca a su padre. La primera había sido cuando se tragó el dedal y su padre había sido llamado para sacar la foto, a petición del doctor Matthews. La segunda vez no había sido tan agradable.

Se había escondido porque esperaban al doctor Matthews; Rose tenía entonces nueve años y se le había metido en la cabeza que no tenía ganas de verlo. Había encontrado el lugar en donde mamá jamás pensaría ir a buscarla: el cuarto oscuro de papá.

Había una cavidad debajo del gran escritorio, y Rose se había llevado una almohada para estar cómoda. Y en general lo habría estado si la habitación no hubiera tenido ese olor espantoso, como el de los productos desinfectantes que los criados usaban durante la limpieza de primavera.

Llevaba allí unos quince minutos cuando se abrió la puerta del cuarto. Un delgado rayo de luz pasó a través de un pequeño agujero en el centro de la mesa del escritorio. Rose contuvo la respiración y miró por el agujero, temiendo encontrarse con la imagen de mamá y el doctor Matthews que llegaban a buscarla.

Pero no eran mamá ni el doctor los que habían abierto la puerta, era su padre, vestido con su largo abrigo de viaje.

Rose sintió que se le cerraba la garganta. Sin que se lo hubieran dicho nunca, sabía que el umbral del cuarto oscuro de su padre no se debía cruzar.

Éste permaneció de pie por un momento, la silueta negra contra el fondo iluminado. Después entró, quitándose el abrigo y dejándolo sobre una silla justo cuando apareció Thomas, el bochorno empalideciendo sus mejillas.

—Señor —dijo Thomas, recuperando el aliento—, no lo esperábamos hasta la próxima…

—Cambio de planes.

—El cocinero está preparando el almuerzo, señor —anunció Thomas, encendiendo la lámpara de gas de la pared—. Pondré la mesa para dos y le diré a lady Mountrachet que ha regresado.

—No.

La celeridad con que fue impartida la orden hizo que Rose contuviera la respiración.

Thomas se volvió de golpe hacia su padre, y la cerilla entre sus dedos enguantados se extinguió, víctima del movimiento repentino.

—No —volvió a decir—. El viaje ha sido largo, Thomas. Necesito descansar.

—¿Una bandeja, señor?

—Y una licorera con jerez.

Thomas asintió y después desapareció por la puerta, los pasos perdiéndose en el pasillo.

Rose notó un golpeteo. Apretó el oído contra el escritorio, preguntándose si alguna cosa en un cajón del escritorio, algún objeto misterioso que pertenecía a su padre, estaba sonando. Después se dio cuenta de que era su propio corazón, como una advertencia, dando saltos en su pecho.

Pero no había escapatoria. No, mientras su padre estuviera sentado en el sillón, bloqueando la puerta.

De modo que continuó sentada, las rodillas apretadas contra el corazón traidor que amenazaba con delatarla.

Fue la única vez que recordaba haber estado a solas con su padre. Observó cómo su presencia llenaba el cuarto de modo que un lugar, antes apacible, parecía ahora cargado de emociones y sentimientos que Rose no comprendía.

Pasos apagados en la alfombra, luego una profunda exhalación masculina que hizo que se le erizaran los pelos en sus brazos.

—¿Dónde estás? —dijo su padre con suavidad, y luego repitió con los dientes apretados—. ¿Dónde estás?

Rose contuvo la respiración y la mantuvo prisionera entre sus labios bien cerrados. ¿Le estaba hablando a ella? ¿Había su sabelotodo padre adivinado de alguna manera que estaba oculta donde no debía?

Un suspiro de su padre —¿pena?, ¿amor?, ¿cansancio?— y luego, «poupée». Tan suave, tan sigilosamente, una palabra rota de un hombre roto. Rose había estado aprendiendo francés con la señora Tranton, y sabía que poupée quería decir muñequita.

Poupée —volvió a decir—. ¿Dónde estás, mi Georgiana?

Rose dejó escapar el aliento. Aliviada de que no hubiera descubierto su presencia, agraviada de que semejante tono de voz no fuera para describir su nombre.

