24

CUBA

Si yo me pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba.

F. G. L.[1]

El poeta llega a La Habana

Especialista en la «media verdad», Lorca dará en 1932 una versión fabulada de su salida de Nueva York, olvidándose convenientemente del largo viaje en tren hasta Miami:

El tiempo pasa y ya estoy en el barco que me separa de la urbe aulladora, hacia las hermosas islas Antillas.

La primera impresión de que aquel mundo no tiene raíz perdura…

porque si la rueda olvida su fórmula

ya puede cantar desnuda con las manadas de caballos

y si una llama quema los helados proyectos

el cielo tendrá que huir entre el tumulto de las ventanas.

Arista y forma, forma y angustia, se los va tragando el cielo. Ya no hay lucha de torre y nube, ni los enjambres de ventanas se comen más de la mitad de la noche. Peces voladores tejen húmedas guirnaldas, y el cielo, como la terrible mujerona azul de Picasso, corre con los brazos abiertos a lo largo del mar.[2]

Indudablemente, para el poeta-conferenciante, era más «pintoresco» alejarse de la ciudad de la misma forma en que había arribado a ella, en barco.

La travesía efectuada por el Cuba había sido tormentosa,[3] aunque no hay referencia a esta circunstancia en la conferencia aludida, donde el poeta expresa la alegría de llegar a la isla después de su experiencia neoyorquina:

Pero el barco se aleja y comienzan a llegar, palma y canela, los perfumes de la América con raíces, la América de Dios, la América española.

¿Pero qué es esto? ¿Otra vez España? ¿Otra vez la Andalucía mundial?

Es el amarillo de Cádiz con un grado más, el rosa de Sevilla tirando a carmín y el verde de Granada con una leve fosforescencia de pez.

La Habana surge entre cañaverales y ruido de maracas, cornetas chinas y marimbas. Y en el puerto, ¿quién sale a recibirme? Sale la morena Trinidad de mi niñez, aquella que se paseaba por el muelle de La Habana, por el muelle de La Habana se paseaba una mañana.

Y salen los negros con sus ritmos que yo descubro típicamente del gran pueblo andaluz, negritos sin drama que ponen los ojos en blanco y dicen: «Nosotros somos latinos…».[4]

«La morena Trinidad» de la infancia del poeta en la Vega de Granada era el personaje de una habanera. También la conocía Rafael Alberti, quien en el Puerto de Santa María soñaba de niño con la «perla antillana».[5] Francisco García Lorca evoca en su libro sobre su hermano las «melancólicas habaneras» que cantaban su tía Isabel y su prima Aurelia, y que harían mella en el alma del poeta. Una de ellas se llamaba «Tú»:

La palma

que en el bosque se mece gentil,

tu sueño arrulló,

y un beso de la brisa

al morir de la tarde

te despertó.

Dulce es la caña, pero

más lo es tu voz, que

la amargura

quita del corazón.

Y al contemplarte

suspira mi laúd,

bendiciéndote, hermosa sin par,

porque Cuba eres tú.[6]

Durante su estancia en la isla, Federico conocerá al autor de esta habanera («que me cantabais de niño»), Eduardo Sánchez de Fuentes —tío del poeta Eugenio Florit—, quien le dedicará un ejemplar de la famosa canción para Vicenta Lorca.[7] Y, aunque no queda constancia de ello, ¿cómo no tener la seguridad de que Federico recordaría en Cuba las obras de inspiración granadina de Debussy, uno de sus compositores preferidos, que en dos de ellas —La Soirée dans Grenade, La puerta del Vino— opta por un ritmo de habanera?

La prensa de la capital cubana llevaba varios días anunciando la llegada del poeta español. El Primer romancero gitano era ya, en 1930, libro conocidísimo en la isla, hasta el punto de que mucha gente creía que el poeta era calé. Y «La casada infiel», que se transmitía, como en España, de boca en boca, había ofendido, inevitablemente, y seguía ofendiendo, a ciertos sectores de la burguesía, que consideraban escabrosa la escena evocada.[8] Los escritores de vanguardia, por el contrario, que se apiñaban en torno a la Revista de Avance, fundada en 1927, no dudaban de que Lorca representaba la más fina expresión de la poesía contemporánea española, mientras los músicos, por su parte, esperaban con interés conocer a un poeta cuyas dotes como pianista y especialista en folklore se reputaban considerables.

La mañana de su llegada, el periodista Rafael Suárez Solís, que tenía una columna fija y casi cotidiana en el Diario de la Marina sobre la actualidad española —Suárez era experto en la política española contemporánea, buen crítico literario y había vivido varios años en Madrid—, subrayaba, no sin cierto matiz provocador, la calidad renovadora de la obra lorquiana:

Hace un año aproximadamente —¡un año nada más!— del descubrimiento lírico aquí de Federico García Lorca. Ahora se le va a conocer en persona. Y como conferenciante. Llega hoy. Lo trae la Institución Hispano-Cubana de Cultura. La primera disertación, el venidero domingo. Tal vez convenga recordar su fama, un poco discutida entre nosotros, como poeta lírico. Yo me atreví a escandalizar a los beocios llamándole el primer lírico de la actualidad poética española. La afirmación no tuvo en cuenta la existencia de otros líricos máximos modernos: Alberti, Bergamín, Salinas… Pero importaba tundir la dura carne de las momias, de los que tienen reseco el sentimiento, a golpes categóricos de crítica boxística, para sacar del ring, aun apelando al foul,* gentes que se suben a él con calzoncillos largos.[9]

* «Falta».

Parecía evidente, pues, que la presencia de Lorca en La Habana iba a servir de catalizador, y que los vanguardistas y los tradicionalistas se aprestaban a entablar pronto una batalla en torno al célebre granadino. «De esos remeros de la orilla derecha puede esperarse todo», comentó otro periodista por estos días.[10] Y, efectivamente, la estancia de Lorca en Cuba, de tres meses de duración, tendría el efecto previsto, levantando ampollas y ronchas entre los reaccionarios (que hasta desaprobaban que el poeta pronunciara sus conferencias vestido de suéter), y provocando la admiración y fervorosa adhesión de los sectores progresistas.

Aquella mañana del 7 de marzo de 1930 esperaban al poeta en el muelle de La Habana no sólo la morena Trinidad de la canción, sino, en carne y hueso, un nutrido grupo de intelectuales, escritores y artistas cubanos, entre ellos, en representación de la Institución HispanoCubana, Félix Vizos y el escritor Luis Rodríguez Embil, el poeta José María Chacón y Calvo, a quien Federico había conocido por primera vez en 1922 en Sevilla y con el que luego llegó a tener una estrecha amistad, el periodista Rafael Suárez Solís, ya aludido y a quien es posible que Lorca hubiera conocido en Madrid, y el joven escritor, poeta y ensayista Juan Marinello.[11]

Tres años después, Federico le contará al periodista argentino Pablo Suero su reacción al llegar a La Habana (tal vez se trataba otra vez de una «media verdad» lorquiana): «¡Qué maravilla! Cuando me encontré frente al Morro sentí una gran emoción y una alegría tan grandes que tiré los guantes y la gabardina al suelo. Es muy andaluz esto de tirar algo o romper alguna cosa, una botella, un vaso, cuando a uno le alegra algo».[12]

Lorca fue hospedado, como solía ser el caso con los invitados de la Institución Hispano-Cubana de Cultura, en el hotel La Unión, establecimiento de cierta categoría situado en la esquina de las calles de Cuba y de la Amargura, frente a la iglesia de los Franciscanos, y en medio de un laberinto de calles estrechas con enrejadas ventanas, que al poeta le recordaron en seguida a Cádiz. Poco después de su llegada, Federico les dice a sus anfitriones que La Habana le parece «un Cádiz grande, con mucho calor y gente que habla muy alto»[13] —muy alto en comparación con Nueva York, es decir, ya que los cubanos gritan menos que los españoles—, y durante las próximas semanas se confirmará en la convicción de que entre Cuba y Andalucía hay algo así como un sutil hilo de comunicación, algo que se filtra en la sangre, en el aire y hasta en los ojos.

La gran diferencia, claro, es la presencia de los negros. La belleza de los mulatos habaneros, según todos los testimonios, asombró al granadino, y el hecho de expresarse la gente de color en un español muy parecido al andaluz colmó su felicidad.

Conferencias

Casi lo primero que hace Federico en La Habana es llamar al matrimonio formado por Antonio Quevedo y María Muñoz.

Se trataba de dos españoles amantes de la música y de la literatura que habían pasado su luna de miel en Cuba en 1919 —el marqués de Comillas, dueño de la Compañía Transatlántica, era tío de María, y les había regalado el viaje—, y que, encantados con la isla, habían decidido quedarse allí a vivir. María había sido alumna de Manuel de Falla en Madrid, era excelente pianista y mujer de sólida cultura, y actuaba en la capital cubana como misionera del arte español. Antonio Quevedo, por su parte, era ingeniero de profesión y musicólogo de afición. En La Habana el matrimonio fundó el Conservatorio de Música Bach, la revista Musicalia y la Sociedad de Música Contemporánea, donde por primera vez en Cuba se interpretaron las Siete canciones españolas de Falla, así como obras de Stravinsky, Schonberg, Ernesto Halffter y otros. Los Quevedo también impulsaron en Cuba el movimiento coral. Su casa, en la calle de la Lealtad, se convirtió en uno de los focos culturales de la capital, en lugar de encuentro de cubanos y españoles, y allí serían agasajados, además de Federico, Juan Ramón Jiménez, Fernando de los Ríos (que estuvo por primera vez en la isla en 1927), el guitarrista Regino Sáinz de la Maza y el musicólogo Adolfo Salazar, que llegará a Cuba en mayo de este mismo año de 1930 para dar unas conferencias, y que compartirá con Lorca tertulias y andanzas.[14]

Unas pocas semanas antes de que Federico llegara a La Habana, los Quevedo habían recibido una simpática carta de Manuel de Falla:

Muy queridos María y Antonio: Según me informan desde la Columbia University, en New York, mi gran amigo Federico García Lorca ha sido invitado por una institución de cultura para ofrecer en La Habana una serie de conferencias. Si les digo que este poeta y músico es uno de mis mejores amigos granadinos es sólo la mitad de la verdad, pues es también, por muchos conceptos, uno de mis discípulos que más estimo en todo orden, y es también, refiriéndose a lo popular español, un excelente colaborador.

Cuando quiere Dios que se logre un artista de tal calidad, no sólo capaz de asimilar en lo técnico lo necesario para su trabajo, sino de superar lo que la técnica tiene de mero oficio (y éste es el caso de García Lorca en sus armonizaciones del folklore español), es cuando comprendemos la enorme diferencia entre lo que es producto de enseñanza y lo que surge por obra de la creación personal, ayudado por esta enseñanza.

No quiero decirles más sobre nuestro Federico, sino que lo pongo en sus manos y entre las de sus amigos y discípulos. Él es digno de cuantas atenciones se tengan con él, en lo personal y en lo artístico. Quisiera que vieran ustedes en Federico algo como una prolongación de mi persona, y que, como siempre, tengan muy presentes el afecto y la gratitud de su amigo, Manuel de Falla.[15]

El poeta no decepcionó a los que le esperaban con impaciencia. Los cubanos se impresionaron tanto por la personalidad y el talento del poeta como éste por la belleza de la isla y por la hermosura, el garbo y la vitalidad de sus habitantes. Las cinco conferencias pronunciadas en el habanero teatro Principal de la Comedia, hoy desaparecido, tuvieron un éxito tumultuoso y ascendente. Eran, el 9 de marzo, «La mecánica de la poesía» (versión de «Imaginación, inspiración, evasión en la poesía», dada primero en 1928 y hacía poco en el Vassar College de Nueva York); el 12 de marzo, «Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos. Un poeta gongorino del siglo XVII» (se trata del homenaje a Soto de Rojas, dada ya en 1926 y 1928); el 16 de marzo, «Canciones de cuna españolas» (dada primero en 1928); el 19 de marzo, «La imagen poética en don Luis de Góngora» (dictada primero en 1926 y luego, revisada, varias veces más) y, el 6 de abril, «La arquitectura del cante jondo» (versión puesta al día, con importantes añadidos, de la primera conferencia del poeta, pronunciada en Granada en 1922).[16]

El extraordinario interés suscitado por estas conferencias —la última de las cuales se pronuncia a teatro lleno en una mañana de lluvia torrencial— queda ampliamente reflejado en la prensa de La Habana. Se agotaban en seguida las localidades y hubo colas para conseguirlas; en pocas semanas Federico se convirtió en objeto de adulación nacional. Era un éxito que el poeta, posiblemente, había previsto, toda vez que en Nueva York ya había podido apreciar el impacto que ejercía su duende personal sobre una variada gama de gentes hispanoamericanas, además de sobre yanquis de ambos colores.

