Londres, Inglaterra, 1900
La niebla era espesa y amarilla, del color del pudín de guisantes. Había caído durante la noche, desplegándose desde la superficie del río y expandiéndose pesadamente por las calles, en torno a las casas, por debajo de los portales. Eliza miraba por la grieta entre los ladrillos. Bajo ese manto silencioso, casas, lámparas de gas, muros… se transformaban en monstruosas sombras, acechando mientras las nubes color azufre se movían a su alrededor.
La señora Swindell le había dejado una pila de ropa para lavar, pero hasta donde Eliza podía ver, no tenía sentido lavar nada con la niebla en ese estado: lo que era blanco estaría gris al terminar el día. Lo mismo daba colgar las ropas mojadas pero sin lavar, que fue lo que hizo. Se ahorraría una barra de jabón, además de su tiempo. Porque Eliza tenía cosas mejores de las que ocuparse: cuando más espesa era la niebla, tanto mejor para ocultarse y espiar.
El Destripador era uno de sus mejores juegos. Al comienzo lo había jugado sola, pero con el tiempo le había enseñado a Sammy las reglas y ahora se turnaban para interpretar los personajes de Madre y el Destripador. Eliza no terminaba de decidir cuál de los papeles era su favorito. El Destripador, pensaba en ocasiones, por su poder. Hacía que su cara se sonrojara de placer, acercándose silenciosa por la espalda de Sammy, ahogando una risita, mientras se preparaba a atraparlo…
Pero también había algo seductor en jugar a ser Madre. Caminar con rapidez, con cautela, negándose a mirar por encima del hombro, negándose a salir corriendo, intentando mantener la calma a pesar de las pisadas a su espalda, mientras su corazón latía tan fuerte que ahogaba cualquier ruido. El miedo era delicioso, haciendo que sintiera un cosquilleo por la piel.
Aunque los Swindell habían salido a remover el barro en busca de tesoros (la niebla era un don para los habitantes del río que arañaban sus ingresos mediante medios inescrupulosos), Eliza descendió silenciosa las escaleras, evitando cuidadosamente el chirrido del cuarto escalón. Sarah, la muchacha que cuidaba de Hatty, la hija de los Swindell, era de ésas que disfrutaba ganándose el favor de sus señores con ladinos informes sobre el comportamiento de Eliza.
Al pie de las escaleras, Eliza se detuvo y observó los bultos en sombras de la tienda. Los tentáculos de la niebla se habían abierto camino entre los ladrillos, entrando en la estancia, colgando pesadamente sobre los objetos, arracimándose amarillentos en torno a la titilante lámpara de gas. Sammy estaba en un rincón, sentado en un banco, limpiando botellas. Estaba inmerso en sus pensamientos: Eliza reconoció la máscara de ensoñación de su rostro.
Un solo vistazo le confirmó que Sarah no estaba acechando. Eliza se le acercó.
—¡Sammy! —susurró.
Nada, no la había oído.
—¡Sammy!
Dejó de sacudir su rodilla y se inclinó de modo que su cabeza apareció al otro lado del mostrador. El cabello le caía, lacio, hacia un lado.
—Afuera hay niebla.
Su expresión neutra reflejaba lo evidente de la afirmación. Se encogió levemente de hombros.
—Densa como barro de alcantarilla, la luz de las lámparas ha desaparecido. Perfecta para el Destripador.
Eso atrajo la atención de Sammy. Permaneció inmóvil por un momento, considerándolo, luego sacudió la cabeza. Señaló la silla del señor Swindell, con su manchado respaldo hundido donde los huesos de su espalda se apoyaban, noche tras noche, cuando regresaba de la taberna.
—Ni siquiera sabrá que nos hemos ido. Estará fuera mucho tiempo, al igual que ella.
Él volvió a sacudir la cabeza, pero esta vez con algo menos de vigor.
