Capítulo 18

Londres, Inglaterra, 1975

Nell inclinó la cabeza para observar mejor. Había creído que al ver la casa en donde Eliza había vivido la reconocería, de alguna manera, que sentiría instintivamente que era importante para su pasado, pero no fue así. La casa del número treinta y cinco de la calle Battersea Church le resultaba completamente desconocida. Era sencilla, y, por lo demás, tenía el mismo aspecto que cualquier otra casa de la calle: tres pisos, ventanas de guillotina, delgados canalones que reptaban por los ásperos muros de ladrillo ennegrecidos por el tiempo y el hollín. Lo único que la diferenciaba era un extraño añadido en lo alto. Desde fuera, parecía que parte de la cubierta hubiera sido reformada para crear un cuarto extra, aunque sin verlo por dentro era difícil asegurarlo.

La calle corría paralela al Támesis. Una calle con basura en los desagües y chicos de narices sucias jugando en el pavimento no parecía, ciertamente, la clase de lugar para acoger a una escritora de cuentos de hadas. Era una idea tonta y romántica, por supuesto, pero cuando Nell se había imaginado a Eliza, sus pensamientos habían evocado los jardines de Kensington de J. M. Barrie, con el mágico encanto del Oxford de Lewis Carroll.

Pero ésta era la dirección anotada en el libro que le comprara al señor Snelgrove. Ésta era la casa en donde Eliza Makepeace había nacido. En donde había pasado sus primeros años.

Se acercó. No parecía haber actividad alguna dentro de la casa, por lo que se atrevió a mirar por la ventana. Un cuarto pequeño, un hogar de ladrillo, y una tosca cocina. Una estrecha escalera se aferraba a la pared del lado de la puerta.

Nell retrocedió, casi tropezando sobre una maceta con una planta seca.

Un rostro en la ventana de la casa vecina le hizo dar un salto, un rostro pálido flanqueado por una corona de revueltos cabellos blancos. Nell parpadeó, y cuando volvió a mirar, el rostro había desaparecido. ¿Un fantasma? Volvió a parpadear. No creía en fantasmas, no de ésos que aparecen haciendo ruido por las noches.

Un momento después, la puerta del número treinta y siete de la calle Battersea Church se abrió con fuerza. De pie al otro lado, una miniatura de mujer, de metro veinte de alto, con piernas como palillos, se apoyaba en un bastón. De una verruga en su mejilla izquierda crecía un largo pelo canoso.

—¿Quién eres, muchacha? —preguntó con un espeso acento de suburbio.

Habían pasado cuarenta años por lo menos desde que alguien la llamara muchacha.

—Nell Andrews —dijo, apartándose de la reseca planta—. Estoy de visita. Miraba, solamente. Intentaba… —Extendió la mano—. Soy australiana.

—¿Australiana? —dijo la mujer, los pálidos labios entreabriéndose en una sonrisa toda encías—. ¿Por qué no lo dijiste? El esposo de mi sobrina es australiano. Viven en Sydney, ¿tal vez los conozcas? ¿Desmond y Nancy Parker?

—Me temo que no —repuso Nell. El rostro de la anciana comenzó a ensombrecerse—. No vivo en Sydney.

—Ah, bueno —dijo la mujer con un dejo de escepticismo—. Tal vez si alguna vez vas allá, te cruces con ellos.

—Desmond y Nancy. Me aseguraré de no olvidarlos.

—Él vuelve tarde, la mayoría de las veces.

Nell frunció el ceño. ¿El marido de la sobrina, en Sydney?

—El tipo que vive al lado es bastante tranquilo. —La mujer bajó la voz hasta convertirla en susurro teatral—. Puede que sea negro, pero trabaja duro. —Sacudió la cabeza—. ¡Imagínate! Un africano viviendo en el número treinta y cinco. Nunca pensé que llegaría ese día. Mi madre se revolcaría en la tumba si supiera que hay negros viviendo en su vieja casa.

A Nell se le despertó la curiosidad.

—¿Su madre vivió ahí?

—Ahí mismo —contestó orgullosa la vieja mujer—. De hecho yo nací allí, en esa misma casa por la que estás tan interesada.