Pero no todas las reacciones —como había augurado Rafael Suárez Solís en su artículo ya mencionado— eran positivas. El presentador de la primera conferencia, el escritor y crítico Francisco Ichaso, había recitado ante el público unos fragmentos de la Oda al Santísimo Sacramento del Altar, empezada en España en 1928 y terminada en Nueva York. La lectura, según testimonio de Antonio Quevedo, provocó «muchas discusiones, pues parte del público, apegado en lo poético a la tradición finisecular española, estimó que esta Oda era —como las teorías heliocéntricas de Galileo— “no sólo herética en la fe, sino falsa en la filosofía”».[17]

Los tres meses pasados por Lorca en Cuba fueron entre los más felices de su vida. Ello se refleja en la única carta a su familia que parece haber sido conservada, escrita el 4 de abril de 1930 en vísperas de su última conferencia en La Habana.

Queridísimos padres:

Mis conferencias se están desarrollando con un éxito muy grande para mí. Mañana doy la del cante jondo con ilustraciones de discos de gramófono. La de las canciones de cuna resultó un éxito enorme. Yo toqué el piano, y cantó las canciones de modo admirable la joven actriz española María Tubau, sobrina de la antigua del mismo nombre. Para la del cante jondo hay mucha expectación. Mucha gente se ha hecho socia, y los que no, me han pedido invitaciones que me es imposible atender. He dado invitaciones a dos muchachos marineros nacidos en Sevilla que vinieron al hotel, y a una vendedora de lotería de Córdoba, vieja y antigua cantante de café. Yo he escrito una nueva conferencia sobre este tema que creo es muy sugestiva y muy polémica.

Ya he estado en dos pueblos de la isla, Sagua y Caibarién, donde asistí a una cacería de cocodrilos. Os estoy viendo con los ojos abiertos de par en par. Pero es así. Y pasé uno de los ratos mejores de mi vida… y un miedo bastante confortable, porque de todos modos la cosa tiene peligro. Vi cocodrilos de cuatro y seis metros de largo en cantidades fabulosas. ¡La ciénaga de Zapata es un sitio cubierto por esta clase de animalitos! Hay fábricas de pieles y una industria del cocodrilo. Fue una excursión divertida y emocionante… emocionante porque si la barca se vira no lo contamos más. De todas maneras, yo estuve muy bien y mis acompañantes elogiaron lo que ellos llamaban mi sangre fría.

Yo, siguiendo mi costumbre, no intervine en la cacería, sino que estuve de espectador. Y hubo un momento precioso cuando vi a cuarenta o cincuenta monstruos echarse asustados al agua. Una bonita experiencia.

Ya os mandaré los periódicos, pero sólo en recortar las cosas que se han escrito y se están escribiendo tardaría tres o cuatro horas. Algunas cosas muy bien y todas demasiado cariñosas. La prueba del éxito que he tenido es que voy a dar más conferencias de lo que pensé.

Anteayer me ofrecieron un té las damas distinguidas de La Habana en un Liceum Club. Allí vi las mujeres más hermosas del mundo. Esta isla tiene más bellezas femeninas de tipo original, debido a las gotas de sangre negra que llevan todos los cubanos. Y cuanto más negro, mejor. La mulata es la mujer superior aquí en belleza y en distinción y en delicadeza. Esta isla es un paraíso. Cuba. Si yo me pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba. El otro día, entré en un gran patio colonial barroco, lleno de azulejos y fuentes, y me puse a conversar con unos niños negros muy pobres, a los que di monedas. Cuando me iba a retirar, la madre de estos niños, una negraza inmensa y bondadosa, me ofreció una taza de café que hube de aceptar y que bebí, rodeado por toda la negrería. Ya supondréis lo agasajado que estoy siendo, pero yo dejo muchas veces a todos y me voy solo por La Habana hablando con la gente y viendo la vida de la ciudad. Chacón se porta estupendamente conmigo. Él y dos amigos más me han acompañado a Sagua, y en Caibarién fue Chacón quien me presentó al público. No olvidéis vosotros que en América ser poeta es algo más que ser príncipe en Europa…[18]

El diplomático y poeta José María Chacón y Calvo, conde de Casa Bayona —oriundo de Santa María del Rosario, en la provincia de La Habana, y cinco años mayor que Lorca—, fue no sólo uno de los anfitriones más generosos de éste en la capital sino, debido en gran parte a su amistad con Federico en España, el cubano que mejor conocía la obra y el temple de espíritu del autor del Romancero gitano. Su breve y acertada presentación en Caibarién el 30 de marzo, ante los socios del Instituto Hispano-Cubano de aquella ciudad, fue reproducida en el número de la Revista de Avance correspondiente al 15 de abril siguiente, a modo de introducción a una antología lorquiana que integraban «Degollación del Bautista» (que desorientó a más de un crítico «tradicional»), «Danza de la muerte» (fechado en diciembre de 1929) y el soneto que empieza «Yo sé que mi perfil será tranquilo».

En sus palabras de presentación, Chacón recordó su primer encuentro con Lorca durante la Semana Santa de Sevilla de 1922, e insistió sobre el hecho de haber sido conocidos oralmente muchos poemas de su amigo antes de ser publicados. Pues si Lorca era «como cifra y símbolo de la nueva poesía española», era también, en su esencia, un poeta tradicional, un poeta cuya novedad «se afirma, se la siente vivir, en una tradición»:

Pasó un año, pasaron varios años. El nombre de García Lorca comenzó a conocerse en los lugares más apartados de España. Traspasó las fronteras. Cruzó los mares. Se fue conociendo en veinte pueblos de nuestra América. Llegó a países de lenguas extrañas. Un noruego ensayaba a traducirle; el inglés Trend le consagraba un largo capítulo de uno de los mejores libros que debemos al hispanismo actual.* Sin embargo, en todo este tiempo Lorca no había publicado nada, casi nada. Era un poeta que vivía en la tradición oral. Se le conocía por tradición. Se le conocía de esta suerte, como si su poesía fuese la de un juglar. Federico García Lorca revivía, con el más claro ejemplo, la juglaría española. Era un juglar de la más fuerte y alta edad media.[19]

* Chacón se refiere, parece, al libro de J. B. Trend titulado Alfonso the Sage and Other Essays, Londres, 1926.

Francisco Campos Aravaca, contertulio del Rinconcillo de Granada, era a la sazón cónsul de España en Cienfuegos. En septiembre de 1929, cuando supo que el poeta iba a visitar Cuba después de su estancia en Estados Unidos, le había escrito para invitarle a dar una conferencia en el ateneo de aquella ciudad, donde, según le aseguraba, era «tan conocido como en la Puerta Real» (de Granada) y donde organizarían algo que fuera «famoso».[20] De hecho, Federico dio dos conferencias en Cienfuegos, ambas con extraordinario éxito: el 7 de abril, en el Instituto Hispano-Cubano, «La imagen poética en don Luis de Góngora», y el 5 de junio, en el ateneo, «La mecánica de la poesía nueva». Incluso será nombrado «huésped de honor» de la ciudad y verá publicados en la prensa local numerosos poemas suyos.[21]

Lorca fue presentado en ambas ocasiones por su paisano. Informado de todo ello El Defensor de Granada, que ha seguido «con vivo interés» sus éxitos en América, el diario reproducirá el 8 de mayo parte de una entusiasta crónica aparecida en La Correspondencia de Cienfuegos donde, después de elogiar al poeta, se comenta el discurso de presentación de Campos, «magistral evocación de la inmortal Granada». Fue la única ocasión en que, durante la ausencia de Lorca, El Defensor informaría a sus lectores acerca de sus andanzas por el Nuevo Mundo. El reportaje debió alegrar intensamente a los muchos amigos del poeta en la ciudad, a ninguno de los cuales parece que les escribió durante este año.[22]

El incompleto testimonio de Antonio Quevedo.

Lorca en Santiago de Cuba

En 1961 se editó el testimonio de Antonio Quevedo sobre la estancia de Lorca en Cuba, punto de partida de casi todo lo que se ha escrito después. La imagen de Lorca ofrecida en dicho trabajo viene a ser la rechazada por Aleixandre, a saber, la de «un ave llena de colorido» que transita sin problemas y sin angustias por la vida, derramando alegría a su paso. Tertulias literarias, especialmente las celebradas en torno a las revistas Carteles, Social y Revista de Avance; visitas con José María Chacón y Calvo al Yacht Club de La Habana, con Quevedo a la Playa Azul de Varadero (que el poeta quería comparar con la de El Varadero, en la costa de Granada, cerca de Motril) y al Valle del Yumuri, en Matanzas, o con amigos tabaqueros al fabuloso Valle de Viñales, en Pinar del Río, que a Federico la parecía «una especie de drama telúrico»; efímero encuentro con Sergio Prokofiev, que da dos conciertos en medio de la incomprensión de los habaneros («García Lorca nos cautivó —recordará Lina Llubera, esposa del compositor, en 1983—, por su vivacidad incontenible, por su apasionante naturaleza. Amaba la música y conocía muy bien Visiones fugitivas de mi marido»);[23] masiva consumición de champolas de guanabana y otros exóticos helados cubanos; autógrafos y dibujos en álbumes de señoritas; lectura de poemas en la Universidad de La Habana, que provoca el asombro de los estudiantes, entre ellos José Lezama Lima; sesiones folklóricas alrededor del piano de la vieja casona donde vive el matrimonio Quevedo; cenas amistosas; nocturna exploración con sus amigos de las calles habaneras… todo ello resulta algo insulso.[24] Nada se nos dice sobre las aventuras amorosas del poeta en La Habana, todavía hoy muy comentadas en Cuba, aunque sí hay alusiones a sus breves «desapariciones», cuando nadie sabe dónde está. Nada, o muy poco, del hombre profundo que escribe en la isla una obra tan personal y reveladora como El público

Hay un episodio que refleja hasta qué punto la celebridad adquirida por Federico durante su primer mes en La Habana pudo estorbar su vida privada, y que nos remite a algo que le había escrito a Jorge Zalamea en 1928, después de la publicación del Primer romancero gitano: «Quiero y retequiero mi intimidad. Si le temo a la fama estúpida es por esto precisamente. El hombre famoso tiene la amargura de llevar el pecho frío y traspasado por linternas sordas que dirigen sobre él los otros».[25] Un año después, cuando se estrenó Mariana Pineda en Granada, el poeta había comentado: «Me ha producido verdadera tristeza ver mi nombre por las esquinas. Parece como si me arrancaran mi vida de niño».[26] Otras declaraciones posteriores abundan en el mismo sentido. Federico busca la fama, quiere la fama, pero se encuentra con que, una vez adquirida, tiene la desventaja de que su vida privada queda abierta a los ojos de los demás, expuesta a esas «linternas sordas» que se dirigen hacia él. Lo cual, en su caso de hombre con vida secreta, no puede sino producir un conflicto agudo. Y esto es lo que pasa en Cuba.

El episodio es el siguiente. Lorca había prometido ir a Santiago de Cuba a principios de abril, después de cumplir con sus obligaciones en La Habana, para dictar allí su conferencia «Mecánica de la nueva poesía». Pero por una complicación de fechas aplaza el compromiso, anunciado en la prensa santiaguesa para el 5 de mes (día antes de que pronunciara en La Habana «Arquitectura del cante jondo»), y tuvo lugar la visita a finales de abril.[27]

Antonio Quevedo, en el trabajo mencionado, ignora que Lorca hubiera ido finalmente a Santiago de Cuba, y, en una entrevista concedida en 1974, grabada en magnetófono, declaró:

Para ir a Santiago de Cuba se necesitaba un día para ir en tren expreso… otro día para volver. Y por lo menos dos días para estar allá, no, cuatro días. Y si él hubiera faltado aquí cuatro días para almorzar, lo hubiéramos extrañado muchísimo. Hubiéramos creído que le habían secuestrado o que ocurría un accidente, incluso hubiéramos ido a la Policía a declararlo… A veces faltaba dos días. Tres días no me acuerdo que hubiera faltado para almorzar. Pero cuatro días nunca faltaba aquí… Y es incomprensible, además, que él hubiera ido a Santiago y no me lo hubiera dicho a mí, que era su amigo íntimo.[28]

El tono de estas declaraciones sugiere que el matrimonio Quevedo ejercía, o quería ejercer, sobre Federico una especie de monopolio, y viene a confirmar el rumor, aún vigente en La Habana, de que el poeta llegó a sentirse asfixiado en la capital, y sin poder moverse libremente.

Además, es interesante constatar que María Muñoz de Quevedo, en una carta a la madre del poeta fechada 6 de mayo de 1930, dice que Federico «ha compartido nuestra mesa varias veces y juntos hemos asistido a conciertos, conferencias, etc., en una franca camaradería».[29] Es decir, este documento estrictamente contemporáneo no da a entender que el poeta compartiera aquella mesa cada día. La asiduidad posteriormente alegada, además, en absoluto cuadra con lo que sabemos por otras fuentes acerca de la vida de Lorca en Cuba.

