Londres, Inglaterra, 1975
El hombre era como una caricatura. Frágil, delgado y encorvado con una chepa en mitad de su espalda torcida. Los pantalones, beis con manchas de grasa, colgaban de sus angulosas rodillas, los tobillos como varillas se erguían estoicos desde unos zapatos demasiado grandes, mechones de hebras blancas crecían en varios puntos de un cráneo por lo demás calvo. Parecía un personaje de cuento infantil. De un cuento de hadas.
Nell se apartó de la ventana y estudió nuevamente la dirección de su libreta. Allí estaba, escrita en su enrevesada caligrafía:
Libros antiguos del Sr. Snelgrove, Cecil Court n.º4, cerca de la calle Charing Cross. El mayor experto en Londres en libros de hadas y en libros antiguos en general.
¿Podría saber algo sobre Eliza?
Los archiveros de la Biblioteca Central le habían dado su nombre y dirección el día anterior, si bien fueron incapaces de recabar más información sobre Eliza Makepeace que la que Nell ya había encontrado, pero le dijeron que si había alguien que podía ayudarla a avanzar en su investigación era el señor Snelgrove. No era el más sociable de los hombres, eso era evidente, pero sabía más sobre libros antiguos que ningún otro en Londres. Era tan anciano como el tiempo mismo, había bromeado uno de los bibliotecarios, y probablemente había leído el libro de cuentos de hadas apenas terminó de imprimirse.
Una fresca brisa le rozó el cuello desnudo y Nell se cubrió los hombros con su abrigo. Con intención decidida, abrió la puerta.
Una campanilla de bronce tintineó contra la puerta, y el anciano se volvió a mirarla. Sus gruesas gafas reflejaron la luz, como dos espejos redondos, y unas orejas imposibles hacían equilibrio a cada lado de la cabeza, el pelo blanco asomando por ellas.
Inclinó la cabeza y el primer pensamiento de Nell fue que le estaba haciendo una reverencia, una reminiscencia de los modales de tiempo atrás. Cuando los pálidos ojos vidriosos aparecieron por encima de las gafas se dio cuenta de que estaba intentando verla con claridad.
—¿Señor Snelgrove?
—Sí. —Voz de maestro irritable—. Así es. Bueno, pase, por favor, está dejando que entre esa desagradable brisa.
Nell se adelantó, consciente de la puerta que se cerraba a sus espaldas. Sintió que se escurría una leve corriente y que el aire estancado volvía a quedar inmóvil.
—Nombre —dijo el hombre.
—Nell. Nell Andrews.
Parpadeó.
—Nombre —volvió a decir, pronunciando con cuidado— del libro que está buscando.
—Por supuesto. —Nell volvió a mirar su libreta—. Aunque no es que esté buscando un libro.
El señor Snelgrove volvió a parpadear con lentitud, una caricatura de la paciencia.
Nell se dio cuenta de que ya se había hartado de ella y se quedó perpleja: estaba habituada a ser ella la hastiada. La sorpresa le provocó un irritante tartamudeo.
—Es-es decir —hizo una pausa, intentando recomponerse—, que ya tengo el libro en cuestión.
El señor Snelgrove inspiró ruidosamente y sus grandes fosas nasales se cerraron.
—Podría sugerir, señora —replicó—, que si usted ya tiene el libro de marras, tiene muy poca necesidad de mis humildes servicios. —Inclinó la cabeza—. Buenos días.
Dicho lo cual se alejó a rastras, volviendo su atención a la torre de libros junto a la escalera.
Había sido despedida. Nell abrió la boca. Volvió a cerrarla. Se dio vuelta para irse. Se detuvo.
No. Había viajado mucho para desvelar un misterio, su misterio, y este hombre era la mejor oportunidad para arrojar algo de luz sobre Eliza Makepeace, y por qué podía haber acompañado a Nell a Australia en 1913.
