1932. CONFERENCIAS…
Y GALICIA OTRA VEZ
Entre marzo y mayo de 1932, mientras se preparaba la primera salida de La Barraca, Lorca desarrolló paralelamente una intensa labor como conferenciante, en la mayoría de los casos bajo los auspicios de los Comités de Cooperación Intelectual.
Esta organización había sido fundada en febrero de 1932 por un joven e inquieto afiliado de la Federación Universitaria Escolar, Arturo Soria y Espinosa, hijo del famoso arquitecto Arturo Soria y Mata, creador de la Ciudad Lineal de Madrid. Se trataba de una iniciativa cultural más entre las muchas que iban aflorando entonces al margen de cualquier ayuda oficial. Fundar Comités en todas las grandes ciudades; promover el intercambio de ideas; invitar a notables conferenciantes; procurar unir a todos aquellos jóvenes intelectuales que compartían el amor a los principios de libertad y de progreso social; fomentar la solidaridad: eran los principales objetivos del enérgico republicano Arturo Soria y Espinosa y sus colaboradores. Y si sólo se lograron parcialmente, no por ello dejaron los comités de efectuar una meritoria contribución a la vida intelectual de la nación, llevando a las ciudades de provincias a destacadas personalidades del momento cultural.[1]
Entre los que prestan sus servicios a los Comités durante 1932 —debidamente retribuidos, pues sobre este punto insistía Arturo Soria—, están, además de Lorca, Ramón Gómez de la Serna (siempre sin un duro), el guitarrista Regino Sáinz de la Maza y el famoso capitán de aviación Francisco Iglesias Brage —oriundo de El Ferrol, residente ahora en Alcalá de Henares y, como Sáinz de la Maza, buen amigo de Lorca—, quien proyecta una excursión científica al Amazonas a bordo del barco Artabro. Excursión que no se podrá llevar finalmente a cabo.[2] Para los Comités de Cooperación Intelectual, Lorca pronunciará en la primera mitad de 1932 seis conferencias: en Valladolid («La arquitectura del cante jondo», 27 de marzo), Sevilla (misma conferencia, 30 de marzo), Vigo (misma conferencia, 6 de mayo), Santiago de Compostela (lectura con comentarios de poemas del ciclo neoyorquino, 7 de mayo), La Coruña («La arquitectura del cante jondo», 8 de mayo) y Salamanca (misma conferencia, 29 de mayo). Por las mismas fechas, invitado por otras entidades, Lorca dará dos veces su conferencia-recital de Nueva York: en Madrid (16 de marzo) y San Sebastián (8 de abril).[3]
En cada una de sus visitas relámpago a provincias dejará embelesado al público y se hará amigos entre la juventud intelectual y artística del lugar, ávida de tener noticias de las nuevas corrientes artísticas que soplan por Madrid, Europa y el mundo, y que Federico les parece encarnar. Hasta su forma de vestir fascina a aquellos jóvenes. Carlos Martínez Barbeito, inquieto y apuesto coruñés de dieciocho años, conoce a Lorca en Santiago de Compostela en mayo de 1932, y le acompaña en sus paseos por la ciudad. Quince años después evocará su primera impresión del poeta: «Vestía un traje de grueso paño “beige” claro, de corte muy norteamericano y llevaba una corbata de seda brillante color rojo oscuro. Los zapatos, que desde el primer momento me llamaron la atención, sobre todo porque hacia ellos me atraía la especial forma de pisar que tenía el poeta, eran gruesos y los sujetaba una correa con hebilla. Todo su atavío procedía de Estados Unidos, donde había estado el año anterior [sic], y tenía que chocarnos un poco a aquellos provincianos».[4]
Las visitas solían seguir siempre la misma pauta: llegada del poeta a la ciudad de turno y primeros contactos con la intelectualidad local que le esperaba; comida con éstos; recogimiento en el hotel por la tarde; conferencia; cena y bulliciosa exploración nocturna, acompañado de una cohorte de jóvenes ya incondicionales, por calles, monumentos y tascas; a la mañana siguiente, resumen de la conferencia en la prensa lugareña (con los elogios de rigor) y partida del poeta, que deja atrás una estela de conmociones y un sentimiento de vacío entre sus nuevos camaradas.
Antes de lanzarse a las provincias, Lorca pronunció en la Residencia de Señoritas de Madrid —«la mejor colección de jerseys y de cabezas de mujer que pueden presentarse en España», según la reseña de Víctor de la Serna al día siguiente—[5] su conferencia-recital sobre los poemas neoyorquinos. Fue la primera vez que el poeta había presentado en público una selección de los mismos, y, por ello, sus comentarios revisten indudable interés.
