Capítulo 14

Londres, Inglaterra, 1900

Encima de la tienda del señor y la señora Swindell, en la estrecha casa junto al Támesis, había un pequeño cuarto, escasamente mayor que un armario. Era oscuro, húmedo y maloliente (consecuencia natural de malos desagües y una inexistente ventilación), con paredes descoloridas que se resquebrajaban durante el verano y chorreaban durante el invierno, y una chimenea cuyo tiro había sido bloqueado hacía ya tanto que parecía una grosería sugerir que debía ser de otra manera. Pero, a pesar de su miseria, el cuarto de encima de la tienda de los Swindell era el único hogar que Eliza Makepeace y su hermano mellizo, Sammy, habían conocido, y que les proporcionaba un mínimo de seguridad y protección del que carecían sus vidas. Habían nacido en el otoño del miedo en Londres y, cuanto más crecía Eliza, más segura estaba que este hecho, sobre todas las cosas, la había hecho ser quien era. El Destripador fue el primer adversario en una vida que estaría repleta de ellos.

Lo que más le gustaba a Eliza del cuarto superior, de hecho, lo único que le gustaba más allá de su cuestionable estatus de refugio, era una grieta entre dos ladrillos, por encima del viejo estante de pino. Agradecía mentalmente la descuidada mano de obra del constructor, sumada a la tenacidad de las ratas locales, por haber hecho posible el enorme agujero en el mortero. Si Eliza se tumbaba boca abajo, estirándose a lo largo del estante, con los ojos pegados contra los ladrillos y la cabeza ligeramente inclinada, podía distinguir la curva del río. Desde ese mirador secreto podía observar sin ser observada mientras la marea de la ajetreada vida cotidiana crecía y fluía. Así conseguía lo que más le gustaba: poder ver sin ser vista. Porque, aunque su curiosidad no conocía límites, a Eliza no le gustaba ser observada. Comprendía que ser observada era peligroso, que determinados escrutinios eran una forma de robo. Lo sabía bien pues era lo que más le gustaba hacer, guardar imágenes en su memoria para volver a representarlas, darles nueva voz y color. Entretejerlas en complicadas historias, en destellos de fantasía que habrían horrorizado a quienes involuntariamente le proporcionaron inspiración.

Y había tantas personas entre las que elegir… La vida de Eliza en la curva del Támesis nunca se detenía. El río era la vida de Londres, creciendo y disminuyendo con las incesantes mareas, transmitiendo lo bueno y lo malo, dentro y fuera de la ciudad. Aunque le gustaba ver llegar a los barcos del carbón con la marea alta, a los remeros cruzando a la gente de un lado al otro, o las barcazas descargando su mercancía para los carboneros, era durante la marea baja cuando el río realmente cobraba vida. Cuando el nivel del agua bajaba lo suficiente para que el señor Hackman y su hijo pudieran dragar los cuerpos cuyos bolsillos había que aligerar; cuando los pícaros aparecían, revolviendo entre el barro hediondo en busca de soga, huesos y clavos de cobre, cualquier cosa que encontraran y que pudiera ser cambiada por una moneda. El señor Swindell tenía su propio equipo de buscadores y su sector en el barrio, un fétido rectángulo que custodiaba como si contuviera el oro de la reina. Los que se atrevían a cruzar su frontera se arriesgaban a encontrar sus empapados bolsillos vaciados por el señor Hackman la próxima vez que bajara la marea.

El señor Swindell siempre estaba persiguiendo a Sammy para que se sumara a su cuadrilla de pícaros. Le decía que era su obligación recompensar la caridad de su patrón cada vez que pudiera. Porque aunque Sammy y Eliza se las ingeniaban para ganar lo suficiente como para pagar el alquiler, el señor Swindell insistía en recordarles que su libertad dependía de su magnanimidad al no informar a las autoridades del reciente cambio en sus circunstancias.

—Esos bienhechores que vienen de vez en cuando a husmear por aquí estarían muy interesados en saber que dos jóvenes huérfanos como vosotros se han quedado solos en el ancho mundo. Sí, muy interesados —era su frase habitual—. Según la ley, debería haberos entregado cuando vuestra madre dio el último suspiro.

—Sí, señor Swindell —decía Eliza—. Gracias, señor Swindell. Es muy generoso de su parte.

