Capítulo 20

Londres, Reino Unido, 1900

Eliza supo quiénes eran tan pronto como las vio dar la vuelta a la esquina de la calle Battersea Church. Las había visto por la calle anteriormente, la mayor y la joven, vestidas de punta en blanco, haciendo «Buenas Obras» con mano férrea, como si el mismo Dios hubiera bajado de lo alto y se lo hubiera ordenado.

El señor Swindell llevaba tiempo amenazando con llamar a las «benefactoras» desde que Sammy falleciera; no dejaba pasar oportunidad de recordarle a Eliza que, si ella no hallaba la manera de ganar el sustento de dos, terminaría en el orfanato. Y aunque Eliza hacía lo posible para pagar el alquiler y que le quedara un poquito para su bolsita de cuero, su don para atrapar ratas parecía haberla abandonado, y, semana tras semana, se iba atrasando.

Escuchó un golpe en la puerta de abajo. Eliza se quedó inmóvil. Miró el cuarto, maldiciendo la pequeña grieta en la pared, la chimenea bloqueada. El no tener ventanas y no ser observada estaba muy bien cuando una quería escapar del escrutinio de la calle, pero no era muy útil cuando te veías acosada por la urgente necesidad de escapar.

Se volvió a escuchar el golpe. Un golpeteo claro, urgente, y luego una voz aguda que atravesaba el muro de ladrillos.

—Venimos de la parroquia.

Eliza escuchó que la puerta se abría y el tintineo de la campanilla atada en el borde.

—Soy la señorita Rhoda Sturgeon, y ésta es mi sobrina, la señorita Margaret Sturgeon.

Después, la voz de la señora Swindell:

—Encantada de verlas.

—Vaya, cuántas cosas extrañas y viejas, si apenas hay lugar para que pase un gato.

Nuevamente la señora Swindell, con tono agrio:

—Síganme, la niña se encuentra arriba. Y tengan cuidado, lo que rompan deberán pagarlo.

Los pasos se acercaron. El crujido del cuarto escalón, una vez y otra vez. Eliza aguardó, el corazón latiéndole tan rápido como a una de las ratas atrapadas del señor Rodin. Podía notarlo, agitándose en su pecho, como una llama bajo la brisa.

Después se abrió la traicionera puerta, y las dos «benefactoras» aparecieron junto al marco de la puerta.

La mayor sonrió, los ojos ocultos bajo los pliegues de su piel.

—Una visita de las damas de la parroquia —anunció—. Soy la señorita Sturgeon, y ésta es mi sobrina, la señorita Sturgeon. —Se inclinó hacia delante, de modo que Eliza tuvo que retroceder—. Y tú debes de ser la pequeña Eliza Makepeace.

Eliza no respondió. Tironeó apenas de la gorra de Sammy que llevaba puesta.

La mirada de la anciana se alzó para observar el cuarto, oscuro y sucio.

—Oh, Dios mío —exclamó, y chasqueó la lengua—, veo que no han exagerado tu situación. —Alzó una mano abierta y se la llevó al pecho—. No, ciertamente no han exagerado. —Se adelantó a Eliza—. ¿Acaso es de extrañar que la mala salud florezca en este sitio? Ni siquiera tiene ventana.

La señora Swindell, ofendida por la afrenta escandalosa a su cuarto, frunció el ceño a Eliza.

La mayor de las señoritas Sturgeon se volvió a la menor, que no se había apartado de la puerta.

—Te sugiero que te cubras con el pañuelo, Margaret, tú que eres de constitución tan delicada.

La joven asintió y sacó un pañuelo bordado de su manga. Lo dobló por la mitad para formar un triángulo que luego usó para taparse la boca y la nariz mientras se arriesgaba a cruzar el umbral.

Desbordando confianza ante su propia rectitud, la mayor de las señoritas Sturgeon procedió sin detenerse.