Especial relevancia tienen sus observaciones sobre la dificultad de los poemas que va a leer, observaciones que se relacionan estrechamente con las pronunciadas en octubre de 1928 en la conferencia «Imaginación, inspiración, evasión», donde, bajo la potente influencia de Dalí, Lorca había reivindicado la «lógica poética» —el «hecho poético» autónomo, desvinculado de la otra lógica, la del razonamiento— y roto una lanza a favor del surrealismo. Ahora, dos años y medio después, y con una importante obra de orientación surrealista ya conseguida, explica a su distinguido público femenino: «La calidad de una poesía de un poeta no se puede apreciar nunca a la primera lectura, y más esta clase de poemas que voy a leer que, por estar llenos de hechos poéticos dentro exclusivamente de una lógica lírica y trabados tupidamente sobre el sentimiento humano y la arquitectura del poema, no son aptos para ser comprendidos rápidamente sin la ayuda cordial del duende».[6]
No se trataba, ciertamente, de surrealismo a lo Breton. Pero sí de la poesía «evadida» que Lorca había procurado definir en su conferencia del otoño de 1928.
En cuanto a su glosa de los poemas, y como era de esperar, insiste sobre la falta de raíces de la civilización blanca estadounidense, entregada al materialismo, que contrasta con «el temblor profundo de tierra» que encuentra en Harlem. Le apena, inevitablemente, el intento por parte de muchos negros de parecer blancos (pomadas para quitar el rizado del pelo, jarabes, polvos y otros recursos similares) —siempre pedirá la autenticidad como valor personal primordial—, y cuando levanta su voz contra la forma de vida que observó allí, hace, casi a modo de aparte, un comentario profundamente «lorquiano»: «Y la denuncio porque vengo del campo y creo que lo más importante no es el hombre».
Lorca viene del campo —«Yo soy del corazón de la Vega de Granada», solía explicar—,[7] ama la Naturaleza y odia el capitalismo representado por el Chrysler Building y los rascacielos de Wall Street. Es, dice, «un sistema económico cruel al que pronto habrá que cortar el cuello».[8] Da la impresión de que se siente cada vez más anticapitalista. En momentos en que la República ha emprendido una batalla gigantesca para mejorar la situación económica y cultural de la clase obrera y del campesinado, la actitud del poeta no dejaba lugar a dudas. Y si Nueva York era como el máximo símbolo de los límites a los que podía llegar la crueldad capitalista, Lorca no desconocía las graves injusticias que afeaban la sociedad española, sin ir más lejos.
Carlos Morla Lynch se encontraba entre el público que aquella tarde abarrotaba el austero salón de la Residencia de Señoritas. A su lado estaba Vicente Huidobro, a quien Lorca había conocido en 1919 o 1920, cuando el polémico poeta chileno le había regalado sendos ejemplares de Ecuatorial y de Poemas árticos, recién editados en Madrid.[9] Huidobro, muy poseído de sí mismo, declara a Morla que no aprecia la nueva modalidad poética lorquiana. Al diplomático, por el contrario, hondamente impresionado una vez más por el carisma del poeta, le llaman la atención los comentarios a los poemas: «Esa explicación emitida en tono reposado y comunicativo, que contrasta con el huracán de hierros y cementos que desencadenara unos momentos antes, tiene el encanto de un paréntesis de sol en medio de las bellezas de la tormenta». Entre recital y glosa la actuación constituye «un nuevo triunfo para Federico».[10]
La visita de Lorca a Vigo, Santiago y La Coruña tendrá unas sorprendentes consecuencias para el poeta. Desde su primer contacto con Galicia en 1916, al lado de Martín Domínguez Berrueta, aquel húmedo paisaje verde, con sus brétemas y canciones melancólicas, paisaje tan distinto al de la meseta castellana o al de la Vega de Granada, no había dejado de estar presente en su recuerdo.
«Se comprende, viendo el paisaje de Galicia, el carácter triste de sus habitantes y su música, que dice de penas, de amores, de imposibles», había escrito el poeta en un artículo publicado en 1917.[11] En 1923, en la fiesta de los Reyes Magos organizada en la casa familiar de Granada, había incluido dos cantigas gallegas de Alfonso el Sabio, transcritas y armonizadas por Felipe Pedrell, y en los años siguientes había incorporado a su repertorio musical el «romance de don Boiso» —canción de numerosas variantes regionales—, las cantigas «Nosa Señora da Barca» y «Asubía, que fai vento», el romance «Estando cosendo n’a minh’almohada» y el cantar «Campanas de Bastabales» (estos dos últimos también tomados probablemente de Pedrell), las barcarolas y Cantigas de amigo del poeta y compositor Martín Codax, evocadoras del mar de Vigo, y otras numerosas composiciones que tocaba y cantaba en los improvisados conciertos íntimos que hacían las delicias de sus amigos.[12]
En cuanto a los escritores gallegos modernos, Lorca admira profundamente a la triste Rosalía de Castro y conoce bien a Valle-Inclán. Y tiene en Madrid varios amigos gallegos, procedentes de distintos puntos de la «franja verde» española (equivalente, en Gran Bretaña, del País de Gales, de Escocia y, por supuesto, de Irlanda): de Lugo, el joven musicólogo y «residente» Jesús Bal y Gay, discípulo del asturiano Eduardo Martínez Torner; de Orense, el poeta Eugenio Montes (como Bal y Gay, «residente» durante los años veinte); de El Ferrol, otro poeta, Serafín Ferro, evocado en el diario de Carlos Morla Lynch y una de las grandes admiraciones de Luis Cernuda; de Quiroga del Sil —aunque nacido en El Ferrol—, Ernesto Pérez Guerra da Cal, quien conversa habitualmente en gallego con Ferro. De estos y otros amigos ha recibido Federico no sólo una nutrida información acerca del arte, idioma, música y literatura de Galicia, sino la transmisión de canciones que no se encuentran en las colecciones que tiene a mano, como la de Felipe Pedrell, que nunca le abandona.[13]