—Pues que no se os olvide. Gracias a la bondad de mi corazón y el de mi señora, todavía estáis aquí. —Después bajaba la vista a lo largo de su temblorosa nariz, y recreándose en su mezquindad, estrechaba sus pupilas—. Ahora, si ese chico, con su habilidad para encontrar cosas, quisiera acercarse hasta mi zona en el barro, entonces podría convencerme que vale la pena teneros. Nunca conocí a un muchacho con mejor olfato.

Era verdad. Sammy tenía talento para encontrar tesoros. Desde que era un chiquillo, las cosas bonitas parecían cambiar su camino para ir a yacer a sus pies. La señora Swindell decía que era el don de los idiotas, que el Señor cuidaba de los tontos y los locos, pero Eliza sabía que no era verdad. Sammy no era idiota, sólo veía mejor que la mayoría porque no perdía el tiempo hablando. Jamás pronunció una palabra, nunca. Ni una vez en sus doce años. No le hacía falta, no con Eliza. Ella sabía lo que estaba pensando y sintiendo, siempre lo había hecho. Era, después de todo, su mellizo, las dos mitades de una unidad.

Así fue como supo que le tenía miedo al barro del río, y aunque ella no compartía su miedo, lo entendía. El aire era diferente cuando uno se acercaba al borde del agua. Había algo en los vapores del barro, en el vuelo de los pájaros, en los extraños ruidos que resonaban en las antiguas márgenes del río…

Eliza sabía también que era su responsabilidad cuidar de Sammy, y no sólo porque Madre se lo dijera siempre (tenía la absurda teoría de que un hombre malvado —nunca dijo quién— les acechaba, tratando de encontrarlos). Desde muy pequeña, Eliza supo que Sammy la necesitaba más que ella a él, incluso antes de tener las fiebres y estar a punto de perderlo. Algo en su comportamiento lo hacía vulnerable. Los demás niños lo habían percibido desde muy pequeños, y los adultos lo sabían ahora. Sentían que de alguna forma él no era de los suyos.

Y no lo era. Era alguien a quien las hadas habían sustituido. Eliza lo sabía todo sobre esas sustituciones. Había leído sobre ello en el libro de cuentos que durante un tiempo fue a parar a la tienda de segunda mano. Estaba, además, ilustrado. Hadas y espíritus con aspecto parecido a Sammy, con finos cabellos rojizos, largos brazos y piernas, y redondos ojos azules. Por lo que contaba Madre, algo había diferenciado a Sammy de los otros niños desde que era bebé: cierta inocencia, cierta quietud. Ella solía decir que mientras Eliza había fruncido el rostro y aullado hasta ponerse colorada para que la alimentaran, Sammy nunca había llorado. Solía yacer en su cuna, atento, como si escuchara una hermosa música flotando en el aire que nadie, salvo él, podía escuchar.

Eliza se las había ingeniado para convencer a sus caseros de que Sammy no debía unirse a los pícaros del barro, que estaba mejor limpiando chimeneas para el señor Suttborn. Ya no quedaban chicos de la edad de Sammy que limpiaran chimeneas, explicaba, no desde que las leyes contra deshollinadores menores de edad se aprobaron, y eran muy pocos los que podían limpiar las angostas chimeneas de Kensington como un muchacho delgado de codos puntiagudos, hechos precisamente para trepar por conductos oscuros y polvorientos. Gracias a Sammy, el señor Suttborn siempre tenía encargos pendientes, y había mucho que decir en defensa de contar con un ingreso constante. Incluso aunque se comparara con la esperanza de que Sammy pudiera encontrar algo de valor en el barro.

Hasta el momento, los Swindell habían entrado en razón —apreciaban las monedas que traía Sammy, así como el dinero recibido cuando Madre estaba viva y trabajaba de copista para el señor Blackwater—, pero Eliza no estaba segura de cuánto tiempo más podría mantenerlos a raya. La señora Swindell en particular tenía dificultades para ver más allá de su codicia, y gustaba de hacer amenazas veladas, murmurando sobre los «benefactores» que habían estado husmeando en busca de basura que levantar de las calles para llevar a los orfanatos.

