Mansión Blackhurst, Cornualles, 1900
Eliza tenía razón: el nombre de «Rose» era perfecto para una princesa de un cuento de hadas, y por cierto Rose Mountrachet disfrutaba del raro privilegio de la belleza correspondiente a ese papel. Lo triste sin embargo, para la pequeña, era que los primeros once años de su vida habían sido cualquier cosa menos un cuento de hadas.
—Abre todo lo que puedas. —El doctor Matthews sacó la varilla de madera de su maletín de cuero y aplastó la lengua de Rose. Se inclinó hacia delante para examinarle la garganta, su rostro tan cerca que la niña tuvo la desagradable oportunidad de hacer una inspección recíproca de los pelos de su nariz—. Hmmm —murmuró, haciendo que sus pelos se agitaran.
Rose tosió débilmente, cuando al retirar la lengüeta le raspó la lengua.
—¿Y bien, doctor? —Su madre salió de las sombras, tamborileando los pálidos dedos contra el vestido azul oscuro.
El doctor Matthews se irguió.
—Hizo bien en llamar, lady Mountrachet. Hay, en verdad, una inflamación.
La madre suspiró.
—Eso fue lo que pensé. ¿Tiene algún preparado, doctor?
Mientras el doctor Matthews describía el tratamiento recomendable, Rose volvió la cabeza hacia un costado y cerró los ojos. Bostezó levemente. Hasta donde podía recordar, había sabido que no iba a estar mucho tiempo en este mundo.
A veces, en momentos de mayor debilidad, Rose se permitía imaginar cómo podría ser su vida si no supiera su final, si el futuro se extendiera frente a ella, indefinidamente, una larga carretera con vueltas y más vueltas que no podía anticipar. Con postes indicadores que podían incluir el debut en sociedad, un marido, hijos. Una gran casa propia con la cual impresionar a las otras damas. Porque, oh, si era sincera, cuánto deseaba una vida así.
Sin embargo, no se permitía imaginar esto con frecuencia. ¿Qué sentido tenía lamentarse? En cambio, esperaba, convalecía, trabajaba en su cuaderno de recortes. Leía, cuando podía, sobre lugares que nunca visitaría, y sobre hechos que nunca le serían de utilidad, para conversaciones que nunca mantendría. Esperando el próximo e inevitable, episodio que la llevara más cerca de El Fin, esperando que la próxima dolencia fuera un poquito más interesante que la anterior. Algo con menos dolor y mayor recompensa. Como la vez que se había tragado el dedal de mamá.
No había querido hacerlo, desde luego. Si no hubiera sido tan brillante, tan reluciente en su estuche de plata, no habría pensado en tocarlo. Pero lo era y lo cogió. ¿Qué niña de ocho años se hubiera comportado de otro modo? Había estado intentando balancearlo en la punta de la lengua, un poco como el payaso en su libro sobre el Circo Meggendorfer, el que balanceaba la pelota roja sobre su graciosa nariz puntiaguda. Ciertamente no era muy apropiado, pero ella sólo era una niña, y además, había estado realizando la prueba durante meses sin tropiezos.
El episodio con el dedal había resultado bien, después de todo. El doctor había sido llamado de inmediato, un nuevo médico joven que empezaba a ejercer en el pueblo. La revisó y auscultó e hizo lo que hacen los doctores, antes de hacer una temblorosa sugerencia respecto a una nueva herramienta de diagnóstico que podía serles de utilidad. Tomaría una fotografía que le permitiría observar dentro del estómago de Rose sin tener siquiera que levantar un escalpelo. Todos habían quedado satisfechos con la sugerencia: su padre, cuya experiencia con la cámara significó que fuera llamado para tomar la nueva fotografía; el doctor Matthews, porque fue capaz de publicar las fotos en una revista especializada llamada Lancet; y su madre, porque la publicación generó una oleada de excitación en sus círculos sociales.
En cuanto a Rose, el dedal fue expulsado (muy indecorosamente) unas cuarenta y ocho horas después y pudo regodearse en el conocimiento de que por fin había sido capaz de satisfacer a Padre, aunque sólo fuera brevemente. No es que él le hubiera dicho algo, ése no era su estilo, pero Rose era perspicaz cuando se trataba de reconocer los estados de ánimo de sus padres (aunque no los motivos que los originaban). Y el placer de Padre había hecho que el ánimo de Rose se elevara tan alto y liviano como uno de los suflés del cocinero.
