1931. LA REPÚBLICA Y LA BATALLA CULTURAL
Hacia un Estado laico
Por sus conversaciones con Fernando de los Ríos, así como con otros amigos muy politizados, entre ellos Rafael Alberti, Lorca debió entender que una de las grandes batallas que se iba a librar en la España republicana sería la de la educación primaria y secundaria.
Durante siglos ésta había estado mayormente en manos de la Iglesia católica, y los republicanos estaban decididos a sacudir tal yugo, haciendo que, en un país profundamente atrasado con un 32,4 por ciento de analfabetos y 1.500.000 niños sin escuela —la población española era entonces de 25.000.000—, se instaurara por fin un sistema de instrucción pública laica y equitativa que sentara las bases de una verdadera democracia. Se preveía, con razón, que la oposición de la Iglesia iba a ser encarnizada.[1]
Según las estimaciones republicanas, hacían falta 27.150 escuelas. Ello era la viva demostración del pantano cultural y social en que había caído la España de Alfonso XIII y del general Primo de Rivera. El Gobierno provisional elaboró inmediatamente un plan quinquenal para la creación de las escuelas que se precisaban, con la meta de edificar 7.000 en el primer año y 5.000 en cada uno de los cuatro años sucesivos. De hecho, la República —antes de la llegada al poder de las derechas en 1933— conseguirá construir 7.000 escuelas en 1931, 2.580 en 1932 y 3.990 en 1933, un total de 13.570. La importancia de este logro descomunal, alcanzado en dos años y medio, la da el hecho de que en treinta años de Monarquía sólo se habían construido 11.128.[2]
Al mismo tiempo se dignificó la profesión de la enseñanza —hasta entonces socialmente menospreciada—, poniendo especial énfasis en la educación primaria, subiendo los sueldos en un 50 por ciento y creando 5.000 nuevos puestos de maestros nacionales.[3]
La reacción de la Iglesia ante la proyectada reforma de la enseñanza, así como ante otros propósitos renovadores de los republicanos, no se hizo esperar. Cuando la República ni siquiera contaba tres semanas de vida, el cardenal Segura, arzobispo de Toledo y primado de España, arremetió en su carta pastoral del 7 de mayo de 1931 contra lo que ocurría. En ella se refería a la peligrosa amenaza que suponían los proyectos republicanos para los «derechos» de la Iglesia, y se recomendaba a las españolas, en consecuencia, la organización de una cruzada de oraciones. La pastoral aludía a lo acaecido en Baviera en 1919, cuando los católicos intervinieron para salvar al país de una corta ocupación bolchevique, «sugiriendo, por tanto, por su analogía —comenta Gabriel Jackson—, que el Gobierno provisional de la segunda República era de la misma categoría que el régimen comunista de la breve revolución bávara. Por ataques a los derechos de la Iglesia, el cardenal entendía la bien conocida determinación del nuevo régimen de separar la Iglesia del Estado, organizar un sistema de escuela laica e introducir el matrimonio civil y el divorcio».[4]
La actitud de la Iglesia —el Vaticano, además, no reconoció en seguida a la República y el 30 de mayo negó su placet al embajador español Luis Zulueta—[5] provocó la ira de la izquierda, ira no ajena, cabe pensarlo, a la quema de seis conventos y de un edificio de los jesuitas que tuvo lugar en Madrid el 11 de mayo. No se supo nunca quiénes habían efectuado estos destrozos, pero el hecho es que los incendios fueron utilizados a fondo por la oposición derechista y tuvieron el efecto de endurecer, al mes apenas de la instauración de la República, la actitud de los clericales.[6]
Lorca narraría a un periodista, no mucho tiempo después, un incidente que, según él, le había ocurrido el día de los disturbios. Leemos en El Sol:
Federico García Lorca, el gran poeta de la Andalucía honda, es un hombre que no ha mentido jamás. De vez en cuando dice medias verdades, a las que se llama entre sus amigos «verdades de cante chico». Como quien dice, fandanguillos del Alonso.
Una «verdad de cante chico» es ésta: que el día de la quema de los conventos se encontró dos señorinas muy estrafalarias con una máquina de escribir portátil. Él en seguida conoció que eran dos monjitas espantadas como corzas. Como la corza mística de San Juan de la Cruz. Y él las metió en un «taxi». Y ellas le dijeron: «Caballero: Usted parece un buen cristiano, y le vamos a decir lo que llevamos en esta funda de máquina de escribir: llevamos el Santísimo». «Yo —dice Federico abriendo las vocales y los ojos desmesuradamente— caí de “rodiya”».[7]
Estos acontecimientos coincidieron con la publicación del Poema del cante jondo, a finales de mayo. Era el primer libro que Lorca había dado a la imprenta desde la aparición del Romancero gitano y, para los que conocían sus poemas norteamericanos y El público, debió de parecer un extraño salto atrás, ya que la mayoría de las composiciones se remontaban a los años 1921 y 1922. Sea como fuere, llama la atención la decisión por parte del «gran poeta de la Andalucía honda» —como le llama el redactor de El Sol en el artículo que se acaba de citar— de editar ahora este libro. Y aunque respecto a tal decisión no poseemos la información que quisiéramos —¿partió la idea de publicarlo de la editorial Ulises, o fue propuesta del poeta?—, tal vez no sea indiferente el hecho de que en estos mismos momentos, al parecer, cuajaba el proyecto de escribir Bodas de sangre. Proyecto que implicaba un nuevo buceo en el mundo mítico del Poema del cante jondo y de su sucesor el Romancero gitano.[8]
De todas maneras, el Poema del cante jondo tuvo un considerable éxito y fue reseñado elogiosamente en diversas publicaciones. Especialmente brillante fue el comentario del escritor, poeta y periodista gallego Eugenio Montes, a quien Lorca había conocido en la Residencia de Estudiantes. Para Montes, Lorca viene a ser una suerte de Heinrich Schliemann poético, un poeta arqueólogo que ha descubierto, bajo las apariencias de su Andalucía natal, las profundas capas de civilizaciones antiquísimas, «la identidad absoluta entre la Andalucía soterrada y la Andalucía externa».[9]
Probablemente le sorprendió a Lorca la reacción ante el libro, allá en Barcelona, de Sebastià Gasch, con quien el granadino había perdido prácticamente contacto. Gasch, que unos años antes había expresado su intensa admiración por Santa Lucía y San Lázaro, que Lorca le había dedicado, se mostraba ahora escéptico ante la vena «surrealista» del poeta. Poema del cante jondo, según el crítico catalán, representa la mejor etapa de Lorca, la más «intensa y la más pungente». Etapa, añade, «más intensa y más pungente que su producción actual, que se inicia bajo el signo de Salvador Dalí y que después de flirtear con un seudosurrealismo, más vanguardista que superrealista, acaba de culminar con sus poemas neoyorquinos y con el libro sobre el barrio negro de Harlem, de próxima aparición».[10]
Era cierto que en estos momentos Lorca padecía un verdadero acoso por parte de editores deseosos de dar a luz su producción norteamericana, pero se resistía a tales presiones explicando que sólo publicaría la obra si accedían a sus condiciones. «El libro sigue disponible, pero soy exigente», había declarado en febrero.[11]
El Gobierno provisional de la República, entregado a la realización de su vasto programa de reforma en el campo educativo y cultural, creó, por decreto del 29 de mayo de 1931, las Misiones Pedagógicas, cuyo patronato era presidido por Manuel Bartolomé de Cossío, fiel colaborador de Francisco Giner de los Ríos en la Institución Libre de Enseñanza y autor de un importante libro sobre el Greco. Era propósito de las Misiones, especificaba el decreto, «llevar a las gentes, con preferencia a las que habitan en localidades rurales, el aliento del progreso y los medios de participar en él, en sus estímulos morales y en los ejemplos del avance universal, de modo que los pueblos todos de España, aun los apartados, participen en las ventajas y goces notables reservados hoy a los centros urbanos».[12]
Propósito noble que en seguida despertó el fervoroso entusiasmo de los jóvenes estudiantes que habían luchado contra la dictadura de Primo de Rivera, y que ahora veían convertirse en realidad sus sueños de libertad y de progreso. El decreto había previsto tres órdenes de actividades encaminadas a llevar cultura al pueblo y que se han resumido así:
CULTURA GENERAL
Establecimiento de bibliotecas. Organización de lecturas y conferencias públicas, de sesiones de cinematógrafo y musicales, de exposiciones reducidas de obras de arte, etc.
ORIENTACIÓN PEDAGÓGICA
Visitas a escuelas rurales y urbanas, seguidas de semanas o quincenas pedagógicas, a las que pueden asistir los maestros de las localidades vecinas. Lecciones prácticas de letras y ciencias en las escuelas. Examen de la realidad natural y social que rodea a las escuelas. Excursiones con los maestros y niños. Aplicación posible de los recursos educativos anteriormente mencionados.
