EL CALVARIO DE UN POETA
En la Huerta de San Vicente
En la Granada a la cual vuelve el poeta ha habido, desde las elecciones de febrero, constantes disturbios, provocaciones y huelgas. Los resultados de aquellos comicios, que ganaron las derechas, habían sido debatidos en las Cortes y finalmente anulados, convocándose nuevas elecciones para el 3 de mayo. Entonces, contrariamente a la situación en enero y febrero, las circunstancias estaban claramente a favor del Frente Popular —ya no cabían las anteriores coacciones de las derechas—, y ante la imposibilidad de llevar a cabo una campaña medianamente eficaz, éstas, hostigadas en sus actos de propaganda, prácticamente se retiraron, dejando sin oposición a los candidatos de la coalición de izquierdas, que esta vez arrollaron. A partir de este momento las derechas granadinas no tenían representación alguna en las Cortes, situación altamente insatisfactoria que tendía a favorecer la conspiración.[1]
La Falange granadina, pequeña pero decidida, se empeñó durante estos meses en abonar el terreno para el duro enfrentamiento que se aproximaba. Esta organización, poco importante antes de febrero de 1936, experimentaba ahora un considerable auge a nivel nacional debido al fracaso electoral de Gil Robles y la poderosa coalición que dirigía éste, la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), y en Granada, como en otras ciudades, se sentía confiada ante el panorama que se abría. A principios de marzo, después de una imponente manifestación de izquierdas, su local había sido quemado por las masas —así como los de Acción Popular y Acción Obrerista (ambos de la CEDA), los talleres del periódico católico Ideal, varios cafés «burgueses», dos iglesias del Albaicín y hasta el teatro Isabel la Católica—, y la organización había reaccionado con violencia, tiroteando al día siguiente a un grupo de obreros y provocando así una huelga general en la ciudad. Crear tantos disturbios callejeros como pudiera era la consigna de la Falange, que esperaba ávidamente el momento de arremeter de frente contra la democracia republicana.[2]
La Falange granadina está en estrecho contacto con los conspiradores militares de la guarnición, el más importante de los cuales, en los últimos días, es el comandante José Valdés Guzmán, «camisa vieja» de la organización dirigida por José Antonio Primo de Rivera. Tres días antes de volver Lorca a Granada había tomado posesión de la comandancia militar de la provincia el general Miguel Campins Aura. Valdés y los otros oficiales conspiradores se dieron cuenta inmediatamente de que este distinguido militar, aunque amigo de Franco, era republicano convencido, y de que en absoluto podían contar con su apoyo. El hecho de ser el general un recién llegado a Granada, y de no conocer a sus oficiales, será crucial al producirse la sublevación, y Campins se quedará atónito cuando caiga en la cuenta de lo que está ocurriendo.[3]
En cuanto al gobernador civil, César Torres Martínez, gallego joven y afable, lleva sólo un mes en Granada, donde apenas conoce a nadie.[4]
Cuando Lorca llega a la Huerta de San Vicente en la mañana del 14 de julio, se encuentra con que se acaba de instalar allí un teléfono. Al poco rato le llama su amigo Constantino Ruiz Carnero, director de El Defensor de Granada, para darle la bienvenida.[5] Al día siguiente, en primera plana, el periódico anuncia la llegada del poeta, y puntualiza: «El ilustre autor de Bodas de sangre se propone pasar una breve temporada con sus familiares». El detalle de la brevedad llama la atención, y hace pensar que Lorca sigue pensando en reunirse pronto con Margarita Xirgu en México, lo que comunicaría a Ruiz Carnero.
Ideal (que ha reaparecido el 1 de julio) y El Noticiero Granadino también anuncian la llegada de Lorca a Granada.[6]
Para nadie, pues, es un secreto la presencia en la ciudad del famoso poeta.
Además, la llegada del padre de Federico a Granada también se había anunciado en El Defensor algunos días antes.[7] Don Federico y su esposa habían viajado solos desde Madrid. Francisco, como ya se ha indicado, estaba entonces destacado en El Cairo como secretario de la Legación de España, e Isabel, la hija menor de la familia, esperaba en la capital la concesión de una plaza de catedrática de segunda enseñanza, pues ya había superado los exámenes para obtenerla.[8] En la Huerta los padres están rodeados de su hija Concha, esposa del doctor Manuel Fernández-Montesinos —desde el 10 de julio alcalde socialista de Granada—, y de sus tres nietos, Vicenta (Tica), Manuel y Concha. A su yerno le ven menos: Fernández-Montesinos, muy atareado estos días, permanece en la ciudad, quedándose normalmente a dormir en su casa de la calle de San Antón, esquina a la estrecha calle de Puente de Castañeda, a dos pasos de Puerta Real.
Federico ocupa su habitación de siempre en el primer piso, donde preside su mesa el cartel de La Barraca, diseñado por Benjamín Palencia, y desde cuyo balcón puede ver las choperas de la Vega, la Torre de la Vela y, allí arriba, las cumbres de Sierra Nevada. Tenemos pocas noticias sobre sus actividades durante los seis días que precedieron al alzamiento de la guarnición granadina, pero es seguro que fue a menudo al centro y que le vio allí mucha gente.
Un día su viejo amigo Miguel Cerón se encuentra con él en la calle. Unas chicas se acercan y piden una ayuda para Socorro Rojo Internacional. Lorca les da algo y le murmura a Cerón: «¿Qué te parece si hacemos un viaje a Rusia?». Cerón nunca le volvería a ver.[9] Otro día Lorca lee La casa de Bernarda Alba ante unos amigos en el albaicinero carmen de Alonso Cano, propiedad de Fernando Vílchez. Allí, quince años antes, había conocido por primera vez a Manuel de Falla. Lorca, que ha dejado en Madrid el manuscrito de la obra, entrega a Vílchez la copia mecanografiada utilizada para la lectura. Una copia de ésta, hecha a su vez por el escritor granadino José Fernández Castro, será mandada después de la guerra a los familiares del poeta, ya en América, y servirá para el estreno de la obra en 1945 por Margarita Xirgu en Buenos Aires.[10]
Cada 18 de julio los García Lorca solían celebrar en la Huerta, con gran jolgorio, la festividad de san Federico. Este año, sin embargo, acuden menos amigos y familiares que de ordinario. La tarde anterior ha estallado una sublevación militar en Marruecos, y esta mañana el general Franco ha lanzado desde las emisoras de Canarias el llamamiento en que anuncia el Movimiento Nacional y pide la colaboración de todos los «españoles patriotas».[11]
Entre el 18 de julio, cuando Sevilla cae en manos del general Queipo de Llano, y el 20, fecha en que la guarnición granadina sale a la calle, las fuerzas izquierdistas de Granada no lograron unirse para conjurar el peligro que se cernía sobre la ciudad. Ni el general Campins ni el gobernador civil Torres Martínez parecen darse cuenta de la gravedad de la situación, y ambos creen en la lealtad de la guarnición. Pese a la demanda de los obreros de que se distribuyan armas para asaltar los cuarteles o defenderse contra las tropas si éstas se rebelan, no se reparte ni una escopeta: son órdenes tajantes del Gobierno. Éste, que da la impresión de temer más una revolución obrera que un golpe fascista, sólo accederá a distribuir armas cuando ya es demasiado tarde.[12]
Reina en Granada una confusión casi total, a la cual contribuyen no poco las arengas del general Queipo de Llano desde Unión Radio de Sevilla, mezcla de verdades y mentiras adobadas de feroz virulencia. Finalmente, en la tarde del 20, los oficiales detienen al ingenuo Campins y la guarnición, apoyada por la Guardia Civil, la Guardia de Asalto y los falangistas, se lanza a la calle, apoderándose sin dificultades y sin bajas propias de todo el centro de la ciudad, incluido el Gobierno Civil. Sólo en el escarpado barrio del Albaicín hay resistencia, que durará hasta el día 23, cuando batidos por cañones desde el cubo de la Alhambra y otros puntos, y atacados por aviones, los últimos focos se rinden.[13]
La represión empieza en seguida y se instaura en Granada, deliberadamente, un régimen de terror, agudizado por el hecho de encontrarse la ciudad rodeada de territorio republicano y apta, teóricamente, para ser recuperada por el Gobierno en cualquier momento. Los fusilamientos y «paseos» están a la orden del día y adquirirán, durante agosto, un ritmo frenético y ascendente.[14]
Todo ello se sabe en la Huerta de San Vicente, donde la misma tarde del 20 de julio los García Lorca se enteran de que entre los detenidos en la cárcel Provincial se encuentra Manuel Fernández-Montesinos, arrestado en su despacho del ayuntamiento.[15]
Gracias al descubrimiento de un documento del poeta Luis Rosales, así como de una nota publicada en Ideal, además de los recuerdos orales de varios testigos recogidos por diversos investigadores durante más de veinte años, es posible reconstruir con bastante fidelidad lo ocurrido en la Huerta de San Vicente a partir de aquellos momentos.[16]
Tenemos, en primer lugar, el testimonio de Angelina Cordobilla González, niñera de los hijos de Concha García Lorca, que se encontraba entonces con la familia en la Huerta. En 1966 Angelina recordaba el terror del poeta cuando los aviones republicanos lanzaban, por la madrugada, bombas sobre Granada (bombas poco eficaces, que sin embargo causaron más de una muerte entre la población civil). En estas ocasiones, Concha y sus hijos, con Angelina, se metían debajo del piano de cola de Federico. Solía bajar con ellos el poeta, en albornoz. «Angelina, me da mucho miedo, yo me meto con vosotros, que me da mucho miedo», decía. Y preguntaba insistentemente: «Si me mataran a mí, ¿lloraríais vosotros mucho?». A lo cual Angelina le contestaba: «¡Ande usted, que siempre está usted con lo mismo!».[17]
Eduardo Rodríguez Valdivieso, que había estado presente en la Huerta el 18 de julio, festividad de san Federico, logró visitar la finca varias veces después de iniciado el alzamiento militar. Ha recordado que una tarde Federico bajó de su habitación después de dormir la siesta y les contó que acababa de tener una pesadilla sumamente inquietante. Había soñado que, tumbado en el suelo, estaba rodeado de un grupo de enlutadas mujeres —vestidos negros, velos negros— que enarbolaban unos crucifijos, también negros, con los cuales le amenazaban. Rodríguez Valdivieso miró a la madre del poeta mientras escuchaba el escalofriante relato de su hijo: su expresión revelaba una honda angustia.[18]
Finalmente llega una primera indicación de peligro. El 6 de agosto se presenta en la Huerta una escuadra de Falange al mando del capitán de Artillería Manuel Rojas Feigespán. Se trata del siniestro individuo condenado en 1934 a veintiún años de cárcel por su actuación en la matanza de anarquistas en el pueblo gaditano de Casas Viejas, cuando diez campesinos fueron quemados vivos y otros tantos fusilados. Rojas estaba confinado en Motril cuando empezó el Movimiento. Se escapó entonces y logró llegar a Granada, donde, nombrado jefe de milicias de la Falange, empezó a desempeñar un papel activísimo en la represión. En la Huerta lleva a cabo un registro. ¿En busca de qué? Por estos días se rumoreaba que Lorca tenía allí una emisora con la cual estaría en contacto con los rusos, nada menos. Tal vez se trataba de buscar el improbable aparato, pero no lo sabemos. De todas maneras no se encontró nada vituperable y no hubo cargos contra el poeta.[19]
El día siguiente, 7 de agosto, llegó a la Huerta, huyendo de Granada, el arquitecto Alfredo Rodríguez Orgaz, amigo de Lorca. El joven, madrileño de nacimiento, había sido arquitecto municipal de Granada hasta poco antes de la sublevación. El 20 de julio se había personado en el ayuntamiento, donde, en vista de lo que pudiera ocurrir en la ciudad, ofreció sus servicios al alcalde. Pero Manuel Fernández-Montesinos todavía confiaba en la lealtad de la guarnición granadina y explicó que por el momento no le necesitaba. El arquitecto salió casualmente por la puerta trasera del ayuntamiento. Después supo que en aquellos mismos instantes una tropa entraba por la puerta principal.
