Capítulo 21

Cornualles, Inglaterra, 1900

Mientras avanzaban por Battersea Church, Eliza estudió las puertas del carruaje. Tal vez si giraba uno de los pomos y apretaba una de las ranuras, se abriría y podría saltar y ponerse a salvo. Aunque la calidad de su salvación estaba en duda; si sobrevivía a la caída, tendría que encontrar el modo de evitar el orfanato, pero era mejor, sin duda, que ser secuestrada por el hombre que aterrara a Madre.

Con el corazón palpitando como un gorrión atrapado en sus costillas, se estiró con cuidado, cerrando los dedos en torno a la manivela y…

—Yo no haría eso si fuera usted.

Ella lo miró con atención.

El hombre la estaba observando, sus ojos enormes detrás de los cristales de sus anteojos.

—Se caería debajo del carruaje y las ruedas la partirían en dos. —Sonrió levemente, mostrando un diente de oro—. ¿Y cómo le explicaría eso a su tío? ¿Trece años de cacería sólo para entregarla en mitades? —Hizo un ruido, una suerte de rápidas inspiraciones que Eliza supuso que eran su risa, pero sólo porque vio elevarse las comisuras de sus labios.

Tan pronto como comenzó, el ruido se detuvo y la boca del hombre se reacomodó en su adusto gesto. Se atusó el abundante bigote, que se asentaba como las colas de dos ardillas sobre sus labios.

—Mansell es mi nombre. —Se reclinó y cerró los ojos. Cruzó sus manos pálidas y de aspecto húmedo sobre la pulida cabeza de un bastón oscuro—. Trabajo para su tío, y tengo el sueño muy ligero.

Las ruedas del carruaje danzaban metálicas cruzando una calle empedrada tras otra, los edificios de ladrillo pasaban veloces, grises y más grises hasta donde alcanzaba la vista, y Eliza permaneció sentada, rígida, angustiada por no despertar al Hombre Malvado. Trató de acoplar su respiración al galope de los caballos. Obligó a sus alocados pensamientos a calmarse. Se concentró en el frío asiento de cuero. Era todo lo que podía hacer para evitar que le temblaran las piernas. Se sentía transportada, como un personaje que recortado de las páginas de un cuento, en donde conocía el ritmo y el contexto, hubiera sido pegado descuidadamente en otro.

Al acercarse a las afueras de Londres y emerger por fin del bosque de edificios, Eliza pudo ver el encrespado firmamento. Los caballos hacían lo posible para adelantarse a las nubes gris oscuro, pero ¿qué posibilidad tenían los caballos contra la ira del mismo Dios? Las primeras gotas de lluvia cayeron despectivas sobre el techo del carruaje y, afuera, el mundo pronto quedó cubierto de blanco. Golpeaba contra las ventanillas y goteaba por los delgados huecos de la parte superior de las portezuelas del carruaje.

Avanzaron de ese modo durante horas y Eliza buscó refugio en sus pensamientos, hasta que de pronto doblaron una curva del camino y un chorrillo de agua helada cayó sobre su cabeza. Parpadeó para limpiar sus húmedas pestañas, y observó la mojadura en su camisa. Sintió una fuerte necesidad de llorar. Raro que en un día tan agitado algo tan inocuo como un poco de agua llevara a una persona a las lágrimas. Pero ella no se permitiría el llanto, no aquí, no con el Hombre Malvado sentado frente a ella. Se tragó el nudo de su garganta.

Sin siquiera abrir aparentemente los ojos, el señor Mansell sacó un pañuelo blanco del bolsillo de su chaqueta y se lo tendió a Eliza con un gesto para que lo tomara.

Ella se secó el rostro.

—Tanta agitación —comentó Mansell, con una voz tan fina que sus labios casi ni se abrieron—. Tanta, tanta agitación.

Eliza pensó al principio que se refería a ella. Le parecía injusto puesto que apenas había armado escándalo, pero no se atrevió a decir nada.

—Tantos años dedicados —continuó el hombre—, para tan escasa recompensa. —Sus ojos se abrieron, fríos, evaluándola; ella sintió que se le tensaba la piel—. A qué extremos llega un hombre roto.

Eliza se preguntó quién sería el hombre roto, esperó que el señor Mansell aclarara lo que había querido decir. Pero no volvió a hablar. Simplemente recuperó el pañuelo, cogiéndolo con dos pálidos dedos antes de dejarlo caer en el asiento a su lado.