EDUCACIÓN CIUDADANA
Reuniones públicas donde se afirmen los modernos principios democráticos. Conferencias y lecturas donde se examinen las cuestiones pertinentes a la estructura del Estado y sus poderes, administración pública y sus organismos, participación ciudadana en ella y en la actividad política, etc.[13]
Era un valiente y ambicioso programa, y Lorca se sentía plenamente identificado con los propósitos de los «misioneros patológicos», como los llamaría, bromeando, en más de una ocasión, así como con otros proyectos culturales de la República.
El 28 de junio se celebran las elecciones generales a las Cortes Constituyentes, que dan una amplia victoria a la conjunción socialista-republicana. Parece ser que, a pesar de todas las dificultades, la nueva España progresista se va sentando sobre cimientos cada día más firmes.
Lorca, que por estas fechas padece un ligero derrame sinovial,[14] volverá pronto a Granada para las vacaciones. Pero antes, a primeros de julio, se anuncia que dará una lectura de El público para unos amigos escogidos: Regino Sáinz de la Maza, Samuel Ros, Miguel Pérez Ferrero, Carlos Arniches, Antonio Vico y algún otro. Es evidente que, con el cambio de clima político y la permisividad que ahora empieza a imperar en España, el poeta vuelve a pensar en la posibilidad de estrenar esta obra, que considera lo mejor que ha producido en teatro hasta la fecha.[15]
De regreso a Granada, trabaja intensamente, como suele hacerlo en verano, lejos del traqueteo social de la capital, lo cual no le impide cartearse con Regino Sáinz de la Maza y Carlos Morla Lynch, dos de sus amigos predilectos en estos momentos. El 19 de agosto termina Así que pasen cinco años, escribiéndole a Regino poco tiempo después que está «en cierto modo satisfecho» con la obra, y que lleva mediado «el drama para la Xirgu». Es muy probable que se trate de Bodas de sangre, aunque no se conoce documento que lo confirme. Además, dice que ha compuesto un libro, Poemas para los muertos, que considera «de lo más intenso que ha salido de mi mano». Y continúa: «He sido como una fuente. Día, tarde y noche escribiendo. Algunas veces he tenido fiebre como los antiguos románticos, pero sin perder esta inmensa alegría consciente de crear».[16]
Lorca no publicará nunca un libro titulado Poemas para los muertos, y es difícil saber a qué composiciones, de las conocidas hoy, se refería. Quizás incluía algunas de las que integrarían el Diván del Tamarit y Tierra y Luna —libros tampoco publicados en vida del autor—, pues el poema «Jazmín, Toro y Niño» —después titulado «Casida del sueño al aire libre»— está fechado 21 de agosto de 1931.[17]
Dos días antes ha estampado el poeta en la última hoja del manuscrito de Así que pasen cinco años: «Granada 19 de Agosto 1931 — Huerta de San Vicente».[18]
Así que pasen cinco años
No tenemos noticias acerca de la gestación de esta «leyenda del tiempo», como la subtituló el poeta, y sólo unas brevísimas alusiones del autor a su intención en la misma —ninguna contemporánea con la redacción de la obra—, alusiones quién sabe si correctamente apuntadas por los periodistas de turno. «Así que pasen cinco años, la leyenda del tiempo, cuyo tema es ése: el tiempo que pasa», dirá Lorca en 1933.[19] Y unos meses después, en Argentina, hablando de las obras que, según el redactor, «no tiene interés ni muchas esperanzas de representar», se refiere a la pieza en estos términos: «Es un misterio, dentro de las características de este género, un misterio sobre el tiempo, escrita en prosa y verso».[20]
En Lorca, aplazar el amor es crimen contra la Naturaleza, y trae siempre consecuencias fatales, así como el disfrazar los sentimientos. Los ecos de sus primeros poemas, tan personales, en los cuales se alude obsesivamente al amor perdido, resuenan a través de toda la obra posterior, y tal vez más agudamente en Así que pasen cinco años que en ningún otro sitio. «Collige, virgo, rosas»; «Tempus irreparabile fugit»: Lorca nunca olvida los antiguos lemas, ni la expresión poética que han tenido a través de los siglos. Y esta «leyenda del tiempo», como ha dicho Eugenio Granell, comparándola con Don Perlimplín, surge indudablemente «de las ansiedades más hondas del artista».[21]
Efectivamente, Así que pasen cinco años —la fusión más perfecta en todo su teatro de lo ultramoderno y de lo radicalmente popular, de lo tradicional— expresa con supremo arte la angustia del poeta ante la certeza de los destrozos del tiempo, de la muerte y de la soledad amorosa. Tema omnipresente en Lorca, encuentra aquí su más desgarradora plasmación dramática.
El Joven de esta obra encarna las consecuencias del aplazamiento amoroso, así como la Novia el furioso deseo de vivir aquí y ahora. Ella no utiliza la palabra «impotente» refiriéndose al Joven, pero es lo que se desprende de sus comentarios. Cuando, después del viaje de cinco años, la Novia vuelve a verle, tiene lugar un intercambio bien sintomático:
NOVIA.— ¿Y tú no eras más alto?
JOVEN.— No, no.
NOVIA.— ¿No tenías una sonrisa violenta que era como una garza sobre tu rostro?
JOVEN.— No.
NOVIA.— ¿Y tú no jugabas al rugby?
JOVEN.— Nunca.
NOVIA.— (Con pasión). ¿Y no llevabas un caballo de las crines y matabas en un día tres mil faisanes?
JOVEN.— Jamás.
NOVIA.— Entonces… ¿A qué vienes a buscarme?[22]
La escena recuerda indefectiblemente el diálogo mantenido en El paseo de Buster Keaton —publicado en gallo en 1928— entre Pamplinas y la «Americana»:*
* Véanse pp. 432-434.
AMERICANA.— ¿Tiene usted una espada adornada con hojas de mirto? (Buster Keaton se encoge de hombros y levanta el pie derecho).
AMERICANA.— ¿Tiene usted un anillo con la piedra envenenada? (Buster Keaton cierra lentamente los ojos y levanta el pie izquierdo).
AMERICANA.— ¿Pues entonces?[23]
En la escena de la Novia con el Jugador de Rugby, supermacho estilo USA con quien se escapará en automóvil al final de la obra, la chica subraya, con imágenes arquetípicamente lorquianas, la frigidez del Joven:
¡Qué ascua blanca, qué fuego de marfil derraman tus dientes! Mi novio tenía los dientes helados; me besaba, y sus labios se le cubrían de pequeñas hojas marchitas, eran como labios secos.[24]
Parece claro, pues, que se trata de otro caso de impotencia ante la mujer, y no es sorprendente que la crítica de orientación homosexual haya visto en el Joven un trasunto del propio Lorca.[25]
Estamos en esta obra ante un esquema triangular muy parecido al de Bodas de sangre, por lo cual no se puede soslayar la posibilidad de que Así que pasen cinco años se inspire también en parte en el crimen de Níjar de 1928, lo cual no sería extraño ya que parece ser que el poeta empieza a trabajar en Bodas este mismo verano. La Novia-el Joven-el Jugador de Rugby corresponden, en la obra posterior, a la Novia-el Novio-Leonardo, y es de notar que si el Jugador de Rugby se asocia inseparablemente con su automóvil, obvio símbolo de potencia sexual, en Bodas la misma función le corresponde a un caballo. Se supone, además, que un hombre de la virilidad del Jugador de Rugby tiene un coche «de muchos caballos», y no es baladí que la Novia le relacione con el mismo animal:
Hoy me has besado de una manera distinta. Siempre cambias, amor mío. Ayer no te vi, ¿sabes? Pero estuve viendo al caballo. Era hermoso. Blanco y con los cascos dorados entre el heno de los pesebres. (Se sienta en un sofá que hay al pie de la cama). Pero tú eres más hermoso. Porque eres como un dragón.[26]
El Maniquí —vestido del traje de boda comprado por el Joven para la Novia— subraya la impotencia heterosexual del muchacho, recurriendo a imágenes equinas que serán desarrolladas en Leonardo:
Tú tienes la culpa.
Pudiste ser para mí
potro de plomo y espuma,
el aire roto en el freno
y el mar atado en la grupa.
Pudiste ser un relincho y
eres dormida laguna con
hojas secas y musgo
donde este traje se pudra.
Mi anillo, señor, mi anillo de oro viejo.[27]
La Criada, por su parte, ha notado que el Joven da la mano «muy delicadamente, casi sin apretar»,[28] mientras el Amigo se refiere a sus «mejillas de cera».[29] Se trata de una verdadera acumulación de signos de falta de virilidad, de muerte. Este Joven, de hecho, es un Viejo, y ello se subraya al ir acompañado de un personaje que lleva, efectivamente, este nombre en el reparto, evidente desdoblamiento suyo.
La Mecanógrafa, a quien ha rechazado el Joven, y a quien tratará de recuperar inútilmente cinco años después —ya es demasiado tarde—, también alude a su impotencia:
Sí, te quiero, pero mucho más. No tienes tú ojos para verme desnuda, ni boca para besar mi cuerpo que nunca se acaba.[30]
Se trata otra vez, pues, de un tema insistente y recurrente en Lorca —la impotencia varonil ante la mujer—, y la tentación de ver en el Joven un reflejo del poeta es difícil de resistir.