Temiendo por su vida, Rodríguez Orgaz se escondió varios días en su casa, luego en la del ausente rector de la Universidad de Granada, Salvador Vila, que sería fusilado poco tiempo después. Informado de que ya se ejecutaba a la gente de izquierdas, el arquitecto decidió pedirle ayuda al padre de Lorca. Llegó a la Huerta, lo más sigilosamente posible, a la hora del almuerzo. Don Federico le prometió que aquella misma noche dos amigos suyos, campesinos, le llevarían a Sierra Nevada y le pasarían a la zona republicana.
En cuanto a Federico, estaba optimista. Rechazó la idea de acompañar a Rodríguez Orgaz y, animado por un reciente discurso radiofónico de Indalecio Prieto, le aseguró que todo terminaría pronto, y que Granada, rodeada de territorio republicano, no tardaría en volver a la normalidad.
A pesar del sigilo de Rodríguez Orgaz, los facciosos se habían enterado de su salida de la ciudad. Mientras charlaba con los García Lorca, alguien dio el aviso de que se aproximaban unos coches por el sendero que conducía a la finca. Tuvo justo el tiempo para desaparecer detrás de la Huerta, donde se escondió debajo de unas matas. Allí esperó hasta el anochecer, y, sin atreverse a regresar a la Huerta, se dirigió a campo traviesa hasta Santafé, todavía en manos republicanas, llegando finalmente a Málaga. Recordando aquel episodio, Rodríguez Orgaz ha insistido en que, cuando vio a Federico, el poeta no temía por su vida ni sospechaba que le pudiesen molestar.[20]
El grupo que llegó a la Huerta buscaba, efectivamente, a Rodríguez Orgaz. Al no encontrarlo, ni indicios de que hubiera estado allí, los hombres se fueron, por lo visto sin amenazar a la familia, aunque acerca de la visita nuestra información es prácticamente nula.[21]
Dos días después, el 9 de agosto, llegó otro grupo a la Huerta, al mando esta vez de un sargento retirado de la Guardia Civil, que buscaba a los hermanos de Gabriel Perea Ruiz, casero de la finca, inculpados —erróneamente— de haber matado el 20 de julio a dos personas en Asquerosa. Una breve información acerca de este episodio se publicó al día siguiente en Ideal.[22]
Varios testimonios concuerdan en que la mayoría de los miembros del último grupo procedían de Asquerosa y del cercano Pinos Puente, y que entre ellos se encontraban Enrique García Puertas, conocido como el Marranero, cuñado de los hombres matados en Asquerosa, y dos terratenientes del mismo pueblo, Horacio y Miguel Roldán Quesada, pertenecientes a la CEDA, con quienes el padre del poeta había tenido varios roces. Concretamente, aún se habla en Asquerosa —hoy Valderrubio— del pleito iniciado por los Roldán en los años veinte en torno al «camino de las norias», sendero que pasaba por una de las fincas de don Federico y cuyo uso ellos creían estar en el derecho de reivindicar. Los Roldán habían perdido aquel pleito. Parece ser, además, que envidiaban a los García Lorca por el indudable éxito profesional y social de Federico y su hermano Francisco, y que, por otro lado, sentían despecho hacia don Federico por ser terrateniente liberal, que pagaba mejor que ellos a la gente que contrataba. Y había otra cosa. Federico García Rodríguez, hombre rico, prestaba a veces dinero —duros de plata, entonces llamados «duros del tío sentado»— a sus vecinos de Asquerosa, entre éstos, a Miguel Delgado Roldán, pariente de Horacio y Miguel. La riqueza de don Federico creaba envidias y rencores, y abonó el terreno para lo que luego sucedió con el poeta cuando las derechas se hicieron con el poder en Granada.[23]
Probablemente habría que tener en cuenta también que una hermana de Horacio y Miguel Roldán, María, estaba casada con uno de los conspiradores más destacados de Granada: el capitán Antonio Fernández Sánchez, muerto un año después en Sierra Nevada, donde mandaba una harca que perseguía a los republicanos huidos.[24] Parece lógico creer que, a través de su cuñado Fernández Sánchez, los hermanos Roldán estarían al tanto de la conspiración, en la cual, tal vez, participaron.
Cuando empezó la sublevación en Granada, el 20 de julio, fue Horacio Roldán quien «tomó» Asquerosa; ninguna hazaña, es cierto, pues para ello sólo era necesario un tiroteo de poca monta entre él y sus secuaces y unos campesinos y obreros que se habían encerrado en la Casa del Pueblo.[25]
Isabel Roldán García, hija de la tía Isabel del poeta y prima, a la vez, de éste y de Horacio y Miguel Roldán, vivía cerca de la Huerta y la visitaba todos los días. La chica, a quien Federico adoraba, y que entonces tenía dieciséis años, estaba presente cuando llegó a la finca el grupo mencionado, y se enteró en seguida de que formaban parte de él sus primos Miguel y Horacio, que, por lo visto, se quedaron fuera, esperando.[26]
Angelina Cordobilla González, la criada de los Fernández-Montesinos, recordaba con precisión lo que ocurrió aquella tarde en la Huerta. Respetemos sus propias palabras:
Vinieron en busca de un hermano del casero, un hermano de Gabriel. Vinieron en busca de él y estuvieron registrando la casa de los caseros y estuvieron mirando. Uno de Pinos, de Pinos era; ellos eran de Pinos. Y luego a la Isabel, a la madre de Gabriel, y a él, les pegaron con la culata. Hechos polvo estaban, de rodillas. Entonces fueron a la casa de la señorita Concha, al lado. ¿No ha visto usted que allí hay una gran terraza? Pues allí había un poyo, con muchas macetas y todo. Allí cenaban y comían y todo. Y entonces fueron éstos y azotaron a Gabriel. Y a Isabel, la madre de ellos, la pegaron y la tiraron por la escalera; y a mí. Y, luego, nos pusieron en la placeta aquella en fila, para matarnos allí. Y, entonces, la Isabel, la madre de ellos, le dice: «Hombre, siquiera mira por la teta que te he dado, que a usted le he criado con mis pechos». Y dice él: «Si me ha criado usted con sus pechos, con tus pechos, ha sido con mi dinero. Vas a tener martirio, porque voy a matar a todos». Al señorito Federico le dijeron allí dentro maricón, le dijeron de todo. Y lo tiraron también por la escalera y le pegaron. Yo estaba dentro y todo; y le dijeron de maricón. Al viejo, al padre, no le hicieron nada. Fue al hijo.[27]
Manuel Fernández-Montesinos García, hijo de Concha García Lorca, tenía entonces cuatro años. Vio maltratar aquella tarde a Gabriel Perea. Había estado dormido en el piso de arriba y fue despertado por el ruido de coches que paraban en la puerta. Asomado al balcón, vio por las rajas de las persianas cómo ataban a Gabriel a un cerezo y le daban de latigazos.[28]
Carmen Perea Ruiz, hermana de Gabriel, ha confirmado que Miguel Roldán y el Marranero estuvieron entre los que allanaron la Huerta aquella tarde. Según ella, además, el Marranero, al ver al poeta, le espetó: «Aquí tenemos al amigo de Fernando de los Ríos». A lo cual contestaría Federico que sí, pero que también era amigo de otras muchas personas y sin que le importasen sus ideas políticas.[29]
Angelina, viendo el peligro que corrían «sus niños» (Tica, Manuel y Conchita Fernández-Montesinos), se las arregló durante el desorden para poder escaparse con ellos por detrás de la finca y buscar refugio en la inmediata Huerta de San Enrique, propiedad de Francisco Santugini López, cuya hija Encarna era muy amiga de los García Lorca. Desde allí parece ser que alguien hizo llegar al cuartel de Falange la noticia de lo que ocurría en la Huerta de San Vicente. Sea como fuera, poco tiempo después llegó otro grupo a la Huerta e impidió que se cometiesen más atropellos. Parece ser que antes de que aquellos elementos abandonasen la Huerta, le advirtieron a Lorca que estaba bajo arresto domiciliario y que no pensara en moverse de allí. En cuanto a Gabriel Perea, se lo llevaron con ellos. Después de interrogado, fue puesto en libertad.[30]
Ante lo ocurrido, Lorca entiende que está en peligro. Tiene que escaparse inmediatamente de la Huerta. Pero ¿adónde ir? ¿A quién acudir? ¿A qué persona de derechas, influyente y con capacidad para ayudarle, pedir socorro? Entonces se acuerda de su amigo el poeta Luis Rosales, a quien probablemente ha visto hace unas semanas en Granada. José y Antonio, los hermanos de Luis, son importantes falangistas. También a ellos les conoce Federico. Luis le aconsejará. Ellos le protegerán. Logra conectar por teléfono con Luis, que, enterado de lo que ha pasado, acude en seguida a la Huerta acompañado de su hermano menor Gerardo.[31]
Luis Rosales, nacido en 1910 y profundo admirador de Federico, a quien consideraba en cierto modo su maestro en poesía, había vuelto a Granada desde Madrid —donde acababa de terminar la carrera de Filosofía y Letras— pocos días antes del 18 de julio, y ello sin saber en absoluto lo que se tramaba en la ciudad. Allí sus hermanos José y Antonio le habían puesto al corriente, encargándole varias tareas. A Luis le interesaba muy poco la política, y mucho menos Falange Española de las JONS, pero el 20 de julio, más por razones circunstanciales que por convicción, se puso la camisa azul. Participó aquella tarde en la ocupación de Radio Granada y se le encargó después la organización del cuartel de Falange, instalado en el antiguo convento de San Jerónimo. Luego, para las fechas en que se empieza a perseguir a Lorca, es jefe del sector de Motril y goza de cierto prestigio entre los falangistas granadinos.[32]
Luis Rosales ha descrito en numerosísimas entrevistas concedidas a lo largo de los años el consejo de familia celebrado aquella tarde en la Huerta de San Vicente. Las posibilidades que se discutieron eran, fundamentalmente, tres: pasar a Federico a la zona republicana, cosa fácil para Rosales pero que el mismo Lorca rechazó; instalar al poeta en casa de Manuel de Falla, casa inexpugnable, cabía creerlo, dado el fervoroso y bien conocido catolicismo del compositor, además de su fama mundial; o llevarle a casa de la familia Rosales. Finalmente, se decidió por la última opción. La casa de los Rosales parecía ofrecer en aquellas circunstancias inmejorables garantías.[33]
Aquella misma noche del 9 de agosto de 1936 el chófer de la familia García Lorca, Francisco Murillo Gámez, a quien don Federico le ha hecho muchos favores, incluido el comprarle el taxi, lleva al poeta a casa de los Rosales, situada en la calle de Angulo, número 1, en el mismo corazón de Granada. A sólo trescientos metros se encuentra el Gobierno Civil desde donde el comandante Valdés y sus esbirros dirigen la brutal represión de la ciudad.[34]
Veinticuatro años después, Concha García Lorca, en las que parecen haber sido sus primeras declaraciones a la prensa acerca de lo ocurrido con su hermano, se referiría en los siguientes términos a la huida de éste a casa de los Rosales. Son palabras que merecen ser tenidas en cuenta:
Federico, como medida de precaución, se había ido a la casa de unos amigos, los Rosales. Gente estupenda bien que pertenecieran a la Falange. Pero, ¿qué significaba aquello? ¿No había también gente buena entre ellos? El mismo Federico lo decía. Mi hermano no era comunista. Cuando estalló la guerra civil, le pregunté: «Mira, Federico. No hablas nunca de política, pero la gente dice que eres comunista. ¿Es verdad?». Federico se echó a reír. «Concha, Conchita mía —había contestado—. Olvídate de todo lo que dice la gente. Yo pertenezco al partido de los pobres», y me abrazó. Pero como la gente decía que Federico era comunista, pensamos que debería esconderse en casa de los Rosales, puesto que ése era el lugar más seguro que había en toda Granada.[35]
García Lorca con los Rosales
Miguel Rosales Vallecillos, padre de los hermanos Rosales, era dueño de los almacenes La Esperanza, que abrían sus puertas en la calle de Arco de las Cucharas, al lado de la animada plaza de BibRambla, cerca de la catedral. Hombre acomodado y generoso, muy respetado en los medios comerciales de la ciudad, era, según su hijo Luis, «conservador liberal» y decididamente antifalangista, a diferencia de su esposa, Esperanza Camacho, que aprobaba las ideas políticas de sus hijos José y Antonio, fervorosos discípulos de José Antonio Primo de Rivera.[36]
Los cinco hijos varones de Miguel y Esperanza poseían cada uno una marcada personalidad, y sería un error pensar que formaban un grupo coherente, en política o en cualquier sentido.
