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1927

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Verano sin Dalí. Dibujos

A los pocos días de volver a Granada, Lorca recibe el número 31 de L’Amic de les Arts, fechado 31 de julio de 1927. Contiene no sólo el Sant Sebastià de Dalí, sino una elogiosa reseña de Canciones por Lluís Montanyà y el artículo ya citado de Sebastià Gasch en el cual éste expresa su gran admiración por los dibujos de Federico.

Durante el verano Canciones sigue atrayendo la atención de los críticos. El 21 de agosto se publica en la primera plana de El Sol un artículo de Ricardo Baeza titulado «De una generación y su poeta». El poeta es Lorca, que, «al parecer, pasados ya a la historia don Antonio Machado y el señor Jiménez, se nos anuncia como el primer lírico español contemporáneo». Baeza, al tanto de la tendencia juglaresca del granadino, estima que se hace un flaco servicio al no publicar su poesía actual, especialmente sus romances gitanos («que mal podrían olvidar quienes los oyeron recitar una vez»), y termina su artículo con un consejo:

Obraría cuerdamente el señor García Lorca no difiriendo demasiado la publicación de esa su obra inédita, tan copiosa como admirable. Por haber demorado en demasía la de este libro de Canciones, que hoy ya no supone sino una faceta pasada e inicial de su personalidad poética, los que no se hallan al corriente del caso podrán quizá discernir en él la influencia de otros poetas de su generación, que en realidad provienen en gran parte de su obra, generosa e incautamente comunicada en privado, pero que tuvieron la destreza de apresurarse a editar… De la voluntad del Sr. García Lorca depende ya la entronización. Publique los Romances gitanos y ella tendrá lugar automáticamente.

«Tarde, pero a tiempo»: siempre fue el lema de Lorca. Y pasaría otro año antes de que, finalmente, saliera a la calle el Romancero gitano, libro que, como auguraba Ricardo Baeza, significaría su «entronización», si no como «el primer lírico de su generación» —calificación siempre discutible—, indudablemente como el más leído y comentado.

Hacia finales del verano de 1927 se apodera de Federico un frenesí creador que le lleva, sobre todo, a dibujar. Desde Lanjarón, donde la familia pasa una temporada, escribe a Sebastià Gasch, que tanto le ha animado a seguir expresándose plásticamente:

Te agradezco extraordinariamente tus elogios, pues éstos me ayudan a dibujar como no tienes idea, y verdaderamente disfruto con los dibujos. Yo me voy proponiendo temas antes de dibujar y consigo el mismo efecto que cuando no pienso en nada. Desde luego me encuentro en estos momentos con una sensibilidad ya casi física que me lleva a planos donde es difícil tenerse en pie y donde casi se vuela sobre el abismo. Me cuesta un trabajo ímprobo sostener una conversación normal con estas gentes del balneario, porque mis ojos y mis palabras están en otro sitio. Están en la inmensa biblioteca que no ha leído nadie, en un aire fresquísimo, país donde las cosas bailan con un solo pie…[1]

En otro fragmento epistolar, tal vez de la misma carta, el poeta se explaya sobre la expresión pictórica a que le está llevando este extraño trastorno de su sensibilidad:

Estos últimos dibujos que he hecho me han costado un trabajo de elaboración grande. Abandonaba la mano a la tierra virgen y la mano junto con mi corazón me traía los elementos milagrosos. Yo los descubría y los anotaba. Volvía a lanzar mi mano, y así, con muchos elementos, escogía las características del asunto o los más bellos e inexplicables, y componía mi dibujo. Así he compuesto el «Ireso sevillano», la «Sirena», el «San Sebastián», y casi todos los que tienen una crucecita. Hay milagros puros, como «Cleopatra», que tuve verdadero escalofrío cuando salió esa armonía de líneas que no había pensado, ni soñado, ni querido; ni estaba inspirado, y yo dije «¡Cleopatra!» al verlo, ¡y es verdad! Luego me lo corroboró mi hermano. Aquellas líneas eran el retrato exacto, la emoción pura de la reina de Egipto. Unos dibujos salen así, como las metáforas más bellas, y otros buscándolos en el sitio donde se sabe de seguro que están. Es una pesca. Unas veces entre el pez solo en el cestillo y otras se busca la mejor agua y se lanza el mejor anzuelo a propósito para conseguir. El anzuelo se llama realidad. Yo he pensado y hecho estos dibujitos con un criterio poéticoplástico o plástico-poético, en justa unión. Y muchos son metáforas lineales o tópicos sublimados, como el «San Sebastián» y el «Pavo real». He procurado escoger los rasgos esenciales de emoción y de forma, o de superrealidad y superforma, para hacer de ellos un signo que, como llave mágica, nos lleve a comprender mejor la realidad que tienen en el mundo.[2]

Texto complicado en el cual el poeta lucha por definir un arrebatador proceso creativo que él mismo no entiende bien, aunque no duda de su origen subconsciente ni de sus peligros. Rodeado de sus familiares, Lorca se siente ausente. Sabe que vuela sobre un abismo. Dibujando, abandona la mano. A veces los resultados le producen escalofrío, como si se hubiera convertido en un médium por el que se materializan apariciones y formas antes desconocidas. Es el caso de «Cleopatra» (dibujo hoy desconocido).

