NUEVA YORK EN UN POETA
Antecedentes
La travesía de Southampton a Nueva York, donde el poeta llega el 25 de junio de 1929, dura seis días. El Olympic se desliza sobre un mar casi inmóvil, circunstancia que Lorca, con su terror a ahogarse, sabe agradecer.[1]
El único documento escrito por el poeta a bordo del inmenso trasatlántico —gemelo del Titanic— que se conoce hasta la fecha son unas líneas mandadas a Carlos Morla Lynch. Lorca le confiesa al diplomático chileno estar «deprimido y lleno de añoranzas», y continúa: «Tengo hambre de mi tierra y de tu saloncito de todos los días. Nostalgia de charlar con vosotros y de cantaros viejas canciones de España». «No sé para qué he partido —añade—; me lo pregunto cien veces al día. Me miro en el espejo del estrecho camarote y no me reconozco. Parezco otro Federico».[2]
A sus padres les dará una versión más risueña de su estado de ánimo al cruzar el océano. En carta del 28 de junio, a los tres días de desembarcar, les habla del «delicioso viaje» que le ha llevado hasta Nueva York —«seis días de sanatorio, y me he puesto como a mí me gusta estar, negro negrito de Angola»—, viaje «fácil», además, gracias a las atenciones de Fernando de los Ríos, «que se ha portado conmigo de tal manera que todo el mundo lo ha tomado por mi padre». Federico afirma estar «contentísimo, rebosando alegría», y que su única preocupación es recibir noticias de la familia.
A bordo, el poeta se ha hecho amigo de un niño húngaro, de cinco años, que va a América a conocer por primera vez a su padre, emigrado allí antes de que naciera su hijo. «Jugaba conmigo —relata Federico a sus padres—, y me tomó tanto cariño que se echó a llorar cuando me despedí de él y no tengo que deciros que yo también. Es éste el tema de mi primer poema; este niño al que nunca veré más, esta rosa de Hungría, que se mete en el vientre de New York en busca de su vida que puede ser cruel o feliz y donde yo seré un recuerdo lejanísimo unido al ritmo del inmenso barco y el océano».[3]
El poema a que se refiere Lorca se desconoce. Tal vez nunca se escribió. Pero gracias a esta carta sabemos que, antes de poner pie en tierra estadounidense, ha vivido una experiencia conmovedora.
¿Tenía noticias, antes de salir para Nueva York, de la novela Manhattan Transfer, de John Dos Passos, que se había editado poco antes en la capital española? Es muy posible, e incluso cabe la posibilidad de que hubiera adquirido un ejemplar del libro, anunciado en El Sol como un gran éxito editorial el 16 de junio de 1929, a los pocos días de su salida de España:
Esta novela es la descripción más realista de la vida de Nueva York. Sería necesario cruzar cien veces la gran urbe neoyorquina de punta a punta, meterse en todos sus rincones, viajar en todos sus trenes, para sacar la misma impresión de vértigo que causa la lectura de esta serie de cuadros impresionantes, hilvanados con un hilo apenas perceptible, que el autor rompe cuando lo tiene por conveniente. Como en la pantalla del «cine», la acción, que abarca veintitantos años, cambia bruscamente de lugar. Los personajes, más de ciento, andan de acá para allá, subiendo y bajando en los ascensores, yendo y viniendo en el «Metro», saliendo y entrando en los hoteles, en los vapores, en las tiendas, en los «music-halls», en las peluquerías, en los teatros, en los rascacielos, en los teléfonos, en los Bancos.[4]
Adolfo Salazar, crítico musical de El Sol e íntimo amigo de Lorca, publicó allí el 21 de junio una inteligente reseña en que elogiaba la iniciativa de la Editorial Cenit, de Madrid, al sacar a la calle la traducción española de la novela.* Comentando el «simultaneísmo» de la técnica de Dos Passos, al querer transmitir la sensación de la frenética vida neoyorquina, Salazar señala la relación de la novela con el cine: «Se dice que esto es un procedimiento cinematográfico; más bien es como si se intentara proyectar varias películas, soldando los diversos episodios de cada una en una sola proyección».[5] Sabiendo que Lorca salía pronto para Nueva York, parece razonable suponer que Salazar le hubiera hablado de este extraordinario libro en que se evoca la hormigueante vida de la metrópoli donde el poeta granadino se iba ahora a sumergir. Pero aunque no fuera así, sabemos que, ya en Estados Unidos, Lorca leyó la novela.[6]
* John Dos Passos, Manhattan Transfer, traducción y prólogo de José Robes Pazos, Editorial Cenit, Madrid, 1929.
Entre la desoladora visión que da Dos Passos de Nueva York y la de Lorca en los poemas neoyorquinos habrá muchos puntos en común, y llama la atención el que entre las primeras escenas de Manhattan Transfer haya una descripción de la llegada a Nueva York de otro niño, inglés esta vez —Jimmy Herf—, que tampoco conoce a su padre y que, como el amiguito húngaro de Lorca, se va a meter pronto en el «vientre» de la inmensa ciudad.
Al margen del libro de John Dos Passos, es probable que durante la travesía fueran aflorando en Lorca reminiscencias de lecturas, conversaciones y noticias relacionadas con la sociedad en la cual iba a pasar una temporada. En primer lugar, de Rubén Darío, cuyo espléndido poema «A Roosevelt», de Cantos de vida y esperanza (1907), conocía, indudablemente, el granadino. El poema establece una comparación entre los Estados Unidos, «potentes y grandes», que juntan «al culto de Hércules el culto de Mammón», y la otra América, «la América ingenua que tiene sangre indígena, / que aún reza a Jesucristo y aún habla en español», la América de los antiguos dioses, de Moctezuma, de Colón, «la América católica, la América española».[7] Rubén Darío —habría que subrayarlo— no desprecia a los Estados Unidos, e incluso siente fascinación ante su energía y poderío. Pero considera que América Latina aventaja a su gigantesco vecino en valores espirituales. La visión lorquiana será muy parecida a la de su maestro.
Poco antes de salir Federico de Madrid, Alberto Ghiraldo, en su libro Yanquilandia bárbara. La lucha contra el imperialismo, había insistido, siguiendo (con estadísticas) el argumento de Rubén, en que los Estados Unidos, pese a tanto hablar de democracia, veían a América Latina como un predio a explotar y nada más. La obra había suscitado cierto revuelo, y no sería sorprendente que su tesis le hiciera reflexionar al poeta y tal vez contribuyera a condicionar su actitud previa hacia el país que iba pronto a visitar.[8]
En cuanto al libro de poemas de Juan Ramón Jiménez, Diario de un poeta recién casado, publicado en 1917, no puede caber la menor duda de que Lorca lo conocía, tanto por su relación personal con Juan Ramón como por el hecho de ser el libro en sí uno de los más difundidos del poeta de Moguer. Jiménez había ido a Estados Unidos para casarse con Zenobia Camprubí, es decir, al encuentro de un amor ya seguro. Lorca, al contrario, se escapa de España con —cabe suponerlo— la esperanza de poder curarse de sus recientes heridas afectivas y, quizá, de encontrar un nuevo amor. Los poemas neoyorquinos de Juan Ramón ofrecen una visión de la ciudad afín en varios aspectos a la que daría posteriormente John Dos Passos en Manhattan Transfer. Ojo agudamente observador, el del poeta andaluz. Aeroplanos, subterráneo («estrepitoso negror rechinante, sucio y cálido»), taxis, trenes elevados, tranvías, ómnibus, incendios cotidianos: la apabullante velocidad de la metrópoli alborota a Juan Ramón, así como el conflicto entre la Naturaleza y la forma de vivir que representa esta ciudad enjaulada en sus escaleras de incendio:
A los tres días, la obsesión es un incendio total de la imaginación del que renaciera nuestra idea a cada paso, igual que el Ave Fénix de la copla andaluza. El fuego es lo único que hace, por la ley, parar estas calles que andan. Su campaneo constante, ahoga, ahoga, ahoga el cantar —esquilas y músicas— de la vida y de la muerte, como en un tercer estado que fuese el único y el decisivo. ¡Fuego!
La primavera asalta las escaleras de hierro, sin pensar que la pisarán todos los días huyendo en cueros, y que los cristales rotos a hachazos herirán, cada noche, su carne tierna…[9]
Símbolo máximo de la artificialidad de Nueva York es esta luna ambigua que se levanta sobre la ciudad y da lugar a un breve diálogo: «—¡La luna! —¿A ver? —Ahí, mírala, entre esas dos casas altas, sobre el río, sobre la octava, baja, roja, ¿no la ves…? —Deja, ¿a ver? No… ¿Es la luna, o es un anuncio de la luna?».[10] Juan Ramón ve de parecida forma el cielo de Nueva York, trece años antes de la llegada de Lorca: «Para ser de imitación, no está mal. Un poco yerto, desvaído y duro. —Estos pintores de anuncios son bastante buenos, ¡caramba! ¡Más arriba! ¡Más arriba! ¡No se caen ustedes, hombres! ¡Más arriba, que todavía se huele la pintura…!».[11]
Otro antecedente —esta vez cinematográfico— de la visión lorquiana de Nueva York era Metrópolis, la famosa película de Fritz Lang. Lorca no estaba en Madrid cuando, el 23 de enero de 1928, se estrenó allí la película[12] —llamada tiempo antes por Luis Buñuel, en La Gaceta Literaria, «el más maravilloso libro de imágenes que se ha compuesto»—,[13] pero cuesta trabajo creer que no la viera cuando, en febrero del mismo año, se dio a conocer, a bombo y platillos, en Granada.[14] Si la película —con su tétrica visión de la metrópoli del futuro, de la subterránea «ciudad de los obreros», de los aviones que vuelan entre rascacielos, de una imponente maquinaria que sustituye progresivamente a la mano de obra humana— aún nos conmueve, es fácil imaginar el impacto de la cinta sobre el público de 1928. La equiparación entre la metrópoli de Fritz Lang y Nueva York era ineludible. Manuel López Banús, redactor de gallo, ha recordado la honda impresión que a él y a sus compañeros les causó aquella película que, durante días, fue profusamente comentada en la prensa granadina, y que, curiosamente, fue precedida, en enero, por otra película, New York de noche, que, según El Defensor de Granada, ofrecía «interesantes y fantásticos efectos de las grandiosas iluminaciones que la ciudad de Nueva York ostenta por la noche». Tal vez Lorca vio también esta cinta.[15]
Nueva York, en 1929, era en realidad tema de noticias todos los días en la prensa europea, y no menos en la española. En El Defensor de Granada habían aparecido, el 16 de marzo de 1929, las «impresiones» de un hijo de la ciudad de la Alhambra, E. Serrano Morente, ante la «civilización» de los rascacielos. La «Ley Seca» y sus mortíferas consecuencias; los continuos tiroteos y la violencia latente; los atracos; los contrabandistas; Al Capone y los bajos fondos de Nueva York y Chicago: si el articulista insistía en los elementos negativos de aquella sociedad, no por ello se mostraba indiferente ante los extraordinarios adelantos tecnológicos de la misma.[16]
Estos adelantos fascinaban entonces a los europeos, y, en lo referente al arte contemporáneo, buena parte de la «asepsia» tan preconizada por Dalí y los redactores de gallo era de procedencia yanqui. Por otra parte, en El paseo de Buster Keaton, de 1925, Lorca había demostrado ya su interés por el cine norteamericano: allí, en un desolador paraje urbano que anticipa el de los poemas neoyorquinos, un negro se come su sombrero de paja «entre las viejas llantas de goma y bidones de gasolina», y hace su aparición una tremebunda chica «liberada», infundiéndole tal miedo a Pamplinas que da la impresión de que en cualquier momento va a emprender una de sus famosas carreras.[17]
Una prueba más de la fascinación que ejerce Nueva York es el hecho de que, en los mismos días en que Lorca llega allí, el famosísimo escritor-viajero Paul Morand está ultimando un libro sobre la ciudad, libro que, cuando se publique a principios de 1930, tendrá un enorme éxito en Francia y será traducido inmediatamente a numerosos idiomas. Lorca dirá en el otoño de 1930, unos meses después de regresar a España, que la visión que da Morand de Nueva York era más fría, menos comprometida que la suya («Morand, en suma, es el invitado a tomar el té en un mirador confortable, y yo soy —quiero serlo al menos— el hombre que mira la gran mecánica del “elevado” y le caen las chispas de carbón encendido en las pupilas»),[18] pero, en realidad, la visión del francés es mucho más próxima a la del poeta que lo que da a entender éste, que con toda probabilidad no ha hecho más que hojear el libro, publicado en Madrid aquel verano.[19] De todas maneras, el texto de Morand será un hecho que, de 1930 en adelante, tendrá bien presente el poeta y que, de alguna forma, incidirá sobre su actitud retrospectiva hacia Nueva York.
De Walt Whitman, hijo de Manhattan, cantor de la democracia y de la individualidad humana, ¿qué noticias tenía Lorca antes de llegar a Nueva York? Conocía sin duda el célebre soneto de Rubén Darío titulado, precisamente, «Walt Whitman» (Azul):
En su país de hierro vive el gran viejo
bello como un patriarca, sereno y santo.
Tiene en la arruga olímpica de su entrecejo
algo que impera y vence con noble encanto…[20]
Darío sentía una honda admiración por Whitman —hay otras alusiones en su obra al autor de Hojas de hierba— y ello no sería indiferente para el joven Lorca, tan influido por el poeta nicaragüense. Cabe pensar, además, que en la tertulia del café Alameda de Granada, antes de que Lorca llegara a la Residencia de Estudiantes madrileña, se hablara de Whitman: sería difícil que un lector tan inquieto, por ejemplo, como Francisco Soriano Lapresa, gurú del «Rinconcillo», no conociera al gran cantor de sí mismo y de su pueblo, o en el inglés original o en alguna traducción española. Además, según el testimonio del poeta granadino Luis Rosales, Federico conocía a Whitman en la antología de Armando Vasseur, publicada en Valencia en 1912.[21]
En cuanto a los ultraístas, con quienes había alternado Lorca a partir de 1919 en Madrid, éstos profesaban un culto a Whitman. En el libro Hélices (1923), de Guillermo de Torre —amigo de Federico y uno de los capitanes del grupo—, hay varias referencias al poeta de Camden, arrancando allí el poema «Canto dinámico» con una alusión al largo poema «Salut au monde!»:
¡Viajar! ¡Fluir! ¡Tránsito! ¡Ascensión!
«Dame la mano, Walt Whitman» —como dice el Atlante, el buen poeta gris, en su emocionante «Saludo Mundial»—.
¡Oh, la incitante trayectoria perimundial![22]
¿Podía conocer Lorca el extraordinario poema de Fernando Pessoa, «Saudação a Walt Whitman» [«Saludo a Walt Whitman»], larga composición que, de acuerdo con su primer verso, se había empezado a escribir el 11 de junio de 1915, pero que, según parece, no se publicó en vida del poeta? Se ha demostrado que Isaac del Vando-Villar, poeta vanguardista que dirigía la revista sevillana, y luego madrileña, Grecia, estaba en contacto personal con el portugués y que éste, a su vez, seguía con interés el desarrollo de la poesía española contemporánea.[23] El hecho de que el poema no se diera a conocer en letras de molde antes de la muerte de Pessoa no quiere decir que éste no lo mostrara a sus amigos, por lo cual es posible que los ultraístas madrileños tuviesen noticia de él e incluso lo conociesen. Hacia el principio del poema encontramos unos versos que, de haberlos conocido, le habrían llamado fuertemente la atención a Lorca:
Yo tan contiguo a la inercia, tan fácilmente colmado de tedio,
soy de los tuyos, bien lo sabes, y te comprendo y te amo,
y aun sin conocerte, que nací hacia el año en que morías,*
sé que me amaste también, que tú me conociste, y eso me alegra.
Sé que me conociste, que me contemplaste y me explicaste,
sé que eso es lo que soy, bien en Brooklyn Ferry diez años antes de que yo naciera,
bien Rúa do Ouro arriba pensando en todo cuanto no es Rúa do Ouro,
y tal como todo lo sentiste así lo siento todo, y aquí estamos con las manos enlazadas,
con las manos enlazadas, Walt, con las manos enlazadas, danzando el universo en el alma.
¡Oh siempre moderno y eterno cantor de los concretos absolutos,
concubina fogosa del universo disperso,
gran pederasta rozándote en la diversidad de las cosas,
sexualizado por las piedras, por los árboles, por las personas, por las profesiones,
celo de los tránsitos, de los encuentros casuales, de las meras observaciones,
entusiasta del contenido de todo,
gran héroe adentrándose en la Muerte con piruetas,
y bramando, aullando y rugiendo al saludar a Dios!**
* Whitman murió en 1892, cuatro años después del nacimiento de Pessoa.
** Para el texto portugués, Pessoa, Obras completas (véase bibliografía), II, 204 a 209. Traducción de José Antonio Llardent (véase Pessoa, bibliografía), 221-228. Esta cita, 222.
Si los ultraístas madrileños conocían este poema, o parte de él —y ello no está demostrado—, existe la posibilidad de que también lo conociera, o tuviera noticias de él, Lorca antes de viajar a la patria de Whitman. Y creemos que merece la pena llamar la atención sobre ello, puesto que el poema de Pessoa, al no eludir el aspecto homosexual del poeta norteamericano, no hubiera podido sino interesar profundamente a Lorca, quien en su Oda a Walt Whitman también se enfrentará, de una forma intensamente personal, con una temática parecida.[24]
Durante la travesía por el Atlántico, cabe inferir que Fernando de los Ríos, que ya había visitado dos veces Estados Unidos y hablaba bastante bien inglés, le explicaría al poeta algo de lo que le esperaba en Nueva York. El famoso catedrático socialista, que iba a dictar conferencias en la Universidad de Columbia y otros centros docentes, había hablado en el Ateneo de Granada, en febrero y marzo de 1929, de Cuba y de su segunda visita a Norteamérica. Federico estaba entonces en Madrid, pero por su amistad con don Fernando es probable que éste le hubiera hablado personalmente de sus peripecias por aquellas tierras. En dichas conferencias, ilustradas con proyecciones, De los Ríos había empezado hablando de su estancia en Cuba, esbozando la historia y describiendo el cante de los negros de la isla, y luego había transportado a sus oyentes —después de una rápida visita a Puerto Rico— a Nueva York y a la propia Universidad de Columbia, «con 48.000 alumnos y 1.800 profesores». El conferenciante evocó una visita al barrio negro de Harlem, donde había asistido a una ceremonia religiosa en una iglesia anabaptista. Allí el pastor empieza su plática con palabras que impresionan fuertemente al futuro ministro de la República: «Cristo redentor y la raza negra no redimida». Al salir de la iglesia, De los Ríos se pregunta: «¿Qué va a ser culturalmente de esta raza?». Es una pregunta que, dentro de algunos meses, se hará Lorca y que será tema de uno de sus primeros poemas neoyorquinos, Oda al rey de Harlem. Fernando de los Ríos —«el gran maestro de nuestras juventudes», en palabras de El Defensor de Granada— terminó su primera conferencia poniendo un disco de Paul Robeson, el profundo cantor negro.[25] El rondeño entendía mucho de cante jondo y no era sorprendente que se sintiera atraído, como luego Federico, por la música de los negros norteamericanos, que el poeta compararía, por su hondura y su emoción, con el cante de Andalucía.
Después de su visita a Nueva York, De los Ríos se había encaminado hacia el oeste de los Estados Unidos para seguir allí las huellas de la cultura española. Para su auditorio evoca Colorado y su cañón, Arizona y California, y hace hincapié en Santa Fe, donde el catedrático ha experimentado «una emoción intensísima».[26]
De esta emoción tal vez hablaría con Lorca. En Santa Fe de Granada, situada a sólo ocho kilómetros de Fuente Vaqueros, se firmaron las capitulaciones entre los Reyes Católicos y Cristóbal Colón, por lo cual se ha venido llamando «Cuna de la Hispanidad» a aquella población. ¿No tendría Federico la sensación, al embarcar para Nueva York, de que él, en cierta manera, seguía, desde la Vega de Granada, la ruta de Colón, y que también iba al descubrimiento de un Nuevo Mundo, esta vez poético? Es posible. Poco tiempo antes de salir de España, de todas maneras, le había escrito a Morla Lynch: «New York me parece horrible, pero por eso mismo me voy allí. Creo que lo pasaré muy bien».[27]
Si Lorca, antes de desembarcar en Nueva York, ya poseía una idea bastante clara de la ciudad, también sabía que allí le esperaban unos excelentes amigos y admiradores españoles, entre ellos una persona muy bien situada para allanarle las dificultades de los primeros momentos e introducirle en círculos donde se apreciasen sus dones: Federico de Onís.
Federico de Onís y Sánchez (1885-1966), salmantino, uno de los valores más destacados de la Universidad española, era íntimo amigo de Alberto Jiménez Fraud, director de la Residencia de Estudiantes, y llevaba enseñando en la Casa Hispánica (Departamento de Español) de la Universidad de Columbia, donde ahora era catedrático, desde 1916. Filólogo destacado, autor de numerosos libros y entusiasta de la música y de la poesía españolas tradicionales, Onís era uno de los principales promotores y puntales de la cultura española en Nueva York, donde dirigía la Revista de Estudios Hispánicos (Nueva York-Puerto Rico-Madrid), fundada en 1928. Sería luego, en 1934, cofundador de la prestigiosa Revista Hispánica Moderna (Nueva York-Buenos Aires), el dibujo de cuya portada, por cierto —una imagen de la Dama de Elche—, llevaría una orla, diseñada por Lorca durante su estancia en Estados Unidos, que reza, con cita de Rubén Darío, «Sangre de Hispania fecunda».[28]
En cuanto al soriano Ángel del Río (1901-1962), a quien Lorca había conocido en Madrid en 1919, llevaba poco tiempo en Nueva York, donde había llegado desde la Universidad de Miami, convocado por Federico de Onís, para enseñar literatura española en Columbia.[29] Del Río, tres años menor que Lorca, ha seguido de cerca la ascendente carrera literaria de su amigo granadino, y será para el poeta, en aquellos primeros meses neoyorquinos, un excelente compañero, ofreciéndole, como Onís, su hospitalidad, y haciendo con su mujer, Amelia Agostini, todo lo posible para que el poeta no sienta excesiva nostalgia de su tierra y de sus gentes.
Lorca, de hecho, no llegaba a Nueva York ni como su pequeño amigo húngaro del barco ni como Jimmy Herf, sino como el joven poeta español más famoso del momento y sabiendo que, pese a la soledad interior que pudiera padecer en la metrópoli, no le iban a faltar ni amigos viejos ni amigos nuevos.