Es interesante constatar cómo Lorca, una y otra vez, es «anterior a sí mismo». En el angustiado diálogo que tiene lugar entre el Joven y la Mecanógrafa en el bosque (acto III, cuadro 1), surge una reminiscencia del poema «Aire de nocturno» (1919), publicado diez años antes en Libro de poemas y cuyo estribillo recalca la ausencia de la persona amada:
¿Qué es eso que suena
Muy lejos?
Amor. El viento en las vidrieras,
¡Amor mío!
El poema expresa, una vez más, el tema del amor perdido, del rechazo amoroso, del amor que pudo ser pero que no fue:
Te puse collares
Con gemas de aurora.
¿Por qué me abandonas
En este camino?
Si te vas muy lejos
Mi pájaro llora
Y la verde viña
No dará su vino[31]
En la escena referida, el Joven —que cinco años antes, obsesionado con la Novia, había rechazado a la Mecanógrafa, sin percatarse de que ella era su verdadero amor— trata en vano de recuperar a ésta. Con palabras que glosan «Aire de nocturno», los dos personajes desgranan el tema del amor imposible:
Pero el amor no espera y ya suena lejos, irrevocable.
Otras reminiscencias en Así que pasen cinco años subrayan la identificación del Joven con el propio poeta y demuestran cómo al escribir esta obra aún le removía la angustia amorosa que nutrió todo su poemario juvenil.
Así, la canción recordada por el Amigo 2.º —y atribuida a una «mujercilla del agua» vista por éste en una gota de lluvia cuando era niño— pertenece a una suite fechada 6 de agosto de 1921, es decir, casi exactamente diez años antes de terminar Lorca Así que pasen cinco años.[33] Suite que expresa el deseo del «yo poético» de regresar a la seguridad de la infancia, con la proximidad envolvente de la madre, y donde aflora, una vez más, el recuerdo de un primer amor perdido para siempre:*
*Véase pp. 301-303
Yo vuelvo por mis alas,
dejadme volver.
Quiero morirme siendo amanecer.
Quiero morirme siendo
ayer.
Yo vuelvo por mis alas,
dejadme volver.
Quiero morirme siendo manantial.
Quiero morirme fuera de la mar.[34]
Hay otros momentos en que se percibe la relación existente entre el Joven y el «yo poético» de los versos escritos cuando Lorca tenía veintitrés años. El Joven se niega a llamar Novia a su prometida, prefiriendo las palabras «niña» o «muchachita»,[35] y también llama «niña» a la Mecanógrafa cuando quiere que vuelva a él.[36] En la suite citada la muchacha amada se llama «niña», y en otra, «Momentos de canción» (10 de julio de 1921), el yo recuerda a la perdida «muchachita de la fuente», evidentemente la misma persona.[37] Ello sitúa el amor en un plano casi infantil, preadolescente, y sugiere que el poeta está intentando expresar en la persona del Joven su propia angustia más profunda y su fracaso como amante heterosexual.
Como componente de la acendrada frustración tanto del Joven como del Maniquí figura la obsesión con la esterilidad. Ambos personajes prefiguran a Yerma, y entre ellos se establece un angustioso diálogo cuando confiesa el Maniquí que acaba de robar un traje de niño:
Aquí, otra vez, se impone el recuerdo de Suites, en concreto del poema «Bosque de las toronjas de luna», donde leemos:
Mis hijos que no han nacido
me persiguen.
«Padre, no corras, espera,
¡el más chico viene muerto!».
Se cuelgan de mis pupilas.
Canta el gallo.*[39]
* Véanse pp. 353-357
Para Lorca, deseo y fecundidad forman una sola unidad. Por ello, la Novia, que sólo conoce el amor sexual desde hace dos días, ya presiente la llegada de su hijo, así como el mortal peso de su relación con el Joven, que a continuación romperá:
Dos días tan sólo han bastado para sentirme cargada de cadenas. En los espejos y entre los encajes de la cama oigo ya el gemido de un niño que me persigue.[40]
El tema del instinto maternal frustrado es antiguo en la poesía de Lorca, y tarde o temprano tenía que surgir en su teatro. Ya en el poema «Elegía» (1918) el poeta había apostrofado a una pobre soltera granadina —espiada por él y sus amigos— que no sólo anhela el amor sino ser madre, llevando sobre el alma
la pasión hambrienta de besos de fuego
y tu amor de madre que sueña lejanas
visiones de cunas en ambientes quietos,
hilando en los labios lo azul de la nana.[41]
Si la obsesión de Lorca con la muerte impregna El público, en Así que pasen cinco años encuentra tal vez la más patética expresión de toda la obra de quien nunca se liberó del terror a la tumba, del terror a sentirse aún vivo en el ataúd, pudriéndose poco a poco y comido por los gusanos. El Niño, que no quiere que le entierren, recuerda al del poema «Ciudad sin sueño (Nocturno de Brooklyn Bridge)», fechado en Nueva York el 9 de octubre de 1929:
Hay un muerto en el cementerio más lejano
que se queja tres años
porque tiene un paisaje seco en la rodilla
y el niño que enterraron esta mañana lloraba tanto
que hubo necesidad de llamar a los perros para que callase.[42]
El tiempo y la muerte que acechan. En el primer cuadro del último acto de la obra, situado en un bosque con grandes troncos, iluminado con «azules lunares» —antecedente del de Bodas de sangre y que mucho debe al de Sueño de una noche de verano—, la aparición de Arlequín en guisa de mensajero de ultratumba, así como la del Payaso, vinculan otra vez a Lorca con el circo, los títeres y la commedia dell’arte. Canción escalofriante la del Arlequín. El tiempo todo lo destruye:
Sobre la misma columna
abrazados sueño y tiempo,
cruza el gemido del niño,
la lengua rota del viejo.[43]
No hay en Así que pasen cinco años, como tampoco en El público, una sola referencia explícita a España. Sin embargo, por toda la obra afloran reminiscencias de canciones populares asimiladas por el poeta durante su larga infancia en la Vega de Granada, y ahora recordadas o recreadas (linde siempre difusa en Lorca) en función de la aguda nostalgia que impregna esta meditación sobre el tiempo que pasa.[44]
En Así que pasen cinco años Lorca supo aprovechar a fondo la experiencia que le supuso escribir El público, y también, probablemente, las críticas negativas de sus amigos al escucharlo. Mucho más apretada en su organización que El público, Así que pasen cinco años, pese a su aparente surrealismo y la atmósfera onírica que la envuelve, tiene una coherencia estructural y temática innegables. La sensación que da la obra de la simultaneidad de lo que ocurre en escena está brillantemente lograda, con posible influencia del Orfeo de Cocteau. Aunque ostensiblemente pasan cinco años, la acción termina en la biblioteca donde empieza, y las referencias a la muerte y el entierro del Niño a lo largo de la obra hacen pensar que la sepultura tiene lugar siempre en el presente. Como dice Martínez Nadal, llegamos a tener la impresión de que la acción circular de la obra «ocurre en la mente de los protagonistas».[45]
El manuscrito de Así que pasen cinco años —regalado algunos años después a Martínez Nadal y reproducido por éste en facsímil— está fechado, como ya se ha señalado, el 19 de agosto de 1931, en la granadina Huerta de San Vicente. Dado el título de la obra, el hecho de que el Amigo 2.° diga que «dentro de cuatro o cinco años existe un pozo en el que caeremos todos»[46] y el de que a Lorca le matarán el 18 o 19 de agosto de 1936, exactamente cinco años después, se ha especulado mucho sobre el carácter posiblemente premonitorio de esta «leyenda del tiempo», al final de la cual el Joven muere asesinado, si no de un balazo como será el caso del poeta, por una flecha disparada con el revólver de uno de los jugadores, flecha que —la alusión a Cupido es obvia— le penetra mortalmente el corazón. Hasta qué punto pudiera tener Lorca un presentimiento de su propia muerte no podemos saberlo, aunque indicaciones hay de sobra de que poseía para todo lo relacionado con la muerte una hipersensibilidad que rozaba a veces lo paranormal.
Nace La Barraca
El poeta, concluida tanta obra, y a pesar de estar contento con su familia, quiere escaparse una temporada de Granada. Por ello le ruega a Regino Sáinz de la Maza, entonces en Santander, que le organice allí unas conferencias («bonito pretexto para ir con vosotros sin demasiado escándalo de mis padres, que siempre me quieren tener con ellos, como es natural»). Pero Regino, a quien Federico llama su manager, fracasa en el intento. Por ahora, pues, tendrá que quedarse en Granada.[47]
Lorca piensa durante todo el verano en la casa de los Morla en Madrid, donde con tanta confianza se mueve. Sus cartas rebosan ternura hacia el chileno y su mujer Bebé, y aún más cuando se entera de que ha muerto en la capital, después de una cogida, el torero Gitanillo de Triana —Francisco Vega de los Reyes—, gran amigo de Carlos y asiduo de su casa. «Estoy a tu lado —le escribe— porque te entiendo y porque yo también estoy acostumbrado a sufrir por cosas que la gente no comprende ni sospecha».[48] ¿Qué cosas? No hay indicio alguno en la versión censurada del diario de Morla de que el poeta fuera homosexual, ni mucho menos de que Federico le hubiera hecho confidencias al respecto. Pero cuesta trabajo creer que no le hubiera hablado al diplomático de sus problemas de orden amoroso, por lo cual el sentido de la alusión citada parece claro.
