Pero nada es simple. Los únicos que no se equivocan nunca son los santos y los ángeles. En vista de lo que hizo, lo cual me dispongo a contar, a Matziev habría que encuadrarlo sin vacilar en la categoría de los cabrones, la más numerosa del mundo, la que se reproduce y medra con más facilidad, junto con la de los hipócritas.
Sin embargo, era el mismo hombre que, veintitrés años antes del Caso, había arriesgado su carrera —de hecho continuó de teniente durante lustros mientras los demás ascendían— por ponerse del lado de Dreyfus, pero, cuidado, no en una tertulia de café o en las sobremesas familiares, como hicieron tantos. No, Matziev demostró entonces tenerlos muy bien puestos al defender públicamente al capitán judío, afirmando estar convencido de su inocencia, a pesar, y a contrapelo, de la posición del estado mayor y ganándose de la noche a la mañana la animadversión de todos los que habrían podido darle un buen empujón y auparlo hasta las estrellas, ésas que se cosen en las hombreras de los uniformes y son de oro puro.
Todo eso es Historia, Historia con mayúscula, como suele decirse, pero a menudo se olvida y sólo vuelve a salir a la luz por pura casualidad, mientras se rebusca en los desvanes o en los viejos montones de basura.
Ocurrió a la muerte de mi padre, en 1926. Tuve que volver a la ruinosa casa en la que nací y crecí. Pero no pensaba entretenerme. Mi padre era otro muerto más, y yo ya había tenido bastantes, la verdad. Aquella casa era la casa de mis muertos, de mi madre, que en paz descanse, fallecida hacía muchos años, siendo yo un crío, y ahora también de mi padre. Ya no era la casa de mi juventud. Se había convertido en una tumba.
El pueblo tampoco se parecía al que yo recordaba. Después de la guerra, todo el mundo se había marchado, tras cuatro años de bombardeos, dejando atrás los edificios despanzurrados y las calles agujereadas como un queso gruyère. Sólo quedaba mi padre, para quien irse habría sido como concederles la victoria a los boches, a pesar de su derrota, y Fantin Marcoire, un viejo chiflado que hablaba con las truchas y vivía con una vaca muy vieja a la que llamaba Madame.
La vaca y él dormían juntos en el establo. Habían acabado por parecerse, en el olor y en todo lo demás, aunque seguramente la vaca tenía mejor la cabeza y el genio. Fantin odiaba a mi padre. Mi padre aborrecía a Fantin. Dos locos en un pueblo fantasma, insultándose entre las ruinas, tirándose piedras como dos críos con el pelo blanco y la espalda encorvada. Todas las mañanas, antes de que saliera el sol, Fantin Marcoire iba a casa de mi padre, se bajaba los pantalones y hacía sus necesidades delante de la puerta. Y, todas las noches, mi padre esperaba a que Fantin se quedara dormido contra el costado de su vaca para hacer otro tanto ante su puerta.
Estuvieron así años. Era como un ritual. Una forma de saludo. La cortesía del bajo vientre. Se conocían desde la escuela. Se odiaban, sin saber bien por qué, desde entonces. Habían ido detrás de las mismas chicas, jugado a los mismos juegos, sufrido, seguramente, los mismos padecimientos… Y el tiempo los había marchitado, como marchita el cuerpo y el corazón de todos los hombres.
—Entonces, ¿se ha muerto?
—Sí, Fantin.
—¡Será cabrón! Hacerme esto a mí…
—Era muy mayor.
—¿Me estás diciendo que yo también lo soy?
—Pues sí.
—¡El muy cerdo! ¿Y ahora qué hago yo?
—Irte de aquí, Fantin, irte a otro sitio.
—Hay que ver con lo que me sale este mocoso… ¡Irme a otro sitio! ¡Eres tan gilipollas como tu padre! ¡El muy cabrito! Parece que no había venido a este mundo más que para joderme… ¿Y ahora qué voy a hacer? ¿Crees que sufrió?
—No, creo que no.
—¿Ni siquiera un poco?
—Puede, no lo sé. ¿Cómo voy a saberlo?
—Yo sí voy a sufrir, eso seguro. Ya he empezado. Cabronazo…
Fantin se alejó por la que había sido la calle mayor del pueblo, dando grandes rodeos para evitar los viejos agujeros de los obuses. Era como una bailarina, una bailarina en el ocaso de su carrera, hecha una furia y que cada tres metros ponía a mi padre de fantoche y soplapollas para arriba. Desapareció en la esquina de la tienda de Camille, «Cintas, pasamanería y novedades», cuya destrozada persiana de madera parecía imitar las teclas descuajeringadas de un enorme piano.
