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OTRA VEZ EN ESPAÑA. 1930-1931

El primero de julio de 1930 Lorca está de vuelta en Granada. El Defensor, y dos días después El Noticiero Granadino, subrayan el hecho de que, si por tierras americanas ha aumentado el caudal de su cultura, también es cierto que su presencia allí ha significado una señalada contribución al prestigio de la literatura española al otro lado del Atlántico. Ambos periódicos están al corriente de la extraordinaria atención que la prensa cubana le ha dispensado, y expresan su orgullo ante el éxito del «querido paisano».[1]

El 14 de julio la revista Reflejos, dirigida por Miguel la Chica, ofrece una merienda en su honor. Se celebra en los jardines del Carmen de los Mártires —antiguo convento carmelita donde vivió san Juan de la Cruz y desde el cual se obtenía entonces una vista espléndida de la Vega de Granada—, y, según los diarios mencionados, el acto resultó extremadamente simpático, expresando los comensales su profunda satisfacción por los triunfos de Lorca en América.[2]

Acerca de la vida del poeta en Granada aquel verano —no volverá a Madrid hasta octubre— disponemos de poca información. Podemos tener la seguridad, sin embargo, de que en la Huerta de San Vicente y en los cafés de la ciudad el poeta participó en acaloradas discusiones acerca de la situación política de España, así como de los cambios ocurridos en el país durante su ausencia.

Desde el exilio y muerte del dictador Miguel Primo de Rivera, España vive, de hecho, un clima de inestabilidad que parece empeorar día a día, y el rey Alfonso XIII pierde progresivamente el apoyo no sólo de sus súbditos en general, sino incluso de los propios monárquicos. Los republicanos están convencidos de que pronto llegará su momento, y, por lo que respecta a Granada, El Defensor sigue representando la oposición a un régimen ya desprestigiado. Es el periódico más leído en casa del poeta[3] y, además, su director, Constantino Ruiz Carnero, es íntimo amigo de Lorca desde los primeros días del Rinconcillo.

¿Y Fernando de los Ríos? En estos momentos el profesor y político, repuesto en su cátedra de Granada a la caída de la Dictadura, ocupa una posición clave dentro de las fuerzas liberales y republicanas que están preparándose para el cambio de régimen que, no lo dudan, está a la vuelta de la esquina. Tanto por su honda amistad con don Fernando y su familia como por su personal republicanismo, los García Lorca siguen de cerca, este verano de 1930, el desarrollo de los acontecimientos, y se enteran, sin duda, de los acuerdos a que se llega en el luego denominado «Pacto de San Sebastián», firmado el 17 de agosto de 1930 por representantes de las principales agrupaciones democráticas. Aunque el Partido Socialista Obrero Español no manda una representación oficial a la reunión, Indalecio Prieto, presente a título personal, encarna la corriente liberal del partido. Fernando de los Ríos, por su parte, es uno de los socialistas que más abogan por la colaboración del partido con la burguesía liberal y republicana. En dicha reunión se acuerda que los partidos participantes trabajarán juntos para derribar la Monarquía e implantar la República.[4]

Después del acto del Carmen de los Mártires, silencio. O, por lo menos, no se recoge en la prensa granadina noticia alguna sobre la actividad del poeta durante el verano. Tampoco se conoce carta suya correspondiente a estos meses. Hay, sin embargo, un dato significativo: cuatro días después de la firma del Pacto de San Sebastián, Lorca estampa al final del borrador de El público un contundente «Telón lento», seguido por la fecha en que acaba de terminar la obra, «sábado 22 de agosto de 1930» (de hecho, el 22 fue viernes, no sábado). Parece probable que, al volver de Cuba, redactó en la Huerta de San Vicente el quinto y último cuadro de la obra, dándola entonces por acabada. No queda constancia de que hablara de ella con sus amigos granadinos, y mucho menos de que se la leyera. De haberlo hecho, es casi seguro que alguna referencia al nuevo rumbo literario emprendido por el poeta se hubiera deslizado en la prensa local, especialmente en El Defensor. Pero tal referencia no apareció. Sólo unos meses después, ya en Madrid el poeta, se sabría algo de una obra que, pese a las tentativas de Lorca, jamás se estrenaría durante su vida.

Emilio Aladrén, cuya relación con el poeta había sido uno de los factores constitutivos de la depresión de éste antes de su salida para Nueva York, parecía decidido a reanudar aquella amistad. Enterado de que Lorca estaba de vuelta en España, le mandó un besamanos:

Emilio Aladrén Perojo

B.S.M. a

Federico García Lorca, se alegra mucho de su llegada a España, y aprovecha esta ocasión para decirle que no se imagina con cuánto gusto recibirá noticias suyas.

Madrid, 30 de Agosto de 1930.[5]

No sabemos si Federico contestó tan incitadora nota pues, como ya se ha señalado, no hay noticias de que las cartas del poeta a Aladrén sobrevivieran a la muerte de éste, acaecida en 1943. Lo que sí parece indudable es que, una vez en Madrid, aquel octubre, volvería a encontrarse con el joven y bello escultor, ya que, como se verá, éste acompañó al poeta a San Sebastián en diciembre.