Cuando se encontraba en Granada, a Lorca le encantaba volver a su pueblo para participar en la feria, que se celebra los tres primeros días de septiembre. Y así lo hace en 1931, con una finalidad muy específica además. Cuando Margarita Xirgu estrenó Mariana Pineda en Granada en abril de 1929, poco antes de la salida del poeta para Nueva York, los vecinos de Fuente Vaqueros le habían ofrecido a su hijo predilecto un banquete, durante el cual lanzó la propuesta de crear en el pueblo una biblioteca popular. Ahora, dos años después, con la República instaurada desde hace cinco meses, La Fuente —siempre liberal y progresista— está viviendo la euforia de la joven democracia. El 25 de abril el ayuntamiento ha nombrado hijo adoptivo del pueblo a Fernando de los Ríos, y el 9 de mayo ha pedido al Gobierno provisional de la República la abolición de la pena de muerte y la expulsión de las órdenes religiosas. También se ha procedido al cambio de los nombres de algunas calles. A la de la Iglesia, donde vivió el poeta de niño, se la llama ahora de Federico García Lorca, distinción que éste agradece profundamente. A otras calles se les ha dado el nombre de Galán y García Hernández, «mártires» de la República, de Niceto Alcalá Zamora y de Mariana Pineda. Y en lo referente al proyecto de crear una biblioteca popular, ésta ya existe.
Durante las fiestas, Federico, invitado por el ayuntamiento del pueblo para inaugurar la misma, pronuncia un discurso al aire libre, «cubierto del sol por unos toldos —recuerda Francisco García Lorca, presente en el acto—, rodeado por los columpios y tiros al blanco de la feria, sus músicas y ruidos mudos por la ocasión».[49]
Como correspondía en fechas en que se ponía a disposición de los vecinos de Fuente Vaqueros una biblioteca popular, Lorca habló, después de elogiar efusivamente su pueblo, del libro en general: de sus orígenes, de su desarrollo, de su utilidad para crear a hombres y a mujeres libres. El discurso, menos elaborado y más didáctico (dado su público) que las otras conferencias de Lorca, trasmina un intenso fervor republicano. Y hay en su preámbulo como un eco de El hombre deshabitado de Rafael Alberti cuando el poeta, pensando en la virtud que tienen los libros para hacer vivir más intensamente a las personas, declara: «Porque en el mundo no hay más que vida y muerte y existen millones de hombres que hablan, viven, miran, comen, pero están muertos. Más muertos que las piedras y más muertos que los verdaderos muertos que duermen su sueño bajo la tierra, porque tienen el alma muerta. Muerta como un molino que no muele, muerta porque no tiene amor, ni un germen de idea, ni una fe, ni un ansia de liberación, imprescindible en todos los hombres para poderse llamar así… Es éste uno de los problemas, queridos amigos míos, que más me preocupan en el presente momento».
La muerte en vida, la frustración de no poder realizarse, de querer y no poder, es uno de los temas principales —tal vez el único tema— de toda la obra de Lorca. Y cabe preguntarse si la creatividad explosiva del poeta no era en cierta medida una defensa contra el temor de encontrarse, como el «yo» del poema «Canción del naranjo seco», de Canciones, «sin toronjas».
De todas maneras, a través de la lectura el hombre puede empezar a forjar su libertad individual. «¡Libros, libros! He aquí una palabra mágica que equivale a decir: “amor, amor”», exclama el poeta ante sus paisanos. Se declara de acuerdo con Ramón Menéndez Pidal, que ha dicho que la República debe ser «Cultura», y explica a sus oyentes —tomando como autoridad a Voltaire— que el mundo civilizado ha sido gobernado por tres o cuatro libros: la Biblia, el Corán, las obras de Confucio y de Zoroastro. Por su parte, vincula la Revolución francesa con la Encyclopédie y con Rousseau; y todos los movimientos actuales «societarios, comunistas y socialistas» con otro «gran libro»: El capital, de Karl Marx.
La biblioteca pública de Fuente Vaqueros, en el concepto de Lorca, tiene que ser ecléctica, pues en el contraste de las ideas está la auténtica sabiduría. Era una noción que habría alabado Fernando de los Ríos:
Libros de todas tendencias y de todas ideas. Lo mismo las obras divinas, iluminadas, de los místicos y los santos, que las obras encendidas de los revolucionarios y hombres de acción. Que se enfrenten el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, obra cumbre de la poesía española, con las obras de Tolstoi; que se miren frente a frente La ciudad de Dios de San Agustín con Zaratustra de Nietzsche o El capital de Marx. Porque, queridos amigos, todas estas obras están conformes en un punto de amor a la humanidad y elevación del espíritu, y al final, todas se confunden y abrazan en un ideal supremo.
En los últimos momentos del discurso, el poeta, que ha mencionado dos veces a Marx y terminará recordando al «Gran Lenin» (ya llamado así, con g mayúscula, en un poema de 1920),[50] hace una rápida alusión a la situación social del país. Todos los hombres, dice, trabajan para la posteridad, «para los que vienen detrás», y tal es el verdadero sentido de todas las revoluciones y, en última instancia, de la vida misma. «Y ahora —prosigue— que la humanidad tiende a que desaparezcan las clases sociales, tal como estaban instituidas, precisa un espíritu de sacrificio y abnegación en todos los sectores, para intensificar la cultura, única salvación de los pueblos».[51]
Si a juicio de Lorca las clases sociales tendían a desaparecer, no podemos dudar de que él estaba de acuerdo con esta evolución. En todos sus escritos, desde los más tempranos, se apunta el rechazo del sistema capitalista. La experiencia neoyorquina vino a confirmarle en esta postura. Y con la llegada de la República cree, como tantos españoles, que por fin se van a abrir al pueblo las posibilidades de todo orden de las cuales durante siglos ha sido privado. El discurso —pronunciado sólo dos meses después de la fundación por decreto-ley de las Misiones Pedagógicas, gracias principalmente a Fernando de los Ríos— se puede considerar como la primera afirmación republicana explícita de Lorca, afirmación que, mientras pasan los meses y los años, se hará cada vez más firme.
El poeta volvió a Madrid a mediados de septiembre, y se presentó en seguida en casa de los Morla. «Aparece rozagante, bien peinado, fresco, contento: como hijo pródigo que regresa alegremente al hogar», escribe el chileno en su diario.[52] A partir de este otoño su presencia en la casa será casi constante y allí, el 4 de octubre, dará la que parece haber sido su primera lectura privada de Así que pasen cinco años.[53]
Un día de septiembre, en el parque del Retiro, Federico cuenta a Morla y Salvador Quintero —joven profesor canario muy amigo del poeta y asiduo del salón del diplomático— el argumento de una obra de teatro que quiere escribir, basado según él en un hecho real ocurrido en Andalucía. Se trata del «caso de un muchacho que se enamoró de su jaca». De acuerdo con la censurada versión de Morla, quien admite omitir las escabrosidades prodigadas por Federico, el padre del zagal, al enterarse de la monstruosa aberración sexual que padece su hijo, vende la potranca y luego, al recuperarla el muchacho, la mata. Éste pierde el juicio y, a su vez, da muerte con un hacha a su progenitor.[54] Lorca no se olvidó del «caso». En una lista de obras proyectadas, perteneciente a 1935 o 1936, se encuentra el título El hombre y la jaca. Mito andaluz, verosímilmente la misma obra.[55]
En 1940, estando encarcelado en un calabozo de la Dirección General de Seguridad en Madrid, Cipriano Rivas Cherif, recién entregado por los alemanes a Franco, compondrá de memoria un romance basado en este proyecto lorquiano. Sobre el poema escribirá después Rivas:
Está inspirado en la idea de una comedia de que nos tenía hablado Federico a Margarita Xirgu y a mí. Me parecía la idea, y así se lo dije a nuestro autor, más adecuada a la expresión del poema que a la propiamente representable escénicamente. Aseguraba él que no era sino la transcripción de un suceso real ocurrido en la sierra de Granada.
Según su relato, un mozo andaluz se enamora de la jaca que monta. Sabido lo cual, o presentido, por su padre, éste mata a la jaca, vengada luego por el hijo en terrible parricidio.
Federico se reía estentóreamente, como hacía muchas veces por disimular la sincera cuanto conturbada inspiración de sus obras más arriesgadas, comentando de antemano, con aquella plasticidad característica de su conversación, el traslado imaginativo de la rotundidad de ancas y larga crin de una yegua andaluza, en las caderas y la suelta cabellera de la actriz posible. Y aún añadía su aspiración a verla interpretada por cierta dama, si ya no muy joven, apta todavía para encarnar las «buenas jacas» del teatro andaluz.