En su conferencia sobre Góngora, pronunciada por primera vez en 1926, Lorca había demostrado tener ya conocimiento de los tres cancioneiros que contienen casi toda la poesía gallegoportuguesa de los siglos XII, XIII y XIV de la cual tenemos noticia: el Cancioneiro da Vaticana, el Cancioneiro Colocci-Brancuti y el Cancioneiro de Ajuda. El poeta-músico seguirá ahondando en estas colecciones —que también fascinan a Rafael Alberti—, colecciones en las cuales, dice, oímos «a través de las rimas provenzales del rey don Dionís y de las cultas canciones de amigo, la tierna voz de los poetas sin nombre, que cantan un puro canto exento de gramática».[14]
En la conferencia de 1928 sobre las nanas había aparecido otra vez el interés del poeta por las canciones populares de Galicia. Al citar allí varias nanas gallegas, se refiere a un hecho que le ha llamado fuertemente la atención: la presencia en Granada de numerosas canciones de procedencia gallega y asturiana, debido a la colonización llevada a cabo en La Alpujarra al final de la Reconquista por gentes procedentes de estas dos regiones. Sobre esta presencia de Galicia en Granada volverá Lorca a insistir en distintas ocasiones.[15]
El aura de leyenda y misterio que envuelve a Galicia, sus brumas y sus supersticiones, no podían por menos de atraer a un Lorca para quien lo numinoso es la misma sustancia de la vida. Antes de ir a Cuba en 1930, había recibido información acerca de la romería metempsicósica de San Andrés de Teixido, pueblo situado al borde del Atlántico en la punta noroeste de la península, no lejos de Estaca de Bares, y le contó a Juan Marinello lo que había oído.[16] «Ao Santo Andrés de Teixido va de morto o que no foi de vivo», dice la vieja sentencia, en la creencia de que las almas que no acuden a la romería en vida tienen que cumplir con su obligación después del último tránsito, adoptando para ello la forma de sapos, lagartos o culebras, que no pueden ser pisados o matados este día so pena de grave castigo divino.[17] Lorca nunca llegaría a participar en dicha romería —celebrada a principios de septiembre— pero aludiría a ella en su conferencia «Juego y teoría del duende» de 1933, donde la ve como una expresión más del «triunfo popular de la muerte española».[18]
Todo ello demuestra que, dieciséis años después de su primera estancia en Galicia, el poeta estaba preparado intelectual y emocionalmente para el reencuentro con un país cuyo paisaje, idioma, música y literatura nunca han dejado de subyugarle desde lejos.
De sus amigos gallegos quien más influyó en Lorca fue, sin duda alguna, el ya mencionado Ernesto Pérez Guerra da Cal. Nacido en El Ferrol en 1911, bien parecido, alto y apasionado, de un nacionalismo gallego acendrado, el muchacho había pasado su infancia en Quiroga, villa situada a orillas del río Sil, en el sur de la provincia de Lugo (por lo cual Federico, en broma, le solía llamar «Ernesto do Sil»). Allí la arraigada cultura vernácula de la comarca le había marcado para siempre, dándole «la conciencia indeleble de su identidad gallega».[19] El abuelo de Ernesto era un ingeniero italiano, Carlo Guerra Scoppoli, que había construido el ferrocarril que unía Galicia a Madrid, y su padre, médico, había muerto de tuberculosis a los cinco años de casarse. Por ello la madre de Ernesto se vio en la necesidad de mudarse a Madrid hacia 1922 con sus dos hijos.[20]
En la capital, Ernesto, que tenía entonces diez u once años, sintió la tenaz nostalgia del verde paisaje y del suave idioma de su tierra lucense, que seguirá visitando durante las vacaciones de verano. Conoció también el desprecio que muchos madrileños expresaban entonces por Galicia y sus habitantes, el mismo que había experimentado Rosalía de Castro en 1861 cuando llegó a vivir en la Villa y Corte, y contra el cual se rebela en su libro Cantares gallegos. Al releer el prólogo de éste, donde la poetisa habla de «aquelas soledades de Castilla que dan idea do deserto», y sumergirse en sus melancólicos versos, muchas veces se le venían las lágrimas al joven emigrado.[21]
Después de larga y valiente lucha, la madre de Ernesto ganó oposiciones y consiguió un puesto de maestra en un colegio de Peñuelas, barrio del distrito de la Inclusa. Entretanto, en el Instituto de San Isidro, donde fue compañero de clase del príncipe Juan de Borbón, hijo de Alfonso XIII, Ernesto tuvo que recurrir con frecuencia a los puños para defender el buen nombre de su amada Galicia, así como su propia hombría. Fue una dura, inolvidable lección, y allí llegó a sentir un implacable odio por la cultura castellana.[22]
¿Cuándo oyó Pérez Guerra da Cal por primera vez el nombre de Federico García Lorca? Parece ser que en 1928, al publicarse el Romancero gitano, cuando el chico tenía diecisiete años. Tardaría todavía tres en conocer al poeta, teniendo lugar el encuentro en 1931, en los emotivos momentos en que se proclama la República.[23]
Pérez Guerra da Cal fascinaba a Lorca, por su prestancia física, por su vitalidad, por su inteligencia y por la pasión con que hablaba de Galicia y cantaba canciones gallegas. Sin duda también por la gracia con que tocaba la armónica. El testimonio contemporáneo de Carlos Morla Lynch confirma el atractivo del muchacho. Pérez Guerra da Cal es «chico guapo y esbelto como un junco», apunta el diplomático en su diario el 5 de abril de 1933,[24] ampliando el comentario dos años después: «Un chico éste muy saleroso y agraciado, delgado como un junco, fino de cara, muy corto de vista —casi no ve—, con un aspecto de mozalbete un poco cínico y un poco impertinente… pero de una simpatía no exenta de inteligencia».[25] Cuando Lorca vuelve a Galicia en el verano de 1932, está predispuesto ya, por su amistad con aquel joven, a vivir con especial intensidad tal retorno. Y así lo hace.