El carruaje se sacudió de repente, y Eliza se aferró al asiento para mantener el equilibrio. Los caballos habían cambiado el paso y estaban disminuyendo la velocidad. Finalmente, se detuvo.

¿Habían llegado? Eliza miró a través de la ventanilla pero no vio casa alguna. Sólo un vasto y empapado campo, y a un lado, un pequeño edificio de piedra, con un cartel empapado por la lluvia sobre la puerta. Posada MacCleary, Guildford.

—Tengo otros asuntos que atender —dijo el señor Mansell mientras se bajaba—. Newton la acompañará a partir de ahora. —La lluvia casi apagó su siguiente orden, pero al cerrarse la puerta de golpe Eliza lo escuchó gritar—: Lleva a la niña a Blackhurst.

* * *

Una curva abrupta, y Eliza fue lanzada contra la portezuela dura y fría. Despertada de forma brusca del sueño, le llevó unos instantes recordar dónde estaba, por qué estaba sola en un carruaje oscuro mientras la llevaban a un destino desconocido. Dispersos y pesados, los recuerdos regresaron. La convocatoria de su misterioso tío, la huida de las garras de las «benefactoras» de la señora Swindell, el señor Mansell… Limpió la condensación de la ventana y espió fuera. Desde que había subido al carruaje, habían viajado un día y una noche, deteniéndose sólo ocasionalmente para cambiar los caballos, y ahora era una vez más de noche. Evidentemente había dormido un buen rato, aunque no habría sabido decir cuánto.

Ya no llovía y un puñado de estrellas tempranas era visible más allá de las bajas nubes. Los faroles del carruaje no podían competir contra el denso crepúsculo de la campiña, titilando mientras el cochero surcaba el irregular camino. En la leve y húmeda luz, Eliza distinguió las siluetas de grandes árboles, negras ramas dibujadas en el horizonte, y unas altas puertas de hierro. Entraron en un túnel de enormes setos espinosos, y las ruedas avanzaron por las zanjas, lanzando una lluvia de agua barrosa contra la ventanilla.

Todo era oscuridad dentro del túnel, las ramas tan densas que no permitían que la luz crepuscular se filtrara. Eliza contuvo la respiración, esperando su destino. Esperando echar un primer vistazo a lo que seguramente debía hallar delante. Blackhurst. Podía escuchar su corazón, ya no un gorrión, sino un cuervo con grandes y poderosas alas, batiéndolas dentro de su pecho.

De pronto, emergieron al aire libre.

Un edificio de piedra, el más grande que Eliza hubiera visto. Más grande incluso que los hoteles de Londres donde los hombres encopetados entraban y salían. Estaba rodeado por una oscura neblina, con altos árboles de ramas entrelazadas por detrás. Una luz amarilla brillaba en algunas de las ventanas inferiores. ¿Seguro que ésta era la casa?

El movimiento hizo que su mirada se dirigiera hacia una ventana en lo más alto. Un rostro distante, desteñido por la luz de una vela, estaba mirando. Eliza se acercó a la ventanilla para ver mejor, pero cuando lo hizo la cara había desaparecido.

Y después el carruaje dejó atrás el edificio, las ruedas metálicas continuaron resonando por el camino de entrada. Pasaron debajo de un arco de piedra y el carruaje se detuvo en seco.

Eliza permaneció sentada, alerta, esperando, mirando, preguntándose si se suponía que debía bajar del carruaje y encontrar por sí sola el camino a la casa.

De repente, la puerta se abrió y el señor Newton, empapado a pesar de su impermeable, le tendió la mano.

—Baje, señorita, ya se ha hecho bastante tarde. No hay tiempo para vacilaciones.

Eliza cogió la mano extendida y descendió los escalones del carruaje. Se habían adelantado a la lluvia mientras dormía, pero el cielo prometía alcanzarlos. Oscuras nubes grises descendían hacia la tierra, cargadas de intención, y el aire bajo éstas tenía el espesor de la niebla, una niebla distinta a la de Londres. Más fría, menos grasa; olía a sal, a hojas y a agua. Se escuchaba también un ruido, que no pudo identificar. Como un tren que pasara veloz una y otra vez. Uuush… uuush… uuush…

—Llegan tarde. La señora esperaba a la niña a las dos y media. —Un hombre se encontraba de pie junto a la entrada, vestido un tanto encopetado. Hablaba como si lo fuera, pero sin embargo Eliza supo que no era así. Su rigidez lo delataba, la vehemencia de su superioridad. Nadie nacido de buena cuna necesitaba esforzarse tanto.