Entre los personajes a quienes veía en La Habana, pero cuyo nombre no figura en el relato de Antonio Quevedo (ni en ningún otro), estaba Lydia Cabrera, a quien el poeta había conocido en Madrid en casa de su amigo José María Chacón y Calvo. Lydia no era todavía la famosa autoridad en folklore afrocubano que llegaría a ser unos años después, pero ya se sentía fascinada por la magia y las costumbres de los negros antillanos. Un día consiguió llevar a Lorca a ver una procesión de ñáñigos, secta secreta negra cuya pericia en las artes mágicas hace que todavía hoy sean muy temidos, tal vez injustamente. «Era muy cobarde Federico —ha recordado Lydia—. Cuando se nos acercó el diablillo todo de negro con un ojo blanco, se me abrazó al cuello. “¡Qué horror!”, decía. “¡Qué horror!”».[30]

¿Corresponde este recuerdo a la estricta realidad? ¿Cómo pudo Lydia Cabrera arreglárselas para poder asistir a un plante ñáñigo, en los cuales sólo participan los hombres? No lo sabemos, aunque es de interés constatar que en 1933 Lorca le contaría un episodio parecido al escritor mexicano Salvador Novo, recordando cómo fue ganando la confianza de un negro viejo hasta convencerle para que le llevara a una ceremonia ñañiga. El poeta hace desfilar la escena ante los ojos de Novo antes de revelar una sorpresa: ¡Llevaba la danza ritual nada menos que un muchacho gallego, asimilado a aquel ritual negro![31]

Es muy probable que además de informarse acerca de los ñáñigos con Lydia Cabrera, Federico pidiera información sobre ellos al cuñado de ésta, el sabio antropólogo Fernando Ortiz (1881-1969), presidente del Instituto Hispano-Cubano, especialista de renombre internacional en temas folklóricos cubanos y director de las revistas Archivos del Folklore Cubano y Revista Bimestre Cubana (ésta, en su número correspondiente a marzo-abril de 1930, que coincide con la estancia del poeta en la isla, publica fotografías de fetiches y «diablitos» ñáñigos). Tal vez el propio Fernando Ortiz, con quien Lorca llegaría a tener una buena amistad, llevó al granadino a ver una de dichas ceremonias. Extraordinariamente supersticioso, con un sexto sentido para todo lo relacionado con la magia y la muerte, los ritos secretos afrocubanos —sin duda más extendidos que los afronorteamericanos de Harlem, de los cuales hubiera podido tal vez informarse durante su estancia en la Universidad de Columbia—, no podían por menos de fascinar al poeta. Y en Cuba no había mejor entendido en esta materia que Fernando Ortiz.

A Lorca le había hablado Lydia en Madrid de su criada en La Habana, Carmela Bejarano, «negrita» muy graciosa que escribía poesía. Cuando se publicó el Primer romancero gitano en el verano de 1928, «La casada infiel» —que tanto había gustado a Lydia y que ahora tanto escandalizaba a los buenos burgueses habaneros— iba dedicada «A Lydia Cabrera y su negrita». En La Habana el poeta conoce en casa de su amiga a Carmela Bejarano, tal vez la única persona a quien jamás dedicará en letras de molde un poema sin conocerla previamente.[32]

De Lydia Cabrera no hay ni una mención en el folleto de Antonio Quevedo, aquel amigo de Lorca en La Habana que ni se enteró —o no se dio por enterado— de que el poeta hubiera visitado Santiago.

El alma musical de Lorca se extasía al contacto de los ritmos afrocubanos, en algunos de los cuales cree reconocer un origen andaluz. En los momentos en que el poeta llega a La Habana está en su auge el delirio del «son», baile parecido a la rumba, muy sensual, mezcla de elementos africanos y españoles, cuya música hipnotiza al granadino. Fascina también al joven poeta Nicolás Guillén, a quien pronto conoce Lorca, que publica en abril sus Motivos de son.[33] Federico, como ha testimoniado Adolfo Salazar, se hizo amigo de los mejores soneros, terminando habitualmente sus excursiones nocturnas por La Habana en las «fritas» de Marianao: «Primero, escuchaba muy seriamente. Luego, con mucha timidez, rogaba a los soneros que tocasen este o aquel son. En seguida probaba las claves, y como había cogido el ritmo y no lo hacía mal, los morenos reían complacidos haciéndole grandes cumplimientos. Esto le encantaba: un momento después, Federico acompañaba a plena voz y quería ser él quien cantase la copla».[34]

De repente, contagiado del frenesí sonero que entonces sacudía Cuba, y después de una visita a Matanzas, Lorca compuso su luego famoso «Son». Fechado «Habana, abril, 1930» y dedicado a Fernando Ortiz, se publicó en Musicalia, la revista que dirigía María Muñoz de Quevedo, en el número correspondiente a abril-mayo del mismo año:

Cuando llegue la luna llena

iré a Santiago de Cuba,

iré a Santiago,

en un coche de agua negra.

Iré a Santiago.

Cantarán los techos de palmera.

Iré a Santiago.

Cuando la palma quiere ser cigüeña.

Iré a Santiago.

Y cuando quiere ser medusa el plátano.

Iré a Santiago,

con la rubia cabeza de Fonseca.

Iré a Santiago.

Y con el rosa de Romeo y Julieta.

Iré a Santiago.

Mar de papel y plata de monedas.

Iré a Santiago.

¡Oh Cuba, oh ritmo de semillas secas!

Iré a Santiago.

¡Oh cintura caliente y gota de madera!

Iré a Santiago.

¡Arpa de troncos vivos, caimán, flor de tabaco!

Iré a Santiago.

Siempre dije que yo iría a Santiago,

en un coche de agua negra.

Iré a Santiago.

Brisa y alcohol en las ruedas.

Iré a Santiago.

Mi coral en la tiniebla.

Iré a Santiago.

El mar ahogado en la arena.

Iré a Santiago.

Calor blanco, fruta muerta.

Iré a Santiago.

¡Oh bovino frescor de cañavera!

¡Oh Cuba! ¡Oh curva de suspiro y barro!

Iré a Santiago.[35]

Parece probable que Lorca compusiera este poema a modo de regalo a los santiagueses, tal vez para disculparse por no haber acudido a la cita original con ellos. Sea como fuere, el hecho es que, llegado a la «ciudad heroica», recitó allí su son recién compuesto.[36]

Juan Marinello recordaba cómo un día Federico sacó de un bolsillo el borrador del poema, explicando que en él trataba de compaginar su concepto infantil de Cuba con las impresiones ahora recibidas:

Al darme la clave de su estampa isleña me decía el poeta cómo la primera noticia de la existencia de Cuba le llegó en los estuches de tabaco que de La Habana enviaban a su padre, hasta su infantil Fuentevaqueros. Las láminas de la tapa interior —carreras de palmas, cielo de turquesa, oscuras hojas de tabaco, la estatua de la Libertad, la farola del Morro, Romeo bajando de la inevitable escala, profusión de medallas doradas… y en el centro, dominándolo todo, la erguida cabeza del señor Fonseca, rubia la melena alterada, rubias las cuantiosas barbas. De ahí el recuerdo de su primera Cuba, lejana y policromada, en que todo cobra preciosismo consabido:

Mar de papel y plata de monedas…

Agradó a Federico saber que el señor Fonseca, a quien había yo tratado mucho (ya con la rubia cabeza vuelta de plata), había sido hombre de muy buena sensibilidad y amigo y protector de artistas.

Otra imagen del Son —bellísima—, se capta mejor cuando se recuerda su explicación. Es aquella en que el poeta llama a Cuba «arpa de troncos vivos». Federico me decía que, al atravesar el suave arco sellado de palmeras que es nuestra isla, le quedaba la visión de un arpa gigantesca formada por millones de troncos sonoros, esperando que una mano descomunal, la mano de un dios músico, le arrancase una sinfonía queda y caliente…[37]

Guillermo Cabrera Infante ha querido mostrar «cómo Lorca hacía un poema de lo obvio para cubanos que se volvía poesía para todos», explicando que los «techos de palmera» del Son corresponden a los techados de los bohíos, «vivienda tradicional campesina hecha toda con hojas, troncos y fibras de la palma real», que «las semillas secas» son las maracas de las orquestas de son, y la «gota de madera», el instrumento musical habanero que se denomina claves.[38] En cuanto al «coche de agua negra» en que el poeta dice que irá a Santiago de Cuba, se ha sugerido que se trata de un vapor a ruedas que, en la imaginación de Lorca, hará la travesía por mar —el agua negra podría ser alusión al cercano mar de los Sargazos— desde un punto inconcreto, hacia esa ciudad soñada que se halla a mil kilómetros de La Habana y cuyo nombre evoca las lluviosas calles musgosas del otro Santiago, el gallego.[39] Otros han visto en el verso una alusión metafórica al tren Central Habana-Santiago, con su denso humo negro (en Cuba entonces la gente hablaba todavía de «embarcarse» en el tren, recuerdo de los días en que aún no había ferrocarril y se viajaba entre las ciudades de la isla por vía marítima).[40]

En Santiago el poeta fue recibido en la estación por Max Henríquez Ureña, presidente de la Institución Hispano-Cubana de Santiago, y hospedado en el hotel Venus, paradero, según Jesús Sabourín, «de artistas, escritores y cuanta gente distinguida visitaba por esa época la ciudad».[41]

De la estancia de Lorca en Santiago ha quedado una anécdota que revela hasta qué punto estaba en lo cierto Raúl Roa —que conoce a Lorca en La Habana, presentado por el poeta colombiano Porfirio Barba Jacob— al decir que Federico, cuando le daba la gana, «tenía una lengua afilada como un puñal toledano».[42] Y es que, después de la conferencia, mientras departe con varias personas, un individuo se adelanta y se presenta con las palabras: «Fulano de tal, poeta». Federico, sin dudar un instante, le contesta: «Local, ¿no es cierto?».[43]

Jesús Sabourín ha escrito que en Santiago —quizá el punto más caribeño de la isla y donde se nota con más evidencia la influencia africana— Lorca «encontró al negro y su riquísimo folklore en una ciudad con la belleza y la melancolía de su Granada».[44]

Otro amigo cubano de Lorca —sobre el cual tampoco nos aporta ninguna información Antonio Quevedo— es el joven crítico Rafael Suárez Solís, de origen santiaguero, redactor, como ya se ha indicado, del Diario de la Marina. En un ejemplar del Primer romancero gitano dedicado a Suárez, el poeta estampó una serie de preciosas ilustraciones de los poemas —el ejemplar se conserva hoy en el Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba—, con una generosidad tan insólita que hace pensar que aquella amistad apenas documentada llegó a ser muy estrecha.[45]

Muchas anécdotas se han contado en La Habana acerca de las peripecias lorquianas del 17 de abril de 1930, Jueves Santo. Federico sentía una especial predilección por el Jueves Santo granadino, y siempre que estaba en la ciudad se estacionaba en la plaza de las Pasiegas para no perderse el momento en que sale el Santísimo por la puerta principal de la catedral. En La Habana, pensando en Granada, el poeta quiso visitar los templos de la capital cubana en ese día tan señalado. Según cuenta Antonio Quevedo, en el convento de las Teresianas, situado en la calle del Teniente Rey y Compostela, se incendió, minutos antes de llegar el poeta y sus amigos, un lienzo morado que cubría la imagen de santa Teresa:

Estaba el pequeño templo casi lleno de fieles; por tanto, era imposible que una mano monjil saliera de la clausura para reparar el accidente. Apareció el sacristán para remediar el estrago del fugaz incendio, que un cirio había provocado, pero se daba tan poca maña para subir al altar, colgar otro lienzo morado y hacer las cosas con la necesaria premura, que Federico creyó oportuno ayudarle. Él fue, en realidad, quien lo hizo, pues en su infancia había sido acólito en Fuentevaqueros y sabía mucho de estas cosas.* Con su madre y sus hermanas había ayudado a vestir altares, cuidar las imágenes y poner flores en los vasos, preparando novenas, rosarios y trisagios. En efecto, como si estuviese en la parroquia de su pueblo, se descalzó sin ser notado, subió de un brinco al altar sin tocar un solo candelabro —cosa que sólo un gato hubiera hecho— y, levantando el lienzo morado hasta lo alto de la hornacina, cubrió rápidamente a santa Teresa. Con la misma ligereza bajó y se calzó de nuevo. Después, haciendo una graciosa genuflexión y signándose con la diestra, se incorporó al grupo de amigos que le esperaba un poco asustado.