Si en 1916 se había quedado emocionado ante la solemne belleza y la grandeza de Santiago de Compostela, en la visita de 1932 su entusiasmo no conoce límites. Por supuesto, va bien acompañado. En su largo paseo nocturno aquel 7 de mayo de 1932 por las rúas compostelanas, después de la conferencia, están a su lado el librero Arturo Moure Cuadrado, una de las figuras más destacadas del mundo literario y artístico de la ciudad, propietario de la librería-editorial Nike y fundador de la revista Resol, combativa hoja volandera; el hermano de éste, Bernardo, que apenas cuenta quince años y jamás olvidará la visita a Santiago del deslumbrante poeta del Romancero gitano; el profesor de Derecho administrativo Feliciano Rolán, que luego se revelará fino poeta y morirá joven, siendo objeto entonces de unas sentidas palabras elegíacas de Lorca; el dibujante Luis Seoane; el pintor Carlos Maside (quien le hará un dibujo); Carlos Martínez Barbeito, mencionado antes, y otros varios jóvenes apasionados de arte y literatura.[26]
Mientras deambulan por las estrechas calles, Lorca no cesa de hablar, torrencialmente. «Durante el recorrido alrededor de la catedral, su pasmo no tuvo límites ante las grandiosas plazas barrocas flanqueadas de próceres edificios y sumidas en la niebla nocturna que les hacía parecer aún más fantasmales —escribirá Martínez Barbeito en 1945—. Su admiración culmina en la Quintana, que él debía cantar más tarde en uno de sus Seis poemas galegos. Tan cerrada, tan íntima y acabada le pareció, que la llamó “plaza-butaca” en la que hubiera querido —dijo— quedarse a reposar toda la vida».[27]
Efectivamente, la plaza de la Quintana le había parecido como lugar peculiarmente idóneo para representaciones teatrales. ¿Nació bajo esta impresión su determinación de llevar allí La Barraca, que dentro de pocas semanas empezará su andadura? Es posible que sí. Tres meses después, de todas maneras, la farándula estudiantil llegará a Santiago y montará su tablado en esta misma «plaza-butaca».
A Lorca le dirían este año (y tal vez ya en 1916) que la Quintana había sido cementerio durante la Edad Media. Cuando el poeta componga su «Danza da lúa en Santiago» no olvidará este pormenor y hará que la luna baile, no en cualquier sitio de la húmeda ciudad gallega, sino precisamente en «Quintana dos mortos», Quintana de los muertos:
La fuerte impresión que al poeta le ocasionó el reencuentro con Santiago de Compostela hizo que sintiera la necesidad perentoria de componer un poema sobre la ciudad, proyecto que no ocultó —todo lo contrario— a sus anfitriones. El 9 de mayo El Eco de Santiago anunciaba que el poeta granadino, «gratamente impresionado por las bellezas arquitectónicas» de Compostela, volvería en seguida desde La Coruña —donde pronuncia, el 8, su conferencia sobre el cante jondo—, para quedarse varios días, «pues se propone confeccionar un poema dedicado a la ciudad».[29] Lorca regresó, en efecto, el 10 de mayo, y, el 12, el Faro de Vigo informaba que el poeta se quedaría en Santiago unos días «con motivo del proyecto que tiene de escribir un poema acerca de Compostela».[30]
Pero no fue así. Lorca no se quedó más días en la ciudad gallega, de donde salió hacia Madrid el mismo 12, después de depositar un ramo de flores en el monumento a Rosalía de Castro.[31]
Parece evidente que no pensaba en estos momentos en la posibilidad de dedicar a Santiago de Compostela un poema escrito en gallego, pues, de haber sido así, lo más probable es que se lo hubiera dicho a sus amigos santiagueses y que noticia tan insólita saliera en la prensa. Además, el testimonio de Carlos Martínez Barbeito apoya esta tesis. Antes de abandonar Santiago, Lorca le regaló al joven una poesía autógrafa que después, a consecuencia de viajes y traslados de libros, se perdió. Martínez Barbeito recordaba en 1945 que en aquel poema extraviado se aludía a la lluvia y al mar de Galicia, «y a los bueyes que miran pensativos desde los húmedos prados a los viajeros que recorren los caminos». La poesía, que Lorca había escrito la noche antes de su partida, era «tiernísima y estaba verdaderamente transida de lluvia y de melancolía galaicas». Se la había entregado en una copia hecha en una hojita azul timbrada con el escudo del hotel Compostela, donde paró Lorca durante su breve estancia.[32]
