Capítulo 28

Mansión Blackhurst, Cornualles, 1900

A la mañana siguiente, mientras una pálida luz invernal flotaba sobre las ventanas del cuarto de juegos, Rose alisó los extremos de su largo y oscuro cabello. La señora Hopkins se lo había cepillado hasta hacerlo brillar, tal como a Rose le gustaba, y lo acomodó perfectamente sobre el encaje de su vestido preferido, el que su madre había pedido desde París. Rose se sentía cansada y algo irritada, pero estaba acostumbrada a ello. No se esperaba que las niñas de salud delicada fueran felices todo el tiempo y ella no tenía intenciones de actuar en contra de lo esperado. Y si era honesta, prefería que la gente caminara de puntillas a su alrededor: la hacía sentirse un poco menos miserable cuando los demás estaban igualmente incómodos. Además, tenía un buen motivo para sentirse cansada. Había estado despierta toda la noche, dando vueltas y vueltas como la princesa y el guisante, sólo que no había sido un bulto en el colchón lo que la había mantenido despierta sino las extraordinarias noticias de su madre.

Después de que se marchara, Rose se quedó preguntándose sobre la naturaleza de aquella mancha en el nombre de la familia, y más concretamente en qué tipo de drama se había desencadenado después que Tía Georgiana escapara de su casa y su familia. Había estado dándole vueltas toda la noche a lo sucedido con su malvada tía, y sus pensamientos no se habían evaporado con el amanecer. Durante el desayuno y más tarde, mientras la señora Hopkins la vestía, incluso ahora, mientras esperaba en el cuarto de juegos, su mente seguía cavilando. Había estado mirando las llamas en la chimenea agitarse contra los pálidos ladrillos del hogar, preguntándose si las sombras anaranjadas se parecían a la puerta del infierno a través de la cual, ciertamente, su tía había pasado, cuando de pronto… ¡pasos en el corredor!

Dio un pequeño salto en su asiento, alisó la manta de lana sobre sus rodillas y rápidamente puso la expresión de plácida perfección que había aprendido de mamá. Disfrutó de la leve excitación que le recorría la espalda. ¡Ah, qué tarea tan importante! La asignación de una protegida. Su propia huérfana rebelde para reconstruir a su imagen y semejanza. Rose nunca había tenido una amiga, ni se le había permitido mascota alguna (mamá tenía serias preocupaciones con respecto a la rabia). Y a pesar de las palabras de advertencia de su madre, ella albergaba grandes esperanzas respecto a su prima. La convertiría en una dama, sería una compañía para Rose, alguien que le secara la frente cuando estuviera enferma, que le acariciara la mano cuando se sintiera irritada, le cepillara el cabello cuando estuviera molesta. Y que estaría tan agradecida por la educación brindada, tan feliz de que se le hubiera permitido acceso al comportamiento de las damas, que haría exactamente lo que Rose le ordenara. Sería la amiga perfecta, una que nunca disentiría, que nunca se comportaría cansinamente, que nunca siquiera se aventuraría a emitir una opinión contraria.

La puerta se abrió, el fuego chisporroteó en la distancia, y su madre entró en el cuarto entre el susurro de sus faldas. Había una agitación en sus modales que despertó el interés de Rose, algo en el gesto de su mentón que sugería que las dudas sobre el proyecto eran más grandes y más variadas que las que había revelado.

—Buenos días, Rose —dijo de modo bastante cortante.

—Buenos días, mamá.

—Permíteme que te presente a tu prima —una levísima pausa— Eliza.

Y luego, de algún lugar detrás de las faldas de mamá, surgió el delgado brote que Rose había entrevisto por la ventana el día anterior.

No pudo evitarlo, y se echó hacia atrás refugiándose en los protectores brazos de su silla. Su mirada la recorrió de arriba abajo, considerando su corto y desgreñado cabello, las espantosas prendas (¡pantalones!), las nudosas rodillas y sus gastados botines. La prima no dijo nada, miró, simplemente, con ojos desorbitados a Rose, de un modo que le pareció terriblemente grosero. Mamá tenía razón. Esta niña (¡seguramente no esperaban que la considerara una prima!) había sido privada de las más mínimas reglas de educación y modales.

Rose recuperó su vacilante compostura.

—Encantada. —Su tono fue algo débil, pero un gesto de asentimiento de su madre le hizo saber que lo había hecho bien. Esperó una respuesta a su saludo, pero no la hubo. Rose miró de nuevo a su madre, quien le indicó que debía seguir adelante—. Dime, prima Eliza —intentó una vez más—, ¿estás disfrutando de tu estancia entre nosotros?

Eliza parpadeó como lo habría hecho un curioso y extraño animal en el zoológico de Londres, y luego asintió.

Un nuevo ruido de pasos en el corredor y Rose pudo recuperarse brevemente del desafío de buscar nuevos comentarios agradables para conversar con esa extraña y silenciosa prima.

—Lamento interrumpirla, milady —se escuchó la voz de la señora Hopkins junto a la puerta—, pero el doctor Matthews está abajo, en el vestíbulo. Dice que trae la nueva medicación que le solicitó.