—Con su permiso, lady Mountrachet, completaré el examen.
Rose suspiró mientras el doctor Matthews le levantaba el camisón para dejar al descubierto su estómago. Cerró los ojos con fuerza cuando los fríos dedos apretaron su piel, y pensó en su libro de recortes. Su madre había recibido una publicación de Londres con ilustraciones de lo último en moda para novias, y utilizando encajes y cintillas de su canasto de manualidades Rose estaba decorando su libro bellamente. Su novia estaba resultando espléndida: un velo de encaje belga, pequeñas semillas perladas como cenefa, flores secas para el ramo. El novio era otro tema: Rose no sabía mucho de caballeros (y tampoco quería saberlo. No sería correcto para una joven dama conocer semejantes cosas), pero a Rose le pareció que los detalles concernientes al novio tenían poca importancia, mientras la novia fuera bonita y pura.
—Todo está en orden —dijo el doctor Matthews, acomodando el camisón de Rose—. Por suerte, la infección no se ha extendido. ¿Podría sugerir, lady Mountrachet, que habláramos sobre el mejor tratamiento posible?
Rose abrió los ojos, a tiempo de ver la sonrisa aduladora que le ofrecía a su madre. Qué agotador que era, siempre insinuándose para una invitación a tomar el té, la oportunidad de conocer y tratar a los nobles del condado. Las fotos publicadas del dedal de Rose in situ le habían otorgado cierto caché entre la gente bien del condado, y él había sabido aprovecharlo. Mientras guardaba con cuidado su estetoscopio en su gran maletín negro, acomodándolo con sus cuidadosos dedos, el tedio de Rose se convirtió en irritación.
—¿Todavía no me voy a ir al cielo, doctor? —dijo, parpadeando con sencillez, frente a su rostro sonrojado—. Es que estoy trabajando en una página en mi libro de recortes y sería una pena dejarla sin terminar.
El doctor Matthews rio como una jovencita y miró a su madre de reojo.
—Bueno, pequeña —tartamudeó—, no hay necesidad de preocuparse por ahora. A su debido tiempo todos seremos recibidos en la mesa del Señor…
Rose observó por un momento mientras se lanzaba a sermonear sobre la vida y la muerte, antes de volver el rostro para ocultar una leve sonrisa.
La perspectiva de una muerte temprana es distinta para cada persona. En algunos otorga una madurez mucho más allá de la edad y la experiencia: la serena aceptación se traduce en una hermosa disposición y un delicado semblante. En otros, en cambio, provoca la formación de una delgada esquirla de hielo en sus corazones. Hielo que, aunque a veces está oculto, nunca termina de derretirse.
Rose, aunque hubiera querido estar entre las primeras, sabía, en lo más hondo, que estaba entre las últimas. No es que fuera desagradable, sino que había desarrollado un gran talento para mostrarse indiferente. Una habilidad para hacerse a un lado y observar situaciones sin la distracción de los sentimientos.
—Doctor Matthews —la voz de su madre interrumpió su cada vez más desesperada descripción de los querubines del cielo—, ¿por qué no baja y me espera en la sala de desayuno? Thomas le ofrecerá un té.
—Muy bien, lady Mountrachet —accedió, aliviado de que lo liberaran de la incómoda conversación. Evitó la mirada de Rose al dejar el cuarto.
—Rose —dijo su madre—, ¿qué modales son ésos?
La admonición quedó en nada por la preocupación de su madre, y supo que no sería castigada. Nunca lo era. ¿Quién iba a enojarse con una niña que aguardaba que la muerte saliera a su encuentro? Rose suspiró.
—Lo sé, mamá, y lo siento. Sólo que me siento muy mareada, y escuchar al doctor Matthews lo empeora aún más.
—Una constitución débil es una terrible cruz que cargar. —Tomó la mano de Rose—. Pero eres una joven dama, una Mountrachet, y la mala salud no es excusa para que tus modales no sean perfectos.
—Sí, mamá.
—Ahora debo ir a hablar con el doctor —dijo, acariciando con dedos fríos la mejilla de Rose—. Volveré a verte cuando Mary traiga tu bandeja.
Fue hacia la puerta, el vestido susurrando al pasar de la alfombra al suelo de madera.
—¿Mamá? —llamó Rose.
Su madre se volvió.
—¿Sí?
—Hay algo que quería preguntarte. —Rose titubeó, insegura sobre cómo proceder. Consciente de su extraña pregunta—. He visto a un niño en el jardín.