Realidad y superrealidad: baraja ambas palabras. Y es difícil no pensar, otra vez, en Dalí. En un Dalí que, en 1927, y a sabiendas de Lorca, empieza a aplicar su estética de la «Santa Objetividad» a la representación minuciosa del mundo de los sueños, de la actividad subliminal.

Federico reconoce el peligro que puede suponer para él la entrega a las fuerzas del subconsciente, cuyo halago, como ha escrito Guillermo Díaz Plaja, «siente tan de cerca el temperamento lorquiano».[3] Sebastià Gasch también se da cuenta, al recibir estas confidencias, de lo arriesgado del terreno por el cual se está aventurando su amigo. No conocemos la carta —o cartas— en que Gasch expresa sus dudas al respecto, pero sí algunos fragmentos epistolares de Lorca que constituyen respuesta suya a las prevenciones del crítico barcelonés:

Querido amigo Sebastián: Efectivamente, tienes razón en todo lo que me dices. Pero mi estado no es de «perpetuo sueño». Me he expresado mal. He cercado algunos días al sueño, pero sin caer del todo en él y teniendo desde luego un atadero de risa y un seguro andamio de madera. Yo nunca me aventuro en terrenos que no son del hombre, porque vuelvo tierras atrás en seguida y rompo casi siempre el producto de mi viaje. Cuando hago una cosa de pura abstracción, siempre tiene (creo yo) un salvoconducto de sonrisas y un equilibrio bastante humano…[4]

Mi estado es siempre alegre, y este soñar mío no tiene peligro en mí, que llevo defensas; es peligroso para el que se deje fascinar por los grandes espejos oscuros que la poesía y la locura ponen en el fondo de sus barrancos. YO ESTOY Y ME SIENTO CON PIES DE PLOMO EN ARTE. El abismo y el sueño los TEMO en la realidad de mi vida, en el amor, en el encuentro cotidiano con los demás. Eso sí que es terrible y fantástico…[5]

Pero sin tortura ni sueño (abomino el arte de los sueños), ni complicaciones. Estos dibujos son poesía pura o plástica pura a la vez. Me siento limpio, confortado, alegre, niño, cuando los hago. Y me da horror la palabra que tengo que usar para llamarlos. Y me da horror la pintura que llaman directa, que no es sino una angustiosa lucha con las formas en las que el pintor sale siempre vencido y con la obra muerta. En estas abstracciones más veo yo realidad creada que se une con la realidad que nos rodea como el reloj concreto se une al concepto de una manera como lapa a la roca. Tienes razón, queridísimo Gasch, hay que unir la abstracción. Es más, yo titularía estos dibujos que recibirás (te los mando certificados), Dibujos humanísimos. Porque casi todos van a dar con su flechita en el corazón…[6]

Resultado del interés de Sebastià Gasch por los dibujos de Lorca será el proyecto de éste de editarlos con un prólogo del crítico catalán.[7] Proyecto que, como tantos otros, fracasará.

Durante estos meses, además de dibujar, Federico escribe una prosa de extraordinaria fuerza imaginativa —Santa Lucía y San Lázaro— que supone una nueva dirección en su obra y en la cual la influencia del Sant Sebastià de Dalí es patente. Si el narrador de la prosa daliniana se da cuenta, como en un sueño, de que se encuentra en Italia, el de Santa Lucía y San Lázaro llega, a medianoche, a una ciudad española no identificada donde para en una casa llamada —de ello sólo se dará cuenta a la mañana siguiente— Posada de Santa Lucía. El viajero descubre que, en la ciudad, todo gira en tomo a la virgen martirizada en Siracusa bajo el cónsul Pascasiano (según la versión recogida por Lorca, procedente de La leyenda áurea de Jacopo di Voragine)[8] y que, en sus representaciones artísticas, a menudo lleva los ojos en una bandeja:* las calles están llenas de tiendas de óptica, por ejemplo, y en la catedral se está celebrando una novena a los ojos de la santa. La creación de un nítido ambiente onírico, la utilización de párrafos cortos y de frases sin verbo recuerdan en seguida la prosa de Dalí:

* En una cala de Cadaqués se encuentran, según Ana María Dalí, unas piedrecillas «de forma ovalada como un ojo humano, conocidas como “ojos de Santa Lucía”». (Salvador Dalí visto por su hermana, p. 24). ¿Punto de partida de esta prosa?