Ya se ha hablado de Luis, el único que vive todavía y que hoy es miembro de la Real Academia de la Lengua y poeta distinguido.
Gerardo, el hijo menor (1915-1968), tenía aficiones artísticas y llegó a ser pintor y poeta de innegable originalidad. Nunca fue falangista, y poco después de empezada la guerra lo llamaron a filas. Después fue juez de profesión.[37]
José (1911-1978), popularmente conocido en Granada como Pepiniqui, era hombre de un encanto arrollador, y famoso antes y después de la guerra por sus aventuras y ocurrencias. Mantuvo hasta el final de su vida lealtad a los ideales de la antigua Falange de Primo de Rivera, y jamás, después de la victoria de Franco, se quiso ensuciar las manos políticamente, considerando que el franquismo no tenía nada que ver con lo que ellos, los «camisas viejas», habían deseado.[38]
Antonio (1908-1957), «el albino», fue el falangista más fanático de los hermanos y tesorero provincial del partido antes de la guerra.[39]
Miguel (1904-1976), el hermano mayor, no había sido falangista antes del Movimiento, siendo más bien de ideas monárquicas. Hombre irónico, machista y fantasioso, parece ser que en los primeros días de la sublevación su actuación fue bastante violenta.[40]
La espaciosa casa de los Rosales, hoy muy reformada, era de típico estilo granadino, y constaba de dos pisos y una planta baja de amplias proporciones que integraban un patio de esbeltas columnas, un surtidor, una gran escalera de mármol, numerosas salas donde vivía la familia durante el verano, las habitaciones de las criadas y la biblioteca de Luis.
El segundo piso del edificio, donde vivía la tía Luisa Camacho, hermana de la señora Rosales, y donde se instaló a Lorca, era casi completamente independiente del resto de la casa, con su propia escalera y puerta a la calle. Por otra puerta interior comunicaba con el piso de abajo.[41]
Cuando Federico llegó a la calle de Angulo estaba nervioso y asustado, pero, según ha recordado Esperanza Rosales, fue poco a poco recuperando cierta tranquilidad. Las tres mujeres de la casa —doña Esperanza, su hija y su hermana Luisa— adoraban al poeta, comprendían su temor y trataban por todos los medios de mimarle. A ellas podríamos añadir las dos criadas de los Rosales: una cocinera anciana y una chica tuerta y poco agraciada llamada Basilisa. Cuando aparecían aviones republicanos sobre Granada, Federico y las mujeres se refugiaban en una sala de la planta baja donde se encontraban las tinajas. Federico la bautizó «el Bombario».[42]
Es importante señalar el hecho de que por aquellas fechas los hombres de la casa estaban casi siempre ausentes. Es más: Miguel y José, ya casados, tenían piso propio, de modo que tampoco antes del Movimiento iban mucho a la calle de Angulo. Gerardo, Luis y Antonio sí vivían en la casa paterna, pero en las primeras semanas de la contienda apenas volvían a ella, ni para dormir. En cuanto al padre, salía cada mañana y cada tarde a ocuparse de la tienda. Federico, en consecuencia, veía poco a los seis Rosales varones.[43]
Lorca pasó sólo una semana en esta casa, donde le veía por la noche Luis cuando se encontraba en Granada.[44]
Habría que subrayar que acoger a un «rojo» en aquellas circunstancias suponía un auténtico riesgo. Don Miguel Rosales no cejó ante su responsabilidad en el caso de Lorca, y tampoco en el de otros amigos republicanos de la familia, varios de los cuales encontraron amparo en la misma casa.[45]
Federico pasaba el día interpretando canciones populares en el viejo Pleyel instalado en el piso de la tía Luisa, narrándoles a ésta y a las dos Esperanzas anécdotas y episodios de sus estancias en Nueva York, Cuba o Buenos Aires, y leyendo vorazmente Ideal, que le subía cada mañana la hija. En la biblioteca de Luis encontró un ejemplar de los poemas de Gonzalo de Berceo, que releyó con deleite. Y dedicaba parte del tiempo a escribir, aunque no sabemos qué. Escuchaba obsesivamente la radio de la tía Luisa, tanto las emisiones nacionales como las republicanas, y le solía decir a la hija: «¿Qué bulos has escuchado tú hoy? ¿Cuántos bulos traes tú? Pues yo he oído ése».[46]
Por Ideal se enteraba de los fusilamientos que tenían lugar en el cementerio —ello no se ocultaba— y del peligro que corrían su cuñado Manuel Fernández-Montesinos y otros prisioneros en la cárcel. Es probable que pidiera a los Rosales que tratasen de intervenir a favor de Manuel, quien, como sabemos además por una carta escrita por el ya ex alcalde desde la cárcel, tenía confianza en que éstos pudiesen hacer algo.[47]
Lorca comentó sus proyectos literarios con su nueva amiga Luisa Camacho y, por supuesto, con Luis. La tía recordaba, a mediados de la década de los años cincuenta, que el poeta le había hablado de un libro que se llamaría El jardín de los sonetos.[48] Luis, por su parte, ha insistido repetidamente en que la colección se titularía Jardín de los sonetos, sin artículo, y que lo integrarían treinta o treinta y cinco poemas compuestos a partir de 1924.[49] En cuanto al título del libro, existía el precedente inmediato de Alberto Jiménez Fraud, director de la Residencia de Estudiantes, que había publicado, entre 1922 y 1925, una serie de pequeñas antologías poéticas, primorosamente impresas, denominadas «Jardinillos», como libros de regalo de Navidad y Año Nuevo y uno de los cuales contenía, precisamente, una selección de sonetos. Lorca había regalado a su hermana Concha, en 1922, uno de estos bellos Jardinillos.[50]
Otro proyecto, según Rosales, era un poema épico, Adán, del cual le había hablado insistentemente durante los últimos dos años. Sería una especie de Paraíso perdido.[51]
En cuanto a un supuesto himno a la Falange que el poeta hubiera compuesto durante su breve estancia en la calle de Angulo, Luis Rosales lo ha negado tajantemente. Lorca, según éste, quería colaborar con él en un poema a todos los muertos de España, y no sólo de la Falange o de Granada. Pero no le dio tiempo.[52]
Federico bajaba de vez en cuando al piso principal de la casa para hablar por teléfono con su familia. Así lo ha declarado Esperanza Rosales, a quien denominaba «mi divina carcelera».[53]
En la madrugada del domingo 16 de agosto Manuel Fernández-Montesinos fue fusilado en el cementerio de Granada al lado de otras veintinueve víctimas. Federico se enteró de ello en seguida, probablemente por teléfono, y Esperanza Rosales ha recordado la terrible angustia del poeta al recibir la noticia, y su preocupación por Concha y sus niños.[54] Podemos conjeturar que, a partir de este momento, perdió cualquier tranquilidad que hubiera adquirido al instalarse en la casa de los Rosales. Pues si los rebeldes ya fusilaban a personas tan inocentes como Montesinos, ¿qué no podrían hacer con él, que tantas declaraciones antifascistas había hecho a la prensa?