—¿Nació aquí? —Nell enarcó las cejas. No había mucha gente que pudiera afirmar haber vivido en la misma calle toda la vida—. ¿Cuándo fue, hace sesenta, setenta años?

—Casi setenta y ocho, si quieres saberlo. —La mujer adelantó el mentón, por lo que su cabello cano reflejó la luz—. Ni un día menos.

—Setenta y ocho años —repitió Nell lentamente—. Y ha estado aquí todo el tiempo. Desde… —hizo un rápido cálculo—, ¿desde 1897?

—Ajá, diciembre de 1897. Bebé de Navidad, eso fui.

—¿Conserva muchos recuerdos? Quiero decir, ¿de la infancia?

—A veces creo que son los únicos recuerdos que tengo —rio.

—Debía de ser un lugar muy distinto entonces.

—Ah, sí —dijo la anciana con voz resabiada—, de eso no cabe duda.

—La mujer por quien estoy interesada vivió también en esta calle. Aparentemente en esa casa. ¿Tal vez la recuerde? —Nell abrió la cremallera de su bolso y sacó la imagen que había fotocopiado de la primera página del libro del cuento de hadas. Notó que le temblaban levemente los dedos—. La dibujaron para que pareciera un personaje de cuento de hadas, pero si mira con detenimiento el rostro…

La mujer extendió una mano nudosa y tomó la imagen, entrecerrando los ojos de tal modo que finas arrugas se acumularon en torno a cada ojo. Luego se echó a reír.

—¿La conoce? —preguntó Nell conteniendo el aliento.

—Claro que la conozco. La recordaré hasta que me muera. Solía matarme a sustos cuando era pequeñita. Me contaba toda clase de cuentos retorcidos cuando sabía que mi madre no estaba cerca para darle una tunda y echarla a patadas. —Miró a Nell frunciendo la frente, que se asemejó entonces a una concertina—. ¿Elizabeth? ¿Ellen?

—Eliza —apuntó Nell con rapidez—. Eliza Makepeace. Se convirtió en escritora.

—No sé mucho de eso, no soy una gran lectora. No encuentro sentido a todas esas páginas. Lo que sé es que la niña del dibujo nos contaba historias que hacían poner los pelos de punta. Hacía que la mayoría de los niños del barrio estuvieran asustados de la oscuridad, aunque siempre volvíamos por más. No sé de dónde las sacaba.

Nell volvió a mirar a la casa, trató de imaginarse a la joven Eliza. Una empedernida contadora de cuentos, asustando a los niños más pequeños con sus relatos de terror.

—La extrañamos cuando se la llevaron. —La anciana sacudió la cabeza tristemente.

—Hubiera creído que estaría contenta de que no la asustara más.

—Al contrario —dijo la vieja, moviendo los labios como si estuviera masticándose las encías—. No hay niño vivo que no disfrute de un buen susto de vez en cuando. —Clavó su bastón en un punto de la escalera en donde la pintura se estaba desconchando. Entrecerró los ojos mirando a Nell—. Esa muchacha recibió el peor de los sustos, mucho peor que cualquiera de sus cuentos. Perdió a su hermano, ¿sabes?, un día, en la niebla. Nada de lo que pudiera contarnos fue tan terrible como lo que le pasó a él. Un caballo grande, negro, le aplastó el corazón. —Sacudió la cabeza—. La niña nunca fue la misma después de eso. Se volvió un poco loca, si me lo preguntas, se cortó el cabello ¡y si mal no recuerdo comenzó a vestir pantalones!

Nell sintió una oleada de excitación. Esto era una novedad.

La mujer se aclaró la garganta, tomó un pañuelo y escupió en él. Continuó como si nada hubiera sucedido.

—Corrió un rumor que decía que se la llevaron al orfanato.

—No fue así —explicó Nell—. Se fue a vivir con unos parientes a Cornualles.

—Cornualles. —Una tetera comenzó a silbar dentro de la casa—. Entonces no le salió mal la cosa, ¿no?

—Me imagino que no.

—Bueno —dijo la vieja mujer con una inclinación de cabeza en dirección a la cocina—, es la hora del té. —El anuncio fue tan formal que por un breve y esperanzado momento Nell pensó que sería invitada a pasar, le ofrecería té e incontables anécdotas sobre Eliza Makepeace. Pero cuando la puerta comenzó a cerrarse, y la anciana se quedó a un lado y Nell del otro, la agradable imagen se desvaneció.