Y, mientras apretaba su mejilla contra el escritorio, se prometió que un día alguien diría su nombre de ese modo…

—¡Baje la mano! —El señor Sargent estaba ahora irritado—. Si continúa moviéndose, la pintaré con tres manos y así es como será recordada para siempre.

Eliza dejó escapar un suspiro, entrelazando las manos a la espalda.

Los ojos de Rose estaban vidriosos de mantener la misma postura, por lo que parpadeó varias veces. Su padre se había marchado del cuarto, pero su presencia permanecía, el mismo sentimiento de infelicidad que siempre lo seguía.

Rose dejó que su mirada descansara una vez más en su cuaderno de recortes. La tela era de un hermoso tono rosa, un tono que sabía que acentuaba sus oscuros cabellos.

A través de sus años de enfermedad, siempre hubo una cosa que Rose había deseado, y eso era crecer. Escapar de los confines de la infancia y vivir, como Milly Theale había expuesto tan perfectamente en el libro favorito de Rose, aunque fuera de modo breve y entrecortado. Deseaba enamorarse, casarse, tener hijos. Dejar Blackhurst y comenzar una vida propia. Lejos de esa casa, lejos de ese sofá sobre el que mamá insistía debía reclinarse incluso cuando se sentía bien. «El sofá de Rose», lo llamaba mamá. «Pon otra manta en el sofá de Rose. Algo que resalte la palidez de su piel, que haga que su cabello parezca aún más brillante».

Y el día de su partida se aproximaba. Rose lo sabía. Por fin mamá había admitido que Rose estaba lo suficientemente bien para encontrarse con un pretendiente. En los últimos meses, su madre había arreglado almuerzos con una procesión de jóvenes (¡y no tan jóvenes!) candidatos. Todos habían sido unos estúpidos —Eliza había entretenido a Rose durante horas después de cada visita con sus recreaciones y personificaciones— pero era una buena práctica. Porque el perfecto caballero estaba allá fuera, en alguna parte, esperándola. No sería para nada como su padre, sería un artista, con sentido de la belleza y de su grandeza, a quien le importaran un comino ni las piedras ni los insectos. Sería abierto y fácil de comprender, sus pasiones y sus sueños serían una luz en sus ojos. Y él la amaría a ella, sólo a ella.

A su lado, Eliza bufó impaciente.

—En verdad, señor Sargent —dijo—. Creo que yo podría pintarme más rápido.

Su esposo sería como Eliza, se dio cuenta Rose, una sonrisa alterando su plácida expresión. El caballero que ella buscaba era la encarnación masculina de su prima.

* * *

Y finalmente el captor las dejó libres. Tennyson tenía razón, el apolillarse sin hacer nada era inconcebiblemente aburrido. Eliza se apresuró a quitarse el ridículo vestido que la tía Adeline había insistido en que vistiera para el retrato. Era de Rose, de la temporada anterior, lazos que escocían, el satén que se pegaba, y un tono de rojo que hacía que Eliza se sintiera como una fresa aplastada. Una pérdida de tiempo completa, perder una mañana entera frente a un viejo gruñón intentando capturar sus imágenes para que ellas también pudieran ser colgadas, solitarias y estáticas, sobre una fría pared.

Eliza se puso de rodillas y buscó debajo de su cama. Alzó un tablón que había aflojado hacía ya mucho tiempo. Buscó con la mano y sacó la historia «La niña transformada». Pasó la mano por la cubierta en blanco y negro, sintió el relieve de su caligrafía debajo de las yemas de sus dedos.

Fue Davies quien había sugerido que escribiera sus relatos. Ella lo había estado ayudando a plantar nuevas rosas cuando un pájaro gris y blanco con una cola a rayas pasó volando bajo hasta una rama cercana.

—Un cuco —señaló Davies—: Pasa los inviernos en África, pero vuelve aquí en la primavera.

—Desearía ser un pájaro —dijo Eliza—. Entonces podría, simplemente, correr hacia el borde del acantilado y dejarme llevar. Hasta África, o India. O Australia.

—¿Australia?

