Londres, Inglaterra, 2005
Ruby llegó tarde a la cena, pero a Cassandra no le importó. El camarero le había dado una mesa junto al gran ventanal y se quedó observando cómo los apresurados empleados se daban prisa para regresar a sus hogares. Toda esa gente, el curso de sus vidas desenvolviéndose silencioso fuera de la esfera en la que la vida de Cassandra tenía lugar. Llegaban en oleadas. Había una parada de autobús justo delante, y al otro lado de la calle, la estación de metro de South Kensington todavía lucía su encantador adorno de azulejos Art Noveau. De cuando en cuando el flujo del tráfico barría a los grupos de gente arremolinada dentro del restaurante, donde se acomodaban en sus mesas o quedaban de pie ante la barra brillantemente iluminada, esperando sus cajas blancas de cartón, con comida gourmet que llevar de cena a sus hogares.
Cassandra frotó su pulgar a lo largo de los gastados bordes del cuaderno y repasó mentalmente la frase una vez más, preguntándose si le resultaría más asimilable esta vez. El padre de Nell era Nathaniel Walker. Nathaniel Walker, pintor de la realeza, había sido el padre de Nell. El bisabuelo de Cassandra.
No, la verdad todavía le venía grande, tal como la había sentido al descubrirla por primera vez esa tarde. Había estado sentada en un banco junto al Támesis, descifrando los garabatos de Nell al relatar su visita a la casa de Battersea en la que había nacido Eliza Makepeace, la Tate Gallery en donde los retratos de Nathaniel Walker estaban colgados. La brisa había aumentado, agitando la superficie del río y corriendo en dirección a la orilla. Estaba a punto de marcharse cuando algo llamó su atención, un pasaje particularmente enrevesado en la página siguiente, una frase subrayada que decía: Rose Mountrachet era mi madre. Reconocí su retrato, y me acuerdo de ella. Después una flecha hasta el título de un libro, Quién es Quién, bajo el cual había anotado de forma apresurada los siguientes datos:
• Rose Mountrachet se casó con Nathaniel Walker, pintor, 1908
• ¡Una hija! Ivory Walker (nacida algún tiempo después, ¿1909? ¿Comprobar escarlatina?).
• Rose y Nathaniel murieron en 1913, en accidente ferroviario, Ais Gill (mismo año que desaparecí. ¿Vínculo?).
Un pedazo de papel suelto había sido doblado entre las hojas del cuaderno, una fotocopia tomada de un libro llamado Grandes desastres ferroviarios en la época de los trenes de vapor. Cassandra lo desplegó. El papel era fino y el texto estaba borroso, pero, bendito fuera, no tenía las manchas de moho que habían afectado al resto del libro. El título decía «La tragedia ferroviaria de Ais Gill». El ruido del restaurante zumbaba a su alrededor; Cassandra releyó el breve pero entusiasta relato.
En las oscuras y tempranas horas del día 2 de septiembre de 1913, dos trenes de Midland Railway partieron de la estación de Carlisle con rumbo a la estación de St. Paneras, sus pasajeros completamente ignorantes de que estaban siendo conducidos hacia una escena de completa devastación. Era una ruta escarpada, que recorría los valles y cumbres del montañoso paisaje norteño, y las locomotoras no contaban con energía suficiente. Dos hechos conspiraron para dirigir a los trenes a su destrucción esa noche: sus máquinas eran más pequeñas de lo aconsejable para las empinadas cuestas del recorrido, y cada uno había recibido carbón de mala calidad, lleno de impurezas que impedían su combustión de forma eficiente.
Tras salir de Carlisle a la 1:35 de la madrugada, el primer tren avanzaba costosamente para llegar a la cima de Ais Gill: la presión del vapor comenzó a decaer y fue disminuyendo su velocidad hasta detenerse. Uno puede imaginar que los pasajeros estarían sorprendidos por tan repentina parada, a poco de salir de la estación, pero no terriblemente alarmados. Después de todo, estaban en buenas manos; el revisor les había asegurado que estarían detenidos unos pocos minutos para luego volver a emprender la marcha.
De hecho, la certeza del revisor de que la espera sería breve fue uno de los errores fatales cometidos esa noche. El protocolo convencional ferroviario sugiere que si hubiera sabido cuánto tiempo le llevaría al maquinista y al fogonero limpiar la caldera y volver a elevar la presión del vapor, habría colocado algunas bengalas o señalizado las vías con algún farol para advertir a cualquier tren que se aproximara. Pero, horror, no lo hizo, y fue así que el destino de esa buena gente quedó sellado.