La casa de mi padre era una auténtica pocilga. En vano busqué recuerdos, imágenes de otros tiempos, vestigios del pasado. Allí ya nada alentaba vida. Una capa de mugre y polvo había anquilosado todas las cosas. Era como el enorme ataúd de un muerto improbable que hubiera querido llevárselo todo consigo, pero al final no se hubiera atrevido. Me acordé de lo que nos contaba el maestro sobre Egipto, de los faraones y sus tumbas, llenas a rebosar de sus riquezas temporales. La casa de mi padre era algo parecido, salvo que él no había sido un faraón, y en lugar de oro y piedras preciosas no había más que platos sucios y botellas vacías por todas partes, en todas las habitaciones, formando grandes montones inestables y traslúcidos.
Nunca quise a mi padre, y ni siquiera sé por qué. Tampoco lo odiaba. Simplemente, nunca hablamos. La muerte de mi madre siempre se había interpuesto entre nosotros, como una espina, como una espesa cortina de silencio que ninguno de los dos se había atrevido a descorrer para tenderle la mano al otro.
En la que había sido mi habitación, mi padre se había construido un campamento atrincherado con pilas de periódicos arrimadas unas a otras que llegaban hasta el techo. La ventana había quedado reducida a una estrecha saetera desde la que se veía la ruinosa casucha de Fantin Marcoire. Al pie de la ventana había dos tirachinas fabricados con tiras de cámaras de aire, como los que utilizábamos de niños para disparar a los cuervos y las nalgas del guarda forestal. Junto a ellos, un arsenal de clavos torcidos y tornillos roñosos, un salchichón empezado, una botella mediada de vino peleón y un vaso sucio.
Allí era donde mi padre había continuado su guerra, bombardeando con chatarra menuda a su enemigo de toda la vida en cuanto lo veía salir de casa. Me lo imaginé cavilando y bebiendo durante horas, acechando la calle por la rendija de la ventana y aguzando el oído a los ruidos del exterior, sirviéndose vaso tras vaso como quien engaña al tiempo mirando el reloj. Y, de pronto, cogía un tirachinas, le ponía munición, apuntaba hacia Marcoire, esperaba sus gritos, los oía, lo veía frotarse el muslo, o la mejilla, o el culo, tal vez sangrar, agitar el puño y cubrirlo de injurias, acordarse de todos sus muertos, y entonces mi padre se golpeaba los muslos, se tronchaba hasta echar los bofes, reía y reía hasta que la risa moría, convertida en grotescos hipidos, paraba de reír, se ponía a farfullar, recuperaba el aliento, la seriedad, el aburrimiento, el vacío… Luego, con mano temblorosa, volvía a llenarse el vaso, se lo bebía de un trago, se decía que somos muy poca cosa, sí, muy poca cosa, que aquello ya no podía durar mucho, que un día es muy largo, que había que aguantar un poco más, que habría más días, y luego más, y más, y acababa cogiendo la botella y bebiendo a morro, y repitiéndose que no somos nada.
Me disponía a salir de la habitación, cuando rocé con el hombro una pila de periódicos, que se vino abajo con un rumor de hojas secas. A mis pies se desparramaron días perdidos, años muertos, dramas olvidados. Y, en medio de todo aquello, saltándome a los ojos, el nombre de Matziev en grandes letras, encabezando un breve artículo, estrecho y largo.
El incidente había ocurrido en 1894, un día de diciembre. Mejor dicho, una noche. El teniente Isidore Matziev, decía el suelto, cuyas palabras reproduzco literalmente: «… proclamó su fe en la inocencia del capitán Dreyfus ante el público congregado en el salón interior de un café. Aplaudido por la audiencia, compuesta por sindicalistas y revolucionarios, Matziev, que vestía de uniforme, agregó que se avergonzaba de pertenecer a un ejército que encarcelaba a los justos y dejaba libres a los verdaderos traidores». El periódico añadía que los presentes habían prorrumpido en vivas al orador, hasta que fueron interrumpidos por las fuerzas del orden, que procedieron a efectuar varias detenciones, entre ellas, la del propio Matziev, y a repartir mamporros a discreción. Calificado de «provocador de disturbios que ha violado el código de silencio y manchado con sus palabras el honor del ejército francés, el teniente Matziev compareció al día siguiente ante un tribunal militar, que lo condenó a seis meses de arresto mayor».