—Espere —dijo, empujando la puerta con la mano para que no se cerrara.

La mujer mantuvo la puerta entreabierta mientras continuaba silbando la tetera.

Nell sacó un pedazo de papel de su cartera y comenzó a escribir en él.

—Si le apunto la dirección y el número de teléfono del hotel en donde estoy, ¿me llamaría si recuerda algo más sobre Eliza? ¿Cualquier cosa?

La anciana enarcó una ceja blanca. Hizo una breve pausa, como examinando a Nell, y luego tomó el pedazo de papel. Su voz, al hablar, había cambiado levemente.

—Si se me ocurre cualquier cosa, se lo haré saber.

—Gracias, señora…

—Swindell —dijo la vieja mujer—. Señorita Harriet Swindell. Jamás conocí a hombre alguno a quien le permitiera hacerme suya.

Nell alzó una mano para saludarla, pero la puerta de la anciana señorita Swindell ya estaba cerrada. Cuando la tetera dejó de silbar dentro de la casa, Nell miró su reloj. Si se apuraba, todavía tendría tiempo suficiente para llegar a la Tate Gallery. Allí podría ver el retrato que Walker pintó de Eliza, el que había titulado La Autora. Tomó de su bolso el pequeño mapa londinense para turistas y recorrió con el dedo el río hasta que encontró Millbank. Echó una última mirada a la calle Battersea Church, mientras un autobús rojo pasaba sacudiéndose frente a las hileras de casas victorianas que habían sido testigos de la infancia de Eliza. Nell se marchó.

* * *

Y allí estaba ella, La Autora, colgando de la pared del museo. Tal como Nell la recordaba. Una gruesa trenza colgando sobre un hombro, el cuello de encaje del vestido abotonado hasta el mentón cubriendo su delgado cuello y un sombrero muy diferente al tipo de sombreros que usualmente llevaban las mujeres eduardianas. Sus líneas eran más masculinas, su inclinación más desenfadada, su portadora, de alguna manera, más irreverente, aunque Nell no podía entender en qué lo notaba. Cerró los ojos. Si se esforzaba lo suficiente, casi podía recordar su voz. A veces le llegaba a la mente, una voz plateada, llena de magia y misterio y secretos. Pero siempre se le escapaba antes de poder atraparla en su memoria, hacerla propia para poder invocarla y recordarla.

La gente se movía a sus espaldas y Nell volvió a abrir los ojos. La Autora apareció nuevamente frente a ella, y se acercó. El retrato era inusual: por un lado, era un boceto en carboncillo, más un estudio que un retrato. El encuadre era también interesante. La modelo no estaba mirando al artista, sino que había sido dibujada como si estuviera alejándose, como si se hubiera vuelto sólo en el último minuto y hubiera quedado congelada en ese momento. Había algo seductor en sus grandes ojos, sus labios entreabiertos como si fuera a hablar; y algo también inquietante. Era la ausencia del menor asomo de sonrisa, como si hubiera sido sorprendida. Observada. Atrapada.

Si sólo pudieras hablar, pensó Nell. Entonces tal vez podrías decirme quién soy o qué hacía contigo. Por qué subimos juntas a ese barco y por qué no volviste a buscarme.

Nell sintió caer sobre ella el sombrío peso del desencanto, aunque no sabía a ciencia cierta qué revelaciones había imaginado descubrir en el retrato de Eliza. No, se corrigió, más que imaginado, esperado. Toda su búsqueda estaba basada en la esperanza. El mundo era un lugar enorme y no era fácil encontrar a una persona que se había extraviado sesenta años antes, incluso si esa persona era una misma.

La sala estaba comenzando a vaciarse y Nell se vio rodeada por los cuatro costados de las silenciosas miradas de quienes habían muerto hacía ya mucho. Todos la observaban de ese modo extraño y agobiante que tienen los retratados: los ojos, eternamente vigilantes, siguiendo al visitante por toda la estancia. Sintió un estremecimiento, y se puso el abrigo.