—Me complace anunciar que hemos podido encontrarte un lugar, Eliza. Tan pronto como nos enteramos de tu situación, de inmediato nos propusimos ayudarte. Eres demasiado joven para trabajos domésticos, y, sospecho, sin el carácter adecuado, pero nos las hemos ingeniado muy bien. Con la gracia de Dios hemos encontrado un lugar para ti en el orfanato local.

A Eliza se le cortó la respiración y se atragantó.

—Así que si tomas tus cosas —dijo la señorita Sturgeon mirando a su alrededor por debajo de sus gruesas pestañas—, las que tengas, nos pondremos en camino.

Eliza no se movió.

—Vamos, no te demores.

—¡No! —dijo Eliza.

La señora Swindell golpeó a Eliza en la nuca con su mano, y los ojos de la señorita Sturgeon se abrieron desorbitados.

—Eres afortunada por tener un sitio a donde ir, Eliza. Puedo asegurártelo, hay lugares peores que el orfanato que acoge a las jóvenes que quedan solas. —Resopló, sabedora de lo que decía, y elevó su nariz a lo alto—. Vamos, en marcha.

—No iré.

—Tal vez sea lerda —dijo la joven señorita Sturgeon a través de su pañuelo.

—No es lerda —replicó la señora Swindell—, sólo rebelde.

—El Señor llama a todos sus corderos, incluso a los rebeldes —aseveró la mayor de las Sturgeon—. Ahora intentaremos buscar prendas más apropiadas para la niña, querida Margaret. Y ten cuidado de no respirar estos hedores.

Eliza sacudió la cabeza. No iba a ir al orfanato y tampoco iba a quitarse las ropas de Sammy. Ahora formaban parte de ella.

Era el momento oportuno para que apareciera su padre, como un héroe, ante la puerta. Para tomarla y llevarla consigo, navegando por los anchos mares en busca de aventuras.

—Esto bastará —dijo la señora Swindell sosteniendo el gastado delantal de Eliza—. No necesitará nada más allí donde va.

Eliza recordó de pronto las palabras de Madre. Su insistencia en que una persona necesitaba rescatarse a sí misma, que con una voluntad lo suficientemente fuerte, incluso los débiles podían ejercer un gran poder. De pronto, supo lo que debía hacer. Sin otro pensamiento, saltó hacia la puerta.

La anciana señorita Sturgeon, de mayor peso y reacciones sorprendentemente rápidas, le bloqueó el paso. La señora Swindell se ubicó en una segunda línea de defensa.

Eliza bajó la cabeza y su rostro dio de lleno en las carnes de Sturgeon. La mordió con toda su fuerza. La anciana señorita Sturgeon dejó escapar un grito, tomándose el muslo.

—¡Pequeña gata salvaje!

—¡Tía! ¡Te habrá contagiado la rabia!

—Les dije que era un peligro —dijo la señora Swindell—. Vamos, olviden las ropas. Llevémosla abajo.

Cada una la tomó de un brazo y la joven señorita Sturgeon se mantuvo cerca, ofreciendo inútiles consejos como advertir sobre la existencia de la escalera y las puertas, mientras que Eliza se revolvía.

—¡Estate quieta, niña! —exigió la anciana señorita Sturgeon.

—¡Socorro! —gritó Eliza, casi liberándose—. ¡Que alguien me ayude!

—Recibirás una tunda —siseó la señora Swindell mientras llegaban a los pies de la escalera.

De repente, un aliado inesperado.

—¡Una rata! ¡He visto una rata!

—¡No hay ratas en mi casa!

La joven señorita Sturgeon gritó, saltó sobre una silla y derribó varias botellas.

—¡Muchacha torpe! Lo que se rompe se paga.

—Pero es su culpa. Si usted no tuviera ratas…

—¡No las tengo! No hay ratas por ningún lado…

—Tiita, la he visto. Una cosa horrible, grande como un perro, con ojos negros como cuentas y largas y afiladas garras… —Su voz se ahogó y se dejó caer contra el respaldo de la silla—. Me voy a desmayar. No estoy hecha para estos horrores.