Tristeza recién llegada de los librillos de papel marca «El Paraguas», «El Automóvil» y «La Bicicleta»; tristeza del Blanco y Negro de 1910; tristeza de las puntillas bordadas en la enagua, y aguda tristeza de las grandes bocinas del fonógrafo … El mundo de la hierba se oponía al mundo de mineral. La uña, contra el corazón. Dios de contorno, transparencia y superficie. Con el miedo al latido, y el horror al chorro de sangre, se pedía la tranquilidad de las ágatas y la desnudez sin sombra de la medusa … En una de las puertas de salida estaba colgado el esqueleto de un pez antiguo; en otra, el esqueleto de un serafín, mecido suavemente por el aire ovalado de las ópticas, que llegaba fresquísimo de manzana y orilla.[9]

Los símiles de esta prosa también se parecen a los de Sant Sebastià. Dalí:

Cada medio minuto llegaba el olor del mar, construido y anatómico como las piezas de un cangrejo.

Dentro de los cristales de la vitrina, el bisturí cloroformizado duerme tendido como una Bella Durmiente en el bosque imposible de entrelazamiento de los níqueles y del ripolín.[10]

Y Lorca:

El día de primavera era como una mano desmayada sobre un cojín.

Sus voces oscuras, como dos topos huidos, tropezaban con las paredes, sin encontrar la cuadrada salida del cielo.

La alegría de la ciudad se acababa de ir, y era como el niño recién suspendido en los exámenes.

Noche cerrada y brutal, como la cabeza de una mula con anteojeras de cuero.[11]

La crítica ha señalado que, en esta jeroglífica narración, el poeta, entre alusiones a distintas formas de ceguera, subraya la de la Iglesia católica —tema de tantos escritos de la juventud—, de la Iglesia que no atiende a las profundas necesidades instintivas del hombre sino que se mueve, bajo el peso de un dogma estéril, en un ambiente superficial, desprovisto de amor:[12]

En la catedral se celebraba la solemne novena a los ojos humanos de Santa Lucía. Se glorificaba el exterior de las cosas, la belleza limpia y oreada de la piel, el encanto de las superficies delgadas, y se pedía auxilio contra las oscuras fisiologías del cuerpo, contra el fuego central y los embudos de la noche, levantando, bajo la cúpula sin pepitas, una lámina de cristal purísimo acribillada, en todas direcciones, por finos reflectores de oro. El mundo de la hierba se oponía al mundo del mineral. La uña, contra el corazón. Dios de contorno, transparencia y superficie. Con el miedo al latido, y el horror al chorro de sangre, se pedía la tranquilidad de las ágatas y la desnudez sin sombra de la medusa.[13]

Santa Lucía y San Lázaro, que se publicará en el número de la Revista de Occidente correspondiente a noviembre de 1927, puede considerarse como la respuesta de Lorca ante el asombro que le ha ocasionado el Sant Sebastià de Dalí, al cual, hay que decirlo, supera con creces la prosa de Lorca. Aunque va dedicada a Gasch, es un homenaje —y mensaje— al pintor ampurdanés que, a su vez, como veremos, quedará entusiasmado al conocer la narración lorquiana, reconociendo en ella la influencia de su propia obra, así como de su estética actual.

Marianita en Madrid

Entretanto se va aproximando la fecha del estreno madrileño de Mariana Pineda con el cual Margarita Xirgu, fiel a la palabra dada, abrirá su temporada de otoño en la capital.

La mañana del estreno, que tiene lugar el 12 de octubre, Abc publica una breve «Autocrítica» de la obra. A este texto se referirán el día siguiente, en sus reseñas, varios críticos, demostrando que su propia reacción ante Mariana Pineda ha sido condicionada, en cierto modo, por las palabras del autor. Dice Lorca (después de afirmar que la obra fue escrita hacía cinco años, lo cual no dejaba de ser una exageración):

No enfoqué el drama épicamente. Yo sentí a la Mariana lírica, sencilla y popular. No he recogido, por tanto, la versión histórica exacta, sino la legendaria, deliciosamente deformada por los narradores de placeta.

No pretendo que mi obra sea de vanguardia. Yo la llamaría mejor de «gastadores»; pero creo que hay en ella una vibración que no es tampoco la usadera. Se trata de un drama ingenuo, como el alma de Mariana de Pineda, en un ambiente de estampas, querido por mí, utilizando en ellas todos los tópicos bellos del romanticismo. Inútil decir que tampoco es un drama romántico, porque hoy no se puede hacer en serio un «pastiche», es decir, un drama del pasado. Yo veía dos maneras para realizar mi intento: una, tratando el tema con truculencias y manchones de cartel callejero (pero esto lo hace insuperablemente don Ramón), y otra, la que he seguido, que responde a una visión nocturna, lunar e infantil.