Además, es posible que ya supiera por sus padres que sus enemigos le buscaban, pues el día anterior habían vuelto a la Huerta de San Vicente con una orden para su detención. Esta vez se trataba de una escuadra al mando de un tal Francisco Díaz Esteve, quien al ser informado de que Lorca ya no estaba allí, registró toda la casa y hasta llevó a la finca a un especialista en pianos, José Montero, para que desmontase el piano de cola. Allí, por lo visto, esperaban encontrar la tan cacareada radio clandestina con la cual el poeta —«espía ruso»— estaría en contacto con los «rojos».[55]
También estaban inquietos los Rosales. Según declaraciones de Esperanza, hija, a Agustín Penón en 1956, el mismo 16 de agosto hablaron de la necesidad de trasladar a Federico a un sitio más seguro, ya que Cecilio Cirre les había informado de que se efectuaban muchas detenciones y de que Lorca podía estar en peligro. El poeta habría sugerido que le llevasen a casa de su amiga Emilia Llanos, pero a los Rosales les parecía preferible que se fuera a la de Manuel de Falla.[56]
También se había buscado a Lorca varias veces en la finca del padre de su adorada prima Clotilde García Picossi, la Huerta del Tamarit, situada no lejos de la de San Vicente y evocada en Diván del Tamarit:
Por las arboledas del Tamarit
han venido los perros de plomo,
a esperar que se caigan los ramos
a esperar que se quiebren ellos solos…[57]
Clotilde García Picossi ha recordado aquellos registros, durante uno de los cuales incluso buscaron al poeta en una gran tinaja de agua que había en un rincón de la casa. Parece ser que estuvo presente el capitán Rojas, «el de Casas Viejas» —que ya se había personado en la Huerta de San Vicente—, en una de estas visitas al Tamarit.[58]
Luis Rosales declaró, en su documento exculpatorio del 17 de agosto de 1936, que a Francisco Díaz Esteve la familia García Lorca, cumpliendo órdenes suyas, le había revelado el paradero del poeta en su casa. Rosales no había dejado tales órdenes, sin embargo. Todo lo contrario. Había insistido en que, pasara lo que pasase, nadie indicara dónde estaba el poeta, sino que se dijese que Federico se había ido a campo traviesa hacia las líneas republicanas.[59]
Pero ello no fue posible. Ante la amenaza de Díaz Esteve de llevarse al padre si no le decían dónde se encontraba, o incluso de matarle allí mismo, Concha García Lorca intervino y explicó que su hermano no se había escapado, sino que estaba invitado en Granada en casa de un gran amigo falangista, además poeta. Es probable incluso que diera el nombre de Luis Rosales. Sea como fuera, el resultado es el mismo: los enemigos de Lorca no tardan en localizarle.[60]
Sabemos por numerosos testigos que la detención del poeta, llevada a cabo la tarde del 16 de agosto, fue una operación de envergadura. Se rodeó de guardias y policías la manzana donde estaba ubicada la casa de los Rosales, y hasta se apostaron hombres armados en los tejados colindantes para impedir que por aquella vía tan inverosímil pudiera escaparse la víctima.[61]
Quien llegó a la casa de los Rosales para prender a Lorca no era un desconocido, sino un personaje célebre en Granada, el ex diputado de la CEDA Ramón Ruiz Alonso.
Ruiz Alonso —que había nacido a principios del siglo en Villaflores, pueblo de la provincia de Salamanca, de padres acomodados luego venidos a menos— tenía antecedentes netamente fascistas y odiaba profundamente el marxismo. Antes del advenimiento de la República había trabajado como delineante en la Compañía de Trabajos Fotogramétricos de Madrid, fundada por Julio Ruiz de Alda, y ganaba un buen sueldo. Pero bajo el nuevo régimen y a causa de no querer pertenecer al sindicato socialista del Arte de Imprimir, perdió su oficio de linotipista durante más de un año, circunstancia que le llenó de rencor y de deseo de venganza. Se afilió, al parecer, a la agrupación fascista de las JONS (Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista) y participó en varias acciones violentas.[62]
Ruiz Alonso había sido educado en el colegio salesiano de María Auxiliadora de Salamanca. En él coincidió con José María Gil Robles, quien en 1933 le consiguió un puesto de tipógrafo en el diario madrileño El Debate, el órgano católico más importante del país, dirigido por Ángel Herrera Oria, uno de los fundadores del partido de Acción Popular. Allí se convirtió en militante de Acción Obrerista, sindicato católico de orientación corporativista. En el otoño de 1933 fue mandado a Granada para trabajar en los talleres de Ideal, periódico controlado, al igual que El Debate, por Editorial Católica, es decir, por la Sociedad de Publicaciones de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, dirigida por Herrera Oria. Y en noviembre se le incluye en la lista electoral de la coalición de derechas capitaneada por Gil Robles, que triunfa.[63]
Ruiz Alonso se granjeó en seguida el desprecio de toda la izquierda nacional, pero especialmente la granadina, y fue conocido desde el inicio de su andadura parlamentaria como el «obrero amaestrado» de Gil Robles. Hombre corpulento, enfático, virulento, no carecía de aptitudes como orador. En las semanas anteriores a las elecciones había actuado en diversos puntos de la provincia, siendo interrumpidos muchas veces sus mítines. Pero Ruiz Alonso no se arredraba ante las amenazas.[64]
Entre 1933 y 1936 su actuación en las Cortes, donde sólo intervino una o dos veces, fue prácticamente nula, aunque sí desempeñó un papel de cierta relevancia en los debates que condujeron a la derogación, el 23 de mayo de 1934, de la Ley de Términos Municipales, en beneficio de los terratenientes.[65] En cuanto a su actividad extraparlamentaria, participó en la lucha contra los sindicatos, contribuyendo, por ejemplo, al fracaso de la huelga de Artes Gráficas en marzo de 1934.[66]
La mentalidad de Ramón Ruiz Alonso quedaría reflejada en su libro Corporativismo, manual fascista entreverado de reminiscencias autobiográficas, publicado en 1937 con prólogo de Gil Robles.
En Granada se le llegó a conocer al católico Ruiz Alonso como el «ayudante de verdugo», pues asistió en los últimos momentos a un condenado a muerte, acompañándole hasta el patíbulo.[67] Otra expresión de su catolicismo fue ingresar en la cofradía de Santa María de la Alhambra, criticada por Lorca en su charla radiofónica de abril de 1936 sobre la Semana Santa granadina.[68]
A pesar de sus sentimientos cristianos, el corpulento Ruiz Alonso se mostraba capaz de asestarle un sólido puñetazo a quien no estuviera de acuerdo con él, como ocurrió en las Cortes en noviembre de 1935 cuando arremetió contra el diputado radical-socialista Félix Gordón Ordás.[69]
Ruiz Alonso odiaba a Fernando de los Ríos (ello queda claro en su libro), y todo indica que hacia el discípulo de éste, Federico García Lorca, sentía un desprecio no exento de envidia. En los primeros meses de 1936, durante la campaña electoral, el «obrero amaestrado» había celebrado un mitin en Fuente Vaqueros. Allí se refirió despectivamente a «don Fernando de los Líos» y al «protegido» de éste, García Lorca, «el de la cabeza gorda».[70]
Durante la campaña electoral de enero y febrero de 1936 habló en otros numerosos mítines de la CEDA, insistiendo siempre en su tema preferido: que los líderes sindicales envenenaban el alma de los obreros y que España necesitaba un régimen corporativista.[71]
Ruiz Alonso y sus correligionarios fueron reelegidos diputados por Granada. Pero, como ya se ha señalado, los resultados electorales granadinos, así como los de Cuenca, fueron impugnados y luego anulados por las Cortes en marzo, perdiendo las derechas todos sus escaños en la nueva vuelta de mayo. El odio de Ruiz Alonso hacia los procedimientos parlamentarios y hacia el Frente Popular, nunca ocultado, debió encontrar entonces materia fresca con que alimentarse. Y, según propia confesión, el ex diputado comenzó por aquellas fechas a conspirar activamente contra la República:
El Parlamento era todo mentira, era todo engaño.
Aquello había que destruirlo, conmover hasta sus cimientos, no dejar piedra sobre piedra, para volver a edificar, a construir, a conservar…
Por aquel entonces, de revolución hablaban ya las gentes.
Volví al pueblo, me confundí con el pueblo, y volví a ser lo que antes fui: ¡Pueblo!