En una de sus tardes santiguesas, sentado ante el piano del hotel, regaló a sus jóvenes acompañantes uno de sus famosos conciertos de canciones populares, repasando el repertorio registrado en discos con La Argentinita y terminando con las cantigas gallegas de Martín Codax, la de «Nosa Señora da Barca» y otras. Para aquellos chicos, «suspensos y emocionados», la experiencia fue inolvidable. Poco tiempo después Martínez Barbeito recibía desde Madrid un ejemplar de las obras poéticas de Alfonso el Sabio, dedicadas por el granadino «en recuerdo del piano y las cantigas del Hotel Compostela».[33]
De vuelta a la capital, Lorca habla con entusiasmo a Morla Lynch de su redescubrimiento de Galicia. Y a Ernesto Pérez Guerra le comunica el poema inspirado por Santiago de Compostela. Y es entonces —o poco tiempo después— cuando nace la idea de componer, entre los dos, un poema, no ya en castellano sino en gallego, sobre parecido tema.[34]
Lorca, si bien podía leer sin demasiados problemas los versos gallegos de Rosalía de Castro y de otros poetas, y aprender de memoria, más o menos fielmente, las letras de las canciones populares gallegas —tarea nada difícil para una persona con tan extraordinaria retentiva poética—, no conocía, ni podía conocer, el idioma, y, por supuesto, no lo hablaba. Según Pérez Guerra —que a partir de 1938 utilizará los apellidos Guerra da Cal (su padre se llamaba Pérez da Cal, su madre Guerra Taboada)—, el conocimiento que tenía Lorca del gallego oral era puramente pasivo, mientras su contacto con el literario era «bastante precario», aunque, eso sí, «profundamente intuitivo».[35] ¿Cómo, pues, pensar en la posibilidad de escribir él solo un poema en gallego? La única explicación es que se embarcó en la aventura contando previamente con la imprescindible colaboración de Ernesto Pérez Guerra. Es más: todo indica que su intensa amistad con el mismo fue una de las principales circunstancias que provocó la voluntad de componer un poema en aquel idioma. Como homenaje a un país y a una tradición poética y musical que admiraba antes de conocer al joven, ciertamente. Pero también como homenaje a un amigo.
Así, en mayo o junio de 1932, nació «Madrigal a la ciudad de Santiago». Lorca quería expresar en el poema su impresión de Compostela bajo la lluvia, mezclándola con una vaga nostalgia amorosa. Y preguntaba a Ernesto cómo se decía en gallego «llueve en Santiago», «mi dulce amor», etc. Deseaba dar una idea del sol de Santiago como «velado» u «oscurecido» por las nubes. Y le dijo a Ernesto algo así como «el sol entre nieblas». El joven gallego, que a veces por el marcado acento granadino de Lorca le entendía mal, oyó «en tinieblas», no «entre nieblas», y propuso «brila entebrecido o sol». El hallazgo le encantó a Federico, que lo adoptó en el acto.[36] Finalmente, después de varias revisiones efectuadas oralmente con Pérez Guerra, el poema quedó plasmado así:
Chove en Santiago
meu doce amor.
Camelia branca do ar
brila entebrecido o sol.
Chove en Santiago
na noite escura,
herbas de prata e sono
cobren a valeira lúa.
Olla a choiva pol-a-rúa
laio de pedra e cristal.
Olla no vento esvaído
soma e cinza do teu mar.
Soma e cinza do teu mar
Santiago, lonxe do sol;
agoa de mañan anterga
trema no meu corazón.[37] *
* El poema, de una gran sencillez, se puede traducir literalmente así: «Llueve en Santiago / mi dulce amor. / Camelia blanca del aire / brilla oscurecido el sol. // Llueve en Santiago / en la noche oscura, / hierbas de plata y sueño / cubren la desierta luna. // Mira la lluvia por la calle / lamento de piedra y cristal. / Mira en el viento desvaído / sombra y ceniza de tu mar. // Sombra y ceniza de tu mar / Santiago, lejos del sol; / agua de mañana antigua / tiembla en mi corazón».
Compuesto el poema, Federico lo aprenderá de memoria. Y cuando aquel otoño vuelva a Galicia, esta vez con La Barraca, no sólo lo recitará ante la admiración de varias personas sino que lo entregará para ser publicado.