De lo que sí estoy contentísimo es de dos cosas: de la colaboración pictórica de Salvador Dalí y de la colaboración personal de Margarita Xirgu.[14]

El estreno fue triunfal, tanto para Federico como para Margarita Xirgu y su compañía. Al día siguiente toda la prensa de Madrid comentó el éxito. No se trataba ya de notas de seis líneas, como ocurriera en 1920 con el desafortunado El maleficio de la mariposa, sino de reseñas largas y, a veces, enjundiosas. Por fin el poeta había conseguido imponerse como dramaturgo.

Hasta los más adversos críticos señalaron la férvida reacción del público. Manuel Machado (uno de los benévolos) consignó en La Libertad «el éxito brillante, unánime, entusiasta» de la obra, comentando que los aplausos interrumpieron con frecuencia la representación y que, al final de cada acto, la ovación fue «verdaderamente estruendosa», haciendo que las salidas del poeta a escena tuviesen que repetirse numerosas veces. Especialmente del gusto del público habían sido los romances de la corrida de toros en Ronda y del fusilamiento de Torrijos.[15]

Entre los muchos amigos del poeta presentes en el Fontalba aquella noche se encontraba Rafael Alberti. «La sala era un hervidero —escribiría en La arboleda perdida—. Se temía la prohibición de la obra… Se prolongaron muy significativamente los aplausos cuando Marianita, ya condenada a la horca y abandonada de su amante, canta a la Libertad, convertida en heroína civil».[16]

Entre bastidores, Alberti y Dámaso Alonso presentan a Federico a un joven poeta, de origen malagueño, que empieza a publicar versos. Se trata de Vicente Aleixandre, futuro Premio Nobel, que será uno de los mejores amigos de Lorca.[17]

De las muchas reseñas del estreno de Mariana Pineda en Madrid merecen mencionarse dos, por la perspicacia y densidad de su contenido: sus autores, granadinos ambos, eran Antonio Gallego Burín y Francisco Ayala.

Antonio Gallego Burín, como sabemos, ha asistido de cerca al nacimiento de Mariana Pineda. Valoriza la obra como «un gran intento, el primer gran intento que en la España de hoy se hace por constituir un teatro de Arte … la primera obra de un teatro poético nuevo y español, la primera obra histórica sin historia de nuestra dramática actual». Especialmente incisivo es el comentario de Gallego sobre el deliberado carácter de estampa de la obra, parte esencial del total sentido de ésta:

Bien está la calificación de estampas para sus tres momentos. El drama este no busca la tercera dimensión. Tiene el planismo de un antiguo grabado que nos habla con un magnífico lenguaje, popular y españolísimo, iluminado con la luz clara de espléndidas imágenes, y todo ello situado sobre el fondo —ahora sí— romántico de la Granada ochocentista, llena de contrastes, de quietud, de andalucismo. Ambiente abocetado por Gautier con colores abigarrados y admirable integridad espiritual.

El decorado de Salvador Dalí tiene el mismo tono ingenuo, popular y simple de la obra. Fondos de las estampas, insustituibles y admirables; todos ellos, entonados con un sentido tan fuertemente lírico como el del poeta, dan una impresión tan reposada y suave que, ante ellos, discurre el drama entre su propio aire, prestándole el preciso color y espíritu a cada uno de sus momentos.[18]

El joven Francisco Ayala también vio claramente —tal vez aun más claramente— el efecto irónico, distanciador, del carácter de estampa dado por Lorca a la obra. En poquísimas palabras penetró en el meollo de la cuestión estética planteada por el drama:

Ha dicho Federico García Lorca que, en su Mariana Pineda, hay una vibración distinta de la frecuente. Y es verdad. Un temblor nuevo, puro, en las imágenes. Un fino temblor en la línea irónica —hebra de seda—, que corre por el centro del drama. Que le da una íntima organización. Que lo retira del espectador, hasta procurarle objetividad de estampa.

No se trata del último romántico. El romanticismo, aquí, se nos muestra —objeto, tema— a través de cristales fríos. (En cierto modo, deshumanizantes. Aunque alguien no lo quiera creer). Cristales del arte nuevo, que destellan siempre un bisel de ironía. No deliberada acaso. (Acaso, sí). Pero —de cualquier modo— implícita, dormida, como en todas las formas recientes de expresión: lírica o intelectual.