Los fieles que presenciaron esta escena no lo estaban menos. Algunos creyeron que se trataba de un chiflado. Adolfo Salazar oyó decir entre el público lo siguiente: «Éste debe de ser un curita de paisano, o un beato loco».[46]

* Es cierto que Lorca sabía mucho de «estas cosas», aunque nunca hemos oído que fuera acólito en Fuente Vaqueros.

Por lo que respecta al comentario que oiría Adolfo Salazar, Quevedo se equivoca, pues el músico aún no había llegado a Cuba. Así de traicioneros pueden ser los recuerdos.

Lo que con toda probabilidad no apreciaban los amigos de Lorca en Cuba es que por santa Teresa sentía Federico una especial devoción, por lo que verla desnuda ante la mirada de las gentes le llenaría de zozobra. Unos trece años antes, en el dorso de una mística, había estampado una plegaria que demostraba la fuerza de sus sentimientos respecto a la santa:

ORACIÓN A TERESA

Teresa dulce. Teresa fuerte. Teresa desconocida.

Piensa en mis torturas de alma.

Teresa divina. Teresa suprema. Teresa angelical.

Piensa en mis torturas de alma.[47]

Los Loynaz

Parte de la leyenda de Lorca en Cuba —y en muchos aspectos aquella estancia se ha convertido en leyenda— está vinculada a la relación del granadino con una excéntrica, aristocrática y rica familia de cuatro hermanos poetas y artistas: Flor, Enrique, Carlos Manuel y Dulce María Loynaz, hijos de un general del Ejército Libertador, Enrique Loynaz del Castillo (descendiente del primer poeta cubano de mérito, Silvestre de Balboa, autor de Espejo de paciencia), y de una madre con sangre canaria en las venas. Ellos vivían, cada uno en su propio pabellón, en una espaciosa finca del elegante barrio del Vedado, exactamente en la calle de la Calzada, entre 14 y 16, con salida también por la calle de la Línea. A los Loynaz tampoco alude Antonio Quevedo ni una sola vez en su relato de los días cubanos de Federico, aunque la amistad de Lorca con aquellos hermanos, además de ser entrañable, era bien conocida en La Habana. «Es que los Quevedo eran de izquierdas y nosotros de derechas», ha recordado Dulce María como posible explicación de tan notable omisión.[48]

Antes de llegar Federico a Cuba, Enrique Loynaz —abogado de profesión— había mantenido con él una correspondencia epistolar, y es muy probable que Lorca conociera algún poema suyo, bien mandado desde Cuba o publicado en alguna revista española.[49] Era normal, pues, que un día el granadino recalara en casa de los Loynaz y quisiera conocer a Enrique personalmente. No podía sospechar, sin embargo, que éste y sus hermanos iban a resultar gentes tan absolutamente fuera de lo corriente. La amistad con ellos prende aquel mismo día, después de confundir Enrique a Lorca con un cliente suyo. Durante dos meses el poeta visitará asiduamente «la casa encantada», como él la llamaba, casa señorial, rarísima, con elegantes balcones, atestada de esculturas, muebles franceses del siglo XVIII, porcelana china y de Sèvres, cuadros y otras antigüedades, y desde la cual se veía y oía el mar, que entonces llegaba cerca de la finca. También le llenaba de entusiasmo a Federico el jardín, algo abandonado y enmarañado, con sus plantas tropicales, y por el cual andaban unos increíbles pavos reales blancos, tal vez únicos en Cuba, y una pareja de flamencos. «Excepto dormir —recordaba Dulce María en 1950—, allí comió,* allí rió, allí lloró, allí hizo versos. Ese jardín en sombra que aún rodea los muros de la vieja casona lo vio de mañana a tarde y de tarde a noche crecer como una sombra entre su sombra».[50]

* Es decir, cenó, ya que este uso es general en Cuba.

Federico contaba a otros amigos cubanos, entre carcajadas, las estupendas horas que pasaba en casa de los Loynaz. «Había encontrado allí —escribe Juan Marinello— una oportunidad excelente para la contemplación y el cultivo de uno de sus modos complementarios, el disparate grácil, el elegante esperpento».[51]

Lorca se hizo especialmente amigo de Flor Loynaz —vegetariana, valiente luchadora contra la dictadura de Machado y luego incansable viajera por el mundo entero— y de Carlos Manuel. Con Dulce María —a quien Juan Ramón Jiménez, que visita la casa en 1937, llamará «jentil marfilería cortada en lijera forma femenina entre gótica y sobrerrealista, con lentes de oro de cadenilla a la oreja, ojitos de mariposa detrás y, en la sonrisa, un diente gris como una perla»[52]— se llevó mucho menos bien, tal vez porque ella tenía una personalidad más reconcentrada e introvertida que sus hermanos, personalidad nada bohemia, o porque a Lorca no le gustaban tanto sus versos como los de los otros. Por otra parte, Dulce María había compuesto una hábil y divertida parodia de un romance «gitano» de Federico que sus hermanos se encargaron de leerle al poeta. «¡Es lo mejor que has escrito!», le diría Federico a la futura presidenta de la Academia Cubana de la Lengua. Se reía el poeta, sí, pero probablemente le hizo poca gracia el asunto.[53]

Es con Flor y Carlos Manuel con quienes realmente intima Federico, y con los que recorre noche tras noche antros y tascas de La Habana Vieja y sus alrededores. «A veces decidíamos llevarlo a lugares más distantes, como a Guanabacoa, Guanajay o Santa María del Rosario —decía Flor en 1980—, pero fuera cual fuera el lugar escogido, nunca lo regresábamos a su hotel hasta el amanecer».[54]

En «la casa encantada» Federico se sentía tan a gusto como si estuviera en la Huerta de San Vicente, escribiendo, tocando el piano, bebiendo whisky con soda (y acompañándolo, cuando había, con mortadela), leyendo, recitando, incluso quedándose solo, perfectamente contento, cuando los demás tenían que salir. Flor —a cuyo recuerdo se deben estos pormenores— se acordaba de que allí Lorca corregía páginas de El público, y que cuando el poeta les leyó la obra, ésta no les gustó nada. Federico no lo tomó a mal, y expresó su cariño por Carlos Manuel regalándole, casi con toda seguridad antes de salir de Cuba, un borrador, probablemente no completo, de la revolucionaria pieza.*[55]

* Lo más seguro parece ser que Carlos Manuel Loynaz, que se volvió loco hacia finales de la década de los años treinta, destruyera aquel manuscrito de El público cuando, poseído de una obsesión por quemar libros, papeles y partituras —fue músico y compositor de talento—, hizo desaparecer manuscritos suyos y de otras personas. Parece ser que él mismo estuvo a punto de morir varias veces abrasado por el fuego destructor.[56]

Dulce María Loynaz ha recordado que además de leerles El público, Lorca también les hizo conocer algunos pasajes de Yerma, obra que tardaría varios años en terminar pero cuyo argumento parecía tener ya «en mente».[57] Seis años después el poeta confiaría el manuscrito a Adolfo Salazar para que éste se lo llevara a Flor —a quien tanto habían gustado aquellas escenas— como regalo.[58] Como se verá después, Yerma tenía un antecedente inmediato en un proyecto de ballet, La romería de los cornudos, inspirado por la romería de Moclín en Granada y de la cual Lorca había hablado al músico Gustavo Pittaluga y a Cipriano Rivas Cherif.

Si la memoria de Flor le era fiel, el poeta también tendría ya compuesta por entonces parte de Doña Rosita la soltera, y se acompañó en más de una ocasión al piano en las canciones del primer acto.[59]

Juan Ramón Jiménez se enteraría, en su visita a aquella mansión poblada de seres fantasiosos y bohemios —donde se conservaba como una reliquia el vaso en que Lorca bebiera limonada—, que el granadino había trabajado allí en El público. Y llegaría a la conclusión de que, en cierto modo, el poeta se había inspirado en los Loynaz y su entorno para dicha obra («¡Ah sí, ahora supe de golpe de dónde salió todo el delirio último de la escritura de Lorca!»).[60] Ello, sin embargo, es poco probable, y las escasas alusiones cubanas en El público no parecen tener conexión alguna con las experiencias de Lorca en la «casa encantada» de los Loynaz.

Éstos se enfadaron cuando supieron que se había ido a Santiago sin decirles nada, «veladamente, a escondidas», según ha recordado Dulce María. Al no aparecer Lorca aquel día en la casa del Vedado después del almuerzo, como solía hacerlo, los hermanos, inquietos, se personaron en su hotel, temiendo que hubiera caído enfermo. Allí se enteraron de que se acababa de marchar en tren a Santiago. Su comportamiento les parecía rarísimo, encocorándose especialmente Carlos Manuel, que declaraba que con mucho gusto le habría llevado a Santiago en su propio coche, evitándole aquel incómodo viaje en un «tren lechero». Federico trajo para Flor una medallita del santuario de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre —patrona de Cuba a quien, años después, regalaría Hemingway su insignia del Premio Nobel—, entregándosela con estas palabras: «De una virgen cubana para otra virgen cubana». Aguantó la arremetida de los hermanos sin contestar nada y sin ofrecer disculpas. ¿Estuvo acompañado en su viaje a Santiago por algún amigo? Si fue así, los Loynaz nunca se enteraron de ello.[61]

Dulce María ha recordado que Lorca les hablaba constantemente de los negros y de que le fascinaban las crónicas sociales de bailes, bodas y otras fiestas negras que se publicaban en el Diario de la Marina, y que venían a ser copia de la sección de sociedad dedicada a los blancos. Tanto deleite le provocaban estas crónicas que quería que los Loynaz se comprometiesen a enviarle recortes a España para que pudiera seguir disfrutando tan graciosos reportajes. Uno de los cronistas negros que más le habían encantado era Manuel Coffigny, famoso por su estilo rimbombante e irónico.[62]

Pero si los Loynaz cumplieron con la petición de Lorca, cosa que no se sabe, éste nunca les escribiría desde España. Así era Federico: hoy aquí, entregado en cuerpo y alma a los alicientes del momento, y mañana como desaparecido de la faz de la Tierra. De amigos mutuos tendrían los Loynaz de vez en cuando noticias suyas, hablando de sus éxitos y nuevas empresas. Más tarde, al llegar el rumor del asesinato del poeta, muy difundido en la prensa habanera, los hermanos se negarán durante muchos meses a creerlo hasta que, finalmente, se imponga la triste evidencia.[63]

Podemos estar seguros de que Lorca nunca olvidó a los hermanos Loynaz ni a aquella «casa encantada» del elegante barrio del Vedado, donde tan maravillosas horas había pasado. Casa que hoy, a pesar de haberse convertido en poco más que una ruina, aún conserva su señorío y un innegable hálito de pasada grandeza.

Luis Cardoza y Aragón. El teatro Alhambra

Lorca coincide en Cuba con el poeta guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, joven —tiene veintiséis años— de finísima sensibilidad y agudo sentido del humor, que en estos momentos es cónsul de su país en La Habana. Los dos intiman en seguida —el encuentro tiene lugar en la oficina de la Revista de Avance— y comparten numerosas aventuras, algunas de las cuales narrará el guatemalteco en sus memorias El río. Novelas de caballería, publicadas en 1986.

Particular interés tiene la evocación hecha por Cardoza y Aragón del famoso teatro Alhambra, hoy desaparecido, que él frecuentaba, «prevenido» por Alejo Carpentier —a quien había conocido en París—, y del cual Lorca también era asiduo, como sabemos asimismo por Adolfo Salazar.[64] El Alhambra se especializaba en la sátira descarnada de la situación política y social de la corrompida Cuba del dictador Gerardo Machado, variaba constantemente los espectáculos y hacía alarde del contenido picante de éstos. Era teatro para hombres sólo, y allí, por supuesto, no ponían jamás los pies las personas «respetables». Probablemente el divertido coliseo le recordaría a Lorca el teatro Cervantes de Granada, que en los tiempos de su adolescencia solía ofrecer por la noche, después de la última representación «para familias», espectáculos parecidos. Al Alhambra acudía un público de incondicionales y había un constante intercambio entre éstos y los actores. «Teatro total —recuerda Cardoza y Aragón—: el público delirante actuaba con los actores delirantes vueltos público delirante».[65]

Los espectáculos derivaban en parte de la tradición de la commedia dell’arte italiana. Había personajes fijos —el Gallego, el Negrito, la Mulata, el Guajiro, el Policía, el Maricón— y mucha improvisación. Era un teatro «vivo, esperpento de la sensualidad habanera saturada de alegría y de humor, de indignación popular».[66] Es muy probable que a Lorca, además de divertirle, esos espectáculos le avivaran también la indignación, en él siempre aguda, ante la injusticia social. Las alusiones a la miseria de Cuba en absoluto le podían dejar indiferente. Miseria visible por doquier en La Habana de entonces, pues el hambre arrastraba hacia la ciudad a millares de campesinos sin trabajo. En La Habana de 1930, mientras pululaba la prostitución de todo orden, proliferaban los casinos para turistas ricos… La Campana, Sans Souci, Montmartre y tantos otros. Todo ello entristecería al poeta.