Primeros pasos por «el Senegal con máquinas»
Cuando el Olympic atraca en Nueva York aquel 25 de junio de 1929 esperan en el muelle a los dos españoles Ángel del Río, Federico de Onís, el poeta zamorano León Felipe, profesor en la Universidad de Cornell, a quien Federico conoce ahora por primera vez, varios periodistas, entre ellos el director del diario neoyorquino de lengua española La Prensa, José Camprubí, miembro del consejo ejecutivo del Instituto de las Españas y cuñado de Juan Ramón Jiménez,[30] y —provocando en Lorca una gratísima sorpresa— el pintor manchego Gabriel García Maroto, editor de su segundo libro, Libro de poemas, en 1921. Maroto, cuenta Federico a sus padres en su primera carta desde Nueva York, fechada el 28 de junio, «se volvió loco dándome abrazos y hasta besos». Recién llegado de México, el viejo amigo de los primeros días de Madrid gana ahora mucho dinero, al parecer, como pintor y dibujante de revistas.[31]
Federico de Onís se encarga con gran eficacia de encontrar un alojamiento idóneo para Lorca, matriculándole como estudiante en la Universidad de Columbia y consiguiéndole una habitación —la número 617— en una de las residencias de ésta, Furnald Hall.[32] No ha querido que el poeta fuera a la Residencia Internacional —la International House—, porque sabe que allí no iba a aprender una palabra de inglés, y gracias a su posición como catedrático de la Universidad se ha podido obrar el milagro. Ya instalado en su cuarto de Furnald, el poeta escribe entusiasmado a sus padres (y sin preocuparse demasiado por la exactitud de la información transmitida):
La Universidad es un prodigio. Está situada al lado del río Hudson en el corazón de la ciudad, en la isla Manhattan, que es lo mejor, muy cerca de las grandes avenidas. Y sin embargo, es deliciosa de silencio. Mi cuarto está en un noveno piso y cae al gran campo de deportes, verde de hierba con estatuas.
Al lado, y por las ventanas de los cuartos de enfrente, ya pasa el inmenso Broadway, el bulevar que cruza todo New York.
Sería tonto que yo expresara la inmensidad de los rascacielos y el tráfico. Todo es poco. En tres edificios de éstos cabe Granada entera. Son casillas donde caben 30.000 personas.[33]
A los dos días de estar en Nueva York, Federico declara que está matriculado en un curso de inglés y de literatura inglesa —en realidad se matriculará el 5 de julio—, y tiene, les asegura a sus padres, «ganas de trabajar». «Que nunca os agradeceré bastante lo que hacéis por mí —añade en seguida—, pero que yo responderé con obra y con vida que serán orgullo vuestro y alegría».[34]
Sorprendido, el poeta se ha encontrado con que, dada la matemática disposición de las calles neoyorquinas, no le es difícil orientarse por la ciudad. Ya se siente «aclimatado». «New York es alegrísimo y acogedor —continúa—. La gente es ingenua y encantadora. Me siento bien aquí. Mejor que en París, al que lo noto un poco podrido y viejo».[35]
La noche anterior ha visitado Broadway con García Maroto, León Felipe y Ángel Flores, director de la revista Alhambra. El espectáculo le ha impresionado hondamente. Como a Juan Ramón Jiménez, trece años antes, han sido los anuncios de los rascacielos lo que más le ha llamado la atención:
Los inmensos rascacielos se visten de arriba a abajo de anuncios luminosos de colores que cambian y se transforman con un ritmo insospechado y estupendo. Chorros de luces azules, verdes, amarillas, rojas, cambian y saltan hasta el cielo. Más altos que la luna se apagan y se encienden los nombres de bancos, hoteles, automóviles y casas de películas, la multitud abigarrada de jerseys de colores y pañuelos atrevidos sube y baja en cinco o seis ríos distintos, las bocinas de los autos se confunden con los gritos y músicas de las radios y los aeroplanos encendidos pasan anunciando sombreros, trajes, dentífricos, cambiando sus letras y tocando grandes trompetas y campanas. Es un espectáculo soberbio emocionante, de la ciudad más atrevida y más moderna del mundo.[36]
Esa noche ocurre una de las «cosas de Federico». De creer al poeta, en la carta a sus padres, mientras deambulaban por Broadway oyó de repente una voz que le llamaba y vio que un muchacho vestido con un jersey rojo saltaba desde una ventana a ras de la calle y corría hacia él. Se trataba de un joven inglés, Campbell Hackforth-Jones, estudiante de español en Oxford, a quien había conocido en Granada durante las vacaciones de Navidad de 1926-1927, y a quien le dedicaría luego un poema de Canciones («Flor», de la sección «Canciones de luna»). «Tuve una alegría enorme —sigue contando Lorca a sus padres— porque debéis saber que encontrarse en Nueva York es rarísimo y es insólito. Es tan raro como encontrarse en alta mar dos peces. Maroto se quedó estupefacto y decía “Nada, tus cosas, esto no le pasa a nadie más que a ti”».[37]
Lo que no les dice a sus padres Federico es que, al pasar por Londres, le había mandado un telegrama a Hackforth-Jones, pensando que éste se encontraba con su familia cerca de la capital. Los padres del chico habían remitido el mensaje a Campbell, de modo que éste ya estaba al tanto de la inminente llegada de Lorca a Nueva York;[38] lo cual no quita lo insólito de aquel encuentro en pleno Broadway.
El padre de Hackforth-Jones era bolsista, y le había mandado a Nueva York a trabajar en la oficina de sus asociados en Wall Street. Nadie mejor que Campbell, pues, para servir de cicerone al poeta por aquel impresionante mundo del dólar. El chico vive en un piso alquilado cerca de la calle 70, donde, durante un período de varias semanas, le visitará Federico muchas tardes, compartiendo con él libaciones de ginebra, alcohol que Campbell compra de contrabando —son todavía los días de la Ley Seca—, y donde conocerá a la hermana de éste, Phyllis, también en Nueva York entonces. Pero pese a lo que promete Lorca en la primera carta a sus padres, su amigo jamás le dará clases formales de inglés.[39]
Hackforth-Jones ha recordado un episodio vivido con Lorca que vale la pena consignar. «En una reunión de negros en Nueva York —escribe—, una mujer, Mrs. Randolph, le dijo la buenaventura, de manera informal. Ella no hablaba español, de modo que yo hice de intérprete. Lo que ella vio le chocó y preocupó. No creo que fuera de modo alguno una persona falsa, porque también le dijo a un amigo mío a quien le leyó la mano que estaba en peligro. Después de abandonar yo los Estados Unidos él murió en circunstancias casi seguramente inevitables».[40] No sabemos qué le dijo a Lorca la señora Randolph después de ver su mano. Pero podemos tener la seguridad de que, aunque la negra no le contara todo lo que creía haber percibido, él leería en sus ojos el desconcierto que le había producido aquella visión.
Ángel del Río —primer biógrafo del poeta granadino— no había visto a Federico desde hacía varios años. Por ello sus impresiones del amigo ya célebre que acaba de llegar a Nueva York, aunque retrospectivas, no carecen de interés:
Desde los años de su primera juventud en Madrid, cuando le conocimos, su prestancia personal había cambiado poco: la misma mezcla de poder y de debilidad. La misma seguridad en sí mismo, un poco más consciente, la misma mirada llena de vida, ahora un poco más profunda y un poco más triste. Los momentos de alegría no habían desaparecido, pero, al menos en los primeros meses, no eran tan frecuentes. Su indumentaria, de acuerdo con la moda y los ideales artísticos de esos años, tenía un cierto aire deportivo. El antiguo lazo negro, residuo de la bohemia modernista, se había convertido en una corbata de nudo grueso y colores brillantes encuadrada en una camisa de corte Oxford y unos «sweaters» amarillos, blancos o negros.[41]
Así aparecía a los ojos del amigo el Lorca de treinta y un años, al borde de la que iba a ser una bajada a las hondonadas más secretas y más angustiadas de su ser, alejado por primera vez de la geografía familiar y social en que se había apoyado hasta entonces en su lucha contra las tinieblas.
En su primera carta a sus padres, del 28 de junio, Federico les había mencionado su encuentro con Philip Cummings en el tren de Francia, y la invitación hecha por éste para pasar el mes de agosto —«que es el del calor grande aquí»— con él en Canadá.[42]
En realidad no se trataba de Canadá, sino del colindante estado de Vermont, donde, a orillas del lago Eden, Cummings había alquilado una cabaña para el verano. La invitación iba en serio. A los pocos días de llegar a Estados Unidos, Lorca le escribe a Cummings una carta —hoy, por lo visto, perdida— en la cual le habla de «esa desesperación de Nueva York», donde, dice, «estoy loco», algo, desde luego, que no confiesa a sus padres.[43] Cummings le contesta en seguida y le incluye el dinero para el viaje a Vermont. También le llama por teléfono. En su contestación, el poeta explica que, pese a su deseo de ver muy pronto al amigo, en quien dice pensar constantemente, ya no podrá visitarle hasta dentro de seis semanas, porque se ha matriculado en un curso de inglés, y le expresa su intensa gratitud por la generosidad de su gesto. «Espero que tú me contestarás —termina la carta— y no te olvidarás de este poeta del Sur perdido ahora en esta babilónica, cruel y violenta ciudad, llena por otra parte de gran belleza moderna». El tono de la carta es íntimo, y el poeta, que ha arrancado con un «Querido amiguito mío», se despide con un «Adiós, queridísimo» no corriente en su epistolario.[44] No cabe duda de que Lorca siente una especial ternura hacia el joven norteamericano que le dedicara un poema en la Residencia de Estudiantes de Madrid inmediatamente después de oírle por primera vez tocar el piano.
Federico tomó con cierta seriedad su curso de «English for Beginners», dirigido aquel verano por la señorita Amy I. Shaw, y aunque no se presentó al examen final, a mediados de agosto, sí asistió regularmente a clase, lo que en él constituía un esfuerzo absolutamente insólito.[45] Parece claro que el poeta, que no poseía aptitudes para los idiomas, comprendía el interés que para él podría tener el saber inglés. Aquel otoño, al volver a Nueva York después de las vacaciones, se matriculará, con el mismo propósito, en otro curso parecido. A pesar de sus buenas intenciones, sin embargo, no llegará a hablar el idioma ni medianamente bien, aunque, eso sí, aprenderá muchas palabras y frases sueltas, como podrá comprobar su amigo Adolfo Salazar en la primavera de 1930, cuando Lorca llegue a Cuba inmediatamente después de su estancia en Nueva York.[46]
Philip Cummings no es el único amigo norteamericano que tiene Lorca. El poeta había atendido con exquisitez a la periodista norteamericana Mildred Adams (1894-1979), colaboradora del New York Times, cuando visitó Granada en la primavera de 1928, presentándola a sus amigos, interpretando para ella, en el viejo piano del hotel Washington Irving, los romances del prendimiento y muerte del gitano Antoñito el Camborio, y llevándola a conocer a don Manuel de Falla en su carmen de la calle de Antequeruela Alta, debajo de la Alhambra.[47] Mildred Adams, encantada con su visita, había abandonado Granada, como vimos, llevando bajo el brazo ejemplares de gallo. «Me ha dado unas horas inolvidables —le había escrito desde Madrid, antes de salir para Estados Unidos—, y aunque no puedo oír su voz ni ver su cara de poeta, tengo sus libros, y leyendo sus poemas puedo recrear en mi imaginación la imagen de Federico García Lorca, jongleur extraordinaire».[48] Era normal, pues, que al enterarse de que había llegado Lorca a Nueva York, se desviviera por agasajarle y por presentarle a su amplio círculo de amistades literarias y artísticas.
El reencuentro con Mildred Adams tuvo lugar en casa de unos mejicanos a quienes, en carta a sus padres fechada 6 de julio de 1929, el poeta no identifica. Es indudable que ya disfruta una placentera vida social en Nueva York:
Mis amigos de aquí se siguen portando de manera espléndida conmigo y no hay ninguna dificultad para mí. El poeta León Felipe, catedrático de la Universidad de Cornell, y su señora se han portado de manera paternal y me tienen, como dicen en Andalucía, «dentro de un fanal». Ayer vino a verme el hijo del Duque de Tovar, que es estudiante en Columbia, a ofrecerse a mí para todo lo que necesitara. Es un muchacho simpatiquísimo, muy demócrata y gran admirador de Estados Unidos.* En una reunión de pintores y poetas de México donde estuve para conocerlos personalmente, ya que de nombre nos conocíamos todos, me encontré con la señorita Adams, que yo traté mucho en Granada. El mundo es un pañuelito pequeño.[49]
* Se trata de Rafael de Figueroa y Bermejillo, hijo del duque de Tovar, estudiante de ingeniería que por aquel entonces vivía, como el propio García Lorca, en Furnald Hall.[50]
Durante las próximas semanas Lorca verá con frecuencia a Mildred Adams, quien, la noche del 7 de agosto, organiza en casa de sus padres una fiesta española en honor del poeta granadino. Lorca escribió entonces a su familia:
Si yo en Nueva York no tuviera los amigos que tengo, esta ausencia sería tristísima, pero en realidad estoy atendido en extremo. Maroto, que siempre se mete con la gente, dice: «Dondequiera que tú vas, eres el niño mimado y el acaparador. Donde estés tú no hay nadie. A esto ya no hay derecho». En realidad tengo amigos buenísimos y me hacen una vida animadísima. Anoche hubo en casa de Miss Adams (perteneciente a una de las más distinguidas familias de N.Y.) una reunión hecha para mí y para presentarme a sus amigos. Acudió mucha gente norteamericana simpatiquísima. Se tocó música de Albéniz y Falla por un pianista bastante bueno y las chicas iban con mantón de Manila. En el comedor había, ¡oh divina sorpresa!, botellas de jerez y coñac Fundador. En suma, un rato delicioso. Yo, naturalmente, tuve que hacer mi numerito de canciones, y cantar soleares en una guitarra con verdadero llenazo. Claro es que aquí yo me atrevo a todo, porque no he visto en mi vida gente más buena y más ingenua… y además inteligente.[51]
Lorca no tenía don de idiomas, cierto. Y poca falta le hacía, pues era dueño de un lenguaje universal, el de la música. La clave de su éxito social en Nueva York será, indudablemente, la música: el poder sentarse en cualquier momento ante un piano, o con una guitarra, y empezar a desplegar su amplio repertorio de canciones populares españolas. En las cartas a sus padres se referirá varias veces, orgullosamente, a aquellos improvisados conciertos folklóricos, que parecían gustar por igual a norteamericanos, sudamericanos y españoles.
Federico de Onís, buen conocedor y catador de dicha música —a quien Lorca dice un día: «Soy el loquito de las canciones»—,[52] analizará, en 1940, la importancia de la música en la vida y la obra del poeta granadino, y recordará que, en Nueva York, Lorca enseñó canciones españolas a los estudiantes de la Universidad de Columbia y —seguramente por primera vez en su vida— dirigió, no sin timidez, un coro, compuesto en su mayor parte de estudiantes de español. Efectivamente, nombrado ya a principios de julio «Director de los Coros Mixtos del Instituto de las Españas en los Estados Unidos», actuó como tal en un concierto de canciones populares españolas dado, con gran éxito, la última semana del semestre, el 7 de agosto de 1929, fecha de la reunión celebrada después en casa de Mildred Adams y descrita por Federico en carta a sus padres.
El concierto —anunciado como «Una noche de música española»— tiene lugar en el salón teatro de la Casa Italiana, y empieza con la actuación de la masa coral del Instituto de las Españas, dirigida por Lorca. Las chicas —en su mayoría estudiantes norteamericanas— visten la clásica mantilla, y, antes de cada canción, Federico de Onís pronuncia unas breves palabras de introducción. Describiendo el acto, La Prensa comenta «el fondo de gran fuerza musical que don Federico García Lorca en el piano mantuvo constantemente». Entre las canciones interpretadas por el coro figuran «El romance de don Boyso», «Canción torera» y «El vito de Jerez».[53]
Mildred Adams comenta que el Instituto de las Españas desempeñó para Federico un papel parecido al de la Residencia de Estudiantes de Madrid, puesto que tenía un piano, una nutrida biblioteca de libros españoles, muchos socios hispanoparlantes y, en general, un ambiente amistoso y distendido. Y es cierto que allí el músico y poeta no podía por menos de sentirse muy en su salsa.[54]
Federico conoce muy pronto, gracias a Mildred Adams, a otras dos personas que amenizan su estancia en Nueva York. Se trata de Henry Herschel Brickell (1889-1952), crítico literario del New York Herald, oriundo de Misissippi y gerente, desde 1928, de la casa editorial Henry Holt and Company, y de la mujer de éste, Norma, amante de la música y persona de gran sensibilidad.[55]
Brickell era aficionado tanto a la lengua como a la literatura españolas, conocía España y había estado en Granada, donde no se había atrevido a visitar a Falla, limitándose a pasar con frecuencia delante del carmen del famoso músico.[56] Antes de conocer a Federico tenía noticias de él y del Romancero gitano, de modo que todo estaba ya previsto para su encuentro. La tarde del 18 de julio —día de san Federico— varios amigos de Lorca le llevan a casa del crítico, que ha organizado, en honor del poeta granadino en el día de su santo, una fiesta durante la cual, según les cuenta Federico a sus padres, «inevitablemente tuve que tocar y cantar al piano»:
No tenéis idea lo que se emocionan estos americanos con las canciones de España. Yo tengo lo que se llama un lleno. Y como ellos corren la voz a sus amigos, la casa de Mr. Brickell estaba de bote en bote. Claro es que habrá seguramente pocas personas que sepan más canciones que yo. Los pobres se quedan asombrados. En el invierno daré seguramente en algún salón muy elegante varias audiciones de música popular española. Es una buena propaganda de España y sobre todo de Andalucía. Así pues, mi día tuvo un final alegre.[57]
Brickell se deslumbra ante el talento del andaluz, y poco tiempo después expresa el deseo de publicar algo suyo, cosa que sin embargo no llegará a hacer.[58] Durante julio y la primera mitad de agosto Lorca visita con frecuencia aquel hogar, y su amistad con el matrimonio se hará aún más firme cuando vuelva a Nueva York después de las vacaciones veraniegas. Con Norma Brickell, que a diferencia de su marido no sabe español, llegará a tener una relación especialmente estrecha. Un año después de la muerte de Federico —a quien Herschel Brickell volverá a ver brevemente en 1933, en Santander—, el crítico norteamericano escribirá: «España me ha dado muchas cosas por las cuales estaré eternamente agradecido, pero ningún regalo tan valioso como la presencia de Federico en mi casa numerosas veces durante el invierno de 1930 [sic]». Y añadirá: «Era, creo, la aproximación más cercana al genio puro con que yo he tropezado, y su conocimiento de cada aspecto del arte español era sencillamente increíble».[59]
Entretanto, los inquilinos de Furnald Hall se van familiarizando con el estrafalario español. Aquel agosto se publica en la revista Alhambra un artículo sobre el poeta que da cumplida cuenta de ello. «Los estudiantes de la Universidad de Columbia, el operador negro del ascensor de Furnald Hall, la telefonista abajo, todos —escribe Daniel Solana— conocen ya bien las profundas reverencias, la extraña forma de andar, las piruetas, las exageraciones y la simpatía de Federico García Lorca. Naturalmente, todo esto es para defenderse contra aquel enemigo universalmente detestado, un idioma extranjero…».[60]
Entre las personas con quienes Federico entabla amistad en las primeras semanas de su estancia en Nueva York hay que destacar a una guapa cubana, Ofelia Lizardi Maravito, a cuyo lado estudia inglés,[61] y a una alumna de la Universidad de Columbia, Sofía Megwinoff, que había sido discípula de Federico de Onís y de Ángel del Río en la Universidad de Puerto Rico. Megwinoff, a quien Lorca recordará en su conferencia-recital sobre Nueva York, de 1932, como «la rusa portorriqueña», conoció al poeta en el Instituto de las Españas durante las preparaciones para el concierto de fin de semestre, y trató, sin éxito, de impartirle algunos rudimentos de inglés. El día siguiente a la primera «clase», Federico se había presentado con una edición de las poesías de Edgar Allan Poe en la mano y le había pedido que le leyera algunas de ellas. Con el insistente ritmo de «Annabelle Lee», el poeta, según el recuerdo de Sofía Megwinoff, «se hipnotizó», llevando el compás con la mano y subrayando la sonoridad de aquellas pocas palabras que lograba descifrar. En adelante, Lorca lleva cada día a su encuentro con Sofía el mismo ejemplar de Poe, y puede ser que el lúgubre poeta de Boston le hablara de una forma personal en estos momentos en que, pese a su aparente alegría y a su éxito social de siempre, le asediaban —a juzgar por los poemas escritos este verano— las dudas acerca de su identidad y de su destino, y también, con toda seguridad, los recuerdos de su desesperante experiencia amorosa en España con Salvador Dalí y Emilio Aladrén.[62]
Como a Paul Morand, la extraordinaria variedad de razas y religiones que ostenta Nueva York fascina al granadino, que, en sus primeros días allí, se siente no sólo intensamente español sino, también, intensamente católico español. Hacia los protestantes experimenta ya un vehemente desprecio, y su reacción al presenciar sus oficios —se supone que por primera vez en su vida— es acerbamente crítica. A sus padres les escribe:
He asistido también a oficios religiosos de diferentes religiones. Y he salido dando vivas al portentoso, bellísimo, sin igual catolicismo español. No digamos nada de los cultos protestantes. No me cabe en la cabeza (en mi cabeza latina) cómo hay gentes que puedan ser protestantes. Es lo más ridículo y lo más odioso del mundo.
Figuraos vosotros una iglesia que en lugar de altar mayor haya un órgano y delante de él un señor de levita (el pastor) que habla. Luego todos cantan, y a la calle. Está suprimido todo lo que es humano y consolador y bello, en una palabra. Aun el catolicismo de aquí es distinto. Está minado por el protestantismo y tiene esa misma frialdad. Esta mañana fui a ver una misa católica dicha por un inglés. Y ahora veo lo prodigioso que es cualquier cura andaluz diciéndola. Hay un instinto innato de la belleza en el pueblo español y una alta idea de la presencia de Dios en el templo. Ahora comprendo el espectáculo fervoroso, único en el mundo, que es una misa en España. La lentitud, la grandeza, el adorno del altar, la cordialidad en la adoración del Sacramento, el culto a la Virgen son en España de una absoluta personalidad y de una enorme poesía y belleza.