La señora Swindell siempre había tenido miedo de Sammy, pues pensaba que el miedo era la única respuesta a lo que no tenía explicación. Eliza la había oído decir a la señora Barrer, la esposa del carbonero, que según la señora Tether, la partera que los había traído al mundo, Sammy había nacido con el cordón umbilical alrededor del cuello, y en consecuencia no debería haber pasado de la primera noche, dando su último suspiro cuando respiró el primero. «Fue cosa del demonio, la madre del niño debió de hacer un pacto con él, —dijo—. Uno sólo tiene que mirarlo para saberlo —el modo en que sus ojos miran en lo profundo de una persona, la inmovilidad de su cuerpo, tan diferente a otros niños de su edad—. Ah, en verdad hay algo que no está nada bien en Sammy Makepeace».

Semejantes historias hacían que Eliza protegiera con mayor vehemencia a su mellizo. A veces, por la noche, cuando yacía en su cama escuchando discutir a los Swindell, y a su hija Hatty llorando desconsolada, le gustaba imaginarse que a la señora Swindell le sucedían cosas horribles. Que se caía, por accidente, en la lumbre, o quedaba atrapada entre los rodillos de las máquinas secadoras estrujada hasta morir, o se ahogaba en una olla de manteca hirviendo, sus delgaduchas piernas la única parte que quedaba como evidencia de su horrible final…

Hablar del diablo era conjurarlo. Aparecía doblando la esquina de la calle Battersea Church, con una bolsa al hombro repleta de mercancías, de regreso al hogar tras otro día de trabajo persiguiendo niñas de bonitos vestidos. Eliza se apartó de la grieta y se bajó del estante, utilizando el borde de la chimenea para descender.

Era tarea de Eliza lavar los vestidos que la señora Swindell llevaba a casa. A veces, cuando hervía los vestidos al fuego, cuidando de no desgarrar los encajes como telas de araña, Eliza se preguntaba qué pensarían esas niñitas cuando veían a la señora Swindell agitar su bolsa de dulces frente a ellas, bolsa de dulces llena de pedacitos de vidrios de colores. No es que éstas se acercaran alguna vez lo bastante para saber qué jugarreta les tenía preparada. Ni mucho menos. Una vez que las tenía a solas en el callejón, la señora Swindell les quitaba sus preciosos vestidos con tanta rapidez que ellas no tenían ni tiempo de gritar. Sin duda tendrían pesadillas, pensaba Eliza, pesadillas como las de ella con Sammy atascado en una chimenea. Sentía pena por ellas —la señora Swindell era una presencia aterradora cuando salía de caza—, pero era su culpa. No debían ser tan codiciosas, siempre queriendo más de lo que ya tenían. Eliza nunca dejaba de sorprenderse de que las niñas de alta cuna, acostumbradas a grandes mansiones, lujosos cochecitos de bebé, encajes y cintillas, pudieran caer víctimas de la señora Swindell por un tesoro tan nimio como una bolsa de dulces hervidos. Tenían suerte de perder solamente un vestido y un poco de tranquilidad. Había cosas peores que perder en los oscuros callejones londinenses.

Escuchó que la puerta de entrada se cerraba de un portazo.

—¿Dónde te has metido, niña? —La voz subió rodando por las escaleras, una caliente bola de veneno. El corazón de Eliza se acongojó cuando la tocó; la caza no había sido fructífera, hecho que no presagiaba nada bueno para los habitantes del número treinta y cinco de la calle Battersea Church—. Baja y prepara la cena, o recibirás una tunda.

Eliza se apresuró a bajar las escaleras y entrar en la tienda. Su mirada pasó veloz por las siluetas en penumbra, una serie de botellas y cajas reducidas a causa de la oscuridad a extrañas proporciones. Junto al mostrador, una de esas siluetas se estaba moviendo. La señora Swindell estaba inclinada como un cangrejo en el barro, revolviendo en su bolsa, buscando entre los vestidos de encaje.

—Bueno, no te quedes ahí boquiabierta como el idiota de tu hermano. Enciende la linterna, estúpida.

—El guiso está en el fuego, señora Swindell —anunció Eliza, apurándose a encender el gas—. Y los vestidos ya están casi secos.

—Como debe ser. Salgo, día tras día, intentando ganar una moneda, y lo único que tienes que hacer es lavar los vestidos. A veces pienso que sería mejor si lo hiciera yo misma, y sacaros a ti y a tu hermano de las orejas. —Exhaló un desagradable suspiro y se sentó en su silla—. Bueno, ven aquí, pues, y quítame los zapatos.