Un día Cardoza y Aragón le lleva a ver un conocido y opulentísimo burdel de La Habana donde se extraña ante el hecho de que sólo se ofrecen mujeres. «¿Por qué no hay muchachos?», le pregunta al amigo, ante el panorama de tanta joven desnuda o semidesnuda. Cardoza sigue narrando:

No lejos de nosotros, en semicírculo, bailarinas en reposo, sentadas en sillas de mimbre, una niña desnuda, mientras conversa enfrente, abstraída se entreabre el sexo con el índice. En el túnel azul de los lisos muslos de acero sonríen las fauces de una piraña, quizá mostrándonos la delicia de las humedades recónditas en el vértice de astracán recio, corto y rizado en mínimos resortes de zafiro oscuro. Un muchachote de caderas angostas, iguales a las de ella, la conduce de la mano: ágiles y tranquilos van, como la mejor filosofía o versos de Garcilaso, hacia el edén momentáneo. Parecía un San Cristóbal cuando, después de algunos pasos, la sentó en el hombro. «Se la llevó San Mauricio», me dice Lorca. Había permanecido inmóvil, perplejo de tanta suntuosidad animal.[67]

Lorca, que en el recuerdo de Cardoza y Aragón tenía «suave morfología feminoide, caderas algo pronunciadas, voz tenuemente afectada»,[68] le cuenta al guatemalteco que se ha bañado en el mar o en un río con unos muchachos negros desnudos, que le invitaron a una fiesta. «Su homosexualidad era patente —escribe Cardoza—, sin que los ademanes fuesen afeminados: no se le caía la mano. De acuerdo con la división que señala André Gide en su Diario, cuando escribe Corydon, no sé si fue pederasta, sodomita o invertido. Diría que su consumo abarcó las tres categorías».[69]

Durante sus frecuentes conversaciones, Lorca hablaba a menudo de Salvador Dalí, «maravillado». Cardoza acababa de llegar de París y estaba saturado de superrealismo, que le parecía la nueva religión de la libertad y de la intensificación de la vida personal. Por ello no podía por menos de fascinarle saber que Federico y el pintor habían tenido una relación íntima, bifurcándose luego sus caminos.[70] Lorca le habla apasionadamente al nuevo y comprensivo amigo de sus atrevidos proyectos teatrales:

Me refirió que iba a escribir el teatro que nadie se había atrevido a escribir por cobardía. Oscar Wilde, me afirmaba, sería una antigualla, una especie de obeso señorón pusilánime. Me describió escenas que quizá escribió y nunca he leído, porque desaparecieron o no se han impreso. A cada lado del foro estarían dos o tres ángeles con laúdes, como los de Melozzo de Forli o los de Piero della Francesca. Cantarían el placer «de los hombres de mirada verde», que tanto han contribuido a la cultura del mundo.[71]

Parece indudable que estamos ante un esbozo de la obra luego titulada La destrucción de Sodoma, de la cual el poeta llegará a escribir por lo menos un acto, hoy perdido.

Cardoza y Lorca planean juntos una Adaptación del Génesis para music hall, especie de farsa construida con elementos blasfemos y grotescos. El guatemalteco saldrá de Cuba casi al mismo tiempo que Federico, que se llevará con él los esbozos de la obra, y nunca se hablará más del proyecto.[72]

Un día de mayo Cardoza visita a Lorca en el hospital —la Clínica Americana— donde le acaban de extirpar unos granos en la espalda (Dulce María Loynaz, que también acude con sus hermanos, ha recordado que el poeta tenía la espalda llena de verrugas, que temía le produjeran un cáncer).[73] Cardoza y Aragón encuentra al poeta alegre en su cama, cantando sones rodeado de negros, «con unas maracas y un gran pez de celuloide rojo» navegando sobre los pies.

Rememorando esta escena en 1936, después de recibir la noticia del asesinato del poeta, el guatemalteco evocará el extraordinario carisma personal de Lorca, su «terca y terrible preocupación por la saliva y la sangre», su rostro lleno de lunares, su voz «lenta y untada, dormida y tensa», y su forma de trabajar:

Con la espontaneidad inevitable de un reflejo, así tu poesía en tu cuerpo sabiamente golpeado. Y como a pesar tuyo. Tú no escribías sino lo que ya no soportabas callar más tiempo, lo que no podías callar. Y, sin embargo, pocos, muy pocos, tan conscientes como tú de lo que es la poesía. Tu método era como un delirio. Tu delirio calculado como un método. «Trabajo como la Invernizio», nos dijiste alguna vez. Ella decía que siempre ignoraba el rumbo que habría de tomar la novela, la serie interminable que empezaba. En una casa (descripción de la casa), en un salón (descripción del salón), una visita (descripción de los personajes). Repentinamente, un Conde entraba con enorme sobresalto, o gimiendo inconsolablemente. Una de las visitantes se desmaya. Nada sabemos. Las cosas, los personajes inventados, van animándose y adquiriendo una vida propia, inevitable, diferente de la vida. Se ha creado el movimiento, el misterio. Así recuerdo que fueron compuestas algunas escenas de tu admirable pieza El público. Candidez, humildad, confianza absoluta en la poesía.[74]

En La Habana se repiten todavía muchas anécdotas relacionadas con las aventuras amorosas de Lorca en Cuba. Según una de ellas, Federico le quitó el novio —marinero escandinavo— al poeta colombiano modernista Porfirio Barba Jacob, célebre pederasta a quien había conocido en el círculo de la Revista de Avance. «Alrededor de 1948, a casi veinte años del encuentro amoroso con Lorca —escribe Cabrera Infante—, todavía era posible ver a este marino seudosueco caminando la noche, Prado arriba y Prado abajo, como un náufrago de otra época».[75] De acuerdo con otra anécdota muy conocida, una noche Lorca fue detenido en el puerto por la policía y acusado de algún desliz de carácter homosexual, teniendo que sufrir la indignidad de pasar unas horas en un calabozo antes de ser rescatado por sus amigos.[76] Pero en Cuba, como en Andalucía —los dos sitios donde Lorca recomendaba que se le buscase en caso de perderse—, los rumores, bulos y fabulaciones están a la orden del día, y de la estancia del poeta en la cárcel no queda constancia fidedigna alguna.

También en La Habana estuvo relacionado con un bello y vigoroso mulato de veinte años llamado Lamadrid, bajito de cuerpo y con piel café claro, a quien la gente recuerda por sus ampulosas gesticulaciones y sus modales cursis.[77] No cabe duda de que a Lorca le encantaba estar con negros y mulatos, no sólo por su belleza sino por su desenfado sexual y su extraordinario sentido del ritmo musical.

Otro amigo era Juan Ernesto Pérez de la Riva, hijo de una de las más acomodadas familias de La Habana y algo más joven que el poeta. Federico visitaba con frecuencia su casa, pero cuando los padres del joven se enteraron de que era homosexual, se negaron a que pisara otra vez aquel hogar. Queda constancia de la amistad en una dedicatoria con dibujo estampada en un ejemplar de Canciones («Para mi querido amigo Juan E. Pérez de la Riva con la mejor amistad de Federico García Lorca») y en una carta, no fechada, en la cual le presenta a un tal Héctor Barletta, primo de su «íntimo amigo» Rafael Martínez Nadal. «Te ruego que lo recibas y lo acompañes algunos ratos en su breve estancia en esa prodigiosa ciudad a quien tanto amo y de la que guardo imborrables recuerdos —escribe el poeta, terminando—: Saluda cariñosamente a tu familia y en esta carta va un abrazo tierno mío prendido con un alfiler. ¡Adiós! Federico». No sabemos si Lorca volvió a ver a «Juanito» Pérez de la Riva —ingeniero y luego notable geógrafo—, pero parece ser que su amistad con aquel joven fue uno de los mejores recuerdos de sus días habaneros.[78]

El público

El ano es el fracaso del hombre, es su vergüenza y su muerte.

(Hombre I)[79]

Hemos visto que el 29 de octubre de 1929, a los pocos meses de estar en Nueva York, Lorca les decía a sus padres que ya había empezado a escribir una obra de teatro «que puede ser interesante», añadiendo: «Hay que pensar en el teatro del porvenir. Todo lo que existe ahora en España está muerto. O se cambia el teatro de raíz o se acaba para siempre. No hay otra solución».[80] Por las mismas fechas, el poeta le dice a Carlos Morla Lynch que tiene «casi dos libros de poemas y una pieza de teatro»;[81] mientras Ángel del Río recordaría, bastantes años después, que el poeta les había leído aquel verano, en Shandaken, dos obras de teatro «de un carácter surrealista, con temas y lenguaje parecidos a Poeta en Nueva York»: se trataría, según el filólogo, de El público y Así que pasen cinco años.[82] Sin embargo, no se conoce documento contemporáneo alguno que demuestre que, a tan poco tiempo de llegar a Estados Unidos, Lorca hubiera compuesto las dos obras mencionadas, que Del Río da a entender estaban ya terminadas. Pero, aunque no parece probable que por entonces hubiera empezado Así que pasen cinco años —cuyo manuscrito está fechado en el verano de 1931—, sí cabe la posibilidad de que ya hubiese compuesto por lo menos algún esbozo, e incluso alguna escena, de El público.

Llama la atención, por otro lado, el parecido, casi literal, entre las palabras que Lorca dirige a sus padres en octubre de 1929 y las pronunciadas por el Director al final de El público. «¡Hay que destruir el teatro o vivir en el teatro!», exclama el personaje, manteniendo ante el Prestidigitador la supremacía, sobre el teatro al aire libre, del teatro bajo la arena, teatro que explora las últimas verdades del hombre. El Director sigue:

Es rompiendo todas las puertas el único modo que tiene el drama de justificarse, viendo, con sus propios ojos, que la ley es un muro que se disuelve en la más pequeña gota de sangre. Me repugna el moribundo que dibuja con el dedo una puerta sobre la pared y se duerme tranquilo. El verdadero drama es un circo de arcos donde el aire y la luna y las criaturas entran y salen sin tener un sitio donde descansar. Aquí está usted pisando un teatro donde se han dado dramas auténticos y donde se ha sostenido un verdadero combate que ha costado la vida a todos los intérpretes.[83]

La imagen de las puertas rotas, como vía de acceso a una nueva libertad creadora, tiene su equivalente sexual, por otra parte, en unos versos desechados de la terrible diatriba contra la Iglesia —por su falta de amor—, que es «Grito hacia Roma», donde el poeta exclama, dirigiéndose a una Internacional, no precisamente la marxista:

Compañeros de todo el mundo

hombres de carne con vicios y con sueño

ha llegado la hora de romper las puertas.[84]

Es en Cuba, de todas maneras, donde cuaja El público. Tenemos al respecto no sólo el valioso testimonio de las hermanas Loynaz, que han recordado que el poeta corregía el manuscrito en su casa y les leía trozos del mismo, sino del borrador mismo, cuyo primer cuadro y parte de la escena titulada «Ruina romana» están escritos en cuartillas con el membrete del hotel La Unión, donde Lorca inició su estancia en la ciudad.[85]

Se ha dicho que El público constituye el primer intento de llevar el tema de la homosexualidad a la escena española, y tal vez a la universal, años antes de la aparición de Jean Genet,[86] pero el hecho es que Cipriano Rivas Cherif había montado un año antes, como ya se señaló en su momento,* su obra Un sueño de la razón, cuyo asunto era precisamente el amor homosexual; el amor, en este caso, de dos mujeres. La obra fue bien recibida por la crítica, comentando Paulino Masip que nunca se había hecho en España «experiencia teatral tan valiente».

* Véanse pp. 611-612.

Masip indicaba, además, que por aquellas mismas fechas se estrenaba en Vigo por primera vez en España la obra La prisionera, de Edouard Brouet —escrita en 1926—, cuyo tema, como en la obra de Rivas Cherif, era la mutua atracción homosexual de dos mujeres. La pieza de Rivas, sin embargo, era de composición anterior a La prisionera, y, de acuerdo con Masip, «gran parte de los innumerables amigos» del conocido hombre de teatro que la habían leído eran conscientes de ello. «Sabido el tema —continuaba el crítico—, a nadie extrañará que haya dormido todo este tiempo en el cajón de su escritorio, despertándose únicamente de cuando en cuando al conjuro de unas voces amigas curiosas».