Recomponiéndose e irguiéndose en toda su altura, Nell atravesó la sala hasta quedar delante del señor Snelgrove. Se aclaró la garganta ruidosamente y esperó.
Él no volvió la cabeza, sino que continuó acomodando los libros.
—Sigue aquí —observó.
—Sí —dijo Nell con firmeza—. He recorrido un largo camino para mostrarle algo y no pienso marcharme hasta haberlo hecho.
—Me temo, señora —dijo con un suspiro—, que ha perdido su tiempo al igual que me está haciendo perder el mío. No vendo objetos a comisión.
La furia le escoció la garganta.
—Y yo no deseo vender mi libro. Sólo quiero que usted le eche un vistazo para obtener de ese modo la opinión de un experto. —Sentía sus mejillas acaloradas, lo que no era habitual. Ella no solía sonrojarse.
El señor Snelgrove se volvió a examinarla, con su pálida, fría y cansina mirada. Un dejo de emoción (ella no pudo adivinar cuál) pendía de sus labios. Sin palabras, y con el más ligero de los movimientos, le indicó una pequeña oficina detrás del mostrador.
Nell se apresuró a entrar. Su aceptación era la clase de imperceptible gentileza que provoca el efecto de agujerear la resolución de una persona. Una lágrima de alivio amenazó con romper sus defensas y buscó dentro de su cartera esperando encontrar un viejo pañuelo con el que poder detener el avance de la traidora. ¿Qué demonios le estaba sucediendo? No era una persona sensiblera, sabía cómo controlarse. Al menos, siempre lo había hecho. Hasta no hacía mucho, hasta que Doug le entregó aquella maleta y encontró el libro dentro, con la imagen al frente. Y comenzó a recordar cosas y gentes, como la Autora; fragmentos de su pasado, entrevisto a través de minúsculos agujeros en el tejido de su memoria.
El señor Snelgrove cerró la puerta de cristal a su paso y se acercó arrastrando los pies por una alfombra persa ennegrecida por una gruesa capa de polvo de años. Se abrió paso entre mohosas pilas de libros que estaban acomodados, como en un laberinto, en el suelo, y luego se dejó caer en una silla de cuero al otro lado del escritorio. Tomó un cigarrillo de un arrugado paquete y lo encendió.
—Y bien… —las palabras flotaron entre la columna de humo—, veamos entonces. Déjeme echar un vistazo a ese libro suyo.
Nell había envuelto el libro en una servilleta cuando se fue de Brisbane. Una idea sensata —el libro era antiguo, y valioso, necesitaba ser protegido—, pero allí, bajo la pálida luz del despacho del señor Snelgrove, esa solución casera la avergonzó.
Desató los hilos y abrió el paño de cuadros rojos y blancos, resistiéndose a esconderlo de nuevo al fondo de su bolso. Después pasó el libro por encima del escritorio a las manos del señor Snelgrove.
Se hizo el silencio, resaltado sólo por el tictac de un oculto reloj. Nell esperó ansiosa mientras éste pasaba las páginas, una tras otra.
Y seguía sin decir nada.
Tal vez necesitara alguna explicación más.
—Lo que esperaba…
—Silencio. —Alzó una pálida mano, el cigarrillo entre dos dedos amenazando con derramar la ceniza.
A Nell se le ahogaron las palabras en la garganta. Era sin duda el hombre más rudo con el que nunca hubiera tenido la desgracia de lidiar, y dado el carácter de sus conocidos en la venta de antigüedades, no era poca cosa. Sin embargo, era su oportunidad de encontrar la información que necesitaba. No le quedaba otra opción que quedarse sentada, reconvenida, mirando y esperando mientras el cilíndrico cuerpo blanco del cigarrillo se transformaba en un improbable y largo cilindro de cenizas.
Por fin, la ceniza se desprendió y cayó, levemente, al suelo. Se sumó a otros polvorientos cadáveres que habían sufrido muertes similares. Nell, que no era en absoluto un ama de casa cuidadosa, se estremeció.