Concretamente, sólo me habló de cómo veía la escena primera, hablando el semental y la yegua de vientre, en el prado donde pastan al borde del camino que corre el Hijo del Amo, caballero en su potrilla. La vivísima descripción me recordó el magnífico «El coloquio de los Centauros» de Rubén Darío.[56]
En unos recuerdos posteriores publicados en 1956, Rivas Cherif proporcionaría el nombre de la actriz a quien Lorca, burlescamente, pensaba favorecer con la adjudicación del papel de la jaca: la sevillana Carmen Díaz.[57] Pero no hay indicación alguna de que El hombre y la jaca —del cual el poeta habló también con Manuel Altolaguirre—[58] pasara de ser un proyecto. Será el británico Peter Schaffer quien, años después, explorará en Equus un tema asombrosamente parecido al esbozado por Lorca.
Son días de gran actividad política, y el poeta, por su amistad y la de su familia con Fernando de los Ríos, ahora ministro de Justicia, sigue de cerca los acontecimientos. El 8 de octubre está en el Congreso para escuchar la intervención de don Fernando en el debate sobre el problema religioso. «Pocas veces la Cámara y las tribunas se vieron tan colmadas de público. Al levantarse De los Ríos se hubiera podido escuchar el vuelo de una mosca», relata el entonces diputado socialista Juan Simeón Vidarte. Éste había podido facilitar, en el último momento, unas entradas a la tribuna de prensa extranjera (la pública estaba ya completa) para dos amigos que llegaron juntos: el historiador del arte Ricardo Orueta y Federico.[59]
En su magnífico discurso Fernando de los Ríos abundó en la necesidad de que hubiera una separación tajante entre Estado e Iglesia, por respeto a «la totalidad de las conciencias». Y, con palabras dirigidas expresamente a los católicos de la Cámara, supo expresar con sobria emoción la postura liberal ante el problema religioso que desde hacía más de cinco siglos atenazaba el país:
Llegamos a esta hora, profunda para la Historia española, nosotros, los heterodoxos españoles, con el alma lacerada y llena de desgarrones y de cicatrices profundas, porque viene así desde las honduras del siglo XVI; somos los hijos de los erasmitas, somos los hijos espirituales de aquellos cuya conciencia disidente individual fue estrangulada durante siglos. (Muy bien). Venimos aquí, pues —no os extrañéis—, con una flecha clavada en el fondo del alma, y esa flecha es el rencor que ha suscitado la Iglesia por haber vivido durante siglos confundida con la Monarquía y haciéndonos constantemente objeto de las más hondas vejaciones: no ha respetado ni nuestra persona ni nuestro honor; nada, absolutamente nada, ha respetado; incluso en la hora suprema de dolor, en el momento de la muerte, nos ha separado de nuestros padres. (Grandes y entusiásticos aplausos de casi toda la Cámara).
Habéis velado a España, no se le ha dicho, se ha interpretado pérfidamente el fondo de nuestras intenciones; no se le ha dicho que nosotros, a veces, no somos católicos, no porque no seamos religiosos, sino porque queremos serlo más…[60]
Fernando de los Ríos, que antes se había referido a la expulsión de los judíos en 1492, terminó recomendando a la Cámara que ésta no cayera en la tentación de la venganza y continuara así una larga tradición de intolerancia española: «Que el limo del dolor que hay en el fondo de nuestra alma sea un limo que no inspire resentimiento, que es ponzoña e incapacidad para elaborar una norma de respeto, como exige el principio de la libertad; seamos sentidos, pero no resentidos».[61]
Don Fernando pedía, en resumen, que se buscara para el problema religioso una solución de compromiso aceptable para todos. Desde luego los diputados más a la izquierda que él no podían comprender tal petición, mientras que las derechas, que en este debate encontraron a su líder natural en José María Gil Robles, no mostraron la menor comprensión de los propósitos del ministro de Justicia. En torno a la relación Estado-Iglesia giraría durante toda la vida de la República una enconada polémica.
En la puerta del Congreso, terminado el discurso de Fernando de los Ríos, Orueta y Lorca esperaron a Vidarte. El diputado los encontró entusiasmados. Mejor, emocionados. Los tres cenaron juntos, y Federico reveló que durante la sesión había compuesto unos versos en honor del ministro:
¡Viva Fernando, viva Fernando!,
Fernando de los Ríos,*
barbas de santo.
Besteiro es elegante,
pero no tanto.
¡Viva Fernando, viva Fernando!,
Fernando el eremita,
barbas de santo,
padre del socialismo
de guante blanco.[62]
*En una de las muchas variantes de tan jocosa composición, este verso rezaba: «Fernando de los Ríos Lampérez», aunque el segundo apellido del político era Urrutia, no se trataba de un error, sino de un chiste. Doña Blanca de los Ríos Lampérez era una ilustre erudita, hoy olvidada, especialista en Tirso de Molina.
Con el paso del tiempo, Fernando de los Ríos se convertiría en el enemigo número uno de los católicos de derechas (en España ser católico de izquierdas era entonces prácticamente inaudito), especialmente de los de Granada, que le profesaban, de verdad, un auténtico odio.
El 16 de octubre fue elegido presidente del Consejo el republicano Manuel Azaña, quien conocía y estimaba a Lorca aunque no era amigo íntimo suyo. Diez años antes, cuando todavía no era el famoso ateneísta y mucho menos el encumbrado político, Azaña había publicado algunos poemas de Federico en la revista madrileña La Pluma, que dirigía con Cipriano Rivas Cherif, después su cuñado. Escritor de gran talento, Azaña tenía con Margarita Xirgu una relación muy amistosa. Cuando Lorca leyó Mariana Pineda a la actriz catalana y su compañía, en el otoño de 1927, estuvo, como vimos, entre los invitados.[63]
Todo ello quiere decir que hacia finales de 1931, en los momentos en que las Cortes ponen punto final a la Constitución de la República, Lorca en absoluto vivía al margen de lo que pasaba en España. Y si Fernando de los Ríos y Manuel Azaña eran los más destacados entre los diputados de su conocimiento, durante los próximos años estaría en relación con una representación mucho más amplia de la clase política.
De la identificación de Lorca con los propósitos culturales de la República nacería una de las grandes aventuras de su vida: La Barraca.
El 2 o 3 de noviembre de 1931, muy entrada la noche, el poeta irrumpió en casa de los Morla en un estado de febril excitación y les habló a los allí reunidos de un nuevo y magno proyecto en que se iba a embarcar: la creación de un teatro estudiantil ambulante que llevaría obras clásicas españolas —de Calderón de la Barca, de Lope de Vega, de Cervantes— a los pueblos y aldeas de España, tan faltos de estímulos culturales.[64]
La idea de La Barraca no era original de Lorca, aunque Morla lo presenta así, sino que nació entre un grupo de estudiantes de filosofía y letras y de arquitectura bajo la influencia, consciente o no, de las Misiones Pedagógicas, fundadas por la República aquel mayo.
No sabemos exactamente cómo se gestaron los primeros contactos entre los estudiantes y Lorca. Parece ser que al principio se pensó en Rafael Alberti como posible director de la iniciativa.[65] Lo cierto es que, una vez enterado del proyecto estudiantil de llevar teatro al pueblo, Federico se identificó plenamente con la idea. ¡Y cómo no! Desde su infancia, cuando viera llegar a Fuente Vaqueros un teatro de títeres, la farándula le había fascinado. Luego, quince años después, durante la colaboración con Falla había surgido el propósito de llevar un teatrillo de muñecos por Las Alpujarras granadinas, por España, por Europa… por el mundo. Y ahora se le ofrecía un proyecto de verdad, sólido, que le permitiría realizar su sueño de niño. Aceptó en seguida el encargo.
Lorca, entre cuyos múltiples talentos no figuraba precisamente el de administrador, contaba desde el primer momento, para poner en marcha La Barraca, con poder conseguir el apoyo de las organizaciones de estudiantes, es decir, de la Federación Universitaria Escolar (FUE). Y probablemente se le ocurriría en seguida acudir a Fernando de los Ríos para interesar al Gobierno en el proyecto. De hecho, don Fernando sería casi el padre de La Barraca, logrando convencer a sus colegas de la necesidad de que la República respaldara oficialmente la espléndida iniciativa de los estudiantes.
Tal vez haga falta aquí una pequeña explicación. La FUE agrupaba a todas las facultades universitarias y a las escuelas superiores de ingeniería, arquitectura, magisterio y bellas artes. En cada distrito universitario había una FUE, así como cada facultad y cada escuela superior tenía su correspondiente Asociación Profesional de Estudiantes. Una Cámara Federal de la FUE regía el conjunto de estas asociaciones y, juntas, las FUE y Asociaciones Profesionales de Estudiantes integraban la Unión Federal de Estudiantes Hispanos (UFEH), organismo nacional que agrupaba a todo el movimiento.