—Dígale que se la entregue, señora Hopkins. Tengo otros asuntos que atender en este momento.

—Por supuesto, milady, eso mismo le sugerí al doctor Matthews, pero insiste en dársela personalmente.

Las pestañas de Adeline se agitaron levísimas, tan sutilmente que sólo alguien cuya vida hubiera estado dedicada a observar su humor podría haberlo notado.

—Gracias, señora Hopkins —dijo con voz dura—. Dígale al doctor Matthews que bajaré enseguida.

Mientras los pasos de la señora Hopkins desaparecían por el corredor, su madre se volvió hacia la prima y dijo, con voz clara y autoritaria:

—Te sentarás en silencio en la alfombra y escucharás atentamente mientras Rose te instruye. No te muevas. No hables. No toques nada.

—Pero mamá… —Rose no había esperado que la dejaran sola tan pronto.

—Tal vez podrías comenzar tus lecciones instruyendo a tu prima sobre cómo vestirse adecuadamente.

—Sí, mamá.

Y entonces las abultadas faldas azules se marcharon una vez más, la puerta se cerró, y el fuego en la chimenea dejó de chisporrotear. Rose miró a su prima a los ojos. Estaban solas, juntas, y el trabajo debía comenzar.

* * *

—Deja eso. Déjalo ahora mismo. —Las cosas no iban del modo que Rose había imaginado. La niña no la escuchaba, no la obedecía, no se detenía ni siquiera cuando Rose la amenazó con la ira de mamá. Durante cinco minutos Eliza estuvo deambulando por el cuarto, cogiendo cosas, inspeccionándolas, volviendo a dejarlas. Sin duda dejando huellas pegajosas en todas partes. En ese momento estaba sacudiendo el calidoscopio que alguna tía abuela u otro pariente le había enviado a Rose con motivo de uno de sus cumpleaños—. Eso es delicado —señaló amargamente—. Insisto en que lo dejes. Ni siquiera lo estás usando como corresponde.

Demasiado tarde, Rose se dio cuenta de que había dicho algo equivocado. Ahora su prima se le acercaba, sosteniendo el calidoscopio. Acercándose tanto que Rose pudo ver la suciedad debajo de sus uñas, la terrible suciedad que su madre le había asegurado podría enfermarla.

Rose estaba horrorizada. Se encogió contra el respaldo de su silla, mareada.

—No —alcanzó a decir—, fuera. Aléjate.

Eliza se detuvo junto al apoyabrazos del sillón, como si fuera a acomodarse allí, sobre el terciopelo.

—¡He dicho que te alejes! —Agitó una mano pálida y débil. ¿Acaso no entendía el inglés de la reina?—. No debes sentarte a mi lado.

—¿Por qué no?

Entonces sabía hablar.

—Has estado fuera. No estás limpia. Podrías contagiarme algo. —Rose se dejó caer contra el almohadón—. Estoy muy mareada, y todo es culpa tuya.

—No es mi culpa —refutó Eliza con sencillez. Ni siquiera el más mínimo tono de súplica—. Yo también estoy mareada. Es porque esta habitación está caliente como un horno.

¿Ella también estaba mareada? Rose se quedó muda de asombro. El mareo era su arma especial. ¿Y qué es lo que estaba haciendo ahora su prima? Estaba nuevamente de pie, moviéndose en dirección a la ventana. Rose observó, con los ojos desorbitados de miedo. Seguramente no iba a…

—La abriré. —Eliza abrió el primer tirador—. Entonces estaremos mejor.

—No. —Rose sintió que el terror se apoderaba de ella—. ¡No!

—Te sentirás mucho mejor.

—Pero es invierno. Afuera está oscuro y nublado. Podría enfriarme.

Eliza se encogió de hombros.

—O tal vez no.

Rose estaba tan indignada por la cara dura de la niña que la indignación se sobrepuso al miedo. Adoptó la voz de su madre.

—Exijo que te detengas.

Eliza frunció la nariz, pareciendo digerir la orden. Mientras Rose contenía la respiración, las manos de su prima abandonaron los tiradores de la ventana. Volvió a encogerse de hombros, pero esta vez el gesto fue menos impertinente. Cuando regresó al centro de la habitación, Rose creyó detectar una agradable resignación en la postura de los hombros de Eliza. Por fin, la niña se detuvo en medio de la alfombra y señaló el cilindro sobre el regazo de Rose.

—¿Puedes mostrarme cómo funciona? ¿El telescopio? No consigo ver por él.

Rose suspiró, cansada, aliviada y confundida por esa extraña criatura. En verdad, concentrar su atención en ese tonto artefacto, ¡así como así! Y sin embargo su prima había sido obediente y por tanto merecía algo de aliento…

—Antes que nada —dijo con tono formal—, no es un telescopio. Es un calidoscopio. No está hecho para que veas a través de él, sino para mirar dentro y ver cambiar las formas. —Lo sostuvo y depositándolo en el suelo, lo hizo rodar hacia su prima.