El señor Snelgrove dio una última y voraz calada y aplastó el filtro en un desbordante cenicero. Después de lo que pareció una eternidad, habló entre toses.
—¿Dónde lo consiguió?
¿Estaba imaginando el temblor interesado en su voz?
—Me lo dieron.
—¿Quién?
¿Cómo responder a esa pregunta?
—Creo que fue la autora. No estoy muy segura, me lo dieron cuando era niña.
Ahora la miraba con interés. Apretó los labios, tembló un poco.
—Había oído hablar de él, claro, pero, en toda mi vida, confieso que jamás había visto una copia.
El libro yacía ahora sobre la mesa y el señor Snelgrove pasó su mano delicadamente sobre la tapa. Parpadeó, con los ojos cerrados, y emitió un profundo suspiro de bienestar, como el de un caminante en el desierto cuando finalmente le ofrecen agua.
Sorprendida por este cambio de comportamiento, Nell se aclaró la garganta en busca de palabras.
—¿Es entonces un libro raro?
—Oh, sí —contestó con suavidad, abriendo los ojos una vez más—. Sí, excepcionalmente raro. Sólo hay una edición, como puede ver. Y las ilustraciones, de Nathaniel Walker. Éste es uno de los pocos libros en los que trabajó. —Abrió la tapa y miró la ilustración—. Es en verdad un espécimen raro.
—¿Y qué hay de la autora? ¿Sabe algo de Eliza Makepeace? —Nell contuvo la respiración mientras él fruncía su arrugada nariz. Se atrevió a tener esperanzas—. Ha demostrado ser muy esquiva. Sólo he conseguido averiguar unas mínimas referencias.
El señor Snelgrove se puso de pie con esfuerzo y miró con afecto el libro antes de volverse a una caja de madera en un estante a su espalda. Sus cajones eran pequeños, y cuando abrió uno, Nell vio que estaba lleno, hasta rebosar, de pequeñas tarjetas rectangulares. Las examinó, murmurando para sí, hasta que por fin extrajo una.
—Aquí la tenemos, pues. —Sus labios se movieron mientras examinaba la tarjeta, mientras el volumen de su voz aumentaba—. Eliza Makepeace… los cuentos aparecieron en varias publicaciones… Sólo una colección publicada —indicó con el dedo el libro de Nell—, que tenemos aquí… muy poco trabajo académico sobre ella… excepto… ah, sí.
Nell se sentó más erguida.
—¿Qué es? ¿Qué ha encontrado?
—Un artículo, un libro que menciona a su Eliza. Contiene una leve biografía, si mal no recuerdo. —Se acercó a una librería que se extendía del suelo al cielo raso—. Relativamente reciente, de hace nueve años. De acuerdo con mis anotaciones debe de estar archivado en alguna parte… —Paseó un dedo por el cuarto estante, dudó, continuó, se detuvo—. Aquí —gruñó mientras extraía un libro y soplaba el polvo de su lomo. Después le dio la vuelta y examinó el título: Tejedores de cuentos de hadas y relatos de fines del siglo XIX y principios del XX, por el doctor Roger McNab. Se humedeció el dedo y lo abrió en el índice, examinando la lista—. Aquí está, Eliza Makepeace, página cuarenta y siete.
Empujó el libro abierto, sobre la mesa, en dirección a Nell.
El corazón le latía con fuerza, el pulso palpitaba bajo su piel. Se sentía acalorada, muy acalorada. Buscó la página cuarenta y siete, leyó el nombre de Eliza en la parte superior.
Por fin, por fin, estaba avanzando, una biografía que prometía describir a la persona con quien ella sabía que estaba vinculada de alguna manera.
—Gracias —dijo, con las palabras ahogándosele en la garganta—. Gracias.
El señor Snelgrove asintió, abrumado por su gratitud. Inclinó la cabeza en dirección al libro de Eliza.
—Supongo que no estará buscándole un buen hogar.