—No pudo evitarse, señor Thomas —dijo Newton—. Un tiempo espantoso durante todo el camino. Suerte que llegamos, y más con el Tamar crecido como está.

El señor Thomas permaneció imperturbable. Cerró de golpe su reloj de bolsillo.

—La señora está muy disgustada. Sin duda requerirá su presencia mañana.

La voz del cochero se volvió ácida.

—Sí, señor Thomas. No hay duda, señor.

El señor Thomas se volvió a examinar a Eliza, tragándose su expresión de disgusto.

—¿Qué es esto?

—La niña, señor. Tal como me dijeron que la trajera.

—Esto no es una niña.

—Sí señor, ella es la niña.

—Pero su cabello… sus ropas…

—Sólo hago lo que me ordenan, señor Thomas. Si tiene alguna pregunta, le sugiero que se la haga al señor Mansell. Estaba conmigo cuando fui a buscarla.

Esta información pareció tranquilizar un poco al señor Thomas. Se obligó a suspirar a través de sus apretados labios.

—Supongo que si le pareció bien al señor Mansell…

El cochero asintió.

—Si eso es todo, voy a llevar los caballos al establo.

Eliza sopesó salir corriendo tras el señor Newton y sus caballos, buscando refugio en los establos, escondida en un carruaje hasta encontrar, de alguna forma, el camino de regreso a Londres, pero cuando lo buscó él ya había sido envuelto por la niebla dejándola atrás.

—Vamos —dijo el señor Thomas, y Eliza hizo lo que le ordenaron.

El interior estaba frío y húmedo, aunque más cálido y seco que afuera. Eliza siguió al señor Thomas por un corto pasillo, tratando de que sus pies no hicieran ruido sobre las baldosas grises. En el aire flotaba el olor a carne asada y Eliza sintió que su estómago daba un salto. ¿Cuándo había comido por última vez? Un cuenco del caldo de la señora Swindell dos días antes, un pedazo de pan y queso que el cochero le había dado horas atrás… Sus labios se secaron con el repentino despertar de su apetito.

El aroma se acrecentó al atravesar la enorme cocina humeante. Un grupo de criadas y un cocinero gordo detuvieron su conversación para observarla. Tan pronto como Eliza y el señor Thomas pasaron, irrumpieron en una oleada de excitados susurros. Eliza sintió ganas de llorar al pasar tan cerca de la comida. Se le hizo agua la boca, como si se hubiera tragado un puñado de sal.

Al final del pasillo, una mujer delgada con rostro endurecido apareció por una puerta.

—¿Ésta es la sobrina, señor Thomas? —Recorrió a Eliza lentamente con su mirada.

—Lo es, señora Hopkins.

—¿No hay ningún error?

—Lamentablemente, no, señora Hopkins.

—Ya veo. —La mujer respiró lentamente—. Ciertamente tiene un aire londinense.

Eliza se dio cuenta de que eso no era una ventaja.

—Ciertamente, señora Hopkins —asintió el señor Thomas—. Tenía la idea de bañarla antes de presentarla.

La señora Hopkins apretó los labios soltando un agudo y decidido suspiro.

—Aunque coincido con su idea, señor Thomas, me temo que no hay tiempo. Ella ya nos ha hecho saber su descontento por la espera.

Ella. Eliza se preguntó quién era ella.

Una cierta agitación se apoderó de los modales de la señora Hopkins al pronunciar la palabra. Se alisó rápidamente sus faldas ya de por sí lisas.

—La niña ha de ser conducida a la galería de los retratos. Ella estará aguardándola. Entretanto, prepararé un baño, a ver si podemos quitarle algo de esa horrible mugre londinense antes de la cena.

Entonces, iban a cenar. Y pronto. Eliza se sintió mareada de alivio.

Una risita a sus espaldas hizo que Eliza se diera la vuelta justo a tiempo para ver a una sirvienta de cabellos ensortijados desaparecer en dirección a la cocina.

—¡Mary! —dijo la señora Hopkins, saliendo tras ella—. Un día despertarás y te tropezarás con tus propias orejas si no aprendes a dejar de agitarlas…

Al fondo había unas estrechas escaleras que se elevaban y luego giraban en dirección a una puerta de madera en lo alto. El señor Thomas avanzó con rapidez y Eliza lo siguió, cruzando la puerta y entrando en una gran sala.

