INTRODUCCIÓN

¿Quién te vio y no te recuerda?

Este verso del «Romance de la Guardia Civil Española», referido a la ciudad de los gitanos que acaba de destruir la Benemérita, bien puede aplicarse al hombre Federico García Lorca. Acerca del incomparable don de gentes del poeta, de su arrolladora personalidad, de su innata cualidad de juglar, actor y animador de fiestas, de su talento como pianista, de su capacidad para crear felicidad en torno suyo, existen múltiples testimonios.

Ha escrito Jorge Guillén:

Federico nos ponía en contacto con la creación, con ese conjunto de fondo en que se mantienen las fuerzas fecundas, y aquel hombre era ante todo manantial, arranque fresquísimo de manantial, una transparencia de origen entre los orígenes del universo, tan recién creado y tan antiguo. Junto al poeta —y no sólo en su poesía— se respiraba un aura que él iluminaba con su propia luz. Entonces no hacía frío de invierno ni calor de verano: «hacía… Federico».[1]

Otro gran poeta amigo de Lorca, Pedro Salinas, ha recordado:

Se le sentía venir mucho antes de que llegara, le anunciaban impalpables correos, avisos, como de las diligencias en su tierra, de cascabeles por el aire. Cuando ya se había marchado, aún tardaba mucho en irse, seguía allí rodeándonos aún de sus ecos, hasta que, de pronto, decía uno: «Pero ¿se ha ido ya Federico?».[2]

Por su parte, Luis Cernuda apuntaría:

Había que quererle o que dejarle; no cabía ya término medio. Esto lo sabía él y siempre que deseaba atraer a alguien, ejercer influencia sobre tal o cual persona, se ponía al piano o le recitaba sus propios versos … Estaba tan vivo, estremecido por el vasto aliento de la vida, que parecía imposible hallarlo inmóvil en nada, aunque esa nada fuese la muerte. Si alguna imagen quisiéramos dar de él sería la de un río. Siempre era el mismo y siempre era distinto, fluyendo inagotable, llevando a su obra la cambiante memoria del mundo que él adoraba.[3]

Habla ahora el crítico de arte Sebastià Gasch:

Poseía el puro aroma de lo que brota espontáneo y firme. Y, asomada siempre a su rostro, aquella franca risa, luminosa y cordial, entre ingenua y picaresca. Rezumaba sur por todos sus poros.[4]

Aquel don de gentes lo ejercía Lorca a cualquier hora del día o de la noche, en cualquier sitio, y no sólo cuando el poeta se encontraba entre los suyos. Pudo comprobarlo Dámaso Alonso, que coincidió con él en Nueva York:

El éxito social del hombre «Federico García Lorca» es, antes que nada, un éxito español. En España él se convierte en el centro atractivo de cualquier grupo de amigos, de cualquier reunión donde se encuentre. Tiene un tesoro inacabable de gracias, se ríe con sonoras carcajadas y contagia al más melancólico. Ahora se pone con una servilleta las barbas de Valle-Inclán; ahora parpadea y habla sorbiéndose las pausas, como Gerardo Diego; ahora arrastra las erres guturales de Max Aub; ahora pinta «putrefactos». No dotes inconexas e insignificantes de juglar, sino formidable poder de captación de todas las formas vitales… Pero estamos ahora en Nueva York, en una wild party, por el capricho de un millonario americano: dispersión total por los amplios salones en pequeños grupos gesticulantes, donde los brebajes empiezan a producir su efecto. De repente, aquella masa alocada y disgregada se polariza hacia un piano. ¿Qué ha ocurrido? Federico se ha puesto a tocar y cantar canciones españolas. Aquella gente no sabe español ni tiene la menor idea de España. Pero es tal la fuerza de expresión, que en aquellos cerebros tan lejanos se abre la luz que no han visto nunca y en sus corazones muerde el suave amargo que no han conocido.[5] Pero no todo en Federico era alegría. Se dio cuenta de ello, en 1927, el crítico literario catalán Lluís Montanyà, quien señaló las «intermitencias lánguidas» que a menudo acompañaban el «gesto cordial, vehemente y enérgico» del poeta.[6] Era una peculiaridad observada por todos los amigos íntimos de Lorca y, de vez en cuando, por algún testigo ocasional más perspicaz de lo corriente.