—Estarán ocupados toda la tarde, ninguno dejaría pasar la oportunidad de ganarse una moneda extra. —Eliza notaba que lo estaba convenciendo. Él era parte de ella, después de todo, siempre había sido capaz de leer sus pensamientos—. Vamos, no tardaremos mucho. Iremos sólo hasta el río, y luego daremos la vuelta. Puedes elegir quién quieres ser.
Eso lo convenció, tal como esperaba. Los sombríos ojos de Sammy se encontraron con los suyos.
Alzó la mano, cerrada en un pequeño y pálido puño, como si sostuviera un cuchillo.
* * *
Mientras Sammy aguardaba junto a la puerta, esperando a que pasaran los diez segundos de ventaja que se le otorgaban a quien hiciera de Madre, Eliza se alejó. Pasó agachándose por debajo de las ropas tendidas de la señora Swindell, rodeando el carro del trapero, y se dirigió hacia el río. La excitación hacía que su corazón palpitara. Esa sensación de peligro era deliciosa. Oleadas de miedo se estrellaban bajo su piel mientras avanzaba, abriéndose paso entre la gente, carros, perros, paseantes, todos borrosos por la niebla, mientras en sus oídos cosquilleaban unos pasos detrás de ella, acercándose, acercándose para atraparla.
A diferencia de Sammy, Eliza amaba al río. La hacía sentirse cerca de su padre. Madre no les había proporcionado mucha información sobre el pasado, pero una vez contó que su padre había crecido en otro meandro del mismo río. Había aprendido su oficio de marinero en un barco carbonero, antes de sumarse a otra tripulación y embarcarse para alta mar. A Eliza le gustaba pensar en todo lo que debía de haber visto en ese codo del río, cerca del Muelle de las Ejecuciones, en donde se ahorcaba a los piratas, dejándoles colgando de las cadenas hasta que tres mareas cubrieran sus cuerpos. Bailando la danza de la soga, como decían los viejos.
Eliza tembló, imaginando los cuerpos sin vida, imaginándose la sensación de que tu último respiro se estrangulara en la garganta, y luego reprendiéndose por distraerse. Era el tipo de distracción en la que Sammy caía con frecuencia. Y eso estaba bien para Sammy: Eliza sabía que debía tener más cuidado.
A ver, ¿por dónde se oían los pasos de Sammy? Se esforzó en escucharlos, se concentró. Escuchó gaviotas en el río, las sogas golpeando contra los mástiles, los cascos de los barcos hinchándose, una carretilla traqueteando, el vendedor de papel matamoscas anunciando: «Atrápelas vivas», los pasos apurados de una mujer, el chico que vendía diarios anunciando el precio de su periódico…
De pronto, detrás de ella, un choque. El relinchar de un caballo. El grito de un hombre.
A Eliza le dio un salto el corazón, casi se dio la vuelta, intrigada por ver qué había sucedido. Se detuvo justo a tiempo. No era fácil. Era de naturaleza curiosa, Madre siempre se lo decía, sacudía la cabeza y chasqueaba la lengua, advirtiéndole que si no aprendía a controlar su imaginación terminaría por dar contra una montaña hecha de sus propias fantasías. Pero si Sammy se las ingeniaba para acercarse a ella y la veía espiando, ella tendría que darse por vencida. Ya casi estaba junto al río. El olor del barro del Támesis mezclado con el de la niebla. Casi había ganado, sólo tenía que avanzar un poco más.
Se escuchaba ahora una algarabía de voces lejanas y el tañido cada vez más cercano de una campana. El estúpido caballo seguramente se había chocado contra el carro del afilador, los caballos siempre enloquecían un poco con la niebla. ¡Pero qué estruendo! ¿Qué posibilidad tendría de oír a Sammy si éste elegía atacarla en ese momento?
Vislumbró el muro de piedra al borde del río, flotando levemente en la niebla.
Eliza sonrió y salió a la carrera esos últimos metros.
En términos estrictos, correr iba contra las reglas, pero no pudo contenerse. Sus manos tocaron las pegajosas piedras y ella dio un chillido de placer. Había llegado, había ganado, triunfado sobre el Destripador una vez más.