Porque más debajo de la línea, un segundo tren ascendía a duras penas. Llevaba una carga más liviana, pero la pequeña locomotora y el carbón de inferior calidad eran, empero, impedimento suficiente para causarle dificultades al maquinista. Pocos kilómetros antes de Mallerstang, el maquinista tomó la fatal decisión de abandonar la cabina para examinar el funcionamiento de las bielas. Aunque tales prácticas parecen poco seguras de acuerdo con los estándares de hoy, por aquel entonces era muy habitual. Desgraciadamente, mientras el conductor estaba ausente, el fogonero también se vio en problemas: el inyector se había obturado y el nivel de presión de la caldera comenzó a disminuir. Cuando el conductor regresó a la cabina, esa tarea ocupó toda su atención de modo que ninguno de los dos advirtió la luz roja que se agitaba desde el furgón de cola de Mallerstang.
Para cuando terminaron y volvieron su atención a las vías, el primer tren se encontraba a pocos metros y no había forma de frenar a tiempo. Como puede imaginarse, los daños fueron terribles y la tragedia acabó con gran cantidad de víctimas. Además del impacto del choque, el techo del furgón se deslizó sobre la segunda máquina, diseccionando el coche dormitorio de primera clase que estaba inmediatamente detrás. El gas del sistema de alumbrado originó un incendio a lo largo de los arrasados vagones, llevándose las vidas de los pobres desafortunados que se pusieron en su camino.
Cassandra se estremeció cuando las imágenes de una oscura noche de 1913 la asaltaron: la empinada subida, el terreno en tinieblas al otro lado de las ventanillas, la sensación al detenerse el tren de forma inesperada. Se preguntó qué estarían haciendo Rose y Nathaniel en el momento del impacto, si irían dormidos en su compartimiento, o conversando. Si estarían hablando de su hija, Ivory, que les esperaba en casa. Era extraño sentirse tan afectada por el destino de unos antepasados que acababa de descubrir. Qué horrible debió de haber sido para Nell averiguar por fin que tenía padres, sólo para perderlos de modo tan terrible poco después.
La puerta de Carluccio se abrió, dejando paso a una ráfaga de aire frío mezclada con el humo de los coches. Cassandra alzó la vista y vio a Ruby avanzando en su dirección y un hombre delgado de calva reluciente a sus espaldas.
—¡Vaya tarde! —Ruby se desplomó en uno de los asientos frente a Cassandra—. Un grupo de estudiantes justo al final. ¡Creí que nunca me libraría de ellos! —Señaló al hombre delgado y elegante—. Éste es Grey. Es mucho más divertido de lo que parece.
—Ruby, querida, qué presentación tan encantadora. —Extendió una mano sobre la mesa—. Graham Westerman. Ruby me ha contado todo sobre ti.
Cassandra sonrió. Era una consideración interesante dado que Ruby la había conocido, despierta, un total de dos horas. Sin embargo, si alguien era capaz de semejante milagro, Cassandra sospechaba que sería Ruby.
Se acomodó en su asiento.
—Qué golpe de suerte el heredar una casa.
—Sin mencionar además un delicioso misterio familiar. —Ruby agitó una mano para llamar al camarero y aprovechó para pedir pan y aceitunas para todos.
Ante la mención del misterio, Cassandra sintió un cosquilleo por su reciente descubrimiento, la identidad de los padres de Nell. El secreto, sin embargo, se atascó en su garganta.
—Ruby me ha contado lo mucho que has disfrutado con la exposición —dijo Grey con ojos brillantes.
—Claro que lo ha hecho, es humana —replicó Ruby—. Sin mencionar que además es una artista.
—Historiadora de arte —precisó Cassandra sonrojándose.
—Papá me dijo que eras una estupenda dibujante. Ilustraste un libro para niños, ¿no?
Sacudió la cabeza.
—No. Solía dibujar, pero era sólo un hobby.
—Algo más que un hobby, por lo que escuché. Papá dijo…
—Solía borronear en un cuaderno de dibujo cuando era joven. Ya no. Ha pasado mucho tiempo.
—Las aficiones sufren la tendencia a ser abandonadas con el tiempo —declaró Grey, muy diplomático—. Un buen ejemplo de ello fue el afortunadamente breve entusiasmo de Ruby por el baile de salón.
—Oh, Grey, sólo porque tú tienes dos pies izquierdos…
Mientras sus compañeros de mesa debatían el compromiso de Ruby con los aspectos más delicados del baile de salsa, Cassandra dejó que sus pensamientos volvieran a aquella tarde, muchos años antes, cuando Nell le había lanzado un cuaderno de dibujo y un paquete de lápices 2B sobre la mesa donde trataba de completar sus deberes de álgebra.