Aunque la UFEH era una organización estrictamente profesional, las FUE habían tenido una importancia política capital bajo la dictadura del general Primo de Rivera, pues los estudiantes fueron los primeros en oponerse de una manera decidida a aquel régimen autoritario, cuya actividad en el campo de la cultura y de la instrucción pública consideraban, no sin razón, deleznable.[66]
Aquel otoño de 1931 el leonés Arturo Sáenz de la Calzada era el representante de la Asociación de Alumnos de Arquitectura en la Cámara Federal de la FUE de Madrid. Tenía veinticuatro años, vivía en la Residencia de Estudiantes y era buen amigo de Lorca. Se efectuaban entonces los preparativos para la celebración del Congreso Extraordinario de la UFEH para la Reforma de la Enseñanza, que iba a tener lugar en Madrid a mediados de noviembre, y Sáenz de la Calzada fue designado por la Cámara Federal madrileña como vicepresidente de la mesa del congreso. Federico ya le había hablado largamente del proyecto de crear el Teatro Universitario, y, en una de las reuniones previas de la mesa, Sáenz de la Calzada expuso brevemente ante sus compañeros las ideas del poeta al respecto. La mesa, muy entusiasta, acordó que durante el congreso se nombrara una Comisión de Teatro Universitario cuyo único objeto sería escuchar y ponderar la ponencia presentada allí por Lorca.[67]
Dicha ponencia —más bien un esquema de lo que se proponía— fue preparada con la ayuda de dos estudiantes de filosofía y letras pertenecientes al grupo iniciador del proyecto: Emilio Garrigues y DíazCañabate y Pedro Miguel González Quijano.[68]
El Congreso Extraordinario de la UFEH nombró una Comisión de Teatro Universitario para examinar la propuesta de Lorca y sus amigos, y a Arturo Sáenz de la Calzada como presidente de la misma. La batalla estaba prácticamente ganada. La reunión de la comisión con el poeta tuvo lugar en un local del Senado, y Federico acudió acompañado de Luis Cernuda, Vicente Aleixandre y Manuel Altolaguirre.[69]
Lorca propuso la creación de un teatro universitario permanente en Madrid y otro ambulante que recorriera el país durante las vacaciones. El primero sería una especie de carpa o barraca, situada en un lugar estratégico de la capital. La comisión acogió con entusiasmo el proyecto, y allí mismo se le designó director artístico del Teatro Universitario, acordándose la constitución, para la labor de gestión, diseño de los teatros, administración, etc., de un comité directivo cuyo presidente sería el de la UFEH. Como algunos días después fue nombrado para este puesto Arturo Sáenz de la Calzada, éste pasó automáticamente a ocupar la presidencia del comité directivo de La Barraca. Al poco tiempo las Asociaciones de Alumnos de Arquitectura y de Filosofía y Letras nombraron a sus respectivos representantes. Eran, de Arquitectura (además de Arturo Sáenz de la Calzada), Luis Gámir, Fernando Lacasa, Luis Felipe Vivanco y Arturo Ruiz-Castillo, y, de Filosofía y Letras, Emilio Garrigues, Enrique Díez-Canedo (hijo del conocido crítico teatral), Luis Meana y Pedro Miguel González Quijano. Este último sería el primer secretario de La Barraca.[70]
Para ayudar a Federico en la dirección se eligió poco después, y tal vez recomendado por Luis Buñuel, al joven dramaturgo Eduardo Ugarte, autor, en colaboración con el granadino José López Rubio, de dos obras de éxito: De la noche a la mañana, estrenada en 1928, y La casa de naipes, en 1930. No sabemos cuándo se conocieron por primera vez Lorca y Ugarte, pero lo cierto es que pronto llegaron a estimarse mutuamente.[71]
Ugarte —hijo de vasca y de un ministro de Primo de Rivera, y nieto de un militar carlista— era persona tan modesta como entrañable. El «barraco» Luis Sáenz de la Calzada, hermano de Arturo, lo ha evocado cariñosamente: «Hombre corpulento, no muy alto, gruesas gafas de miope, una catarata en un ojo, traje de mono, mangas remangadas, peludo el cuerpo, no así tanto la cabeza, dientes fuertes amarillentos, un hoyo, creo recordar en la barbilla, y tal vez, ¿tal vez?, alguna indiscreta cana en los aladares. Y un gran corazón».[72]
Eduardo Ugarte —a quien los «barracos» llamaban «Ugartequé» por su tendencia a formular con gran frecuencia la pregunta «¿qué?»— insistía en que, gracias a su madre, hablaba corrientemente euskera. Pero nadie pudo comprobar nunca tal aseveración.[73]
Ugarte sería fiel colaborador del poeta durante toda la trayectoria de La Barraca, y Federico siempre se referiría a él en términos de afecto y de admiración. Ugarte rehuía cualquier protagonismo o publicidad («la modestia de este hombre le impulsa a silenciar sistemáticamente su labor», comentó el poeta en 1933)[74] y Lorca parece haber sido consciente de que, dada la brillantez de su propia personalidad pública, no siempre se le hacía justicia al compañero por su eficacísima gestión dentro de La Barraca. Más de una vez el poeta insistiría en que los éxitos del Teatro Universitario se debían tanto a Ugarte como a él. En 1934 declaró que le consideraba como su «control». «Yo hago todo —explicó—; él lo observa todo y me va diciendo si está bien o mal, y yo siempre hago caso a su consejo, porque sé que siempre es acertado. Es el crítico que necesita siempre todo artista llevar consigo».[75]
En La Barraca, Ugarte estaría en todo sin que apenas nadie se diera cuenta de ello. Ayudaba a montar el tablado y con el maquillaje; hacía de traspunte; cuidaba entradas y salidas. Pero por lo visto jamás pronunció una sola palabra ni apareció una sola vez en el escenario de la farándula: estaba «en una semipenumbra perenne».[76]
Aunque desde los primeros momentos se pensó en solicitar para La Barraca una subvención del Gobierno, los estudiantes no esperaron los resultados de las gestiones que se iniciaron en seguida en tal sentido. Las primeras 4.000 pesetas fueron prestadas por un banco gracias a la intervención de su director, Gabriel Gancedo, presidente de la Asociación de Auxilios Mutuos del Instituto-Escuela: instituto donde habían estudiado varios hijos suyos y del cual procederían muchos de los actores de La Barraca. Con este dinero se empezó en seguida a comprar telas y otros materiales esenciales. La Barraca nació, pues, a la vida activa en la segunda quincena de noviembre de 1931, antes de que hubiera recibido apoyo alguno financiero del Gobierno.[77]
El 2 de diciembre El Sol anunció la formación del Teatro Universitario y publicó unas declaraciones de Lorca al respecto. Los estudiantes, explicó el poeta, iban a lanzarse «por todos los caminos de España a educar al pueblo. Sí, a educar al pueblo con el instrumento hecho para el pueblo, que es el teatro y que se le ha hurtado vergonzosamente». Los de Arquitectura serán los encargados de la construcción del teatro portátil de La Barraca y colaborarán en el comité directivo del mismo los poetas Luis Cernuda, Manuel Altolaguirre —a quien Lorca denomina «el ángel de “La Barraca”»— y Vicente Aleixandre, «nuestro censor, todo serenidad y equilibrio» (de hecho, ninguno de estos poetas tendrá un papel destacado dentro de la nueva agrupación teatral, cuyos asesores oficiales serán Pedro Salinas y Américo Castro).
El teatro que La Barraca pondrá al alcance del pueblo, sigue explicando el poeta, será el clásico, «tan tristemente abandonado por los españoles». La idea es instalar en Madrid, si es posible en un parque público, una barraca permanente que funcionará todo el invierno, y otra ambulante que, durante los fines de semana y días de fiesta, circulará por los pueblos de los alrededores de la capital. Luego, durante las largas vacaciones de verano, será la gran excursión por provincias. Aunque los actores serán normalmente estudiantes, no se rechazará a los que «con un puro espíritu de misionero de arte» y con talento quieran unirse a ellos.
Lorca ensalza al ministro de Instrucción Pública, Marcelino Domingo, quien ha estado «gentilísimo» con los estudiantes, y menciona la acogida «paternal y exquisita» que les ha dispensado Fernando de los Ríos. También han prestado su apoyo Ricardo Orueta —el conocido crítico de arte con quien el poeta visitara las Cortes el 8 de octubre para oír a De los Ríos— y Luis Santullano, de las Misiones Pedagógicas, que está explorando la posibilidad de encajar las actividades de La Barraca dentro de aquella organización (posibilidad que no se podrá convertir en realidad).[78]
El 16 de diciembre de 1931 Fernando de los Ríos pasa a ocupar la cartera de Instrucción Pública y Bellas Artes, sustituyendo a Marcelino Domingo. Se quedará como titular de este Ministerio clave hasta la caída de Manuel Azaña en septiembre de 1933, llevando a cabo una extraordinaria labor en pro de la cultura en sus más diversas expresiones.