El estreno de Un sueño de la razón, que tiene sólo dos personajes —interpretados por Natividad Zaro y Gloria Martínez Sierra—, había impresionado hondamente al crítico: por la dignidad con que Rivas Cherif abordaba el difícil tema y por la buena labor de las dos actrices. Masip remachaba: «Rivas Cherif dio el salto, que le concede la palma de gran campeón de las letras peligrosas, sin un bache, sin una vacilación, sin un desmayo pasajero».[87]

Lorca, cuya homosexualidad no era ningún secreto para Rivas Cherif, fue tal vez uno de los amigos de éste que había leído Un sueño de la razón, y es casi seguro que estuvo en el estreno de la obra, que tuvo lugar cuando se preparaba para la misma sala Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín, montaje frustrado por las autoridades del régimen. Había pues un claro y cercano precedente para la temática de El público, aunque la obra de Lorca resultaría mucho más ambiciosa y vanguardista que la de Rivas Cherif.*

* No nos ha sido posible conocer Un sueño de la razón, por lo visto nunca editada. En el programa de mano de Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín se publicó una nota burlesca que sin duda contribuyó a la irritación de las autoridades primorriveristas: «Siendo muchas las personas que han solicitado la repetición de Un sueño de la razón, de C. Rivas Cherif, y no pocas también las protestas recibidas en contra, la Dirección Artística ha resuelto dar representaciones de dicha obra a domicilio, para las cuales se reciben peticiones por escrito en la Conserjería de SALA REX».

Además de Un sueño de la razón, es indudable que el montaje por Caracol de Orfeo, de Jean Cocteau —el 19 de diciembre de 1928—, con decorado de Salvador Bartolozzi, impresionó al granadino, hasta el punto de incidir en la temática y la estructura de El público.*

* Véanse pp. 611-615.

Para la generación de Lorca, Jean Cocteau, nacido en 1889, era uno de los genios iconoclastas de la modernidad, como demuestra su inclusión —al lado del propio Lorca— en la lista de «grandes artistas de hoy» publicada en el famoso Manifiesto antiartístico catalán de Dalí, Sebastià Gasch y Lluís Montanyà y reproducido por gallo.*

* Véanse pp. 562-563. En gallo, probablemente debido a la modestia de Lorca, se suprimió su nombre. Véase facsímil del original en Dalí y los libros, a cargo de Eduard Fornés, Editorial Mediterránea, Barcelona, 1985, 16.

Poeta, dramaturgo, autor de ballets, dibujante, director de escena, actor y, luego, cineasta, Cocteau —casi tan polifacético como Lorca— es admirado en su momento por Dalí, quien alude a él en sus cartas a Federico. Éste debió saber, además, que Cocteau era desenfadadamente homosexual. Por todo ello el estreno de Orfeo por Rivas Cherif —que tuvo una considerable resonancia en la prensa— no podía por menos de interesarle mucho. Según ha recordado José Jiménez Rosado, tanto el ensayo general como el estreno de Orfeo atrajeron a la pequeña Sala Rex a todos los amigos de Rivas Cherif, entre ellos, casi seguramente, a Lorca, quien, por otro lado, pudo leer algunos meses antes, en una edición de la Revista de Occidente, la traducción de Orfeo, por Corpus Barga, que había utilizado Rivas Cherif.[88] De hecho, tanto público hubo en el estreno que Rivas Cherif se vio en la obligación de ofrecer algunos días después una segunda representación de la obra, lo que era inhabitual en los montajes de Caracol.[89]

No es difícil rastrear en El público la influencia de aquel «experimento» de Caracol. Por ejemplo, en Orfeo aparece en el centro de la escena un misterioso caballo blanco, con piernas de hombre, personaje oracular, vínculo entre Orfeo y el mundo nocturno del más allá que éste tanto anhela penetrar, y que considera fuente de la auténtica poesía, a diferencia de la actual, que le ha llegado a asquear. Los caballos de El público deben algo a este inmediato antecedente. Luego, los ayudantes de la Muerte llevan uniforme de cirujanos (bata blanca, máscara, guantes de goma), prefigurando así al siniestro Enfermero de El público. En Orfeo, como en El público, se juega con la confusión entre escenario y auditorio, cuando uno de los ayudantes pide un reloj a la primera fila de butacas; aunque en ambos casos habría que tener en cuenta la influencia de Pirandello. En Orfeo se respira un ambiente de misterio y de ultratumba —espiritismo y ese gran espejo que sirve de pórtico de la muerte por el cual pasan los personajes al infierno—, y si Orfeo es poeta revolucionario, en desacuerdo con las normas estéticas de la sociedad en que vive, en El público será cuestión de oponer el teatro bajo la arena —teatro auténtico, inaugurado por los caballos «para que se sepa la verdad de las sepulturas»—[90] al teatro al aire libre, teatro convencional, de superficialidades, que no se enfrenta con la realidad psíquica y social del hombre.

Por otro lado, Lorca se fijaría seguramente con interés en el empeño de Cocteau, brillantemente logrado al representar dos escenas consecutivas absolutamente idénticas, la VIII y la VIII bis, por hacer perceptible para el público la noción de la relatividad del tiempo —en este caso, la simultaneidad—, muy en boga entonces gracias a Einstein. De todas maneras, sin o con la influencia de Orfeo, llama la atención la estructura circular tanto de El público como de su sucesora inmediata Así que pasen cinco años, pareciendo terminarse la acción de ambas obras allí donde empieza.[91]

Nada más lógico que Lorca y Rivas Cherif —que interpretó el papel de Orfeo— hubieran hablado de Cocteau durante el montaje de la obra. Identificado Orfeo y el autor explícitamente al final de la corta pieza, es transparente el carácter autobiográfico de ésta. A Lorca no le habría escapado el énfasis que pone Cocteau-Orfeo sobre el origen sobrenatural, numinoso, de la poesía, ni el hecho de aparecer la Muerte —interpretado por Natividad Zaro— no como vieja sino como bella joven que lleva un vestido de baile rosa subido y un manto de piel, todo de la última moda, y que, en palabras de Enrique Díez-Canedo, presente en el estreno, «lleva a cabo su tarea como un prestidigitador».[92] En la caracterización de Elena se puede ver la influencia de la Muerte de Cocteau: si ésta tiene «grandes ojos azules pintados sobre un antifaz negro»,[93] Elena lleva «las cejas azules». Además, Elena tiene, al igual que la Muerte, la frialdad de la tumba.[94]

En cuanto a otras influencias teatrales contemporáneas sobre El público, sólo se pueden señalar —aparte de la muy obvia de Seis personajes en busca de autor—, y ello de manera difusa, los experimentos dadaístas y surrealistas llevados a cabo en París —unos treinta estrenos entre 1920 y 1930—, de los cuales llegarían ecos a Madrid y cuyo espíritu captarían las antenas de la extraordinaria receptividad lorquiana, de la misma forma que el poeta se mostraba alerta ante las innovaciones del cine de vanguardia.[95]

Por otra parte, la deuda de El público para con Shakespeare, autor tan hondamente admirado por Lorca, es explícita, siguiendo éste el antecedente del dramaturgo inglés en Hamlet y Sueño de una noche de verano al insertar una obra de teatro —Romeo y Julieta— dentro de la obra de teatro, aunque fuera del escenario, e introduciendo al mismo tiempo una discusión sobre la significación del filtro amoroso administrado por Puck.

Lorca meditó largamente sobre Sueño de una noche de verano, una de sus obras preferidas, encontrando en ella una justificación para todos los amores, entre ellos el homosexual. Un poema de finales de 1917 o principios de 1918 ya recogía su reacción al leerla la primera vez:

¡El demonio de Shakespeare!

Qué ponzoña me ha vertido en el alma.[96]

Dos años después, en el prólogo de El maleficio de la mariposa, el poeta cita las palabras del «viejo silfo del bosque escapado de un libro del gran Shakespeare» acerca del amor: «Di, poeta, a los hombres que el amor nace con la misma intensidad en todos los planos de la vida».[97] Ahora, en 1930, es el Prestidigitador quien habla:

Si hubieran empleado «la flor de Diana», que la angustia de Shakespeare utilizó de manera irónica en El sueño de una noche de verano, es probable que la representación habría terminado con éxito. Si el amor es pura casualidad y Titania, reina de los Silfos, se enamora de un asno, nada de particular tendría que, por el mismo procedimiento, Gonzalo bebiera en el «music-hall» con un muchacho vestido de blanco sentado en las rodillas.[98]

Y nada de particular que, para otros, el erotismo tuviera una vertiente sadomasoquista. En efecto, es notable cómo en El público abundan las referencias de este orden. El látigo casi se convierte en un personaje más de la obra, hay una clara alusión a la flagelación floral de El jardín de las delicias, del Bosco, y el Hombre 3.º hasta lleva muñequeras —clásica parafernalia del género— con clavos de oro.[99]

Rafael Martínez Nadal recuerda una conversación con Lorca en julio de 1936 durante la cual —seis años después de escrito El público— se suscitó el tema del filtro amoroso de Sueño de una noche de verano. «Lo que Shakespeare nos está diciendo —diría más o menos el poeta— es que el amor no depende del individuo y que se impone con igual fuerza en todos los planos… La clave de la obra es Titania enamorada del asno».[100]

Pero si se trata en El público del derecho del individuo a amar libremente, sea cual o quien sea el objeto de sus deseos,

ESTUDIANTE 1.º.— ¡Magnífico! ¿Y si yo quiero enamorarme de un cocodrilo?

ESTUDIANTE 5.º.— Te enamoras.[101]

no es menos cierto que el peso del discurso dramático se centra en la apología de la homosexualidad. Uno de los aspectos de la obra que más llama la atención es la ubicuidad de caretas y disfraces con que los personajes ocultan su verdadera personalidad sexual ante el temor de ser descubiertos. Caretas omnipresentes, que a veces cubren otra careta, y que recuerdan numerosos dibujos lorquianos, con sus constantes y obsesivos desdoblamientos.[102] Sólo escapa a esta regla el Hombre 1.º (Gonzalo), identificado por André Belamich con el propio Lorca.[103] Al pasar detrás del pirandelliano biombo —biombo de la verdad—, Gonzalo no sufre ninguna transformación. Es el único personaje idéntico a sí mismo. Es Gonzalo quien, en el primer cuadro, descubre la falsedad del Director (Enrique), empeñado en encubrir su homosexualidad, y a quien él ha amado y sigue amando. A través de toda la obra, Gonzalo denuncia la mentira, los sentimientos disfrazados. «Mi lucha ha sido con la máscara hasta conseguir verte desnudo», le dice al Director. Y algunos segundos después: «Te amo delante de los otros porque abomino de la máscara y porque ya he conseguido arrancártela».[104] Estas palabras recuerdan el poema «Tu infancia en Menton», probablemente inspirado por Dalí o Aladrén, o por ambos juntos, donde el poeta protesta contra la traición del amado:

Pero yo he de buscar por los rincones

tu alma tibia sin ti que no te entiende,

con el dolor de Apolo detenido

con que he roto la máscara que llevas.[105]

Antes de morir, Gonzalo hará una última y desesperada declaración de amor que también se puede relacionar con el poema citado, poema en el cual se recuerda «El tren y la mujer que llena el cielo», responsables del distanciamiento del amado:

Agonía. Soledad del hombre en el sueño lleno de ascensores y trenes donde tú vas a velocidades inasibles. Soledad de los edificios, de las esquinas, de las playas, donde tú no aparecerás ya nunca.[106]

Es difícil no ver en El público, así como en varios poemas del ciclo neoyorquino, el reflejo de la angustia en la cual se vio sumido el poeta a raíz de su imposible relación amorosa, primero con Dalí y luego con Emilio Aladrén, así como del hecho de tener que sobrellevar a consecuencia de su homosexualidad una vida doble. Había llegado a Estados Unidos sintiéndose no sólo abandonado por Aladrén sino rechazado por Dalí y Buñuel, quienes, por más señas, le habían satirizado, a su juicio, en Un Chien andalou. En las recriminaciones que se lanzan los personajes de El público, en las envidias que les atormentan, en los arranques de despecho que les corta el aliento, quizá podemos ver el trasunto de los atormentados amores recientes del autor. Por otra parte, el feroz odio contra los homosexuales que profiere el Centurión[107] ya lo iría oyendo el poeta en su propia vida, y dirigido contra él. En cuanto a la elección del nombre Elena para la poco satisfecha compañera del ambiguo Enrique, tal vez sea lícito, como se dijo antes al comentar Viaje a la luna, encontrar en ella, además de una alusión a la Helena griega, otra, velada, tanto a Gala —Helena Dimitrievna Diakonava— como a Eleanor Dove, novia de Emilio Aladrén: dos mujeres, ambas extranjeras, hacia quienes Lorca no tenía por qué entretener sentimientos especialmente tiernos.