Entre los pocos testimonios que tenemos acerca del Lorca de aquel verano de 1930 hay que mencionar el procedente de uno de los personajes más estrafalarios de la Granada de entonces, al canónigo Luis Dóriga Meseguer, que en las Cortes Constituyentes de la República será diputado del Partido Radical Socialista, siguiendo al mismo tiempo, hasta ser excomulgado, como deán de la Catedral de Granada. Dóriga era inmisericorde en sus críticas a la burguesía granadina, a menudo publicadas en El Defensor, y, por ello, una de las personas de izquierdas más odiadas en Granada. En el exilio después de la guerra evocaría —ante Fernando Vázquez Ocaña, temprano biógrafo de Lorca— su encuentro con el poeta poco tiempo después de que éste volviera a España. Federico tenía un aire de joven indiano y vestía un traje de dril y una corbata de colores «detonantes». ¿Había cambiado mucho a raíz de su estancia en Estados Unidos y Cuba? El canónigo, buen amigo suyo, estaba un poco preocupado, pensando que tal vez Federico hubiera perdido su amor a las cosas pequeñas y humildes, su apego al primor granadino. Pero el poeta le tranquilizó. «Sigo siendo el mismo —insistiría en la conversación reconstruida por Dóriga—. El asfalto y el petróleo de Nueva York no han podido conmigo. Y al descubrir el dolor de las cosas y de las criaturas aplastadas por una civilización que junta una grandeza material evidente con una frialdad inaudita, sentí la terneza y la piedad del frailecico de Asís, pero como no podía expresarlas en florecillas transparentes y humildes porque no hubieran prendido en aquel frenético pandemonio, eché mano de una poesía en que el amor no acaricia, sino que penetra como una barrena».[6] No pueden ser, desde luego, las palabras exactas del poeta, pero probablemente corresponden más o menos a lo que decía a sus amigos recién vuelto a Granada.

Aquel verano, tal vez en septiembre, pasó una breve temporada en su ciudad andaluza preferida, Málaga. Allí Emilio Prados le presenta a un joven poeta, José Luis Cano, hijo del gobernador civil de la provincia, que años después será biógrafo suyo. Un día ocurrió un incidente divertido. Al observar Cano que se aproximaba a ellos un cura conocido por sus tendencias invertidas, le advirtió a Lorca: «¡Mira, allí está un sacerdote homosexual!». A lo cual Federico, siempre dispuesto a llamar las cosas por su nombre, replicó: «¿Cómo dices? ¡Es un cura maricón!». Cano nunca olvidaría la puntualización.[7]

El 2 de octubre de 1930 el Heraldo de Madrid anunciaba el regreso del poeta a la capital después de su «raid Estados Unidos-Cuba». Al día siguiente, en el estreno de una obra de Claudio de la Torre, Tictac, Miguel Pérez Ferrero, conocido redactor de dicho diario y admirador de Lorca y su obra, recibió súbitamente el abrazo del poeta, y concertaron para otro día una entrevista. Ésta, que se publicó el 9 de octubre, fue la primera concedida por Federico después de su vuelta a España y reviste un indudable interés, especialmente en lo tocante a las obras inéditas que traía entre manos.

Lorca declara que tiene tres libros listos para la imprenta: el de Odas («empezado aquí y ahora terminado»), Tierra y luna («trabajado en el campo, en New England») y Nueva York, «interpretación poética» de la metrópoli norteamericana.

Miguel Pérez Ferrero no deja de preguntarle acerca de «ese drama» que sabe que ha escrito. Federico revela que se llama El público. «Se compone de seis actos y un asesinato», añade, expresando a continuación sus dudas respecto a la representabilidad de la obra, dado el hecho de que sus principales personajes son nada menos que caballos.[8]

Rafael Martínez Nadal ha declarado que, a finales del otoño de 1930 o principios de 1931, Lorca dio una lectura de El público ante unos amigos —parece ser que no en casa de Carlos Morla Lynch, ya que no consta referencia a tal velada en la versión impresa del diario del diplomático chileno—, y que la reacción del pequeño grupo fue más bien desfavorable: «“Estupendo”, dijo alguien, “pero irrepresentable”. Y otro, más sincero: “Yo, la verdad, confieso que no he entendido nada”». Después de la velada, Lorca le diría a Nadal: «No se han enterado de nada o se han asustado, y lo comprendo. La obra es muy difícil y por el momento irrepresentable, tienen razón. Pero dentro de diez o veinte años será un exitazo; ya lo verás».[9]

Entretanto, ¿no le sería posible a Lorca estrenar otra de sus obras ya escritas pero todavía desconocidas del público? El poeta habló de ello con el inquieto Cipriano Rivas Cherif, que entonces, entre otras iniciativas, proyectaba el retorno a la vida activa de su compañía experimental Caracol que, desde el momento en que, en 1929, la Dictadura cerró los ensayos de Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín, no había vuelto a dar señales de vida. En vista de lo ocurrido con dicha obra, no parecía sensato tratar de resucitarla: bajo el general Berenguer, sucesor de Primo de Rivera, España disfrutaba de un poco más de libertad que antes, ciertamente, pero todavía había censura y el ambiente distaba mucho de haberse despejado. Mejor esperar. Además, La zapatera prodigiosa, aún sin estrenar, no ofrecía dificultad alguna ante las autoridades.