Respiré a pleno pulmón, supe lo que era conspirar, porque conspiré; supe lo que era la guerra, porque Dios me concedió el honor de vigilar, arma al brazo, en la trinchera, teniendo el cielo por techo y las estrellas por mudo testigo.[72]
En la primavera de 1936 Ruiz Alonso solicitó la entrada en Falange Española de las JONS. Fue testigo de ello José (Pepiniqui) Rosales, según el cual el ex diputado ofreció su ingreso en dicha organización a condición de percibir un sueldo mensual de mil pesetas (sueldo del cual, es de suponer, tendría gran necesidad tras haber perdido su escaño en las Cortes). Cuando Rosales y otros falangistas granadinos visitaron a José Antonio Primo de Rivera en la cárcel Modelo de Madrid, hacia finales de abril de 1936, Ruiz Alonso les acompañó. Transmitida a Primo de Rivera su «oferta», ésta fue rechazada terminantemente: el jefe nacional estaba dispuesto a admitir el ingreso de Ruiz Alonso, eso sí, pero sin condiciones especiales. Es posible que tal rechazo generara en Ruiz Alonso a partir de este momento un odio secreto hacia la Falange.[73]
Ruiz Alonso había salido de Madrid en coche hacia Granada el 10 de julio de 1936. Sabía sin duda que pronto estallaría la sublevación militar, y es de suponer que estaba decidido a desempeñar un papel relevante en los acontecimientos que se produjesen en la ciudad donde vivía desde 1933. Pero, sea como fuera, no llegó a Granada a la hora prevista porque cerca de Madridejos, en la provincia de Toledo, tuvo un accidente. Según El Noticiero Granadino del 12 de julio, al ex diputado, que conducía a gran velocidad, se le atravesó un camión en el camino y para evitar el choque tuvo que virar fuertemente, dando el vehículo cuatro o cinco vueltas antes de quedar destrozado en una cuneta. El conspirador resultó «con fuertes magullamientos en todo el cuerpo», según el diario. Fue atendido por amigos políticos y particulares en Madridejos, y luego llevado a Granada en un coche mandado desde allí por Acción Popular.[74]
Las magulladuras de Ramón Ruiz Alonso no le impidieron participar en los hechos que se desencadenaron en Granada a partir del 20 de julio. Allí, iniciada la sublevación, trató de formar unas milicias de Acción Popular. El intento fracasó, teniendo lugar un grave roce entre Ruiz Alonso y varios gerifaltes locales de la Falange. Después lograría formar otra agrupación, el batallón Pérez del Pulgar, integrado por prisioneros de izquierdas, cuya fortuna tampoco sería brillante.[75]
Ruiz Alonso era amigo de Horacio Roldán Quesada, el terrateniente de Asquerosa con quien el padre de Lorca había tenido algún enfrentamiento, y que, con su hermano Miguel, se personó en la Huerta de San Vicente el 9 de agosto en busca de los hermanos del casero Gabriel Pérez Ruiz. Es muy posible que por ellos tuviera noticias de lo ocurrido entonces en la finca, y que su llegada a la casa de los Rosales no fuera ajena al pulso existente entre aquellos terratenientes y los García Lorca.[76]
Cuando Ruiz Alonso se presenta allí la tarde del 16 de agosto de 1936 le acompañan dos correligionarios de la CEDA: Juan Luis Trescastro —conocido juerguista— y Luis García Alix, secretario de Acción Popular en Granada.[77]
En la casa no se halla en este momento ninguno de los hombres de la familia. Luis y José están en el frente; Antonio, Gerardo y el padre, en distintos puntos de la ciudad; Miguel se encuentra de servicio en el cuartel de la Falange. Doña Esperanza, indignada, se encara con Ruiz Alonso y se niega a que el poeta salga de su casa, «una casa falangista», sin que esté presente uno de sus hijos. De acuerdo con el testimonio de la hija, que escuchaba horrorizada la conversación que tenía lugar entre su madre y Ruiz Alonso —éste llevaba un mono que lucía la insignia de Falange Española—, el ex diputado de la CEDA explicó, ante la insistencia de Esperanza Rosales, que al poeta le reprochaban sus escritos.[78]
Durante un buen rato la misma trata de localizar por teléfono a alguno de los varones de la casa, hasta que da finalmente con Miguel y le explica lo que está sucediendo.[79]
Ruiz Alonso se traslada entonces en coche al cuartel de Falange, acompañado de sus correligionarios Luis García Alix y Juan Luis Trescastro —propietario del vehículo— y otros dos hombres. Allí se entrevista con Miguel Rosales y le explica que Lorca es «espía de los rusos», que «ha hecho más daño con la pluma que otros con las pistolas», y que él sólo cumple la orden de llevarle al Gobierno Civil.[80]
Miguel acepta ir con ellos y sube al coche. Al ver que la calle de Angulo está tomada por las fuerzas, se da cuenta de que no va a poder hacer nada. Piensa que se trata de un error y que todo se podrá arreglar en el Gobierno Civil.[81]
Arriba, en el segundo piso, Lorca debió darse cuenta desde el primer momento de lo que sucedía en el patio. Por las ventanas interiores del apartamento de la tía Luisa podían oírse claramente las conversaciones que tenían lugar abajo, especialmente si se hablaba en voz alta, como probablemente sería el caso cuando llegó Ruiz Alonso. Además, Esperanza Rosales, hija, ha declarado que subió en seguida para decirle al poeta lo que pasaba.[82]
Al volver Ruiz Alonso a la calle de Angulo con Miguel Rosales, intuyendo lo que iba a ocurrir, Lorca se había preparado para salir de la casa. Esperanza le fue a buscar. Encima del Pleyel había una imagen del Sagrado Corazón de Jesús, de la cual la tía Luisa era muy devota. «Vamos a rezar los tres ante la imagen —le diría ésta a Federico—. Así todo te irá bien». Y así se hizo. Lorca se despidió emocionado de Luisa Camacho y bajó al patio, donde Ruiz Alonso esperaba impacientemente al poeta «de la cabeza gorda», al predilecto discípulo de Fernando de los Líos.[83]
Según unas declaraciones de Luis Rosales hechas en 1956 a Agustín Penón, basadas en el testimonio de primera mano de su hermana Esperanza, el poeta, absolutamente derrumbado, temblaba y lloraba. Y al despedirse de su «Divina Carcelera» murmuraría: «No te doy la mano porque no quiero que pienses que no nos vamos a ver otra vez».[84]
El poeta en el Gobierno Civil de Granada
Enfrente del domicilio de los Rosales vivía entonces la familia del dueño del bar Los Pirineos, situado en la colindante plaza de la Trinidad. Uno de los hijos, que tenía doce años, vio desde un balcón al poeta salir a la calle. Llevaba un pantalón gris oscuro, una camisa blanca con el cuello desabrochado, una corbata de lazo o sin anudar y, al brazo, una americana. Iba acompañado de varias personas. El grupo dio la vuelta a la esquina de la plaza, donde, con casi toda seguridad, había dejado Ruiz Alonso el coche.[85]
Durante el cortísimo trayecto al Gobierno Civil, Federico no cesó de pedirle a Miguel que interviniera a su favor con las autoridades y que buscara en seguida a su hermano Pepe.[86]
Cuando llegan al edificio, Miguel se encuentra con que el gobernador civil, comandante José Valdés Guzmán, no está. Es el teniente coronel Nicolás Velasco Simarro de la Guardia Civil, jubilado en enero de 1935 y ahora unido a los rebeldes, quien se encarga de Lorca, explicando que no se podrá aclarar nada hasta que no regrese aquella noche el gobernador, que está visitando las Alpujarras.[87]
Miguel procura tranquilizar al poeta y le promete que volverá cuanto antes con José, asegurándole que no le pasará nada. Pero, aunque no lo dice, Rosales está preocupado, temiendo especialmente que Federico sea interrogado por alguno de los brutales cómplices de Valdés.[88]
Después de ser cacheado, a Lorca lo encierran en una de las dependencias del primer piso del Gobierno Civil.
Miguel Rosales vuelve al cuartel de la Falange y trata de localizar por teléfono a José. Pero no lo consigue. Está inspeccionando unas avanzadillas de la Vega y no volverá a Granada hasta la noche. Tampoco le es posible a Miguel localizar a Luis o a Antonio, pues los dos se hallan en el frente. Gerardo, por su parte, ha ido al cine.[89]
Cuando José y Luis Rosales volvieron aquella noche a Granada se quedaron consternados al saber lo sucedido. Decidieron enfrentarse inmediatamente con Valdés y se dirigieron en el acto al Gobierno Civil acompañados de algunos falangistas más, entre ellos Cecilio Cirre.
Luis Rosales ha contado muchas veces la escena que tuvo lugar allí delante de muchísima gente. Al decirle el teniente coronel Velasco que no había vuelto todavía el gobernador civil, y que presentara entretanto declaración, Rosales así lo hizo. Explicó que «un tal Ruiz Alonso», a quien no conocía, había ido aquella tarde a la casa de su padre, una casa falangista, y sacado, sin orden escrita u oral, a su invitado el poeta Federico García Lorca.
En aquel momento, siempre según Rosales, se adelantó el propio ex diputado de la CEDA y tuvo lugar el siguiente intercambio verbal:
—Este tal Ruiz Alonso soy yo.
Entonces le dije:
—Bueno, ¿has oído?, ¿has oído? ¿Por qué te has presentado en casa de un superior sin una orden y has retirado a mi amigo?
Entonces él me dijo:
—Bajo mi única responsabilidad.
Yo le dije, tres veces:
—No sabes lo que estás diciendo. Repítelo.
Porque, claro, éste era un inconsciente, éste creía que se estaba llenando de gloria ante la historia. Lo repitió tres veces, por tres veces lo repitió y cuando terminó, pues, yo le dije:
—Cuádrate y vete.
Entonces estuvo muy bien Cecilio Cirre. Cecilio Cirre incluso lo zarandeó, y para evitar, claro, algo más grave, que el que lo zarandeara fuera yo, entonces, pues, Cecilio Cirre le dijo:
—Estás tratando con un superior. Cuádrate y vete.
Entonces, pues, como las otras personas que estaban allí no intervenían, entonces, pues, ya se fue…[90]
Ruiz Alonso negaría años después que hubiera estado presente durante la escena descrita por Rosales, alegando que, después de dejar al poeta en el Gobierno Civil, se marchó a casa.[91] Sin embargo el relato de Luis Rosales fue confirmado independientemente por Cecilio Cirre, y parece corresponder estrechamente a la verdad.[92]
En cuanto a la declaración prestada por Rosales, que nunca ha sido hallada, decía, según éste, «que Lorca había sido amenazado en su casa, en las afueras de Granada, que había buscado mi ayuda, que era políticamente inocuo, y que, como poeta y como hombre, yo no podía negar mi ayuda a una persona a la que perseguían injustamente. Dije que volvería a hacer lo mismo».[93]
El comandante Valdés regresó aquella noche al Gobierno Civil —lo sabemos por Ideal— a las diez menos cuarto.[94]
Allí, en una entrevista violenta, se enfrentó con él José Rosales, quien, poco antes de morir en 1978, recordaría cómo entró furioso en el despacho del gobernador:
Yo entré, achuché la puerta, me veo con Valdés y digo: «Mi casa no se rodea, mucho menos por la CEDA», vamos por pegarle un tiro al que hubiera sido, y Valdés me dijo a mí que me llevara a Ruiz Alonso y lo matara en la carretera. Y no quise matarlo. «Tú das las órdenes y lo matas; yo no». Vamos, a Ruiz Alonso y a los que habían ido con él, porque a Valdés le importaba la vida de un cristiano poquísimo.[95]
En otra ocasión José Rosales declaró que se encontraban aquella noche con Valdés en su despacho los hermanos José y Manuel Jiménez de Parga, conocidos derechistas granadinos, el jefe de policía Julio Romero Funes y el abogado falangista José Díaz Pla.[96] Delante de ellos el gobernador le mostraría a Rosales una denuncia contra Lorca firmada por Ramón Ruiz Alonso, escrita a máquina —dos o tres folios— y tomada por el teniente coronel Velasco. Según José, este documento no iba sólo en contra de Lorca sino de la familia Rosales por haber dado cobijo a un «rojo». Entre los cargos contra el poeta figuraban ser espía de los rusos, estar en contacto con éstos por radio, haber sido secretario de Fernando de los Ríos y ser homosexual. José Rosales alegaba que Valdés le dijo entonces: «Si no fuera por esta denuncia, Pepe, yo te dejaría que te lo llevaras, pero no puede ser porque mira todo lo que dice».[97]
Según José Rosales, Valdés le aseguró a continuación que podía estar tranquilo y que no le pasaría nada a Lorca mientras se llevasen a cabo las necesarias averiguaciones. Después de salir del despacho José vio brevemente al poeta y le prometió que a la mañana siguiente le sacaría del Gobierno Civil.[98]
Luis Rosales, en cambio, no vio aquella noche a Federico, ni nunca más. Tampoco se entrevistó con Valdés. Después de la escena en el Gobierno Civil, el mencionado José Díaz Pla —abogado de profesión y jefe local de la Falange— le ayudó a redactar otra declaración en la que explicaba sus razones para haber albergado y protegido a García Lorca; declaración hecha con la idea de ayudar tanto a Lorca como a sí mismo.[99]
Rosales mandó copias de este documento inmediatamente a las distintas autoridades granadinas, incluidas las falangistas. Durante cuarenta años buscaría infructuosamente una copia de tal declaración. Finalmente fue localizada por el periodista granadino Eduardo Molina Fajardo una copia de la mandada al jefe provincial de la Falange, que se reprodujo en el libro póstumo del mismo sobre la muerte del poeta.[100] Documento de valor inapreciable, por estrictamente contemporáneo de los hechos, hace posible restablecer con rigor la cronología de las visitas a la Huerta de los distintos grupos implicados en el hostigamiento de la familia García Lorca y sus caseros, además de otros varios detalles.
