Capítulo 29

Cornualles, Inglaterra, 2005

Allí los colores eran diferentes. Cassandra no se había dado cuenta de lo intensa que era la luz australiana hasta que se encontró con la suave luz de Cornualles. Se preguntó cómo podría reproducirla en acuarelas, sorprendiéndose por haberlo pensado. Mordió un pedazo de tostada con mantequilla y masticó pensativa, mirando la línea de árboles que bordeaba el acantilado. Cerrando un ojo, alzó su índice para recorrer sus copas.

Una sombra pasó por delante de la mesa y luego una voz a su derecha.

—¿Cassandra? ¿Cassandra Ryan? —Una mujer de unos sesenta años estaba de pie junto a la mesa, cabellos rubios y peinados, con los ojos tan pintados que no debía de haber dejado una sola sombra de ojos sin explorar—. Soy Julia Bennett, dueña del hotel Blackhurst.

Cassandra se limpió un dedo pringado de mantequilla en la servilleta y estrechó su mano.

—Encantada de conocerla.

Julia señaló la silla vacía.

—¿Le importaría si…?

—Por supuesto que no, por favor.

Julia se sentó y Cassandra esperó, vacilante, preguntándose si eso era parte del servicio personalizado con el que amenazaban los folletos.

—Espero que esté disfrutando nuestra estancia con nosotros.

—Es un lugar encantador.

Julia la miró y sonrió de modo que aparecieron hoyuelos en sus mejillas.

—¿Sabe?, puedo ver a su abuela en usted. Pero apuesto a que se lo dicen a menudo.

Detrás de la educada sonrisa de Cassandra, una montaña de preguntas se amontonaba. ¿Cómo sabía esta desconocida quién era? ¿Cómo había conocido a Nell? ¿Cómo las había relacionado a las dos?

Julia rio y se inclinó hacia ella, con aires conspiradores.

—Un pajarillo me contó que la muchacha australiana que había heredado la cabaña estaba en el pueblo. Tregenna es un lugar pequeño; estornudas en el acantilado Sharpstone y toda la gente en la bahía se entera.

Cassandra comprendió quién había sido el pájaro en cuestión.

—Robyn Jameson.

—Estuvo aquí ayer, intentando reclutarme para el comité del festival —explicó Julia—. No pudo resistir compartir las noticias locales mientras lo hacía. Sumé dos más dos y la conecté con la señora que vino a verme hace unos treinta años, y que me salvó el pellejo quitándome la cabaña de las manos. Siempre me pregunté cuándo regresaría su abuela, mantuve un ojo alerta durante un tiempo. Me cayó bien. Era una mujer directa, ¿verdad?

La descripción era tan precisa que Cassandra no pudo evitar preguntarse qué había dicho o hecho Nell para ganársela.

—¿Sabe?, la primera vez que vi a su abuela, estaba colgando de una glicinia bastante gruesa, junto a la verja de entrada.

—¿De veras? —preguntó Cassandra abriendo mucho los ojos.

—Había trepado al muro y estaba teniendo dificultades para bajar por el otro lado. Por suerte para ella, yo acababa de discutir con mi esposo, Richard, la discusión número noventa y siete de ese día, y estaba paseando por los jardines para calmarme. No quiero imaginar cuánto habría permanecido allí arriba de no haber pasado por allí.

—¿Estaba tratando de ver la casa?

Julia asintió.

—Dijo que era una anticuaria interesada en la época victoriana y se preguntaba si podía echarle un vistazo.

Cassandra sintió una cálida oleada de afecto por Nell mientras la imaginaba trepando muros y diciendo verdades a medias, negándose a aceptar un no por respuesta.

—Le dije que sería bienvenida a entrar, ¡tan pronto como dejara de colgarse de mis enredaderas! —Rio Julia—. La casa estaba en bastante mal estado, para entonces había sido descuidada durante décadas, Rick y yo tuvimos que desmantelar algunas cosas dejándola aún peor que al principio, pero a ella no pareció importarle. La recorrió, deteniéndose en todas las habitaciones. Era como si hubiera intentado guardarlas en su memoria.