Ingenuidad intencionada. Artificial infantilismo. Es decir: esa ternura —integrada de crítica y amor— que es la ironía. Lo que realza y aleja el romanticismo del drama. Lo que le presta ambiente de estampa. (Lo que lo salva.) = Palpitación —levemente excesiva— de la carta y de la voz—. Rigidez —levemente excesiva— del cruel Pedrosa = .

A veces, el complejo se quiebra, se descompone. Uno de sus elementos —la crítica— se inhibe. Y salta entonces —arteria herida— un hilo de lirismo puro, hecho de imágenes recién nacidas…[19]

Pocos críticos lograron entender la «línea irónica» señalada certeramente por Francisco Ayala, o el proceso de distanciamiento del espectador que había pretendido conseguir el autor. Se destacó en este sentido Enrique de Mesa, crítico del famoso diario El Imparcial, para quien la obra, a pesar de sus bellos momentos poéticos, era un fracaso como drama:

No hay truco del teatro viejo que no haya sido en ella aprovechado: la copla que se oye en la lejanía; el tañido funeral de las campanas; las flores con que se adorna Marianita para ir a la muerte; la despedida larga y enfadosa, donde la poesía ceñida y popular que da carácter a la obra se pierde y deslustra en consideraciones abstractas y frías; y, sobre todo, Pedrosa —el fiscal inflexible de la Historia, de quien sólo sabemos que fue un canalla perseguidor de constitucionalistas y liberales— convertido en un torpe Scarpa melodramático.[20]

Otros críticos —como J. G. Olmedilla, del Heraldo de Madrid— consideraban, sencillamente, que Mariana Pineda, al margen de sus obvios méritos, era una obra «intermedia» y, por tanto, se sentían algo desilusionados, estimando que el granadino podía dar, a estas alturas, un drama más innovador. «El “romance popular” de García Lorca es tímidamente audaz, a mi juicio comenta Olmedilla—, y pobremente eficaz si lo miramos no como romance en tres estampas y sí como obra dramática». En ello, sin duda, el crítico tenía su parte de razón.[21]

Y hubo, inevitablemente, otros reparos. En primer lugar, los «historicistas». El Socialista, por ejemplo, se sentía dolido por el hecho de que el poeta hubiera «desnaturalizado» y «empequeñecido» al personaje de su heroína, ateniéndose más a la leyenda amorosa que a los hechos reales y comprobados de lo ocurrido, y que no hubiera tenido arrestos «para afrontar la grandeza de todo el episodio político en que intervino la sublime mujer por bordar la bandera de la Libertad».[22] Pero si El Socialista —con el pensamiento puesto en la actual falta de libertades en la España regida por Primo de Rivera— hubiera deseado que la obra de Lorca subrayara más los aspectos históricos y políticos del asunto, otros críticos, en Madrid como algunos meses antes en Barcelona, atacaron Mariana Pineda con saña por considerarla más lírica que dramática.[23]

Lorca leyó detenidamente las críticas aparecidas al día siguiente en la prensa madrileña. J. G. Olmedilla, del Heraldo de Madrid, visitó al poeta el 14 o el 15 de octubre para conocer sus reacciones ante el éxito de la obra. Federico defendió entonces su interpretación personal de la heroína —una de tantas posibles y lícitas—, negó que quedara «empequeñecida» en el drama la Mariana Pineda liberal, y defendió la utilización hecha en la obra —utilización por supuesto intencionada— de «tópicos y trucos» y de algún que otro anacronismo. Y terminó sus comentarios:

¿Que unos pasajes son cruditos de expresión y otros populares? ¡Claro, también! De ese desequilibrio surge el contraste, otro bello efecto teatral. ¿Que las escenas finales son largas? ¡Como que he querido infundirle toda la angustia de una agonía del amor, de la libertad y de la vida…! También es larga, y hasta inoportuna, según la común medida, la apoteosis con que termina la muerte de Cleopatra. Bueno, en esto, le ruego cuidado y lealtad: no vaya a entenderse que me comparo con Shakespeare. Es que le tomo como autoridad y como modelo. Tampoco es vanidad ridícula, sino consciencia de lo que uno pretende hacer, el decirle que la línea dramática de mi obra busca el sentido clásico a lo Lope, y la poética, el sentido clásico —en sus dos direcciones: culta y popular— a lo Góngora. Por eso, aunque sea obra romántica, no sigue a nuestros clásicos del romanticismo, y nada tiene que ver con García Gutiérrez, Hartzenbusch ni Zorrilla. ¡Ah! Y diga que, admirando el movimiento ultraísta, ya pasado, yo no lo he sido nunca. Ni vanguardista.