La ceja izquierda de su madre perdió por un momento la simetría.
—¿Un niño?
—Esta mañana, lo vi desde la ventana cuando Mary me pasó a mi silla. Estaba de pie junto al arbusto de rododendros hablando con Davies, un niño de aspecto travieso de cabello greñudo rojo.
Mamá apretó una mano contra la pálida piel debajo de su cuello. Exhaló aire lentamente y con calma, lo que aumentó la curiosidad de Rose.
—Lo que viste no fue un niño, Rose.
—¿Mamá?
—Era tu prima, Eliza.
Rose abrió mucho los ojos. Esto era inesperado. Sobre todo porque no podía ser así. Su madre no había tenido hermanos o hermanas, y con la muerte de Abuela, mamá, papá y Rose eran los únicos Mountrachet que quedaban.
—No tengo tal prima.
Mamá se irguió, hablando con inesperada velocidad.
—Desgraciadamente, la tienes. Su nombre es Eliza y ha venido a vivir a Blackhurst.
—¿Por cuánto tiempo?
—Indefinidamente, me temo.
—Pero mamá… —Rose se sintió más mareada que nunca. ¿Cómo podía ser ese desharrapado pilludo su prima?—. Su cabello… sus modales… sus ropas estaban mojadas y sucias, y estaba despeinada por el viento… —Tembló—. Tenía hojas pegadas por todas partes…
Su madre se llevó un dedo a los labios. Se volvió hacia la ventana y el oscuro bucle de su nuca se estremeció.
—No tenía adónde ir. Tu padre y yo acordamos acogerla. Un acto de caridad cristiana que ella nunca apreciará, y mucho menos merecerá, pero uno siempre debe ser visto haciendo lo correcto.
—Pero, mamá, ¿qué es lo que va a hacer aquí?
—Causarnos enormes molestias, estoy segura. Pero difícilmente podríamos haberla rechazado. El no haber actuado se hubiera visto como algo terrible, por lo que tenemos que hacer virtud de la necesidad. —Sus palabras tenían el eco de sentimientos filtrados por un cedazo. Ella misma pareció sentir su vacío y no dijo nada más.
—¿Mamá? —Rose tanteó con cuidado el silencio de su madre.
—¿Quieres saber qué es lo que va a hacer aquí? —Se volvió para mirar a su hija, un nuevo filo entró en su voz—. Voy a cedértela.
—¿Me la cedes?
—Como una especie de proyecto. Ella será tu protegida. Cuando estés lo suficientemente bien, serás responsable de enseñarle cómo comportarse. Es poco más que una salvaje, sin pizca de gracia o encanto. Una huérfana que tuvo escasa educación, si es que tuvo alguna, sobre cómo comportarse en sociedad. —Su madre suspiró—. Por supuesto, no me hago ilusiones y no espero que realices milagros.
—Sí, mamá.
—Ya puedes imaginar, mi niña, las influencias a las que esta huérfana ha sido expuesta viviendo en Londres, entre la terrible decadencia y el pecado.
Rose supo entonces quién debía de ser esa niña. Eliza era la hija de la hermana de papá, la misteriosa Georgiana cuyo retrato su madre había relegado al altillo, de quien nadie se atrevía a hablar.
Nadie excepto Abuela.
En los últimos meses de la anciana, cuando había regresado como una osa herida a Blackhurst y se había retirado a su cuarto de la torre para morir, había tenido momentos de lucidez en los que hablaba cada tanto sobre un par de niños llamados Linus y Georgiana.
Rose sabía que Linus era su padre, por lo que dedujo que Georgiana debía de ser su hermana. La que había desaparecido antes de nacer Rose.
Había sucedido una mañana veraniega, Rose estaba descansando en el sillón junto a la ventana de la torre mientras una tibia brisa marina le cosquilleaba la nuca. Le gustaba sentarse junto a Abuela, estudiar su perfil mientras dormía, cada respiración quizá la última, la había estado observando con curiosidad mientras las gotas de sudor surcaban la frente de la anciana.
De pronto los ojos de Abuela parpadearon y se abrieron: eran grandes y pálidos, desgastados por toda una vida de amargura. Miró a Rose por un momento pero su mirada permaneció inmune al reconocimiento y la desvió a un lado, hipnotizada, o al menos eso parecía, por el gentil movimiento de las cortinas. El primer instinto de Rose fue llamar a su madre —habían pasado horas desde la última vez que despertara—, pero justo cuando estaba a punto de hacer sonar la campana, la anciana exhaló un suspiro. Un largo y cansado suspiro, tan completo que la delgada piel se hundió en los huecos de sus huesos.