El plumífero que había escrito aquel artículo terminaba escandalizándose de la actitud del joven oficial, cuyo nombre, «dicho sea de paso, despide un inconfundible tufillo a judío, ruso, o ambas cosas a la vez». Firmaba un tal Amédée Prurion. Bonito nombre de imbécil para un auténtico canalla. ¿Qué habrá sido del tal Prurion? ¿Seguiría destilando durante mucho tiempo su dosis diaria de mezquino rencor en su periodicucho, que en muchos hogares acabaría sin duda sirviendo para limpiarse el culo? Prurion. Suena a enfermedad, a viejo herpes mal curado. Estoy seguro de que tenía cara de meapilas, las piernas torcidas y el aliento fétido, atractivos habituales de los que escupen su bilis y a continuación ahogan su amargura en bares desiertos, lanzando ojeadas a la grupa de la fregona, que, muerta de cansancio, pasa el mocho y echa serrín. Si ya ha muerto, es un mal nacido menos sobre la tierra. El odio es un condimento cruel que da a la carne sabor a inmundicia. En definitiva, Matziev, aunque yo lo conocí cuando ya se había convertido en basura, valía mucho más que él. Al menos, una vez en su vida estuvo a la altura de su condición de hombre. ¿Quién puede decir tanto?
Guardé el artículo, como una prueba. Una prueba no sé de qué. Y me marché de la casa. No he vuelto a pisarla. La vida no admite retornos. Pensé en Matziev, en su engominado bigotillo, sus apestosos cigarros, su fonógrafo y su dichosa cancioncilla. Él también acabó perdiéndose en el tiempo, con todos sus cachivaches, una vez resuelto el Caso, resuelto para ellos, claro. Seguramente, siguió con su «Caroline» a cuestas de aquí para allá, en busca de nada. Cuando cruzabas la mirada con él, tenías la sensación de que aquel hombre había llegado. Adónde era otra cuestión. Pero había llegado. Y de que en el sitio donde estaba ahora ya no le servía de nada agitarse. Que había acabado todo. Que ya no le quedaba más que esperar la última cita.
Esta noche, la nieve ha caído durante horas. La oía desde la cama, mientras trataba de conciliar el sueño. O, más bien, oía su silencio e imaginaba, tras los postigos mal cerrados, su blancura invasora, que cobraba fuerza a cada minuto.
Todo eso, el silencio y el manto blanco, me aísla del mundo todavía más. ¡Como si lo necesitara! A Clémence le gustaba la nieve. Incluso decía: «Si cae, será el vestido más hermoso para nuestro hijo…». No sabía cuánta razón tenía. Ese vestido fue también el suyo.
A las siete, he abierto la puerta. El paisaje parecía salido de una pastelería: crema y algodón dulce por todas partes. He parpadeado como ante un milagro. El cielo bajo arrastraba sus pesadas gibas sobre la cresta del monte, y la Fábrica, que habitualmente petardea con rabia como un monstruo tuerto, se entregaba a un suave ronroneo. Un mundo nuevo. O la primera mañana de un mundo nuevo. Como ser el primer hombre. Antes de las manchas, de las huellas de los pasos y de las maldades. No sé cómo decirlo.
Las palabras son complicadas. Apenas he hablado en mi vida. Escribo «en mi vida», como si ya estuviera muerto. En el fondo, es verdad. Es la pura y única verdad. Hace mucho tiempo que me siento muerto. Hago como si siguiera viviendo. Mi sentencia está en suspenso, eso es todo.
Mis pasos son unos traidores reumáticos, pero aún saben bien lo que quieren. Hacerme dar vueltas. Como un burro atado a una muela que tritura el grano perdido. Hacerme volver al corazón. Por su culpa, he vuelto a verme en la orilla del pequeño canal, que trazaba una cenefa verde salpicada de estrellas menguantes en la blancura que lo rodeaba. Avanzaba por la nieve y pensaba en el desastre de Bérézina. Puede que necesitara eso, una epopeya, para convencerme de que la vida, en el fondo, tiene un sentido, de que me pierdo en la buena dirección, de que voy derecho a los libros de historia, y por los siglos de los siglos, de que he hecho bien en posponer mi partida tantas veces, apartando en el último momento el cañón de la carabina de Gachentard, que me metía en la boca las mañanas en que me sentía vacío como un pozo seco. Las escopetas tienen un gusto curioso. Se te pega a la lengua. Pica. Sabe a vino y a tierra.