Era el destino que en esos días se había apoderado de su imaginación. El hermano mayor de Mary, Patrick, había emigrado recientemente con su joven familia a un lugar llamado Maryborough, en donde su tía Eleanor se había afincado unos años antes. A pesar de la conexión familiar, a Mary le gustaba pensar que el nombre también había influido en su elección, y con frecuencia se le podían hacer preguntas de la exótica tierra, flotando en un océano lejano, al otro lado del planeta. Eliza había encontrado en el mapa escolar Australia, un extraño, gigantesco continente en el Pacífico Sur, con dos orejas, una alzada, la otra quebrada.

—Conozco a una persona que se fue a Australia —dijo Davies, dejando de plantar por un instante—. Consiguió una granja de cuatrocientas hectáreas y no pudo hacer que nada creciera.

Eliza se mordió el labio y sintió el gusto de la excitación. Ese extremismo estaba en sintonía con su idea del lugar.

—Según Mary, allí hay una especie de conejos gigantes. Canguros, los llaman. ¡Con patas tan largas como la pierna de un hombre!

—No sé qué haría usted en un lugar como ése, señorita Eliza. O en África, o en la India.

Eliza sabía exactamente lo que haría.

—Voy a recoger historias. Antiguas historias que nadie de por aquí haya oído nunca. Seré igual que esos Hermanos Grimm de los que estaba hablando.

Davies frunció el ceño.

—Por qué querría ser como ese par de alemanes es algo que no comprendo. Debería estar escribiendo sus propias historias, no las que pertenecen a otros.

Y así había hecho. Había comenzado a escribir una historia para Rose, un regalo de cumpleaños, un cuento de hadas con una princesa que se transformaba por arte de magia en ave. Era la primera historia que había plasmado en papel, y ver sus pensamientos e ideas concretarse le resultó muy curioso. Hacía que su piel estuviera más sensible que de costumbre, se sentía extrañamente expuesta y vulnerable. Las brisas eran más frescas, el sol más cálido. No podía decidir si la sensación era algo que disfrutaba o rechazaba.

Pero a Rose siempre le habían gustado las historias de Eliza y no tenía regalo más preciado que ofrecer, por lo que era el obsequio perfecto. En los años desde que Eliza había sido arrancada de su solitaria vida londinense y trasplantada a la lujosa y misteriosa Blackhurst, Rose se había convertido en su alma gemela. Se reía y añoraba junto con Eliza, y gradualmente había comenzado a llenar el espacio que una vez Sammy había ocupado, el oscuro y vacío agujero que le queda a todo mellizo solitario. A cambio, no había nada que Eliza no hiciera o escribiera para Rose.

La niña transformada

por Eliza Makepeace.

En los viejos tiempos, cuando la magia vivía y respiraba, había una Reina que deseaba un niño. Era una Reina triste, porque el Rey con frecuencia se encontraba lejos, dejándola a solas con poco o nada que hacer salvo su soledad, y se preguntaba por qué su esposo, a quien tanto quería, podía soportar apartarse de ella tanto tiempo y con tanta frecuencia.

Había sucedido que muchos años antes, el Rey había usurpado el trono de su legítima dueña, la Reina de las Hadas, y la hermosa y pacífica comarca del Hada se había convertido de la noche a la mañana en un lugar desolado en donde la magia ya no florecía y la risa estaba prohibida. Tan colérico era el Rey que estaba decidido a capturar a la Reina de las Hadas y obligarla a regresar al reino. Una jaula de oro había sido preparada especialmente para aprisionar a la Reina de las Hadas y obligarla a que usara su magia para divertimento del Rey.

Un día de invierno, mientras el Rey se encontraba de viaje, la Reina estaba sentada junto a una ventana abierta, mirando el campo cubierto de nieve. Estaba llorando, porque la desolación de los meses de invierno le recordaba a la Reina su propia soledad. Mientras observaba el desolado paisaje invernal, pensó en su desolado vientre, vacío, como siempre, a pesar de su deseo. «¡Ah, cuánto querría tener una niña! —Lloró—. Una hermosa niña con un corazón honesto y ojos que nunca se llenen de lágrimas. Entonces nunca volvería a estar sola».