Rivas Cherif era en estas fechas asesor literario de Margarita Xirgu y tenía una estrecha amistad con la actriz, quien el 16 de septiembre había iniciado una temporada en el teatro Español con una obra de Calderón, La niña de Gómez Arias, a la que siguieron La prudencia en la mujer, de Tirso de Molina, y el 16 de octubre Fortunata y Jacinta, de Pérez Galdós. Lorca frecuentó este otoño el Español, y cuando la Xirgu y Rivas Cherif preparaban el montaje de la famosa obra del dramaturgo contemporáneo norteamericano Elmer Rice, La calle (Street Scene), que había tenido un enorme éxito en Nueva York —en cuyos barrios bajos se sitúa la acción de la misma—, el poeta llamó a Philip Cummings, que acababa de volver a España, para que ayudara con la preparación de los decorados. Cummings llegó a tener entonces una buena amistad tanto con la Xirgu como con su enérgico asesor literario, y veía con frecuencia a Lorca.[10]

La calle se estrenó el 14 de noviembre, con éxito de crítica y de público.[11] Poco tiempo después Lorca leyó La zapatera prodigiosa a la gran actriz catalana y su compañía. La obra gustó extraordinariamente y se decidió que la montase Caracol, en versión de cámara, con Margarita en el papel de la Zapatera. La compañía trabajará frenéticamente en la preparación de la puesta en escena de la «pantomedia» (como entonces denominaba Lorca su «farsa violenta»), cuyo estreno tendrá lugar el 24 de diciembre de 1930.[12]

Antes, el poeta dicta en San Sebastián el 6 de diciembre su conferencia «La arquitectura del cante jondo», repitiéndola el 14 en el Ateneo Obrero de Gijón. En San Sebastián, según testimonio del crítico de arte Rafael Santos Torroella, que entonces tenía dieciséis años y pasaba una temporada en aquella ciudad con su padre, administrador de aduanas, Federico iba acompañado de Emilio Aladrén. El escultor hablaba poco, y a Santos alguien le susurró que se trataba del «amigo» del poeta.[13]

Son horas llenas de zozobra e inquietud, pues en la madrugada del 12, anticipándose a los planes del Comité Nacional, se ha iniciado en Jaca la sublevación republicana contra la Monarquía, con resultados desastrosos para la conspiración y el fusilamiento inmediato, después de juicio sumarísimo, de los capitanes Fermín Galán Rodríguez y Ángel García Hernández, llevado a cabo la mañana del 14, casi antes de que el país se entere de lo que ocurre. La conferencia de Lorca en Gijón se había anunciado para las 11.30 aquel día, en el teatro Dindurra, pero a raíz de los sucesos se declara la huelga general en la ciudad y durante tres días no hay prensa, por lo cual ni la llegada del poeta ni la conferencia se reseñan allí.[14]

Entretanto, el 15, y ya condenada al fracaso, estalla en Madrid la sublevación, que se ahoga pronto.[15]

Pocos días después, el 24, se produce la vuelta al escenario de la compañía Caracol, con el estreno en el teatro Español de un programa que provoca intensa curiosidad y que asegura que, al levantarse el telón aquella tarde, va a estar la sala totalmente abarrotada. Los críticos señalarán el simbolismo de la fecha: Caracol renace en Nochebuena, fecha preñada de significación renovadora.

Por la mañana, el diario La Libertad publica unas declaraciones de Lorca acerca de La zapatera prodigiosa. De especial interés son las palabras dedicadas a la utilización hecha en la obra de un coro: «Intervención directa: es la voz de la conciencia, de la religión, del remordimiento —explica el poeta—. El coro es algo insustituible, algo tan profundamente teatral, que su exclusión no la concibo».

El coro de esta obra —las vecinas que comentan la acción— es un claro antecedente de los de Bodas de sangre y Yerma, y demuestra hasta qué punto Lorca ha estado buceando en el teatro griego antiguo. El poeta insiste, por otro lado, en la filiación puramente andaluza de la obra: ha buscado en lo popular, en el pueblo, «el nervio, el alma, la acción». ¿Y la temática de la pieza? Lo tiene muy claro: «Es la lucha perpetua, con su fondo dramático expuesto tranquilamente, sencillamente (yo creo que por esto más íntimo) entre la fuerza de la ilusión sentida hacia lo que huyó de nuestra mirada y la fuerza de la realidad, cuando vemos llegar a lo que perdimos y por perdido encendió tanta ilusión… La maravilla de lo que creíamos que era y la vulgaridad de lo que es».

Pero si Lorca ama esta obra, nacida por lo menos cinco años antes, no oculta ante su interlocutor que su empeño actual va en otra dirección muy distinta. «No, no es mi obra —recalca—. Mi obra vendrá…; ya tengo algo… algo. Lo que venga será mi obra. ¿Sabes cómo titulo mi obra? “El público”. Ésa sí…, ésa… Dramatismo profundo, profundísimo».[16]

Son declaraciones importantes. El público, en comparación con La zapatera, es un drama muy avanzado de fondo y forma. Durante los próximos años tratará en vano de llevarlo, y también Así que pasen cinco años, a los escenarios. Y será gracias a ello, con toda probabilidad, que decide desarrollar otra faceta de su arte que sabe gustará tanto al público como a los empresarios teatrales: la que encuentra su inspiración en la vida del campo que ha conocido como niño en la Vega de Granada, y que, en parte, se refleja ya en La zapatera prodigiosa.