Después, como surgida de la nada, una mano consumida tomó la muñeca de Rose.
—Una niña tan hermosa —dijo, en voz tan baja que Rose tuvo que inclinarse para escucharla—. Demasiado hermosa, una maldición. Todos los jóvenes se volvían para mirarla. Él no fue una excepción, la siguió a todas partes, pensó que no lo sabíamos. Ella escapó y no regresó, ni una palabra de mi Georgiana…
Ahora bien, Rose Mountrachet era una buena niña que conocía las reglas. ¿Cómo podía ser de otra manera? Toda su vida, confinada en el lecho de enferma, había sido el blanco de las charlas de su madre sobre las normas y la naturaleza de la buena sociedad. Sabía demasiado bien que una dama jamás debe usar perlas o diamantes por la mañana; nunca debe «cortar» socialmente a alguien; jamás debe, bajo ninguna circunstancia, reunirse a solas con un caballero. Pero, lo más importante de todo, sabía que debía evitar el escándalo a cualquier precio, ése era un mal cuya mera apariencia podía dañar a una dama allí donde se encontrara. Dañar, cuando menos, su buen nombre.
Y sin embargo, la mención de su errante tía, el seductor aroma a escándalo familiar, no alteró a Rose. Por el contrario, le brindó un delicioso escalofrío por la espalda. Por primera vez en años sintió que las puntas de los dedos le ardían de excitación. Se inclinó aún más cerca, deseando que Abuela continuara, ansiosa por seguir la conversación mientras entraba en aguas desconocidas.
—¿Quién, Abuela? —preguntó Rose—. ¿Quién la siguió? ¿Con quién se escapó?
Pero Abuela no respondió. Cualesquiera que fueran los escenarios que aparecían en su mente, rechazaban ser manipulados. Rose persistió sin éxito. Y al final tuvo que contentarse con examinar una y otra vez la pregunta en su mente, el nombre de su tía convirtiéndose en símbolo de un tiempo oscuro y peligroso. De todo lo que era injusto y malévolo en el mundo…
—¿Rose? —Las cejas de mamá estaban unidas en un leve frunce, un gesto habitual que trataba de disimular pero que Rose se había vuelto experta en reconocer—. ¿Has dicho algo, mi niña? Estabas susurrando. —Extendió una mano para tomar la temperatura de Rose.
—Estoy bien, mamá, sólo un poco distraída con mis pensamientos.
—Pareces agitada.
Rose apretó su mano contra su frente. ¿Estaba agitada? No sabría decirlo.
—Enviaré nuevamente al doctor Matthews antes de que se vaya —dijo mamá—. Prefiero ser escrupulosa antes que tener que lamentarlo.
Rose cerró los ojos. Otra visita del doctor Matthews, dos en una misma tarde. Era más de lo que podía tolerar.
—Hoy estás demasiado débil para recibir a nuestro nuevo proyecto —dijo mamá—. Hablaré con el doctor y, si a él le parece apropiado, conocerás a Eliza mañana. ¡Eliza! ¡Imagina darle el nombre de la familia Mountrachet a la hija de un marinero!
Un marinero, eso era una novedad. Los ojos de Rose se abrieron de golpe.
—¿Mamá?
Su madre volvió a enrojecer. Había dicho más de lo que debía, un desliz inusual en su armadura de buenos modales.
—El padre de tu prima era un marinero. No hablamos de él.
—¿Mi tío era marinero?
Mamá tomó aliento y se llevó su delgada mano a la boca.
—Él no era tu tío, Rose, no era nada tuyo o mío. No estaba más casado con tu tía Georgiana que yo.
—¡Pero mamá! —Era más escandaloso que lo que Rose había sido capaz de inventar por sí misma—. ¿Qué es lo que quieres decir?
La voz de su madre era casi imperceptible.
—Puede que Eliza sea tu prima, Rose, y no nos queda más alternativa que tenerla en casa. Pero es de clase baja, no te equivoques. En verdad ha sido muy afortunada de que la muerte de su madre la haya traído de regreso a Blackhurst. Después de toda la vergüenza que sufrió esta familia en manos de su madre. —Sacudió la cabeza—. Casi mató a tu padre del disgusto cuando huyó. No puedo soportar pensar qué habría sucedido si yo no hubiera estado aquí para apoyarlo durante el escándalo. —Miró directamente a Rose. Su voz temblaba levemente—. Una familia puede soportar sólo una determinada cantidad de vergüenza antes de que su buen nombre quede dañado irreparablemente. Por eso es tan importante que tú y yo llevemos una vida intachable. Tu prima Eliza será un desafío, no me cabe duda al respecto. Ella nunca será una de nosotros, pero con nuestro esfuerzo la sacaremos de las alcantarillas londinenses.