Ahora comprendo también, aquí, frente a las iglesias protestantes, el porqué racial de la gran lucha de España contra el protestantismo y de la españolísima actitud del gran rey injustamente tratado en la historia, Felipe II.[63]
Es probable que el templo visitado por Lorca fuera de los metodistas —seguidores de John Wesley—, secta puritana obsesionada con el alcohol y hacia la cual, en una carta posterior, el poeta expresará especial desprecio, culpándola de la Ley Seca que tantos estragos estaba causando en aquellos momentos en la sociedad norteamericana. «Claro está —dice— que esto es una imposición de la odiosa iglesia metodista muchísimo peor que los jesuitas españoles en su fase histórica actual».[64] No sabemos si llegó a saber que en Nueva York hasta había una Iglesia Metodista Española, algo, sin duda, que habría considerado una aberración sin precedentes.[65]
Tanta repugnancia llegan a merecerle los protestantes norteamericanos que un día declara —en otra carta a sus padres— que «el término protestante para mí es equivalente a idiota seco», y afirma que ya sabe reconocer desde lejos a los católicos, «por el aire y la inteligencia».[66] Se trata de una reacción cuya visceralidad sorprende, y que tal vez corresponda a la necesidad del poeta de agarrarse a algo familiar —el catolicismo— en ese mundo tan extraño y desorientador.
Lorca también ha visitado la sinagoga sefardita de Shearith Israel (esquina de la calle Central Park y la calle 70),[67] donde, en cambio, se ha sentido casi como en su casa. Solía afirmar que tenía sangre judía en las venas y puntualizar que Lorca es apellido de procedencia hebrea,[68] lo cual, ya de por sí, explicaría su interés en conocer esta comunidad. Pero la experiencia supera sus expectativas:
Cantaron cosas hermosísimas y había un cantante que era un prodigio de voz y de emoción. Pero también comprendo que en Granada somos casi todos judíos. Era una cosa estupenda ver cómo parecían todos granadinos. Había más de veinte, entre don Manuel López Sáez y Miguel Carmona. El rabino se llama Sola, con la misma coloración pálida de Sola Segura, su probable pariente.* En fin, que yo me moría de risa. Hicieron una ceremonia muy bonita, muy solemne, pero que a mí me resultó vacía de sentido. Me parece demasiado fuerte la figura de Cristo para negarla.
Lo que sí era extraordinario era el canto. El canto era terrible, patético, desconsolado. Era una queja continua, de belleza impresionante.[69]
* Manuel López Sáez era redactor de El Defensor de Granada. No hemos podido identificar a Miguel Carmona. El rabino era David de Sola Pool (1885-1970), autor de libros sobre el judaísmo y la historia de los sefardíes. El Sola granadino a quien se refiere el poeta tal vez fuera el abogado Manuel Sola Segura.[70]
Ya se ha señalado cómo, en las conferencias pronunciadas aquella primavera por Fernando de los Ríos en Granada, el catedrático socialista había hablado de su visita a una iglesia de Harlem y comentado las palabras del pastor, preguntándose «¿Qué va a ser culturalmente de esta raza?». Es una pregunta que, desde su llegada a la metrópoli, hace suya el poeta. Gracias a otra carta a sus padres, del 14 de julio, sabemos que ya ha empezado a penetrar en el mundo de los negros, y de forma privilegiada. No dice cómo, pero ha sido presentado a la escritora Nella Larsen (1893-1963), hija de padre negro y madre danesa, que acaba de publicar su segunda —y última— novela, Passing.[71] Los dos han hecho buenas migas, y el poeta se entiende perfectamente con ella en francés («eso es Santa Precisa que hace milagros. El poco francés que sé, se me aclaró tanto que recordaba todas las palabras»). Con Nella Larsen visita Harlem, donde ve «cosas sorprendentes», y asiste a dos reuniones en casa de la novelista:
Esta escritora es una mujer exquisita, llena de bondad y con esa melancolía de los negros, tan profunda y tan conmovedora.
Dio una reunión en su casa y asistieron sólo negros. Ya es la segunda vez que voy con ella, porque me interesa enormemente.
En la última reunión no había más blanco que yo. Vive en la segunda avenida, y desde sus ventanas se divisaba todo New York encendido. Era de noche y el cielo estaba cruzado por larguísimos reflectores. Los negros cantaron y danzaron.
¡Pero qué maravilla de cantos! Sólo se puede comparar con ellos el cante jondo.
Había un muchachillo que cantó cantos religiosos. Yo me senté en el piano y también canté. Y no quiero deciros lo que les gustaron mis canciones. Las «moricas de Jaén», el «no salgas, paloma, al campo», y «el burro» me las hicieron repetir cuatro o cinco veces. Los negros son una gente buenísima. Al despedirme de ellos me abrazaron todos y la escritora me regaló sus libros con vivas dedicatorias, cosa que ellos consideraron como un gran honor por no acostumbrar esta señora a hacerlo con ninguno de ellos.
En la reunión había una negra que es, y lo digo sin exagerar, la mujer más bella y hermosísima que yo he visto en toda mi vida. No cabe más perfección de facciones, ni cuerpo más perfecto. Bailó sola una especie de rumba acompañada de un tam-tam (tambor africano) y era un espectáculo tan puro y tan tierno verla bailar que solamente se podía comparar con una salida de la luna por el mar o con algo sencillo y eterno de la naturaleza. Ya podéis suponer que yo estaba encantado en esa reunión. Con la misma escritora estuve en un cabaret, también negro, y me acordé constantemente de mamá, porque era un sitio como esos que salen en el cine y que a ella le dan tanto miedo.[72]
Harlem, con sus «cosas sorprendentes», que el poeta no especifica; las reuniones en casa de Nella Larsen, donde, en un ambiente de calor humano y mutua comprensión, se despliega ante sus ojos y oídos lo profundo del arte negro, que él no duda en comparar con el cante jondo de Andalucía, tanto en el aspecto musical como en el corpóreo; la visita, con la misma Nella Larsen, a un cabaret negro; el reconocimiento de la melancolía que subyace en la expresión artística negra y que procede de la secular esclavitud que ha padecido esta raza; la visita con Sofía Megwinoff a una iglesia de Harlem: todas estas impresiones, y sin duda otras muchas de las cuales no ha quedado constancia, producen, al poco tiempo de su llegada a Nueva York, la necesidad de expresar poéticamente el dilema negro. Así, el 8 de agosto, escribe a sus padres:
Van pasando mis días neoyorquinos con gran serenidad y yo creo que con buen aprovechamiento. Empiezo a entender algo (muy poco), pero voy traduciendo y creo que daré al fin la batalla al inglés.
También empiezo a escribir, y creo que cosas que valen la pena; ahora bien, que desde luego no quiero publicar nada hasta que estén bien acabadas y hechas.
Son poemas típicamente norteamericanos, con asunto de negros casi todos ellos. Creo que llevaré a España dos libros por lo menos. Aunque lo más importante me queda aún por ver y estudiar.[73]
«Oda al rey de Harlem» fue uno de los primeros poemas compuestos en Nueva York, aunque probablemente no el primero, y la fecha del borrador —5 de agosto de 1929, es decir, tres días antes de la carta que se acaba de citar— es la más temprana de cuantas figuran al pie de los manuscritos conocidos de este período. Siete días después, el 12 de agosto, Lorca fecha el manuscrito de «Norma y paraíso de los negros».[74]
El original de «Oda al rey de Harlem», escrito a lápiz, consta de diez hojas llenas de tachaduras y correcciones, y da la impresión de haber sido compuesto muy de prisa, casi atropelladamente, bajo una inspiración intensísima.[75] El poema demuestra que ya, a poco más de un mes de llegar a América, Lorca ha encontrado en los negros un tema y un símbolo que entroncan perfectamente con su obra anterior.
¿Y cómo extrañarse, en realidad, de que el autor del Romancero gitano, después de haber sido acogido cariñosamente por Nella Larsen y su círculo de amigos artistas, de visitar Harlem y ver la miseria en que vive allí la población de color, de oír por primera vez, en directo, la música de esta gente —y de compartir con ellos la suya—, sintiera compasión por quienes seguían siendo en no poca medida esclavos de los blancos?
En la carta a sus padres antes citada, Lorca hace una aproximación de los cantos negros al cante jondo. Esta intuición le llevaría pronto, sin duda, a darse cuenta del estrecho parecido que existía entre la situación de los negros en Estados Unidos y la de los gitanos en Andalucía: dos razas marginadas, dos razas con innata sensibilidad artística y musical, dos razas «milenarias» venidas de lejos; dos razas que, como en el verso de Lorca dedicado a Juan Breva, son
la misma pena cantando
detrás de una sonrisa.[76]
En cuanto a la genial invención lorquiana de un «rey» negro, símbolo de la búsqueda de identidad de los negros norteamericanos, tal vez sea pertinente recordar que en Granada, a principios de siglo, cuando los García Lorca se mudan a la capital desde la Vega, todavía se podía ver en la Alhambra al último y viejo «rey de los gitanos», Chorrojumo, que se complacía en dejarse fotografiar —barba blanca, gorro puntiagudo, bastón largo y traje de bandolero— ante la Puerta del Vino y en otros frecuentados puntos de la Colina Roja.[77] De aquel «rey» debió tener noticias el joven Federico. Además, la ciudad de los gitanos evocada con tanta ternura en el «Romance de la Guardia Civil española» («¿Quién te vio y no te recuerda?») —ciudad destruida por la Benemérita—, ¿no anticipa a la de los negros, Harlem, sometida a la embestida del materialismo yanqui y cuyos habitantes son ciudadanos de segunda, o tercera, categoría, aunque legalmente ya no esclavos? Al comprobar sobre el terreno el apartheid que existía en Nueva York —los negros ni podían entrar, como espectadores, en el famosísimo Cotton Club de Harlem—, podemos tener la seguridad de que Lorca se conmovió profundamente, sintiendo honda indignación ante el abismo que separaba tanta verborrea democrática norteamericana de la realidad vivida por aquella minoría.
El tema de Oda al rey de Harlem encaja, pues, sin solución de continuidad, dentro de la preocupación con la frustración vital omnipresente en la obra lorquiana antes de su llegada a Nueva York. Y en los negros de Harlem, personificados en su «gran rey prisionero en un traje de conserje», el poeta ha encontrado un símbolo más universal que el de los gitanos andaluces. Al darse cuenta de la validez poética del hallazgo, cabe pensar que sentiría cierta euforia, máxime en vista de la incomprensión con que parte de los lectores —además de Buñuel, Dalí, Bergamín[78] y tal vez otros amigos— había reaccionado ante el Romancero gitano, encontrándole defectos de localismo y costumbrismo y alguna que otra concesión al «tópico andaluz».
Los primeros versos de Oda al rey de Harlem demuestran que, en la visión lorquiana del negro, priman los aspectos míticos ligados a la procedencia africana de esta raza:
Con una cuchara
les arrancaba los ojos a los cocodrilos
y golpeaba el trasero de los monos.
Con una cuchara.[79]
Los negros, separados de la exuberante naturaleza tropical de sus orígenes y criados en «el Senegal con máquinas»[80] que es Nueva York (donde los únicos cocodrilos y monos se encuentran en el parque zoológico), han perdido su identidad, rodeados de los signos de una sociedad brutal, corrompida y sin raíces. Por ello lloran «confundidos»[81] y por ello la caliente sangre atávica que les bulle rabiosamente en las venas —«furiosa» la llama Lorca—,[82] sangre invisible por el color oscuro de la piel (Lorca se ha preguntado, como mucha gente, si los negros experimentan el rubor de la vergüenza de la misma forma que los blancos), espera el momento apocalíptico de su liberación, cuando, como un ingente torrente de lava roja, brote de su cárcel y destruya la sociedad blanca y sus artefactos:
Es la sangre que viene, que vendrá
por los tejados y azoteas, por todas partes,
para quemar la clorofila de las mujeres rubias,
para gemir al pie de las camas
ante el insomnio de los lavabos
y estrellarse en una aurora de tabaco y bajo amarillo.[83]
Importa poco que la visión lorquiana de los negros no corresponda a la estricta realidad socioeconómica o cultural de éstos, puesto que se trata ante todo de una proyección personal del poeta. Y del mismo modo que dijo en una ocasión que el «solo personaje esencial» del Romancero gitano era Granada[84] y en otra que en dicho libro hay «sólo un personaje real, que es la pena que se filtra»[85] (es decir, que el Romancero sólo tiene que ver tangencialmente con los gitanos), hubiera podido explicar que los negros del ciclo neoyorquino eran, más que representaciones de una realidad objetiva, «hechos poéticos» portadores de una temática y de una mitología personales del poeta.
Todo ello no quiere decir que los poemas lorquianos de tema negro no contengan un elemento de crítica social sinceramente sentida, pero sí sugiere que, más que esto, estamos frente a un ejemplo de lo que llamó Eliot, en su famoso ensayo sobre Hamlet, el «correlativo objetivo». De ello, obviamente, era consciente. En enero de 1931 se publicará en La Gaceta Literaria una penetrante entrevista hecha a Lorca por el escritor Rodolfo Gil Benumeya, especialista en temas hispanoárabes. En ella el poeta declara: «Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos. Del gitano, del negro, del judío…, del morisco, que todos llevamos dentro».[86] Al decir esto, cabe la posibilidad de que no sólo estuviera pensando en los negros de Harlem sino también en los esclavos negros frecuentes en la Granada islámica.[87]
En el poema «1910 (Intermedio)», fechado «Nueva York, agosto 1929»,[88] vemos cómo, separado por primera vez de su entorno nativo (como los negros de África), a Lorca le van aflorando insistentemente recuerdos de su paraíso infantil. No es casual la fecha de 1910, pues corresponde al momento (en realidad, 1909) en que los padres del futuro poeta deciden el traslado de la familia desde Asquerosa a Granada para atender a la formación escolar de sus hijos, especialmente de su hijo mayor, que empieza entonces sus estudios de bachillerato. Parece ser que para Federico —que solía insistir en que había nacido en 1900, en vez de 1898— la fecha 1910 señalaba el fin de su infancia, el momento en que empieza su enfrentamiento con la dura realidad de la vida: es decir, el «intermedio» del título. El poema tiene, indudablemente, un alto interés biográfico —al margen de cualquier consideración acerca de la diferencia entre un poeta y su «yo poético»—, y la profunda tristeza que expresa contrasta marcadamente con el optimismo que pretenden transmitir las cartas a sus padres y hermanos estos mismos días:
Aquellos ojos míos de mil novecientos diez
no vieron enterrar a los muertos.
Ni la feria de ceniza del que llora por la madrugada,
ni el corazón que tiembla arrinconado como un caballito de mar.
Aquellos ojos míos de mil novecientos diez
vieron la blanca pared donde orinaban las niñas,
el hocico del toro, la seta venenosa
y una luna incomprensible que iluminaba por los rincones
los pedazos de limón seco bajo el negro duro de las botellas.
Aquellos ojos míos en el cuello de la jaca,
en el seno traspasado de Santa Rosa dormida,
en el desván de la fantasía con bailarinas y manchas de aceite,
en un jardín donde los gatos se comían a las ranas.
Desván donde el polvo viejo congrega estatuas y musgos.
Cajas que guardan silencios de cangrejos devorados.
En el sitio donde el sueño tropezaba con su realidad.
Allí mis pequeños ojos.
No preguntarme nada. He visto que las cosas
cuando buscan su pulso encuentran su vacío.
Hay un dolor de huecos por el aire sin gente
y en mis ojos criaturas vestidas ¡sin desnudo![89]
Este nostálgico poema contiene todos los elementos fundamentales que estructurarán la visión de Lorca en el ciclo neoyorquino: deshumanización del mundo industrial contemporáneo; terror y soledad de los hombres, que viven separados de la Naturaleza; ausencia de fantasía. El símbolo de los trajes vacíos de los últimos versos recuerda a los «hollow men» («hombres vacíos») del poema así llamado de T. S. Eliot, del cual pudo tener conocimiento a través de León Felipe o de Ángel Flores, autor de una traducción de The Waste Land publicada bajo el título de Tierra baldía en 1930, por la Editorial Cervantes de Barcelona, pero terminada bastante antes. Flores comunicó su versión a Lorca y le regaló después un ejemplar de la hermosa plaquette. El magno poema de Eliot le impresiona hondamente, e influye indudablemente en su visión poética de la tierra baldía que es Nueva York.[90] Ángel del Río señala la «asombrosa coincidencia en el vocabulario y en las imágenes» que revela la confrontación de la traducción de Flores y los poemas neoyorquinos de Lorca.[91] Sin duda el granadino se fijaría bien en el título de Eliot —que pudo influir en el de Yerma—, y en las dramáticas preguntas y voces diversas que puntúan este largo poema en el que, a través del símbolo de otra gran urbe, Eliot lanza su anatema contra la vida contemporánea. «Nadie puede darse cuenta exacta de lo que es una multitud neoyorquina —comentará Lorca en 1932—, es decir, lo sabía Walt Whitman que buscaba en ella soledades y lo sabe T. S. Eliot que la estruja en un poema, como un limón, para sacar de ella ratas heridas, sombreros mojados y sombras fluviales».[92] Cabe pensar que, al decir esto, tenía presentes, en la traducción mencionada, no sólo los versos en que Eliot, aludiendo a Dante, indica a la multitud de muertos en vida que cruza el Puente de Londres para ir a trabajar a la City, sino los que nos evocan las orillas del Támesis después del verano:
El río no arrastra botellas vacías, papeles de sandwiches,
Pañuelos de seda, cajas de cartón, colillas de cigarros
U otros testimonios de noches estivales. Las ninfas se han marchado
Y sus amigos, los perezosos herederos de empleados municipales;
Se fueron, no han dejado sus nuevas direcciones.
«1910 (Intermedio)», fechado, como se ha señalado, en agosto de 1929 en Nueva York, debió forzosamente componerse antes de que el poeta saliera de la ciudad a mediados de aquel mes para visitar a Philip Cummings en Vermont. Nos da, por consiguiente, una idea muy clara de los sentimientos íntimos de Lorca durante las primeras semanas de su estancia en la metrópoli.
El poeta se escapa de Nueva York. El lago Eden
El 16 de agosto terminan las clases en Columbia y, al día siguiente, un amigo no identificado acompaña a Federico a la estación y le instala en el «Montrealer», que hace la trayectoria Washington-Montreal y le dejará en Vermont. «Típico de las reacciones de Lorca ante el nuevo ambiente —escribe Ángel del Río— fue el pánico, medio fingido, medio en serio, que se apoderó de él cuando, al emprender su viaje a Vermont, se encontró en medio del torbellino de la estación Grand Central. Al subir al tren estaba realmente preocupado por su total imposibilidad de comunicarse con la gente, dado su desconocimiento del inglés oral. Dramatizó el incidente con gritos y gestos, y no se encontró a gusto hasta que el amigo que le había llevado al tren le aseguró, después de hablar con el revisor, que le dejarían en su destino sano y salvo».[93]
Unas siete u ocho horas —y quinientos kilómetros— después, Federico llegaba, a eso de las diez de la mañana, a Montpelier Junction —estación hoy suprimida—, donde le esperaban Philip y el padre de éste, Harry Foster Cummings, con un gracioso Ford modelo T, vehículo que alcanzaba una velocidad máxima de sesenta kilómetros a la hora y permitía disfrutar tranquilamente del espléndido paisaje de las Montañas Verdes. «Federico no paraba de hablar —ha recordado Cummings—, primero del caos y ruido de Nueva York y luego de su alegría al estar conmigo, con un alma parecida a la suya».[94]
El poeta se quedó entusiasmado ante el paisaje, «un paisaje sin casas —decía—, sin nadie, ¡qué maravilla después de Nueva York!». Mientras el Ford enfila la carretera de Eden Mills, situado a unos cincuenta kilómetros y no lejos de la raya de Canadá, Philip va señalando los nombres de ríos, montañas y pueblos, y contando la historia de la región. El río Winooski, que siguen al dejar atrás Montpelier Junction, significa, en el idioma de los indios algonquines, «río de las cebollas silvestres». La montaña llamada Camel’s Hump («La Giba del Camello»), por poco la más alta del estado, tiene una cresta tan desnuda que recuerda el Veleta, de Sierra Nevada. Waterbury, Stowe, Hyde Park… Cummings explica que en Nueva Inglaterra los pueblos fueron bautizados casi todos con nombres que recordaban los de las tierras ingleses de donde procedían los colonos, aunque, gracias al hecho de establecerse numerosos granjeros canadienses-franceses en Vermont a principios de siglo, también era notable la influencia gala en la región.[95]
A Lorca le impresionó especialmente la densidad de los bosques mixtos —coníferos y árboles de hoja caduca—, que son las señas de identidad de las Montañas Verdes, donde piceas, abedules, abetos, hayas, pinos de distintas especies, arces —cuya «miel» es especialidad de la región— tapizan las suaves laderas de las montañas y ofrecen, en verano, una sutilísima gama de verdes que luego, en otoño, se mezcla con los amarillos, rojos y naranjas de las hojas caedizas.
A orillas del lago Eden, en la ladera de una colina y al borde mismo del agua, Philip Cummings había alquilado una cabaña donde pasar con sus padres todo aquel mes de agosto. Cuando llegan el joven presenta orgullosamente a Federico a su madre. Addie Cummings es una elegante y robusta hija de Vermont, nacida cerca de Montpelier, de religión congregacionista y pelo blanquísimo, y con ella el poeta establece en seguida una relación calurosa, pese a su mutua incomprensión lingüística. Addie, que fue profesora durante quince años, ama profundamente, como Philip y como Federico, la Naturaleza —tal vez especialmente las flores silvestres—, y transmite al invitado una simpatía que agradece en estos momentos de nostalgia por sus propias gentes y tierra.[96]
Aparte de los poemas escritos durante su estancia en Vermont —«Poema doble del lago Eden», «Cielo vivo» y «Tierra y luna»—, tenemos dos importantes documentos contemporáneos que arrojan luz sobre el estado de ánimo del poeta a lo largo de aquellos diez días: una carta a Ángel del Río, con quien, terminada la visita, pasará unos veinte días, y algunos pasajes del diario en que Philip Cummings apuntó sus impresiones de aquel agosto. A Del Río le cuenta:
Queridísimo Ángel: Te escribo desde Eden Mills. Muy divertido. Es un paisaje prodigioso, pero de una melancolía infinita.
Una buena experiencia para mí. Ya te contaré. Hoy sólo quiero que me digas la manera que tengo de encontrarte para marchar con vosotros dentro de unos días.
No cesa de llover. Esta familia es muy simpática y llena de un encanto suave, pero los bosques y el lago me sumen en un estado de desesperación poética muy difícil de sostener. Escribo todo el día y a la noche me siento agotado.
Ángel: escribe a vuelta de correo cómo podré encontrarte. Cuando pienso que puedo beber en la casa donde vives me pongo muy alegre.
