Capítulo 17

Londres, Inglaterra, 2005

Cassandra sabía que los autobuses serían rojos, claro, y de dos pisos, pero verlos moverse pesadamente en dirección a lugares como Kensington High y Piccadilly Circus anunciados en sus ventanillas era, sin embargo, sorprendente. Como haber caído dentro de un cuento de su infancia, o en una de las muchas películas que había visto en donde enormes taxis negros recorrían las calles empedradas, las casas estilo eduardiano se erguían atentas sobre anchas avenidas y el viento del norte arrastraba delgadas nubes sobre un cielo encapotado.

Llevaba en este Londres escenario de mil películas, de mil historias, casi veinticuatro horas. Cuando finalmente despertó del agotamiento de su desfase horario, se halló a solas en el diminuto apartamento de Ruby, el sol de mediodía filtrándose por las cortinas, para depositar un fino rayo sobre su rostro.

En el pequeño taburete junto al sofá cama, había una nota de Ruby:

¡Te eché de menos en el desayuno! No quise despertarte. Sírvete cualquier cosa que encuentres que valga la pena. Hay plátanos en el frutero, restos de algo en la nevera, aunque no los he revisado últimamente… ¡Pueden ser terribles! Tienes toallas en el armario del baño, si quieres asearte. Estaré en el V&A hasta las seis. Tienes que venir a ver la exposición de la que soy organizadora. ¡Me resultaría muy, muy excitante mostrártela!

P. D.: ven a primera hora de la tarde. Reuniones insoportables toda la mañana.

Y allí estaba Cassandra, a la una de la tarde, con el estómago rugiendo, en mitad de la calle Cromwell, esperando que el tráfico detuviera su perpetuo fluir por las arterias de la ciudad para poder cruzar al otro lado.

El Museo Victoria & Albert se elevaba enorme e imponente ante ella, el manto de la tarde deslizándose con rapidez por su fachada de piedra. Un gigante mausoleo del pasado. Su interior lleno de salas y salas, cada una rebosante de historia. Miles de objetos, fuera de época y lugar, reverberando sigilosamente entre las alegrías y traumas de vidas olvidadas.

Cassandra se topó con Ruby que guiaba a un grupo de turistas alemanes hasta la nueva cafetería del museo.

—Desde luego —suspiró Ruby en voz alta mientras los dirigía—, no me opongo a tomar café aquí dentro, me gusta el buen café tanto como a cualquiera, ¡pero nada me irrita más que la gente que pasa de largo frente a mi exposición en busca del Santo Grial de bollos sin azúcar y refrescos importados!

Cassandra sonrió un tanto culpable, esperando que Ruby no pudiera escuchar los quejidos de su estómago frente a los deliciosos aromas provenientes de la cafetería. Pues lo cierto era que allí se dirigía.

—Lo que quiero decir es, ¿cómo pueden dejar pasar la oportunidad de mirar al pasado cara a cara? —Ruby agitó su mano en dirección a las hileras de vitrinas repletas de tesoros que constituían su colección—. ¿Cómo pueden?

Cassandra sacudió la cabeza, sofocando un gruñido de su estómago.

—No lo sé.

—Ah, bueno —suspiró dramáticamente Ruby—, has llegado justo cuando los filisteos no son más que un recuerdo distante. ¿Cómo te sientes? ¿No demasiado aturdida?

—Estoy bien, gracias.

—¿Dormiste bien?

—El sofá cama era muy cómodo.

—No hace falta mentir —dijo Ruby entre risas—, aunque aprecio el detalle. Al menos sus bultos y protuberancias han impedido que durmieras el día entero. En caso contrario, te habría tenido que llamar para despertarte. No podía dejar que te perdieras esto. —Su rostro se iluminó—. ¡Todavía no puedo creer que Nathaniel Walker viviera en la misma propiedad donde se encuentra tu casa! Probablemente la vio, ¿sabes?, se inspiró en ella. Incluso pudo haber estado en su interior. —Con ojos brillantes y redondos, Ruby tomó a Cassandra del brazo y comenzó a avanzar por uno de los pasillos—. ¡Vamos, esto te va a encantar!

Con algo de temor, Cassandra se preparó para mostrar una reacción entusiasta apropiada, sin importar lo que Ruby estaba tan interesada en mostrarle.

—Ahí lo tienes —indicó Ruby señalando triunfante una hilera de bocetos en la vitrina—. ¿Qué te parecen?

Cassandra estaba sin aliento, se inclinó para mirarlos mejor. No había necesidad de fingir entusiasmo. Los dibujos la sorprendieron y excitaron.

—¿Pero de dónde…? ¿Cómo es que…? —Cassandra miró de reojo a Ruby, quien juntó las manos con gesto de satisfacción—. No tenía idea de que existieran.