Los suelos estaban construidos con pálidas losas rectangulares, y una magnífica escalera se elevaba desde el centro de la habitación. Una lámpara de araña se encontraba suspendida del alto cielo raso, sus velas dejando caer delgadas capas de suave luz sobre los que pasaban debajo.

El señor Thomas cruzó el vestíbulo y se movió hacia una reluciente puerta, pintada de rojo. Hizo una inclinación de cabeza y Eliza se dio cuenta de que era una señal para que ella se acercara.

Sus pálidos labios temblaron cuando la miró. Se le formaron pequeñas arrugas.

—La señora, su tía, bajará a verla en un minuto. Compórtese como es debido y llámela «milady» a menos que ella le autorice a hacerlo de otro modo.

Eliza asintió. Ella era su tía.

El señor Thomas seguía mirándola. Sacudió levemente la cabeza sin apartar su mirada.

—Sí —dijo con voz rápida y baja—. Puedo ver a su madre en usted. Usted es una chiquilla zarrapastrosa, no hay duda al respecto, pero ella está ahí, en alguna parte. —Antes de que Eliza pudiera disfrutar de la agradable idea de ser, en alguna medida, como Madre, se escuchó un ruido en lo alto de la gran escalinata. El señor Thomas se detuvo, enderezándose. Le dio a Eliza un leve empujón y ella trastabilló, entrando en una gran habitación empapelada de color borgoña y un fuego ardiendo en la chimenea.

Lámparas de gas titilaban sobre las mesas, pero a pesar de sus esfuerzos no tenían esperanza de alumbrar un cuarto tan grande. La oscuridad susurraba en los rincones, las sombras respiraban a lo largo de las paredes. De un lado al otro, de un lado al otro…

Oyó ruido a sus espaldas y la puerta volvió a abrirse. Una ráfaga de aire frío hizo que el fuego de la chimenea chisporroteara, arrojando agudas sombras contra las paredes.

Con un escalofrío de anticipación, Eliza se dio media vuelta.

* * *

Una mujer alta y delgada estaba de pie a la entrada, su cuerpo como un alargado reloj de arena. Un largo vestido de seda, de un azul tan profundo como el cielo de medianoche, se ajustaba a su figura.

Un enorme perro, no, no un perro, sino un mastín, estaba a su lado, agitando sus largas patas, acercándosele, manteniéndose junto a los pliegues del vestido. Alzaba la cuadrada cabeza con frecuencia, para rozarle la mano.

—La señorita Eliza —anunció el señor Thomas, que se había apresurado a colocarse detrás de la mujer y ahora aguardaba atento.

La mujer no respondió pero estudió el rostro de Eliza. Permaneció en silencio durante un minuto antes de que sus labios se entreabrieran y emergiera una voz dura.

—Tendré que hablar con Newton mañana. Llega más tarde de lo esperado. —Habló con tanta lentitud, tanta seguridad, que Eliza podía percibir los agudos bordes de sus palabras.

—Sí, señora —dijo Thomas, sus mejillas enrojecidas—. ¿Quiere que traiga el té, milady? La señora Hopkins ha…

—Ahora no, Thomas. —La mujer agitó levemente sin volverse su pálida y delicada mano—. Debería saber lo que corresponde, es demasiado tarde para el té.

—Sí, milady.

—Si se supiera que se sirvió el té en la mansión Blackhurst después de la caída del sol… —Lanzó una risa aguda, que podía quebrar el cristal—. No, ahora aguardaremos hasta la cena.

—¿En el comedor, milady?

—¿En dónde si no?

—¿Para dos, milady?

—Cenaré sola.

—¿Y la señorita Eliza, mi lady?

Su tía respiró profundo.

—Tomará una cena ligera.

El estómago de Eliza se quejó. Por favor, Dios, que en su comida hubiera algo de carne.

—Muy bien, milady —dijo el señor Thomas, haciendo una reverencia mientras salía del cuarto. La puerta se cerró displicentemente cuando salió.

Su tía volvió a respirar hondo y parpadeó mirando a Eliza.

—Acércate, niña. Déjame que te mire.

Eliza obedeció, caminó hacia su tía y quedó inmóvil, intentando ahogar la respiración que ahora se le había acelerado enormemente.