Mientras Eliza estaba arrodillada en el suelo, aflojándole las botas, la puerta volvió a abrirse. Era Sammy, negro y empolvado. Sin palabras, la señora Swindell extendió su huesuda mano e hizo una leve seña con los dedos.

Sammy buscó en el bolsillo de su mono de trabajo, y sacó dos monedas de cobre que dejó donde debía. La señora Swindell las miró con sospecha antes de patear a Eliza a un lado con su pie sudado, cubierto con una media, y renqueó hasta la caja del dinero. Con una mirada furtiva sobre su hombro, extrajo una llave de su blusa y la metió en la cerradura. Apiló las nuevas monedas sobre las otras, chasqueando los labios mientras calculaba el total.

Sammy se acercó a la cocina y Eliza tomó un par de cuencos. Nunca comían con los Swindell. No era correcto, decía la señora Swindell, porque ambos podían hacerse la idea equivocada de ser parte de la familia. Eran empleados, después de todo, más sirvientes que inquilinos. Eliza comenzó a servir el guiso con un cucharón, colándolo, como insistía la señora Swindell: no quería desperdiciar la carne en un par de infelices desagradecidos.

—Pareces cansado —susurró Eliza—. Esta mañana empezaste muy temprano.

Sammy sacudió la cabeza, no quería que ella se preocupara.

Eliza miró en dirección a la señora Swindell, comprobó que seguía dándoles la espalda, antes de deslizar un pequeño pedazo de carne en el cuenco de Sammy.

Éste sonrió apenas, cansado, sus ojos redondos fijos en Eliza. Verle así: los hombros encogidos por las pesadas tareas del día, el rostro cubierto del hollín de las chimeneas de los ricos, agradecido por el mendrugo de carne correosa, le hizo desear poder pasar sus brazos en torno a su pequeño torso y no soltarlo nunca.

—Bien, bien. Qué bonito cuadro —dijo la señora Swindell cerrando la caja del dinero—. Pobre señor Swindell, afuera, en el barro, en busca de tesoros con los que poner comida en vuestras desagradecidas bocas… —agitó un nudoso dedo en dirección a Sammy— mientras un joven como tú vive gratis en esta casa. Eso no está bien, nada, nada bien. Cuando vuelvan los «benefactores», creo que tendré que decírselo.

—¿El señor Suttborn tiene más trabajo para ti mañana, Sammy? —preguntó rápidamente Eliza.

Sammy asintió.

—¿Y para pasado?

Otra señal de asentimiento.

—Ésas son dos monedas más esta semana, señora Swindell.

¡Ah, cómo se las arreglaba para que su voz sonara humilde!

Y qué poco importaba.

—¡Insolente! ¿Cómo te atreves a responderme? Si no fuera por el señor Swindell y por mí, vosotros dos, retorcidos gusanos, estaríais fregando suelos en un orfanato.

Eliza respiró hondo. Una de las últimas cosas que Madre había hecho fue obtener una promesa de la señora Swindell de que a Sammy y Eliza se les permitiría quedarse como inquilinos tanto tiempo como continuaran pagando el alquiler y contribuyeran al trabajo doméstico.

—Pero, señora Swindell —replicó Eliza con cautela—, Madre dijo que usted prometió…

—¿Prometí? ¿Prometí? —Furibundas babas brotaron de las comisuras de su boca—. Yo sí que voy a prometerte algo. Prometo zurrarte las nalgas hasta que no puedas ni sentarte. —Se puso súbitamente de pie y tomó una correa de cuero que colgaba de la puerta.

Eliza se mantuvo firme, aunque el corazón le latía con fuerza.

La señora Swindell avanzó, para luego detenerse, un cruel tic haciéndole temblar los labios. Sin una palabra, se volvió hacia Sammy.

—Tú —dijo—. Ven aquí.

—No —dijo Eliza, echando una veloz mirada al rostro de Sammy—. No. Lo siento, señora Swindell. Ha sido una insolencia de mi parte, tiene usted razón. Yo… yo la resarciré. Mañana barreré la tienda. Fregaré los escalones de la entrada, yo… yo…

—Cambiarás el agua del cuarto del retrete y echarás a las ratas del altillo.