Rose pretendió concentrarse en la arrugada manga de su camisón.
—¿Puede una niña de baja cuna ser educada para pasar por una dama, mamá?
—No, mi niña.
—¿Ni siquiera si es recibida por una familia noble? —Rose miró a su madre entre sus pestañas—. ¿Tal vez casándose con un caballero?
Mamá volvió sus ojos agudos sobre Rose y dudó antes de responder cautelosa.
—Es posible, por supuesto, que una niña de orígenes humildes pero honestos, que trabaje incesantemente para mejorar, pueda subir de categoría. —Respiró hondo para recuperar la compostura—. Pero me temo que en el caso de tu prima no es fácil. Debemos moderar nuestras expectativas, Rose.
—Por supuesto, mamá.
El verdadero motivo de la incomodidad de su madre se quedó flotando entre ambas, aunque si su madre hubiera sospechado que Rose lo sabía, se habría sentido mortificada. Era otro secreto de familia que Rose había conseguido extraer de su agonizante abuela. Un secreto que explicaba mucho: la animosidad entre las dos matriarcas, e incluso más aún, la obsesión de su madre por los buenos modales, su devoción a las reglas de sociedad, su esfuerzo por presentarse siempre como un paradigma de corrección.
Lady Adeline Mountrachet podía haber tratado de borrar toda mención de la verdad mucho tiempo atrás —la mayoría de los que la conocían habían sido compelidos a que la borraran de sus memorias, y quienes no lo habían hecho eran demasiado conscientes de su posición como para atreverse a decir una palabra sobre los orígenes de lady Mountrachet—, pero Abuela no había sentido semejantes escrúpulos. Ella había estado más que feliz en recordar a la niña de Yorkshire cuyos piadosos padres, agobiados por los malos tiempos, habían brincado de alegría ante la oportunidad de enviarla a la mansión Blackhurst, en Cornualles, donde podría servir como protegida para la majestuosa Georgiana Mountrachet.
Su madre hizo una pausa junto a la puerta.
—Una última cosa, Rose, lo más importante de todo.
—¿Sí, mamá?
—La niña debe mantenerse lejos de papá.
Una tarea que no sería difícil; Rose podía contar con una mano las ocasiones en las que había visto a su padre en el último año. Por eso mismo, la vehemencia de su madre era desconcertante.
—¿Mamá?
Una leve pausa que Rose notó con creciente interés, luego la respuesta, despertando más interrogantes de los que aclaraba.
—Tu padre es un hombre ocupado, un hombre importante. No necesita que se le recuerde constantemente la mancha en el buen nombre de su familia. —Inspiró rápidamente y su voz se volvió un oscuro susurro—. Créeme cuando te lo digo, Rose, nadie en esta casa se beneficiaría si se le permitiera a esa niña acercarse a papá.
* * *
Adeline apretó con delicadeza su dedo y observó cómo surgía la gota roja de sangre. Era la tercera vez que se pinchaba el dedo en otros tantos minutos. El bordado siempre le había servido para calmar los nervios pero el desgaste de ese día había sido completo. Dejó el petit point a un lado. Había sido la conversación con Rose lo que la había agitado, y el forzado té con el doctor Matthews, pero debajo de todo eso, por supuesto, estaba la llegada de la hija de Georgiana. Aunque era, físicamente, una niñita de nada, había traído algo consigo. Algo invisible, como el cambio atmosférico que precede a una enorme tormenta. Y ese algo amenazaba con poner fin a todo por lo que Adeline se había esforzado; de hecho, ya había comenzado a atormentarla, porque durante todo el día había sido asaltada por el recuerdo de su propia llegada a Blackhurst. Memorias que se había esforzado en olvidar, asegurándose de que otros también las olvidaran…
Cuando llegó en 1886, Adeline se encontró con una casa que parecía desprovista de habitantes. ¡Y qué casa, más grande que cualquiera en la que alguna vez hubiera puesto el pie! Permaneció inmóvil por lo menos diez minutos, esperando alguna indicación, que alguien la recibiera, hasta que un hombre joven, perfectamente uniformado, con expresión altanera apareció en el vestíbulo. Se detuvo, sorprendido, y luego miró su reloj de bolsillo.