Pasó el invierno, y el mundo comenzó a despertar. Los pájaros regresaron al reino y empezaron a preparar sus nidos una vez más, los ciervos podían verse pastando en donde los campos lindaban con los bosques y las hojas crecían en las ramas de los árboles del reino. Mientras las golondrinas de la nueva estación surcaban los cielos, las faldas de la Reina comenzaron a apretarle en torno a la cintura, y a poco se dio cuenta de que estaba encinta. El Rey no había regresado al castillo, por lo que la Reina supo que un hada traviesa, lejos de su hogar y oculta en el jardín de invierno, debía de haber escuchado su llanto y le había concedido, magia mediante, su deseo.

La Reina creció y creció y el invierno regresó otra vez, y en la noche de Navidad, mientras una profunda nevada caía sobre la tierra, comenzó a tener dolores de parto. Toda la noche estuvo de parto, y con la última campanada de medianoche nació su hija, y la Reina pudo mirar por fin el rostro de su bebé. ¡Pensar que esa hermosa niña, de pálida e inmaculada piel, cabellos oscuros y labios rojos con forma de pimpollo era toda suya! «Rosalind —dijo la Reina—. La llamaré Rosalind».

La Reina quedó prendada de inmediato y se negó a dejar que la princesa Rosalind se apartara de su vista. La soledad había vuelto amarga a la Reina, la amargura la había vuelto egoísta, y el egoísmo la había vuelto suspicaz. A cada momento se preocupaba por que alguien acechara para robarle a la niña. Ella es mía, pensaba la Reina, mi salvación, así que debo mantenerla a mi lado.

En la mañana del bautismo de la princesa Rosalind, las mujeres más sabias de toda la comarca fueron invitadas para impartir sus bendiciones. Todo el día la Reina observó cómo los deseos de gracia, prudencia y sabiduría llovían sobre la niña. Por fin, cuando la noche comenzó a avanzar sobre el reino, la Reina despidió a las mujeres. Se dio la vuelta brevemente, pero al girarse para mirar a la niña observó que todavía quedaba una invitada. Una viajera con un largo abrigo estaba de pie junto a la cuna, mirando a la criatura.

—Es tarde, sabia anciana —dijo la Reina—. La Princesa ha sido bendecida y ahora hay que dejarla dormir.

La viajera se quitó la capucha y la Reina tragó saliva, porque el rostro no era el de una anciana sabia, sino el de una vieja arrugada de sonrisa desdentada.

—Traigo un mensaje de la Reina de las Hadas —dijo la vieja—. La niña es una de las nuestras, por lo que debe venir conmigo.

—No —lloró la Reina, corriendo hasta la cuna—. Ella es mi hija, mi preciosa hijita.

—¿Vuestra? —se extrañó la vieja—. ¿Esta gloriosa criatura? —Y comenzó a reír, una carcajada cruel que hizo que la Reina retrocediera horrorizada—. Ella fue tuya sólo por el tiempo que te permitimos tenerla. En tu corazón siempre has sabido que ella ha nacido del polvo de las hadas, y ahora debes entregarla.

Entonces la Reina lloró, porque el pronunciamiento de la vieja era precisamente lo que ella había temido.

—No puedo entregarla —dijo—. Ten piedad, vieja, y déjame quedármela un tiempo.

Sucedió que a la vieja le gustaba hacer diabluras, y frente a las palabras de la Reina una lenta sonrisa le cubrió el rostro.

—Te doy una oportunidad —le propuso—. Entrega ahora a la niña y su vida será larga y feliz, en el regazo de la Reina de las Hadas.

—¿O? —preguntó la Reina.

—O puedes quedártela hasta la mañana de su decimoctavo cumpleaños, cuando su verdadero destino le salga al encuentro y te deje para siempre. Piensa con cuidado, porque mantenerla más tiempo es amarla más hondamente.

—No necesito pensar en ello —dijo la Reina—, elijo lo segundo.

La vieja sonrió tanto que mostró los negros agujeros entre sus dientes.

—Entonces es tuya, pero sólo hasta la mañana de su decimoctavo cumpleaños.

En ese momento la Princesa comenzó a llorar por primera vez. La Reina se volvió a tomarla en brazos, y cuando se volvió a mirar a la vieja ésta había desaparecido.