—Nadie lo sabía —repuso Ruby exultante—. Nadie excepto la dueña, y puedo asegurarte que no les había prestado atención en muchísimo tiempo.

—¿Cómo los conseguiste?

—Por pura casualidad, querida. De casualidad. Cuando concebí por primera vez la idea para la muestra, no quise sólo reubicar los mismos objetos Victorianos que la gente lleva décadas contemplando. Así que publiqué un pequeño anuncio clasificado en todas las revistas especializadas que se me ocurrieron. Algo muy sencillo, simplemente decía: «Se busca, a préstamo: objetos artísticos de interés, de fines del siglo XIX. Para ser exhibidos con amoroso cuidado en un museo de Londres».

»Dicho y hecho, comencé a recibir llamadas el mismo día que el anuncio apareció. La mayor parte eran pistas falsas, claro; los cuadros que pintó del cielo la tía abuela Mavis y cosas por el estilo, pero entre tanta basura encontré algunas perlas. Te sorprendería el número de objetos de incalculable valor que han sobrevivido a pesar de no haber recibido el más mínimo cuidado.

Cassandra pensó que lo mismo sucedía con las antigüedades: los mejores hallazgos eran siempre aquéllos que habían quedado olvidados durante décadas, escapando de las garras de coleccionistas aficionados.

Ruby observó nuevamente los bocetos.

—Éstos estaban entre mis descubrimientos más preciados —le sonrió a Cassandra—. Bocetos inacabados de Nathaniel Walker, ¿quién lo hubiera creído? Quiero decir, tenemos una pequeña colección de sus retratos, arriba, y hay algunos en la Tate, pero hasta donde yo sé, hasta donde sabe nadie, eso era lo único que había sobrevivido. Se pensaba que el resto había sido…

—Destruido. Sí, lo sé. —Cassandra sentía que le ardían las mejillas—. Nathaniel Walker era conocido por deshacerse de los bocetos preparatorios, del trabajo que no lo satisfacía.

—Ya puedes imaginar cómo me sentí cuando la mujer me entregó éstos. Había conducido hasta Cornualles el día anterior y había estado yendo de una casa a otra, rechazando educadamente varios objetos que eran por completo inadecuados. La verdad —declaró elevando la vista al cielo—, te sorprendería ver las cosas que la gente cree que pueden valer algo. Sólo te diré que cuando llegué a la casa estaba a punto de darme por vencida. Era una de esas cabañas marineras, pintadas de blanco, con tejados de pizarra gris, me disponía a irme cuando Clara abrió la puerta. Era una cosita de nada, como un personaje de Beatrix Potter, una ancianita con su delantal de ama de casa. Me hizo pasar a la sala más pequeña y rebosante de adornos que haya visto nunca, a su lado mi apartamento parece una mansión, e insistió en servirme té. Con el día que llevaba hubiera preferido un whisky, pero me hundí en los almohadones y esperé a ver con qué objeto completamente inútil iba a hacerme perder el tiempo.

—Y te dio esto.

—Supe lo que eran de inmediato. No están firmados, pero tienen su sello. Fíjate en la esquina superior izquierda. Te lo juro, comencé a temblar cuando los vi. Casi derramé la taza de té sobre ellos.

—Pero ¿cómo los obtuvo? —preguntó Cassandra—. ¿De dónde los sacó?

—Me contó que estaban entre los objetos de su madre —dijo Ruby—. Su madre, Mary, fue a vivir con Clara cuando enviudó, y vivió allí hasta que murió, a mediados de los sesenta. Ambas eran viudas, y supongo que se hacían compañía mutua. Por cierto, Clara estaba encantada de tener una audiencia deseosa de oír historias sobre su madre. Antes de partir insistió en hacerme subir el tramo más peligroso de escaleras que puedas imaginar para echar un vistazo al cuarto de Mary. —Ruby se inclinó acercándose a Cassandra—. Fue toda una sorpresa. Mary podía haber muerto hacía cuarenta años, pero el cuarto daba la impresión de estar preparado por si llegaba en cualquier momento. Era tétrico, pero del modo más delicioso: una pequeña cama, con las sábanas dispuestas, un periódico doblado en la mesa de luz, con un crucigrama a medio terminar en la primera página. Y debajo de la ventana, un pequeño baúl con candado de lo más tentador. —Se pasó la mano por sus cabellos grises—. Me costó un gran esfuerzo resistirme a atravesar el cuarto y arrancar el candado con mis manos.

—¿Lo abrió? ¿Viste lo que contenía?

—No tuve esa suerte. Permanecí piadosamente serena y poco después me hizo salir. Tuve que contentarme con los bocetos de Nathaniel Walker y con la afirmación de Clara de que no había nada más de ese estilo entre los objetos de su madre.

—¿Era Mary también una artista? —preguntó Cassandra.