Eliza se subió a la muralla y se sentó triunfante, mirando hacia la calle de donde había venido. Golpeó con los talones contra la roca y examinó la cortina de niebla en busca de la silueta de Sammy. Pobre Sammy. Nunca había sido tan bueno para los juegos como ella. Le llevaba más tiempo aprender las reglas, era menos capaz de adaptarse al rol para el que había sido elegido. Actuar no le resultaba tan natural como a ella.
Mientras estaba sentada, los olores y sonidos de la calle llegaron hasta donde se encontraba. Con cada respiración evidenciaba lo aceitoso de la niebla, y ahora la campana sonaba con fuerza, acercándose. La gente a su alrededor parecía excitada, todos corriendo en la misma dirección en que habían corrido cuando el hijo del trapero sufrió uno de sus ataques epilépticos, o cuando el organillero llegaba de visita.
¡Por supuesto! El organillero, eso explicaba dónde se encontraba Sammy.
Eliza bajó de un salto de la muralla, raspándose la bota en una roca que sobresalía en la base.
Sammy nunca se podía resistir a la música. Estaba sin duda de pie junto al organillero, la boca levemente abierta mientras observaba el organillo, todo pensamiento respecto al Destripador y el juego evaporados.
Siguió a la gente que se congregaba, pasando por delante del estanco, del zapatero, del prestamista. Pero a medida que engrosaba la muchedumbre, y el sonido de la campana se desvanecía, y comprobó que no se oía la música del organillo, Eliza se apresuró.
Un temor sin nombre se apoderó de su estómago, y usó los codos para abrirse paso entre la gente —mujeres a la moda con sus vestidos de paseo, caballeros con levitas para la mañana, niños de la calle, lavanderas, empleados— mientras buscaba a Sammy.
Los comentarios comenzaban a llegar desde el centro del grupo y Eliza escuchó fragmentos y retazos intercambiados en agitados susurros sobre su cabeza; un caballo negro que había salido como de ninguna parte; un niño pequeño que no lo vio venir; la terrible niebla…
Sammy no, se dijo, no puede ser Sammy. Iba justo detrás de ella, lo había escuchado…
Ahora estaba más cerca, casi había llegado al claro. Casi podía ver a través de la niebla. Conteniendo la respiración, se abrió paso entre el grupo de curiosos y la truculenta escena apareció frente a ella.
La observó toda de una vez, la comprendió de inmediato. El caballo negro, el frágil cuerpo del niño, yaciendo a la entrada de la carnicería. El cabello pelirrojo manchado de rojo oscuro, allí donde se recostaba contra los adoquines. El pecho abierto por la pezuña de un caballo, los ojos azules, vacíos.
El carnicero había salido y estaba arrodillado junto al cuerpo.
—Ya se ha ido. No tuvo oportunidad, pobrecito.
Eliza miró al caballo. Estaba agitado, asustado por la niebla, la muchedumbre, el ruido. Resoplando, su cálido aliento visible en medio de la niebla.
—¿Sabe alguien el nombre de este niño?
La muchedumbre se movió un poco, empujándose mientras se miraban unos a otros, alzaban los hombros, sacudían las cabezas.
—Puede que lo haya visto por aquí —dijo una voz dubitativa.
Eliza miró el brillante ojo negro del caballo. Mientras el mundo y sus ruidos parecían girar a su alrededor, el caballo se mantenía inmóvil. Se miraron el uno a la otra y, en ese momento, sintió como si la estuviera viendo por dentro. Observó el vacío que se había abierto en ella y que pasaría el resto de su vida intentando cerrar.
—Alguien debe de conocerlo —dijo el carnicero.
La multitud estaba en silencio, la atmósfera todavía más espectral.