El otro retrato que le llamó la atención estaba casi junto a la puerta. Cuando su mirada se detuvo en la pintura de la mujer de cabellos oscuros, piel pálida y labios llenos, Nell supo exactamente quién era. Miles de fragmentos de recuerdos largo tiempo olvidados se combinaron en un instante, la certeza invadió cada una de sus células. No era que hubiera reconocido el nombre escrito debajo del retrato, Rose Elizabeth Mountrachet; las palabras significaban muy poco. Era mucho más que eso. Los labios de Nell comenzaron a temblar y algo en lo profundo de su ser se acongojó. Le era difícil respirar. «Mamá», susurró, sintiéndose estúpida, eufórica y vulnerable, todo al mismo tiempo.

* * *

Gracias a Dios que la Biblioteca Central estaba abierta hasta tarde, porque a Nell le hubiera resultado imposible esperar al día siguiente. Finalmente conocía el nombre de su madre, Rose Elizabeth Mountrachet. Más tarde, recordaría ese momento en la Tate Gallery como una suerte de nacimiento. De repente, sin advertencia previa ni grandes alharacas, era la hija de alguien, supo el nombre de su madre. Repitió esas palabras una y otra vez mientras avanzaba veloz por las calles en sombras.

No era la primera vez que las escuchaba. El libro que había comprado al señor Snelgrove mencionaba a la familia Mountrachet. Era el tío materno de Eliza, un miembro menor de la aristocracia, dueño de las grandes tierras de Cornualles Blackhurst, adonde Eliza había sido enviada tras la muerte de su madre. Era el eslabón que había estado buscando. El lazo que unía a la Autora de los recuerdos de Nell con el rostro que ahora reconocía como el de su madre.

La bibliotecaria se acordaba de Nell del día anterior, cuando fue en busca de información sobre Eliza.

—¿Encontró entonces al señor Snelgrove? —dijo con una sonrisa.

—Lo encontré —dijo Nell, casi sin aliento.

—Y vivió para contar el cuento.

—Me vendió un libro que me resultó muy útil.

—Ése es nuestro Snelgrove, siempre se las arregla para vender algo. —Sacudió la cabeza en un gesto afectuoso.

—Me pregunto —dijo Nell— si podría volver a ayudarme. Necesito encontrar información sobre una mujer.

La mujer parpadeó.

—Voy a necesitar algo más que eso para hacerlo.

—Por supuesto. Una mujer que nació a fines del siglo XIX.

—¿Era también escritora?

—No, al menos que yo sepa. —Nell suspiró, ordenando sus ideas—. Su nombre era Rose Mountrachet, su familia pertenecía de algún modo a la aristocracia. Pensé que quizá podría encontrar algo en uno de esos libros, ya sabe, con detalles sobre los miembros de los distintos linajes.

—Como el Debrett. O el Quién es Quién.

—Sí, exactamente.

—Vale la pena intentarlo —dijo la bibliotecaria—. Tenemos aquí ambas publicaciones, pero el Quién es Quién es quizá el más sencillo de consultar. Los descendientes son invitados automáticamente a incluirse. Puede que ella no cuente con una entrada propia, pero si tiene suerte será mencionada en la de otra persona, tal vez su padre, o su esposo. Sospecho que usted no sabe cuándo falleció.

—No. ¿Por qué?

—Dado que no sabe cuándo fue incluida, si lo fue, podría ahorrarse tiempo si examinara primero el Quién es Quién. Sin embargo, para eso necesita saber cuándo murió.

Nell negó con la cabeza.

—No tengo ni idea. Si me indica por dónde están, revisaré los Quién es Quién. Comenzaré en el presente e iré hacia atrás hasta que encuentre alguna mención suya.

—Podría llevarle tiempo, y la biblioteca cerrará enseguida.

—Me apresuraré.

La mujer se encogió de hombros.

—Suba las escaleras hasta el primer piso y encontrará los números anteriores junto al mostrador de información. El listado es alfabético.