Emilia Llanos —amiga granadina del poeta—, por ejemplo, recordaría años después del asesinato de éste:

Federico se abstraía mucho. Estaba a veces largo rato sin hablar, ausente de la habitación, con la mirada vaga, la boca apretada y las cejas levantadas. Yo, en aquellos momentos, nunca le interrumpía.[7]

El crítico musical Adolfo Salazar también conocía muy bien las «intermitencias lánguidas» de su amigo, una de las cuales ocurrió durante una conversación mantenida en La Habana en 1930:

Federico se quedó silencioso. Uno de sus silencios en donde sus ojos se le volvían para dentro, como mirando a lo profundo de un recuerdo.[8]

El biógrafo del poeta, Alfredo de la Guardia, escribe:

Todos le conocimos desbordante de vitalidad, de optimismo, de sazonada chanza, muy cordial, muy abierto en la mirada, en la sonrisa y en los brazos; pero no muchos pudieron sorprender, de pronto, el sombrío nublado, que venía de no se sabe dónde —de la tristeza ancestral y de la tragedia por venir— a envolver su frente, apagarle los ojos y cerrar su boca. Entonces y por muy breves instantes, esta pujante máquina de vida, avasalladora, torrencial, que avanzaba siempre como un río desbordado, se detenía, se cegaba.[9]

Estos repentinos ensimismamientos los llamaba el poeta sus «dramones».[10]

Los ojos de Federico —profundos y oscuros— dejaban traslucir habitualmente una innegable melancolía. Para Luis Cernuda eran «ojos grandes y elocuentes, de melancólica expresión»;[11] para Juana de Ibarbourou, «hermosos ojos color castaño extrañamente melancólicos a pesar de la euforia de su ser»;[12] para Gregorio Prieto, «nostálgicos, y en ellos anidaba siempre la honda tristeza de su alma».[13] Cipriano Rivas Cherif afirmó que Federico «había sabido concentrar en la luz de sus ojos oscuros la fuerza de atracción de una mirada inolvidable. Un dolor como de presentimiento, sí, templaba de melancolía la gracia de su expresión».[14] Laura de los Ríos —esposa de Francisco García Lorca, hermano del poeta— decía que «la risa de Federico era tremenda, pero no reían sus ojos»,[15] mientras que Francisco Giner de los Ríos ha recordado que las sienes de Lorca permanecían tristes aun cuando el resto de la cara expresara alegría.[16] Esta última observación encuentra confirmación en el testimonio de Rafael Alberti:

Su cara no era alegre, aunque una larga sonrisa, transformable rápidamente en carcajada, pusiera en ella esa expresión de contagioso optimismo, de fuego desbocado, que tan perdurable recuerdo dejara, incluso en aquellos que tan sólo le vieron un instante.[17]

Pero acaso la evocación más exacta del cambiante ademán de Lorca sea la de Ángel del Río, autor de la primera semblanza biográfica del poeta:

En su silueta física, algo extraña, había una mezcla de fortaleza y debilidad, de campesino y de decadente. Torso, cuello, cabeza poderosos en un cuerpo de líneas y movimientos con algo de blando. Junto con el color oliva profundo —de cinco razas, como vio Juan Ramón— de la tez, lo más impresionante eran los ojos de color variable, entre negro y pardo; ojos intensos tras la prominencia de unos pómulos firmes. Encendidos a veces con luces de alegría infantil o de sensualidad, aparecía en ellos, algunos días, ya a los veinte años, una veladura de tristeza sin fondo. Era la cara profunda de su carácter: presentimiento del dolor.[18]