Ahora cae la noche. Han encendido las luces de petróleo y toda mi infancia viene a mi memoria envuelta en una gloria de amapolas y cereales. He encontrado entre los helechos una rueca cubierta de arañas y en el lago no canta ni una rana.
Urgente el coñac para mi pobre corazón. Escribe y yo iré a buscarte.
Muchas cosas para Amelia. Besos al niño (en los pies) y tú recibe un abrazo de tu amigo
FEDERICO
(Perseguido en Eden Mills por el licor
del romanticismo).
[a la vuelta]
Me indicas la ruta del viaje. Si te es más cómodo ponme un telegrama largo indicándomelo.
Mis señas para el telégrafo son estas que escribe Cummings a máquina.
Es preferible para mí que me pongas un telegrama.
De todas maneras yo tendré que pasar por New York. Es probable que marche el jueves. Esto es acogedor para mí, pero me ahogo en esta niebla y esta tranquilidad que hacen surgir mis recuerdos de una manera que me queman.
¡Addio, mio caro![97]
Philip Cummings, hijo único no querido por su padre —según su propio testimonio—,[98] era alma, como lo demuestran su diario y sus escritos posteriores sobre el poeta, de exquisita sensibilidad, muy afín a la de Federico, con un parecido amor a todo lo pequeño y lo desamparado, y se da cuenta de la angustia en que, al aproximarse el otoño de Nueva Inglaterra —ya los días se van acortando ostensiblemente—, está sumido su amigo, y ello pese a la alegría que casi siempre sabe emanar.
El lago Eden, donde —como escribe el poeta a Ángel del Río— no canta una sola rana, tiene unos dos kilómetros de largo y menos de uno de ancho. Sobre el agua oscura cae cada tarde, durante la estancia del poeta, una densa niebla, y desde ella llega en las altas horas de la noche el canto infinitamente melancólico del «loon» (colimbo), que parece ejercer una influencia casi maléfica, digna de Edgar Allan Poe, sobre el ánimo de Lorca,[99] quien se refiere en sus conversaciones con Cummings al «misticismo del lago» o al «lodo eterno del lago».[100] Mitigando esta impresión, sale del mismo, muy cerca de la cabaña, un torrente que mueve la sierra de una pequeña fábrica de maderas y que provoca el entusiasmo del poeta. «¡Felipe —exclamaba—, mira cómo el agua tan triste del lago se convierte aquí en agua alegre!».[101] Pero, en los largos paseos de los dos amigos por los bosques húmedos y musgosos que lo rodean y cuyo suelo está tapizado por delicados helechos y una espléndida variedad de flores y arbustos de brillantes colores, asedian a Federico recuerdos de Granada y de su niñez en la Vega. Comentando la sensación esponjosa que produce bajo los pies el musgoso suelo de la selva, recuerda lo diferente que es el de España, «sólido, resistente, árido».[102] Cummings escribe en su diario:
Hoy el poeta de España ha estado comparando las cosas, especialmente su entorno andaluz con nuestro lago rodeado de colinas. Nuestras colinas son más bajas y más verdes. No son aquella elegancia mística y coronada de nieve de la Sierra detrás de Granada, pero nos dan, más bien, otro sentimiento, el de una infinita comodidad. La vega o llanura de olivos suya se convierte aquí en campos de heno ondulantes y montes esparcidos de manzanos y rocas. Las naranjas, los limones y las limas son aquí manzanas y grosellas. Está encantado, este soñador de todo lo que significa la Granada antigua, al encontrar aquí la zarzamora de Andalucía. Luego tenemos las frambuesas y los arándanos que él conoce menos. Él ve un arbusto, un árbol conocido, y la momentánea nostalgia que todos padecemos se apodera de él, y mira, con ojos entristecidos, más, mucho más, allá del boscaje.[103]
Cummings presenta a Lorca a las hermanas Elizabeth y Dorothea Tyler —maestras de escuela jubiladas, amantes de la poesía y descendientes del presidente de Estados Unidos John Tyler—, que con los pocos medios a su alcance han comprado una pequeña finca abandonada en las inmediaciones de Eden Mills —finca que Federico bautizará con el nombre de «Casa del Arco Iris»—, y a quienes las gentes del pequeñísimo pueblo consideran como algo «raras».[104]
Las hermanas están haciendo grandes esfuerzos por convertir en casa habitable aquella casi ruina. Como muebles, tienen viejas cajas, toneles y tablas. Delante de la casa hay una tapia hecha con piedras, denominada por ellas la «Gran Muralla de China» y a la cual Federico y Philip añaden varios pedazos de roca. Elizabeth y Dorothea son expertas en el arte de preparar té y «peanut butter cookies» (pastelitos hechos con mantequilla de cacahuetes). Recordando las interminables y golosas reuniones de la Residencia de Estudiantes, Lorca declara que aquí, en este apartado rincón de Vermont, también hay una «desesperación del té».[105]
Federico se hace en seguida amigo de las hermanas Tyler, y conversa con ellas en su mal francés de siempre. En su conferencia-recital sobre Nueva York, de 1932, recordará, con un característico matiz de exageración «poética»: «Hacen fotografías que titulan “silencio exquisito”, tocan en una increíble espineta canciones de la época heroica de Washington. Son viejas y usan pantalones para que las zarzas no las arañen porque son muy pequeñitas, pero tienen hermosos cabellos blancos y, cogidas de la mano, oyen algunas canciones que improviso en la espineta, exclusivamente para ellas».[106] A veces las hermanas le invitan a comer con ellas —otra exageración, según Cummings—, pero luego resulta que sólo le dan queso y té, sirviendo éste en una tetera que le aseguran es de china auténtica.[107] «A finales de agosto —termina el poeta— me llevaron a su cabaña y me dijeron: “¿No sabe usted que ya llega el otoño?”. Efectivamente, por encima de las mesas y en la espineta y rodeando el retrato de Tyler estaban las hojas y los pámpanos amarillos, rojizos y naranjas más hermosos que he visto en mi vida».[108]
Cummings —que asegura que no había espineta en aquella ruinosa casa ni, por supuesto, un solo pámpano en Eden Mills, dado el clima que allí impera—[109] quería que Federico, encerrado en la cárcel de su ignorancia del inglés y sin poder comunicarse verbalmente con los vecinos de Eden Mills, tuviera la oportunidad de tocar y cantar para éstos. Un día, con la colaboración del hijo de los propietarios del humilde comedor del pueblo —hoy desaparecido—, Frank Ruggles, cadete en West Point que disfruta unas vacaciones con su familia y se ha hecho amigo de Federico y de Philip, éste organiza una fiesta para su huésped. Allí, sentado ante el viejo piano mal afinado del comedor, el poeta interpreta, con breves explicaciones traducidas por Cummings, algunas piezas de su repertorio de canciones populares españolas: la del burro de Villarino que lleva vinagre al pueblo (canción que tanto gustaba a Carlos Morla Lynch), «Los cuatro muleros» y otras cuya identidad nunca sabremos. Aquellas sencillas gentes de las Montañas Verdes —serían unas veinte personas—, que no hablan una palabra de español y apenas saben dónde está España, sucumben ante el carisma del poeta y del músico: aplauden ruidosamente y, cuando termina el concierto, le rodean y le dan la mano. Tanto el poeta como Philip están radiantes.[110]
Los diez días que pasa Lorca con los Cummings son para el poeta de una extraordinaria densidad emotiva y dan lugar a intensos poemas. Federico acompaña a Philip en interminables paseos por los alrededores del lago, visitan la mina de amianto de Mount Belvedere, entonces la más grande del país pero hoy cerrada, se internan por las veredas que suben entre el espeso arbolado que cubre las laderas de Mount Norris, y hablan incansablemente.[111]
Además, el poeta ayuda a Philip con la traducción de su libro de poemas Canciones, publicado en 1927. La versión inglesa de cada composición, según ha recordado el norteamericano, fue «una auténtica lucha mental».[112]
En la puerta de la cabaña donde se entregan a esta tarea, ambos escriben cartas cada mañana. Sólo se conocen dos de las redactadas por Lorca, la ya citada a Ángel del Río y otra, escrita, según técnica ya perfeccionada por Cummings, en un trozo de corteza arrancado a un abedul. Son destinatarias de esta insólita misiva, que Federico titula «Otoño en New England», sus hermanas Concha e Isabel.[113]
Las fotografías conservadas por Cummings de la estancia del poeta en Vermont —algunas sacadas por la Kodak de las hermanas Tyler, otras por el padre de Philip— nos muestran a un Lorca con su inseparable jersey blanco inglés de este año, jersey de pico, estilo críquet, comprado dos meses antes durante su breve visita a Oxford. Lleva una corbata y, en definitiva, su atuendo pulquérrimo contrasta con el del atlético Cummings, más desenfadado y, desde luego, más apropiado para unas vacaciones en aquel lugar tan selvático, tan apartado del mundanal ruido. En la que tal vez sea la última fotografía de la serie —hecha delante de la «Gran Muralla de China» de la «Casa del Arco Iris», donde vivían las simpáticas hermanas, y que, según Cummings, gustaba mucho al poeta—,[114] éste luce traje con pantalones bombachos, calcetines largos y camisa y corbata blancas. Cummings, alto, con el brazo alrededor del hombro de Lorca, considerablemente más bajo que él —el poeta mide un metro setenta centímetros—, mira con orgullo la cámara. Federico, por su parte, que tiene entre las manos un ramo de flores silvestres, que luego regalará a las señoritas Tyler, ofrece un aspecto que parece rezumar una profunda tristeza. Tal vez fue este mismo día cuando el poeta le dijo de repente a Philip: «¡Cállate… quiero oír el ritmo en el viento… me habla del antaño!». Quince minutos después, el joven norteamericano se atrevió a preguntarle qué le había susurrado el viento. «Mucho, mucho —contestaría Federico—. He andado en sus aulas un precioso rato». Era una reacción, recuerda Cummings, característica del poeta, que sentía a menudo la necesidad de comunicarse silenciosamente con la Naturaleza.[115]
De los tres poemas que sabemos a ciencia cierta compuso Lorca durante su breve estancia con Philip Cummings en Vermont, aunque, por lo visto, a éste no se los leyó —«Poema doble del lago Eden», «Cielo vivo» y «Tierra y luna»—, se conoce una temprana versión pasada a máquina del primero, con correcciones hechas por el poeta, y los manuscritos de los dos últimos. Éstos se fechan, respectivamente, el 24 y el 28 de agosto de 1929, consignándose el lugar de composición como el «Dew Kun Inn, Eden Mills».[116] Así, en un complejo y gracioso juego de palabras, había bautizado Philip —gran especialista en esta suerte de juegos verbales— su cabaña veraniega a orillas del lago (el inglés «inn» significa ‘posada’ o ‘fonda’ y es homófono de la preposición «in»; «dew» es ‘rocío’ pero también casi homófono del imperativo «do», ‘haga el favor’; «Kun [por Kum] Inn» quiere decir, pues, ‘Cumming’ y, al mismo tiempo, ‘entre, por favor’).
En su conferencia-recital sobre Nueva York, Lorca explicará la génesis del «Poema doble del lago Eden» de la siguiente forma:
Yo bajaba al lago y el silencio del agua, el cuco, etc., etc., hacían que yo no pudiera estar sentado de ninguna manera, porque en todas las posturas me sentía litografía romántica con el siguiente pie: «Federico dejaba vagar su pensamiento». Pero, al fin, un espléndido verso de Garcilaso me arrebató esta testarudez plástica.
Nuestro ganado pace. El viento espira.
Y nació este poema doble del Lago Eden Mills.[117]
En Cuba, siete meses después, entregará el poema a Juan Marinello para su edición en la Revista de Avance (donde, sin embargo, no llegó a publicarse). Luego, en España, lo revisará. En 1965 Marinello dará a conocer en facsímil el texto mecanografiado con las correcciones manuscritas del poeta.[118] En ausencia del primer borrador, la versión que aquí interesa es la publicada por el escritor cubano, por más cercana a la inspiración original del poema (se reproducen entre corchetes las más significativas tachaduras del autor):
POEMA DOBLE DEL LAGO EDEN
Nuestro ganado pace, el viento espira.
GARCILASO*
Era mi voz antigua
ignorante de los densos jugos amargos
la que vino lamiendo mis pies
sobre los frágiles helechos mojados.
¡Ay, voz antigua de mi amor!
¡Ay, voz de mi verdad! Voz de mi abierto costado
cuando todas las rosas brotaban de mi saliva
y el césped no conocía la impasible dentadura del caballo.
¡Ay, voz antigua que todos tenemos
pero que todos olvidamos
sobre el hombro de la hora, en las últimas expresiones,
en los espejos de los otros o en el juego del tiro al blanco!
Estáis aquí bebiendo mi sangre
bebiendo mi amor de niño pasado
mientras mis ojos se quiebran en el viento
con el aluminio y las voces de los soldados.
Dejadme salir por la puerta cerrada
donde Eva come hormigas
y Adán fecunda peces…
Déjame salir, hombrecillo de los cuernos,
al bosque de los desperezos y los alegrísimos saltos.
Yo sé el uso más secreto
que tiene un viejo alfiler oxidado
y sé del horror de unos ojos despiertos
sobre la superficie concreta del plato.
Pero no quiero mundo ni sueño, voz divina,
quiero mi libertad, mi amor humano
en el rincón más oscuro de la tierra que nadie quiera.
[Con mi nativo desprecio del arte y la correcta ley del canto.]
Esos perros marinos se persiguen
y el viento acecha troncos descuidados.
¡Ay, voz antigua, quema con tu lengua
esta voz de hojalata y de talco!
Quiero llorar porque me da la gana
[por ti, por disciplina]
como lloran los niños del último banco
porque yo no soy un poeta, ni un hombre, ni una hoja,
pero sí un pulso herido que ronda las cosas del otro lado.
Quiero llorar diciendo mi nombre,
Federico García Lorca, a la orilla de este lago
para decir mi verdad de hombre de sangre
matando en mí la burla y la sugestión del vocablo.
Aquí, frente al agua en extremo desnuda
busco mi libertad, mi amor humano,
no el vuelo que tendré, luz o cal viva,
mi presente al acecho sobre la bola del aire alucinado.
Poesía pura. Poesía impura.
Vana pirueteada, periódico desgarrado.
Torre de salitre donde se entrechocan las palabras
y aurora lisa que flota con la angustia de lo exacto.
No. No. Yo no pregunto. Yo deseo.
Voz mía libertada que me lames las manos.
En el laberinto de biombos es mi desnudo el que recibe
la luna de castigo y el reloj encenizado.
Aquí me quedo solo, hombrecillo de la cresta,
con la voz que es mi hijo. Esperando
no la vuelta al rubor y al primer gusto de la alcoba
pero sí mi moneda de sangre que entre todos me habéis quitado.
Así hablaba yo cuando Saturno detuvo los trenes
y la bruma y el sueño y la muerte me estaban buscando
allí donde mugen las vacas que tienen rojas patitas de paje
y allí donde flota mi cuerpo sobre los equilibrios contrarios.[119]
* Garcilaso, Égloga segunda, verso 1.146.
En una composición de esta naturaleza, la distancia que pueda haber normalmente entre el «yo poético», el «hablante» o el «enunciador» del poema y el autor de éste prácticamente desaparece. Parece innegable que aquí Lorca, que se refiere a sí mismo con su propio nombre, está dando voz, a orillas del lago Eden, a su propia y personalísima pena. ¿Por qué llama «doble» al poema? Cabe deducir que, principalmente, porque expresa la discrepancia entre la condición actual del poeta, blanco, por su condición homosexual, de «la burla y la sugestión» de los demás, y su infancia, época lejana y risueña en que aún no se había dado cuenta de ser «anormal» a los ojos de la sociedad.
No procede aquí un análisis en profundidad del poema, aunque algunos detalles del mismo deben señalarse. Por ejemplo, la identificación de la «voz de verdad» del poeta con la pasión de Cristo («Voz de mi abierto costado»), identificación presente en muchos momentos de su obra. También llama la atención que, en una versión posterior del poema, el poeta decidiera sustituir su propio nombre con otra designación:
Quiero llorar diciendo mi nombre
—rosa, niño y abeto—, a la orilla de este lago.[120]
El auténtico Federico García Lorca, pues, según el propio poeta, se conoce a través de tres palabras: rosa, niño, abeto. Puede ser que, en este contexto, «rosa» indique la presencia de cierta sensibilidad femenina; «niño», el estado de indiferenciación sexual característica de la infancia, cuando es normal —y la sociedad la acepta como tal— la atracción hacia personas del mismo sexo; y que «abeto» tenga un simbolismo parecido al que Lorca le otorga explícitamente en el poema «Idilio», de Canciones:
Tú querías que yo te dijera
el secreto de la primavera.
Y yo soy para el secreto
lo mismo que el abeto.
Árbol cuyos mil deditos
señalan mil caminitos…[121]
Se ha sugerido que la abundancia de caminos aludida podría ser la condenada por la moral cristiana tradicional, para la cual el único camino sexual legítimo es el que conduce al matrimonio.[122] Lorca, tanto en Oda a Walt Whitman como en «Pequeño poema infinito», demuestra su disconformidad con ese criterio. En éste encontramos un juicio que no podría ser más contundente al respecto:
Equivocar el camino
es llegar a la nieve
y llegar a la nieve
es pacer durante varios siglos las hierbas de los cementerios.
Equivocar el camino
es llegar a la mujer,
la mujer que mata dos gallos en un segundo,
la luz que no teme a los gallos
y los gallos que no saben cantar sobre la nieve…[123]
Finalmente, los versos
En el laberinto de biombos es mi desnudo el que recibe
la luna de castigo y el reloj encenizado
tienen el gran interés de anticipar el biombo de El público —obra tal vez empezada en Nueva York pero escrita en su mayor parte en Cuba—, el cual revela la verdadera naturaleza erótica, habitualmente disfrazada, de quienes pasen detrás de él.[124] Naturaleza que, en el caso del enunciante de estos versos, se experimenta como culpable y conlleva sugerencias de castigo y de muerte.
Interprétense como se quiera los símbolos del poema, éste tiene una coherencia innegable. Nada más lejos del pretendido automatismo surrealista. El «yo poético», víctima de conflictos que amenazan con aniquilarle, parece cercano a la desesperación. Luis Rosales ha declarado que Lorca le dijo que, cuando salió de España, estaba al borde del suicidio.[125] A la luz de los sentimientos expresados en este poema, ello no sería sorprendente.
Parece indudable que «Poema doble del lago Eden» expresa sobre todo la angustia del poeta ante el hecho de saberse socialmente proscrito por su condición de homosexual, víctima de las «normas oprimidas» a que aludirá en el soneto, escrito en Nueva York en diciembre de 1929, que empieza «Yo sé que mi perfil será tranquilo».[126]
¿Intuía Philip Cummings las causas del sufrimiento de su amigo aquel verano, a orillas de un lago cuyo nombre le sonaría al poeta irónico, ya que él se encontraba entonces más bien en un infierno? Es probable, aunque no consta en el diario del norteamericano referencia alguna al respecto. Cummings no conocía a Emilio Aladrén, ni Lorca le había hablado de él, pero sabía la amistad de Federico con Salvador Dalí y que el poeta se sentía abandonado de sus mejores amigos. Tal vez Lorca le insinuó algo de todo ello, pero, si fue así, el viento del tiempo se ha llevado para siempre el recuerdo de tales confidencias.[127]
Hay una desconcertante posdata a la estancia de Federico a orillas del lago Eden. En carta a Ángel del Río fechada 17 de julio de 1961, Cummings revelaría que acababa de encontrar un manuscrito autobiográfico de 53 páginas, escrito en Nueva York, que Lorca le había entregado sellado durante su breve estancia en Vermont «para que yo se lo devolviera cuando me lo pidiese». Pero el poeta jamás se lo había pedido —pese a recordarle Cummings el asunto en 1934— y ahora, hacía dos semanas, ha abierto por vez primera el paquete, destruyendo luego el manuscrito de acuerdo con una indicación del poeta en la última página:
Creo que lo selló antes de irse a Vermont y supongo que se resistía a destruirlo aunque comprendía que tenía que destruirse.
Leí atentamente las páginas, algunas de ellas difíciles de descifrar, y me he visto obligado a admitir que, tanto por Federico como por todos los que le quisimos, era preferible que todo se destruyese. He escrito un breve ensayo confidencial sobre eso que pongo a su disposición por si le interesa en su calidad de biógrafo.[128]
Cummings ampliaría esta información en una carta de 1974, declarando que el manuscrito constituía
una amarga y dura denuncia de personas que estaban intentando destruirle, destruir su poesía e impedir que se hiciera famoso. Atacaba de una manera más o menos confusa a personas en las que había depositado su confianza y que no la habían merecido. Tengo la impresión de que se sentía física y emocionalmente traicionado. Yo sólo conocía a una de las personas que, según él, le habían hecho daño… Quiero decir que había oído hablar de ella (pero no le conocía personalmente), me refiero a Salvador Dalí … Al volver a examinar las páginas, vi que al final Federico había escrito a lápiz (no a pluma) una frase que, por lo que recuerdo (y no exactamente) decía: «Felipe, si no te pido estas hojas en diez años y si algo me pasa, ten la bondad, por Dios, de quemármelas». Las quemé al día siguiente y deliberadamente he olvidado los detalles. Sólo recuerdo una frase por su misma delicadeza… «mi predilecto Alberti, ojalá que me entendiera».[129]
Cummings se preguntaría después muchas veces si hizo bien al seguir al pie de la letra aquella indicación final de Lorca, en vez, por ejemplo, de haber depositado los papeles en un lugar seguro para ser consultados posteriormente. La destrucción del documento ha supuesto la desaparición definitiva de una valiosa información biográfica que nos hubiera ayudado a entender las raíces íntimas del hondo desaliento que abrumaba a Lorca a su llegada a Nueva York. A pesar de todo, sabemos, gracias al norteamericano, que existía un documento en que Lorca hablaba de ello, y que, al llegar al Nuevo Mundo, se sentía traicionado por varios amigos, entre ellos, en primer lugar, Salvador Dalí.