Cuando Ruiz Alonso se llevó a Federico, la señora Rosales llamó en seguida a la familia del poeta, que durante el día anterior, después de la violenta escena transcurrida en la Huerta de San Vicente, se había desplazado al piso de su hija y Manuel Fernández-Montesinos, en la calle de San Antón. También se informó de lo ocurrido a Miguel Rosales Vallecillos, el padre, que se trasladó inmediatamente a la calle de San Antón. Acompañado de Federico García Rodríguez, Rosales buscó al abogado Manuel Pérez Serrabona para que se encargara de la defensa del poeta. «Nosotros pensábamos que se trataría de un juicio —ha declarado Esperanza Rosales—, y que habría la posibilidad de una defensa legal». Es de suponer que Pérez Serrabona haría lo posible por salvar a Lorca, ya que, después del fusilamiento de éste, siguió siendo abogado de la familia.[101]
A la mañana siguiente, José Rosales se presentó en la Comandancia Militar y consiguió una orden de libertad para Lorca, con la que se dirigió en seguida al Gobierno Civil. Pero allí el comandante Valdés le dijo que se olvidara del poeta, que ya se lo habían llevado aquella madrugada. «Ahora vamos a ocuparnos de tu hermanito Luis», habría añadido Valdés.[102]
José Rosales aceptó que Federico ya no estaba en el Gobierno Civil, y hasta su muerte seguiría creyendo que Valdés no le había mentido.[103] No conocemos su reacción ante la revelación de la desaparición del poeta: es de suponer que fue violenta.
La verdad escueta, sin embargo, es que estaba todavía en el Gobierno Civil aquella mañana. Lo sabemos por el testimonio de la criada de los Fernández-Montesinos, Angelina Cordobilla González, que aquel mismo día le llevó comida, ropa y tabaco.
Angelina recordaba perfectamente, en 1955 —cuando habló con ella el investigador Agustín Penón—, y luego en 1966, sus experiencias de aquellos trágicos días. Durante un mes había llevado la comida de Manuel Fernández-Montesinos a la prisión provincial. En la mañana del 16 de agosto le dijeron los guardias que el alcalde había sido fusilado aquella madrugada, y ella volvió a la calle de San Antón con el cesto. Unas horas después fue detenido el poeta. «¿Cómo lo voy a olvidar? —exclamaba en 1966—. ¡Don Manuel por la madrugada y el señorito Federico por la tarde!».
Angelina insistía en que fue tres veces, muerta de miedo, al Gobierno Civil, y que los guardias permitieron a regañadientes que subiera a la habitación donde se había encerrado al poeta. Allí no había cama: sólo una mesa con tintero, pluma y papel. La primera vez, la mañana del 17 de agosto —sería a eso de las once o de las doce—, los guardias estaban en la puerta de la celda con los fusiles en posición, y registraron la tortilla y demás efectos que llevaba la criada. A la mañana siguiente constataría que el poeta no había tocado la comida del día anterior. La tercera mañana, al salir de la casa de San Antón, un señor desconocido le diría: «La persona a quien va a ver usted ya no está allí». Pero Angelina seguiría su camino. Los guardias del Gobierno Civil le dirían que, efectivamente, ya no estaba aquel preso, y le permitirían subir por última vez a la habitación. Allí no quedaba nada más que el termo y la servilleta. Pensando que tal vez el poeta pudiera haber sido trasladado a la prisión provincial, Angelina se dirigió hacia la misma, entregando el cesto en la puerta. Dos testigos, uno de ellos el ex gobernador civil, César Torres Martínez, vieron circular el cesto por la cárcel, y se preguntaron si el poeta habría llegado allí. Pero no. El cesto le fue devuelto a la criada que esperaba en la puerta.[104]
¿Por qué le mintió Valdés a José Rosales la mañana del 17 de agosto, diciendo que el poeta ya no estaba en el Gobierno Civil?
La respuesta parece ser que el gobernador civil usurpador, al tanto de la celebridad de Lorca, dudó antes de mandarle a la muerte. No resulta aceptable la tesis de que no estuviera al tanto de la fama del preso. Valdés —de origen riojano (había nacido en Logroño en 1891)— llevaba en Granada desde 1931, y por muy inculto que fuera, forzosamente tenía que saber quién era Federico García Lorca, el joven granadino más famoso del momento, hijo mimado del republicano El Defensor de Granada. Es incluso probable que Valdés, fanático enemigo de los «rojos», conociera alguna declaración antifascista del poeta aparecida en la prensa, así como otras actividades suyas de cariz político. Y, ¿quién sabe?, el hecho de ser hijo de un general de la Benemérita pudo tener su peso, tratándose del autor del «Romance de la Guardia Civil española», tan ofensivo para algunos miembros del Cuerpo, como ya se ha visto,[105] y hasta es posible que él y Velasco —que le tomó declaración al poeta— conociesen o tuviesen noticias de otro texto lorquiano susceptible de ofender a los tricornios: el «Diálogo del teniente coronel de la Guardia Civil», publicado en el Poema del cante jondo de 1931.
Cuando Lorca fue llevado al Gobierno Civil, Valdés ya había ordenado muchos asesinatos, muchos «paseos», y ya se había fusilado en el cementerio a varios cientos de personas. En Granada hay unanimidad acerca de la implacable dureza del individuo. Así pues, si Valdés vaciló ante el caso del poeta, no pudo ser por motivos de caridad, sino porque debió presentir que, dada la celebridad del preso, su muerte podía ser dañosa para la causa nacionalista.
Hay indicios de que, antes de dar la orden de matar a Lorca, Valdés se puso en contacto con el general Queipo de Llano, jefe supremo de los sublevados de Andalucía, cosa que podía hacer fácilmente a partir del 16 de agosto, día de la detención del poeta y en el que se restablecieron las líneas telefónicas con Sevilla. Un allegado a Valdés ha afirmado a este respecto que Queipo, ya famoso por sus charlas nocturnas desde Unión Radio de Sevilla, le recomendó a Valdés: «Dale café, mucho café». Era su fórmula al ordenar un fusilamiento.[106]
Existe un hecho que parece apoyar la probabilidad de una consulta con Queipo. Se trata de la falsa noticia del asesinato del dramaturgo Jacinto Benavente, en Madrid o Barcelona, a manos de los «rojos».
La primera referencia impresa a esta hipótesis que se conoce es la publicada en la revista madrileña Estampa el 26 de septiembre de 1936. Allí contaba un evadido de Granada, un tal Manuel Subirá:
Un día alguien dio la noticia en el corro de haber sido fusilado en Barcelona el escritor Jacinto Benavente, culpándose al alcalde de El Escorial de haber hecho lo propio con los hermanos Quintero. Y uno de los señoritos insinuó:
—Mientras eso hacen los rojos, nosotros hemos respetado a García Lorca, sabiendo, como sabemos, que es de la cáscara amarga. Vamos a tener que tomar alguna medida.[107]
Según recogió Gerald Brenan en Granada en 1949, el «señorito» de la insinuación no sería otro que Ramón Ruiz Alonso.[108]
Ahora bien, la primera alusión a la pretendida muerte de Jacinto Benavente a manos de los «rojos» que se ha podido encontrar en la prensa rebelde apareció en las páginas del periódico sevillano El Correo de Andalucía el 19 de agosto. Es decir, después de la muerte del poeta y pasados los tres días de su detención por Ramón Ruiz Alonso. Decía El Correo de Andalucía:
TAMBIÉN ASESINAN A ILUSTRES ESCRITORES
Entre las víctimas de la barbarie marxista se cuentan ilustres literatos, tales como Benavente, los Quintero y Muñoz Seca.[109]
Pero ninguna de estas personalidades había sido asesinada.
La misma nota se reprodujo de nuevo en El Correo de Andalucía al día siguiente, 20 de agosto,[110] y aquella noche Queipo de Llano divulgó la falsa noticia en su habitual charla radiofónica, añadiendo a los nombres de los literatos los del pintor Zuloaga y de Ricardo Zamora, guardameta nacional. Y terminaba, cínicamente:
Esta canalla, que no sabe más que rastrear como las serpientes, no quiere dejar vivo a nadie que sobresalga en ninguna actividad humana.
¿Cuándo podrá resarcirse nuestro país de pérdidas como la de Benavente, los Quintero o Zuloaga? Pero no puede esperarse otra cosa de quienes han bombardeado la Mezquita de Córdoba, la Alhambra y el Pilar, y ahora el monasterio de Guadalupe, admiración de propios y de extranjeros.[111]
Insistimos: la falsa noticia del asesinato de Benavente se dio a conocer en El Correo de Andalucía el 19 de agosto de 1936, después de haber sido matado Lorca. Y el hecho de aparecer en aquel justo momento tal noticia quiere decir con toda seguridad que ésta se había fraguado la tarde o noche anteriores, después de la salida de los periódicos del día 18 de agosto. Es decir, la detención de Lorca no podía ser resultado de la noticia de que los «rojos» hubiesen matado a Benavente, por la sencilla razón de que tal «noticia» aún no se había inventado.
Pero ¿es posible que el bulo fuera divulgado por la radio nacional —se sobreentiende por Unión Radio de Sevilla— la noche del 18 de agosto, para ser luego recogida en la prensa del día siguiente? No se ha podido encontrar indicio alguno de que así fuera. Y de todas maneras, de haber sido así, tal noticia habría podido tal vez endurecer el corazón de los verdugos granadinos, pero en absoluto ser motivo de la detención del poeta, consumada dos días antes.
Habría que añadir que José Rosales, que vivió de cerca estos acontecimientos, jamás aludió a esta teoría del asesinato de Lorca. Tampoco la había oído Luis.[112]
La aparición en El Correo de Andalucía, periódico controlado por Queipo de Llano, de la falsa noticia de la muerte de los cuatro dramaturgos, y en tal fecha, fue con toda probabilidad un ejercicio de propaganda para desviar la atención del crimen que se acababa de cometer en Granada.
Ahora bien, hubiera o no participación de Queipo de Llano en la decisión de matar a Lorca, hay que seguir considerando a José Valdés Guzmán como el principal culpable del asesinato. Es evidente que Valdés habría podido salvar a Lorca si así lo hubiera deseado, a pesar de la denuncia o denuncias que hubiera contra él, puestas con casi toda seguridad por Ramón Ruiz Alonso y sus correligionarios de la CEDA, y quizá por otras personas. Pero Valdés no era hombre para salvar a nadie, y mucho menos a un poeta «rojo» amigo de Fernando de los Ríos, «espía de los rusos» y, por más señas, con fama de «maricón».