¿«Tristeza ancestral»? ¿«Tragedia por venir»? ¿«Presentimiento del dolor»? Son meras hipótesis. De todas las evocaciones del Lorca sombrío, la de Vicente Aleixandre es la más penetrante y también la más bella. Aparecida en 1937, poco después de la muerte del poeta, merece ser citada íntegramente:

A Federico se le ha comparado con un niño, se le puede comparar con un ángel, con un agua («mi corazón es un poco de agua pura», decía él en una carta), con una roca; en sus más tremendos momentos era impetuoso, clamoroso, mágico como una selva. Cada cual le ha visto de una manera. Los que le amamos y convivimos con él le vimos siempre el mismo, único y, sin embargo, cambiante, variable como la misma Naturaleza. Por la mañana se reía tan alegre, tan clara, tan multiplicadamente como el agua del campo, de la que parecía siempre que venía de lavarse la cara. Durante el día evocaba campos frescos, laderas verdes, llanuras, rumor de olivos grises sobre la tierra ocre; en una sucesión de paisajes españoles que dependían de la hora, de su estado de ánimo, de la luz que despidieran sus ojos; quizá también de la persona que tenía enfrente. Yo le he visto en las noches más altas, de pronto, asomado a unas barandas misteriosas, cuando la luna correspondía con él y le plateaba su rostro; y he sentido que sus brazos se apoyaban en el aire, pero que sus pies se hundían en el tiempo, en los siglos, en la raíz remotísima de la tierra hispánica, hasta no sé dónde, en busca de esa sabiduría profunda que llameaba en sus ojos, que quemaba en sus labios, que encandecía su ceño de inspirado. No, no era un niño entonces. ¡Qué viejo, qué viejo, qué «antiguo», qué fabuloso y mítico! Que no parezca irreverencia: sólo algún viejo «cantaor» de flamenco, sólo alguna vieja «bailaora», hechos ya estatuas de piedra, podrían serle comparados. Sólo una remota montaña andaluza sin edad, entrevista en un fondo nocturno, podría entonces hermanársele.

No hay quien pueda definirle. Su presencia, comparable quizá sólo y justamente con el tifón que asume y arrebata, traía siempre asociaciones de lo sencillo elemental. Era tierno como una concha de la playa. Inocente en su tremenda risa morena, como un árbol furioso. Ardiente en sus deseos, como un ser nacido para la libertad. Y tenía para su obra futura un instinto tan primario de defensa que no puede por menos de traerme la memoria de un genio: Goethe. Con una diferencia, y es que Federico era incapaz de la fría serenidad con que aquel júpiter encadenó el complicado mecanismo de sus instintos y pasiones y lo redujo a ruedas dentadas al servicio de su rendimiento intelectual. En Federico todo era inspiración, y su vida, tan hermosamente de acuerdo con su obra, fue el triunfo de la libertad, y entre su vida y su obra hay un intercambio espiritual y físico tan constante, tan apasionado y fecundo, que las hace eternamente inseparables e indivisibles. En este sentido, como en otros muchos, me recuerda a Lope.

En Federico, que pasaba mágicamente por la vida, al parecer sin apoyarse; que iba y venía ante la vista de sus amigos con algo de genio alado que dispensa gracias, hace feliz un momento y escapa en seguida como la luz, que él se llevaba efectivamente; en Federico se veía sobre todo al poderoso encantador, disipador de tristezas, hechicero de la alegría, conjurador del gozo de la vida, dueño de las sombras, a las que él desterraba con su presencia. Pero yo gusto a veces de evocar a solas otro Federico, una imagen suya que no todos han visto: al noble Federico de la tristeza, al hombre de soledad y pasión que en el vértigo de su vida de triunfo difícilmente podía adivinarse. He hablado antes de esa nocturna testa suya, macerada por la luna, ya casi amarilla de piedra, petrificada como un dolor antiguo. «¿Qué te duele, hijo?», parecía preguntarle la luna. «Me duele la tierra, la tierra y los hombres, la carne y el alma humana, la mía y la de los demás, que son uno conmigo».