—Sí —asintió Eliza—. Eso también.

La señora Swindell extendió la correa frente a ella, como un horizonte de cuero. Miró a través de sus párpados entrecerrados, de Eliza a Sammy y viceversa. Finalmente, dejó caer un extremo de la correa y volvió a colgarla en su lugar, junto a la puerta.

Eliza sintió como una lluvia de alivio.

—Gracias, señora Swindell.

Con mano temblorosa, entregó el cuenco con guiso a Sammy y tomó el cucharón para servirse.

—Detente ahora mismo —dijo la señora Swindell.

Eliza alzó la vista.

—Tú —ordenó la señora Swindell señalando a Sammy—, limpia las nuevas botellas y acomódalas en el estante. No habrá guiso hasta que termines. —Se volvió a Eliza—. Y tú, niña, sube y sal de mi vista. —Le temblaban los finos labios—. Esta noche no comerás. No tengo intención de dar de comer a una rebelde.

* * *

Cuando era pequeña, a Eliza le gustaba imaginar que su padre aparecería un día y los rescataría. Después de «Madre y el Descuartizador», «Padre el Valiente» era la mejor historia de Eliza. A veces, cuando se le cansaba el ojo de tenerlo apretado contra los ladrillos, se acostaba sobre el estante superior e imaginaba a su heroico padre. Se decía a sí misma que Madre estaba equivocada, que no se había ahogado en el mar sino que había sido enviado lejos, a una misión importante, y que un día volvería para salvarlos de los Swindell.

Aunque sabía que era una fantasía, tan improbable como que las hadas y gnomos surgieran entre los ladrillos de la chimenea, el placer que sentía al imaginarse su retorno no por ello disminuía. Llegaría a casa de los Swindell. Seguramente a caballo, no en un coche de tiro, sino en un corcel de brillantes crines y patas largas y musculosas. Y todos, en la calle, detendrían sus actividades para mirar a ese hombre, su padre, apuesto con sus negras ropas de jinete. La señora Swindell, con su miserable y enjuto rostro, espiaría por encima de la soga de tender con los bonitos vestidos robados esa mañana, y llamaría a la señora Barrer para que fuera a ver lo que estaba sucediendo. Y sabrían que era el padre de Eliza y Sammy, que venía a rescatarlos. Él los llevaría a caballo hasta el río, donde su barco estaría esperando, y navegarían por el océano hasta lugares lejanos con nombres que nunca habían escuchado.

A veces, en las raras ocasiones en las que Eliza la había convencido para sumarse a sus relatos, Madre hablaba del océano. Porque ella lo había visto con sus propios ojos, y por tanto era capaz de adornar sus historias con sonidos y olores que a Eliza le resultaban mágicos: el estallido de las olas y el aire salado, los finos granos de arena blanca, en vez del negro sedimento pegajoso del barro del río. No era muy frecuente, empero, que Madre se sumara al relato de historias. En general, ella no aprobaba esos relatos, especialmente el de «Padre el Valiente».

—Debes aprender a comprender la diferencia entre los cuentos y la realidad, mi Liza —le decía—. Los cuentos de hadas terminan demasiado bruscamente. Nunca muestran lo que sucede después, cuando el príncipe y la princesa cabalgan más allá de sus páginas.

—Pero ¿qué quieres decir, Madre? —preguntaba Eliza.

—¿Qué sucede después, cuando los protagonistas necesitan hallar su lugar en el mundo, ganar dinero y escapar de los males terrenales?

A Eliza eso le parecía irrelevante, aunque no se atrevía a decírselo. Eran príncipes y princesas, no necesitaban un lugar en el mundo, a excepción de su mágico castillo.

—No debes esperar que alguien venga a rescatarte —continuaba Madre, con mirada perdida—. Una niña que espera que la rescaten nunca se salvará a sí misma. Incluso aunque tenga los medios, descubrirá que le falta valor. No seas así, Eliza. Debes encontrar tu valor, aprender a rescatarte, no depender de nadie.