De cerca, su tía era hermosa. Tenía el tipo de belleza apreciable en cada facción pero que de algún modo se pierde en el conjunto. Su rostro era como el de una pintura. La piel tan blanca como la nieve, los labios rojo sangre, los ojos del más pálido azul. Mirarla a los ojos era como mirar un espejo sobre el que brillara una luz. Su oscuro cabello era lacio y brillante, con un peinado que lo apartaba de su rostro y lo recogía opulentamente en lo alto de su cabeza.

La mirada de la tía se paseó por el rostro de Eliza y sus párpados parecieron agitarse levemente. Fríos dedos alzaron el mentón de Eliza para observarla mejor. Eliza, sin saber hacia dónde mirar, parpadeó frente a esos ojos imposibles. El gigantesco perro permanecía de pie junto a su dueña, lanzando un vaho tibio y húmedo sobre los brazos de Eliza.

—Sí —dijo su tía, el sonido de la «s» flotando en sus labios y un tic nervioso agitando un lado de su boca. Era como si hubiera respondido a una pregunta no formulada—. Tú eres su hija. Venida a menos, en muchos sentidos, pero a pesar de todo suya. —Tembló levemente cuando una ráfaga de lluvia golpeó contra las ventanas. El mal tiempo los había por fin alcanzado—. Sólo podemos esperar que tu naturaleza no sea la misma. Que con una adecuada intervención a tiempo podamos eliminar cualquier tendencia similar.

Eliza se preguntó cuáles serían esas tendencias.

—Mi madre…

—No. —La tía levantó una mano—. No. —Alzó sus dedos hasta la boca, estrangulando sus labios en una delgada sonrisa—. Tu madre trajo la vergüenza al apellido de su familia. Ofendió a cuantos vivían en esta casa. Aquí no hablamos de ella. Nunca. Ésta es la primera y más importante condición de tu permanencia en la mansión Blackhurst. ¿Me entiendes?

Eliza se mordió el labio.

—¿Entiendes? —Un inesperado temblor había invadido la voz de su tía.

Eliza asintió levemente, más por la sorpresa que por estar de acuerdo.

—Tu tío es un caballero. Él sabe cuáles son sus responsabilidades. —Los ojos de la tía parpadearon en dirección a un retrato junto a la puerta. Un hombre de edad media con cabellos rojizos y expresión de zorro. A excepción de sus cabellos rojos, no se parecía en nada a la madre de Eliza—. Debes recordar siempre cuán afortunada eres. Trabajar duro para merecer algún día la generosidad de tu tío.

—Sí, milady —dijo Eliza, recordando lo que le había dicho el señor Thomas.

La tía se volvió y tiró de un pequeño llamador en el muro.

Eliza tragó saliva. Se atrevió a hablar.

—Disculpe, milady —dijo con voz suave—. ¿Voy a conocer a mi tío?

Su tía enarcó una ceja. Leves arrugas aparecieron en su frente antes de volver a desaparecer y dar la apariencia de alabastro.

—Mi esposo ha estado en Escocia tomando fotografías de la catedral de Brechin y no le espero hasta mañana. —Se acercó a Eliza, quien tuvo conciencia de la tensión que emanaba de su cuerpo—. Aunque te ha ofrecido un lugar, tu tío es un hombre ocupado, un hombre importante, un hombre no acostumbrado a la interrupción de los niños. —Apretó los labios con tanta fuerza que perdieron por un momento su color—. Debes permanecer siempre fuera de su camino. Ya es suficiente generosidad que te haya traído aquí, no intentes nada más. ¿Me entiendes? —Le temblaron los labios—. ¿Me entiendes?

Eliza asintió rápidamente.

Después, la bendita puerta se abrió y reapareció el señor Thomas.

—¿Ha llamado, milady?

Los ojos de su tía seguían concentrados en Eliza.

—La niña necesita asearse.

—Sí, milady, la señora Hopkins ya ha preparado el baño.

La tía tembló.

—Que le agregue ácido carbónico. Algo fuerte. Lo suficiente como para remover la suciedad londinense. —Habló por lo bajo—. Ojalá removiera todo lo demás con lo que, me temo, ha sido manchada.

* * *

Todavía con la piel escocida por cómo la habían frotado, Eliza siguió la titilante lámpara de la señora Hopkins por unas frías escaleras de madera hacia otro pasillo. Hombres, fallecidos tiempo atrás, la espiaban desde pesados marcos dorados, y Eliza pensó lo terrible que debía de ser que pintaran el retrato de uno, permanecer tanto tiempo inmóvil, de modo que una porción de uno pudiera quedar para siempre en la tela, colgando solitaria en un oscuro corredor.