En las altas horas de la noche, discurriendo por la ciudad, o en una tabernita (como él decía), casa de comidas, con algún amigo suyo, entre sombras humanas, Federico volvía de la alegría, como de un remoto país, a esta dura realidad de la tierra visible y del dolor visible. El poeta es el ser que acaso carece de límites corporales. Su silencio repentino y largo tenía algo de silencio de río, y en la alta hora, oscuro como un río ancho, se le sentía fluir, fluir, pasándole por su cuerpo y su alma sangres, remembranzas, dolor, latidos de otros corazones y otros seres que eran él mismo en aquel instante, como el río es todas las aguas que le dan cuerpo, pero no límite. La hora muda de Federico era la hora del poeta, hora de soledad, pero de soledad generosa porque es cuando el poeta siente que es la expresión de todos los hombres.

Su corazón no era ciertamente alegre. Era capaz de toda la alegría del Universo; pero su sima profunda, como la de todo gran poeta, no era la de la alegría. Quienes le vieron pasar por la vida como un ave llena de colorido no le conocieron. Su corazón era como pocos apasionado, y una capacidad de amor y de sufrimiento ennoblecía cada día más aquella noble frente. Amó mucho, cualidad que algunos superficiales le negaron. Y sufrió por amor, lo que probablemente nadie supo. Recordaré siempre la lectura que me hizo, tiempo antes de partir para Granada, de su última obra lírica, que no habíamos de ver terminada. Me leía sus Sonetos del amor oscuro, prodigio de pasión, de entusiasmo, de felicidad, de tormento, puro y ardiente monumento al amor, en que la primera materia es ya la carne, el corazón, el alma del poeta en trance de destrucción. Sorprendido yo mismo, no pude menos que quedarme mirándole y exclamar: «Federico, ¡qué corazón! ¡Cuánto ha tenido que amar, cuánto que sufrir!». Me miró y se sonrió como un niño. Al hablar así no era yo probablemente el que hablaba. Si esa obra no se ha perdido; si, para honor de la poesía española y deleite de las generaciones hasta la consumación de la lengua, se conservan en alguna parte los originales, cuántos habrá que sepan, que aprendan y conozcan la capacidad extraordinaria, la hondura y la calidad sin par del corazón de su poeta.[19]

En 1937, cuando Vicente Aleixandre publicó estas nobles palabras, España estaba en plena guerra civil. A ningún amigo de Lorca se le habría ocurrido entonces referirse públicamente a la homosexualidad del poeta asesinado, toda vez que en la España de la época el tema era rigurosamente tabú, como seguiría siéndolo bajo el largo régimen de Franco… y como, en no pequeña medida, sigue siéndolo hoy. Hasta hace muy poco tiempo, con alguna mínima, vacilante excepción, pesaba en España sobre la cuestión de la homosexualidad de Lorca —homosexualidad atestiguada en privado por numerosísimos amigos suyos— el más denso de los silencios. Hoy sería absurdo que un biógrafo del genial granadino velara aspecto tan fundamental del hombre y del poeta, tanto más cuanto que éste, después de largos sufrimientos, procuró aceptar su condición y vivir el amor «que no osa decir su nombre».

Si la melancolía de Lorca, sus súbitos ensimismamientos, silencios y languideces tenían algo de «ancestrales», cosa que no sabemos, es mucho más probable que reflejasen la angustia que suponía para el poeta, y que a veces se apoderaba de él, el tener que ocultar, ante la mirada y el desprecio de una sociedad machista y sexualmente primitiva —a la derecha y a la izquierda—, su condición de homosexual. Y no sólo ante ésta sino, a menudo, ante personas que, a pesar de considerarse liberales, se hubieran escandalizado al saber que trataban con un representante de aquella minoría que en España ha sido —tradicionalmente— blanco de chistes y burlas.