Shandaken y Newburgh
La carta de Lorca a Ángel del Río desde el lago Eden demuestra que, después de una semana con los Cummings y desgarrado por los recuerdos que le han ido aflorando en aquel húmedo paisaje de Vermont —recuerdos tanto de su niñez como de sus recientes y angustiosas experiencias amorosas—, el poeta siente la imperiosa necesidad de volver a comunicarse ya con gentes de su propio idioma. En su contestación, Ángel del Río le manda indicaciones exactas de cómo llegar a la granja que ha alquilado para el verano en Bushnellsville, cerca de Shandaken, Nueva York, en las Montañas de Catskill. Y, el 29 de agosto, el padre de Cummings lleva al poeta a Burlington —Federico, ha recordado Philip, tenía agarrada la comunicación de Ángel del Río como si de ella dependiera su vida—, donde le pone a bordo del tren que le llevará hacia el amigo soriano que, con su mujer Amelia Agostini, le espera con impaciencia.[130]
No sabemos nada acerca de aquel viaje en tren, ni de la forzosa parada del poeta en Nueva York, pero, según Del Río, la llegada de Federico a Bushnellsville fue memorable…, tan memorable como su salida para Vermont:
Conociendo su incapacidad para las cosas prácticas, yo le había dado por escrito instrucciones detalladas: me tenía que telegrafiar la hora de su llegada a Kingston; si yo no estaba allí, tenía que tomar el autobús a Shandaken. El día que le esperábamos no había llegado ni telegrama ni aviso alguno de nuestro Lorca. Empezamos a inquietarnos por si se hubiera perdido, cuando, al anochecer, vimos llegar un taxi renqueando por el camino polvoriento de la granja. El chófer tenía una expresión de resignada ferocidad, y Federico, al verme, con medio cuerpo fuera de la ventanilla, empezó a gritar, entre aterrado y divertido. Naturalmente, lo que había ocurrido es que Lorca, encontrándose solo en Kingston, decidió tomar un taxi, sin saber dar la dirección. Y habían estado dando vueltas por carreteras de montaña, hasta que un vecino les dio nuestras señas. El contador marcaba 15 dólares. Como Lorca se había gastado todo el dinero que llevaba encima, tuve que pagar al conductor y aplacar su cólera. Pero el terror de Federico se debía a estar convencido de haberse perdido y no tener el dinero suficiente para poder pagar el taxi. Inmediatamente dio al incidente un aspecto fantástico, y dijo que el conductor, a quien no podía entender, había intentado robarle y asesinarle en un rincón oscuro del bosque.[131]
Existe una serie de fotografías en las cuales se plasman los cambiantes ademanes del poeta durante los días pasados en Bushnellsville.[132] En algunas de ellas se aprecia al Lorca risueño —Federico con los niños Stanton y Helen Hogan, hijos del propietario de la casa donde los Del Río están pasando el verano, o con el recién nacido hijo de éstos, Miguel Ángel—, pero en la mayoría vemos al poeta en su aspecto ensombrecido, angustiado. Mientras se encuentra un día en la baranda de la cabaña, Ángel le retrata sin que el poeta se dé cuenta. Federico mandó la instantánea a sus padres con el comentario: «Ésta es la foto en que me cogieron distraído».[133] Pero, de hecho, no se trata sólo de «distracción»: tiene la mirada perdida en la lejanía, es cierto, pero su expresión transmite una sensación de honda angustia. La imagen recuerda las muchas descripciones hechas por los amigos del poeta en las cuales han evocado su habitual tendencia a «ausentarse» súbita e inesperadamente, sumergiéndose en un silencio impenetrable en donde, según palabras de Adolfo Salazar, «sus ojos se le volvían para dentro, como mirando a lo profundo de un recuerdo».[134] El mismo Ángel del Río, que durante los días de Bushnellsville debió darse cuenta de que su amigo sufría, diría, al hablar de aquellos bruscos cambios temperamentales, que ya a los veinte años aparecía en los ojos de Federico, a veces, «una veladura de tristeza sin fondo». «Era la cara profunda de su carácter —comenta, deduciendo a continuación, tal vez no acertadamente—: presentimiento del dolor».[135]
Con Ángel y Amelia del Río, Lorca pasa unos veinte días, que en una carta a sus padres escrita cuando ya ha regresado a Nueva York califica de «deliciosos», añadiendo: «Por la mañana estudiaba inglés y por la tarde trabajaba. Así he escrito mucho. Casi un libro… y sin casi tengo ya escrito. Si sigo así llevaré a España tres lo menos. Allí con estos buenísimos amigos lo he pasado muy bien. Ellos son mi familia aquí. La mujer de Ángel me cose, me arregla las corbatas, todo. Es encantadora. Ella y sus amigas sudamericanas me cuidan, pero es que para ellos un poeta es algo estupendo».[136]
Acerca de los poemas inspirados con toda seguridad por la estancia de Lorca en las Montañas de Catskill —«El niño Stanton», «Niña ahogada en un pozo» y «Paisaje con dos tumbas y un perro asirio»—, se han aventurado numerosas hipótesis, provocadas, en algún caso, por imprecisiones del propio poeta. Hoy, a la luz de las cartas escritas por Lorca desde Estados Unidos a su familia, podemos aproximarnos algo más a los hechos reales.
Entre las fotografías mandadas por Federico a sus padres cuando regresa a Nueva York a finales de septiembre hay una especialmente encantadora, en la que aparece el poeta con Stanton y Helen Hogan. «A Stanton —relata Lorca— le pregunté un día: “¿Hay osos aquí también?”, y me respondió: “Sí, señor, hay osos y gallinas, y ranas, y muchos bichitos que no se ven”. Esto demuestra su encantadora inocencia, que, teniendo como tiene doce años, sería ya increíble en un niño en España».[137]
Veintiséis años después, en 1955, Ángel del Río recordaba la amistad de Lorca con Stanton y Helen Hogan:
Pasaba muchas horas con los dos niños del granjero —el niño Stanton, del poema que lleva su nombre, y una chica, que le inspiró «Niña ahogada en el pozo»—. Cómo se comunicaba con los niños, es un milagro de inventiva. Los chicos estaban fascinados por Federico, especialmente cuando cantaba o improvisaba canciones en un piano viejo y desafinado, o cuando les contaba cuentos en una jerga hispano-inglesa increíble, a menudo representando las partes de los actores y dramatizando la acción.[138]
Pero ¿qué elementos de estos poemas provienen de la realidad vivida por Lorca en Shandaken y cuáles de su inventiva, o de otros recuerdos? Daniel Eisenberg localizó en 1975 al Stanton del poema (cuyo único borrador conocido lleva fecha del 5 de enero de 1930).[139] Hogan no parecía recordar al poeta pero sí a los Del Río —que sólo pasaron aquel verano en Shandaken y nunca más volvieron por allí—, y confirmó que tenía entonces un perro y un arpa judía, mencionados en el borrador del poema; que su familia poseía un caballo ciego (aunque no «los caballos ciegos»); y que, si bien él mismo nunca sufrió del cáncer que le atribuye Lorca, sí padeció esta enfermedad su padre.[140] El poema, pues, constituye un claro ejemplo de la forma en que funciona la imaginación creadora del granadino: sobre la base de experiencias reales, intensamente vividas, y de un estado anímico hipersensible, ésta se lanza a la búsqueda de «hechos poéticos» complementarios, desligados de la vivencia que provocó la inspiración original de la composición.
En este sentido es significativo que el poeta, que dice en la carta citada que Stanton tiene doce años (lo que es exacto), le adjudique diez en el poema. Ya se ha mencionado la tendencia de Lorca de insistir, en lo que a él mismo se refiere, en la edad de diez años como despedida a la infancia y como una de las fechas clave de su historia personal, con alusión incluso a un primer amor perdido. En «El niño Stanton» hay una patética identificación con este niño abocado, en la tétrica visión del poeta, a una muerte temprana, consumido por el cáncer:
Cuando me quedo solo
me quedan todavía tus diez años,
los caballos ciegos
tus quince rostros con el rostro de la pedrada
y las fiebres pequeñas que venían a comerse el maíz.
Stanton. Hijo mío. Stanton.
A las doce de la noche el cáncer salía por los pasillos
y hablaba con los caracoles vacíos de los documentos,
el vivísimo cáncer lleno de nubes y termómetros
con su casto afán de manzana para que lo coman los ruiseñores…[141]
En cuanto al poema «Niña ahogada en el pozo» —cuyo primer título fue «Estatua» y primer subtítulo «Newburgh», luego «Granada y Newburgh»—,[142] con su insistente estribillo de «agua que no desemboca» (antecedente de la famosa «a las cinco de la tarde» del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías), tenemos unas declaraciones de Ángel del Río, según el cual Federico se lo leyó inmediatamente después de compuesto. «Cerca de la granja —escribe Del Río—, donde todo parecía abandonado, había varios grandes fosos que fueron un día canteras. El lugar, con su tierra sanguinolenta y sus rocas esqueléticas, tenía una grandeza desoladora. Como solía decir Federico, era como un paisaje lunar. No se podía ver el agua de los fosos, pero se podía oír su estrépito en el fondo».[143]
Este testimonio se confirma en cierto modo con una información, bastante posterior, de Stanton Hogan. De acuerdo con éste, pasaba debajo de Bushnellsville un acueducto subterráneo, del sistema de traída de aguas a Nueva York. El agua se podía oír pero no ver (como el «agua oculta que llora» de Granada, en verso de Manuel Machado, mencionada más de una vez por Lorca), y ello desde el borde de un profundo foso que se encontraba en la granja de los Hogan alquilada por el profesor español.[144] Ahora bien, tanto Ángel del Río como Stanton Hogan han insistido en que nunca se ahogó una niña, ni nadie, en un pozo de Bushnellsville. Todo sería cuestión, pues, de la «fantástica inventiva» del poeta, bajo la impresión, según manifestó Del Río, «del contraste entre la espontánea alegría de los hijos del granjero y la tristeza del ambiente».[145]
Pero ¿y Granada? Allí sí eran relativamente frecuentes los accidentes de esta naturaleza, máxime en el escarpado barrio del Albaicín, donde hay numerosos pozos y aljibes. Hacía poco más de un año había ocurrido en Granada una tragedia de la cual fue testigo, según declaración propia, el poeta, que bien pudo ser punto de arranque del poema.[146] El 27 de marzo de 1928 El Defensor de Granada, bajo los titulares «La desgracia de anoche. Una niña se cae a un aljibe, ahogándose», relataba el percance, ocurrido en la calle Nueva de San Antón. La niña, de diez años —¡otra vez diez años!— había sido descubierta flotando con su pelota en el aljibe de una casa en construcción, siendo extraída del pozo, ya cadáver, con unos ganchos. Era evidente que la pelota había ido a dar en el aljibe y que, al querer recuperarla, e inclinarse para ver dónde estaba, la niña había perdido el equilibrio y caído dentro de aquella terrible cárcel oscura sin salida posible. Además, según el diario, los padres de la difunta criatura llevaban mucho tiempo viviendo bajo el signo constante de la muerte: hacía algunos años habían perdido a otra hija, atropellada por un coche; a un hijo que servía en África lo mataron «los moros»; luego se les había muerto su segunda hija; y ahora le había tocado el turno a la menor, Matilde González López (consignemos el nombre de la pobre). La historia de esta familia granadina «gafada» no podía por menos de afectar profundamente a Lorca.
Ahora bien, ¿cómo explicar la referencia a Newburgh en el subtítulo del poema? ¿Confunde o mezcla el poeta esta localidad —donde pasó algunos días al lado de Federico de Onís después de la estancia con Ángel del Río— con Shandaken o con Eden Mills? Parece indudable que sí. Además, el que tiene todas las trazas de ser original del poema lleva fecha 8 de diciembre de 1929,[147] lo cual sugiere que la memoria le fallaba a Ángel del Río al afirmar que Lorca le había leído el poema inmediatamente después de su composición en Shandaken. La lectura pudo ser posterior a aquella estancia, y la creación del poema también.
De hecho, los comentarios del propio Lorca a «El niño Stanton» y «Niña ahogada en el pozo» evidencian que ha mezclado, consciente o inconscientemente, recuerdos de Eden Mills y de Shandaken, y nos hacen ver, una vez más, que el poeta, a la hora de contar episodios de su propia biografía, es dudosísima fuente de información fidedigna. Dichos comentarios, incluidos en la conferencia-recital sobre Nueva York, dada por primera vez en marzo de 1932 en Madrid, demuestran a las claras la forma de trabajar —de trabajar poéticamente— de Lorca (notemos, finalmente, que la hermana de Stanton Hogan se llamaba Helen, no Mary):
Llega el mes de agosto y con el calor, estilo ecijano, que asola a Nueva York, tengo que marchar al campo.
Lago verde, paisaje de abetos. De pronto, en el bosque, una rueca abandonada. Vivo en casa de unos campesinos. Una niña, Mary, que come miel de arce, y un niño, Stanton, que toca un arpa judía, me acompañan y me enseñan con paciencia la lista de los presidentes de Norteamérica. Cuando llegamos al gran Lincoln saludan militarmente. El padre del niño Stanton tiene cuatro caballos ciegos que compró en la aldea de Eden Mills. La madre está casi siempre con fiebre. Yo corro, bebo buen agua y se me endulza el ánimo entre los abetos y mis pequeños amigos…
En aquel ambiente, naturalmente, mi poesía tomó el tono del bosque. Cansado de Nueva York y anhelante de las pobres cosas más insignificantes, escribí un insectario que no puedo leer entero pero del que destaco este principio en el cual pido ayuda a la Virgen, a la Ave Maris Stella de aquellas deliciosas gentes que eran católicas, para cantar a los insectos, que viven su vida volando y alabando a Dios Nuestro Señor con sus diminutos instrumentos.*
Pero un día la pequeña Mary se cayó a un pozo y la sacaron ahogada. No está bien que yo diga aquí el profundo dolor, la desesperación auténtica que yo tuve aquel día. Eso se queda para los árboles y las paredes que me vieron. Inmediatamente recordé aquella otra niña granadina que vi yo sacar del aljibe, las manecitas enredadas en los garfios y la cabeza golpeando contra las paredes, y las dos niñas, Mary y la otra, se me hicieron una sola que lloraba sin poder salir del círculo del pozo dentro de esa agua parada que no desemboca nunca… Con la niña muerta ya no podía estar en la casa. Stanton comía con cara triste la miel de arce que había dejado su hermana, y las divinas señoritas Tyler estaban como locas en el bosque haciendo fotos del otoño para obsequiarme… Se termina el veraneo porque Saturno detiene los trenes, y he de volver a Nueva York. La niña ahogada, Stanton niño «come-azúcar», los caballos ciegos y las señoritas pantalonísticas me acompañan largo rato…
Después… otra vez el ritmo frenético de Nueva York…[148]
* Es probable que se trate del poema «Luna y panorama de los insectos (El poeta pide ayuda a la Virgen)».[149]
Aquí, evidentemente, lo que estamos oyendo es la versión poética de una fusión de acontecimientos distintos, no un relato cronológico ni realista. Una fabulación. Una vez más el genio del poeta ha dado, según la fórmula shakespeariana, una «localización y un nombre» («a local habitation and a name») al «aéreo nada» de una experiencia varia y difusa.
Pasaría lo mismo con el poema «Paisaje con dos tumbas y un perro asirio», el paradero de cuyo manuscrito se desconoce pero que, según Ángel del Río, fue compuesto en Shandaken aquel verano, y donde vuelve a aparecer el tema obsesivo del cáncer. «En la granja había un perro enorme, viejo y medio ciego —recuerda Del Río—, que a menudo dormía en el pasillo a la puerta de la habitación de Lorca. El terror que esto le producía y su obsesión de la enfermedad del granjero —una afección cancerosa— aparecen transformados en imágenes oníricas».[150] Trece años antes, en Santo Domingo de Silos, Federico había escuchado ladrar a los perros bajo la luna, escena recordada en Impresiones y paisajes:
Tenían algo sus voces de profético en el silencio. Clamaban dolorosamente, quizá contra su forma y su vida. Eran los aullidos masas espesas que hacían temblar a la horrible emoción del miedo, sonidos que les salían de lo más hondo de su alma, monólogos de actores de una tragedia formidable, que sólo siente la luna que pasea entre estrellas su luz femenina y romántica… Hay algo ultrafuneral, que nos llena de pavor, en el aullido del perro. No sabemos qué clase de emoción nos invade, sólo comprendemos que hay algo en el sonido que no es dicho por el animal…[151]
Ahora se trata de otro perro y de otra luna, pero el horror a la muerte es el mismo:
Amigo:
Levántate para que oigas aullar al perro asirio.
Las tres ninfas del cáncer han estado bailando,
hijo mío.
Trajeron unas montañas de lacre rojo
y unas sábanas duras donde estaba el cáncer dormido.
El caballo tenía un ojo en el cuello
y la luna estaba en un cielo tan frío
que tuvo que desgarrarse su monte de Venus
y ahogar en sangre y ceniza los cementerios.
Amigo:
Despierta, que los montes todavía no respiran
y las hierbas de mi corazón están en otro sitio.
No importa que estés lleno de agua de mar.
Yo amé mucho tiempo a un niño
que tenía una plumilla en la lengua
y vivimos cien años dentro de un cuchillo.
Despierta. Calla. Escucha. Incorpórate un poco.
El aullido
es una larga lengua morada que deja
hormigas de espanto y licor de lirios.
Ya viene hacia la roca. ¡No alargues tus raíces!
Se acerca. Gime. No solloces en sueños, amigo.
¡Amigo!
Levántate para que oigas aullar
al perro asirio.[152]
Según Ángel del Río, Lorca pasó la mayor parte del tiempo que estuvo con ellos aquel verano escribiendo.[153] Además de leerles sus poemas de reciente creación, les dio a conocer Perlimplín (que habría revisado en Nueva York, tal vez de memoria), fragmentos de La zapatera prodigiosa y —siempre de acuerdo con Del Río— El público y Así que pasen cinco años, «estos dos últimos de un carácter surrealista, con temas y lenguaje parecidos a Poeta en Nueva York».[154] Aunque Lorca hubiera escrito para entonces algunos trozos de estas obras —algo no demostrado—, es del todo imposible que su redacción estuviera ya terminada en estas fechas. Aquí parece que le falla la memoria a Del Río. Por otro lado, no cabe la menor duda de que el poeta ya trabajaba en una obra teatral, confirmándolo una carta escrita a Carlos Morla Lynch a finales de septiembre o principios de octubre: «Tengo casi dos libros de poemas y una pieza de teatro».[155] A esta pieza se refiere, por más señas, en una carta a sus padres del 21 de octubre: «He empezado a escribir una cosa de teatro que puede ser interesante. Hay que pensar en el teatro del porvenir. Todo lo que existe ahora en España está muerto. O se cambia el teatro de raíz o se acaba para siempre. No hay otra solución».[156] Juntando estos testimonios, parece fuera de duda que para octubre el poeta ya tiene entre manos una nueva obra. Obra revolucionaria, «teatro del porvenir», que, si no fue El público, sería probablemente de factura similar.
Terminada su estancia de casi tres semanas con Ángel y Amelia del Río (es una verdadera lástima que el crítico soriano no mantuviera un diario de aquellos días), García Lorca fue recogido en coche por Federico de Onís, que le lleva a su casa de Gardnertown Road, Newburgh, donde quizá el poeta ya hubiera pasado algún fin de semana. Llegaron allí el 18 de septiembre.[157]
Lorca estuvo tres días con los Onís antes de volver a la Universidad de Columbia. Acerca de aquella breve estancia sabemos poco más de lo que les contó el poeta a sus padres, es decir, que allí le ayudó a Onís, que entonces trabajaba en su magna Antología de la poesía española e hispanoamericana, con la selección de poemas de Salvador Rueda, José Asunción Silva, Juan Ramón Jiménez y otros menores.[158] En aquella antología, que no se publicará hasta 1934, Onís situará a Lorca, curiosamente, bajo el rótulo del «ultraísmo», y le llamará, ya con más acierto, «un moderno juglar». «Artista completo, temperamento pródigo y generoso —escribe—, marcha por todas partes defendido por su perpetua infantilidad genial, irresponsable y simpática».[159]
No sabemos si durante esta visita a Newburgh Federico coincidió con el poeta León Felipe, íntimo amigo de Onís, que pasaba frecuentes estancias en la casa del catedrático y también colaboraba en la selección de poemas para la antología. Es posible, porque, según Luis Rius, biógrafo de Felipe, éste, Lorca y Ángel del Río se iban de vez en cuando con Onís a su finca para ayudarle en su tarea.[160] Lo que sí parece indudable de todas maneras es que fue León Felipe —catorce años mayor que Lorca— quien le acercó de verdad, por primera vez, a la poesía de Walt Whitman. El poeta zamorano, que llevaba ya seis años en Nueva York cuando tuvo lugar el encuentro con el granadino —Felipe había huido de España en 1923, al año de publicarse su primer libro, Versos y oraciones de caminante— y que conocía bien el inglés y la literatura norteamericana contemporánea, era un fervoroso admirador, y traductor, del poeta del Canto a mí mismo, y este entusiasmo lo supo transmitir a Lorca, quien, como se dijo antes, ya habría leído al gran «hijo de Manhattan», siquiera superficialmente, en la traducción de Armando Vasseur. Era cierto, por otro lado, que la estancia en América de León Felipe le había desilusionado, pareciéndole la «democracia» que encontraba a su alrededor pobre cosa al lado de la exuberante fe, y de la probidad ética, del admirado poeta. Después resumiría así aquel desencanto:
Viví en Norteamérica seis años, buscando a Whitman,
y no le encontré. Nadie le conocía.
Hoy tampoco le conocen.
¡Pobre Walt!, tu palabra «Democracy»
la ha pisoteado el Ku-Klux-Klan,
y «aquella guerra», ¡ay!, «aquella guerra» la perdisteis los dos:
Lincoln y tú.[161]
Según Rius —el borrador de cuya biografía de León Felipe fue revisado por el propio poeta—,[162] se estableció entre el castellano y el granadino «una afinidad inicial y radical … mucho más poderosa que todas las diferencias».[163] Dicha afinidad, a su juicio, «es la necesidad y voluntad de amor desmedido a todo lo humano, que en dosis más fuertes de lo común se daba en ellos».[164] León Felipe, el eterno caminante, el apasionado vociferador contra las injusticias del mundo, el enemigo de todo dogma —que abandonará este año de 1929 Nueva York para vivir en México y luego, en 1932, se trasladará a la España republicana—, gustaba de recordar una frase de Lorca. Un día —se supone que en presencia suya— le preguntaron al poeta para qué escribía. «Para que me quieran», contestó.[165] Y es cierto que Lorca no dudaría en expresarse así en numerosas ocasiones.