—Llega temprano —dijo, con un tono que dejaba pocas dudas respecto a su opinión sobre quienes llegaban antes de hora—. No la esperábamos hasta la hora del té.
Ella permaneció en silencio, insegura respecto a lo que esperaban de ella.
El hombre resopló.
—Si espera aquí, buscaré a alguien para que le indique su habitación.
Adeline era consciente de ser un problema.
—Podría caminar un poco por el jardín, si lo prefiere —dijo con voz humilde, más consciente que nunca de su acento norteño, aún más intenso en esta gloriosa y ventilada sala de mármoles blancos.
El hombre asintió cortante.
—Eso estaría bien.
Un criado se había llevado sus maletas, por lo que Adeline no tuvo que cargar con nada al bajar las escaleras. Permaneció al pie de las mismas, mirando a un lado y al otro, intentando librarse de la incómoda sensación de que había, de alguna manera, fracasado antes de comenzar.
El reverendo Lamben había mencionado las riquezas de la familia Mountrachet y su estatus en numerosas ocasiones durante las visitas vespertinas con Adeline y sus padres. Era un honor para toda la diócesis, había dicho honesta y frecuentemente, que uno de sus miembros hubiera sido elegido para tan importante tarea. Su colega de Cornualles había buscado por todas partes, según instrucciones directas de la dueña de la casa, a fin de elegir la candidata ideal, y ahora le tocaba a Adeline asegurarse de ser digna de un honor tan grande. Sin mencionar el generoso estipendio que se le pagaría a sus padres por su pérdida. Y Adeline estaba decidida a tener éxito. Todo el camino desde Yorkshire se había dado severas leccioncillas sobre temas como «La calidad se refleja en la apariencia» y «Una dama es quien se comporta como una dama», pero dentro de la casa, todas sus débiles convicciones se habían marchitado.
Un ruido en lo alto le hizo elevar la vista al cielo, en donde una familia de cuervos volaba realizando un intrincado bucle. Uno de los pájaros se dejó caer veloz, en vuelo, antes de seguir a los otros, en dirección a un grupo de altos árboles en la distancia. A falta de otra cosa que hacer, Adeline se dedicó a seguirlos, aleccionándose durante todo el camino sobre los nuevos comienzos y sobre la necesidad de empezar tal como una quería vivir.
Tan ocupada estaba en aleccionarse que apenas le quedaba capacidad para absorber la maravilla de los jardines de Blackhurst. Antes incluso de comenzar con sus afirmaciones sobre el rango y la aristocracia, había dejado la fresca oscuridad de los bosques y estaba de pie al borde de un acantilado, los pastos resecos agitándose a sus pies. Más allá del acantilado, llano como un lienzo de terciopelo, estaba el profundo mar azul.
Adeline se aferró a una rama cercana. Nunca había disfrutado de las alturas y su corazón latía apresurado.
Algo en el agua hizo que dirigiera su mirada hacia la ensenada. Vio a un hombre joven y una mujer en un pequeño bote, él sentado mientras ella, de pie, hacía balancear el bote de un lado al otro. Su vestido de blanca muselina estaba mojado de los tobillos hasta la cintura y se pegaba a sus piernas de un modo tal que hizo que se quedara sin aliento.
Sintió que debía marcharse pero no podía apartar su mirada de ellos. La joven tenía cabellos rojos, brillantes cabellos rojos, colgando largos y sueltos, las puntas terminando en húmedos sarmientos. El hombre tenía un sombrero de paja, y una suerte de caja negra colgada al cuello. Estaba riendo, lanzando agua en dirección a la muchacha. Comenzó a arrastrarse hacia ella, estirándose para agarrarla de las piernas. El bote se sacudió con más violencia, y justo cuando Adeline pensó que la iba a atrapar, la muchacha giró y se zambulló en el agua en un largo y fluido movimiento.
Nada, en la experiencia de Adeline, la había preparado para semejante comportamiento. ¿Qué podía haber poseído a la joven para comportarse de ese modo? ¿Y en dónde estaba ahora? Se asomó para ver. Miró la brillante superficie del agua hasta que por fin se hizo visible una figura blanca, flotando en la superficie cerca de la gran roca negra. La muchacha salió del agua, el vestido pegado al cuerpo, chorreando agua, y sin volverse, trepó a la roca y desapareció por un oculto sendero entre la escarpada ladera, hacia la pequeña cabaña en la cima del acantilado.