La reaparición de Caracol constituyó un notable éxito de público y de crítica. Primero se representó un diálogo de la China medieval, traducido del inglés por Rivas Cherif, El príncipe, la princesa y el destino. La obra procedía de Estados Unidos, donde, según la reseña del crítico de El Sol, Enrique Díez-Canedo, «la curiosidad por todas las formas y experimentos teatrales llega a lo portentoso», observación que podía corroborar Lorca por su propia experiencia en Nueva York.[17]

Luego fue el turno de La zapatera prodigiosa, cuyo prólogo leyó graciosamente el poeta («estupendo actor si se lo propusiera», comentó La Libertad),[18] ataviado con una flamante capa de estrellas. Margarita Xirgu hizo una excelente labor en el papel de la protagonista. Díez-Canedo destacó, al día siguiente, la influencia del guiñol en la obra y subrayó el intento de Lorca por volver a un teatro sencillo que brotara «de la perpetua fuente, de los más puros manantiales de la tradición». También notó el uso hecho por el poeta del coro, mostró interés por «el mero paso de unas figuras mudas, curiosas y rítmicas por el fondo», y encomió la escenografía de Salvador Bartolozzi, llevada a cabo, lo mismo que los figurines, a base de unos esbozos del propio Lorca, que con ello había querido conseguir que el montaje reflejara exactamente su visión total de la obra.[19]

Pero, si casi toda la crítica acogió favorablemente la obra, hubo algunas excepciones. Hay que mencionar especialmente la reacción del veterano crítico del Heraldo de Madrid, Juan G. Olmedilla, que había esperado del Lorca recién vuelto de Nueva York algo más moderno, más avanzado técnicamente. Calificó a La zapatera de mero «sainete» y sentenció que el «desdichado engendro» había sido «una inconcebible concesión de García Lorca a un género que no es el que haya de renovar él precisamente». En la obra no había encontrado, en realidad, nada digno de elogio. «La zapatera prodigiosa es un remedo torpe y desmañado de los esperpentos valleinclanescos —tronó injustamente—, que no llega en la realización al menos afortunado de los cuadritos de costumbres que hemos condenado este año en tres escenarios. Le falta gracejo, interés y profundidad en el trazado de los caracteres, y, desde luego, originalidad en la concepción, destreza en lo constructivo y estilo personal en la expresión verbal, corriente y moliente, como no la hubiéramos soportado en ningún otro sainetero».[20]

Si esta crítica hubiera aparecido en un periódico menos liberal que el Heraldo, probablemente ni la hubiera tomado en consideración Lorca. Pero el Heraldo era uno de los diarios más leídos por los sectores progresistas del país, y es difícil imaginar que no se sintiera amargamente defraudado por la reacción de Olmedilla. Menos le importaría, sin duda, la opinión de Luis París, quien, en El Imparcial, entendía que «obrita tan banal y sin sustancia no hubiera debido de ocupar la atención del público del Español que acudiera, equivocadamente, al primer teatro del país para ver la que se había anunciado como obra experimental».[21]

La verdad, sin embargo, es que el estreno de La zapatera prodigiosa en esta versión de cámara constituyó un considerable éxito para Lorca, como lo prueba el hecho de que Margarita Xirgu la incorporó en seguida a su propia programación del Español, representándola unas treinta veces, en programa doble con El gran teatro del mundo, de Calderón, hasta el 10 de abril. Cuando el 17 de abril la Xirgu estrenó Fuente escondida, de Eduardo Marquina, La zapatera, así como las otras obras montadas por la actriz catalana esa temporada, desapareció definitivamente del cartel del Español.[22]

Entre los críticos que habían sabido apreciar las virtudes de La zapatera se encontraba un joven catalán, nacido en Manresa en 1909, que empezaba a hacerse notar tanto en Barcelona como en Madrid. Se llamaba Guillermo Díaz-Plaja. Futuro autor de un importante libro sobre Lorca, ya, en 1930, Díaz-Plaja seguía con admiración y curiosidad la curva ascendente de la carrera del poeta granadino, a quien sólo conocería personalmente dos años después. Había asistido al estreno de Mariana Pineda en 1927 —en Barcelona o en la capital— y ahora ha estado presente en el de esta «farsa violenta». Escribiendo en el Heraldo de Madrid el 13 de enero de 1931, Díaz-Plaja indagó sobre el «romanticismo» de ambas obras, señalando al final de su breve ensayo la actualidad, por otro lado, del «proceso psicológico» de La zapatera. «¿Acaso —preguntó— el desdoblamiento psicológico, que la gracia del poeta sólo esboza, de la zapaterilla que se fabrica una imagen galana del marido ausente, no cae dentro de las palabras que pronuncia uno de los “sei personaggi in cerca d’autore”?». Lo mismo se hubiera podido decir, ciertamente, de Mariana Pineda —Mariana, como la zapatera, idealiza a su ausente pareja—, y aquí intuía el catalán la presencia de un tema que, con el tiempo, se revelaría como fundamental dentro del mundo lorquiano.[23]

Tres noches antes del estreno de La zapatera prodigiosa, Margarita Xirgu había dado a conocer en el Español, el 21 de diciembre, un programa insólito. Se trataba de una representación del auto El gran teatro del mundo de Calderón; del paso de Lope de Rueda Las aceitunas; y del también auto, anónimo esta vez, Las donas que envió Adán a Nuestra Señora. En una entrevista publicada a principios de septiembre, la actriz catalana, al indicar el programa que tenía proyectado para su temporada en el Español, había dicho, al hablar de los autos sacramentales que quería montar, que debía la idea a sus amigos de Granada, y, especialmente, a Fernando de los Ríos.[24]

Efectivamente, para las fiestas del Corpus de 1927, cuando la Xirgu y Lorca preparaban en Barcelona el estreno de Mariana Pineda, Antonio Gallego Burín, Hermenegildo Lanz y otros compañeros habían montado en Granada, al aire libre, El gran teatro del mundo, con notable éxito.[25]

Mientras se ensayaba La zapatera prodigiosa, pues, también se preparaban los dos autos y el paso de Lope de Rueda. Inevitablemente, Lorca seguiría con interés los ensayos de estas obras además de la suya, y es de suponer que estaría presente en su estreno. Todo ello tiene su importancia como antecedente de la labor que, dentro de un año, empezará a llevar a cabo con el Teatro Universitario La Barraca, uno de cuyos primeros montajes sería el del auto La vida es sueño, de Calderón.