O, mejor dicho, recuperarlas. Cassandra se preguntó cuánto le había dicho Nell a Julia sobre los motivos de su interés.

—¿Le mostró también la cabaña?

—No, pero sin duda se la mencioné. Después crucé los dedos, los brazos y todo lo cruzable —rio—. ¡Estábamos tan desesperados por un comprador! Nos encontrábamos al borde de la quiebra con tanta certidumbre como si hubiéramos cavado un pozo bajo la casa y lanzado en él todo el dinero. Tuvimos la cabaña en venta durante un tiempo. Casi la vendimos, en dos oportunidades, a londinenses que buscaban una casa para las vacaciones, pero ambos intentos fallaron. Mala suerte. Bajamos el precio, pero ni aun así hubo forma de convencer a uno de los lugareños de comprarla, ni por amor ni por dinero. Una vista espectacular y nadie interesado en comprarla por unos absurdos rumores.

—Robyn me lo comentó.

—Por lo que se ve, algo falla en una casa en Cornualles si no tiene fantasmas —bromeó Julia—. Nosotros tenemos nuestro propio fantasma en el hotel. Pero eso ya lo sabe, lo escuchó la otra noche.

La sorpresa de Cassandra debía de haberse reflejado en su rostro, porque Julia continuó.

—Samantha, la de recepción, me contó que escuchó una llave en la cerradura.

—Ah —dijo Cassandra—, sí, pensé que era otro huésped, pero debió de ser el viento, no quise causarle ningún…

—Es ella, es nuestra fantasma. —Julia rio ante la expresión perpleja de Cassandra—. Ah, vamos, no se alarme, no le hará daño alguno. No es un fantasma desagradable precisamente. No aceptaríamos un fantasma poco amistoso.

Cassandra tenía la sensación de que Julia le estaba tomando el pelo. Fuera como fuera, había escuchado más relatos sobre fantasmas desde que llegara a Cornualles que cuando era pequeña y se iba a dormir a casa de sus amigas.

—Supongo que cada casa vieja necesita uno —aventuró.

—Eso es —dijo Julia—. La gente lo espera. Habría tenido que inventarlo si no hubiera existido uno. Un hotel histórico como éste… Un residente fantasma es tan importante para los huéspedes como las toallas limpias. —Se inclinó acercándose—. El nuestro incluso tiene nombre: Rose Mountrachet. Ella y su familia vivieron aquí, a comienzos del siglo XX. Bueno, antes incluso, si uno considera que la familia se remonta cientos de años atrás. Ella es la figura del cuadro que cuelga junto a la biblioteca en el vestíbulo, la joven de piel pálida y cabello oscuro. ¿La ha visto?

Cassandra negó con la cabeza.

—Ah, tiene que hacerlo —dijo Julia—. Es un John Singer Sargent, pintado pocos años después del retrato de las hermanas Wyndham.

—¿De veras? —Cassandra sintió que se le erizaba la piel—. ¿Un verdadero John Singer Sargent?

Julia rio.

—Increíble, ¿verdad? Otro de los secretos de la casa. No me di cuenta de su valor sino hasta hace unos pocos años. Vino una persona de Christie’s a examinar otra pintura y lo descubrió. La llamo «mi seguro», aunque no podría desprenderme de ella. Nuestra Rose era tan bella, ¡y tuvo una vida tan trágica! Una niña delicada que superó la enfermedad para morir en un terrible accidente a los veinticuatro años —suspiró romántica—. ¿Ha terminado su desayuno? Venga conmigo y le mostraré la pintura.

* * *

Rose Mountrachet era toda una belleza a los dieciocho años: piel blanca, una nube de cabellos oscuros trenzados a su espalda, el busto encorsetado, tan a la moda en esa época. Sargent era conocido por su habilidad para discernir y capturar la personalidad de sus modelos, y la mirada de Rose era soñadora. Los labios rojos, relajados, pero los ojos permanecían vigilantes, fijos en el artista. Su expresión seria se ajustaba a lo que Cassandra imaginaba en una niña que había pasado toda su infancia encerrada por motivos de salud.