Eliza sabía que tenía que odiar a la bestia negra, que debía despreciar sus fuertes patas, sus tersos y duros muslos, pero no fue así. Mirándolo fijamente, sintió casi un reconocimiento, como si el caballo comprendiera, como nadie más podía, el vacío dentro de ella.
—Listo —dijo el carnicero. Silbó y apareció un joven aprendiz—. Trae el carro y llévate al muchacho. —El aprendiz se apresuró a entrar y regresó con un carro de madera. Mientras cargaba el quebrado cuerpo del niño, el barrendero comenzó a limpiar la ensangrentada calle.
—Creo que vive en la calle Battersea Church —dijo una voz lenta y firme. Sonaba como la de uno de los hombres del despacho de abogados donde Madre había trabajado, pero no era una voz encopetada, sino más pastosa que la de los habitantes de la otra orilla.
El carnicero alzó la vista para ver de dónde provenía.
Un hombre alto con anteojos y un abrigo pulcro pero gastado se adelantó, saliendo de la niebla.
—Lo vi por allí el otro día.
Se escuchó un murmullo mientras la multitud digería la información. Miraron nuevamente el cuerpo destrozado del pequeño.
—¿Alguna idea de qué casa, patrón?
—Me temo que no lo sé.
El carnicero hizo una señal a su asistente.
—Llévalo a la calle Battersea Church y pregunta allí. Alguien tiene que conocerlo.
El caballo movió la cabeza en dirección a Eliza, la bajó tres veces y luego resopló y apartó la vista.
Eliza parpadeó.
—Espere —dijo, casi en un suspiro.
El carnicero la miró.
—¿Eh?
Todos los ojos se volvieron a ella, una niña esmirriada con una larga trenza de color oro rojizo. Eliza miró al hombre de los anteojos. Las lentes eran brillantes y blancas, así que no pudo ver sus ojos.
El carnicero extendió la mano para silenciar a la multitud.
—Entonces qué, niña. ¿Conoces el nombre de este infortunado muchachito?
—Su nombre es Sammy Makepeace —dijo Eliza—. Y es mi hermano.
* * *
Madre había dejado apartado un dinero para su funeral, pero no había previsto semejante medida para sus hijos. Era natural, ¿qué padre piensa que algo así vaya a ser necesario?
—Tendrá un funeral para pobres en Santa Brígida —dijo la señora Swindell, al caer esa misma tarde. Sorbió un poco de sopa de su cuchara antes de señalar a Eliza, que estaba sentada en el suelo—. Volverán a abrir la sepultura el próximo miércoles. Hasta entonces, supongo que tendremos que tenerlo aquí. —Se mordió el interior de la mejilla, empujando hacia fuera el labio inferior—. Arriba, por supuesto. No podemos dejar que el hedor espante a los clientes.
Eliza había oído hablar de los funerales en Santa Brígida. La fosa común, reabierta cada semana, la pila de cuerpos, el clérigo murmurando un rápido sermón para poder escapar del espantoso hedor del vecindario tan pronto como fuera posible.
—No —refutó—, en Santa Brígida no.
La pequeña Hatty dejó de masticar su pan, el bocado quedó en su carrillo derecho mientras miraba, con ojos muy abiertos, a su madre y luego a Eliza.
—¿No? —Los delgados dedos de la señora Swindell se aferraron a su cuchara.
—Por favor, señora Swindell —pidió Eliza—. Deje que tenga un funeral como debe ser. Como el de Madre. —Se mordió la lengua para evitar llorar—. Quiero que esté con Madre.
—Ah, ¿eso quieres, verdad? ¿Y un coche fúnebre, tal vez? ¿Y un par de plañideras profesionales? Supongo que crees que el señor Swindell y yo deberíamos pagar el lujoso funeral. —Respiró sonoramente, disfrutando de su ácido discurso—. A diferencia de lo que cree la gente, señorita, no somos una casa de beneficencia, así que a menos que cuentes con fondos, ese muchacho va a pasar a mejor vida en Santa Brígida. Suficientemente bueno para los que son como él, además.