Sola, en el cuarto superior, hirviendo de desprecio contra la señora Swindell y de rabia contra su propia impotencia, Eliza se metió a gatas dentro de la chimenea en desuso. Con cuidado, lentamente, alargó el brazo hasta sentir con la mano el ladrillo suelto y lo sacó. En la pequeña cavidad, sus dedos rozaron la familiar tapa del tarro de mostaza, su fría superficie de bordes redondeados. Tratando de que sus movimientos no llegaran por el tiro de la chimenea hasta los oídos atentos de la señora Swindell, Eliza lo sacó.

Él tarro había sido de Madre, y ella lo había guardado en secreto durante años. Días antes de su muerte, en un raro momento de lucidez, Madre le había revelado a Eliza el escondite y le había pedido que lo sacara. Llevó el tarro de mostaza hasta Madre, y miró con ojos deslumbrados el misterioso objeto oculto.

A Eliza el suspense le cosquilleaba la punta de los dedos mientras esperaba a que Madre abriera el tarro. En sus últimos días, sus movimientos se habían vuelto torpes, y la tapa estaba bien cerrada con un sello de cera. Finalmente, se abrió.

Eliza miró maravillada. Dentro del tarro había un broche, del tipo de los que arrancaría lágrimas de alegría por el horrible rostro de la señora Swindell. Era del tamaño de un penique, con brillantes piedras rojas, verdes y blancas adornando el decorativo borde exterior.

El primer pensamiento de Eliza fue que el broche era robado. Ella no podía imaginarse a Madre haciendo tal cosa, pero ¿de qué otro modo había llegado a poseer un tesoro tan magnífico? ¿De dónde provenía?

Tantas preguntas y ni siquiera podía soltar su lengua para hablar. Poco hubiera importado si lo hubiera hecho; Madre no la escuchaba. Miraba el broche con una expresión que Eliza no había visto nunca.

—Este broche me es muy querido —declaró de pronto—. Muy querido. —Madre puso el tarro en manos de Eliza, casi como si no soportara tocarlo.

El tarro estaba barnizado, suave y frío bajo sus dedos. Eliza no sabía qué decir. El broche, la extraña expresión de Madre… era todo tan repentino…

—¿Sabes qué es esto, Eliza?

—Un broche. He visto a las damas elegantes usarlo.

Madre sonrió débilmente y Eliza pensó que debía de haber dado la respuesta equivocada.

—¿Tal vez un colgante que se soltó de su cadena?

—Estabas en lo correcto la primera vez. Es un broche, un broche especial. —Apretó sus manos—. ¿Sabes qué es lo que hay detrás del cristal?

Eliza observó el diseño de hebras rojas y doradas.

—¿Un tapiz?

Madre volvió a sonreír.

—En cierto modo, lo es, aunque no de los que se tejen con hilo.

—Pero puedo ver los hilos, trenzados para formar un cordón.

—Son cabellos, Eliza, tomados de las mujeres en mi familia. Mi abuela, su madre, y así. Es una tradición. Se llama broche de duelo.

—¿Por qué se usa sólo cuando te duele algo?

Madre extendió la mano y acarició el extremo de la trenza de Eliza.

—Porque nos recuerda a los que hemos perdido. A los que llegaron antes que nosotros y nos hicieron lo que somos.

Eliza asintió seria, consciente, aunque no estaba segura cómo, de haber recibido una confidencia especial.

—El broche vale mucho dinero, pero nunca he sido capaz de venderlo. He caído víctima, una y otra vez, de mi sentimentalismo, pero eso no debe detenerte.

—¿Madre?

—No estoy bien, mi niña. Pronto llegará el momento de que cuides de Sammy y de ti misma. Puede que sea necesario que vendas el broche.

—Oh, no, Madre…

—Puede que sea necesario, y será tu decisión. No dejes que mi renuencia te guíe, ¿me oyes?

—Sí, Madre.

—Pero si necesitas venderlo, Eliza, ten cuidado con cómo lo haces. No debe ser vendido de forma oficial, no deben quedar rastros.

—¿Por qué no?

Madre la miró y Eliza reconoció la mirada. Ella misma había mirado de ese modo a Sammy muchas veces a la hora de decirle la verdad.

—Porque mi familia lo averiguaría. —Eliza guardó silencio; la familia de Madre, junto con su pasado, era algo de lo que rara vez se hablaba—. Ellos habrán notificado que fue robado…

Eliza alzó las cejas.