De acuerdo con Guerra da Cal, el «Madrigal a la ciudad de Santiago» fue el único ensayo poético en gallego acometido por Lorca entonces. Hasta 1934, después de volver de su estancia argentina, no se reanudará aquella colaboración.[38]
Todavía no se había fijado el itinerario de la primera salida de La Barraca. El 22 y 23 de mayo Lorca acompañó a Fernando de los Ríos durante la visita oficial del ministro de Instrucción Pública a dos pueblos de la provincia de Soria, Torrearévalo —cuna de Julián Sanz del Río, ilustre filósofo y maestro, considerado como uno de los padres de la República— y San Leonardo. Sin duda la presencia del poeta se debía al deseo de tantear sobre el terreno la reacción de las autoridades sorianas ante la posibilidad de que La Barraca iniciara por aquellas tierras su andadura. Además, la idea de empezar allí las actuaciones de la farándula tenía tanta más razón cuanto que había en la provincia una arraigada afición al teatro popular, demostrada por el hecho de que en casi cada pueblo existía un teatro municipal. Lorca quedó encantado con su visita, y cuando volvió a Madrid anunció que, efectivamente, las primeras representaciones de La Barraca tendrían lugar en Soria y sus alrededores.[39]
Unos días después, el 28 de mayo, el poeta se desplaza a Salamanca para dar allí su conferencia sobre el cante jondo. Desde que visitó por primera vez la ciudad en 1916, con Martín Domínguez Berrueta, no había vuelto a pisar aquellas calles. Intuyendo, tal vez, que el reencuentro con la ciudad iba a ser emotivo, invitó a Carlos Morla Lynch y a Rafael Martínez Nadal —con quienes a finales de marzo había pasado la Semana Santa en Cuenca—[40] a acompañarle. Ambos aceptaron encantados.
En Salamanca, adonde llegan los tres amigos en autobús a las diez de la noche, esperan a Federico el fundador de los Comités de Cooperación Intelectual, Arturo Soria y Espinosa, y un enjambre de estudiantes y maestros. Aquella noche dan un largo paseo por las calles y el poeta va recordando, con memoria infalible, sus impresiones de hacía dieciséis años, contrastándolas con las que ahora va recibiendo.
Entre los que escuchan maravillados los comentarios que van brotando incontenibles de sus labios se encuentra un joven cuya actitud hacia él ha sido, hasta hace poco, dolorida y ambigua. Se trata de Luis Domínguez Guilarte, hijo de Domínguez Berrueta, quien desde la ruptura ocurrida entre su padre y Lorca en 1918, debida en no pequeña parte a José Mora Guarnido, no había vuelto a ver al poeta. Sí ha leído con agrado las palabras suyas, publicadas por Ernesto Giménez Caballero en La Gaceta Literaria en 1928, en que expresaba su deuda para con el maestro muerto en Granada en 1920.[41] Desde entonces, Domínguez Guilarte ha querido restablecer el contacto con el poeta. Y cuando se entera de que está en Salamanca no duda un instante en presentarse en el Gran Hotel, donde Federico, después de mirarle fijamente, sorprendido, le da un abrazo largo y fuerte.
Aquella noche, después del recorrido por las calles y plazas de la ciudad, llega el momento de aclarar las cosas. Dejemos que lo cuente el propio Domínguez Guilarte:
A todos nos daba la sensación de que estábamos viendo Salamanca por primera vez, o, más exactamente, de que la estábamos sintiendo de una manera nueva, distinta y extraña. Llegamos otra vez a la Plaza Mayor por el Arco del Prior. García Lorca estaba cansado. Se quedó pronto silencioso, y como inundado de una indefinible melancolía. Nos dirigíamos hacia el Gran Hotel. Me cogió del brazo y en voz baja, emocionada, propia de confidencias muy sentidas, me habló así: «No puedes figurarte cuánto me he acordado esta noche de tu padre, del pobre don Martín. Le recuerdo con mucha frecuencia». Yo le respondí que era para mí muy grato oírle hablar así, porque mi padre, pese a todo, le había tenido siempre un particular afecto. Él siguió: «Sí, lo sé perfectamente. ¡Cuánto haría porque las cosas hubiesen ocurrido de otra forma! Nunca me perdonaré, ni perdonaré al gran culpable de todas aquellas insensateces…».[42]
Pero por mucho que Lorca culpara a José Mora Guarnido del indigno trato proporcionado a Berrueta, se sabía él mismo responsable de haberle causado al maestro, poco antes de su muerte, aquel daño irreparable. Y no podemos dudar de que si hubiera podido remediar lo irremediable, lo habría hecho. Pero, como le había dicho a Melchor Fernández Almagro en 1924, era ya demasiado tarde para pedirle perdón a don Martín.[43]
Antes de volver a Madrid, el 30 de mayo, Lorca, Martínez Nadal y Morla Lynch visitan a Miguel de Unamuno, a quien Federico había conocido por primera vez en 1916 durante la visita a Salamanca con Berrueta. Dos años después, cuando se editó Impresiones y paisajes, Unamuno había publicado una generosa reseña de aquel libro primerizo en cuyas páginas había más de un eco de sus propios ensayos.[44] Luego, durante los años de la Residencia de Estudiantes, Lorca había visto con frecuencia al escritor, gran amigo de la casa y de su director, Alberto Jiménez Fraud. Ahora, pasada la época de la Dictadura, que había exiliado a Unamuno a la isla de Fuerteventura, éste había recuperado su rectorado de la Universidad salmantina y, además, era diputado independiente por Salamanca en las Cortes Constituyentes. Se trataba de una de las figuras señeras de la República y de España, y hubiera sido impensable que Lorca y sus dos amigos abandonasen la ciudad sin saludarle.