¿Hubo enfrentamiento o entrevista entre Lorca y Valdés antes de que éste tomara la decisión de ordenar la muerte del poeta? No lo sabemos, y a lo mejor no lo sabremos nunca. Valdés se llevó sus secretos a la tumba el 5 de marzo de 1939, víctima del cáncer que desde hacía años le roía las entrañas, y de una herida recibida en acción de guerra después de que abandonara en 1937 su puesto de gobernador civil de Granada.[113]
Lorca salió del edificio acompañado por otra víctima de infortunio: el maestro nacional del pueblo granadino de Pulianas, Dióscoro Galindo González.
Galindo, de arraigadas convicciones republicanas y muy querido de sus alumnos, no era granadino, sino oriundo de Ciguñuela, en la provincia de Valladolid. De 1929 a 1934 había sido maestro de Santiponce, en Sevilla, llegando destinado a Pulianas en septiembre de 1934. A poco de llegar al pueblo tuvo un incidente con el secretario del ayuntamiento, Eduardo Barreras, a propósito de la casa que se le había concedido, que estimaba «poco más que un pesebre». Protestó ante el gobernador civil de Granada, y el asunto tuvo eco en las páginas de Ideal. Sin embargo, el maestro no consiguió que le diesen otra casa, y se vio forzado a alquilar un piso en mejores condiciones. Eduardo Barreras no olvidó el incidente y, según la familia del maestro, fue quien denunció a Galindo González. Por «rojo», naturalmente.
La detención de Galindo González tuvo lugar a las dos de la madrugada del 18 de agosto, cuando llegó a su casa un grupo de falangistas y se lo llevaron en coche.
La familia del maestro no volvió a verle, y sería informada a la mañana siguiente de que ya había sido fusilado.[114]
Dióscoro Galindo González fue llevado al Gobierno Civil de Granada, donde es de presumir que le interrogaron.
Aquella madrugada un joven amigo de Lorca, Ricardo Rodríguez Jiménez, presenció por casualidad la salida del edificio del poeta y de Galindo. Rodríguez, de aficiones musicales, tenía la mano derecha atrofiada, y Federico le había regalado un violín pequeño para que pudiera aprender a tocar un instrumento, gesto que jamás podría olvidar aquél, que recordaba en 1980:
Yo vivía en la calle de Horno de Haza, cerca de la Comisaría de Policía, y frente al Gobierno Civil, en la calle Duquesa. Entonces, durante las primeras semanas del Movimiento, íbamos yo y un amigo cada noche a la Comisaría a oír el último parte de Queipo de Llano, que daban desde Sevilla a las tres de la madrugada. Jugábamos a las cartas con los policías de guardia hasta oír el parte. Aquella madrugada salí de la Comisaría a las tres y cuarto por ahí y me encontré con que de pronto me llaman por mi nombre. Me vuelvo: «¡Federico!». Me echó un brazo por encima. Iba con la mano derecha cogida de unas esposas con un maestro de la Zubia con el pelo blanco. «Pero, ¿dónde vas, Federico?». «No sé». Salía del Gobierno Civil. Iba con guardias y falangistas de la «Escuadra Negra», entre ellos uno que era guardia civil, a quien habían expulsado de la Guardia Civil y que se metió en la «Escuadra Negra». No recuerdo cómo se llamaba. A mí me pusieron el fusil en el pecho. Y yo les grité: «¡Criminales! ¡Vais a matar a un genio! ¡A un genio! ¡Criminales!». Me detuvieron en el acto y me metieron en el Gobierno Civil. Yo estuve allí encerrado dos horas y luego me soltaron.[115]
Unos segundos después los esbirros de Valdés subieron a sus dos víctimas al coche que les llevaría camino de la muerte.
Angelina Cordobilla insistía en que vio dos mañanas seguidas a Lorca en el Gobierno Civil, y que la tercera ya se lo habían llevado. En este caso el poeta habría salido del edificio en la noche del 18 al 19 de agosto. Sin embargo, es posible que la criada se equivocara y que sólo viera a Lorca una vez. La información procedente de la familia de Dióscoro Galindo González tiende a establecer que éste salió del Gobierno Civil la madrugada del 18… y sabemos que iba esposado con Lorca. Lo más probable, pues, parece ser que la salida de ambos se produjera, efectivamente, en la madrugada del 18 de agosto, aunque la desconsoladora verdad es que no lo sabemos a ciencia cierta. Y es que en Granada nadie se molestó en dejar constancia de los hechos.
Todo lo contrario.
Muerte en Fuente Grande
Al pie de la Sierra de Alfacar, a unos nueve kilómetros al noroeste de Granada, se encuentran dos pueblos cercanos: Alfacar y Víznar.
Alfacar, nombre derivado de una voz árabe que significa «alfarero», goza de fama en la comarca por su excelente pan moreno. Víznar —el nombre, esta vez, procede de un topónimo preárabe— destaca por un noble monumento, el palacio del arzobispo Moscoso y Peralta, terminado de edificar en 1795, cuando este prelado volvió a su tierra natal desde Cuzco.
Al estallar la sublevación militar en julio de 1936, los rebeldes granadinos se hicieron fuertes en Víznar, convirtiéndose el palacio del arzobispo Moscoso en cuartel de la Falange al mando del joven capitán José Nestares, uno de los principales conspiradores contra la República durante los últimos meses antes de la guerra.
De haber sido tan sólo un puesto militar, Víznar apenas sería recordado hoy en relación con la guerra civil. Pero era algo peor, y el pueblo debe su fama al hecho de haber sido también lugar de fusilamientos, donde cayeron abatidos muchos cientos de presos «rojos». Por este motivo los vecinos de Víznar, amenazados por la Guardia Civil, no querían hablar, durante décadas, de aquellos días, y mucho menos con extranjeros.
Desde Víznar el capitán Nestares estaba en contacto permanente con su camarada el comandante Valdés. Ininterrumpidamente, casi todos los días y todas las noches, llegaban coches con su tanda de víctimas procedentes del Gobierno Civil o de los pueblos de los alrededores. Los fusilados de Víznar no solían ser gentes sacadas de la cárcel provincial de Granada. Eran, sencillamente, los «desaparecidos», los muertos «no oficiales», de quienes las autoridades nacionalistas granadinas a menudo decían no tener noticias.
Los coches que llegaban a Víznar desde la capital tenían que pasar forzosamente por delante del palacio de Moscoso y Peralta, donde solían detenerse unos minutos para la entrega o intercambio de papeles justificativos con Nestares o sus ayudantes. Luego seguían cuesta arriba, al lado del palacio, por la estrecha callejuela que conduce al camino de Alfacar.
Pasado el muro del palacio se abre ante la vista un magnífico panorama. El terreno desciende abruptamente hacia Alfacar, y a lo lejos se extiende la dilatada vega granadina, al borde de la cual, allí abajo a la derecha, se yergue la pelada Sierra de Elvira.
Ganado el camino de Alfacar, el visitante descubre, a mano izquierda, una apacible acequia bordeada de juncos, que a poco cruza por los restos de un molino.
Aquí había, hasta su demolición hace unos años, un amplio caserón llamado Villa Concha. En tiempos de la República el edificio era utilizado como lugar de veraneo para grupos de escolares granadinos, por lo cual se le dio el nombre de «La Colonia». En julio de 1936 el caserón estaba todavía destinado a tales fines, hasta que estalló la guerra y los niños hubieron de ser evacuados. A partir de este momento fue habilitado como cárcel. «La Colonia», previamente asociada con la alegría infantil, los juegos y las vacaciones veraniegas, pasó a convertirse en casa de muerte.
Desde Granada los rebeldes llevaron a «La Colonia» a un grupo de masones, a los que añadieron a otros «indeseables», para que actuasen de enterradores. Uno de los masones, Antonio Mendoza Lafuente, facilitó en 1966 una pormenorizada descripción de cómo funcionaba aquel sistema, siendo complementada ésta en diversas ocasiones por el testimonio de otro enterrador, Manuel Castilla Blanco, quien a los diecisiete años fue llevado a Víznar para ser fusilado. Nestares se interesó por el joven y lo salvó, destinándole a participar en los entierros.[116]
La cárcel quedó establecida en la planta baja del edificio. En el piso alto se alojaban varios soldados y guardias de Asalto, más los enterradores y dos mujeres de izquierdas protegidas por Nestares y que se ocupaban de la limpieza y de la cocina. Tanto Mendoza como Castilla insistían en que los asesinos de «La Colonia» eran todos voluntarios que mataban por el gusto de matar, hecha excepción de unos guardias de Asalto forzados por Nestares a participar en las ejecuciones, posiblemente como castigo. Varios de los participantes pertenecían a la llamada «Escuadra Negra», banda de verdugos a la cual Valdés había dado carta blanca para cometer cuantas tropelías se les antojasen, con el propósito de mantener aterrorizada a la población civil.
Si lo deseaban, los condenados a muerte podían confesarse con el cura párroco de Víznar, José Crovetto Bustamante. Luego, al amanecer, los asesinos los sacaban «de paseo», dejando abandonados los cuerpos allí donde caían abatidos (campo, cuneta, olivar o barranco) hasta la llegada, un poco después, de los enterradores.
Sabemos, por varios testimonios, que Lorca pasó sus últimas horas en «La Colonia».
Tenemos, especialmente, las declaraciones de José Jover Tripaldi, hechas, primero, en 1955, a Agustín Penón, y repetidas en los mismos términos en 1984. Jover tenía en 1936 veintidós años. Pasaba aquel verano en Víznar, y al empezar la guerra, ante el peligro de que su quinta —la de 1935— fuera llamada a filas, le pidió a Nestares, amigo de la familia, que le aceptara a su lado. Nestares accedió.
La madrugada de la llegada de Lorca a «La Colonia» Jover Tripaldi estaba de guardia. El chico, fervoroso católico, solía informar a los condenados a muerte, cuando ingresaban en el caserón, de que a la mañana siguiente serían enviados a trabajar en unas fortificaciones, o en la carretera. Pero más tarde, al aproximarse la hora de las ejecuciones, les decía la terrible verdad de su situación, por lo que él estimaba caridad. Y por si querían confesarse con el cura párroco de Víznar, escribir una última carta o encomendar alguna prenda a los guardias.