—¿Mary? No, era empleada doméstica. Al menos al principio. Durante la Primera Guerra Mundial trabajó en una fábrica de municiones y supongo que después de eso debió de dejar el trabajo doméstico. Bueno, eso de que dejó el trabajo es una manera de hablar. Se casó con un carnicero y pasó el resto de su vida preparando morcillas y limpiando las tablas de cortar carne. ¡No estoy segura de qué me habría gustado menos!

—En cualquier caso —razonó Cassandra frunciendo el ceño—, ¿cómo diantre llegó esto a sus manos? Nathaniel Walker era famoso por guardar en secreto su trabajo, y apenas existen bocetos. No se los daba a nadie, nunca firmaba contratos con editores que quisieran mantener derechos de autor sobre los originales, y eso con obras terminadas. No puedo imaginarme qué pudo convencerle para desprenderse de bosquejos incompletos como éstos.

Ruby se encogió de hombros.

—¿Los tomaron prestados? ¿Los compraron? Tal vez los robó. No lo sé, y debo admitir que no me importa demasiado. Me alegra dejarlo como uno de los hermosos misterios de la vida. Le agradezco a Dios que ella pusiera sus manos sobre ellos, y que nunca se diera cuenta de su valor, que no los considerara dignos de exhibir, y que por ello los preservara tan bellamente para nosotros durante todo el siglo XX.

Cassandra se inclinó sobre los dibujos. Aunque nunca antes los había visto, los reconoció. Eran inconfundibles: primeros bocetos de las ilustraciones del libro de cuentos de hadas. Trazados con más rapidez, las líneas con un carácter exploratorio, desbordantes del entusiasmo inicial del artista frente a su tema. La respiración de Cassandra se agitó al recordar esa misma sensación en sus comienzos como dibujante.

—Es increíble, tener la oportunidad de ver un trabajo en sus primeras fases. Creo que dice tanto o más sobre el artista que el trabajo terminado.

—Como las esculturas de Miguel Ángel en Florencia.

Cassandra la miró de reojo, complacida por la perspicacia de Ruby.

—La primera vez que vi una foto de esa rodilla brotando del mármol se me erizó la piel. Era como si la figura hubiera estado atrapada dentro todo el tiempo, esperando a que alguien con suficiente habilidad llegara para liberarla.

Ruby estaba exultante.

—Oye —dijo, teniendo una repentina idea—, es tu única noche en Londres, salgamos a cenar. Se suponía que iba a quedar con mi amigo Grey, pero lo comprenderá. O le diré que venga también, cuantos más, mejor, después de todo…

—Discúlpeme, señora —dijo una voz con acento estadounidense—, ¿trabaja usted aquí?

Un hombre alto de cabellos oscuros se irguió entre ambas.

—Así es —contestó Ruby—. ¿En qué puedo ayudarle?

—Mi esposa y yo estamos famélicos y uno de los vigilantes del piso superior nos dijo que aquí había una cafetería.

Ruby hizo un gesto con los ojos en dirección a Cassandra.

—Hay un restaurante llamado Carluccio cerca de la estación. Quedamos allí a las siete de la tarde. Yo invito. —Después apretó los labios y forzó una delgada sonrisa—. Por aquí, señor, yo le mostraré dónde es.

* * *

Cuando salió del V&A, Cassandra fue en busca de un tardío almuerzo. Pensó que la última comida que había ingerido debía de haber sido la cena del avión, un puñado del regaliz de Ruby, y una taza de té: no era sorprendente que su estómago le pidiera comida a gritos. El cuaderno de Nell tenía un mapa del centro de Londres pegado en el interior de la tapa, y hasta donde Cassandra podía ver, no importaba qué dirección tomara, habría de toparse con algún sitio para comer y beber. Mientras observaba el mapa se percató de una leve marca con tinta, algo al otro lado del río, una calle en Battersea. La excitación le cosquilleó la piel como si fuera una pluma. Una X marcaba el lugar, pero ¿qué lugar exactamente?

Veinte minutos después, se compró un emparedado de atún y una botella de agua en un café en Kings Road, y luego continuó por la calle Flood hacia el río. Al otro lado, las cuatro chimeneas de la planta eléctrica de Battersea se elevaban altas y robustas. Cassandra sintió un extraño placer en seguir los pasos de Nell.

El sol otoñal había salido de su escondite y lanzaba esquirlas de plata sobre la superficie del Támesis. Cuánto habría visto ese río: incontables vidas que transcurrieron en sus márgenes, incontables muertes. Y era de ese río del que había partido un barco, muchos años atrás, con la pequeña Nell a bordo. Apartándola de la vida que había conocido, hacia un futuro incierto. Un futuro que ahora era el pasado, una vida que había concluido. Y sin embargo importaba, le había importado a Nell y ahora le importaba a Cassandra. Ese rompecabezas era su herencia. Más que eso, era su responsabilidad.