La evocación hecha por Martínez Nadal de la visita es menos «diplomática» que la contenida en las páginas del diario de Morla Lynch, al menos tal como éste fue dado a la imprenta.[45] Unamuno, eximio monologuista, estaba decidido a que no hablara nadie más que él. Después de entretener a sus visitantes con la lectura de un artículo de prensa que acababa de redactar, les invitó a pasearse con él por la ciudad. Mientras deambulaban, entre saludos del famoso rector a derecha y a izquierda, se produce un pequeño incidente divertido. Lorca le pregunta a don Miguel por dónde pasea cuando está en Madrid, y el filósofo contesta que a riberas del Manzanares, río, a su juicio, «incomprendido e injuriado». «Del Manzanares —continúa— no se han dicho nada más que tonterías. Eso de “aprendiz de río” y otros chistes fáciles es pura incomprensión. Nadie ha sabido ver a ese pobre río». Lorca, que ha estado esperando este momento, salta, riéndose: «Alto ahí, don Miguel —le interrumpe—, que Lope en Santiago el verde dijo una cosa estupenda». Ante la extrañeza del filósofo —según Martínez Nadal un tanto «amoscado»—, Lorca recitó:
Manzanares claro,
río pequeño,
por faltarle el agua
corre con fuego.
Unamuno, impresionado, sacó su cuadernito y apuntó los versos.[46]
Unos días después, el 10 de junio, salía en El Sol de Madrid un artículo del filósofo titulado «Orillas del Manzanares», en el cual se mostraba bastante desconsolado ante el aspecto actual del río, «canalillo esclerótico, encintado en cemento» que «mira melancólico al rascacielos de la Telefónica». Luego, sin mencionar para nada a Lorca, reproducía «una perla» de Lope de Vega: los versos que le había descubierto el poeta granadino.[47]
El 1 de junio se celebró en el Ateneo de Madrid un homenaje a la pintora española María Blanchard —María Gutiérrez Cueto—, que acababa de morir en París. Lorca no había conocido personalmente a la artista, pero apreciaba su obra, y a requerimientos de Josefina de la Serna, esposa del guitarrista Regino Sáinz de la Maza, leyó unas cuartillas en el acto.[48]
María Blanchard, con su joroba, su soledad amorosa y su valentía, aparece en las palabras elegíacas de Lorca como una más en la larga cadena de víctimas que se extiende, en su obra, desde figuras tempranas como Juana la Loca y la soltera de «Elegía» (Libro de poemas) hasta doña Rosita y las encerradas hijas de Bernarda Alba. El homenaje a la pintora contiene unas referencias a Granada que llaman la atención y demuestran la identificación de Lorca con aquella mujer que supo convertir en arte su lucha contra circunstancias muy adversas:
Quien ha vivido, como yo, y en aquella época, en una ciudad tan bárbara bajo el punto de vista social como Granada, cree que las mujeres o son imposibles o son tontas. Un miedo frenético a lo sexual y un terror al «qué dirán» convertían a las muchachas en autómatas paseantes, bajo las miradas de esas mamás fondonas que llevan zapatos de hombre y unos pelitos en el lado de la barba.
Yo había pensado con la tierna imaginación adolescente que quizá María, como era artista, no se reiría de mí por tocar al piano «latazos clásicos» o por intentar poemas, no se reiría, nada más, con esa risa repugnante que muchachas y muchachos y mamás y papás tenían para la pureza y el asombro poético, hasta hace unos años, en la triste España del 98.
Pero María se cayó por la escalera y quedó con la espalda combada expuesta al chiste, expuesta al muñeco de papel colgado de un hilo, expuesta a los billetes de lotería.[49]
El breve y tierno discurso revelaba una vez más la discrepancia entre el Lorca público y jovial, con sus espléndidas dotes de juglar moderno, y el hombre interno y angustiado, víctima él también de la represión sexual y de la beocia a que alude en su elegía a la pintora fallecida.
Unos días después asiste a la boda del poeta-impresor Manuel Altolaguirre y la poetisa Concha Méndez, la «boda de la poesía», como la llama un periódico, en la que está presente el casi todo Madrid literario y artístico.[50] Carlos Morla nos ha dejado una brillante descripción del acontecimiento, que tiene lugar en la basílica de Chamberí. Allí se congregan, entre otros, Juan Ramón Jiménez, Luis Cernuda (impecablemente vestido, como siempre), José Moreno Villa, Ernestina de Champourcín, el capitán Iglesias, Santiago Ontañón, Cipriano Rivas Cherif, Guillermo de Torre y su mujer, Norah Borges (hermana del escritor), y Rafael Martínez Nadal. Morla observa de cerca a Federico, que, «consciente de su juvenil celebridad, va de grupo en grupo y habla con unos y otros, esplendoroso, amplio, con apostura de genio revolucionario creador de escuela».