El odio contra los homosexuales se refleja, además, en la histérica reacción de los espectadores ante el descubrimiento no sólo de que representa a Julieta un muchacho de quince años sino de que éste y el actor que desempeña el papel de Romeo, joven de treinta años —casi la edad de Lorca al escribir el drama—, forman una pareja de homosexuales que se aman de veras. La mortal repugnancia que para la mentalidad burguesa supone la homosexualidad es recalcada por el poeta al hacer que el iracundo público llame al juez, quien, antes de que los espectadores asesinen a los culpables (además de a la «auténtica» Julieta), ordena que se repita la escena del sepulcro.[108] No contento con ello, el público quiere que el poeta —al fin y al cabo el principal responsable de todo— sea arrastrado por los caballos.[109] Así ve Lorca, no injustificadamente, la situación del homosexual en la sociedad de entonces.

¿Hasta qué punto pudo influir en El público la estancia de Lorca en La Habana? Tal vez no sea aventurado deducir que algo del ambiente del teatro Alhambra contribuyera a la difusa atmósfera circense que lo envuelve, a sus frecuentes irreverencias y atrevimientos, a los personajes mismos. Por otro lado, la obra contiene dos alusiones concretas a Cuba. Al exclamar el Director «No Guillermina. Yo no soy Guillermina, yo soy la Dominga de los negritos», parece que Lorca alude a una célebre bailarina que actuaba en un establecimiento del puerto de La Habana, tal vez frecuentado por él mismo.[110] La segunda alusión cubana ocurre en «Ruina Romana», desgarradora escena de amor desesperado, ribeteado de sadismo, donde amenaza la Figura de Cascabeles: «¿Otra vez? ¿Otra vez estás llorando? Tendré necesidad de desmayarme para que vengan los campesinos. Tendré necesidad de llamar a los negros, a los enormes negros heridos por las navajas de las yucas que luchan día y noche con el fango de los ríos».[111] La alusión sitúa la escena indudablemente en Cuba, donde las yucas, además de tener hojas muy afiladas y de ser alimentación básica en la isla, son fuente de innumerables chistes verdes, dado el hecho de que el puntiagudo bulbo de esta planta tiene una forma marcadamente fálica.

La reacción de los hermanos Loynaz ante la lectura de El público fue de abierta incomprensión. Dulce María ha recordado su extrañeza y zozobra ante las alusiones escatológicas y sexuales de la serie de las metamorfosis formuladas por los amantes en «Ruina Romana» («¿Si yo me convirtiera en caca? / Yo me convertiría en mosca», etc.). Por otro lado, el poeta le contó el proyecto de otra escena no incluida en el único borrador de la obra conocido:

Los médicos han inventado tantas maneras de prolongar la vida que el mundo se está llenando de viejos. Entonces la gente no sabe qué hacer con los viejos e inventan hacer una torre como la de Babel e ir metiendo los viejos más arriba, más arriba, y ya no se sabe adónde va a llegar la torre ni adónde van a llegar los viejos. La escena me impresionó muchísimo porque es verdad, Lorca tenía la premonición de que los médicos iban a poder prolongar la vida indefinidamente y, claro, cuando la gente ya no quiere tener hijos esto será horrible. Yo le pregunté a Federico qué pasó con los viejos y me dijo: «Esto es lo que tengo que resolver».[112]

¿Terminó Lorca El público en La Habana? Es difícil saberlo. La última cuartilla del manuscrito está fechada 22 de agosto de 1930, en la granadina Huerta de San Vicente, pero puede tratarse, por la falta de tachaduras y correcciones, de una copia de un borrador anterior. De todas maneras, está fuera de duda que el grueso de la obra lo redactó en Cuba. Obra revolucionaria no sólo por ser a la vez reflexión sobre el teatro de vanguardia y obra de vanguardia ella misma, sino por el tratamiento del tema del amor y del derecho del individuo a amar según las exigencias más profundas de su persona. Obra que, si tiene incuestionablemente relación con el surrealismo —por el ambiente onírico en que se mueve—, ostenta sin embargo una lucidez y una lógica muy ajenas a cualquier modalidad de automatismo. Obra de protesta por la injusticia de una sociedad cruel, y en cuya entraña se siente palpitar la angustia de un hombre que no puede vivir abiertamente su íntima realidad. Obra, en fin, que expresa en términos teatrales lo que el poeta, durante su estancia en Nueva York, ya ha tratado de expresar no sólo en numerosos poemas sino en un guión de cine.

Oda a Walt Whitman

Íntimamente relacionada por su inspiración con El público y Viaje a la luna, la Oda a Walt Whitman es probablemente uno de los poemas menos comprendidos de Lorca. Al final del casi seguramente primer borrador de la oda —siete cuartillas del mismo cuaderno, consecutivamente numeradas por el poeta—, estampó la fecha «15 de junio».[113] Parece probable que se trata de 1930. De ser cierta tal hipótesis, el poema se terminaría a los dos días de embarcar en La Habana para el regreso a España, habiendo sido compuesto, cabe deducirlo, en Cuba.

El Whitman a quien admira Lorca es, además de amante de la Naturaleza, de la sinceridad y de la sencillez, símbolo de una homosexualidad en libertad, sin vergüenza pero sin promiscuidad, de una seriedad casi religiosa. Walt no se embriaga —es «enemigo del sátiro, de la vid»—, y si ama «los cuerpos bajo la burda tela» y es «Adán de Sangre, Macho», se cuida de no mezclarse en el sórdido mundo urbano de la prostitución y de la explotación homosexuales, contra el cual levanta su voz de protesta el poeta granadino. En amor, el Whitman de Lorca es ante todo el buen camarada (y esta palabra, tan fundamental en la poesía del norteamericano, reaparece en la oda). Whitman, en la visión de Lorca, no es homosexual afeminado; y en absoluto se entrega a las prácticas sadomasoquistas que el poema atribuye a los «maricas de las ciudades / de carne tumefacta y pensamiento inmundo»,

turbios de lágrimas, carne para fusta

bota o mordisco de los domadores[114]

ni busca

los ojos arañados

ni el pantano oscurísimo donde sumergen a los niños

ni la saliva helada

ni las curvas heridas como panza de sapo

que llevan los maricas en coches y en terrazas

mientras la luna los azota por las esquinas del terror.[115]

La referencia a la corrupción de menores, a los niños sumergidos por los maricas en el pantano «oscurísimo», ha partido de unos versos luego suprimidos:

No es el niño con la

rosa ni el enfermo

es el veneno.

No haya cuartel

matadlos* en la calle

con bastón de estoque.

Porque ahuyentan a los

muchachos y les dan

la carne verde y podrida

en vez del alma.

Y la llave del mundo

está en dar la vida

hijos hechos con alma.

Y esto que la sociedad y la ciencia [**]

es la clave del mundo

os iréis a la orilla del

río con la rata y el

esqueleto…[116]

* Martínez Nadal, en García Lorca, Autógrafos, 211, no llega a descifrar esta palabra; Martín, en García Lorca, Poeta en Nueva York. Tierra y luna, 235, lee «matados».

** Palabra que no llegamos a leer. Martínez Nadal, ibíd., propone «ignora»; Martín, ibíd., «persiguen». Ni una ni otra propuesta nos convencen.

La diatriba de la oda no va dirigida contra los homosexuales en sí, contra, por ejemplo, «los hombres de mirada verde / que aman al hombre y queman sus labios en silencio», sino contra los que explotan sexualmente a los jóvenes, los que dan «a los muchachos / gotas de sucia muerte con amargo veneno», sean —la lista demuestra conocimientos en la materia por parte del poeta— «fairies» de Estados Unidos, «pájaros» de La Habana, «jotos» de México, «sarasas» de Cádiz, «apios» de Sevilla, «cancos» de Madrid, «floras» de Alicante o «adelaidas» de Portugal. Si en «Grito hacia Roma» Lorca apela a los «compañeros de todo el mundo» en su repulsa de una Iglesia sorda a las realidades de la vida y a los requerimientos del amor y de la solidaridad humana, ahora despotrica contra otra Internacional, los «maricas de todo el mundo».

Lorca ve, con la misma claridad que León Felipe, traductor de Whitman con quien había hablado de todo ello,* que la América soñada por el poeta de Camden tiene poca relación con la dura realidad de la sociedad estadounidense industrializada del año 1930. Y ve también que el idealismo de Whitman en torno al amor homosexual pecaba de ingenuo. La oda del granadino —con sus referencias al travestismo y al sadomasoquismo, además de a diversas modalidades homosexuales— demuestra, así como El público, que Lorca era consciente de que la sexualidad era infinitamente más compleja, y a menudo más sórdida, que la cantada por Whitman.

* Véase p. 66.

La oda parece confirmar también que Lorca aún no ha resuelto el problema de su propia homosexualidad y que sigue sin poder aceptarse del todo a sí mismo como es. La despiadada utilización que se hace en el poema de la palabra «marica», en el sentido despectivo habitual en el idioma y con una vehemencia casi desorbitada, huele extrañamente a inquisitorial. Lorca debió saber perfectamente que no todos los maricas son corruptores de menores, explotadores de muchachos o prostitutas, y su indiscriminada arremetida contra ellos —con imágenes de ratas, alcantarillas, cieno y lodo— es sospechosamente estridente. Tal vez se trataba, en parte, del miedo del poeta a ser él mismo clasificado como marica por la gente. Podría confirmar tal hipótesis la insistencia de Pámpanos, en la escena de El público titulada «Ruina romana», sobre su virilidad:

Si tú te convirtieras en pez luna yo te abriría con un cuchillo, porque soy un hombre, porque yo soy nada más que eso, un hombre, más hombre que Adán y quiero que tú seas aún más hombre que yo. Tan hombre que no haya ruido en las ramas cuando tú pases. Pero tú no eres un hombre. Si yo no tuviera esta flauta te escaparías a la luna, a la luna cubierta de pañolitos de encaje y gotas de sangre de mujer.[117]

Si se alega que aquí no se trata de un sentimiento personal del poeta, tenemos el testimonio de Cipriano Rivas Cherif, quien en 1935 recogió unas confesiones de Lorca respecto al asunto (recordadas no sabemos con qué exactitud):

Sólo hombres he conocido; y sabes que el invertido, el marica, me da risa, me divierte con su prurito mujeril de lavar, planchar y coser, de pintarse, de vestirse de faldas, de hablar con gestos y ademanes afeminados. Pero no me gusta.[118]

Pero, interprétese como se quiera la actitud de Lorca hacia los maricas, queda claro que en la Oda a Walt Whitman el poeta intenta convencer al lector, es decir a la sociedad, de que hay una forma de homosexualidad pura y bella que no tiene nada que ver con el afeminamiento, y tampoco con el submundo de corrupción y explotación en el cual se mueve una parte de la comunidad gay.

El poeta tardará dos años en entregar la oda a la imprenta, que se publicará en una edición de cincuenta ejemplares fuera del comercio, editada en México.[119] Apenas se habría podido proceder con más cautela. Además, no incluirá citas de la oda en su conferencia-recital sobre Nueva York, ni en vida del autor se editará en España.

En julio de 1934, al poco tiempo de volver Federico a España después de su estancia en Argentina, le escribirá el pintor José Caballero, a quien ha regalado uno de los raros ejemplares del poema: «Estoy ilustrando la oda a ese señor americano —ya no digo tío— y aquí todo el que la lee se queda espantado y además dicen que es una cosa atrevidísima y están todos asustadísimos». Uno de estos amigos es el poeta Adriano del Valle —de Huelva, como Caballero—, a quien conoce Federico desde la publicación Impresiones y paisajes, en 1918. Valle le escribe solicitando un ejemplar de la inencontrable edición limitada. «Te lo pido como el niño que se enamora del falo de su papa», declara, antes de señalar que su propio órgano viril ha contribuido ya a la creación de seis vástagos.[120] Tanto el comentario de Caballero como la urgente petición del jocoso poeta onubense son buena indicación de la conmoción que ha provocado la publicación del poema en una España donde, hasta entre la gente procedente de la Institución Libre de Enseñanza y la Residencia de Estudiantes, la homosexualidad era todavía una cuestión marcadamente tabú.

Algo de política

De los muchos testimonios acerca de la estancia de Lorca en Cuba uno de los más interesantes, por contemporáneo y por agudo, es el del escritor Emilio Roig de Leuchsenring, cronista de la ciudad, que escribía en la revista Carteles bajo el seudónimo de «El Curioso Parlanchín».

Roig admiraba la obra de Lorca pero tenía poco interés en conocer al hombre. Seguía de cerca el momento español, y consideraba que el granadino era lírico de torre de marfil, sin compromiso político, pues no había visto su nombre entre la lista de intelectuales que se habían opuesto a la dictadura del general Miguel Primo de Rivera. Así pues, al anunciarle José María Chacón y Calvo la inminente llegada a La Habana del poeta, mostró poco entusiasmo por entrar en contacto con él.