Se acercó más. La composición del retrato era interesante. Rose estaba sentada en un sofá, con un libro en su regazo. El sofá estaba en ángulo, fuera de cuadro, de modo que Rose estaba sentada al frente, a la derecha, y detrás de ella había una pared empapelada en verde pero con muy pocos detalles. El modo en el que la pared estaba pintada daba la sensación de ser pálida, como de plumas, más cercana al impresionismo que al realismo por el que Sargent era conocido. No era inusual que utilizara esas técnicas, pero esta obra parecía un trabajo más suelto que los demás, menos cuidadoso.

—Era una belleza, ¿verdad? —admiró Julia, pasando con un movimiento de caderas por delante de la recepción.

Cassandra asintió distraída. La fecha de la pintura era 1907, poco antes de que decidiera dejar de pintar. Tal vez se había cansado de representar los rostros de gente acaudalada incluso entonces.

—Veo que ella la ha hechizado. Ahora sabe por qué estuve tan decidida a reclutarla como nuestro fantasma. —Rio, pero luego notó que Cassandra no lo había hecho—. ¿Está bien? Se la ve un poco pálida. ¿Un vaso de agua?

Cassandra negó con la cabeza.

—No, no, estoy bien, gracias. Es que el cuadro… —Apretó los labios, y se escuchó decir—: Rose Mountrachet era mi bisabuela.

Julia enarcó las cejas.

—Me enteré hace muy poco. —Cassandra sonrió a una turbada Julia. No importaba que fuera la verdad, se sentía como un actor recitando las líneas de una mala telenovela—. Lo siento. Ésta es la primera vez que veo un retrato suyo. De pronto, todo parece demasiado real.

—Ah, querida —dijo Julia—. Lamento ser yo quien le dé la noticia, pero me temo que está equivocada. Rose no puede ser su bisabuela. En realidad no puede ser bisabuela de nadie. Su única hija murió cuando era prácticamente un bebé.

—De escarlatina.

—Pobre pequeño querubín, cuatro años… —La miró de reojo—. Si sabía lo de la escarlatina, entonces debía de saber que la hija de Rose murió.

—Sé que la gente lo cree, pero también sé que eso no fue lo que en verdad sucedió. No puede ser.

—He visto su lápida en el cementerio —comentó Julia con suavidad—. Los más dulces versos, tan tristes… Se la puedo mostrar, si quiere.

Cassandra podía sentir sus mejillas enrojecer, lo que siempre le sucedía cuando estaba a punto de disentir con alguien.

—Puede que haya una lápida, pero no hay una niña allí enterrada. No Ivory Walker.

La expresión de Julia vaciló entre el interés y la preocupación.

—Siga.

—Cuando mi abuela cumplió los veintiuno, se enteró de que sus padres no eran en verdad sus padres.

—¿Era adoptada?

—Algo así. Fue encontrada en un muelle en Australia, cuando tenía cuatro años, sin nada más que su maleta. No fue sino hasta que cumplió los sesenta y cinco cuando su padre le dio por fin la maleta, y ella pudo comenzar a buscar información sobre su pasado. Llegó a Inglaterra y habló con varias personas, e investigó, y durante todo ese tiempo escribió un diario.

Julia sonrió, comprensiva.

—Que ahora tiene usted.

—Exactamente. Por eso sé que averiguó que la hija de Rose no murió. Fue secuestrada.

Los ojos azules de Julia examinaron el rostro de Cassandra. Sus mejillas estaban arreboladas.

—Pero, si así fuera, ¿no habría habido una investigación? ¿No habría sido anunciado en los periódicos? ¿Como lo que pasó con el bebé de los Lindbergh?

—No, si la familia guardó silencio.

—¿Por qué habrían hecho algo así? Seguramente habrían querido que todos lo supieran.

Cassandra negó con un movimiento de cabeza.

—No, si querían evitar el escándalo. La mujer que se la llevó era la protegida de lord Mountrachet y su esposa, la prima de Rose.

Julia respiró hondo.

—¿Eliza secuestró a la hija de Rose?

Ahora fue el turno de Cassandra de mostrarse sorprendida.