—No quiero una carroza fúnebre, señora Swindell, ni plañideras. Sólo un entierro, una tumba propia.
—¿Y quién crees que se ocuparía de arreglar todo eso?
Eliza tragó saliva.
—El hermano de la señora Barrer es sepulturero, tal vez él podría. Seguramente, si usted se lo pidiera, señora Swindell…
—¿Desperdiciar un favor en el idiota de tu hermano?
—No es ningún idiota.
—Lo suficientemente idiota como para que lo aplastara un caballo.
—No fue su culpa, fue la niebla.
La señora Swindell sorbió más sopa.
—Ni siquiera quería salir —recordó Eliza.
—Claro que no quería —dijo la señora Swindell—. Él no era de esa clase. Tú sí.
—Por favor, señora Swindell, puedo pagarlo.
Las cejas se le enarcaron.
—¿Ah, puedes hacerlo? ¿Con promesas y rayos de luz de luna?
Eliza pensó en su bolsa de cuero.
—Yo… yo tengo algo de dinero.
La boca de la señora Swindell se abrió y dejó escapar un hilo de sopa.
—¿Algo de dinero?
—Sólo un poquito.
—Ah, mira que eres tramposa, muchacha. —Apretó los labios como si fuera una bolsa de dinero—. ¿Cuánto?
—Un chelín.
La señora Swindell gritó de la risa; un espantoso ruido tan extraño, tan desalmado, que su pequeña hija comenzó a llorar.
—¿Un chelín? —Escupió—. Un chelín ni siquiera llega para los clavos con que cerrar el ataúd.
El broche de Madre. Podía vender el broche. Es verdad que Madre le había hecho prometer no desprenderse de él, a menos que el Hombre Malvado la amenazara, pero seguramente en una situación como ésta…
La señora Swindell estaba tosiendo, ahogándose con súbito regocijo. Se golpeó el huesudo pecho, después dejó a Hatty gateando en el piso.
—Basta de súplicas, que no puedo ni escucharme pensar.
Se sentó un momento, y luego miró a Eliza entrecerrando los ojos. Asintió varias veces, mientras forjaba su plan.
—Tus ruegos me han decidido. Me voy a ocupar personalmente de que el muchacho no obtenga nada mejor de lo que merece. Tendrá un funeral para pobres.
—Por favor…
—Y me darás tu chelín por los inconvenientes.
—Pero señora Swindell…
—Ni señora Swindell ni nada. Eso te enseñará a no ser tramposa, ocultando dinero. Espera a que el señor Swindell llegue a casa y se entere de eso, entonces recibirás tu merecido. —Le pasó el cuenco a Eliza—. Ahora sírveme otra ración, y ve a llevar a Hatty a la cama.
* * *
Las noches eran lo más duro. Sola en el diminuto cuarto por primera vez en su vida, con los ruidos de la calle que parecían acrecentarse y las sombras acechando sin motivo, Eliza cayó víctima de sus pesadillas. Pesadillas mucho peores que las que había imaginado en sus historias.
Durante el día, era como si el mundo estuviera del revés, igual que una prenda colgada a secar. Todo tenía la misma forma, tamaño y color; sin embargo, algo estaba mal. Y aunque el cuerpo de Eliza funcionaba como antes, su mente vagaba por el paisaje de sus miedos. Una y otra vez se hallaba imaginando a Sammy en el fondo de la tumba de Santa Brígida, yaciendo, los miembros torcidos donde había sido lanzado entre los cuerpos de los muertos sin nombre. Atrapado bajo la tierra, los ojos abiertos, la boca intentando decir que había sido un error, que en verdad no estaba muerto.
Porque la señora Swindell se había salido con la suya y Sammy había recibido un funeral de pobre. Eliza había tomado el broche de su escondite y había ido hasta la casa de John Picknick, pero al final no había podido venderlo. Había permanecido frente a la casa durante media hora, intentando decidirse. Sabía que si vendía el broche recibiría suficiente dinero para enterrar a Sammy como correspondía. También sabía que el señor y la señora Swindell querrían saber de dónde había provenido el dinero y la castigarían sin misericordia por haber guardado semejante tesoro en secreto.