Sin embargo el encuentro se produjo, y Roig comprendió en seguida lo equivocado que había estado en cuanto al compromiso humano y político del poeta: Federico era, efectivamente, como le dijera Chacón, «un muchacho encantador». Campechano, siempre dispuesto a tomar una copa, «a colarse en cualquier sitio donde suene una música popular», el andaluz, después de un mes en Cuba, estaba ya completamente «aplatanado» y parecía saber más de La Habana y de sus mejores encantos que los mismos habaneros. Pero Roig percibió en seguida que había mucho más que eso, y se encontró con un Lorca «curioso por cuanto a su alrededor ocurre, apasionado, mejor diría, exaltado, por los problemas políticos y sociales de España, de Cuba, del mundo».

No era exacto, por otro lado, que el poeta no hubiera roto una lanza a favor de la libertad democrática en España. En abril de 1929, pocos meses antes de salir para Nueva York, él y otros escritores habían publicado un documento que demostraba su insatisfacción con el régimen de Primo de Rivera, su deseo de buscar nuevos derroteros políticos y su intuición de que pronto nacería una España más libre. En su momento ello significó una cierta toma de conciencia por parte de un grupo de jóvenes creadores que entendían que, sin unos profundos cambios políticos, España se desmoronaría.[121]

En Nueva York Lorca había seguido de cerca la situación política española, y allí supo de la salida de Primo de Rivera para París, el 28 de enero de 1930. Ahora, a los pocos días de llegar a La Habana, se ha enterado de la muerte del general en la capital francesa, acaecida el 16 de marzo y profusamente comentada en la prensa cubana.

Roig de Leuchsenring encuentra una prueba del interés de Lorca por los problemas político-sociales en el hecho de haber ido a felicitar, espontáneamente y sin conocerle, al doctor Cosme de la Torriente, después de leer que éste había ganado un pleito en que defendía los derechos individuales y políticos. En relación con un incidente de intransigencia racista surgido en el seno del Yacht Club, prestigioso reducto de blancos ricos que frecuenta Federico con Chacón y Calvo, el poeta se ha puesto con firmeza al lado de los elementos de color. Dice «pestes» de la dictadura de Primo de Rivera, así como de las otras dictaduras habidas y por haber —aquí, indudablemente, hay una hábil alusión al actual régimen de Gerardo Machado en Cuba—, y demuestra su entusiasmo por los políticos cubanos de la oposición.[122]

El juicio de Roig de Leuchsenring se confirma, además, en un mensaje garabateado por Federico en estas fechas en el dorso de una fotografía mandada a sus padres: «Todos los días leo la situación de España con gran interés. Aquello es un volcán».[123] De vuelta a España en vísperas de la llegada de la República, el compromiso social y político del poeta se hará cada vez más firme.

Adolfo Salazar

El musicólogo Adolfo Salazar, íntimo amigo de Federico desde la llegada del poeta a Madrid en 1919, había arribado a La Habana el día 16 de mayo, a bordo del Alfonso XIII, para dar un ciclo de cinco conferencias a la Asociación Pro-Arte Musical.[124] Durante un mes, hasta embarcar con Lorca para España, Salazar acompaña asiduamente al poeta. «La conjunción Salazar-García Lorca en La Habana fue memorable para quienes en aquellos meses compartimos su amistad», dirá Antonio Quevedo.[125] Se trataba, sin embargo, de un trío más que de un dúo, ya que el pintor manchego Gabriel García Maroto —editor del primer libro de Federico, Libro de poemas, en 1921, que había llegado a La Habana el 28 de abril para dar conferencias sobre el arte contemporáneo español y mexicano y exponer su obra plástica— se veía entonces casi diariamente con Lorca y Salazar, y aparece con ellos en numerosas fotografías del momento.[126]

Salazar, por homosexual él mismo —y homosexual a quien, no como a Lorca, «se le veía el plumero»—, sabía del Federico íntimo más que casi nadie, y es una tragedia que hayan desaparecido la gran mayoría de las numerosísimas cartas que recibió del poeta.[127] Cuando el musicólogo llegó a La Habana fue a ver a Lorca en su hotel, y le encontró en la cama, envuelto en su famoso albornoz amarillo y leyendo a unos doce o catorce muchachos boquiabiertos el poema «Stanton», el cual, según Salazar, había escrito el día antes bajo la impresión de la pequeña intervención quirúrgica a la que le acababan de someter. «Mira —le explicaría Lorca, inquieto—. Me han operado. Aquí, en la cadera. Tengo miedo de haber atrapado un cáncer».[128] Pero se trataba, como ya hemos visto, de uno o varios granos que le habían extirpado en la espalda.

En cuanto al poema, o bien la memoria de Salazar le fallaba (el artículo en cuestión se publicó en 1938) o bien Federico, como solía hacerlo, alardeaba de leer una composición recién nacida, cuando en realidad era cuestión de una más antigua. Porque el hecho es que el borrador de «Stanton» está fechado, como queda dicho, el 5 de enero de 1930 en Nueva York.[129] Lo cual no quiere decir que la reciente intervención quirúrgica no fuera motivo especial para que el poeta recitara entonces aquel poema en que se patentiza su obsesión con el cáncer, tan manifiesta en el ciclo neoyorquino así como en El público.

Recordando el júbilo de Lorca durante aquellos días cubanos, Salazar estampa una frase contundente. «Nunca lo encontré tan andaluz —escribe— como en La Habana».[130] Juan Marinello, que acababa de conocer a Lorca, no podía hacer este juicio, pero sí fue testigo de la extraordinaria compenetración del poeta granadino con lo cubano. «Cuba era para su sed como una Andalucía desgarrada y gritadora —escribió en 1937—, como su niñez encontrada al fin. Cuba excitaba su potencia y se gozaba en agotarla. El ritmo gitano de su sangre se trenzaba en el galope de la sangre negra. El cante jondo —gran pasión suya— se adormía en los vaivenes del son afrocriollo».[131]

En vísperas de la salida de Cuba de Lorca, Salazar y Cardoza y Aragón, la Revista de Avance les ofrece una comida, celebrada en el hotel Bristol. Jorge Mañach expresa la melancolía del grupo ante la inminente ausencia de los tres jóvenes escritores, cuya calidad de «hombres vivos», de estimuladores generosos y de camaradas perfectos será, dice, inolvidable para sus amigos cubanos. Entre los asistentes se encuentran el poeta Porfirio Barba Jacob, Antonio Quevedo y Rafael Suárez Solís.[132]

El último día en Cuba

Casi inevitablemente, hay distintas versiones de cómo pasó Lorca su último día en La Habana, aunque en cuanto a la fecha no hay duda: fue el 12 de junio de 1930.[133] Flor Loynaz almorzó aquel día con Federico y Adolfo Salazar —que embarca con el poeta en el Manuel Arnús— en un restaurante «de mala muerte» situado en los bajos del humilde hotel adonde se había trasladado Lorca una vez terminado su ciclo de conferencias para el Instituto Hispano-Cubano de La Habana. El hotel —probablemente se trataba del Detroit— estaba situado frente a la hoy desaparecida plaza del Vapor, en la calle del Águila, entre las de Dragones y Reina. Flor recordaba que Salazar estaba preocupado porque temía que el poeta, que aún no había hecho el equipaje y seguía recitando versos, les hiciera perder el barco. Ella subió volando al cuarto de Federico, arrojó las pocas cosas que allí encontró en la pequeña maleta del poeta —éste, como siempre, viajaba ligero— y metió a los dos amigos en su nuevo y potente Fiat. Condujo vertiginosamente en dirección al puerto y llegaron al muelle momentos antes de zarpar el buque.[134]

Antonio Quevedo, por su parte, da a entender que Lorca y Salazar pasaron sus últimas horas en La Habana con él y su mujer, en su casa de la calle de la Lealtad. Después de una larga conversación, vendría la tristísima despedida:

Salazar miró el reloj: las tres de la tarde. Los cuatro amigos, como movidos por un resorte, se levantaron de sus asientos y se confundieron en un abrazo. Federico dijo: «Hago falta en España».

Después, en aquella vieja casona, que tantas risas había escuchado durante tres meses, quedaba la soledad, compartida por otras personas. El tiempo no ha podido borrar tantas imágenes. La casa subsiste en el mismo lugar, pero ¡qué ruina en lo espiritual! Hubo que abandonarla pronto, porque al irse Federico se había llevado consigo su duende y su ángel, y la casa era una mansión ciega y sin luz, viuda de García Lorca.[135]

Sin embargo, en vista de que el testimonio de Dulce María Loynaz coincide en todo lo esencial con el de su hermana, parece seguro que Lorca pasó sus últimas horas habaneras acompañado de ésta y de Salazar.[136]

Al despedirse de sus amigos cubanos aquel 12 de junio de 1930, Lorca les dijo que en la isla había pasado los mejores días de su vida.[137] Según Roa, el poeta dejó detrás «un tembloroso reguero de afectos y más de una ilustre vanidad desollada».[138] María Muñoz de Quevedo le había escrito a la madre del poeta, el 6 de mayo, para informarle del «doble éxito» que tenía Federico en Cuba: el de su talento y el de su persona.[139] Vicenta Lorca contestará el 2 de septiembre del mismo año, expresando su gratitud por las atenciones que ella y su marido habían tenido con Federico. «Yo estoy agradecidísima a ustedes —escribía—, y mi hijo habla con un entusiasmo tan grande de Cuba que yo creo le gusta más que su tierra; pero sobre todo dice que ha encontrado en usted la mejor amiga y su mayor protectora. Por eso, si volviera alguna vez me queda la tranquilidad de que tiene, al estar lejos de mí, buenos amigos».[140]

Hay un pequeño colofón a la estancia de Federico en Cuba. La noche del 17 de junio el Manuel Arnús llegó a Nueva York, atracando en el muelle 8 del Río Este a las nueve de la mañana del día siguiente.[141] Lorca no pudo desembarcar por haber caducado su visado, pero Salazar fue corriendo a ver al crítico musical Olin Downes, a quien había conocido durante la visita de éste a Madrid.[142] Lorca, entretanto, manda un telegrama a Federico de Onís: «ESTOY MANUELARNÚS MUELLE TRANSATLÁNTICA IMPOSIBLE DESEMBAR [CAR] AVISE RUBIO [SACRISTÁN] VENGAN VERME ABRAZOS FEDERICO».[143] El poeta se puso en contacto también con Herschel Brickell y otros amigos. Cuando Salazar volvió al barco, acompañado de Downes, se encontró con que el saloncito estaba rebosando de gente y que incluso había llegado una bandada de muchachas a las que Federico había enseñado canciones españolas durante su estancia neoyorquina. Sentado al piano, Lorca —que, según Brickell, había engordado considerablemente en Cuba— dirigía el coro, que interpretaba la canción de «Los cuatro muleros».[144]

Al día siguiente, Norma Brickell le contó a Mildred Adams, que no había podido asistir a la improvisada reunión, sus impresiones del Federico poscubano. «“Es mejor que no hayas podido ir —dijo tristemente, casi sin poder creer sus propias palabras—. Ya no es nuestro Federico, sino una persona muy diferente. Totalmente masculino, y muy ordinario”».

«Aquel brusco cambio», comenta la Adams, «fue regalo de Cuba».[145]

Pero ¿qué brusco cambio? ¿Qué es eso de un Lorca ya «totalmente masculino»? Mildred Adams no lo dice pero, leyendo entre líneas, parece legítimo deducir que Norma Brickell acababa de percatarse de la homosexualidad del poeta, o de que ésta era ya más pronunciada. Ello vendría a confirmar lo que sabemos de otras fuentes, es decir, que el «regalo de Cuba» tan lamentado por la norteamericana era, de hecho, el ayudar al poeta a que empezara a aceptar plenamente su condición de homosexual. Lo cual sí se podía considerar como un auténtico regalo, aunque algunos no lo quisieran entender así.

Además, como hemos visto, es posible que Lorca hubiera terminado a bordo, entre La Habana y Nueva York, su Oda a Walt Whitman. De ser así, cabe pensar que ello habría contribuido a su euforia en estos momentos, ya que sería consciente de que se trataba de uno de los más personales y atrevidos poemas que había escrito hasta entonces.

En cuanto a la vuelta a España, Adolfo Salazar recordaba ocho años después que fue un «episodio inolvidable». «Las dotes de animador, que eran una de las armas de captación de García Lorca, se desplegaron como las alas de la mantis religiosa —escribe—, y nadie escapaba a su hipnotismo. Recuerdo que al llegar a Cádiz el capitán del buque que nos llevó … dijo a sus colegas que si el viaje se hubiese demorado dos días más él tendría que haberse arrojado al agua. Federico había indisciplinado al pasaje entero con sus canciones españolas y sus sones cubanos, en complicidad con la gramola del barco».[146]

Los dos amigos desembarcan en Cádiz el 30 de junio de 1930. Allí esperan a Federico sus hermanos Francisco e Isabel, que han ido en coche desde Granada a recogerlo. El reencuentro es de una alegría indescriptible y el viaje de regreso a la casa paterna, según ha declarado la hermana menor del poeta, absolutamente inolvidable.[147]