—¿Ha oído hablar de Eliza?

—Por supuesto, ella es famosa por estos lares. —Julia tragó saliva—. A ver si lo entiendo. ¿Cree que Eliza llevó a la hija de Rose a Australia?

—La puso en el barco que iba a Australia pero ella no la acompañó. Eliza desapareció en algún lugar entre Londres y Maryborough. Cuando mi bisabuelo encontró a Nell, ella estaba sola en el muelle. Por eso se la llevó a su casa, no podía dejar sola a una niña de esa edad.

Julia estaba chasqueando la lengua.

—Pensar en una niña así, abandonada. Su pobre abuela; es terrible no conocer los orígenes de uno. Eso explica su ansiedad por echarle un vistazo a este lugar.

—Por eso Nell compró la cabaña —añadió Cassandra—. Una vez que descubrió quién era, quería ser dueña de una parte de su pasado.

—Claro. —Julia alzó las manos y volvió a dejarlas caer—. Eso tiene sentido, aunque lo demás me cuesta entenderlo.

—¿Qué quiere decir?

—Bueno, incluso si lo que dice es correcto, si la hija de Rose sobrevivió, fue secuestrada y terminó en Australia, no puedo creer que Eliza haya tenido que ver con eso. Rose y Eliza eran muy amigas. Más hermanas que primas, las mejores amigas. —Hizo una pausa, pareció revisarlo todo mentalmente, y luego exhaló aire, decidida—. No, no puedo creer que Eliza fuera capaz de semejante traición.

La fe de Julia en la inocencia de Eliza no parecía la de una observadora desapasionada discutiendo una hipótesis histórica.

—¿Qué le hace estar tan segura?

Julia indicó un par de sillas de mimbre, acomodadas junto a la ventana.

—Venga, sentémonos un momento. Haré que Samantha prepare el té.

Cassandra miró su reloj. Faltaba poco para su cita con el jardinero, pero tenía curiosidad por la fuerte convicción de Julia, el modo en el que hablaba de Eliza y Rose como alguien que se refiriera a amigos queridos. Se sentó en la silla que le ofrecía mientras Julia gesticulaba la palabra «té» en dirección a Samantha.

Mientras Samantha se alejaba a cumplir el encargo, Julia continuó.

—Cuando compré Blackhurst era un completo caos. Siempre habíamos soñado en regentar un lugar así, pero la realidad resultó ser casi una pesadilla. No tiene idea de cuántas cosas pueden funcionar mal en una casa de este tamaño. Nos llevó tres años lograr algún resultado. Trabajamos duro, casi arruinamos nuestro matrimonio en el proceso. No hay nada como tapar goteras en el techo para separar a una pareja.

Cassandra sonrió.

—Me lo imagino.

—Es bastante triste. La casa había sido habitada y cuidada por una familia durante mucho tiempo, pero en el siglo XX, sobre todo después de la Primera Guerra Mundial, fue virtualmente abandonada. Los cuartos fueron sellados, las chimeneas bloqueadas, por no mencionar los daños que causó el ejército cuando la ocuparon en los años cuarenta.

»Invertimos hasta el último penique que teníamos en la casa. Por aquel entonces, en los años sesenta, yo era escritora de novelas románticas. No era exactamente Jackie Collins, pero me las arreglaba. Mi esposo era banquero y teníamos confianza en que contábamos con lo suficiente para poner en marcha este lugar. —Rio—. Un enorme error de cálculo. Enorme. Para la tercera Navidad, casi no teníamos dinero, y había tan poco que mostrar como resultado, amén del matrimonio colgando de unos pocos hilos. Habíamos vendido la mayor parte de los terrenos y para la Navidad de 1974 estábamos a punto de tirar la toalla y volver a Londres con el rabo entre las piernas.

Samantha apareció con una bandeja muy cargada, la apoyó sobre la mesa y luego dudó un instante antes de tomar la tetera.

—Ya lo sirvo yo, Sam —dijo Julia, riendo y haciéndole un gesto para que partiera—. No soy la reina. Bueno, todavía no. —Le guiñó un ojo a Cassandra—. ¿Azúcar?