Pero no fue el miedo a los Swindell lo que la decidió. Ni siquiera el eco de la voz de Madre, haciéndole prometer que vendería el broche sólo si el hombre fantasma llegaba a amenazarla.
Fue su propio miedo de que el futuro fuera peor que el pasado. Que habría un momento, acechando en la niebla, en años venideros, en el que el broche sería su única posibilidad de sobrevivir.
Se volvió sin poner un pie en casa del señor Picknick, y se apresuró a regresar a la tienda, con el broche pesándole culpable en el bolsillo. Y se dijo que Sammy lo entendería, que él había conocido tan bien como ella el coste de la vida en el margen del río.
Después guardó su recuerdo con tanta delicadeza como pudo, cubriéndolo con capas de sentimientos —alegría, amor, compromiso— que ya no necesitaría, y lo encerró todo en lo más hondo de su ser. Estar vacía de tales recuerdos y sentimientos la hacía sentir, de alguna manera, bien. Porque, tras la muerte de Sammy, Eliza era media persona. Como un cuarto sin luz, su alma estaba fría, oscura y vacía.
* * *
¿Cuándo se le ocurrió la idea por primera vez? Eliza nunca estuvo segura. Ese día en concreto no sucedió nada diferente. Abrió los ojos a la escasa luz del pequeño cuarto como lo hacía cada mañana y yació inmóvil, volviendo a entrar en su cuerpo, tras una noche espantosa.
Echó a un lado la manta y se sentó, apoyando los pies desnudos en el suelo. Su larga trenza cayó sobre un hombro. Hacía frío; el otoño se había rendido frente al invierno, y la mañana era tan oscura como la noche. Eliza encendió una cerilla, la acercó al pabilo de la vela y luego alzó la vista hasta donde colgaba su delantal, en la puerta.
¿Qué la llevó a hacerlo? ¿Qué hizo que fuera más allá del delantal y tomara la camisa y los pantalones que colgaban detrás? ¿Ponerse las ropas de Sammy en vez de las suyas?
Eliza nunca lo supo, pero sintió que era lo correcto, como si fuera lo único posible. La camisa tenía un olor tan familiar como sus propias prendas, y sin embargo distinto, y cuando se puso los pantalones saboreó la curiosa sensación de los tobillos desnudos, del aire frío en la piel acostumbrada a las medias. Se sentó en el suelo y se ató las gastadas botas de Sammy, que le quedaban perfectas.
Después se puso de pie frente al pequeño espejo y se observó. Se miró con detenimiento mientras la vela titilaba a su lado. Un pálido rostro la observaba. El cabello largo, de un rojo dorado, ojos azules, y pálidas cejas. Sin bajar la vista, Eliza tomó un par de tijeras de costura que estaban en la cesta de lavado y sostuvo su trenza hacia un lado. Su trenza era gruesa y tuvo que esforzarse en cortarla. Por fin cayó en su mano. Al desprenderse, el cabello se soltó, desgreñado, sobre su rostro. Continuó cortando hasta que sus cabellos fueron del mismo largo que habían sido los de Sammy, y luego se puso su gorra.
Eran mellizos, no era sorprendente que se parecieran tanto, y sin embargo a Eliza se le cortó el aliento. Sonrió, levemente, y Sammy le devolvió la sonrisa. Extendió la mano y tocó el frío cristal del espejo, ya no estaba sola.
Toe… toe…
La escoba de la señora Swindell golpeaba en el techo del piso inferior, su llamada diaria para que comenzara con el lavado.
Eliza tomó su larga trenza roja del suelo, un tanto deshecha en su extremo superior, donde había sido cortada, y la ató con un pedazo de cordel. Más tarde la ocultaría con el broche de Madre. Ahora no la necesitaba. Era cosa del pasado.