Dentro de la iglesia todo es desorden, desbarajuste, caos: hay ruidos, chistes, codazos, barullo, hasta risas. Altolaguirre está vestido de verde —color de la esperanza— y Concha Méndez lleva un traje blanco sin cola. La boda se celebra ante un altar muy pobretón y desangelado, apenas con cirios, y, después del acto, aparece un viejo sacristán que, al borde de las lágrimas, explica que se ha utilizado «un altar equivocado», y que el correcto era el de al lado, lleno de rosas y azucenas y deslumbrante de velas, todo ello amorosamente preparado por sus manos. Altolaguirre propone, enternecido, que se celebre otra vez la boda. Pero el cura, indignado, se opone.[51]
Los desposados van directamente desde la iglesia hasta su casa de la calle de Viriato para dar —según Samuel Ros, en el Heraldo de Madrid— «a su tierna imprenta el primer biberón… A la pobre imprentilla le faltaba una madre, y ahora que la ha encontrado prosperará y se desarrollará hasta convertirse en una gran rotativa».[52]
En la pequeña imprenta de Altolaguirre, instalada en la única habitación del minúsculo piso al lado de la cama, ya se han confeccionado los dos primeros números de la revista Héroe (título sugerido por Lorca), en cuyas seis entregas, todas de 1932, colaborarán los nombres más destacados de la Generación de 1927 —Guillén, Alberti, Diego, el propio Altolaguirre, Cernuda, Aleixandre, Salinas y Federico—, además de algunos «nuevos» y de la colaboración, en cada número, de Juan Ramón Jiménez.
El piso se convertirá en sede de una de las tertulias más concurridas por los jóvenes literatos del momento, como demuestra el diario de Morla Lynch, y allí acudirá con frecuencia nuestro poeta.
En Héroe —que Vicente Aleixandre llamará «la muestra condensada de un poder, el de la poesía… la encarnación de una época[53]»— verán la luz seis composiciones de Lorca, entre ellas el soneto «Adán» (número 1) y «Ribera de 1910» (número 4), poema este cuyo título se convertirá posteriormente en «Tu infancia en Menton». Puede ser que esta composición aluda a la «traición» tanto de Dalí como de Emilio Aladrén, que se había casado con su inglesa el 14 de noviembre de 1931.[54]
En cuanto a «Adán», el soneto tiene, como se señaló antes, un clarísimo planteamiento homosexual.[55] Su publicación ahora en la revista de Altolaguirre es un acto de audacia, aunque la aparente complejidad del poema tal vez oscureciera para muchos lectores su temática.
Desde que se diera a conocer en la Galería Dalmau de Barcelona en junio de 1927, el Lorca dibujante no había vuelto a hacer acto de presencia pública. Pero ahora, en vísperas de la primera salida de La Barraca, se le ofrece la ocasión de dar una pequeña muestra de su obra gráfica reciente. Se trata de una exposición de «Arte Nuevo» en el Ateneo Popular de Huelva —celebrada entre el 26 de junio y el 3 de julio de 1932—, en la cual, al lado del poeta, están su gran amigo José Caballero (onubense de nacimiento), José de la Puente, el escultor cubano «Pablo» (Porras Gener) y Carlos Fernández Valdemoro, quien será después, en México —bajo el nombre de Pepe Alameda—, el crítico taurino más famoso del país y autor de unas vívidas memorias.[56]
De la mano de José Caballero llegan ocho dibujos del poeta, con títulos atrayentes: «La luna de los seminaristas», «Asesinato en New York», «Bailarina española», «Deseos de las ciudades», «San Cristóbal», «Orfeo», «Muerte de Santa Rodegunda» y «Parque».
De los ocho, el paradero de cuatro —«La luna de los seminaristas», «Asesinato en Nueva York», «Deseos de las ciudades» y «Orfeo»— se desconoce.[57] Probablemente el dibujo lorquiano que más llamó la atención de los que visitaron la exposición fue «Muerte de Santa Rodegunda», fechado en Nueva York en 1929 y que ya se ha comentado en relación con Viaje a la luna, su guión cinematográfico.*
* Véase p. 705.
En Huelva muy pocos podían sospechar que se trataba de una representación, por cierto escalofriante, del propio poeta, a quien probablemente tampoco habría reconocido nadie en la minúscula figura transportada por san Cristóbal en el dibujo así titulado.[58]
La exposición, a la que no puede acudir Lorca —y que será la última en la que participe—, provoca la ira de algunos críticos de arte locales, ante cuyos comentarios los expositores reaccionan airadamente, publicándose en la prensa un intercambio de hostilidades.[59] En Madrid, José Caballero le dará cuenta a Federico de la incomprensión del público de Huelva, y la efemérides será motivo de una breve carta de Lorca a su viejo amigo Adriano del Valle, el poeta sevillano que fue uno de los primeros, allá por 1918, en intuir el brillante futuro literario del joven autor de Impresiones y paisajes. El «cierto jaleo» producido en Huelva por la exposición le divierte a Federico, que transmite a Del Valle la petición de los otros expositores de que escriba algo sobre la muestra, encargo que no sabemos si cumplió.[60]