Dos garduñas se habían peleado y sus patas, todo pezuñas, habían trazado arabescos, garabatos, palabras de loco, sobre el manto de nieve. Sus vientres también habían dejado dos rastros, como dos someras sendas que se alejaban, se cruzaban y se fundían para volver a divergir e interrumpirse bruscamente, como si de pronto, cansados de jugar, los dos animalillos hubieran alzado el vuelo.
—Tan viejo y tan tonto…
Creí que el frío me jugaba una mala pasada.
—¿Es que quieres coger un pasmo? —volvió a decir la voz, que sonaba a rasposas consonantes y ruido de calderilla, y parecía venir de muy lejos.
No necesitaba volverme para saber quién me hablaba. Joséphine Maulpas. De mi edad. De mi época. Del mismo pueblo que yo. Llegada aquí a los trece años, como chica para todo, que es lo que hizo hasta los veinte, yendo de familia rica en familia rica, y agarrándose a la botella, hasta que cayó dentro de cabeza y ya no encontró dónde colocarse. Arrojada de todas partes, despedida, echada, tachada, jodida. Para acabar, y durante años, no le quedó más que el maloliente trapicheo de pieles arrancadas a conejos, topos, comadrejas, hurones, zorros y lo que se terciara, todavía sanguinolentas, recién despellejadas con la navaja. Más de treinta años pasados en la calle, con su desvencijado carretón, gritando su cantinela, «¡Pieles de conejo, pieles! ¡Pieles de conejo!», adquiriendo el hedor y el aspecto de los animales muertos, su color violeta, sus ojos sin brillo, ella, que había sido una auténtica preciosidad.
Por unas perras, Joséphine la Pelleja, que era como la apodaban los chavales, entregaba sus tesoros a Elphége Crochemort, que los curtía en un antiguo molino, a la orilla del Guerlante, seis kilómetros corriente arriba. Un viejo molino medio hundido que hacía agua como un gran barco agujereado, pero se mantenía en pie año tras año.
Crochemort no frecuentaba la ciudad. Pero cuando venía se notaba. Era imposible no saber por qué calles había pasado, porque olía que apestaba mañana y tarde, invierno y verano, como si se pasara días enteros en remojo en sus baños de álcali. Era un hombre muy atractivo, alto, de pelo negro y lustroso peinado hacia atrás y ojos muy vivos de un hermoso azul celeste. Un hombre muy atractivo y muy solo. A mí me recordaba a aquellos individuos condenados a perpetuidad a empujar una roca o a dejarse comer el hígado, como dicen que había entre los griegos. Puede que hubiera cometido algún pecado, un pecado terrible que no le dejaba vivir. Puede que lo expiara de ese modo, con su soledad y su tufo a carroña, cuando perfumado de lavanda y jazmín habría tenido a todas las mujeres que hubiera querido.
Joséphine le llevaba su botín todas las semanas. Los olores ya no la afectaban. En cuanto a los hombres, hacía mucho tiempo que había decidido darles la espalda y evitarlos; no había estado casada en toda su vida más que consigo misma. Elphége Crochemort la recibía como a una reina —en palabras de la propia Joséphine—, le servía un vaso de vino caliente, hablaba animadamente de la lluvia, de las pieles y del buen tiempo, le sonreía con aquella sonrisa suya… Luego, le pagaba, la ayudaba a descargar el carretón y, para acabar, la acompañaba hasta el camino, como habría hecho un novio.
Joséphine vivía al final de la calle Chablis, casi en el campo, desde hacía veinte años. No en una casa, no, sino en una barraca de tablas ennegrecidas por la lluvia, que se aguantaban en pie merced a un milagro cotidiano. Una chabola negra como el carbón que asustaba a los niños y que todos imaginaban llena hasta el techo de pieles malolientes, animales muertos, pájaros descuartizados y ratones clavados a las paredes por las patas. Allí nunca entraba nadie.
Yo lo hice, en dos ocasiones. Me quedé de piedra. Era como cruzar una puerta tenebrosa y penetrar en un reino de luz. Parecía una casita de muñecas, limpia como una patena, toda en tonos rosas y adornada con pequeñas cintas anudadas por todas partes.