Luchando por controlar su agitada respiración, Adeline volvió su atención al joven, ya que seguramente estaría igual de sorprendido. Éste también había visto a la muchacha desaparecer y dirigía ahora el bote hacia la cala. Lo arrastró sobre los guijarros de la playa, tomó sus zapatos y comenzó a ascender los escalones. Renqueaba, y notó que llevaba un bastón.
El hombre pasó muy cerca de Adeline y sin embargo no la vio. Estaba silbando para sí una tonada que no conocía. Una tonada alegre y vivaz, llena de sol y sal. La antítesis del sombrío Yorkshire del que estaba tan desesperada por escapar. El joven parecía el doble de alto que los hombres de su pueblo, y el doble de brillante.
De pie, sola, en la cima del acantilado, se dio cuenta, de pronto, del calor y el peso de su vestido de viaje. El agua, a sus pies, parecía tan fresca… El vergonzante pensamiento se apoderó de ella antes de que pudiera controlarlo. ¿Qué se sentiría al zambullirse bajo la superficie para emerger, chorreando, como la joven, como Georgiana, había hecho?
Después, muchos años después, cuando la madre de Linus, la vieja bruja, yacía agonizando, le confesó la razón por la que eligió a Adeline como protegida de Georgiana.
—Busqué a la más sosa ratoncilla que pude encontrar, lo más pía posible, con esperanza de que algo de ella se le pegara a mi hija. No sospeché ni por un momento que mi exótica ave levantaría el vuelo y que el ratón usurparía su lugar. Supongo que debería felicitarte. Al final has ganado. ¿No es así, lady Mountrachet?
Y así había sido. De orígenes humildes, con fuerza de voluntad y determinación, Adeline había ascendido en el mundo, más alto de lo que sus padres hubieran imaginado jamás, cuando permitieron su partida hacia una desconocida localidad en Cornualles.
Y había continuado trabajando duramente, incluso después de su casamiento y de asumir el título de lady Mountrachet. Conducía con mano de hierro para que, por mucho barro que lanzaran en su dirección, nada se adhiriera a su familia, a su gran casa. Y eso no iba a cambiar. La niña de Georgiana estaba ahora allí, eso no podía evitarse. Pero estaba en sus manos asegurarse de que la vida en la mansión Blackhurst continuara como siempre.
Sólo necesitaba deshacerse del persistente temor de que, con la llegada de Eliza a Blackhurst, Rose se convirtiera, de alguna manera, en la perdedora…
Adeline hizo a un lado las dudas que le aguijoneaban la piel y se concentró en recuperar su compostura. Siempre había sido muy sensible en lo referente a Rose, como consecuencia de tener una niña delicada. A su lado, el perro, Askrigg, se quejó. También él había estado inquieto todo el día. Adeline se agachó y acarició la cuadrada cabeza.
—Shhh —dijo—. Todo saldrá bien. —Rascó sus enarcadas cejas—. Yo me aseguraré de ello.
No había nada que temer, porque ¿qué riesgo podía presentar esa intrusa, esa niña delgaducha de cabellos mal cortados y piel descolorida a causa de una vida de pobreza en Londres, para Adeline y su familia? Uno sólo tenía que ver a Eliza para darse cuenta de que no era Georgiana, gracias a Dios. Tal vez esos sentimientos inquietantes no eran miedo, después de todo, sino alivio. Alivio al haberse enfrentado a sus peores temores para verlos disiparse. Porque con la llegada de Eliza también había recibido el confort adicional de saber a ciencia cierta que Georgiana había partido para siempre, para no volver nunca más. Y en su lugar sólo había una niña abandonada, sin el genuino poder de su madre para subyugar a todos a hacer su voluntad sin ni siquiera esforzarse.
La puerta se abrió, permitiendo que una ráfaga de viento agitara las llamas.
—La cena está servida, milady.
Cómo despreciaba Adeline a Thomas, los despreciaba a todos. A pesar de sus «sí, milady» y «no, milady», «la cena está servida, milady», etcétera, sabía lo que en el fondo todos pensaban de ella, lo que siempre habían pensado.
—¿El señor? —Su voz más fría y autoritaria.
—Lord Mountrachet viene de camino del cuarto oscuro, milady.