* * *

Por fin, en 1934, Nell encontró oro. No era Rose Mountrachet, pero era un Mountrachet: Linus, el tío que se había hecho cargo de la custodia de Eliza Makepeace tras la muerte de Georgiana. Leyó la entrada:

MOUNTRACHET, Lord, Linus St. John Henry. n. 11 de enero de 1860, h. del difunto Lord St. John Luke Mountrachet y la difunta Margaret Elizabeth Mountrachet, c. el 31 de agosto de 1888 con Adeline Langley. Una h., difunta Rose Elizabeth Mountrachet, c. con difunto Nathaniel Walker.

Rose se había casado con Nathaniel Walker. ¿Quería eso decir que él era su padre? Volvió a leer la entrada. Los difuntos Rose y Nathaniel. Entonces ambos habían fallecido antes de 1934. ¿Por eso la dejaron con Eliza? ¿Había sido Eliza designada su tutora porque sus padres habían muerto?

Su padre —es decir, Hugh— la había hallado en el muelle de Maryborough a fines de 1913. Si Eliza había sido designada tutora tras la muerte de Rose y Nathaniel, eso ¿no quería decir que debían de haber muerto antes?

¿Y si buscara a Nathaniel Walker en el Quién es Quién de ese año? Seguramente tendría una entrada. Mejor aún, si su teoría era correcta y ya no estaba vivo en 1913, debería ir directamente al Quién es Quién. Se apresuró a ir hasta la hilera de estantes y tomó el Quién es Quién 1897-1915. Con dedos temblorosos, buscó de atrás para adelante, Z, Y, X, W. Allí estaba.

WALKER, Nathaniel James, n. 22 de julio de 1883, f. 2 de septiembre de 1913. h. de Anthony Sebastian Walker y Mary Walker, c. con la difunta Hon. Rose Elizabeth Mountrachet, 3 de marzo de 1908. Una h., la difunta Ivory Walker.

Nell se quedó inmóvil. Una hija, era correcto, pero ¿qué querían decir con difunta? Ella no estaba muerta, estaba bien viva.

Nell fue de pronto consciente de la calefacción de la biblioteca y sintió que le faltaba el aire. Se abanicó el rostro, volvió a leer la entrada.

¿Qué podía significar? ¿Podían haberse equivocado?

—¿La encontró?

Nell alzó la vista. Era la mujer del mostrador.

—¿Alguna vez se equivocan? —le preguntó—. ¿Alguna vez tienen datos equivocados?

La mujer frunció los labios, pensativa.

—Supongo que no son las fuentes más fiables. Se compilan con la información suministrada por los propios interesados.

—¿Y qué sucede cuando éstos han fallecido?

—¿Perdón?

—Si en el Quién es Quién las personas de la entrada han fallecido, ¿quién suministra entonces la información?

Se encogió de hombros.

—La familia que los sobrevive, supongo. El resto se copia del último cuestionario que se suministró para la entrada. Se agregan las fechas de fallecimiento y listo. —Sacudió una invisible pelusa de uno de los estantes—. Cerramos dentro de diez minutos. Hágame saber si hay algo más en que pueda ayudarla.

Había habido un error, eso era todo. Debía de suceder con frecuencia; después de todo, la persona que componía el texto no conocía personalmente a los individuos. Era posible que el linotipista se distrajera por un momento, y que la palabra «fallecido» fuera insertada por error. Un desconocido consignado a una muerte temprana para la posteridad, frente a unos ojos silenciosos.

Era poco más que un error tipográfico. Ella sabía que era hija de aquéllos que se mencionaban en la entrada y que sin lugar a dudas no había «fallecido». Todo lo que necesitaba hacer era encontrar una biografía de Nathaniel Walker, para demostrar que la entrada estaba equivocada. Ahora tenía un nombre; su nombre que una vez fue Ivory Walker. Y si no le resultaba familiar, si no se ajustaba a ella como un abrigo usado, eso no cambiaba nada. La memoria era así de caprichosa respecto a qué cosas se recordaban y cuáles no.

De pronto recordó el libro que compró al entrar en la Tate, sobre la pintura de Nathaniel. Tenía que incluir una breve biografía. Lo sacó de su bolso y lo abrió.