León Felipe recordaba años después sus visitas a la finca de Onís y sus conversaciones con Lorca acerca de Whitman. Y se mostraría, a la hora de aludir a la homosexualidad del granadino, algo receloso, declarando a Rius en una conversación grabada en magnetófono:
Estábamos en Newburgh, y entonces es cuando yo le hablaba de Whitman y le contaba esas cosas. No había una traducción; allí además era inútil tener una traducción porque… Pero creo que las primeras cosas que él aprendió de Whitman fue lo que yo le dije, y le hablé siempre de esa manera. Y él no quería estar dentro del grupo de maricas, de gentes… Él sabía que había otra… y que él tenía otra actitud, porque era de una gran simpatía, lo quería todo el mundo; hombres, mujeres, niños, y él se sentía querido por todos, y debía de tener la tragedia de que un hombre tan afectuoso como él, y a quien le querían todos, no poder expresar de una manera…, de alguna manera… Luego… de esto sí quisiera…, sí habría que hablar con cuidado.[166]
Que sepamos, León Felipe nunca hizo, ni por escrito ni hablando ante un magnetófono, ninguna precisión acerca de lo que él sabía de la homosexualidad de Lorca. Lo cual es una lástima, porque cabe pensar que, al componer su Oda a Walt Whitman, Lorca tendría muy en cuenta lo que había aprendido escuchando al poeta amigo hablar de aquel «gran vitalista que no tiene biografía»,[167] y cuyo Canto a mí mismo, según un poema de Felipe,
no es más que una invitación al heroísmo que se le hace al
average man, al hombre de la calle.
No es una invitación ni a la igualdad ni a la dicha.
Yo he traducido la palabra happiness por alegría.
No hay más que alegría, no hay felicidad.
Y no hay otra alegría legítima en el mundo que la del esfuerzo.[168]
Vuelta a la metrópoli
El 21 de septiembre de 1929 Lorca se instala en el cuarto número 1.231 del John Jay Hall de la Universidad de Columbia —cuarto individual—, donde se quedará hasta enero de 1930. Ocho días después será formalmente invitado por la Institución Hispano Cubana a visitar La Habana.[169]
En Nueva York su actividad epistolar se reduce drásticamente. «No escribo a nadie porque realmente no tengo lugar —confiesa a sus padres—. En New York no hay tiempo de nada. Y como tengo muchas cosas que hacer, el tiempo de escribir lo dedico a vosotros solamente».[170] De hecho, contadísimos amigos reciben noticias del poeta desde la gran urbe. Uno de ellos es Melchor Fernández Almagro, a quien escribe el 30 de septiembre, pocos días después de su instalación en John Jay Hall, para asegurarle al viejo amigo y confidente que ya ha salido de su «asombro» al encontrarse en Nueva York; que trabaja y se divierte; que ha escrito un libro de versos y «casi otro»; y que, en realidad, está preso otra vez de aquel arrebato creativo que Melchor le había diagnosticado unos años antes en Granada como «furor pimpleo».
La carta parece que la ha escrito en un momento de euforia. «Tengo muchas amigas americanas y muchos amigos y, por tanto, adelanto en el inglés rápidamente —declara, exagerando descaradamente en lo referente al idioma aunque no, sin duda, en lo de sus múltiples amistades—. No voy a hacerte descripciones de New York. Es inmenso, pero está hecho para el hombre, la proporción humana se ajusta a las cosas que de lejos parecen gigantescas y descabelladas». Todo lo contrario, pues, de aquella «Babilonia trepidante y enloquecedora» de la primera carta a sus padres unos meses antes. Federico insiste en que se encuentra alegre, «con una alegría de primavera reciente», y se afirma convencido ya de que el viaje a Estados Unidos ha valido la pena.[171]
El tono de la carta que por estas fechas recibe Carlos Morla Lynch es idéntico. «Pasé el verano en el Canadá con unos amigos —le comunica, exagerando otra vez— y ahora estoy en Nueva York, que es una ciudad de alegría insospechada. He escrito mucho. Tengo casi dos libros de poemas y una pieza de teatro. Estoy sereno y alegre. Ha vuelto a nacer aquel Federico de antes que tú no has conocido, pero que espero conocerás».[172]
Pedro Salinas, por su parte, le cuenta en noviembre a Jorge Guillén que acaba de recibir de Federico «una carta de tipo bachillerato: “todo es muy bonito, tengo muchos amigos, ya sé hablar inglés”, etc.».[173]
Los poemas compuestos en estas fechas demuestran que no debemos fiarnos demasiado del contenido «manifiesto» de las cartas, sospechosamente superficial. Especialmente reveladora es la composición «Infancia y muerte», fechada en Nueva York el 7 de octubre de 1929 y mandada a finales del mismo mes a Rafael Martínez Nadal con el revelador comentario «Para que te des cuenta de mi estado de ánimo». Unos años después, cuando Lorca revise sus poemas norteamericanos con vistas a su publicación en libro, Martínez Nadal le recordará la existencia de este borrador, que Federico había olvidado, mostrándoselo. Al empezar a leerlo el poeta «se descompuso visiblemente» y, sin terminar la lectura, lo arrojó sobre la mesa, exclamando: «Guárdate eso y no me lo enseñes nunca más».[174]
Se comprende su reacción. El poema revela un «estado de ánimo» que no tiene nada que ver con el que se proyecta en las cartas referidas. La procesión, una vez más, va por dentro:
INFANCIA Y MUERTE
Para buscar mi infancia, ¡Dios mío!,
comí naranjas podridas, papeles viejos, palomares vacíos
y encontré mi cuerpecito comido por las ratas
en el fondo del aljibe con las cabelleras de los locos.
Mi traje de marinero
no estaba empapado con el aceite de las ballenas
pero tenía la eternidad vulnerable de las fotografías.
Ahogado, sí, bien ahogado, duerme, hijito mío, duerme.
Niño vencido en el colegio y en el vals de la rosa herida
asombrado con el alba oscura del vello sobre los muslos
asombrado con su propio hombre que masticaba tabaco en su costado siniestro.
Oigo un río seco lleno de latas de conserva
donde cantan las alcantarillas y arrojan las camisas llenas de sangre.
Un río de gatos podridos que fingen corolas y anémonas
para engañar a la luna y que se apoye dulcemente en ellos.
Aquí solo con mi ahogado.
Aquí solo con la brisa de musgos fríos y tapaderas de hojalata.
Aquí, solo, veo que ya me han cerrado la puerta.
Me han cerrado la puerta y hay un grupo de muertos
que busca por la cocina las cáscaras de melón,
y un solitario, azul, inexplicable muerto
que me busca por las escaleras, que mete las manos en el aljibe
mientras los astros llenan de ceniza las cerraduras de las catedrales
y las gentes se quedan de pronto con todos los trajes pequeños.
Para buscar mi infancia, ¡Dios mío!,
comí limones estrujados, establos, periódicos marchitos
pero mi infancia era una rata que huía por un jardín oscurísimo
una rata satisfecha mojada por el agua simple
una rata para el asalto de los grandes almacenes
y que llevaba un anda de oro entre sus dientes diminutos
en una tienda de pianos asaltada violentamente por la luna.[175]
«Infancia y muerte» se relaciona estrechamente, por su temática, con el «Poema doble del lago Eden» y «1910 (Intermedio)». La búsqueda de la infancia, el afán de recuperar la felicidad de los años de la Vega de Granada, no logra su propósito, y lo que van aflorando son recuerdos de una adolescencia angustiada, «asombrada» ante el descubrimiento de la sexualidad.
Es de enorme interés constatar que, al surgir el recuerdo de la escuela, el poeta escribió primero «Federico», luego tachó con poca decisión su propio nombre, aún legible en el manuscrito, y estampó: «Niño vencido en el colegio y en el vals de la rosa herida». ¡Federico vencido en el colegio y en el vals, cabe interpretarlo así, del amor heterosexual! ¡Federico, a quien todavía se le cierran las puertas! Ya hemos comentado los sufrimientos del chico cuando en 1909 ingresó en el Instituto de Granada, donde algunos compañeros malévolos le tildaron de «Federica» por su poca destreza física y cierto afeminamiento que creían identificar en él.[176]
Llama la atención también la metáfora del ahogo de la infancia en el aljibe, que recuerda el poema «Niña ahogada en un pozo», así como la acumulación de signos negativos para expresar la depresión actual del poeta: ríos convertidos en cloacas y depósitos de basura, alcantarillas pobladas de ratas, podredumbre, brutalidad («camisas llenas de sangre») y, separado de este grupo de muertos que juegan al tiro al blanco, uno, solitario, azul e «inexplicable» —el color azul se asocia frecuentemente a la muerte en los poemas neoyorquinos—, que busca al poeta por las escaleras, se supone que para llevárselo con él a la tumba.
Tal vez sea lícito relacionar a este muerto, a este fantasma, con la escalofriante figura espectral, con cuerpo en forma de esquemático sistema nervioso, que viene volando hacia el poeta por las «escaleras» (azoteas) de un rascacielos en el autorretrato incluido por Bergamín en su edición de Poeta en Nueva York, y que acaso le entregara Lorca para ilustrar el libro. En el centro de un panorama neoyorquino desolador (ferrocarril elevado, inmensos muros cuyas incontables ventanas parecen nichos de ingente columbario, a veces identificados fríamente por letras o números, sin la menor presencia humana), el poeta, con cejas pobladas, cara salpicada de lunares —rasgos con base real—, pero con los ojos vacíos, se defiende desesperadamente de unas extrañas bestias que le asaltan cruelmente.
En Nueva York, después de las vacaciones, extranjero en un mundo desconocido y, a pesar de su éxito social, solo, la angustia eróticometafísica de Lorca, siempre latente, arrecia. No es sorprendente que termine precisamente en estos momentos su Oda al Santísimo Sacramento, empezada en 1928,[177] ni que nazca ahora el poema «Crucifixión» (fechado 18 de octubre de 1929).[178] Es decir, no es sorprendente que en estos momentos el poeta experimente otra vez, como ha ocurrido en varias épocas de su vida, la preocupación por la religión en que ha sido educado pero contra cuyo Dios no ha tenido más remedio que rebelarse.
En vista de ello, ¿no podría ser que las bestias del dibujo tuviesen que ver con el pecado, y, más concretamente, con obsesivos deseos homosexuales sentidos como vergonzosos, culpables, punibles, deseos inconfesables contra los cuales el poeta lucha en vano? No parece descabellada la hipótesis. En las cartas a Jorge Zalamea, de 1928, se había referido a los «conflictos de sentimientos muy graves» que le baqueteaban, maltrataban y asaltaban, y a las «pasiones» que tenía que vencer.[179] Aquellos «conflictos» nunca se resolverían del todo, y los poemas neoyorquinos demuestran sin lugar a dudas que los padeció de forma aguda durante su estancia en Estados Unidos. Los extraños animales bien pueden estar relacionados, pues, con la renovada y mortífera embestida de conflictos psíquicos que es incapaz de resolver.[180]
Se conocen, además, otros tres autorretratos de la misma época, hechos asimismo con tinta china, en que estas bestias de aspecto predominantemente leonino (y no equino, como se ha dicho), con crin erizada y garras extendidas, atacan al poeta.[181] Y es notable que, en tres dibujos coloreados de parecida inspiración, donde su presencia es menos explícita, la bestia es roja.[182] El hecho apoya la hipótesis de que el animal representa sus deseos «perversos», ya que, en varios poemas tempranos, Lorca asocia su angustiada sexualidad con este color,[183] mientras la Bestia del Apocalipsis, cuya influencia ha rastreado la crítica en el animal lorquiano, así como la de los Beatos, se describe en la Biblia como escarlata.[184]
Así pues, el poema «Infancia y muerte» y los dibujos referidos se complementan. Y dan la razón al poeta Juan Larrea, que escribió en 1940 que Lorca, cuando compuso los poemas neoyorquinos, era «víctima… de una torturadora crisis interior. Todo induce a creer que esa crisis se hallaba en gran parte determinada por su anomalía sexual».[185]
Larrea fue el único escritor de izquierdas o sencillamente republicano que, después de la muerte de Lorca, no tuvo reparo en señalar, primero, que el granadino tenía una «anomalía sexual» y, segundo, que tal anomalía tenía una estrecha y obvia relación con la obra.
Los amigos de Lorca que han hablado o escrito acerca de la estancia del poeta en Nueva York pecan, casi todos ellos, de ingenuidad, cuando no de deliberada ofuscación. John Crow, por ejemplo. Éste, entonces estudiante y luego hispanista profesional, vivía en el mismo pasillo del John Jay Hall que Federico, y le trató asiduamente durante aquellos cuatro meses, actuando en muchas ocasiones como su cicerone por la ciudad. En su libro sobre el granadino, publicado en 1945, Crow hace el siguiente, confuso, comentario:
Yo estaba en contacto íntimo con Lorca día tras día mientras trabajaba en Poeta en Nueva York, y si él padecía entonces una «angustia mortal», yo soy un perfecto papanatas. A veces es cierto que debió sentirse muy solo, pero en otras ocasiones bebía, acariciaba a chicas [«necked»], jaraneaba como cualquier joven animal masculino, y daba la impresión de pasarlo fetén haciéndolo.
Luego, en manifiesta contradicción con esta visión del Lorca alegre y jaranero, Crow añade:
Cuando, por la madrugada de Nueva York, se sentaba a escribir poesía, era con la voz cansada, los nervios tensos, los fervores nostálgicos de medianoche que ardían en la profundidad nocturna. Y el espectáculo no era nada saludable.* [186]
* «When he settled down to write poetry in the early hours of New York after midnight, it was with the strained voice, the high key, the midnight fervours of nostalgia burning deep in the darkness. And the picture was no salutary sight».
¿Lorca acariciando amorosamente a chicas yanquis? La idea es peregrina. En otro momento de su narrativa, Crow señala que Lorca, si bien admiraba a las muchachas norteamericanas, las consideraba libertinas, mientras que le chocaba profundamente ver cómo en Nueva York los jóvenes se besaban y acariciaban públicamente, a la vista de todos (esto sí lo podemos creer, y más si recordamos la escena acaecida unos meses antes en el teatro Rex, de Madrid, durante los ensayos de Perlimplín, cuando ante el espectáculo de un apasionado abrazo real, y no teatral, el poeta se había puesto azoradísimo).*
* Véanse pp. 614-615.
El libro de Crow tiene el valor, de todas maneras, de revelarnos importantes datos acerca de la vida de Lorca durante estos meses, y de la reacción que provocaba en los que le conocieron en Columbia. Crow notó, por ejemplo, su tendencia a dramatizar hasta el incidente más aparentemente mínimo, tendencia, por otro lado, constatada por todos sus amigos españoles, y que hace pensar en Paul Verlaine (una de las grandes admiraciones del Lorca joven, como vimos); recuerda el entusiasmo que, en las frecuentes visitas que hicieron juntos a los clubes de Harlem, mostraba Federico por el jazz, que relacionaba, por su profundidad y primitivismo, con el cante jondo de su tierra (ya había hablado en carta a su familia de la relación entre el cante andaluz y el negro), y que llegó a cantar con considerable dominio rítmico y tonal; señala el respeto de Federico por la tenacidad norteamericana, si bien decía despreciar el materialismo de aquella sociedad; da fe de la suficiencia que mostraba a veces a la hora de enjuiciar su propia poesía (Crow cita a Jesús Poveda, quien recordaba una ocasión en que Federico, cuando alguien le alabó su obra, contestó: «¿Verdad que sí? Está como Dios»);[187] señala la intensa admiración que le merecía la cultura islámica española; recuerda que iba asiduamente al cine; y, referente a su conocimiento del inglés, afirma que el poeta sabía realmente poquísimo.[188]
Para Francis C. Hayes, amigo y compañero de cuarto de Crow, Lorca redactó, en una serie de fichas, un breve y bastante inexacto relato autobiográfico que contiene, sin embargo, algunas precisiones de interés, especialmente en cuanto a su poesía actual. No menciona a Salvador Dalí, pero al referirse al Romancero gitano cabe pensar que tenía presente el rapapolvo crítico que le había infligido el pintor en 1928. Fuera así o no, el afán de distanciarse de la etapa anterior es manifiesto. «El gitanismo es tan sólo un tema de los muchísimos que tiene el poeta —enfatiza en la nota—, pero no fundamental en su obra ni mucho menos persistente. El Romancero gitano es un libro en el que el poeta ha acertado por el tono del romance y por tratarse de un tema de su tierra natal, pero no se puede clasificar a este poeta de ambición más amplia como un cantor de esta raza y nada más». Por lo que se refiere al viaje a Nueva York, «puede decirse que enriquece y cambia la obra del poeta, ya que es la primera vez que éste se enfrenta con un mundo nuevo». El párrafo final de la nota es característico del Lorca irónico: «Gustos: Al poeta le gustan los toros y los deportes, y cultiva el tennis que dice es delicadísimo y aburridísimo casi como el billar».[189]
¿Entró Lorca en contacto con el mundo homosexual de Nueva York? Parece indudable, aunque acerca de ello poseemos poca información. Gracias en primer lugar a Mildred Adams sabemos, por ejemplo, que llegó a conocer al poeta Hart Crane, entonces plenamente entregado al alcohol y a la promiscuidad sexual. Crane vivía en Brooklyn, a la sombra del maravilloso puente protagonista de su gran poema The Bridge [El puente], que estaba acabando precisamente en estos momentos y que sería publicado en enero de 1930.[190] «El amigo que llevó a Federico a Brooklyn a conocer al norteamericano me lo describió con cierto recelo —escribe Adams—. Crane, cuyas tendencias homosexuales no eran, digamos, un secreto, estaba rodeado de jóvenes marineros. Fluía libremente la cerveza clandestina. Todos estaban borrachos. No era el momento ideal para que se hiciesen amigos un poeta norteamericano y un poeta español. Incluso era posible que el norteamericano ni se hubiese enterado de quién era el español».[191]
Pero sí se enteró.
El «amigo» era el portorriqueño Ángel Flores, traductor de Eliot y director de la revista mensual Alhambra, cuyo primer número se había publicado en junio de 1929.
Editaba Alhambra la Hispano and American Alliance, asociación fundada por un millonario norteamericano con el propósito de forjar relaciones amistosas y culturales entre Estados Unidos y el mundo hispánico. A través de Flores, Gabriel García Maroto y León Felipe, Lorca había entrado inmediatamente en contacto con la Alliance, cuyo lujoso local se encontraba en la calle 42, número 1, esquina a la Quinta Avenida. Sería, con el Instituto de las Españas de Columbia, sede de las actividades sociales del poeta dentro del mundo hispanoparlante de Nueva York. De hecho, ambas entidades se complementaban, y había entre ellas un flujo y reflujo de personas que se interesaban por la cultura hispánica.[192]
En Alhambra se publicaron, en el número correspondiente a agosto de 1929, un artículo sobre Lorca y la traducción al inglés de dos romances suyos, ilustrados con cinco interesantes fotografías, cuatro de ellas sacadas durante la estancia del poeta con Dalí en Cadaqués en 1925.[193] Si el haber facilitado estas fotografías y no otras demuestra la importancia que seguía teniendo Dalí para Lorca, una es particularmente interesante, ya que en ella se aprecia a éste «haciendo el muerto» delante de la casa del pintor. La fotografía, probablemente sacada por Ana María Dalí, fue punto de partida de una importante serie de cuadros dalinianos inspirados por la obsesiva necesidad que tenía el poeta de representar su propia muerte, obsesión comentada frecuentemente por Dalí después del fusilamiento de su amigo.*
* Véanse pp. 418-419, 479-480.
El día en que Flores llevó a Lorca a conocer a Hart Crane, después de comer juntos en un restaurante de Chinatown muy frecuentado por Federico, el poeta norteamericano estaba, efectivamente, rodeado de marineros borrachos. Crane, aunque le gustaba lo hispánico, no hablaba español, y Flores tuvo que hacer de intérprete al principio. Parece ser que luego los dos poetas se entendieron en francés. Flores se dio cuenta en seguida de que Crane y Lorca tenían mucho en común, empezando por la afición de ambos a los navegantes. El portorriqueño se despidió, quedándose Federico. Crane bromeaba con un grupo de marineros, y Lorca hacía lo propio en medio de otro.[194]
Sobradamente conocida es la fascinación que ejerce entre los homosexuales el arquetipo del marinero.[195] Para el poeta fue, posiblemente, su primer encuentro con un mundo que sería tantas veces reflejado en sus poemas y, sobre todo sus dibujos, en no pocos de los cuales aparecen bellos marineros alternando en un ambiente cargado de alcohol y sexo.[196] En los versos neoyorquinos el yo poético expresa más de una vez una empatía casi pessoana para con la gente del mar. En «Paisaje de la multitud que vomita», por ejemplo, fechado 29 de diciembre de 1929:
La mujer gorda venía delante
con las gentes de los barcos y de las tabernas y de los jardines.
El vómito agitaba delicadamente sus tambores
entre algunas niñas de sangre que pedían protección a la luna.
¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Ay de mí!
Esta mirada mía fue mía, pero ya no es mía.
Esta mirada que tiembla desnuda por el alcohol
y despide barcos increíbles por las anémonas de los muelles.
Me defiendo con esta mirada
que mana de las ondas por donde el alba no se atreve.