Eliza lo tomó y lo colocó contra su ojo, haciéndolo girar. Todas las piezas de vidrio coloreado caían hacia uno y otro lado, mientras que su boca se abrió en una enorme sonrisa, la cual se convirtió en carcajada.

Rose parpadeó sorprendida. Ella no había escuchado muchas risas con anterioridad, sólo los criados, ocasionalmente, cuando pensaban que no estaba cerca. El sonido era encantador. Un sonido feliz, luminoso, infantil, en contraposición a la apariencia de su prima.

—¿Por qué vistes esas ropas? —preguntó Rose.

Eliza continuó mirando por el calidoscopio.

—Porque son mías —dijo finalmente—. Me pertenecen.

—Parece que pertenecieran a un niño.

—Una vez fue así. Ahora son mías.

Esto era una sorpresa. Las cosas se volvían más interesantes por momentos.

—¿Qué niño?

No hubo respuesta, sólo el ruido del calidoscopio.

—He preguntado qué niño —insistió elevando la voz.

Lentamente, Eliza bajó el juguete.

—¿Sabes?, es de muy mala educación ignorar a la gente.

—No te estoy ignorando —dijo Eliza.

—Entonces, ¿por qué no contestas?

Otro encogimiento de hombros.

—Es grosero alzar así los hombros. Cuando alguien te dirige la palabra, debes brindarle una respuesta. Ahora, dime, ¿por qué ignoras mi pregunta?

Eliza alzó la vista y la miró fijamente. Mientras Rose la observaba, algo pareció cambiar en el rostro de su prima. Una luz que no había estado allí antes brillaba ahora detrás de sus ojos.

—No hablé porque no quería que ella supiera dónde estoy.

—¿Ella quién?

Con cuidado, lentamente, Eliza se acercó un poco más.

—La Otra Prima.

—¿Qué otra prima? —En verdad, esa niña decía cosas sin sentido. Rose estaba comenzando a pensar que era tonta—. No sé de qué estás hablando —dijo—. No hay otra prima.

—La tienen en secreto. La mantienen encerrada arriba.

—Lo estás inventando. ¿Por qué alguien la mantendría en secreto?

—Me mantuvieron a mí en secreto, ¿no?

—Pero no te tuvieron encerrada arriba.

—Porque no era peligrosa. —Eliza se dirigió de puntillas hasta la puerta de la habitación, la abrió levemente y espió. Respiró hondo.

—¿Qué? —preguntó Rose.

—¡Shhh! —chistó Eliza llevándose un dedo a los labios—. No podemos dejarle saber que estamos aquí.

—¿Por qué? —Los ojos de Rose estaban desorbitados.

Eliza volvió de puntillas hasta el borde de la silla de Rose. La titubeante luz del hogar en el cuarto en penumbra le daba a su rostro un brillo fantasmal.

—Nuestra Otra Prima —reveló— está loca.

—¿Loca?

—Como una cabra. —Bajó la voz para que Rose tuviera que inclinarse para oírla—. Ha estado encerrada en el ático desde que era pequeña, pero alguien la dejó salir.

—¿Quién?

—Uno de los fantasmas. El fantasma de una vieja mujer, una mujer muy gorda y vieja.

—Abuela —murmuró Rose.

—¡Shhh! —dijo Eliza—. ¡Escucha! Pasos.

Rose pudo sentir cómo su débil corazón saltaba como una rana en su pecho.

Eliza saltó al apoyabrazos del sillón de Rose.

—¡Se acerca!

La puerta se abrió y Rose dio un grito. Eliza sonrió y Adeline respiró hondo.

—¿Qué es lo que estás haciendo allí, niña maleducada? —siseó, sus ojos pasando de Eliza a Rose—. Las jovencitas no se sientan a horcajadas en los muebles. Se te dijo que no te movieras. —Su respiración era agitada—. ¿Te ha lastimado, mi Rose?

Rose sacudió la cabeza.

—No, mamá.

Por un instante, su madre pareció desconcertada; Rose casi temió que llorara. Después tomó a Eliza por el brazo y la hizo marchar hacia la puerta.

—¡Niña malcriada! Esta noche no cenarás. —Un filo metálico le envolvió la voz—. Y no habrá cena ninguna noche más. No hasta que aprendas a hacer lo que se te ordena. Soy la señora de la casa y tú me obedecerás…

La puerta se cerró y Rose se quedó sentada a solas una vez más, preguntándose por el particular giro de los acontecimientos. La excitación frente al relato de Eliza, el miedo curiosamente placentero que le había recorrido la columna, el terrible, maravilloso espectro de la Otra Prima loca. Pero fue la grieta que había aparecido en la compostura férrea de mamá lo que intrigó a Rose más que ninguna otra cosa. Porque en ese momento los claros límites del mundo de Rose parecieron modificarse.

Las cosas ya no eran como habían sido. Y ese conocimiento hizo palpitar el corazón de Rose —con fuerza— con inesperado y auténtico gozo.