La Princesa creció y se convirtió en una hermosa niña, llena de alegría y luz. Hechizaba al océano con su canto y hacía sonreír a todos en el reino. A todos, menos a la Reina, quien estaba demasiado llena de miedos como para disfrutar de la niña. Cuando su hija cantaba, la Reina no la escuchaba, cuando su hija danzaba, la Reina no la veía, cuando su hija se acercaba a la Reina, ésta no la sentía, porque estaba demasiado ocupada calculando el tiempo que le quedaba antes de que le arrebataran a la niña.

A medida que pasaban los años, la Reina se volvió más y más temerosa del terrible y oscuro evento que acechaba a la vuelta de la esquina. Su boca se olvidó de sonreír, y las arrugas de su frente comenzaron a ahondarse. Entonces, una noche, tuvo un sueño en el que apareció la vieja.

—Tu hija ya casi tiene diez años —dijo la vieja—. No olvides que su destino la encontrará cuando cumpla dieciocho.

—He cambiado de idea —respondió la Reina—. No puedo dejarla partir. No la dejaré partir.

—Diste tu palabra —recordó la vieja—, debes honrarla.

A la mañana siguiente, después de asegurarse de que la Princesa estaba custodiada, la Reina se puso sus ropas de montar y mandó traer su caballo. Aunque la magia había sido exiliada del castillo, había un lugar en donde los encantamientos y los hechizos todavía podían encontrarse. En una oscura caverna a orillas del mar encantado vivía un hada que no era ni buena ni mala. Había sido castigada por la Reina de las Hadas por haber usado su magia en forma imprudente y por tanto permanecía oculta mientras que el resto de los hechiceros había huido del reino. Y aunque la Reina sabía que era peligroso buscar la ayuda del hada, no tenía otra esperanza.

Cabalgó durante tres días y tres noches y cuando por fin llegó a la cueva el hada estaba esperándola.

—Entra —le dijo—, y dime qué es lo que buscas.

La Reina le habló de la vieja y de su promesa de devolver a la Princesa en su decimoctavo cumpleaños, y el hada la escuchó. Después, cuando hubo terminado, el hada dijo:

—No puedo deshacer la maldición de la vieja, pero creo que puedo ayudarte.

—Te ordeno que lo hagas —dijo la Reina.

—Debo advertirte, mi Reina, que cuando oigas lo que voy a proponerte tal vez no agradezcas mi ayuda. —Y el hada se inclinó y susurró al oído de la Reina.

La Reina no dudó, porque, seguramente, cualquier cosa era mejor que perder a su hija entregándola a la vieja.

—Debe ser hecho.

Entonces el hada le entregó una poción a la Reina y le indicó que le diera a la Princesa tres gotas durante tres noches.

—Todo será entonces como prometí —aseguró—. La vieja no te molestará más, porque sólo el verdadero destino de la Princesa podrá encontrarla.

La Reina se apresuró a regresar, su mente en calma por primera vez desde el bautizo de su hija, y durante las siguientes tres noches echó tres gotas de la poción en el vaso de leche de su hija. En la tercera noche, cuando la Princesa bebió de su vaso, comenzó a ahogarse, y cayó de la silla, y se transformó de una princesa en un hermoso pájaro, tal como le había anunciado el hada. El pájaro revoloteó por el cuarto y la Reina llamó a un criado para que trajera la jaula de oro de las habitaciones del Rey. El pájaro fue encerrado dentro, la puerta de oro fue cerrada y la Reina dio un suspiro de alivio. Porque el Rey había sido muy astuto, y su jaula, una vez cerrada, no podía volver a abrirse.

—Quédate tranquila, preciosa mía —dijo la Reina—. Estás a salvo y nadie te apartará de mí. —Y entonces la Reina colgó la jaula de un gancho en la torre más alta del castillo.

Con la princesa atrapada en la jaula, toda la luz huyó del reino, y los súbditos del Reino Encantado se sumieron en un invierno eterno en donde las cosechas y las tierras fértiles no prosperaban. Lo único que impedía que la gente desesperara era el canto de ave de la princesa —triste y hermoso— que surgía de la ventana de la torre y cubría la tierra yerma.