Inmediatamente después del estreno de La zapatera —cuyo éxito fue comentado por El Defensor de Granada el 27 de diciembre—, Federico volvió a la casa paterna para pasar con su familia las Navidades.[26] Antes de salir de Madrid, o tal vez en la propia Granada, concedió una entrevista a un redactor de La Gaceta Literaria, Rodolfo Gil Benumeya, que fue muy inteligentemente conducida por éste y que arroja una penetrante luz sobre las preocupaciones del poeta en estos momentos.

Si, en su entrevista de tres meses antes con Miguel Pérez Ferrero, Lorca había declarado que traía de América tres libros, ahora afirma que tiene cuatro: de teatro, de poesía y de «impresiones neoyorquinas». Se supone que este último, titulado La ciudad, es el llamado en la anterior entrevista Nueva York. «Es una puesta en contacto de mi mundo poético con el mundo poético de Nueva York —explica—. En medio de ambos están los pueblos tristes de África y sus alrededores, perdidos en Norteamérica. Los judíos. Los sirios. Y los negros. ¡Sobre todo los negros! Con su tristeza se han hecho el eje espiritual de aquella América. El negro que está tan cerca de la naturaleza humana pura y de la otra naturaleza. ¡Ese negro que se saca música hasta de los bolsillos!». Y Lorca añade una aseveración tan contundente como, sin duda a sabiendas, falta de exactitud: «Fuera del arte negro, no queda en los Estados Unidos más que mecánica y automatismo».

El poeta demuestra a continuación que la admiración que siente por los negros de Estados Unidos no es ajena a la contribución de éstos al teatro moderno. Y como sabemos que por estas fechas no cesa de hablar de su drama El público como lo mejor que ha creado hasta entonces, no podemos dudar de su sinceridad al declarar a Gil Benumeya: «El teatro nuevo, avanzado de formas y teoría, es mi mayor preocupación. Nueva York es un sitio único para tomarle el pulso al nuevo arte teatral. Los mejores actores que he visto han sido también negros. Mimos insuperables. La revista negra va sustituyendo la revista blanca. El arte blanco se va quedando para las minorías. El público quiere siempre teatro negro, deliran por él».

El hecho de que el poeta sobrevalore la contribución de los negros al teatro contemporáneo norteamericano es lo de menos: ha visto en Nueva York excelente teatro moderno y quiere emularlo. Esto es lo que cuenta.

Escuchando al poeta, Gil Benumeya recuerda el pasaje de la novela de Angel Ganivet, Los trabajos del infatigable creador Pío Cid, en que, desde lo alto de Sierra Nevada, el héroe mira hacia Africa y medita sobre la liberación de todos los pueblos del vasto continente. Y pregunta: «¿No era de Granada Ganivet? ¿[No] era Ganivet el mayor amigo de esa África misteriosa, inundada de sombra dentro y fuera de su propia alma, el África del pozo, la caverna y la alcantarilla? Sí … Y García Lorca, granadino, puesto bajo el signo del mismo totem». Federico admiraba profundamente al malogrado escritor granadino, suicidado el mismo año 1898 en que había nacido él, y es casi seguro que conocía el maravilloso panorama a que se refiere Gil Benumeya. Genial intuición, pues, la de este entrevistador, al vincular el interés de Lorca por los negros norteamericanos, esclavos del hombre blanco, con la visión ganivetiana de tantos pueblos africanos sujetos al «yugo corruptor de Europa».*

* Véase nuestro comentario anterior sobre este pasaje de Ganivet, pp. 83-85.

En los comentarios insertos en esta entrevista, Gil Benumeya demuestra su hondo conocimiento de la sicología granadina. Ve a Lorca como un «califa en tono menor» y le caracteriza de «purísimo ejemplo del granadinismo más granadinamente granadino».

Con entrevistador tan comprensivo e informado, el poeta se explaya sobre lo que para él significa ser granadino, y hace una de sus declaraciones más rotundas al respecto: «Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos. Del gitano, del negro, del judío…, del morisco, que todos llevamos dentro». Estas palabras adquieren una especial fuerza al pronunciarse después de la visita de Lorca a Nueva York, y dan a entender que ha sido allí, perdido en el vientre de la terrible metrópoli, donde el poeta se ha dado cabal cuenta de la significación universal que puede tener el ser hijo de Granada.

Y no es sorprendente, después de afirmación tan tajante, que la conversación fluya ahora hacia el Romancero gitano, libro que, como se apresura a aclarar Lorca, «ya pertenece al pasado». La estancia en Nueva York ha servido, entre otras cosas, para que vea el Romancero gitano con más objetividad. Al volver a España se encuentra con que el libro, en su ausencia, se ha convertido en realmente celebérrimo y que a él, su autor, los ignorantes le tienen ya por un genial gitano granadino. Todo ello le molesta profundamente, por lo cual hace ahora esta puntualización a Gil Benumeya: «El Romancero gitano no es gitano más que en algún trozo al principio. En su esencia es un retablo andaluz de todo el andalucismo. Al menos como yo lo veo. Es un canto andaluz en el que los gitanos sirven de estribillo. Reúno todos los elementos poéticos locales y les pongo la etiqueta más fácilmente visible. Romances de varios personajes aparentes, que tienen un solo personaje esencial: Granada».[27]