—¿Qué pensabas, que vivía rodeada de mugre? —me dijo la primera vez, mientras yo miraba a diestro y siniestro con la boca abierta, como pez fuera del agua.
Sobre una mesa cubierta con un mantel muy bonito había un ramo de iris, y de las paredes colgaban estampas enmarcadas de santos y angelitos, como las que dan los curas a los comulgantes y a los monaguillos.
—¿Crees en eso? —le pregunté indicando la curiosa galería con la barbilla.
Ella se encogió de hombros, en un gesto que no era tanto de desdén como un modo de subrayar una evidencia, algo por lo que no merecía la pena discutir.
—Si tuviera buenos cacharros de cobre, los colgaría igual, y producirían el mismo efecto, la sensación de que el mundo no es tan feo, de que a veces hay pequeños reflejos dorados, y de que en el fondo la vida no es más que la búsqueda de esas migajas de oro.
Sentí su mano en el hombro. Luego, la otra y, por último, el calor de un chal de lana.
—¿Por qué vuelves aquí, papanatas?
Siempre me había llamado así, desde que teníamos siete años, aunque nunca he sabido por qué. Por un momento estuve a punto de responderle, de lanzarme a soltar grandes frases, allí, junto al agua, con los pies en la nieve, en mangas de camisa. Pero los dientes me castañeteaban de frío, y de pronto me sentí tan helado que creí que jamás podría marcharme de allí.
—Tú también vuelves…
—Yo paso, que no es lo mismo. Yo no tengo remordimientos. Hice lo que tenía que hacer. Interpreté mi papel, y tú lo sabes.
—¡Pero yo te creí!
—Fuiste el único…
Joséphine me frotó los hombros. Me sacudió, y el dolor de la sangre que volvía a mis venas fue como un latigazo. Luego me cogió del brazo, y nos fuimos —extraña pareja— caminando por la nieve de aquella mañana de invierno. Avanzamos sin decir nada. De vez en cuando, yo escrutaba su viejo rostro buscando los rasgos de la niña que había sido. Pero era como buscar la carne en un esqueleto. Me dejé llevar como un niño. Habría podido cerrar los ojos y quedarme dormido sin dejar de poner un pie delante de otro, esperando en el fondo de mí mismo no volver a abrirlos jamás y seguir así, en lo que habría podido ser la muerte o un lento paseo sin destino ni final.
Cuando llegamos a mi casa, Joséphine me obligó a sentarme en el butacón y me echó encima tres abrigos. Volví a sentirme como un niño. Luego fue a la cocina. Acerqué los pies a la estufa. Poco a poco, todo volvía a mi cuerpo, los impulsos y los dolores, los crujidos, las heridas. Me tendió un tazón humeante que olía a ciruela y limón. Me lo bebí sin rechistar. Ella se tomó otro, haciendo chasquear la lengua.
—¿Por qué no volviste a casarte?
—¿Y tú? ¿Por qué has vivido siempre sola?
—Aprendí todo lo que tenía que aprender de los hombres antes de los quince años. ¡Tú no sabes lo que es ser criada! Nunca más, me dije, y he mantenido mi palabra. Pero tú… tu caso es distinto.
—Hablo con ella, ¿sabes? Todas las noches. No había sitio para otra.
—Confiesa que también era para hacer como el Fiscal…
—En absoluto.
—Si tú lo dices… Con el tiempo que llevas dándole vueltas a este asunto, es como si estuvieras casado con él. Hasta diría que, con los años, empiezas a parecerte a Destinat, como los matrimonios viejos.
—Qué tonterías dices, Fifine…
Nos quedamos callados unos instantes. Luego, Joséphine dijo:
—Lo vi aquella tarde, te lo juro, lo vi con mis propios ojos, aunque aquel cabrón no quisiera creerme… ¿Cómo se llamaba aquel cerdo con traje?
—Mierck.
—¡Bonito nombre! Se moriría, espero…
—En mil novecientos treinta y uno, con la cabeza destrozada por el casco de su caballo.
—Mejor. Cosas así son las que alegran las despedidas. Pero ¿por qué no te creyó a ti? ¡Tú eras policía!
—Pero el juez era él.
Una vez más, remonté el curso de los años, para acabar donde siempre. Conozco bien el camino. Es como volver a tu propio país.