Todo ello lo vio claramente la escritora francesa Marcelle Auclair, esposa de Jean Prévost, que conoció íntimamente a Lorca y su grupo durante los años de la República. En su libro Enfances et mort de Garcia Lorca, editado en 1968, Auclair afrontó con fina intuición y delicado tacto la cuestión de la homosexualidad del poeta; homosexualidad que, durante los primeros tiempos de su amistad con él, no había llegado a sospechar. Estas páginas son incuestionablemente las más penetrantes y comprensivas que se han publicado sobre la inversión de Lorca.

Marcelle Auclair, teniendo muy en cuenta dos extraordinarias biografías francesas —À la Recherche de Marcel Proust, de André Maurois, y la monumental La Jeunesse d’André Gide, del doctor Jean Delay—, afirma que, para Federico, «su mayor angustia era, indudablemente, el miedo de que sus padres descubriesen que era “invertido”». Y sigue:

Si no evoco aquí a André Gide, cuya propia hija abrió al doctor Delay los cuadernos más secretos de nuestro premio Nobel de literatura, lo que le permitió demostrar en La Jeunesse d’André Gide cómo una madre, a fuerza de rigor y de religiosidad mal entendida, puede hacer de su hijo un pederasta, es porque el problema de García Lorca, muy alejado del de Gide, está bastante cerca del de Proust.[20]

Marcelle Auclair cita a continuación un fragmento de los Cahiers de Proust dados a conocer por Maurois en su biografía, fragmento que podemos ampliar aquí. En estos Cahiers, que se remontan a la época de la adolescencia de Proust, éste ya habla de los invertidos como de una triste raza que se defienden «como de una calumnia de lo que es la fuente inocente de sus sueños y de sus placeres. Hijos sin madre, pues deben mentirle toda la vida y hasta en la hora de cerrarle los ojos…».[21] Los invertidos, según el joven Marcel, viven en un estado de guerra civil consigo mismos y con la sociedad, «obligados a ocultar su vida, a desviar su mirada de donde querría posarse hasta allí desde donde querría apartarla; a cambiar el género de muchos adjetivos de su vocabulario, ligera restricción social al lado de la restricción interior que su vicio —o lo que se llama impropiamente así— les impone, no ya a los ojos de los demás sino de sí mismos, y de manera que a ellos mismos no les parezca un vicio…».[22]

Es difícil leer esta gran biografía de Proust sin pensar con frecuencia en el caso de Lorca, especialmente al sopesar Maurois la relación entre Marcel y sus padres:

Se puede imaginar lo que habrán sido los sufrimientos de este niño tan bueno, siempre refugiado en las faldas de su madre, al descubrir en sí mismo instintos que, a tantos otros como a él, parecían anormales y culpables… Un conflicto entre el amor filial y el amor aberrante que tan fuertemente le tentaba le turbó, sin lugar a dudas, su alma de adolescente.[23]

El escritor Eduardo Blanco-Amor, amigo de Lorca y, como él, homosexual, tuvo el valor de pedir públicamente —en unas notas preparadas para el estreno de Así que pasen cinco años en 1978— que los íntimos del poeta supervivientes no siguiesen ocultando la verdad de aquella víctima del odio desencadenado por la guerra:

Algún día habrá que rescatar a Federico García Lorca de las veladuras que enturbian su genio y dejan inexplicables la raíz y floración de su vida-obra. Quienes le hemos conocido y, por conocido, amado, no podemos dejarnos morir llevándonos dentro la pudrición de esta complicidad; de un silencio que juzgarán cobardía quienes vengan en tiempos de mayor naturalidad y más desasida inteligencia para entender y juzgar a sus semejantes, semejantes en más de un sentido.[24]

Son palabras que hemos tenido presentes durante la larga redacción de este libro. Ya es hora de que se conozca a Lorca de cuerpo entero. Si nos hemos aproximado un poco a este ideal —y somos conscientes de que no puede ser más que una aproximación—, nos daremos por altamente satisfechos.

IAN GIBSON

Madrid, diciembre de 1984