Finalmente, le confieso respecto a mi obra que no tengo hoy un juicio claro sobre ella, por lo lejana que está ya en mi producción. Si la volviese a escribir, lo haría de otro modo, en uno de los mil modos posibles. Por eso creo sinceramente que todos los críticos pueden tener razón al juzgarla, cada uno, desde su punto de vista…[24]

En cuanto a la observación del poeta acerca de la procedencia literaria de Mariana Pineda, es interesante constatar que, al negar la influencia de los románticos del siglo XIX, expresa un punto de vista muy cercano al de su amigo Melchor en su reseña de La Voz. «Pensemos en Lope y no en García Gutiérrez o Hartzenbusch al fijar la filiación poética de Mariana Pineda —había escrito Melchor—. La delatan los aires populares, los motivos pasionales, que señorean la escena; la calidad misma de los romances, de las canciones…».[25]

Federico salió airoso de la importante prueba de fuego que fue para él el estreno de Mariana Pineda en Madrid. Aunque la obra sólo estuvo en cartel unos diez días, el éxito de crítica y de público había sido considerable. De allí en adelante le sería mucho más fácil estrenar. Y si Mariana Pineda, ya rebasada dentro de la producción del poeta, había podido obtener tal éxito, ¿qué no se podía esperar de su obra de más reciente composición? Tenía, en octubre de 1927, razones de sobra para sentirse satisfecho. Bajo el «generoso madrinazgo» de Margarita Xirgu, recalcado por varios críticos, su carrera teatral había empezado, por fin, a despegar. «Mariana Pineda descubre a un verdadero dramaturgo —sentenció por esas fechas Carlos Arniches—, y no digo a un poeta porque ése ya lo admirábamos todos».[26]

Antes de desaparecer Mariana Pineda del cartel del Teatro Fontalba ya existía curiosidad por los próximos estrenos del poeta. El 20 de octubre de 1927, el Heraldo de Madrid publicó la siguiente nota en la cotidiana «Sección de rumores» de su página teatral:

SE DICE:

Que Federico García Lorca tiene terminadas tres obras nuevas, verdaderamente nuevas y no seminuevas, como la recién estrenada.

—Que una de ellas es La zapatera prodigiosa, pantomedia, o sea, mitad y mitad entre comedia y pantomima.

—Que la segunda es una aleluya erótica, titulada Amor de don Perlimpín [sic] con Belisa en su jardín.

—Que la tercera obra inédita del poeta granadino es una farsa, y se titula Los títeres de Cachiporra.[27]

Dos días después, el 22 de octubre, La Gaceta Literaria le ofreció una cena por el éxito de Mariana Pineda, teniendo lugar el acto en el restaurante andaluz Villa Rosa, de la plaza de Santa Ana, a dos pasos del Teatro Español.

Entre la concurrencia —acudieron unas sesenta personas— había muchos nombres conocidos, o que lo serán pronto: Ramón Gómez de la Serna, Ernesto Giménez Caballero, Melchor Fernández Almagro, Dámaso Alonso, Américo Castro, Max Aub, Pedro Salinas, Edgar Neville, Francisco Ayala, Benjamín Jarnés, Ramón de Basterra, Victorio Macho, Claudio de la Torre, Antonio Espina, Juan Chabás, Tomás Borrás, Ángel Vegue y Goldini… Al final del banquete, Ernesto Giménez Caballero —director de la revista— invitó a aquellos comensales que se sintiesen disconformes con el sentido poético de Mariana Pineda a que expresasen su opinión al respecto en voz alta. Refiere La Gaceta:

Sólo Ramón Gómez de la Serna, siempre circense, ágil y admirable, se subió en el trapecio y pirueteó a Mariana Pineda.

«Yo, que he sido en este banquete el único espectador de Mariana Pineda…» —comenzó diciendo Ramón, calado el monóculo de las solemnidades.

En efecto, gran parte de los asistentes no conocían la obra.

«¡Allí se respira (en Mariana Pineda) mucha libertad, mucha libertad, mucha libertad!» —prosiguió Ramón, sin exaltar más que su sonrisa.

Obtuvo una ovación de gracia.

Pero la gracia la concedió Lorca, al levantarse a recitar tres de sus romances maravillosos de gitanería: El martirio de Santa Olalla, La Guardia Civil y La casada infiel, que electrizaron a los comensales.[28]

Entre las numerosísimas adhesiones mandadas al acto estaban las de Margarita Xirgu, Jacinto Benavente, Luis Araquistáin… y de Salvador.[29]

Federico le había mandado un telegrama después del estreno, diciéndole que había sido «un éxito formidable» y que sus decorados habían recibido una ovación del público. «Si Lorca gana dinero —le comenta Dalí a Gasch poco después en una carta—, es segura la aparición de la Revista ANTIARTÍSTICA».[30] Ello hace pensar que el poeta se había comprometido, de ser Mariana Pineda un éxito comercial, a participar en la financiación de tal proyecto, nunca realizado.