Jover Tripaldi ha declarado que Lorca quiso confesarse cuando se enteró de que lo iban a fusilar. Pero el cura ya se había ido. El poeta se angustió hondamente, y entonces el joven le ayudó a rezar la oración que empieza «Yo, pecador…», que Federico sólo recordaba a medias. «Mi madre me lo enseñó todo, ¿sabe usted?, y ahora lo tengo olvidado —murmuraría—. Entonces, ¿me condenaré?». Jover Tripaldi le convencería de que no, de que la Iglesia católica es magnánima y que un sincero acto de contrición en tales circunstancias tendría todas las garantías espirituales necesarias. Así, según Jover Tripaldi, se tranquilizaría el poeta antes de salir de «La Colonia».[117]
Al lado de Lorca y Dióscoro Galindo González se encontraban aquella madrugada los banderilleros granadinos Joaquín Arcollas Cabezas y Francisco Galadí Melgar. Ambos eran conocidos en la ciudad tanto por su actuación en el ruedo como por su fervor político, de signo anarquista. Poco antes de la sublevación habían montado un servicio de vigilancia ante la puerta de la casa del comandante Valdés, en la calle de San Antón. Con razón sospechaban de aquel comisario de guerra. Y se explica que una vez en el poder, y capturados los banderilleros, Valdés decidiera matarlos.[118]
Desde el emplazamiento de «La Colonia» el camino de Alfacar corre por la ladera del valle, siempre acompañado por la acequia, que saltan a trechos pintorescos puentecillos de piedra. Al cabo de unos minutos el camino dobla en una curva abrupta. A la izquierda, abajo, la acequia cruza por un estrecho acueducto. En frente asciende una pendiente de arcilla, cubierta de altos y tupidos pinos, que se pierde más arriba entre los peñascales de la Sierra de Alfacar.
Éste es el tristemente célebre barranco de Víznar, bajo cuya tierra yacen los restos de cientos de víctimas de la vesania de los sublevados granadinos.
Antonio Mendoza y Manuel Castilla han dejado constancia de sus experiencias en el barranco. Bajo un sol veraniego de justicia su labor era amarga y dura. Los cadáveres eran abandonados allí donde caían, y en más de una ocasión los enterradores pudieron reconocer entre las víctimas a conocidos e incluso a parientes suyos. No se solía torturar primero a los presos, como se ha dicho con frecuencia. Tampoco es cierto que se les obligara a cavar sus propias tumbas.[119]
Contrariamente a lo que se mantenía durante años, Federico García Lorca no fue fusilado en el barranco sino un poco más allá, cerca del manantial conocido como Fuente Grande.
La fuente y sus alrededores tienen una historia peregrina. Los árabes de Granada, al observar las efervescentes burbujas que suben de modo continuo desde el fondo del abundante manantial hasta brotar en su superficie, la bautizaron con el metafórico nombre de Ainadamar, que quiere decir «Fuente de las Lágrimas» (el término árabe ain significa a la vez ‘ojo’ y ‘manantial’).[120]
El agua de la Fuente Grande es fresquísima y agradable al paladar, y en el siglo XI los árabes empezaron la construcción de una acequia que la llevara a Granada. Ésta se utiliza todavía hoy. Fluye, primero, al lado del camino de Alfacar a Víznar, donde antes movía el molino de «La Colonia» —Lorca escucharía su retumbar durante sus últimas horas—; luego por la fábrica de pólvora de El Fargue hasta llegar al Albaicín, donde hoy sólo sirve para regar los jardines de los cármenes.[121]
Alrededor de la Fuente Grande los árabes levantaron una colonia de espléndidas residencias de verano, de las que no quedan hoy vestigios visibles, debido probablemente a los estragos causados en otros siglos por unos terremotos.
Se conservan íntegras, en cambio, varias composiciones escritas por poetas arabigoandaluces en alabanza de la belleza de la hermosa fuente. Una de ellas, por el poeta, juez e historiador Abū-l-Barakāt alBalafīqī, nacido en Almería y fallecido en el año 1372, reza así:
¿Es mi alejamiento de Ainadamar, que me detiene el pulso de la sangre, lo que hace brotar un chorro de lágrimas del fondo de mis ojos?
Sus aguas gimen con la tristeza de aquel que, esclavo del amor, ha perdido su corazón.
A su orilla entonan los pájaros melodías comparables con las del mismo Mosuli,* recordándome el remoto pasado donde entré en mi juventud.
Y las lunas** de aquel lugar, bellas como José, harían abandonar a cualquier musulmán su fe por la del amor.[122]
* Ishāq al-Mawsilī (o de Mosul), famoso músico árabe.
** Es decir, las mujeres de Ainadamar.
Seiscientos años después de compuestos estos versos, el ojo del manantial sigue llorando sus borbollantes lágrimas a poca distancia del sitio donde mataron en 1936 al más hondo poeta granadino de todos los tiempos. Porque es casi seguro que Lorca cayó, con Galindo González, Arcollas Cabezas y Galadí Melgar, a poca distancia de la Fuente Grande.
Los asesinos de «La Colonia» solían matar a sus víctimas poco antes del amanecer. Aquella madrugada Lorca no tuvo ni el consuelo de ver la luna sobre Granada, pues no se levantaría hasta las siete y media de la mañana.[123]
Durante los días de su encarcelamiento, y ahora, frente a la muerte, ¿pensó en Mariana Pineda? Víctimas ambos del odio a la democracia, abandonados ambos por los que hubieran podido intervenir a su favor, el paralelismo de su sino difícilmente se le podía escapar. Tal vez, no lejos de la Fuente Grande, recordaría los versos de la triste copla que repite la heroína antes de salir de capilla:
Los presos habían sido llevados hacia Alfacar en coche. Poco después llegó el enterrador Manuel Castilla. Los cuatro cadáveres yacían cerca de un olivo a la derecha del camino, y el muchacho reconoció en seguida a los dos banderilleros, bastante conocidos en Granada. Allí mismo dio tierra a los muertos.[125]
A Castilla le había llamado fuertemente la atención el hecho de que a uno de los fusilados le faltaba una pierna. Al volver a «La Colonia» le dijeron que era el maestro nacional de un pueblo cercano. Se enteró al mismo tiempo de que la cuarta víctima, a quien tampoco conocía de vista, era el poeta Federico García Lorca.[126]
Nadie ha dejado constancia fidedigna de los últimos momentos de Lorca. Sí existe el testimonio de Juan Luis Trescastro, el fanfarrón y machista compinche de Ramón Ruiz Alonso que había acompañado a éste a casa de los Rosales la tarde del 16 de agosto. Trescastro alardeó ruidosamente de haber participado no sólo en la detención sino en la muerte de Lorca. «Acabamos de matar a Federico García Lorca —se jactaba la mañana del asesinato—. Yo le metí dos tiros en el culo por maricón».[127] En una ocasión posterior declaró: «Yo he sido uno de los que hemos sacado a García Lorca de la casa de los Rosales. Es que estábamos hartos ya de maricones en Granada».[128]
Si bien ningún poderoso había intervenido para salvar al poeta, el maestro Manuel de Falla, enterado de su detención, había bajado, consternado, al Gobierno Civil para procurar interceder a su favor. El famoso compositor, profundamente católico y con un hondo sentido de la justicia, habría tenido que hacer un considerable esfuerzo entonces por vencer su temor a la violencia física. Iba acompañado por algunos jóvenes falangistas. En el Gobierno Civil fue informado de que Lorca había sido ya fusilado, y parece ser que él mismo fue amenazado en el mismo sentido. Falla, deshecho ante la terrible noticia, se encaminó directamente a la casa del doctor Manuel Fernández-Montesinos, en la calle de San Antón, donde se encontraba reunida la familia del poeta, anonadada por el fusilamiento del médico unos días antes. Abrió la puerta Isabel Roldán, prima de Federico, y vio al compositor moralmente derrumbado. Isabel intuyó que don Manuel ya sabía la noticia de la muerte de Federico, y le imploró que no dijera nada a los padres del poeta, a quienes les habían ocultado la verdad.[129]
Aquel mismo día llegó a la casa de la calle de San Antón un miembro de la «Escuadra Negra» con una carta de Lorca. Decía, sencillamente: «Te ruego, papá, que a este señor le entregues 1.000 pesetas como donativo para las fuerzas armadas». Se trataba de una vil jugada que se le había hecho al poeta en el Gobierno Civil, dándole a entender que, si pagaba su padre esta muy considerable cantidad, salvaría la vida. Federico García Rodríguez, pensando que su hijo vivía todavía, desembolsó la suma requerida. La operación fue observada por el chófer de la familia, Francisco Murillo Gámez, a quien los asesinos le dirían a continuación que acababan de fusilar al poeta en Víznar, mostrándole un paquete de cigarrillos Lucky sustraído al cadáver.[130]
Durante muchos años Federico García Rodríguez llevó sobre su persona aquella patética nota, con toda probabilidad el último autógrafo del poeta.[131]
Cuando Lorca murió aquella madrugada ya habían fusilado en el cementerio de Granada, como mínimo, desde que empezó la guerra, a unas doscientas ochenta personas, y durante los tres años de la contienda caerían contra aquellas tapias más de dos mil víctimas.[132] Ello sin contar los innumerables asesinatos cometidos al margen de un sistema ya de por sí ilegal. Vista la muerte del poeta dentro del contexto general de la represión llevada a cabo en Granada, el caso no fue más excepcional que el de los cinco catedráticos de la Universidad fusilados, o el de muchos concejales, maestros, abogados y médicos. También es verdad que Lorca, que siempre estuvo al lado del pueblo llano, murió como los miles de obreros humildes sacrificados en Granada y su provincia. Los sublevados estaban decididos a matar a todos los partidarios del Frente Popular, y para ellos Lorca era un «rojo» más.
Tres semanas después la prensa republicana recogió el rumor del fusilamiento, el cual, no creído al principio, pronto se convirtió en casi certeza al conseguir cruzar las líneas «rojas» varios granadinos que describieron los horrores de la represión y dieron puntual noticia del asesinato del autor de Bodas de sangre. La consternación en todo el mundo de habla española fue inmediata, así como la reacción de la prensa europea. Casi de la noche a la mañana Lorca se convirtió en mártir de la causa republicana.[133]
Síntoma de la preocupación por la vida del poeta fue el telegrama mandado el 13 de octubre de 1936 por H. G. Wells, presidente del PEN Club de Londres, a las autoridades rebeldes de Granada. La respuesta fue lacónica:
Coronel gobernador de Granada a H. G. Wells. — Ignoro lugar hállase don Federico García Lorca. — Coronel Espinosa.[134]
Ello confirmaba, sin lugar a dudas, la muerte del poeta.
A finales de 1939 el apoderado del padre de Lorca, José Rodríguez Mata, elevó al Juzgado de Primera Instancia número 1 de Granada un expediente para inscribir en el Registro Civil la defunción del poeta. Rodríguez Mata había conseguido localizar a dos testigos —Alejandro Flores Garzón y Emilio Soler Fernández— que vieron, o decían haber visto, el 20 [sic] de agosto de 1936, al lado de la carretera de Víznar a Alfacar, el cadáver de Lorca. Ambos declararon en este sentido ante el juez el 9 de marzo de 1940, y el 21 de abril del mismo año la defunción del poeta se inscribió oficialmente en el Registro.[135]
Allí se podía leer que Lorca «falleció en el mes de agosto de 1936 a consecuencia de heridas producidas por hecho de guerra».
Era como si se hubiera tratado de un simple accidente.