—Vamos, Margaret, ten coraje. Piensa en los cuarenta días y cuarenta noches de Cristo.

La vieja señorita Sturgeon mostró su impresionante fortaleza sujetando a Eliza fuertemente por el brazo mientras se inclinaba para sostener a su sobrina, medio desfallecida, que había empezado a lloriquear.

—Pero sus ojitos como cuentas, la horrible nariz fruncida… —Tomó aire—. ¡Aaahhh! ¡Allí está!

Todos los ojos se volvieron en la dirección que señalaba el dedo de Margaret. Acurrucada detrás del balde para carbón, una rata temblorosa. Eliza deseó que escapara.

—¡Ven aquí, pequeña bestia! —La señora Swindell cogió un trapo y comenzó a perseguir al roedor por la habitación, golpeando en todas direcciones.

Margaret chillaba, la señorita Sturgeon la impelía a callar, la señora Swindell maldecía, se rompían botellas, y de pronto, como de la nada, una nueva voz. Fuerte y grave.

—Deténganse inmediatamente.

Todos los sonidos se evaporaron cuando Eliza, la señorita Swindell y las dos señoritas Sturgeon se volvieron para ver de dónde provenían las palabras. De pie junto a la puerta había un hombre vestido todo de negro. Detrás de él, un brillante carruaje aguardaba. Los niños se habían congregado alrededor, tocando las ruedas y maravillándose de las brillantes farolas al frente. El hombre permitió que su mirada recorriera el escenario que se desarrollaba frente a él.

—¿Señorita Eliza Makepeace?

Eliza asintió con brusquedad, incapaz de articular palabra, demasiado abrumada ahora que su vía de escape estaba bloqueada como para preguntarse por la identidad de ese desconocido que conocía su nombre.

—¿Hija de Georgiana Mountrachet? —Le pasó una fotografía. Era Madre, mucho más joven, vestida con las finas ropas de una dama. Eliza abrió, enormes, los ojos. Asintió, confundida.

—Soy Phineas Newton, represento a lord Linus Mountrachet de la mansión Blackhurst, he venido a buscarla. A llevarla a su casa, a las tierras de su familia.

Eliza se quedó boquiabierta, aunque no tanto como las señoritas Sturgeon. La señora Swindell se dejó caer en una silla, víctima de un repentino ataque de apoplejía. Su boca se abría y se cerraba como la de un pez mientras balbuceaba confusa: «¿Lord Mountrachet…? ¿Mansión Blackhurst…? ¿Tierras de la familia…?».

La vieja señorita Sturgeon se enderezó.

—Señor Newton, me temo que no voy a permitir que aparezca y se lleve a la niña sin ver ningún tipo de orden. Nosotras, en la parroquia, nos tomamos muy en serio nuestras responsabilidades…

—Todo debería estar detallado aquí. —El hombre les entregó una hoja—. Mi cliente ha solicitado y ha obtenido la tutoría de esta menor. —Se volvió a Eliza, deteniéndose apenas en sus inusuales ropas—. Venga, señorita. Se acerca una tormenta y tenemos que recorrer un buen trecho.

Le llevó apenas un segundo decidirse. No importaba que jamás hubiera oído hablar de Linus Mountrachet o de las tierras de Blackhurst. No importaba que no supiera si este señor Newton decía la verdad. No importaba que Madre hubiera guardado silencio en lo que se refería a su familia, que una negra sombra cayera sobre su rostro cuando Eliza la azuzaba para que dijera algo más. Cualquier cosa era mejor que el orfanato. Y al seguir la corriente a este hombre y su historia, escapando de las garras de las señoritas Sturgeon, y despedirse de los Swindell y su helada y solitaria habitación en lo alto, le parecía que estaba contribuyendo a rescatarse a sí misma tan certeramente como si se las hubiera ingeniado para soltarse y salir corriendo.