Redujo el paso. Reconoció al personaje del último cuadro. Era diferente del que se hallaba en el cuarto de abajo: en éste, era más joven. Su rostro estaba más lleno y había poco del aire zorruno que más tarde saldría a la superficie. En este retrato, Eliza pudo ver a su madre en el rostro del joven.

—Ése de allí es tu tío —indicó la señora Hopkins sin volverse—. Lo conocerás en carne y hueso muy pronto. —La expresión «en carne y hueso» hizo que Eliza tomara conciencia de las pinceladas rosadas y crema que mostraba el retrato en los trazos finales del artista. Tembló, recordando los dedos pálidos y húmedos del señor Mansell.

La señora Hopkins se detuvo frente a una puerta en el sombrío extremo del corredor y Eliza se apresuró tras ella, todavía aferrando las ropas de Sammy contra su pecho. El ama de llaves sacó una enorme llave de un pliegue en su vestido y la insertó en la cerradura. Abrió la puerta y avanzó, con la lámpara en alto.

El cuarto estaba a oscuras; la lámpara apenas arrojaba algo de luz más allá de la entrada. En el centro, Eliza alcanzó a ver una cama de brillante madera negra, con cuatro columnas que parecían tener grabados en ellas, figuras que reptaban hacia los techos.

Junto a la mesilla, una bandeja con una rodaja de pan y un plato de sopa de la cual ya no salía vapor. Nada de carne a la vista, pero, como decía Madre, a caballo regalado no le mires el dentado. Eliza se abalanzó sobre el plato y tomó la sopa a cucharadas tan rápidas que le dio hipo. Pasó el pan por los bordes del plato, para no dejarse nada.

La señora Hopkins, que la había estado observando con expresión perpleja, no hizo comentarios. Continuó rígida, dejando la lámpara sobre un arcón de madera a los pies de la cama, y luego apartó la pesada colcha.

—Vamos, métete. No tengo toda la noche.

Eliza hizo como le ordenara. Las sábanas estaban frías y húmedas bajo sus piernas, sensibles tras el intenso lavado.

La señora Hopkins tomó la lámpara y Eliza escuchó la puerta cerrarse a su paso. Luego se quedó sola en la oscura habitación, escuchando los cansados huesos de la casa refunfuñar bajo su brillante piel.

La oscuridad del dormitorio tenía un sonido, creyó percibir Eliza. Un tronar bajo y distante. Siempre presente, siempre amenazante, nunca lo suficientemente próximo como para revelarse como algo inocente.

Entonces comenzó a llover otra vez, de forma pesada y repentina. Eliza se estremeció cuando un relámpago partió el cielo en dos mitades e iluminó el mundo. En esos instantes de luz, seguidos siempre por el crujido de un trueno que sacudía la gigantesca casa, examinó el cuarto pared por pared, tratando de distinguir su entorno.

Relámpago… crac… armario de madera oscura junto a la cama.

Relámpago… crac… chimenea en la pared más lejana.

Relámpago… crac… antigua mecedora junto a la ventana.

Relámpago… crac… un banco en la ventana.

Cruzó de puntillas el helado suelo. El viento se filtraba por las hendiduras de la madera y recorría veloz su superficie. Se subió al banco de la ventana, construido en el muro, y observó los oscuros jardines. Furiosas nubes habían cubierto la luna, el jardín yacía bajo el manto de la turbulenta noche. Agujas de lluvia golpeaban el terreno empapado.

Otro relámpago, la habitación volvió a iluminarse. Al desvanecerse la luz, Eliza alcanzó a ver un reflejo de su imagen en la ventana. Su rostro, el rostro de Sammy.

Eliza extendió la mano para tocarlo pero la imagen ya había desaparecido y sus dedos sólo rozaron el frío cristal. Supo entonces, con absoluta claridad, que estaba muy lejos de su hogar.

Regresó al lecho y se deslizó entre las sábanas frías, húmedas y desconocidas. Apoyó su cabeza sobre la camisa de Sammy. Cerró los ojos y se deslizó por el fino margen del sueño.

De repente, se sentó.

Su estómago dio un salto y su corazón comenzó a latir con fuerza.

El broche de Madre. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Con la prisa, en medio de la desdicha, se lo había dejado. En lo alto de la cavidad de la chimenea, en la casa del señor y la señora Swindell, aguardaba el tesoro de Madre.