El proyecto de La Barraca no podía por menos de suscitar el acendrado entusiasmo del gran socialista rondeño, y tal fue su identificación con la iniciativa de Lorca y los estudiantes que muy pronto se empezó a hablar en Madrid de «“La Barraca” de don Fernando». Presionado por De los Ríos, el Gobierno otorgó al Teatro Universitario una subvención de 100.000 pesetas —cantidad considerable entonces— para la compra de materiales. Según tradición de la familia De los Ríos, cuando el Consejo de Ministros tomó aquella decisión, el titular de Hacienda, Jaime Carner Romeu, exclamó: «¡Vaya, ya sacó don Fernando a sus títeres adelante!».[79]
La febril actividad de Lorca, Ugarte y sus colaboradores para poner en marcha La Barraca y justificar la subvención otorgada por el Gobierno, así como la confianza de éste, atrajo pronto la atención, y luego la sorna, de la revista satírica ultraderechista Gracia y Justicia, cuyos ataques a Fernando de los Ríos serían constantes y cada vez más encarnizados durante el primer bienio de la República. El 23 de enero de 1932 publicó una composición burlesca de José Luis Tapia que, no exenta de simpatía hacia Lorca, parodiaba el Romancero gitano. Se titulaba «Romance del Federico»:
Todas las tardes ensayan
teatro clásico en Madrid,
todas, todas y aún no sabe
nada la Guardia Civil.
El poeta Federico
García Lorca y Sanchiz,*
lleva a la Universidad
gritos del Guadalquivir.
Calderón en andaluz,
gana mucho, mucho sí,
y Lope en su boca fresca
es Lope a la Federí.
¡Ay, Federico García,
mejor que en Rivas Cherif
las misiones pedagógicas
confía Fernando en ti!
Don Fernando, barba mora,
y suspiro sefardí,
te entrega el Carro de Tespis
por poeta y porque sí.
Condúcelo tú, gitano,
condúcelo de perfil,
sobre los cantos que cantan
al alba del alhelí.
Doce ángeles estudiantes
Contigo aprenden de ti.
¡Comendador Peribáñez,
Llama a la Guardia Civil![80]
*Este otro Federico García —Federico García Sanchiz— era un famoso conferenciante de ideas netamente derechistas.
En las dos últimas estrofas de esta composición hay unas claras alusiones a Rafael Alberti, autor precisamente de un libro de poemas titulado El alba y el alhelí y frecuente blanco del sarcasmo de Gracia y Justicia. Alberti se encontraba entonces en París. Al tanto del proyecto de La Barraca había publicado en El Sol de Madrid, el 20 de enero de 1932, un interesante artículo en el cual relacionaba la iniciativa de Lorca y los estudiantes madrileños con otra, francesa, un poco anterior. Se trataba de la compañía de los Comédiens Routiers, que acababa de representar en un barracón de París el Paso de las aceitunas de Lope de Rueda. «Lope de Rueda —escribe Alberti—, desde su bajo cielo pintado de narizotas, barbazas, peluquines y espadones de palo, aplaudía, frenético, con el auditorio, a estos nuevos cómicos ambulantes que, a semejanza suya, pasean por los caminos, las aldeas y ciudades de Francia el juego simple y puro de la primera forma popular del teatro».
Alberti terminaba con un mensaje para su amigo «el gran pipirigallesco Federico García Lorca» que, según sus noticias, se aprestaba a lanzarse por los pueblos con un propósito parecido, y hacía votos porque algún día se encontrasen, en la curva menos esperada de los caminos del mundo, los hermanos faranduleros de Francia y de España.[81] Entretanto, Gracia y Justicia continuaba con sus mofas. El 12 de marzo, mientras se aceleraban los preparativos para la primera salida del teatro estudiantil, la revista comentaba:
Esta «Barraca», o falla portátil, que el ministro de Instrucción Laica desea llevar a todos los pueblos de España, tiene entusiasmadas a muchas personas cultas, si que también heterodoxas.
Numerosos grupos se ofrecen a constituir alegres «troupes».
Van a partir, para actuar en las ferias de Trompicón del Hoyo (Cuenca), y de Villalibrepensadora del Sindicato (Logroño), un ultraísta tuerto, el hijo de un carnero sindicalista de la calle del Carnero, un elegante teósofo, varias niñas bien, izquierdosas ellas, Thermidorillo Pérez, de la juventud socialista, Pocholo, conocido sindicalista del Paseo de Recoletos, y otras notabilidades más…[82]
El 24 de marzo Fernando de los Ríos defendió en las Cortes el programa y presupuesto de Instrucción Pública. Se trataba, a su juicio, de «la más grande transformación que culturalmente hasta ahora ha conocido España». Escuela primaria, Misiones Pedagógicas, radio, segunda enseñanza, La Barraca, escuelas de formación profesional, bibliotecas, archivos, Centro de Estudios Orientales, universidades, Fundación Nacional para Investigaciones Científicas, Teatro Lírico Nacional, museos…: el ministro pasó revista a los logros conseguidos desde la implantación de la República sólo un año antes, a los proyectos en curso y a los futuros. De La Barraca dijo:
En algunos suscita una sonrisa que haya cien mil pesetas para el teatro estudiantil La Barraca. Para mí, perfectamente persuadido de que esa juventud universitaria, en un momento de colapso para la dignidad cívica española, fue ella, ella, quien dio la nota elevada, para mí eso es una nimiedad para lo que ella se merece; y ella va a ir por las aldeas, y construirá su barraca, y divertirá noblemente al pueblo. ¿Es que a eso hay quien pueda ponerle ni siquiera el reparo de la oportunidad? ¿Pero es que nosotros no queremos dar la sensación de un despertar de colaboración de clases, de fraternidad entre los hombres?[83]
Cuando se empezó a reclutar a actores para La Barraca, resultó que la mayoría de los estudiantes que se presentaron eran ex alumnos del Instituto-Escuela, hijo de la Institución Libre de Enseñanza y muy vinculado a la Residencia de Estudiantes. Las pruebas se llevaban a cabo en la sala de profesores de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central de Madrid o en la biblioteca del Instituto-Escuela. Lorca abría algún tomo de la edición Rivadeneyra de los clásicos españoles, invitaba al candidato a que leyera unos trozos, y apuntaba a continuación sus observaciones sobre la dicción y otras cualidades, o falta de cualidades, del interesado.[84]
Desde el principio se decidió que en el Teatro Universitario, a diferencia de las compañías profesionales, no habría actores principales, «estrellas». Además, al ser estudiantes todos los participantes, era evidente que iba a ser necesario tener numerosos sustitutos. De hecho, más de cien estudiantes actuarían en La Barraca durante los cinco años de su existencia, y la composición del comité directivo de la misma también estaría sujeta a frecuentes cambios.
Entre los primeros estudiantes escogidos figuraban los hermanos Jacinto y Modesto Higueras, María del Carmen García Lasgoity, Enriqueta (Ketty) y Pilar Aguado, Emilio Garrigues y Díaz-Cañabate, Carlos Cangosto, Diego Marín, Joaquín Sánchez Covisa, Julia Rodríguez Mata, Daniel Jiménez Cacho, Álvaro García Ormachea, Rafael Calvo, Julián Risoto y Alberto González Quijano (hermano de Pedro Miguel, ya mencionado, primer secretario del Teatro Universitario).
Arturo Ruiz-Castillo, el futuro cineasta, fue el encargado de diseñar el tablado —que mediría ocho metros por ocho— y de cuidar los aspectos luminotécnicos del mismo, que serían notablemente innovadores (por ejemplo, La Barraca no utilizaría las tradicionales candilejas sino focos de cine dirigidos hacia cada actor).[85]
Para insignia de la farándula, el pintor Benjamín Palencia creó, después de varias pruebas, un diseño eficacísimo a base de una rueda y una carátula destacadas sobre un fondo azul. La ostentarían orgullosamente tanto los camiones de La Barraca como los estudiantes: los chicos sobre el mono azul Mahón y las chicas sobre el sencillo vestido blanco y azul.
¡El mono de los chicos de La Barraca! Uniforme comodísimo a la hora de montar y desmontar el tablado, cierto, pero símbolo también de la identificación del Teatro Universitario con el pueblo, tantas veces subrayada por Lorca. Además, ¿no empezaba el primer artículo de la Constitución de 1931 diciendo que «España es una República democrática de trabajadores de toda clase»?
Como escenógrafos y figurinistas se contó desde el principio con la entusiasta colaboración de Santiago Ontañón, Ramón Gaya, Benjamín Palencia y Alfonso Ponce de León, todos ellos pintores de gran calidad y muy a la altura de los tiempos artísticos que corrían entonces por Europa. Después se alistarían el onubense José Caballero y el toledano Alberto Sánchez. En la escenografía de La Barraca se buscaría —y se conseguiría— un estilo «sintético» que combinase sencillez (tenía que ser sencillo, dada la naturaleza del tablado transportable), modernidad y máxima eficacia sugestiva, y ello tanto en los decorados como en el vestuario. Lorca estaba orgulloso de sus escenógrafos. En 1934, en un diario argentino, declara que son «los mejores pintores de la escuela española de París, de los que aprendieron el más moderno lenguaje de la línea al lado de Picasso».[86]
No faltaría tampoco el concurso de los músicos, entre ellos, en primer lugar, Julián Bautista.