Nathaniel Walker (1883-1913) nació en Nueva York, de padres polacos inmigrantes, Antoni y Marya Walker (originalmente, Walczwk). Su padre trabajó en los muelles de la ciudad, su madre era lavandera y crio a sus seis hijos, de los cuales Nathaniel fue el tercero. Dos de sus hermanos fallecieron por diversas fiebres. Nathaniel estaba destinado a seguir a su padre en los muelles, cuando un transeúnte, Walter Irving jr., heredero de la fortuna petrolera Irving, fascinado por uno de los dibujos que éste había estado realizando de una calle de Nueva York, le encargó a Nathaniel que pintara su retrato.

Bajo el mecenazgo de su patrón, Nathaniel se convirtió en un miembro conocido de la próspera sociedad neoyorquina. Fue durante una de las fiestas de Irving en 1907 cuando Nathaniel conoció a la Honorable Rose Mountrachet, quien se encontraba visitando Nueva York, desde Cornualles. Se casaron el año siguiente en Blackhurst, la propiedad de los Mountrachet cerca de Tregenna, Cornualles. La reputación de Nathaniel continuó aumentando después de que el matrimonio se instalara en el Reino Unido, la cima de su carrera llegó con la comisión, a principios de 1910, del que sería el último retrato del rey Eduardo VII.

Nathaniel y Rose Walker tuvieron una hija, Ivory Walker, nacida en 1909. Su esposa e hija fueron frecuentes modelos y uno de sus más encantadores retratos es el denominado Madre e hija. La joven pareja falleció trágicamente en 1913 en Ais Gill cuando el tren en el que viajaban se estrelló con otro y se incendió. Ivory Walker murió de escarlatina pocos días después de la muerte de su padre.

No tenía sentido. Nell sabía que ella era la niña a quien hacía referencia esa biografía. Rose y Nathaniel Walker eran sus padres. Ella se acordaba de Rose, la había reconocido al instante. Las fechas coincidían: su nacimiento, incluso su viaje a Australia, encajaba demasiado bien con las muertes de Rose y de Nathaniel para ser una coincidencia. Por no mencionar la conexión adicional de que Rose y Eliza debían de haber sido primas.

Nell volvió a revisar el índice y recorrió la lista con el dedo. Se detuvo en Madre e hija y buscó en la página indicada, con el corazón palpitante.

Un temblor se apoderó de su labio inferior. Podía no recordar que la llamaran Ivory pero no le quedaba duda alguna. Sabía cómo era su aspecto de niña. Ésa era ella. Sentada en el regazo de su madre, retratada por su padre.

¿Por qué la historia pensaba que ella había muerto? ¿Quién había informado mal al Quién es Quién? ¿Era un engaño deliberado o ellos lo creían también? Ignorando que ella había sido embarcada rumbo a Australia por una misteriosa escritora de cuentos de hadas.

No debes decir tu nombre. Es el juego que estamos jugando. Eso fue lo que la Autora había dicho. Ahora Nell podía oírla. Su voz clara y sonora, como una brisa sobre la superficie del océano. Es nuestro secreto. No debes revelarlo. Nell volvía a tener cuatro años, a sentir el miedo, la incertidumbre, la excitación. Olió el barro del río, tan distinto al ancho mar azul, escuchó las hambrientas gaviotas del Támesis, los marineros llamándose los unos a los otros. Un par de barriles, un lugar oscuro donde esconderse, un hilo de luz con motas de polvo flotando…

La Autora se la había llevado. No había sido abandonada después de todo. Había sido raptada y sus abuelos no lo habían sabido. Era por eso por lo que no habían ido en su búsqueda. La creían muerta.

¿Pero por qué la había raptado la Autora? ¿Y por qué había desaparecido, dejando a Nell sola en el barco, sola en el mundo?

Su pasado era como una muñeca rusa, una pregunta dentro de una pregunta dentro de una pregunta.

Y lo que ella necesitaba para desentrañar esos nuevos misterios era una persona. Alguien con quien pudiera hablar, que pudiera haberla conocido entonces, o conocido a alguien que la conociera. Alguien que pudiera echar luz sobre la Autora, y los Mountrachet, y Nathaniel Walker.

Sin embargo, esa persona no podía hallarse entre los polvorientos sótanos de una biblioteca. Necesitaba llegar al corazón del misterio, a Cornualles, a ese pueblo, Tregenna. A esa enorme casa oscura, Blackhurst, en donde una vez vivió su familia y ella había correteado cuando era pequeña.