Nell sonrió apenas y negó con la cabeza.
—Me temo que no podría desprenderme de él. Es una herencia familiar.
Sonó la campanilla. Un hombre joven estaba de pie al otro lado de la puerta de cristales de la oficina, mirando indeciso las torres de abrumados libros.
El señor Snelgrove asintió brevemente.
—Bueno, si cambia de idea, ya sabe dónde encontrarme. —Mirando por encima de sus gafas al nuevo cliente, resopló—. ¿Por qué siempre dejan la puerta abierta? —Se arrastró en dirección a la sala—. Tejedores de cuentos de hadas y relatos vale tres libras —indicó al pasar junto a la silla de Nell—. Puede permanecer aquí y hacer uso del lugar durante un rato, sólo asegúrese de dejar el dinero sobre el mostrador al marcharse.
Nell asintió, y, cuando la puerta se cerró a su espalda, comenzó a leer con el corazón latiéndole con fuerza.
Escritora de la primera década del siglo XX, Eliza Makepeace es recordada por sus cuentos de hadas, los cuales aparecieron con regularidad en varias publicaciones entre los años 1907 a 1913. Se le reconoce, generalmente, la autoría de treinta y cinco relatos, aunque la lista está incompleta y la verdadera dimensión de su trabajo tal vez no se conozca nunca. Una colección ilustrada de los cuentos de hadas de Eliza Makepeace fue publicada por la editorial londinense Hobbins y Co. en agosto de 1913. El volumen se vendió bien y recibió críticas favorables. El Times describió los relatos como «un extraño placer que despiertan en este crítico el encantamiento y a veces las aterradoras sensaciones de la infancia». Las ilustraciones de Nathaniel Walker fueron especialmente elogiadas y son consideradas por muchos entre sus mejores trabajos. Eran muy diferentes de los retratos al óleo por los cuales es recordado hoy.
La historia de Eliza comienza el primero de septiembre de 1888 en Londres. Los registros de nacimientos de ese año indican que era melliza, y los primeros doce años de su vida transcurrieron en una casa de alquiler en el 35 de la calle Battersea Church. El linaje de Eliza es bastante más complejo de lo que podrían sugerir sus humildes orígenes. Su madre, Georgiana, era la hija de una familia aristocrática, habitantes de las tierras de Blackhurst en Cornualles. Georgiana Mountrachet causó un escándalo social cuando, a los diecisiete años, escapó de las propiedades de su familia con un joven muy inferior a su propia clase social.
El padre de Eliza, Jonathan Makepeace, nació en Londres en 1866, hijo de un pobre barquero del Támesis y su esposa. Fue el quinto de nueve hijos y creció en los barrios pobres detrás de los muelles de Londres. Aunque su muerte en 1888 ocurrió antes del nacimiento de Eliza, los relatos que Eliza publicara parecen reinterpretar eventos que fueron probablemente protagonizados por el joven Jonathan Makepeace durante su infancia junto al río. Por ejemplo, en «La maldición del río», los muertos colgando de las horcas de las hadas están, casi con seguridad, basados en escenas que Jonathan Makepeace debió de ver de niño en el Muelle de las Ejecuciones. Debemos presumir que estas historias le fueron contadas a Eliza por su madre, Georgiana, tal vez adornadas, y guardadas en la memoria de Eliza hasta que ella misma, comenzó a escribir.
Cómo el hijo de un pobre barquero londinense pudo conocer y enamorarse de la bien nacida Georgiana Mountrachet continúa siendo un misterio. Paralelamente a la secreta naturaleza de su huida, Georgiana no dejó información sobre los eventos que precedieron a su partida. Los intentos de averiguar la verdad fueron obstaculizados por los diligentes esfuerzos de su familia por borrar la historia. Hubo escasa cobertura en los periódicos y hay que buscar más allá, en las cartas de contemporáneos y diarios personales, para encontrar mención de lo que seguramente fue un gran escándalo en su momento. El oficio que consta en el certificado de defunción de Jonathan es «marinero» aunque la naturaleza exacta de su trabajo no está clara. Es mera especulación lo que lleva a este autor a sugerir que tal vez la vida de Jonathan en alta mar lo condujera por un breve tiempo a las rocosas costas de Cornualles. Tal vez, en la pequeña bahía de las tierras de su familia, la hija de lord Mountrachet, famosa en todo el condado por la belleza de sus cabellos, tuvo oportunidad de conocer al joven Jonathan Makepeace.