Yo, poeta sin brazos, perdido
entre la multitud que vomita,
sin caballo efusivo que corte
los espesos musgos de mis sienes.[197]
No sabemos si Crane y Lorca volvieron a encontrarse. Curiosamente, el poeta norteamericano seguiría —probablemente sin saberlo— al granadino a Cuba, donde, dos años después se suicidaría tirándose al agua. Pero, aunque aquel encuentro jamás se repitiera, parece probable que en algunos poemas neoyorquinos de Lorca hay una influencia, no tanto de la obra de Crane sino de la impresión que recibió del hombre: de su desesperación, del ambiente en que se movía, de su visión de una América libre, muy diferente de la dura realidad de 1929. También es posible que la admiración que compartían ambos poetas por Walt Whitman fuera tema entre ellos de conversación; admiración que, por lo que respectaba a Crane, pudo comentar León Felipe con Lorca, ya que el errante zamorano conocía bien la obra del poeta de Brooklyn y la tenía en alta estimación.[198]
En cuanto a la exploración temática por parte de Lorca del amor homosexual, el soneto «Adán», fechado en Nueva York el 1 de diciembre de 1929, es un mínimo anticipo de la gran Oda a Walt Whitman probablemente terminada —no sabemos cuándo se empezó— seis meses después. El soneto evoca el nacimiento de Eva del costado de Adán, quien sueña ya con su progenie, con «un niño que se acerca galopando / por el doble latir de su mejilla». Luego el segundo terceto hace una inesperada revelación:
Pero otro Adán oscuro está soñando
neutra luna de piedra sin semilla
donde el niño de luz se irá quemando.[199]
Estamos ante un desdoblamiento típicamente lorquiano, equiparable a los que se encuentran con tanta frecuencia en sus dibujos. El «otro Adán oscuro» —en este contexto la significación del adjetivo no parece dejar lugar a dudas— no sirve para la procreación, ni la quiere. El «yo poético» de este soneto sabe que nunca será padre.[200]
Los amigos españoles de Lorca en Nueva York han transmitido poquísima información de relevancia biográfica acerca de la estancia del poeta en la ciudad. Las anécdotas de Dámaso Alonso, por ejemplo, aunque divertidas, carecen de trascendencia.[201]
José Antonio Rubio Sacristán, eso sí, ha recordado la profunda angustia experimentada por Lorca en Nueva York —angustia compatible con el éxito social del poeta y el deslumbramiento que allí le producía el fenómeno negro—, así como el recato con que vivía su vida privada («Federico era muy misterioso en sus cosas»). Rubio Sacristán, a quien Lorca le había hablado de sus depresiones y de su «amargura» en una carta del verano de 1928,[202] estaba al tanto de la atormentada homosexualidad del poeta y de su relación con Emilio Aladrén. Después de ganar unas oposiciones a cátedra en España, había viajado a Nueva York a finales de octubre, llegando, a bordo del Bremen, justo en el momento del crac de la Bolsa. Se matriculó luego en Columbia para ampliar libremente sus estudios de Económicas e Historia Económica, y veía con frecuencia a Lorca.[203]
Al poco tiempo de llegar a Nueva York, Federico, de la mano de su amigo Campbell Hackforth-Jones, había conocido Wall Street y la Bolsa —entonces eufórica—, y describió para su familia, en la segunda semana de agosto, una de sus varias visitas con el inglés al barrio financiero de la metrópoli. Como a Paul Morand por las mismas fechas, el espectáculo de aquel mundo le había dejado boquiabierto:
Es el espectáculo del dinero del mundo en todo su esplendor, su desenfreno y su crueldad. Sería inútil que yo pretendiera expresar el inmenso tumulto de voces, gritos, carreras, ascensores, en la punzante y dionisíaca exaltación de la moneda. Aquí es donde se ven las magníficas piernas de la mecanógrafa que vimos en tantas películas, el simpatiquísimo botones que hace guiños y masca goma, y ese hombre pálido con el cuello subido que alarga la mano con gran timidez suplicando los cinco céntimos. Es aquí donde yo he tenido una idea clara de lo que es una muchedumbre luchando por el dinero. Se trata de una verdadera guerra internacional con una leve huella de cortesía.
El desayuno lo tomamos en un piso 32 con el director de un banco, persona encantadora con un fondo frío y felino de vieja raza inglesa. Allí llegaban las gentes después de haber cobrado. Todos contaban dólares. Todos tenían en las manos ese temblor típico que produce en ellas el dinero. Por las ventanas se veía el panorama de New York coronado con grandes árboles de humo. Colín tenía cinco dólares en el bolsillo y yo tres. Sin embargo, él me dijo con verdadera gracia: «Estamos rodeados de millones y sin embargo los dos únicos verdaderos caballeros que hay aquí somos tú y yo». Había un ruido de torrente por la calle. A la salida vi un hombre con las dos piernas cortadas andando en un carrito entre el desfiladero de los edificios, y más allá un loco que hablaba solo con un gorro de papel sobre la cabeza.[204]
Algunos meses más tarde, a finales de octubre, es el crac de la Bolsa y la caída en picado del optimismo yanqui. Lorca acude a Wall Street para ver con sus propios ojos aquellas escenas de confusión e histeria, que describe en otra carta a su familia:
Estos días he tenido el gusto de ver… (o el disgusto)… la catástrofe de la Bolsa de New York. Claro que la Bolsa de New York es la bolsa del mundo y esta catástrofe no ha significado nada económicamente, pero ha sido espantosa. Se han perdido ¡12 billones de dólares! El espectáculo de Wall Street, del que ya os he hablado y donde están las centrales de todos los bancos del mundo, era inenarrable. Yo estuve más de siete horas entre la muchedumbre en los momentos del gran pánico financiero. No me podía retirar de allí. Los hombres gritaban y discutían como fieras y las mujeres lloraban en todas partes; algunos grupos de judíos daban grandes gritos y lamentaciones por las escaleras y las esquinas. Esta era la gente que se quedaba en la miseria de la noche a la mañana. Los botones de la Bolsa y los bancos habían trabajado tan intensamente llevando y trayendo encargos, que muchos de ellos estaban tirados en los pasillos sin que fuese posible despertarlos o ponerlos de pie. Las calles, o mejor dicho los terribles desfiladeros de rascacielos, estaban en un desorden y un histerismo que solamente viéndolo se podía comprender el sufrimiento y la angustia de la muchedumbre. ¡Y claro!, cuanto más pánico había, más bajaban las acciones, y hubo un momento en el que ya tuvo que intervenir el gobierno y los grandes banqueros para luchar por la serenidad y el buen sentido. En medio de la gente y los gritos y el histerismo insoportable, me encontré a una amiga mía que me saludó llorando porque había perdido toda su fortuna, que eran 50 mil dólares. Yo la consolé y otros amigos. Así por todas partes. Gentes desmayadas, bocinas, timbres de teléfono. Son 12 billones de dólares lo que se ha perdido en la jugada. Se ve y no se cree.[205]
En la misma carta el poeta dice haber visto el cadáver de un banquero arruinado que acababa de tirarse desde un piso alto del hotel Astor (probablemente se trataba del hotel Roosevelt), aplastándose en la acera: «Era un hombre de cabello rojo, muy alto. Sólo recuerdo las dos manazas que tenía como enharinadas sobre el suelo gris de cemento».[206]
Lorca convertirá los episodios vividos por él aquellos días en leyenda, utilizando su técnica habitual de «medias verdades». En su conferencia-recital sobre Nueva York, hablará del Wall Street de los días del crac como «aquel desfiladero de sombra por donde las ambulancias se llevaban a los suicidas con las manos llenas de anillos»,[207] y en octubre de 1933 declarará en Buenos Aires a Pablo Suero: «Tuve la suerte de asistir al formidable espectáculo del último “crac”… Fue algo muy doloroso, pero una gran experiencia… Me habló un amigo y fuimos a ver la gran ciudad en pleno pavor… Vi ese día seis suicidios. Íbamos por la calle y de pronto un hombre que se tiraba del edificio inmenso del hotel Astor y quedaba aplastado en el asfalto… Era la locura…».[208]
Lo cierto, de todas maneras, es que el espectáculo de Wall Street, siempre dramático pero mil veces más cuando se produjo el crac, dejó en el poeta un imborrable recuerdo —recuerdo ahondado por los años—, influyó en su creciente rechazo del capitalismo y dio lugar a unas de las más poderosas imágenes del ciclo neoyorquino. En el poema «Danza de la muerte», fechado en diciembre de 1929, la denuncia se hace explícita:
Cuando el chino lloraba en el tejado,
sin encontrar el desnudo de su mujer,
y el director del banco observaba el manómetro
que mide el cruel silencio de la moneda,
el mascarón llegaba a WALL STREET.
No es extraño para la danza
este Columbario que pone los ojos amarillos.
De la esfinge a la caja de caudales hay un hilo tenso
que atraviesa el corazón de todos los niños pobres.[209]
Unos versos después el poeta visualiza la danza del mascarón por el «desfiladero» de la famosa calle financiera:
El mascarón bailará entre columnas de sangre y de números,
entre huracanes de oro y gemidos de obreros parados
que aullarán noche oscura por tu tiempo sin luces,
¡oh salvaje Norteamérica! ¡oh impúdica! ¡oh salvaje,
tendida en la frontera de la nieve![210]
Es la voz que en Impresiones y paisajes, once años atrás, tronaba contra las autoridades responsables de la miseria de los niños abandonados recogidos en el hospicio de Santiago de Compostela. Pero ahora la denuncia se hace general y se dirige contra todo un sistema basado en falsos valores materialistas y apoyado por una Iglesia católica en absoluto atenta a las necesidades reales de las personas, actitud anatematizada en el tremendo poema «Grito hacia Roma (desde la torre del Chrysler Building)», con su llamamiento a la rebelión:
Mientras tanto,
los negros que sacan las escupideras,
los muchachos que tiemblan bajo el terror pálido de los directores,
las mujeres ahogadas en aceites minerales,
la muchedumbre de martillo, de violín o de nube
ha de gritar aunque le estrellen los sesos en el muro,
ha de gritar frente a las cúpulas,
ha de gritar loca de fuego,
ha de gritar con la cabeza llena de excremento,
ha de gritar como todas las noches juntas,
hasta que las ciudades tiemblen como niñas
y rompan los depósitos del aceite y la música.
Porque queremos el pan nuestro de cada día
flor de aliso y perenne ternura desgranada;
porque queremos que se cumpla la voluntad de la Tierra
que da sus frutos para todos.[211]
Durante estos seis meses en Nueva York, ya acostumbrado a los «desfiladeros de cal» neoyorquinos y capaz de viajar sin perderse en el metro, con numerosas amistades que mitigan su angustia interior, el poeta, en plena fiebre creadora, reanuda su amistad con Herschell Brickell.
En una de las reuniones organizadas en el espacioso piso del norteamericano —situado en una vieja y encantadora casa de apartamentos, de ladrillos rojos, esquina de Park Avenue con la calle 56—, Federico coincide con Olin Downes, crítico musical del New York Times. Unos meses antes, justo después de salir Lorca de España, Downes había pronunciado en la Residencia de Estudiantes de Madrid una conferencia titulada «Impresiones y contrastes entre la música actual en los Estados Unidos y varios países de Europa». Es probable que allí le hablaran del granadino y, si no, que lo hiciera Adolfo Salazar, quien público por aquellos días en El Sol una entrevista con el distinguido crítico.[212] Downes, antes de comprometerse a acudir a la reunión, había insistido en que, aunque le complacería conocer al poeta, no tenía ganas de oír ni una nota de música, interpretada por quien fuera. Sin embargo, cuando Lorca se sienta al piano y se pone a tocar y cantar, el crítico queda fascinado, y más tarde aquella noche Brickell sorprende a los dos en la cocina, hablando de cuestiones musicales, muy de prisa, en un francés endiablado. «La comunicación era perfecta —recordaba Brickell—, aunque los delicados oídos de un francés probablemente se le habrían caído de la cabeza si alguien le hubiera obligado a oír cómo se asesinaba su amado idioma».[213]
Llegan las fiestas de Navidad. En Nochebuena, después de cenar en casa de Federico de Onís —también han sido invitados José Antonio Rubio Sacristán, los Del Río y el crítico italiano Giuseppe Pressolini—, Federico se reúne con Brickell y su mujer. Están también presentes, con los íntimos de la familia, Mildred Adams y un joven inglés, Jack Leacock, nacido en Madeira. Árbol de Navidad, regalos, y velas en un altarcito que cada uno enciende haciendo silenciosos votos por la felicidad de alguien… Federico está encantado con la ceremonia. A cambio, lee a los Brickell Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín, sentado en la ventana que da al East River. «Tan entusiastas estuvimos —recordará Mildred Adams— que Federico insistió en darme el manuscrito para que lo tradujera al inglés. Lo hice, pero…». Sin duda la tarea resultó demasiado complicada.[214]
A medianoche —gesto exquisito de los Brickell, que son protestantes— llevan a Federico a oír la misa del gallo en la iglesia católica de San Pablo Apóstol (esquina de la Avenida Columbus con la calle 60), cruzando en taxi las calles nevadas. Dentro de la iglesia, abarrotada de un gentío de distintos colores e idiomas, van aflorando los recuerdos de las nochebuenas granadinas que ha vivido el poeta. «La Nochebuena, claro, es la mejor que yo he visto —escribe Federico a sus padres, comentando las fiestas que ha pasado en Nueva York—, son las monjas tomasas, o aquella inolvidable Nochebuena de Asquerosa en la cual pusieron a san José un sombrero plano rojo y a la Virgen mantilla de toros. Pero el escándalo callejero es el mismo. En todas las plazas se elevaban los árboles de Noel cubiertos de luces y bocinas de radio y la muchedumbre iba y venía entre los marineros borrachos».[215]
A pesar de las cariñosas atenciones con que sus amigos tanto norteamericanos como españoles le colman, Lorca debió de sentirse especialmente solo durante estos días de fin de año, con las reuniones familiares que los caracterizan. El 27 de diciembre fecha un nuevo poema, «Navidad», en el que expresa su intensa angustia ante la soledad del hombre contemporáneo, separado de Dios y rodeado de los artefactos de una sociedad materialista, sin amor. Otra vez aparecen los marineros como símbolo de lo inerme, de lo desarraigado:
He pasado toda la noche en los andamios de los arrabales
dejándome la sangre por la escayola de los proyectos,
ayudando a los marineros a recoger las velas desgarradas
y estoy con las manos vacías en el rumor de la desembocadura.
No importa que cada minuto
un niño nuevo agite sus ramitos de venas
ni que el parto de la víbora desatado bajo las ramas
calme la sed de sangre de los que miran los desnudos.
Lo que importa es esto: Hueco. Mundo solo. Desembocadura.[216]
Que el éxito social de Lorca en Nueva York, basado en su don musical, fue considerable, lo confirma Dámaso Alonso, que había llegado a la ciudad en septiembre para dar un curso sobre poesía española contemporánea, o, como le decía Lorca a Melchor Fernández Almagro, «sobre nosotros».[217] Dámaso veía a Lorca con cierta frecuencia, y muchos domingos el granadino comía con él y su mujer.[218] Un día coincidieron en una wild party ofrecida por un millonario yanqui:
Dispersión total por los amplios salones en pequeños grupos gesticulantes, donde los brebajes empiezan a producir su efecto. De repente, aquella masa alocada y disgregada se polariza hacia un piano. ¿Qué ha ocurrido? Federico se ha puesto a tocar y cantar canciones españolas. Aquella gente no sabe español ni tiene la menor idea de España. Pero es tal la fuerza de expresión, que en aquellos cerebros tan lejanos se abre la luz que no han visto nunca y en sus corazones muerde el suave amargo que no han conocido.[219]
Suerte la de Lorca, quien, si nunca se liberó de la honda angustia que le atenazaba, siempre tuvo el consuelo de poseer, entre sus múltiples dones, el de la música, don sociable por antonomasia y que le permitía comunicarse en seguida con gentes de la más diversa procedencia.
Cine y teatro
La Prensa, que con toda seguridad leía Lorca durante su estancia en Nueva York, registraba en su columna habitual «La pantalla blanca» el entusiasmo y asombro que suscitaban entonces en todo el mundo el nuevo cine sonoro. No se trataba, para el periódico dirigido por José Camprubí, sólo del cine hablado en inglés, sino de las primeras cintas grabadas con vistas a la gran comunidad hispana de Estados Unidos. El 4 de enero de 1930, por ejemplo, el diario anunciaba la proyección, en Loew’s de la calle 116, de la película Ladrones, en la cual Laurel y Hardy, debidamente entrenados, hablaban español. El redactor recomendaba a los lectores de La Prensa que no se la perdieran.[220] En febrero el periódico da cuenta de una película hablada que se estrena en el teatro Regent y que posiblemente interesaría a Lorca. Titulada Granada, su protagonista es Fortunio Bonanova, «el artista español que actualmente triunfa también en Broadway en un drama hablado». Su argumento: «la despedida de un rey moro». Tal vez se trataba de la caída de Granada ante el empuje de los Reyes Católicos y del triste exilio de Boabdil.[221]
Otro día de febrero La Prensa anuncia la película Sombras de gloria, considerada como la mejor cinta sonora en español rodada hasta la fecha.[222]
Lorca se entusiasma por el nuevo cine hablado, todavía prácticamente desconocido en España (el 19 de septiembre se había estrenado en Barcelona La canción de París, primera cinta sonora presentada en el país).[223] A mediados de octubre de 1929 les escribe a sus padres:
Voy a algunos espectáculos. He visto una revista negra que es uno de los espectáculos más bellos y más sensibles que se pueden contemplar, y me he aficionado al cine hablado, del que soy ferviente partidario porque se pueden conseguir maravillas. A mí me encantaría hacer cine hablado y voy a probar qué pasa. En el cine hablado es donde aprendo más inglés. Anoche mismo vi una película de Harold el gafitas, hablada, que era deliciosa. En el cine hablado se oyen los suspiros, el aire, todos los ruidos, por pequeños que sean, con una justa sensibilidad.[224]
Se trataba de Welcome Danger, la primera película hablada de Harold Lloyd.[225] Con esta excepción, no sabemos los títulos de las películas que vio en Nueva York, pero a la luz de la citada carta a sus padres y del testimonio de John Crow al respecto podemos tener la seguridad de que su asistencia al cine era asidua.[226]
Que se sepa, Lorca no hizo en Nueva York ninguna «prueba» de cine hablado, pero sí escribió un guión de cine mudo, Viaje a la luna, probablemente compuesto antes de que hubiera tenido su primera experiencia del cine sonoro.
Las pocas noticias que tenemos acerca de la redacción del mismo proceden del pintor mexicano Emilio Amero, que entonces trabajaba como diseñador comercial para Saks Fifth Avenue y Wanamaker. Un día, en fecha no determinada —pero antes de mediados de diciembre de 1929—, una joven y apasionada mexicana, María Antonieta Rivas Mercado, gran amiga de Lorca y, según éste, «millonaria» y fundadora de la revista Contemporáneos y del teatro Ulises de México, le llevó al piso del pintor, en la calle 60. Amero y Lorca hicieron en seguida buenas migas, y a partir de aquel momento Federico visitaba con frecuencia la casa, donde leía sus poemas y tocaba la guitarra que compró expresamente para su uso el mexicano. En otras ocasiones, acompañados de Gabriel García Maroto, iban a Small’s Paradise, en Harlem, para escuchar música negra y jazz.[227]
Amero acababa de rodar un cortometraje de 35 milímetros, titulado 777, sobre las máquinas calculadoras yanquis —símbolo, se supone, de la vida moderna—, que proyectó una noche para el poeta. Lorca le habló entonces de Un Chien andalou.[228] Aunque parece imposible que el poeta hubiera visto ya la película de Dalí y Buñuel —no hay indicación alguna de que se personara en el teatro de las Ursulinas durante su breve paso por París, ni de que una copia de la película llegara a Nueva York en 1929—, no cabe la menor duda de que tuvo en seguida referencias muy concretas de ella. Desde luego, cuesta trabajo creer que no conociera, al poco tiempo de ser publicada, la elogiosa reseña de la película debida al ingenio de Eugenio Montes y aparecida en la primera plana de La Gaceta Literaria de Madrid el 15 de junio de 1929.*
* Reseña reproducida íntegra en el apéndice, pp. 1.149-1.151.
La Gaceta circulaba abundantemente entre los hispanistas neoyorquinos, entre ellos, cabe pensarlo, Ángel del Río y Federico de Onís, quienes en seguida habrían atraído la atención del poeta granadino sobre el comentario de Montes.[229] Y ello tiene relevancia no sólo por la inteligencia y combatividad del artículo en sí y su apasionante reivindicación de la intrínseca españolidad de la cinta, sino porque Montes —a quien Lorca había conocido en la Residencia de Estudiantes— alude al cuadro de Dalí La miel es más dulce que la sangre, donde aparece la cabeza cortada del poeta medio enterrada en la arena:
Buñuel y Dalí se han situado resueltamente al margen de lo que se llama buen gusto, al margen de lo bonito, de lo agradable, de lo sensual, de lo epidérmico, de lo frívolo, de lo francés… La belleza bárbara, elemental —luna y tierra— del desierto, en donde «la sangre es más dulce que la miel», reaparece ante el mundo. No. No busquéis rosas de Francia. España no es un jardín, ni el español el jardinero. España es planeta. Las rosas del desierto no son los burros podridos. Nada, pues, de sprit [sic]. Nada de decorativismos. Lo español es lo esencial. No lo refinado. España no refina. No falsifica. España no puede pintar tortugas ni disfrazar burros con cristal en vez de piel. Los Cristos en España sangran. Cuando salen a la calle van entre parejas de la Guardia Civil.
Por otro lado, y más importante, no habría sido difícil que Lorca tuviera ya conocimiento, a fines de 1929 o principios de 1930, del guión de la película de Buñuel y Dalí, ya que se editó en varias publicaciones periódicas europeas, entre ellas La Révolution Surréaliste que, con casi seguridad, se recibía en la biblioteca de Columbia y otros centros culturales de Nueva York accesibles a Lorca y sus amigos.[230] En La Gaceta Literaria el poeta puede leer, además, una reseña del tumultuoso estreno de la película en Madrid, celebrado en el Cine-Club el 8 de diciembre de 1929. La presentación corre a cargo de Luis Buñuel, quien, haciéndose eco de la reseña de Eugenio Montes, habla de «la reacción intensa que produjo en el gusto francés nuestra brutalidad española».[231] Al margen de todo ello, Lorca pudorecibir, de distintas fuentes, información oral u epistolar acerca de la revolucionaria cinta.
Si hemos de creer unas declaraciones muy posteriores de Luis Buñuel, hechas en 1980 —los recuerdos de Buñuel no son siempre muy fiables—, Ángel del Río le contó en Nueva York en los años treinta, después de la vuelta de Lorca a España, que el poeta le había dicho durante su estancia estadounidense: «Buñuel ha hecho una mierdesita así de pequeñita que se llama Un perro andaluz y el perro andaluz soy yo». Buñuel negó en la misma entrevista que hubiera en la película alusiones a Lorca,[232] aunque, como ya se ha dicho, en absoluto se puede descartar la posibilidad de que él y Dalí tuviesen presente al poeta cuando elaboraron el personaje del afeminado protagonista del corto. De todas maneras, si el exabrupto de Lorca realmente tuvo lugar (y Ángel del Río no lo recoge en sus escritos sobre el poeta), parece claro que Federico creía que Buñuel y Dalí se burlaban de él en la película. Lo cual sería motivo de amargura.