Si lo que más le preocupa ahora es el teatro contemporáneo, la cartelera de Madrid le da poca razón para sentirse satisfecho ante la situación del arte dramático español, como constata al volver a la capital desde Granada a mediados de enero de 1931. Es cierto que La zapatera prodigiosa aún no ha desaparecido de la del Español, y que, en el Fontalba, la actriz argentina Lola Membrives lleva a cabo una interesante temporada, estrenando el 19 de enero una obra de Eugene O’Neill, Anna Christie, la primera del dramaturgo norteamericano que se monta en España.[28] Pero la verdad es que lo que realmente interesa a los madrileños en estos momentos es el cine. Las salas se están multiplicando —hay ya veinticuatro en la capital—, y este enero se forman colas para ver a Buster Keaton en El colegial, a Rodolfo Valentino en El águila o Sin novedad en el frente.[29]

El 17 de enero Margarita Xirgu estrena en el Español una nueva obra de Eduardo Marquina, Fuente escondida. El éxito es rotundo, y La zapatera prodigiosa desaparece de la cartelera del principal teatro de la Villa y Corte.[30] Si del Premio Nobel Jacinto Benavente, figura consagrada del teatro español, no se podía ya esperar ninguna renovación de los escenarios nacionales, tampoco cabía pedírsela a Marquina, por cuyo teatro Lorca no podía sentir gran respeto. Ello no impide, sin embargo, que el poeta, reconociendo lo que le debía personalmente, firmara por estas fechas la convocatoria de un banquete en homenaje al dramaturgo.[31]

En medio de este panorama tan gris se produce un acontecimiento sensacional cuando, el 26 de febrero, Rafael Alberti estrena en el teatro de la Zarzuela una nueva obra suya, El hombre deshabitado. Obra breve, denominada «auto» por el poeta —la llamará después «una especie de auto sacramental, claro que sin sacramento»—,[32] en la cual reaparecen el desaliento que impregna Sobre los ángeles y el tema de la pérdida de identidad del hombre contemporáneo, de «los hombres y mujeres sin vida, muertos de pie, que andan a tropezones por todas las calles del Universo». Caretas, maniquíes sonámbulos, trajes vacíos, apariencias debajo de las cuales se esconden la traición, un Creador criminal, asesino, que rodea al Hombre de tentaciones sólo para perderle: es el Alberti asqueado, rebelde, iconoclasta que ya es un nombre famoso en Madrid.[33]

El estreno de El hombre deshabitado es todo un triunfo para Alberti. El teatro está prácticamente tomado por amigos y partidarios del autor izquierdista, y éste, al caer el telón final, lanza desde el escenario un vibrante «¡Viva el exterminio y muera la podredumbre de todo el actual teatro español!».[34] Según el propio Alberti, el teatro se dividió en dos bandos, de podridos y no podridos, y Jacinto Benavente y los hermanos Álvarez Quintero abandonaron la sala «en medio de una larga rechifla».[35]

El 5 de marzo se celebró en el mismo teatro de la Zarzuela, después de una representación de la obra de Alberti, un homenaje a la actriz que encarnaba el personaje de la Mujer, la mexicana María Teresa Montoya. El acto fue organizado por la agrupación de Amigos del Nuevo Teatro Universal, entre cuyos animadores, con Lorca, se contaban Pedro Salinas, Gregorio Marañón, Ramón Pérez de Ayala, Salvador Bacarisse y el incansable Cipriano Rivas Cherif. Ante un teatro totalmente lleno se leyeron las adhesiones al homenaje, y fueron acogidas con una gran ovación la de quien iba a ser muy pronto presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora y Torres, y la del líder socialista Francisco Largo Caballero. Sonó también el nombre de Fernando de los Ríos —preso, como los dos precedentes, en la cárcel Modelo de Madrid a raíz de los sucesos del 15 de diciembre—, y, al ser leído, como fin de fiesta, un telegrama de Miguel de Unamuno, hubo una «verdadera explosión de gritos entusiastas».[36]

Otra excepción al aburrimiento del teatro madrileño en aquellos momentos era la actriz argentina Lola Membrives, quien, con su marido Juan Reforzo, ocupaba entonces el Fontalba, en la Gran Vía, teatro donde en 1927 Lorca había estrenado Mariana Pineda. Lola Membrives era actriz de fuerte personalidad, y había llevado a cabo en Argentina una importantísima labor en pro del teatro contemporáneo español. Allí, recientemente, acababa de dedicar una temporada casi en exclusiva a autores españoles, representando, entre otras obras, Señora ama, La malquerida, Los intereses creados, La noche del sábado, Pepa Doncel, de Benavente; La Lola se va a los puertos y Las adelfas, de los hermanos Machado; y Realidad, de Pérez Galdós. Ahora, en Madrid, acaba de estrenar, el 19 de marzo —después de dos meses representando las obras mencionadas y Anna Christie, de O’Neill—, El hombre que se deja querer, de Bernard Shaw, que estará varias semanas en cartel.[37]

A finales de marzo Lorca visita a Lola Membrives en su camerino, acompañado de Ignacio Sánchez Mejías y Rafael Alberti. «La joven trinidad iconoclasta»: así los denomina el redactor del Heraldo Juan G. Olmedilla, testigo de su llegada. En aquel momento están saludando a la actriz los hermanos Quintero, acerca de quienes la opinión de Federico es francamente negativa; y, ante la irrupción jovial de los tres amigos, «aquellos otros esclarecidos representantes de medio siglo de teatro se retiran con discreción elegante».[38]

Lorca no tarda en entablar amistad con Lola Membrives, que dentro de poco volverá a Buenos Aires, ciudad cosmopolita donde, como señala la actriz a Olmedilla, el público está acostumbrado a disfrutar de los «mejores espectáculos del mundo» y donde tiene verdadera discriminación. Es tal vez durante sus conversaciones con la Membrives cuando nace el deseo de Lorca de probar fortuna en la gran ciudad del Plata. Y en 1933 será ella quien, en un brillante montaje de Bodas de sangre, convierta a Lorca en figura famosísima en Argentina.