Desde que pintor y poeta se separaron a principios de agosto, Dalí —que aún no ha terminado su servicio militar— ha continuado trabajando en su extraordinario cuadro El bosc d’aparatus (rebautizado luego, como hemos señalado, La mel és més dolça que la sang), así como en El naixement de Venus y Aparell i mà. A Federico le refiere en una carta, probablemente escrita en septiembre: «Mis cuadrecitos puros i recién nacidos van a ser expuestos a los PUTREFACTOS de Barcelona».[31]

Efectivamente, en octubre, en el Saló de Tardor, organizado, como en otros años, por la Sala Parés, expone, en las mismas fechas del estreno de Mariana Pineda en Madrid, La mel és més dolça que la sang y Aparell i mà, cuadros que, según él, la crítica ha sido incapaz de entender. En un suplemento a L’Amic de les Arts, comenta esta incapacidad en términos que demuestran que sigue en plena rebelión «antiartística»:

A mí, la pintura llamada artística me interesa poco, y tampoco emociona a la gente sana, desinfectada de arte… Mis cosas son, por el contrario, antiartísticas, directas, emocionan y son comprendidas instantáneamente sin la más leve preparación técnica (la preparación artística es la que priva de entenderlas). No hacen falta, como ocurre con la otra pintura, explicaciones previas, ideas previas, prejuicios. Sólo hace falta mirarlas con ojos puros.

En el mismo artículo, Dalí argumenta que la precisión de su pintura, su atención a la «máxima realidad objetiva» de las cosas, le distancia del surrealismo. Pero no cabe duda de que el pintor se va acercando progresivamente a este movimiento, preocupándole cada vez más la expresión pictórica del mundo subliminal, expresión para la cual, además, su minuciosa técnica le ha ido preparando magníficamente. ¿Por qué ha mirado la gente con tanta fascinación sus dos cuadros del Saló de Tardor? Dalí contesta su propia pregunta: «Porque la retenía lo poético, que la emocionaba subconscientemente, a pesar de las enérgicas protestas de su cultura y de su inteligencia».[32]

En el número de L’Amic de les Arts correspondiente al 31 de octubre se reproducen La mel és més dolça que la sang y, ampliado, el fragmento del cuadro donde aparece al lado del burro podrido la cabeza de Lorca.[33]

Poco tiempo después de mandar su adhesión a la cena de La Gaceta Literaria ofrecida al poeta por el éxito de Mariana Pineda, Dalí le escribe una carta que refleja la creciente influencia que —pese a sus públicas negaciones— van ejerciendo sobre él las premisas surrealistas, además de expresar su disgusto con Margarita Xirgu, su continuada obsesión con los burros podridos y su confianza en la fascinación sexual que todavía despierta su persona en el amigo ausente:

Federico: Estoy pintando unos cuadros que me hacen morir de alegria; estoy creando con una pura naturalidad sin la mas minima preocupacion artistica; estoy hallando cosas que me dejan una profundisima hemocion y procuro pintarlas honestamente o sea exactamente; en este sentido estoy llegando a una total conprension de los sentidos. A veces me parece hallar de nuevo y con una intensidad imprevista las «ilusiones» y alegrias de mi infancia… tengo un gran amor a las iervas, a las espinas de las palmas de la mano, a las orejas rojas al contra sol y a las plumitas de las botellas; no solo me alegra todo eso sino que tanvien las vides y los burros que pueblan el cielo.

Aora pinto une muger muy hermosa, sonrriente crispada de plumas de todos los colores, sostenida por un pequeño dado de marmol incendiado, el dado de marmol es sostenido a su vez por un humito abatadito y quieto, en el cielo hay burros con cabezas de loritos, iervas y arena de playa todo a punto de esplotar, todo limpio, increiblemente objetivo; abunda un azul idescrivible, un berde rojo y amarillo de papagayo; blanco comestible, blanco metalico de pecho extraviado (hay tambien algun pecho extraviado, este es todo el contrario del pecho volador, este esta quieto sin saber lo que acer y tan indefenso que emociona)

Pechos extraviados — (que bonito!)