Fueran las que fueran las circunstancias de su encuentro, no puede dudarse que estaban enamorados. Pero a la joven pareja no se le garantizaron años de felicidad. La muerte súbita y de algún modo inexplicable de Jonathan a menos de diez meses de su huida debió de significar un golpe devastador para Georgiana Mountrachet, quien quedó sola en Londres, soltera, embarazada y sin apoyo familiar o financiero. Sin embargo, Georgiana no era de las que se hunden: había abandonado los límites de su clase social y tras el nacimiento de sus bebés, también abandonó el apellido Mountrachet. Trabajó como copista para la firma HJ Blackwater y Asociados de Lincoln’s Inn, Holborn.
Existe alguna evidencia de que la fina caligrafía de Georgiana fue una habilidad con la que halló amplia expresión en su juventud. Los diarios de la familia Mountrachet, donados en 1950 a la Biblioteca Británica, contienen un número de programas teatrales compuestos con cuidada caligrafía e ilustraciones de calidad. En la esquina de cada programa, la «artista» había escrito su nombre en letra diminuta. Las obras de teatro amateur eran, por supuesto, populares entre las familias importantes; sin embargo, los programas teatrales para las de Blackhurst en la década de 1880 tenían mayor regularidad y seriedad que lo que tal vez era habitual.
Poco se sabe de la infancia de Eliza en Londres, excepto la casa en la que nació y donde pasó sus primeros años. Uno puede inferir, sin embargo, que su vida fue gobernada por los dictados de la pobreza y el difícil arte de subsistir. Lo más probable es que la tuberculosis que acabaría con la vida de Georgiana la estuviera acechando a mediados de la década de 1890. Si su condición siguió los derroteros habituales, hacia los últimos años de la década la falta de aire y la debilidad habrían impedido todo trabajo regular. Ciertamente, las cuentas para HJ Blackwater corroboran este declive.
No existe evidencia de que Georgiana solicitara atención médica para su enfermedad, pero el miedo a la intervención médica era común en ese período. Durante la década de 1880, la tuberculosis era una enfermedad que debía denunciarse en Gran Bretaña y los médicos estaban obligados por ley a informar de los enfermos a las autoridades gubernamentales. Los miembros de la clase pobre urbana, temerosos de ser enviados a sanatorios (que con frecuencia parecían prisiones), se negaban a solicitar ayuda. La enfermedad de su madre debió de tener un gran efecto en Eliza, tanto desde el punto de vista práctico como desde el creativo. Las niñas en el Londres Victoriano eran empleadas en todo tipo de trabajos menores —criadas, vendedoras de frutas, floristas— y la descripción de Eliza de las planchas y de las piletas de lavar en algunos de sus cuentos de hadas sugiere que estaba íntimamente familiarizada con la tarea del lavado. Los vampiros de «La caza del hada» tal vez reflejen la creencia de principios del siglo XIX de que quienes sufrían de tuberculosis eran atacados por vampiros: la sensibilidad frente a las luces brillantes, los ojos rojos e hinchados, la piel muy pálida y la característica tos con sangre eran todos síntomas que alimentaban esta creencia.