Pasó el tiempo, como tiene que pasar, y los príncipes reales, envalentonados por su ambición, llegaron de todas partes para liberar a la Princesa atrapada porque había llegado a sus oídos que en el árido Reino Encantado había una jaula de oro tan exquisita que hacía que sus fortunas parecieran modestas, y un ave enjaulada cuyas canciones eran tan bellas que cuando cantaba caían del cielo pepitas de oro. Pero todos los que intentaban abrir la jaula caían muertos tan pronto como la tocaban. La Reina, quien permanecía sentada día y noche en su mecedora, custodiando la jaula para que nadie pudiera robársela, reía al ver a los príncipes morir, porque el miedo y la sospecha se habían conspirado y la habían, por fin, enloquecido.

Pocos años después, llegó el hijo más joven de un leñador de un bosque lejano. Mientras trabajaba, la brisa llevó hasta él una melodía tan gloriosa que se quedó inmóvil y así permaneció, como si hubiera sido transformado en piedra, escuchando cada nota. Incapaz de contenerse, dejó su hacha y fue en busca del ave que podía cantar de modo tan triste y espléndido. Y mientras avanzaba entre la espesa fronda, los pájaros y los animales se le aparecían para ayudarlo y el hijo del leñador les daba las gracias, porque era un alma bondadosa que podía comunicarse con la naturaleza. Atravesó arbustos, corrió por los campos, escaló montañas, durmió en árboles huecos, se alimentó de frutas y nueces, hasta que por fin llegó junto a las murallas del castillo.

—¿Cómo has llegado a estas tierras prohibidas? —preguntó el guardia.

—Seguí el canto de tu bella ave.

—Regresa por donde has venido, si en algo valoras tu vida —dijo el guardia—. Porque en este reino todo está maldito, y quienquiera que toque la jaula del triste pájaro se perderá.

—No tengo nada que amar o que perder —repuso el hijo del leñador—. Y debo ver por mí mismo la fuente de tan glorioso cantar.

Sucedió entonces que, justo en ese instante, la princesa pájaro cumplió dieciocho años y comenzó a cantar la canción más triste y más hermosa de todas, lamentando la pérdida de su juventud y de su libertad.

El guardia se hizo a un lado, y el joven entró en el castillo y subió por las escaleras hasta la torre más alta.

Cuando el hijo del leñador vio al ave atrapada, su corazón se llenó de congoja, porque no le gustaba ver a ningún ave o animal apresado. Miró más allá de la jaula de oro, y sólo tuvo ojos para el ave dentro de ella. Se acercó a la puerta de la jaula, y al tocarla, ésta se abrió y el ave quedó en libertad.

En ese momento, el pájaro se transformó en una hermosa joven de largos cabellos que se agitaban en torno a ella, con una corona de brillantes conchas en su cabeza. Los pájaros llegaron desde distantes árboles, trayendo en sus picos hebras de cristal brillante con las que la cubrieron hasta vestirla en reluciente plata. Los animales regresaron al reino, y las cosechas y las flores comenzaron, al instante, a crecer en el yermo terreno.

Al día siguiente, mientras el sol se alzaba brillante sobre el océano, se escuchó un fuerte tronar, y seis caballos encantados aparecieron a las puertas del castillo, tirando de un carruaje dorado. La Reina de las Hadas descendió de su interior y todos sus súbditos se inclinaron ante ella. Detrás de ella iba el hada de la cueva marina, quien había demostrado ser buena, siguiendo los deseos de la verdadera Reina y asegurándose de que la princesa Rosalind estuviera lista cuando su destino llegara a su encuentro.

Bajo la vigilante mirada de la Reina de las Hadas, la princesa Rosalind y el hijo del leñador se casaron, y la dicha de la joven pareja fue tan inmensa que la magia regresó y desde entonces todos en el Reino Encantado fueron libres y felices.

Excepto, claro, la Reina, a quien no pudieron encontrar por ningún lado. En su sitio en la mecedora había un horrible pájaro con un croar tan espantoso que hacía coagular la sangre de todos quienes lo escuchaban. Fue expulsado del reino y escapó volando a un bosque lejano, en donde fue muerto y devorado por el Rey, quien había enloquecido despechado en su malvada e inútil persecución de la Reina de las Hadas.