Entretanto otra faceta de la polivalente personalidad artística de Lorca está acaparando la atención del mundo de la cultura, pues La Voz de su Amo acaba de anunciar, en sus catálogos de febrero y marzo, el lanzamiento al mercado de una serie de discos titulada Canciones populares antiguas, armonizadas e interpretadas al piano por el poeta granadino y cantadas por Encarnación López Júlvez, la Argentinita, amiga de Federico desde la llegada del poeta a Madrid en 1919. Durante meses los dos habían ensayado las canciones en el piso que compartía Encarnación con su hermana Pilar en la calle del General Arrando, 42.[39] Ya perfeccionada la interpretación, las canciones se habían registrado en los estudios de La Voz de su Amo en Madrid. El 13 de marzo Adolfo Salazar reseña en El Sol el primer disco, que integran «Las tres hojas» y «Romance pascual de los peregrinitos» (que, como insiste el famoso crítico musical e íntimo amigo del poeta, debería leerse, correctamente, de los «pelegrinitos»). Salazar, nada dado a exageraciones, elogia calurosamente el trabajo de los dos artistas, declarando que si Encarnación López canta de «un modo llano y natural, muy en el estilo de una mocita del pueblo», las armonizaciones de Lorca han sido hechas «de un modo sencillo, estrictamente popular, pero con un buen gusto infalible y un sentimiento exacto de lo que corresponde a ese estilo popular». El crítico sólo echa de menos un estudio de Lorca que acompañe las canciones registradas, y recomienda a La Voz de su Amo que se reúnan los discos previstos en forma de álbum.[40] Durante los próximos meses irán apareciendo los cuatro que faltan, y que contendrán «Sevillanas del siglo XVIII», «Los cuatro muleros», «Anda jaleo», «Zorongo gitano», «Romance de los mozos de Monleón», «Nana de Sevilla», «El café de Chinitas» y la «Canción antigua de las morillas».

Estos discos tendrán un considerable éxito —difícil ahora de medir con precisión sin tener las liquidaciones a la vista—, y la eficaz colaboración del poeta-músico y de la bailarina-cantante acrecentó la fama de ambos además de lanzar por el mundo la belleza y la gracia de la canción popular española.

Lorca está encantado con la colaboración, y le escribirá a Encarnación López desde Granada aquel verano para decirle que sus hermanas —«fervientas admiradoras» de la bailarina— ponen a toda hora los discos «que, entre paréntesis, son estupendos».[41] Desde Oxford, donde ahora enseña, le escribe Jorge Guillén: «Te he oído y oiré en el gramófono. ¡Muy bien!». En Oxford está también Federico de Onís, que ha organizado unos coros que darán pronto un concierto. Guillén lamenta que no pueda asistir Lorca, quien, según se desprende de la misma carta, había sido invitado.[42]

El 10 de abril, en vísperas de las elecciones municipales y cuando se registra por todo el país un creciente fervor republicano, llega a Madrid procedente de Mallorca la hispanista Mathilde Pomès, traductora al francés de los poetas de la generación de 1927. No ha visto a Federico desde aquel breve reencuentro en París, en junio de 1929, y se desvive por reanudar su amistad con él. Así, a la mañana siguiente, después de una visita al Prado, se dirige al estudio que ocupa ahora el poeta en la calle de Ayala, número 60 (pronto, al cambiarse los números, el 72).

Son las once y media. Lorca, según su costumbre, acaba de despertarse y está todavía en pijama. Pero no importa. Sentado ante el piano, canta para Mathilde algunas canciones populares recogidas por él en La Habana. Luego es el turno de cantos asturianos, castellanos, leoneses…

Pasan dos horas sin que la Pomès se dé cuenta del tiempo transcurrido. Mientras, finalmente, el poeta desaparece para vestirse, la hispanista saca furtivamente un cuadernito para hacer el inventario de la habitación. Primero apunta los títulos de los libros que se amontonan sobre la mesa de trabajo. Allí están la Biblia; la Divina Comedia en italiano; las obras completas de Shakespeare en inglés, en un solo tomo; los Chinese Poems, en traducción de Arthur Waley; dos volúmenes, en francés, de la colección «Ars Una» (France y Angleterre); el tomo XXXII de la «Biblioteca Rivadeneyra» (Líricos españoles); tomos de José Zorrilla, Lope de Rueda, Tirso de Molina (La villana de Vallecas); y Calisto y Melibea.

Sobre la mesa, entre los libros, hay una gran caja de lápices de colores. En una de las paredes, un dibujo del poeta representa a unos marineros delante de una taberna. A su lado cuelga un cuadro de Dalí, probablemente el bodegón conocido como Botella de ron con sifón (1924), y posteriormente Naturaleza muerta, regalado al poeta en los días de la Residencia de Estudiantes. Sobre el piano vertical se encuentran la partitura del Don Juan de Mozart y un tomo del Cancionero popular español de Pedrell. La obra del gran maestro catalán era, desde hacía varios años, un «breviario» musical del cual nunca se separaba el poeta,[43] y fuente principal de sus vastos conocimientos del folklore nacional.