El maldito cuarto oscuro, por supuesto que estaba allí. Había escuchado la llegada de su carruaje mientras soportaba el té junto al doctor Matthews. Había mantenido un oído atento en el vestíbulo esperando los familiares pasos de su esposo —pesado, liviano, pesado, liviano— pero nada. Debería haber adivinado que iría derecho a su endemoniado cuarto oscuro.
Thomas seguía mirándola, por lo que Adeline reacomodó su compostura. Antes sufriría en manos de Lucifer que permitir que Thomas tuviera la satisfacción de percibir una discordia matrimonial.
—Vaya a asegurarse personalmente —indicó con la mano— de que las botas del señor estén limpias de ese espantoso barro escocés.
* * *
Linus ya estaba sentado cuando Adeline llegó a la mesa. Había comenzado con la sopa y no alzó la vista cuando ella entró. Estaba demasiado ocupado estudiando las fotografías en blanco y negro que yacían en su extremo de la larga mesa: musgo, mariposas y ladrillos, los despojos de su reciente viaje.
Viéndolo, Adeline sufrió un golpe de calor. ¿Qué dirían los demás si supieran que la mesa de Blackhurst era testigo de semejante comportamiento? Miró de reojo a Thomas y al criado, cada uno mirando a una pared. Pero Adeline no se engañaba, ella sabía que detrás de sus expresiones vidriosas, sus mentes estaban ocupadas: juzgando, tomando nota, preparándose para contarles a sus colegas de las otras casas la decadencia de costumbres de la mansión Blackhurst.
Adeline se sentó rígidamente en su lugar y esperó a que el criado colocara la sopa frente a ella. Tomó un breve sorbo y se quemó la lengua. Observó cómo Linus, la cabeza inclinada, continuaba su inspección de las fotografías. La pequeña calvicie en el cráneo se estaba expandiendo. Parecía como si un gorrión hubiera estado trabajando, acomodando las primeras hierbas para un nuevo nido.
—¿Está la niña aquí? —dijo, sin alzar la vista.
Adeline sintió que le quemaba la piel.
—Está.
—¿La has visto?
—Por supuesto. Ha sido acomodada en el piso superior.
Por fin alzó la cabeza, tomó un sorbo de vino. Luego otro.
—¿Y es… es como…?
—No. —La voz de Adeline era gélida—. No, no lo es. —Apretó los puños en su regazo.
Linus exhaló un breve suspiro, tomó un trozo de pan y comenzó a masticarlo. Habló con la boca llena, seguramente para irritarla.
—Mansell dijo lo mismo.
Si alguien iba a ser culpado por la llegada de la niña ése era Henry Mansell. Puede que Linus quisiera el regreso de Georgiana, pero era Mansell quien había mantenido viva la esperanza. El detective, con su espeso bigote y sus finos anteojos, había tomado el dinero de Linus y enviado frecuentes informes. Todas las noches Adeline había rezado para que Mansell fracasara, para que Georgiana permaneciera lejos, y Linus se resignara a dejarla partir.
—¿Tuviste un buen viaje? —preguntó Adeline.
No hubo respuesta. Una vez más, la mirada en las fotografías.
El orgullo de Adeline le impidió echar una mirada de reojo a Thomas. Acomodó sus facciones en una máscara de contenida calma e intentó tomar un nuevo sorbo de sopa, ahora más tibia. El rechazo de Linus hacia ella era una cosa —había comenzado poco después de su matrimonio—, pero la completa negación de Rose era otra. Ella era su hija; su sangre corría por sus venas, la sangre de su noble familia. Que pudiera permanecer tan distante era algo que Adeline no podía concebir.
—El doctor Matthews estuvo hoy otra vez —dijo—. Otra infección.
Linus alzó la vista, los ojos cubiertos por el familiar velo de desinterés. Comió otro trozo de pan.
—Nada demasiado serio, a Dios gracias —continuó Adeline, alentada por su mirada—. No hay motivos para preocuparse.
Linus tragó el pedazo de pan.
—Mañana parto para Francia —anunció inexpresivo—. Hay una puerta en Notre Dame… —Su frase se desvaneció. El compromiso de mantener informada a Adeline sólo llegaba hasta cierto punto.
La ceja izquierda de Adeline se alzó levemente antes de que la controlara y la bajara a su lugar.
—Fantástico —declaró, formando con sus labios una apretada sonrisa, ahogando la imagen, proveniente de ninguna parte, de Linus en el pequeño bote, con la cámara en dirección a una figura vestida toda de blanco.