Llevaba poco más de un año viviendo con su abuela. Había empezado el instituto y tenía tantos problemas para hacer nuevos amigos como para cuadrar las ecuaciones.
—No sé dibujar —le había dicho, sorprendida e insegura. Los regalos inesperados siempre le resultaban sospechosos.
—Ya aprenderás —repuso Nell—. Tienes ojos y mano. Dibuja lo que ves.
Cassandra suspiró paciente. Nell rebosaba de ideas inusuales. No era para nada como las madres de los otros niños y menos aún como Lesley, pero tenía buenas intenciones, y no quería herir sus sentimientos.
—Creo que dibujar es algo más que eso, Nell.
—Pamplinas. Es sólo cuestión de asegurarse de ver lo que hay allí realmente. No lo que tú crees que hay.
Cassandra alzó, dubitativa, las cejas.
—Todo está formado por líneas y formas. Es como un código, sólo necesitas aprender a leerlo e interpretarlo. —Nell señaló al otro extremo del cuarto—. Esa lámpara de allá, dime qué ves.
—Eh… ¿una lámpara?
—Bueno, ahí está tu problema —dijo Nell—. Si todo lo que ves es una lámpara, entonces no tienes posibilidad de dibujarla. Pero si ves que en verdad es un triángulo sobre un rectángulo, con un delgado tubo conectándolos, entonces ya estás a medio camino, ¿no?
Cassandra se encogió de hombros, insegura.
—Dame el gusto. Prueba.
Cassandra volvió a suspirar, un leve suspiro de extraordinaria paciencia.
—Nunca se sabe, podrías sorprenderte.
Y así había sido. No es que esa primera vez mostrara un gran talento. La sorpresa había sido cuánto lo había disfrutado. El tiempo parecía volar cuando tenía el cuaderno en su regazo y un lápiz en la mano…
El camarero llegó y colocó dos cestos con pan sobre la mesa con gesto ampuloso. Asintió cuando Ruby le pidió que trajera una botella de prosecco. Mientras se alejaba, Ruby tomó un trozo de focaccia. Guiñó un ojo a Cassandra, señalándole la mesa.
—Prueba el aceite de oliva y el vinagre balsámico. Son lo más.
Cassandra mojó un pedazo de focaccia en la vinagreta.
—Vamos, Cassandra —dijo Grey—, salva a una vieja pareja no casada de pelear, dinos qué tal te ha ido la tarde.
Ella tomó una miga de pan que había caído sobre la mesa.
—Sí, ¿algo excitante? —preguntó Ruby.
Cassandra se escuchó comenzar a hablar.
—Averigüé quiénes fueron los padres biológicos de Nell.
Ruby dio un grito.
—¿Qué? ¿Cómo? ¿Quiénes?
Se mordió el labio conteniendo el temblor y sonrió con placer.
—Sus nombres eran Rose y Nathaniel Walker.
—Ay, Dios mío —rio Ruby—, ¡igual que mi pintor, Grey! Cuántas probabilidades hay de que eso suceda, de que precisamente hoy hayamos hablado de él y de que viviera en la misma propiedad donde… —Se quedó helada al darse cuenta y su rostro pasó del rosa al blanco—. ¿Quieres decir que fue mi Nathaniel Walker…? —Tragó saliva—. ¿Tu bisabuelo era Nathaniel Walker?
Cassandra asintió, sin poder contener una sonrisa. Se sentía levemente ridícula.
Ruby quedó boquiabierta.
—¿Y no tenías idea? ¿Hoy, cuando nos vimos en el museo?
Cassandra sacudió la cabeza, todavía sonriendo como una tonta. Habló, sólo para obligarse a dejar de sonreír.
—No hasta esta tarde, cuando lo leí en la libreta de Nell.
—¡No puedo creer que no nos lo contaras nada más vernos!
—Con toda tu cháchara sobre salsa, me imagino que no tuvo ocasión —dijo Grey—. Por no mencionar, querida Ruby, que a algunas personas les gusta mantener su vida privada, privada.
—Vamos, Grey, a nadie le gusta guardar secretos. Lo único que hace que un secreto sea divertido es saber que no debes contarlo. —Sacudió nuevamente la cabeza, mirando a Cassandra—. Estás emparentada con Nathaniel Walker. Hay gente que tiene toda la maldita suerte.
—Me parece un poquito raro. Es tan inesperado…
—Y tanto —reconoció Ruby—. Con tanta gente como hay investigando en su pasado con la esperanza de estar emparentada con el maldito Winston Churchill, y la providencia cae inesperadamente en tu regazo bajo la forma de un famoso pintor.
Cassandra volvió a sonreír, sin poder evitarlo.