—… Equivocadamente, mi niña, puesto que es mío. Me lo dio mi madre con ocasión de mi decimosexto cumpleaños, ha estado en mi familia mucho tiempo.

—Pero si es tuyo, Madre, ¿por qué nadie puede saber que lo tienes?

—Tal venta revelaría nuestro paradero, y eso no debe saberse. —Tomó la mano de Eliza, con ojos desorbitados, el rostro pálido y agotado por el esfuerzo de hablar—. ¿Lo entiendes?

Eliza asintió, comprendió. Es decir, comprendió a medias. Madre estaba preocupada por el Hombre Malvado, sobre el que les había prevenido toda su vida diciendo que podía estar en cualquier rincón oculto, esperando atraparlos. A Eliza siempre le habían gustado esas historias, aunque Madre nunca entró en suficientes detalles como para satisfacer su curiosidad, dejando a su imaginación embellecer las advertencias de Madre, darle al hombre un ojo de vidrio, una canasta con serpientes y un labio que se fruncía cuando sonreía.

—¿Quieres que te traiga tu medicina, Madre?

—Eres una buena niña, Eliza, una buena niña.

Eliza dejó el tarro de cerámica en la cama junto a Madre y trajo la pequeña botella de láudano. Cuando regresó, Madre volvió a extender la mano para acariciar el largo mechón de cabellos que se había desenredado de la trenza de Eliza.

—Cuida de Sammy —dijo—. Y cuídate. Recuerda siempre, con una voluntad fuerte incluso los débiles pueden ejercer gran poder. Debes ser valiente cuando yo… si algo fuera a sucederme.

—Por supuesto, Madre, pero nada te sucederá. —Eliza no lo creía, y tampoco lo creía Madre. Todos sabían lo que les sucedía a los que enfermaban de tuberculosis.

Madre consiguió tomar un sorbo de medicina y luego se recostó contra la almohada, exhausta por el esfuerzo. Sus rojos cabellos extendidos hacia arriba, revelando en su pálido cuello una sola cicatriz, el delgado corte que nunca se esfumaba y que había inspirado por primera vez a Eliza el relato del encuentro de Madre con el Destripador. Otro de los cuentos que nunca dejó que Madre oyera.

Con los ojos aún cerrados, Madre habló suavemente, con frases cortas y rápidas.

—Mi Eliza, sólo te lo diré una vez. Si él te encuentra y necesitas escapar, entonces, sólo entonces, toma el tarro. No vayas a Christie’s, no vayas a ninguna de las grandes casas de subastas. Allí tienen registros. Ve a la vuelta de la esquina y pregunta en la casa del señor Baxter. Él te dirá cómo encontrar al señor John Picknick. El señor Picknick sabrá qué hacer. —Sus párpados temblaron con el esfuerzo de tanto hablar—. ¿Lo entiendes?

Eliza asintió.

—¿Lo entiendes?

—Sí, Madre, lo entiendo.

—Hasta entonces, olvida que existe. No lo toques, no se lo muestres a Sammy, no se lo digas a nadie. ¿Eliza?

—¿Sí, Madre?

—Estate alerta respecto al hombre de quien te hablo.

* * *

Y Eliza había cumplido su palabra. En su mayor parte. Había sacado el tarro dos veces, sólo para mirarlo. Para pasar sus dedos por la superficie del broche, tal como Madre había hecho, para sentir su magia, su inestimable poder, antes de sellar rápidamente la tapa con cera y volver a guardarlo en su lugar.

Y aunque hoy lo había cogido, no era para mirar el broche de duelo. Porque Eliza había añadido su propia contribución al tarro de arcilla. Dentro estaba también su propio tesoro, su plan para el futuro.

Retiró una bolsita de cuero y la apretó con fuerza en su mano. Tomó energía de su solidez. Era una bagatela que Sammy había encontrado en la calle y le había regalado. Un juguete de algún niño acomodado, tirado y olvidado, encontrado y revivido. Eliza lo había escondido desde el principio. Sabía que si los Swindell lo veían, sus ojos se encenderían e insistirían en tenerlo en la tienda. Había sido un regalo y era suyo. No había muchas cosas de las que pudiera decir lo mismo.