Como se trataba nada menos que de renovar el teatro clásico español, tan abandonado por las compañías profesionales, al mismo tiempo que de divertir noblemente al pueblo, como había dicho Fernando de los Ríos, se comprende que Lorca no tardara en pensar en la conveniencia de que los montajes iniciales de La Barraca fueran de algunos entremeses de Cervantes. Escogió, después de un proceso de criba, La cueva de Salamanca y La guarda cuidadosa, así como Los dos habladores, obrita de la escuela cervantina que ocho años antes, en enero de 1923, había montado para la fiesta de los Reyes Magos en su guiñol casero de la Acera del Casino de Granada.
En cuanto a la decisión de incorporar al repertorio inicial el auto sacramental de Calderón La vida es sueño, las razones para tal elección son menos claras, aunque ya se ha apuntado el precedente del montaje de El gran teatro del mundo por Margarita Xirgu en el teatro Español, al cual tal vez se podría añadir el más reciente del moderno auto de Rafael Alberti, El hombre deshabitado. En términos generales, Lorca explicaría públicamente en varias ocasiones por qué Calderón acompañaba a Cervantes en el repertorio del Teatro Universitario, señalando cómo el péndulo del arte y del teatro españoles tiende siempre a oscilar entre los dos «mundos antagónicos» de lo terrenal y de lo celestial, de lo humano y de lo divino:
Por el teatro popular de Cervantes está el camino humano de la escena; por el teatro de Calderón se llega a la evasión espiritual de todos los valores. Tierra y Cielo.
Tierra, Cervantes; tierra pura, llena de jugos y de raíces y de olores y de ansia dramática de vuelo. Cielo, Calderón y su teatro, cabeza inteligentísima donde sabemos que hay una paloma encerrada que algún día saldrá por la boca y se perderá por el aire, un aire gris, sin matices, antagónico de la pulpa de su poesía, toda columnas salomónicas.[87]
Se justificaba perfectamente, pues, la inclusión de Calderón en el repertorio de La Barraca. Y había otras razones. En primer lugar, que en el siglo XVII los autos solían presentarse en las plazas públicas, no en los teatros, lo cual casaba bien con el propósito de La Barraca de sacar a los autores clásicos españoles otra vez a la calle. Luego, el hecho de que el auto calderoniano tenía elementos musicales, así como unas posibilidades casi de ballet, también encajaba con el concepto de teatro total que había tenido Lorca desde sus primeros pasos en el arte dramático, y que había explotado hacía poco tiempo con éxito en la versión de cámara de La zapatera prodigiosa.
Pero ¿no sería lícito, además, ver en la exposición que hace Lorca de la polaridad del arte español una alusión a su propia condición de hombre y de poeta hispano, desgarrado en su adolescencia granadina entre lo dionisíaco —llamada de la tierra, con sus frutos y sus apetitos— y lo místico, con su aspiración hacia Dios? Cuestión más pertinente, de todas maneras, es indagar la razón, o razones, por las cuales, dentro de la amplia obra calderoniana, Lorca optara precisamente por el auto La vida es sueño.
Sobre ello tenemos los importantes testimonios de dos «barracos». Emilio Garrigues, que desempeñó el papel del Entendimiento en las primeras representaciones del mismo, ha sugerido que quizá el poeta, impelido por su «propensión onírica», se había sentido especialmente atraído por este auto, en cuyo reparto reservó para sí el papel de la Sombra —es decir, de la Culpa, del Pecado—, y ello en contra del parecer de algunos de los «barracos» que estimaban, erróneamente, que no tenía facultades adecuadas para representar al tenebroso personaje.[88] Luis Sáenz de la Calzada, que se incorporó a La Barraca en 1933, ha ratificado la opinión de Emilio Garrigues, y afirma que en la elección de este auto fue decisivo el deseo de Federico de encarnar a la Sombra.[89]
Una secuencia de película rodada por Gonzalo Menéndez Pidal —hijo del gran filólogo, y fotógrafo «oficial» de La Barraca en sus dos primeras salidas— nos muestra a Lorca interpretando este papel, el único que encarnaría durante los cinco años del teatro. El figurín de Benjamín Palencia, en cuyo diseño es posible que influyera el criterio del poeta, es impresionante: envuelto en voluminosos tules negros, y con un extraño tocado bicorne del que penden otros tantos velos negros que le cubren la cara, Federico se mueve fantasmalmente por el escenario, escuchado y visto por el público pero con el rostro casi completamente oculto. Son unos brevísimos segundos de filme, pero bastan para transmitir el aura de misterio que Lorca supo dar a su personaje.
Cada vez que aparecía la Sombra en escena la iluminaba una fría luz azul, lunar.[90] Recordamos aquella descripción de Lorca hecha por Vicente Aleixandre: «Yo le he visto en las noches más altas, de pronto, asomado a unas barandas misteriosas, cuando la luna correspondía con él y le plateaba su rostro; y he sentido que sus brazos se apoyaban en el aire, pero que sus pies se hundían en el tiempo, en los siglos, en la raíz remotísima de la tierra hispánica…».[91] No deja de llamar la atención, en definitiva, que el único personaje interpretado por Lorca con La Barraca fuera éste (otra cosa eran sus recitales de La tierra de Alvargonzález, de Antonio Machado, y del romance «Las almenas de Toro»). Quizás, al hacerlo, el poeta buscaba conjurar su profunda obsesión con la muerte, obsesión que durante su breve vida solía aflorar en los momentos menos esperados, y que en su obra es perenne manantial de inspiración y de imágenes.
Lorca era consciente de que a mucha gente le extrañaba el hecho de que La Barraca, creada por una República laica, ofreciera al pueblo una obra «católica», y en este sentido se recibieron críticas tanto de la derecha como de la izquierda. Es interesante constatar que en el manuscrito de la alocución sobre La vida es sueño, ya mencionada, el poeta escribió primero: «Es el poema de la creación del mundo y del hombre según el catolicismo». Luego tachó las últimas dos palabras y las sustituyó por «la versión católica», frase también eliminada, y siguió, «pero tan elevada y profunda que, en realidad, salta por encima de todas las creencias positivas».[92] Es decir, Lorca pretende, en su discurso de presentación, minimizar el aspecto exclusivamente católico del auto y darle un sentido universal. Al obrar así, cabe deducir que pensaba en la torpe reacción crítica de ciertas eminencias republicanas ante la inclusión de esta obra en el repertorio de un teatro subvencionado con fondos públicos.*
* Cfr. el comentario a este respecto de Cipriano Rivas Cherif, «Apuntaciones. Por el Teatro Dramático Nacional», El Sol, Madrid (22 julio 1932), 3: «Ni que decir tiene que García Lorca ha elegido el auto calderoniano por su valor poético, adecuado para una interpretación libérrima, más próxima de la pura sugestión plástica del “ballet” que de la emoción dramática directa, en que el estudio tiende a fingir la espontaneidad. Y no, claro está, por su virtud religiosa, de propaganda católica».
Lorca estaba empeñado en que La Barraca llevara al pueblo no literatura sino obras de arte puestas al día en montajes modernos y sencillos. Se trataba de popularizar, en el sentido literal de la palabra, el teatro clásico español, de hacer éste asequible a gentes que lo desconocían, y ello, además, sin concesiones a la facilidad. Los «barracos» de la primera época recordaban cincuenta años después, y con regocijo, el momento en que, por ejemplo, Inés preguntaba en Los dos habladores: «¿Convidados tenemos?» y anunciaba, a continuación: «Aquí está la mesa», mientras se sacaba al escenario un simple tablón vertical de madera en donde había pintado Alfonso Ponce de León una graciosa mesa con botella y copas, al estilo de Picasso.[93] A veces el público se reía de este y otros «trucos» del teatro de vanguardia, pero en general se mostraba fascinado con ellos, lo cual confirmaba la idea de Lorca de que el «pueblo», si bien analfabeto y desprovisto de cultura literaria, en absoluto se mostraba insensible ante una obra de teatro bien montada.
Los «barracos» de la primera promoción han recordado que, como director de escena, Lorca insistía en controlar rígidamente los movimientos y gestos, además de la dicción, de los jóvenes actores a su cargo. Cogía a la persona y la colocaba y la hacía moverse como si fuera un maniquí, sobre todo en La vida es sueño, cuyo montaje se aproximaba al de un ballet. «Nos explicaba a cada uno de nosotros exactamente qué postura debíamos adoptar y qué movimientos teníamos que ejecutar en cada momento», ha declarado Pedro Miguel González Quijano.[94] Los «barracos» han evocado especialmente la atención que puso Lorca en la preparación de la escena en la cual el Hombre, acorralado por el Albedrío y el Entendimiento, trata de defenderse contra ellos en un enérgico pulso, marcando el poeta cuidadosamente los movimientos de los tres personajes en función de las distintas cualidades morales de éstos (los gestos del Entendimiento, por ejemplo, eran notablemente más suaves, como correspondía, que los del Hombre y del Albedrío), y consiguiendo con su trabajo unos efectos sorprendentes, casi coreográficos.[95]
Poco a poco, durante los primeros seis meses de 1932, se iba perfilando el estilo de La Barraca al ritmo de los ensayos, que en la Residencia de Estudiantes o Residencia de Señoritas (en la calle de Miguel Ángel, 8) se sucedían con creciente entusiasmo mientras se aproximaba la fecha de la primera salida del carro de Tespis.