Se acercó rápidamente al señor Newton, se situó de pie detrás de su capa y echó un vistazo a su rostro. De cerca, no era tan grande como le había parecido cuando su silueta surgió en la puerta. Su cuerpo tenía forma de barril, era de estatura mediana y piel áspera. Bajo su sombrero de copa, Eliza pudo ver unos cabellos que los años habían desteñido, de castaños a plateados.

Mientras las señoritas Sturgeon examinaban la orden de custodia, la señora Swindell finalmente recuperó la compostura. Se adelantó, extendiendo un correoso dedo en dirección al pecho del señor Newton, puntuando cada tercera palabra.

—Esto es sólo un sucio truco, y usted, señor, es un estafador. —Sacudió la cabeza—. No sé qué es lo que quiere de la niña, aunque bien puedo imaginarlo, pero no me la arrebatará con sus retorcidos ardides.

—Le aseguro, señora —declaró el señor Newton, tragando su evidente disgusto—, que no hay truco alguno.

—¿Ah, no? —Sus cejas se enarcaron y sus labios se abrieron en una babosa sonrisa—. ¿Ah, no? —Se volvió triunfante hacia las señoritas Sturgeon—. Son mentiras, todo mentiras, no es más que un mentiroso asqueroso. Esta niña no tiene familia, es una huérfana, lo es. Una huérfana. Y es mía, mía, y puedo hacer con ella lo que quiera. —Su labio hizo una mueca de victoria al anunciar un argumento que consideraba imbatible—. Me la dejó su madre al morir porque no tenían adónde ir. —Hizo una pausa triunfal—. Así es, la madre en persona me lo dijo: ella no tenía familia. Ni mencionó familia alguna en los trece años que la conocí. Este hombre es un rufián.

Eliza alzó la mirada hacia el señor Newton, quien emitió un breve suspiro y alzó sus cejas.

—Aunque me sorprende poco que la madre de la señorita Eliza no haya divulgado los detalles de la existencia de su familia, eso no altera el hecho de que lo sea. —Hizo un gesto hacia la vieja señorita Sturgeon—. Está todo en esos papeles. —Salió y abrió la portezuela del carruaje—. ¿Señorita Eliza? —dijo indicando que debía subir.

—Llamaré a mi esposo —amenazó la señora Swindell.

Eliza dudó, abriendo y cerrando las manos.

—¿Señorita Eliza?

—Mi esposo lo meterá en vereda.

Fuera cual fuera la verdad sobre su familia, Eliza se dio cuenta de que su opción era sencilla: carruaje u orfanato. No tenía más control sobre su propio destino, no en ese momento. Su única opción era ponerse a merced de una de las personas allí congregadas. Respirando hondo, dio un paso en dirección al señor Newton.

—No he recogido mis cosas…

—¡Que alguien vaya a buscar al señor Swindell!

El señor Newton sonrió tristemente.

—No se me ocurre que haya nada aquí que pueda tener cabida en la mansión Blackhurst.

Una pequeña muchedumbre de vecinos se había ahora congregado. La señora Barrer estaba de pie a un lado, boquiabierta, la canasta con ropa lavada contra la cintura; la pequeña Hatty apoyando su sucia mejilla contra el vestido de Sarah.

—Si fuera tan amable, señorita Eliza. —El señor Newton se colocó a un lado de la puerta e hizo un gesto con su mano hacia el espacio abierto.

Con una última mirada a la jadeante señora Swindell y a las dos señoritas Sturgeon, Eliza subió el pequeño peldaño que se había desplegado para alcanzar la cuneta y desapareció en la oscura cavidad del carruaje.

* * *

No fue hasta que se cerró la portezuela cuando Eliza se dio cuenta de que no estaba sola. Sentado frente a ella, sobre los oscuros pliegues de la tapicería, había un hombre al que reconoció. Un hombre que llevaba anteojos y un suntuoso traje. Se le encogió el estómago. Supo, al instante, que ése era el Hombre Malvado del cual Madre le había advertido, y sabía que tenía que escapar. Pero cuando se volvió desesperada hacia la puerta cerrada, el Hombre Malvado golpeó la pared a sus espaldas y el carruaje dio un salto adelante.