Pasaron varias semanas antes de que encontrara un uso para él como lugar para ocultar sus monedas secretas, de las que los Swindell no sabían nada, pagadas por Matthew Rodin, el cazador de ratas. Eliza era hábil para cazar ratas, aunque no le gustara hacerlo. Las ratas intentaban seguir con vida, después de todo, del mejor modo posible en una ciudad que no favorecía ni a los humildes ni a los tímidos. Intentaba no pensar en lo que diría Madre —que siempre había tenido debilidad por los animales—, recordándose que no tenía mucha alternativa. Si ella y Sammy iban a tener una oportunidad, necesitaban dinero propio, dinero secreto que no fuera detectado por los Swindell.

Eliza se sentó al borde del hogar, con el tarro de arcilla en la falda, y se limpió el hollín de las manos con el reverso de su vestido. No sería bueno que lo hiciera donde la señora Swindell pudiera verlo. Nada bueno sucedía una vez que su sospechosa nariz olía algo.

Cuando Eliza estuvo satisfecha con el aspecto de sus manos, abrió la bolsita, aflojó la suave cinta de seda y agrandó cuidadosamente la abertura. Echó un vistazo.

Rescátate, había dicho Madre, y cuida de Sammy. Y eso era exactamente lo que Eliza intentaba hacer. Dentro de la bolsita había cuatro monedas de tres centavos. Dos más y tendría suficiente para comprar cincuenta naranjas. Era todo lo que necesitaban para comenzar como vendedores de naranjas. Las monedas que ganaran les permitirían comprar más naranjas y entonces tendrían su propio dinero, su propio negocio. Podrían buscar un nuevo lugar donde vivir, donde estar a salvo, sin los vigilantes y vengativos ojos de los Swindell sobre ellos. La amenaza siempre presente de ser entregados a los «benefactores» y enviados al orfanato…

Pasos en la escalera.

Eliza guardó las monedas en la bolsita, apretó el nudo y la guardó dentro del tarro. Con el corazón latiéndole con fuerza, guardó el tarro en la chimenea; ya lo sellaría más tarde. Apenas a tiempo, saltó y se sentó, con mirada inocente, en un extremo de la destartalada cama.

La puerta se abrió y Sammy apareció, aún cubierto de hollín. Ahí de pie junto al marco de la puerta, con la vela ardiendo débilmente en su mano, le pareció tan delgado que creyó que era un engaño de la luz. Le sonrió y él se acercó, buscó en su bolsillo y extrajo una pequeña patata que había robado de la alacena de la señora Swindell.

—¡Sammy! —lo reprendió Eliza, tomando la blanda patata—. Ya sabes que las cuenta. Sabrá que tú la tomaste.

Sammy se encogió de hombros, comenzando a lavarse el rostro en la bacinilla con agua junto a la cama.

—Gracias —dijo, guardándola en el cesto de costura cuando él no la observaba. La devolvería por la mañana—. Está empezando a hacer frío —comentó, mientras se quitaba el delantal quedándose sólo con sus enaguas—. Este año ha empezado antes. —Se metió en la cama, temblando bajo la delgada manta gris.

Con su camiseta y calzones, Sammy entró tras ella. Sus pies estaban helados e intentó calentarlos con los suyos.

—¿Quieres que te cuente una historia?

Notó que asentía, su cabello rozándole la mejilla al hacerlo. Y entonces comenzó su historia favorita: «Hace mucho tiempo, cuando la noche era fría y oscura y las calles estaban desiertas, y los mellizos empujaban y se agitaban dentro de su vientre, una joven princesa escuchó pasos a sus espaldas, y supo al instante a qué espíritu malvado pertenecían…».

La había estado relatando durante años, aunque no cuando Madre podía oírla. Madre hubiera dicho que estaba alterando a Sammy con sus historias. Ella no comprendía que los niños no se asustan con los cuentos; que sus vidas están llenas de cosas mucho más terribles que las que se encuentran en los cuentos de hadas.

La agitada respiración de su hermano se había vuelto regular, y Eliza supo que se había quedado dormido. Guardó silencio y continuó agarrando su mano en la suya. Era tan fría, tan huesuda, que sintió un temblor de pánico en su estómago. La apretó con fuerza, escuchándolo respirar.

—Todo saldrá bien, Sammy —susurró, pensando en la bolsita de cuero, y el dinero dentro—. Me aseguraré de ello, te lo prometo.