El camarero reapareció y les sirvió a todos un vaso de prosecco.
—Por la resolución de los misterios —brindó Ruby, alzando el suyo.
Chocaron las copas y todos bebieron un sorbo.
—Perdonad mi ignorancia —dijo Grey—, sé que mis conocimientos de historia del arte dejan mucho que desear, pero si Nathaniel Walker tuvo una hija que desapareció, seguramente habría habido una enorme búsqueda. —Extendió sus palmas abiertas en dirección a Cassandra—. No dudo de la investigación de tu abuela, sin embargo, ¿cómo demonios pudo la hija de un artista famoso desaparecer sin que nadie lo supiera?
Por una vez, Ruby no tuvo respuesta. Miró a Cassandra.
—Por lo que pude averiguar, leyendo la libreta de Nell, todos los informes dicen que Ivory Walker murió a los cuatro años. La misma edad que Nell tenía cuando apareció en Australia.
Ruby se frotó las manos.
—¿Crees que fue secuestrada y que quien lo hizo se las arregló para que pareciera que había muerto? ¡Qué excitante! ¿Quién fue? ¿Por qué lo hicieron? ¿Qué más averiguó Nell?
Cassandra sonrió disculpándose.
—Creo que nunca llegó a resolver esa parte del misterio. No del todo.
—¿Qué quieres decir? ¿Cómo lo sabes?
—Lo leí al final de su libreta. Nell no lo averiguó.
—Pero debió de haber hallado algo o desarrollado alguna teoría. —La desesperación de Ruby era palpable—. ¡Dime que formuló una teoría! ¡Que nos dejó algo para seguir adelante!
—Hay un nombre —respondió Cassandra—. Eliza Makepeace. Nell fue encontrada con una maleta que contenía un libro de cuentos de hadas que le traía viejos recuerdos. Pero si Eliza puso a Nell en el barco, ella no llegó a Australia.
—¿Qué pasó con ella?
Cassandra se encogió de hombros.
—No hay datos oficiales. Como si hubiera desaparecido justo en el momento en que Nell fue enviada a Australia. Fueran cuales fueran los planes de Eliza, en algún momento debieron de fallarle.
El camarero volvió a llenar sus copas y preguntó si ya estaban listos para ordenar el plato principal.
—Supongo que deberíamos —dijo Ruby—. ¿Podría darnos cinco minutos? —Abrió el menú decidida y suspiró—. Todo esto es tremendamente excitante. ¡Pensar que mañana partes para Cornualles a ver tu cabaña secreta! ¿Cómo puedes soportarlo?
—¿Te vas a quedar en la cabaña? —preguntó Grey.
Cassandra negó con la cabeza.
—El abogado que tenía la llave en custodia dijo que no está habitable. Hice una reserva en un hotel cercano, el hotel Blackhurst. Es la casa donde la familia Mountrachet vivía, la familia de Nell.
—Tu familia —indicó Ruby.
—Sí. —Cassandra no había pensado en eso. Sus labios volvieron a actuar por su cuenta, contra su voluntad, para formar una sonrisa temblorosa.
Ruby se estremeció de forma teatral.
—Me muero de envidia. Daría cualquier cosa por un misterio así en el pasado de mi familia, algo excitante que descubrir.
—La verdad es que estoy intrigada. Creo que ha despertado mi curiosidad. No dejo de ver a esa pequeña, a Nell de niña, arrancada de su familia, sentada sola en el muelle. No puedo sacármela de la cabeza. Me encantaría saber qué sucedió realmente, cómo es que terminó al otro lado del planeta, sola. —Cassandra se sintió incómoda de pronto, dándose cuenta de que había estado hablando todo el tiempo ella—. Supongo que es una tontería.
—En absoluto. Es completamente comprensible.
Algo en el tono comprensivo de Ruby hizo que se le helara la piel a Cassandra. Sabía lo que pasaría. Se le hizo un nudo en el estómago y su mente buscó palabras para cambiar de tema.
Pero no fue lo suficientemente rápida.
—No puede haber nada peor que perder a un hijo —razonó la cálida voz de Ruby, sus palabras quebrando el frágil caparazón que la protegía del dolor, haciendo que el rostro de Leo, su olor, su risa de niño de dos años, se liberara.
De alguna manera se las ingenió para asentir, sonreír débilmente y contener los recuerdos mientras Ruby le tomaba la mano.
—Después de todo lo que le sucedió a tu pequeño, no es sorprendente que estés tan interesada en descubrir el pasado de tu abuela. —Ruby le apretó un poco la mano—. Me parece bastante lógico: perdiste a un niño y ahora esperas encontrar a otro.