Por otro lado, sin embargo, Lorca, consciente del carácter revolucionario de la película y ya poderosamente atraído por el surrealismo, sintió la necesidad —así como en sus prosas de 1928, tan influidas por el Sant Sebastià de Dalí— de emular el tour de force del aragonés y del catalán. Y así nació, en el piso de Emilio Amero, el guión de Viaje a la luna. Amero le contó a Richard Diers:
Lorca vio las posibilidades de hacer un guión en la línea de mi película [777] con el uso directo del movimiento. Trabajó en mi casa una tarde haciéndolo. Cuando tenía una idea cogía un trozo de papel y la apuntaba, espontáneamente. Es así como solía escribir. Al día siguiente volvió y añadió escenas en las que había estado pensando durante la noche, lo terminó y dijo: «Tú verás lo que puedes hacer con esto, tal vez resulte algo»… La película era completamente plástica, completamente visual, y en ella Lorca trataba de describir aspectos de la vida de Nueva York como él la veía. Dejó la mayoría de las escenas para que yo las visualizara, pero es cierto que hizo algunos dibujos para demostrar cómo habría que hacer algunas de las escenas más difíciles.[233]
Marie Laffranque, editor de Viaje a la luna,[234] ha resumido el «argumento» de las setenta y una secuencias del «viaje» lorquiano a la luna, viaje que —a diferencia del Voyage dans la lune de Méliès (1902), que tal vez conociera el poeta— no narra un viaje físico al astro de la noche, sino uno psíquico hacia la muerte, en los siguientes términos:
Los fantasmas de la represión infantil; la inocencia juvenil ensuciada… por la ceguera, la mentira o la voluntad de poder; el asesinato consumado de este espíritu de infancia; los tres callejones sin salida [«impasses»] que se le ofrecen en seguida al hombre, empantanamiento, autodestrucción, crucifixión; el simulacro del amor entre hombre y mujer que conduce al estereotipo de la danza, a la guerra y a la abyección. Finalmente, alrededor del cadáver, periódicos abandonados señalan el fracaso de la comunicación por medio de la palabra; peces secos y aplastados claman el de la fuerza del amor; cama recubierta y cementerio, finalmente, significan la muerte de toda esperanza.[235]
Desde la «cama blanca sobre una pared gris» de la primera secuencia, donde los números en su agitado baile semejan hormigas, hasta la «luna y árboles con viento» de la última, la filiación del guión con el de Un Chien andalou parece innegable, aunque en su explotación del tema sexual Lorca va mucho más lejos que Dalí y Buñuel, apareciendo en el guión, por ejemplo, no sólo una «doble exposición sobre un sexo de mujer con movimiento de arriba abajo» (secuencia 5) sino, entre extrañas series de metamorfosis, «una luna dibujada sobre fondo blanco que se disuelve sobre un sexo y el sexo en la boca que grita» (secuencia 44), imagen que sugiere la felación. Laffranque, aunque considera que los diversos personajes del guión «viven y dicen, lo más claramente que el escritor jamás se ha atrevido, la historia de una búsqueda imposible del amor», y que la obra se alimenta de las fuentes de la «tragedia personal» del poeta, no identifica en el amor homosexual la meta de tal búsqueda.[236] Sin embargo, no hay duda de que se trata aquí del amor que no puede decir su nombre.
Viaje a la luna demuestra hasta qué punto Lorca frecuentaba el cine y conocía sus recursos y posibilidades expresivas. Es el producto de un auténtico aficionado al séptimo arte. Además, la vinculación entre las imágenes del guión y los dibujos del poeta saltan a la vista. Llama especialmente la atención en este sentido la secuencia 36: «Doble exposición de barrotes que pasan sobre un dibujo Muerte de Santa Radegunda».[237] Se trata del tema de dos dibujos del poeta, uno de ellos con este título, fechado «New York 1929», y otro, sin fecha, pero seguramente del mismo período, regalado a Ángel del Río. En ambos la cara desdoblada del muerto tiene los rasgos del propio poeta. En ambos la figura yace sobre una mesa. En el dibujo fechado, el personaje vomita, parece tener cuatro heridas en el pecho y se desangra por el sexo.[238] En el segundo no hay vómito, pero la figura se desangra por el mismo sitio acompañada por la «bestia» que aparece en otros dibujos de la serie, por un ángel volante que lleva una lira —símbolo de la poesía— y por otro personaje que enarbola una vela encendida.[239] El hecho de que ambas figuras se desangran por el sexo sugiere indefectiblemente la castración, es decir, la muerte sexual, tema del Viaje a la luna y omnipresente en la obra lorquiana.
Habría que señalar, además, que la mujer indicada como responsable del fracaso del amor en Viaje a la luna se llama Elena (secuencias 32 y 64). ¿Por qué Elena? No se puede obviar la posibilidad de que por estas alturas Lorca ya estuviera al tanto de la absorbente relación de Dalí con Gala, de nombre real Helena Dimitrievna Diakonava, a quien probablemente vería el poeta como una suerte de enemiga o rival. Además, compatible con una alusión a la clásica Elena de los griegos, ¿no podía haber otra a la inglesa Eleanor Dove, novia de Emilio Aladrén, cuyo nombre casi suena a Elena aunque su versión española es Leonor? Elena reaparece, de todas maneras, y con una significación parecida, en El público, lo que confirma que este nombre tiene connotaciones muy personales para el poeta.
En cuanto al teatro moderno, también tuvo ocasión de verlo Lorca en Nueva York. Escribiendo a su familia el 8 de agosto de 1929, y preocupado como siempre por el estado de su cuenta corriente, le había recordado a su hermano que le cobrara y girara el dinero de sus libros «para tener para ir a teatros, cosa que me interesa enormemente, pues aquí el teatro es magnífico y yo espero sacar gran partido de él para mis cosas».[240] A mediados de septiembre es la misma queja: el dinero de la Revista de Occidente —se trata de los derechos de autor relativos al Romancero gitano— no ha llegado, «pero ese dinero lo guardaré para ir al teatro, que aquí es muy bueno y muy nuevo y a mí me interesa en extremo».[241] El 21 de octubre, después de las vacaciones, surge otra vez la alusión a su falta de medios, y también en relación con su deseo de ver teatro: «Realmente la vida de estudiante es la más barata de Estados Unidos y con cien dólares en otro sitio no podría valerme, pero aquí sí. Veremos a ver si mi presupuesto me alcanza para asistir al teatro, en el que tengo tanto interés. He empezado a escribir una cosa de teatro que puede ser interesante. Hay que pensar en el teatro del porvenir. Todo lo que existe ahora en España está muerto. O se cambia el teatro de raíz o se acaba para siempre. No hay otra solución».[242]
Queda claro, pues, que al poco tiempo de llegar a Nueva York Lorca ya se da cuenta del extraordinario interés que tiene para él el nuevo teatro norteamericano, ratificándose en el desprecio que siente por el anquilosado teatro español del momento, sujeto además a las intolerables trabas impuestas por la censura. No sabemos a qué «cosa de teatro» suya se refiere el poeta, pero, como ya se ha dicho, posiblemente se trataba de El público.[243] Lo realmente importante, de todas maneras, es constatar la opinión tajante que ahora le merece a Federico el teatro español contemporáneo, visto desde Nueva York, y su decisión de escribir obras avanzadas destinadas a cambiarlo. Estamos ante una radical toma de conciencia, de la cual serán fruto las dos obras mencionadas, auténticamente revolucionarias para su tiempo.
Uno o dos días después, en otra carta a sus padres, Federico revela que algunos amigos suyos «ingleses» —se supone que norteamericanos— están tratando de buscar la forma de que se monten sus obras en Nueva York, y sigue:
De ponerse algo, se pondría el Perlimplín y los Títeres de Cachiporra traducidos y con gran decorado. Aquí hay un teatro de vanguardia y sería no difícil. Yo no me hago ilusiones, sino que espero los acontecimientos. En el asunto están interesadas las señoras. Las señoras son las que hacen todo en Norteamérica. Hay alguna millonaria interesada también y tres o cuatro judías literatas. Yo no hago nada, pero espero, y me gustaría, como es lógico, tener aquí esta resonancia, por lo útil que podría ser para mi vida futura, y además es bonito llegar a New York y que representen aquí lo que en España se prohibió indecentemente o no quieren montar porque no es de público.[244]
A Ángel del Río y su mujer, Federico, como se ha visto, les había leído Perlimplín aquel verano en Shandaken, así como, durante Navidad, a los Brickell.[245] Parece ser que en Nueva York revisó la obra que tan mala suerte había corrido a manos de la dictadura de Miguel Primo de Rivera. Y es cierto que, de estrenarse algo suyo en la metrópoli estadounidense, Perlimplín era la elección más acertada, dado su carácter vanguardista, y que los Títeres de Cachiporra, de corte guiñolesco, también encajaba dentro de las tendencias del teatro contemporáneo. Otra cosa habría sido Mariana Pineda.[246]
Es posible que una de las «señoras» que iban a ayudar a Lorca a montar su teatro en Nueva York, aunque no norteamericana, fuera la mexicana Maria Antonia Rivas Mercado. Herschel Brickell, a quien Lorca veía con frecuencia durante aquel otoño e invierno, nunca olvidaría una frase de esta mujer, que entonces sufría trastornos mentales y vivía, «sin demasiadas restricciones», en St. Luke’s Hospital. «Estoy segura de que vosotros pensáis en Federico como poeta, pero un día será más conocido como dramaturgo —había profetizado—. Yo he leído algunas de sus obras dramáticas y superan en calidad hasta a sus mejores poemas». Maria Antonia Rivas, amante del escritor y político mexicano José Vasconcelos, no podría constatar el éxito de Lorca en el teatro, pues se suicidó —espectacularmente, en la catedral de Notre Dame de París— en 1931.[247]
¿A qué teatro neoyorquino «nuevo» se refería Lorca en la citada carta a sus padres? A lo mejor pensaba no tanto en Broadway como en los grupos experimentales que entonces pululaban en Nueva York y especialmente en tres de ellos, el Neighborhood Playhouse, el Theater Guild y el Civic Repertory.[248]
Con toda probabilidad Lorca conocía por lo menos el primero de los tres grupos. Cuatro años después, cuando el Playhouse prepara el montaje en versión inglesa de Bodas de sangre, recalcará la importancia de este teatro, afirmando que es «uno de los más interesantes laboratorios de experiencia de arte dramático en el mundo» y que Irene Lewishon, su directora, «conoce España a fondo».[249] El grupo lo habían fundado en 1915 Irene y su hermana Alice para llevar teatro a los niños pobres, y durante la década de los años veinte cobró fama por su representación de obras de vanguardia. Estando Lorca en Nueva York el Neighborhood estrenó varias producciones musicales de interés: Un poema pagano, de Charles Martin Loefler; La procesión nocturna, de Henri Rabaud; y Nochevieja en Nueva York, de Werner Jansen. La primera bailarina del teatro era la luego legendaria Martha Graham. Y dato curioso: en septiembre de 1929 los estudiantes de la escuela del teatro escenificaron una serie de canciones vascas recogidas por Kurt Schindler, director de la Schola Cantarum de Nueva York, que había conocido a Lorca en Granada durante el Concurso de Cante Jondo de 1922. Si el poeta no estuvo presente aquella noche —cosa que no se sabe—, tendría seguramente noticias de la representación.[250]
En cuanto al Theater Guild, esta compañía estable —fundada cuatro años antes— tenía en 1929 su propio teatro, 26.000 suscriptores, nada menos, y representaba obras de Tolstoi, Strindberg, Ibsen, Andreyeff, Claudel, Eugene O’Neill, Ferenc Molnar, George Bernard Shaw y otros.[251]
El Civil Repertory Theater, dirigido por Eva Le Gallienne, se había fundado en 1926 y, como el Guild, representaba obras extranjeras. Durante la estancia de Lorca en Nueva York montó varias obras de Chejov (Tres hermanas, La gaviota y El jardín de los cerezos), y Canción de cuna, de Martínez Sierra.[252] Aunque es posible, no se sabe si Lorca vio en Nueva York esta obra de quien había estrenado, en 1920, su El maleficio de la mariposa. Según Ernesto Guerra da Cal, era Canción de cuna una pieza que odiaba el poeta.[253]
Por lo que hace a las revistas negras, entonces muy en boga, Federico dijo en una carta a sus padres que eran «uno de los espectáculos más bellos y más sensibles que se pueden contemplar»,[254] y declararía en 1931, tras elogiar la insuperable capacidad de los negros como mimos:
La revista negra va sustituyendo a la revista blanca. El arte blanco se va quedando para las minorías. El público quiere siempre teatro negro, deliran por él. El prejuicio teatral contra negros es sólo social. Nunca artístico. Cuando canta un negro en un teatro se hace un «silencio negro», un silencio cóncavo, enorme y especial. Cuando un actor blanco quiere absorber la atención del público, se pinta de negro. Al Jolson. La gran carcajada del norteamericano —una carcajada desgarrada, violenta, casi ibérica— es arrancada siempre por el actor negro.[255]
En la época en que Lorca está en Nueva York, tres teatros de Harlem —muy cerca de Columbia— se dedicaban con gran éxito a la revista negra: el Lafayette, el Lincoln y el Alhambra. Los asistentes blancos, no numerosos, se quedaban impresionados por la emotividad de actores y público, que se les contagiaba fácilmente. «Aquí el anglosajón llora o ríe a carcajadas sin cohibirse», dijo un redactor del New York Herald Tribune, confirmando las palabras de Lorca. En cierta manera los ingenuos públicos de Harlem prefiguran los que buscaría Lorca dos años más tarde, por tierras y aldeas españolas, con el teatro universitario La Barraca.[256]
En agosto de 1929 Federico les contó a sus padres que iba a ir con unos amigos rusos a un teatro chino, «cosa que espero con gran interés».[257] Se refería probablemente a la compañía Sun Sai Gai, que representaba en Grand Street, en el barrio chino del sur de Manhattan, obras de repertorio para un público indígena.[258] Es posible, además, que asistiera, poco antes de abandonar Nueva York, a las representaciones del famoso actor chino Mei Lan-Fang, del teatro de Pekín, que fueron toda una revelación para el público de la metrópoli, subrayando la crítica la tradicional falta de decorado del teatro chino, su sobriedad, su extraordinaria capacidad para el mimo, para la sugerencia a través del más mínimo gesto, y sin el concurso de la palabra, de estados de ánimo complejísimos.[259]
Cabe inferir que el conocimiento del teatro chino adquirido en Nueva York reforzara en Lorca el rechazo de la escenografía española tradicional, ya iniciado desde sus primeros contactos con Gregorio Martínez Sierra y el teatro Eslava en 1919-1920. También es probable que la buscada sobriedad de medios de los decorados de La Barraca, dos años más tarde, tuviese algo que ver con la misma experiencia. De todas maneras, la admiración que expresaba Lorca por el teatro chino llegó a ser extraordinaria, y en 1933 hasta llegaría a declarar que formaba, con el español, «uno de los dos grandes bloques que hay en la literatura dramática de todos los países».[260]
Hacia Cuba
En la última carta desde Nueva York a sus padres que le conocemos, escrita en enero de 1930, el poeta ya da como cierta su salida para Cuba en marzo, y explica que Federico de Onís se está encargando de arreglar el viaje. Allí, declara, dará «ocho o diez conferencias».[261]
Podemos estar seguros de que, a través de La Prensa, Lorca estaría bien informado durante su estancia en Nueva York de lo que pasaba en la isla, ya que el periódico dirigido por José Camprubí seguía de cerca tanto la política como la vida cultural cubanas.
Además, en Nueva York trató a varios cubanos, entre ellos al compositor Nilo Meléndez, con quien coincide en una comida celebrada el 13 de enero en Barnard College, en honor del célebre director español Enrique Fernández Arbós.[262]
Por estas semanas, de intensa actividad social, Lorca fecha varios poemas: siguiendo a «Navidad», del 27 de diciembre, ahora termina «Paisaje de la multitud que vomita» (29 de diciembre), «Luna y panorama de los insectos» (4 de enero), «Stanton» (5 de enero), «Pequeño poema infinito» (10 de enero) y «Sepulcro judío» (18 de enero).[263]
A mediados de enero llega a Nueva York Andrés Segovia, para dar una serie de conciertos en el Town Hall Theater, local especializado en espectáculos españoles.[264] Ve a Federico con cierta frecuencia y recordará sus conversaciones con el poeta en distintos speakeasies de la ciudad.[265]
Coincidiendo con la llegada del gran guitarrista, Lorca abandona su cuarto de John Jay Hall, donde ha vivido desde septiembre. Se ha dicho que compartió entonces durante varias semanas el piso que ocupaba su amigo José Antonio Rubio Sacristán en el número 542 de la calle 112 Oeste, esquina a Broadway, aunque ello no parece cierto: Rubio Sacristán ha negado que el poeta estuviera una temporada con él, creyendo recordar que «desapareció» con un amigo no identificado.[266] Sea como fuere, existe la posibilidad de que el poeta pasara, poco antes de salir para Cuba, algunas semanas en la famosa International House, donde le conoció el futuro crítico de arte catalán Josep Gudiol a su llegada a Nueva York. En la International House se hablaba con extraordinario entusiasmo del poeta granadino, y entre sus admiradoras había una joven actriz portorriqueña, Blanca de Castejón, con quien Gudiol llegaría a tener una estrecha amistad.[267]
El 21 de enero Lorca pronuncia en Vassar College una versión de su conferencia sobre las nanas infantiles españolas, dada por primera vez en 1928 en la Residencia de Estudiantes de Madrid.[268]
En noviembre había debutado en Nueva York la gran bailarina Antonia Mercé, La Argentina, y Federico, en un acto celebrado en el Instituto de las Españas, le había dedicado unas palabras elogiosas.[269] La temporada neoyorquina de La Argentina resultó brillante y, para celebrar su conclusión, el Cosmopolitan Club ofrece un banquete a la insigne bailarina el 5 de febrero durante el cual Lorca encomia otra vez el castizo arte de la porteña española… en castellano, por supuesto.[270]
El 10 de febrero el Instituto de las Españas ofrece un homenaje al poeta en vísperas de su salida para Cuba, durante el cual pronuncia su conferencia «Imaginación, inspiración, evasión», de 1928, bajo el nuevo título de «Tres modos de poesía». La Prensa reseña el acto y publica un resumen de la charla, en la cual habló con renovado ardor del «hecho poético» desligado del control lógico. «Ya no hay términos, ya no hay límites, ya no hay leyes explicables. ¡Admirable libertad!». El poeta insiste en que, pese a las apariencias, hay numerosos «hechos poéticos» en el Romancero gitano, y reivindica para España un surrealismo sui generis, un surrealismo con los ojos abiertos: «Los españoles queremos perfiles y misterio visible, forma y sensualidades. En el norte puede prender el surrealismo, ejemplo vivo la actualidad artística alemana, pero España nos defiende con su historia del licor fuerte del sueño».[271] Cabe pensar que, al pronunciar esta charla al final de su estancia neoyorquina, era muy consciente de haber logrado crear en la metrópoli una obra que, a grandes rasgos, correspondía a una teoría de la inspiración poética elaborada más de un año antes bajo la influencia de Salvador Dalí.
Entretanto, el 6 de febrero, han llegado a Nueva York, a bordo del Île de France, Ignacio Sánchez Mejías y La Argentinita. Encarnación López dará allí varios conciertos, muy elogiados en la prensa, y Lorca la verá con frecuencia, colaborando con ella en la armonización de canciones populares españolas que luego, en España, grabarán juntos en disco.[272] El 20 de febrero el diestro pronuncia en el Instituto de las Españas su conferencia «El pase de la muerte (entendimiento del toreo)». La presentación corre a cargo del poeta, que afirma que la lidia es el «único espectáculo vivo del mundo antiguo en donde se encuentran todas las esencias clásicas de los pueblos más artistas del mundo».[273] Según el corresponsal de un diario cubano, presente en el acto, el discurso gustó tanto al público que el torero protestó al iniciar su conferencia. «En vez de prepararme bien el toro para que yo me luzca —bromea Ignacio—, ¡me lo ha estropeado, después de lucirse él!». Sánchez Mejías termina su charla recitando el romance de Mariana Pineda en el cual se relata la corrida de Ronda.[274]
La situación política española ha cambiado radicalmente esos días con la caída, el 28 de enero de 1930, del dictador Miguel Primo de Rivera. Lorca debió alegrarse al recibir la noticia, ya que el régimen había puesto serias pegas al arranque de su carrera teatral, tanto en el caso de Mariana Pineda como en el de Don Perlimplín. El 14 de febrero La Prensa, que sigue de cerca lo que está pasando en España, recoge las declaraciones que acaba de hacer Fernando de los Ríos a La Crítica de Buenos Aires. El gran catedrático no duda de que está naciendo la España libre, socialista, con la cual sueña desde hace años.[275] Unos días después Lorca podrá leer en La Prensa que don Fernando acaba de dar su primera clase —en Granada— después de haber estado tanto tiempo proscrito.[276]
Ya se sabe en los círculos españoles de Nueva York que Lorca abandonará pronto la ciudad para ir a Cuba, invitado por la Institución Hispano-Cubana de Cultura.[277]
A finales de enero se había anunciado que el 6 de marzo daría en la Biblioteca de la calle 115 una conferencia sobre la poesía española moderna.[278] Debido a su salida para Cuba, le sustituirá Dámaso Alonso.[279]
La Prensa recoge en sus páginas de estos días la expectación que hay en La Habana ante la inminente llegada del autor del Romancero gitano, poemario ampliamente conocido en Cuba.[280]
No sólo se va Lorca de Nueva York. El 7 de marzo embarcan en el Île de France, rumbo a España, Ignacio Sánchez Mejías, Andrés Segovia y Antonia Mercé, La Argentina.[281] Todos ellos dejan atrás —pero especialmente Federico— una sensación de vacío entre sus amigos españoles, sensación que comentará Ángel del Río nueve meses después en una carta al poeta.[282]
Lorca no fue a Cuba en barco porque, como le decía a José Antonio Rubio Sacristán, quería —con su miedo al mar— que la travesía desde Estados Unidos fuese la más corta posible.[283] Así, el 4 de marzo de 1930, subió a bordo del tren que le iba a llevar hasta Tampa, en Florida, una distancia de casi 2.000 kilómetros. No sabemos quién le acompañó a la estación ni si, en vísperas de su salida de Nueva York, después de aquellos casi nueve meses, sus amigos se reunieron para despedirle. Extrañamente, los últimos días del poeta en la ciudad se han quedado sin documentar.
Lorca llega el 6 de marzo a Tampa y embarca aquel mismo día en el vapor norteamericano Cuba, que atracará al día siguiente en La Habana.[284]
En su maleta lleva los manuscritos que recogen la granazón poética de su estancia en la megalópolis estadounidense. Quedan atrás el guión cinematográfico de Viaje a la luna, con Emilio Amero, y con varios amigos, en primer lugar Ángel y Amelia del Río, importantes y a veces escalofriantes dibujos que revelan su angustia durante por lo menos algunas etapas de su visita.
Comentando en el Diario de la Marina de La Habana la estancia del poeta en Nueva York, Elena de la Torre, corresponsal del periódico en la ciudad norteamericana, dirá a finales de marzo que «García Lorca salió de New York, que le aprisionara en sus grandezas, más español que nunca; más andaluz, más granadino».[285] Era, sin duda, cierto. En Cuba, isla con la cual ha soñado desde su niñez, y adonde llega, después del frío de Nueva York, con un tiempo deslumbrante, el poeta se encontrará como en su casa.