Si Georgiana hizo algún intento por contactar con su familia tras la muerte de Jonathan o cuando su salud comenzó a deteriorarse, se desconoce. Sin embargo, en opinión del autor, parece improbable. Por cierto, una carta de Linus Mountrachet a un conocido, fechada en diciembre de 1900, sugiere que sólo recientemente se había enterado del paradero de Eliza, su pequeña sobrina londinense, y estaba espantado de pensar que había pasado una década en esas terribles condiciones. Tal vez Georgiana temiera que la familia Mountrachet no quisiera perdonar su huida, pero si la carta de su hermano es sincera, tales miedos fueron infundados.
«Después de tantos años buscando fuera del país, rastreando mares y tierras, pensar que mi querida hermana estuvo tan cerca todo el tiempo. ¡Y permitirse pasar tales privaciones! Sabrás que digo la verdad cuando te expreso cómo era su naturaleza. Qué poco parecía preocuparse de que la quisiéramos tanto y deseáramos sólo su regreso al hogar…».
Aunque Georgiana nunca regresó a salvo al hogar, Eliza estaba destinada a regresar al seno de la familia materna. Georgiana Mountrachet murió en junio de 1900, cuando Eliza tenía once años. El certificado de defunción apunta la tuberculosis como la causa, a la edad de treinta años. Tras la muerte de su madre, Eliza fue enviada a vivir con la familia materna en la zona costera de Cornualles. No queda claro cómo se realizó este encuentro, pero uno puede suponer con seguridad que, a pesar de las infortunadas circunstancias que lo precipitaron, para la joven Eliza este cambio de domicilio fue un evento de lo más afortunado. El establecerse en las propiedades de Blackhurst, con sus grandes terrenos y jardines, debió de ser un alivio, ofreciéndole seguridad frente a los peligros de las calles londinenses. De hecho, el mar se convirtió en motivo de renovación y redención en sus cuentos de hadas.
Se sabe que Eliza vivió con la familia de su tío materno hasta los veinticinco años, pero su destino posterior sigue siendo un misterio. Varias teorías han sido formuladas en torno a su vida después de 1913, aunque todas carecen de pruebas. Algunos historiadores sugieren que muy probablemente fuera víctima de la epidemia de escarlatina que se abatió sobre Cornualles en 1913. Otros, perplejos por la publicación de su último cuento de hadas en 1936, «El vuelo del pájaro cucú» en la revista Vidas literarias, sugieren que pasó su tiempo viajando, buscando la vida de aventuras que describían sus cuentos de hadas. Esta improbable idea no ha recibido aún seria consideración académica y, a pesar de tales teorías, el destino de Eliza Makepeace, junto con la fecha de su muerte, continúa siendo uno de los misterios de la literatura.
Existe un dibujo a carboncillo de Eliza Makepeace, realizado por el conocido retratista eduardiano Nathaniel Walker. Se encontró tras su muerte entre los trabajos sin concluir; el boceto, titulado La Autora, se encuentra expuesto en la Tate Gallery en Londres. Aunque Eliza Makepeace publicó sólo una colección completa de cuentos de hadas, su trabajo es rico en matices metafóricos y sociológicos, y brindaría frutos a quien se dedicara a su estudio. Mientras que relatos tempranos como «La niña transformada» muestran una fuerte influencia de la tradición de cuentos fantásticos europeos, relatos posteriores como «Los ojos de la vieja» sugieren una aproximación más original, y aventuramos, autobiográfica. Sin embargo, al igual que muchas escritoras de la primera década de este siglo, Eliza Makepeace fue víctima del cambio cultural que ocurrió tras los eventos mundiales a principio del siglo (la Primera Guerra Mundial y el movimiento de sufragio femenino, por nombrar sólo dos) y se quedó fuera del interés de los lectores. Muchas de sus historias se perdieron durante la Segunda Guerra Mundial, cuando colecciones completas de sus revistas más raras fueron robadas de la Biblioteca Británica. Como consecuencia, Eliza y sus cuentos de hadas son relativamente desconocidos hoy día. Su trabajo, junto con la autora, parece haber desaparecido de la faz de la tierra, perdido como muchos otros fantasmas de las primeras décadas de este siglo.