—Por favor.

Julia le pasó una taza de té a Cassandra, tomó un sorbo de la suya, y luego continuó con su historia.

—Aquella noche de Navidad hacía mucho frío. Había estallado una tormenta desde el mar que estaba azotando la costa. Nos habíamos quedado sin electricidad, nuestro pavo se estaba descongelando en una nevera tibia, y no podíamos recordar dónde habíamos dejado las velas que habíamos comprado. Estábamos buscando en uno de los cuartos de arriba cuando un relámpago inundó de luz el cuarto y ambos vimos la pared. —Apretó los labios en anticipación al desenlace—. En la pared, había un agujero.

—¿Como la madriguera de un ratón?

—No, un agujero cuadrado.

Cassandra frunció confusa el ceño.

—Una pequeña cavidad en la piedra —dijo Julia—. El tipo de escondite con el que soñaba de niña cada vez que mi hermano encontraba mis diarios. Había estado oculto detrás de un tapiz que el pintor había descolgado esa semana. —Tomó un gran sorbo de té antes de continuar—. Sé que suena tonto, pero encontrar ese escondrijo fue como un amuleto de la suerte. Casi como si la casa nos estuviera diciendo: «Muy bien, ya lleváis aquí el suficiente tiempo con vuestros martillazos y ruidos. Habéis demostrado que vuestras intenciones son honestas, así que podéis quedaros». Y desde esa noche, las cosas parecieron volverse más fáciles. Comenzaron a salir bien. Por un lado, apareció su abuela, ansiosa por comprar la Cabaña del Acantilado, y un chico de nombre Bobby Blake consiguió recuperar poco a poco el jardín, y por otro, un par de guías turísticos comenzaron a traer clientes para el té de la tarde.

Estaba sonriendo frente al recuerdo, y Cassandra casi se sintió mal al interrumpirla.

—¿Pero qué fue lo que encontró? ¿Qué había en el escondrijo?

Julia parpadeó.

—¿Algo que pertenecía a Rose?

—Sí —dijo Julia, tragando una sonrisa excitada—. Atados por un lazo, había una colección de cuadernos de recortes. Uno por año, de 1900 a 1913.

—¿Cuadernos de recortes?

—Muchas damas jóvenes solían tenerlos en esa época. Era un hobby plenamente aceptado por la sociedad victoriana… ¡uno de los pocos! Una forma de expresarse que una joven dama podía permitirse sin temor de entregar su alma al demonio. —Sonrió con orgullo—. Ah, los cuadernos de Rose no son diferentes de cualquier otro que se pueda encontrar en museos o desvanes del país: están llenos de retales, dibujos, pinturas, invitaciones, pequeñas anécdotas… pero cuando los encontré me identifiqué tanto con esta joven mujer de hace casi cien años, con sus esperanzas, sueños y decepciones, que he tenido debilidad por ella desde entonces. Pienso en ella como un ángel, cuidándonos.

—¿Tiene todavía los cuadernos de recortes?

Un gesto de asentimiento culpable.

—Sé que debería haberlos donado a un museo o a uno de esos grupos locales de historiadores, pero soy bastante supersticiosa y no puedo soportar desprenderme de ellos. Por un tiempo pensé en exhibirlos en la sala, en una de las vitrinas, pero cada vez que les echaba una mirada sentía una oleada de vergüenza, como si me hubiera apropiado de algo privado y lo hubiera hecho público. Ahora los tengo guardados en una caja en mi cuarto, a falta de algo mejor.

—Me encantaría verlos.

—Claro que le encantaría, querida. Y por eso los verá. —Julia sonrió a Cassandra—. Estoy esperando a un grupo que debe llegar en la próxima media hora y Robyn me ha llenado la semana con los arreglos del festival. ¿Podríamos cenar el viernes, en mi apartamento? Rick estará en Londres, así que será una noche de mujeres. Podremos examinar los cuadernos de recortes de Rose y llorar a gusto durante un rato. ¿Qué tal suena eso?

—Fantástico —dijo Cassandra, sonriendo dubitativa. Era la primera vez que alguien la invitaba a compartir el llanto.