Algunos cobres viejos y dos tapices alpujarreños, con dibujos populares de vivos colores violeta, negros y rojos sobre un fondo blanco, completan el inventario.

Antes de salir del estudio, camino del restaurante donde son esperados desde hace una hora, Lorca busca en un cajón y regala a Mathilde una suite inédita, de su primera época —se trata de Poema de la feria—, un autorretrato de la serie neoyorquina en que el poeta, atacado por la «bestia», trata de protegerse (la hispanista no parece entender en absoluto el tema del dibujo) y, luego, despegándolo del tabique, el dibujo de los marineros ya descrito por la hispanista en su cuadernito.[44]

Se comprende, viendo la fotografía del grupo que aquella tarde esperaba a Mathilde Pomès en el restaurante Buenavista de la calle de Alcalá, la inquietud de la hispanista por llegar sin excesivo retraso. Pues allí se había reunido para ofrecerle una comida amistosa una amplia representación de la que sería llamada Generación de 1927, acompañada de otros amigos: están presentes el poeta mexicano Jaime Torres Bodet, Ángel Vegue y Goldoni, el librero León Sánchez Cuesta, el músico Óscar Esplá (autor de las ilustraciones musicales de El hombre deshabitado de Alberti), José Bergamín, los poetas Pedro Salinas, Luis Cernuda y Claudio de la Torre, y el «cónsul general de la poesía», Juan Guerrero Ruiz. En medio del grupo, el recién levantado Lorca, luciendo traje claro y corbata a rayas, sonríe radiante.

Se puede tener la seguridad de que durante el ágape se habló de las elecciones municipales que se iban a celebrar al día siguiente, y de la probabilidad de que dentro de muy poco se instaurara la Segunda República.

El día 12 de abril de 1931 amaneció despejado en casi todo el territorio español, a pesar del refrán que dice aquello de que «en abril, las aguas mil». Entre un inmenso júbilo el pueblo acudió a los colegios electorales, que se abrieron a las ocho de la mañana, dispuesto a dar al traste con los ayuntamientos herederos de la Dictadura.

Aquella mañana Carlos Morla Lynch se encuentra casualmente con Federico en la Puerta del Sol y se sientan a una mesa a tomar un café. A la plaza va llegando una multitud vociferante. De pronto se produce un alboroto, y la policía carga sable en mano, pero con la hoja en posición plana, contra los manifestantes. «Se siente —escribe Morla— el vendaval precursor de una hecatombe. Circulan numerosos taxis que lucen adheridas a sus carrocerías proclamas republicanas. Y son ruidosamente aplaudidos por la multitud, que luego es disuelta por los agentes de la seguridad».[45]

Más tarde, aquella mañana, Lorca —ya sin Morla Lynch, cuyo retocado diario publicado en pleno franquismo no siempre ofrece garantías de exactitud— experimenta en su propia carne lo que puede ser una carga a caballo de la Guardia Civil.

Estaba sentado con Rafael Martínez Nadal en la terraza de la Granja del Henar, en la calle de Alcalá, cuando vieron bajar una manifestación republicana en dirección a Cibeles. Nadal propuso que se uniesen a los manifestantes, y Federico se levantó en el acto, sorprendiendo con ello a su amigo. «¡Sí, sí, vamos, tenemos que ir!». Al entrar la manifestación en el paseo de Recoletos, con Nadal y Lorca en primera fila, surge de pronto una veintena de guardias civiles que le corta el paso a la multitud. Hay disparos, y los manifestantes huyen en desbandada, Nadal entre ellos. Luego vuelve la cabeza. «En medio del paseo desierto —ha recordado—, Federico caminaba lo más de prisa que su defecto físico le permitía. Su traje claro lo convertía en un blanco perfecto. Cuando, una hora más tarde, nos sentamos de nuevo en la Granja, aún seguía exaltado y furioso: “¡Este régimen tiene que caer! ¡Asesinos de estudiantes y de poetas!”».[46]

Francisco Vega Díaz, luego célebre cirujano cardíaco, estuvo también en la manifestación, en segunda o tercera fila. Después fue a la Granja del Henar, donde presenció la tumultuosa llegada de Lorca:

Bruscamente hizo su aparición Federico García Lorca, demudado, sudoroso, exhalando emoción, con el cuello desabrochado y secándose la frente con un pañuelo levemente ensangrentado, porque en una caída se había hecho una herida insignificante en un dedo; la manga de su chaqueta gris toda empolvada. De cuando en cuando se chupaba el dedo traumatizado. Empezó a relatar en voz alta lo sucedido con una exuberancia verbal, unos matices, un vocabulario y una mímica realmente fantásticos. A borbotones le brotaban las palabras con que expresaba su sobresalto, y tal era la ansiedad ambiental que alguien le hizo subirse a una de las mesas de mármol para que todos los presentes pudieran oír el relato que había iniciado. Puedo decir que en toda la obra de García Lorca no he visto nada que se pueda comparar a lo que, como un torrente que parecía inextinguible, dijo en sólo unos minutos, volviéndose hacia uno y otro lado.[47]

Aquella noche se difunde por toda España la noticia de que los progresistas han arrasado en las municipales. Dos días después, sin que se derrame una gota de sangre, se proclama la República y el rey Alfonso XIII abandona el país.

Como una fruta podrida había caído la Monarquía. Y se había abierto de pronto la esperanza de una nueva España democrática. La alegría de la gran mayoría de los españoles, Federico García Lorca entre ellos, es incontenible.