Capítulo 27

Tregenna, Cornualles, 1975

Allí estaba, la roca negra de la historia de William Martin. Desde la cima del acantilado, Nell observó cómo la espuma blanca del mar se encrespaba en torno a la base antes de entrar en la ensenada y ser aspirada por la marea. No le hizo falta mucho para imaginar la cala como lugar de feroces tormentas, barcos naufragando y ataques nocturnos de contrabandistas.

A lo largo del acantilado, una línea de árboles se alzaba como soldados de infantería, bloqueándole la vista de la casa de Blackhurst, la casa de su madre.

Hundió aún más las manos en los bolsillos de su abrigo. El viento soplaba fuerte allá arriba y le hizo falta toda su fuerza para mantener el equilibrio. Su cuello estaba entumecido, sus mejillas simultáneamente tibias y frías por el roce del viento. Se volvió para seguir el sendero de pastos aplastados junto al borde del acantilado. La carretera no llegaba hasta allí y el sendero era estrecho. Nell avanzó con cautela: su rodilla estaba hinchada y magullada tras la entrada intempestiva que había efectuado el día anterior a Blackhurst. Había acudido con intención de entregar una carta explicando que era una anticuaria australiana de visita y solicitando poder visitar la casa en algún momento que fuera conveniente para sus dueños. Pero mientras estaba de pie frente a la verja, algo se apoderó de ella, una necesidad tan fuerte como la de respirar. Lo siguiente que supo fue que, abandonando toda dignidad, estaba trepando torpemente, buscando apoyo en los motivos decorativos de la verja.

Un comportamiento ridículo incluso para una mujer con la mitad de sus años, pero era lo que había. Estar tan cerca de la casa familiar, el lugar de su nacimiento, y que se le negara siquiera un vistazo le resultaba intolerable. Lo único lamentable es que la habilidad física de Nell no estuviera a la altura de su tenacidad. Se había sentido avergonzada y agradecida en igual medida cuando Julia Bennett apareció mientras intentaba entrar. Afortunadamente, la nueva dueña de Blackhurst había aceptado la explicación de Nell y la había invitado a echar un vistazo.

Había sido tan extraño ver el interior de la casa… Extraño, pero no como lo había imaginado. Se había quedado sin palabras ante la expectación. Había caminado por el vestíbulo de entrada, subido las escaleras, husmeado en las habitaciones, diciéndose una y otra vez: tu madre se sentó aquí, tu madre caminó por aquí, tu madre amó este lugar; y había esperado que tal enormidad cayera sobre ella. Que una ola de reconocimiento se desprendiera de los muros de la casa y la arrollara, que alguna parte de ella misma reconociera que ése era su hogar. Pero nada de ese conocimiento le había sido dado. Una tonta expectativa, por supuesto, nada propia de Nell. Pero allí estaba. Incluso la persona más pragmática es víctima a veces de un deseo extraño. Al menos ahora podía dar forma a los recuerdos que estaba tratando de reconstruir; conversaciones imaginarias que habrían tenido lugar en cuartos verdaderos.

Entre los brillantes y altos pastos, Nell encontró un palo de la medida exacta. Había algo inconmensurablemente placentero en caminar con un cayado, agregaba una sensación de decisión a la marcha de una persona. Por no mencionar que aliviaría un poco la presión en su hinchada rodilla. Se agachó para tomarlo y continuó con cuidado por la pendiente, más allá de la alta muralla de piedra. Había un cartel en la verja, justo encima del que amenazaba a los que cruzaran la propiedad. En venta, y debajo un número telefónico.

De modo que ésa era la cabaña que pertenecía a las propiedades de Blackhurst, la que Julia Bennett había mencionado el día anterior, y la que William Martin deseaba que ardiera hasta los cimientos, la que había sido testigo de cosas que «no fueron correctas», fuera lo que fuesen. Nell se reclinó contra la verja. No parecía tener mucho de amenazante. El jardín estaba descuidado y la luz del atardecer se colaba por todos los rincones, acomodándose para la noche en frescos y oscuros rincones. Un estrecho sendero conducía hacia la cabaña antes de girar a la izquierda frente a la puerta de entrada y continuar su sinuoso camino por el jardín. Cerca de la pared del fondo se alzaba una estatua solitaria cubierta de verdes líquenes. Un niño pequeño desnudo en medio de un arriate, los ojos enormes, fijos para siempre en la cabaña.

No, no era un arriate, el niño estaba de pie en una fuente.

La corrección llegó con rapidez y certeza, sorprendiendo a Nell de tal modo que se aferró a la verja cerrada. ¿Cómo lo sabía?

Entonces, el jardín cambió ante sus ojos. Hierbas y setos, descuidados durante décadas, retrocedieron. Las hojas se alzaron del suelo, revelando senderos y arriates de flores y un banco de jardín. La luz pudo entrar una vez más, moteando la superficie de la fuente. Y entonces se encontró en dos lugares a la vez: una mujer de sesenta y cinco años con una rodilla entumecida, aferrada a una verja herrumbrada, y una niña de largos cabellos trenzados a la espalda, sentada en un montículo de hierba suave y fresco, los dedos de los pies jugueteando en la fuente…

El pez gordinflón volvió a salir a la superficie, el dorado vientre brillante, la niña rio cuando éste abrió la boca y mordisqueó su dedo gordo. Le encantaba la fuente, había querido una en su casa, pero mamá había temido que cayera en ella y se ahogara. Mamá solía tener miedo, especialmente en lo que se refería a ella. Si mamá se enteraba de dónde estaba hoy, se enfurecería. Pero mamá no lo sabía, tenía uno de sus días malos, estaba yaciendo en el cuarto en penumbra con un paño húmedo sobre la frente.

Se escuchó un ruido y la niña alzó la vista. La dama y papá habían salido al exterior. Se detuvieron por un momento y papá le dijo algo a la dama, algo que la niñita no alcanzó a oír. Le tocó el brazo y la dama comenzó a avanzar lentamente. Estaba mirando a la niña de modo extraño, de una manera que le recordaba a la estatua del niño de pie en la fuente, sin parpadear nunca. La dama sonrió, una sonrisa mágica, y la niña se puso de pie y esperó, esperó, preguntándose qué le diría la dama…

Un cuervo pasó volando sobre Nell y el tiempo volvió a restablecerse. Los setos y las hiedras volvieron a crecer, volvieron a caer las hojas y el jardín fue una vez más un lugar húmedo y sombrío a merced del atardecer. La estatua del niño, mohosa por los años, como debía ser.

Nell era consciente de un dolor en sus nudillos. Aflojó la mano que aferraba la verja y miró al cuervo, sus anchas alas agitándose en el aire mientras se alzaba hacia lo alto de los árboles de Blackhurst. Hacia el oeste, una bandada de nubes, iluminada por detrás, brillaba rosada en el cielo oscurecido.

Nell miró confundida el jardín de la cabaña. La niña ya no estaba. ¿O sí?

Mientras emprendía el regreso al pueblo aferrada a su cayado, una peculiar sensación de dualidad, que no era desagradable, la siguió a lo largo del día.