Despues de este pienso pintar un ruiseñor, se titulara RUISEÑOR, y sera ahun, un burro begetal con plumas entre la enrramada de un cielo erizado de pinchitos ect ect

Ola señor; debes ser rico, si estuviera contigo haria de putito para conmoverte y robarte billetitos que iria a mojar (esta vez, en el agua de los burros (1). Hestoy tentado de mandarte un retazo de mi pijama color langosta, mejor dicho color ‘sueño de langosta’, para ver si te enterneces desde tu opulencia y me mandas dinerito; tu no crees, mono, que es inaudito que la Xirgu no se le haya ocurrido que tenia que pagarme, ahun que fuera un poco, mis decorados (que por otra parte han gustado a los putrefactos y han hecho aparecer sobre todo en Madrid una obra de banguardia, mucho mas de banguardia de lo que hubiera sido con unos de Fontanals o Alarma).* Fijate, con dinerito, con 500 pts podriamos hacer salir un numero de la revista ANTIARTÍSTICA en la que podriamos cagar desde el orfeón catalan, hasta Juan Ramón.

(vesa la punta de la nariz de margarita que es toda ella un nido de avispas anestesiadas.

Adios señor se despide de ti vesandote en la palmera tu Burro podrido

(1) (Muera el burro (platero) de Juan Ramón, estilisacion decorativa de los burros, antirealismo de los burros, que como sabras acostumbran a ser hechos de corcho ormigueante igual que el cristal.)[34]

* Salvador Alarma, decorador al estilo clásico.

Buñuel, zapador parisiense

En esta época, aunque no lo dice en la carta, Dalí tiene ya los ojos clavados en París, centro del mundo del arte donde Luis Buñuel está cada vez más en contacto con el movimiento surrealista.

A finales de mayo, cuando Dalí y Lorca estaban en Barcelona y Figueras preparando el estreno de Mariana Pineda, Buñuel —invitado por la Sociedad de Cursos y Conferencias de Madrid— había vuelto a la Residencia de Estudiantes para hablar del cine de vanguardia y proyectar varias muestras representativas de las más modernas tendencias.

Ante una sala abarrotada, entre ella la habitual élite aristocrática de la capital, el joven cineasta, de pie al lado de la pantalla instalada en el salón de actos del tercer pabellón, había sintetizado la historia del cine antes de proyectar Cinematográfico de lo invisible —corto de Lucien Brull— y algunos estudios de ralenti, entre cuyos varios planos —recordaría Buñuel años después en sus memorias— figuraba uno de una bala que sale lentamente del cañón de un arma. Luego se había pasado la secuencia del sueño de La Fille de l’Eau, de Jean Renoir, a la que siguió Rien que les Heures, de Alberto Cavalcanti, cuyo estreno en París comentara Buñuel unos meses antes en La Gaceta Literaria.[35] Finalmente se proyectó la extraordinaria película de René Clair Entr’acte (1924), cuyo guión había corrido a cuenta del pintor de origen cubano-francés Francis Picabia.[36]

Aquel acto había sido todo un éxito, diciéndole entonces José Ortega y Gasset a Buñuel que, de ser más joven, se dedicaría al cine: tal era el entusiasmo del gran pensador al conocer estas obras de vanguardia.[37]

Es muy probable que Lorca leyera en Cataluña la reseña de la velada cinematográfica celebrada en la Residencia que se publicó el 1 de junio de 1927 en La Gaceta Literaria, y cuyo autor fue su amigo Miguel Pérez Ferrero. Induce a pensarlo el hecho de que, en aquel mismo número de la revista, aparecía un «Romance apócrifo de don Luis a caballo» atribuido a Lorca, y que, en realidad, se debía al ingenio de Gerardo Diego. Sin duda el poeta se enteraría en seguida de aquella broma y vería, al hojear la revista, las referencias a la reciente estancia de Buñuel en Madrid.

Buñuel pensaba entonces publicar pronto unos textos y le escribe a León Sánchez Cuesta el 28 de julio de 1927, de vuelta ya en París: «Preparo un libro para octubre si como ahora tengo tantos ratos libres. Llevo hecho más de la mitad. Título, Polismos (narraciones), que a Ud. no le gustan, reconociendo por mi parte que no se los leí nunca. Lo editaré en Litoral o en La Gaceta».[38]

Con tal título («varios ismos») cabe pensar que Buñuel quería indicar que en el libro sería cuestión de las distintas tendencias que circulaban entonces por las avanzadas artísticas de Europa, y con las cuales se identificaba.[39] El aragonés se veía a sí mismo, a todas luces, como representante español en el París de la vanguardia. Y no sólo representante sino heraldo y profeta de las nuevas corrientes estéticas ante sus paisanos más allá de los Pirineos.

¿Y qué pensaba ya de Federico García Lorca? En una carta escrita en septiembre de 1927 a Pepín Bello tenemos una clara indicación de ello. Es un documento que revela un aspecto de Buñuel que en absoluto se refleja en su poco fiable libro de memorias Mi último suspiro, dictado tantos años después:

Federico me revienta de un modo increíble. Yo creía que (Dalí) es un putrefacto, pero veo que lo contrario es aún más. Es su terrible esteticismo el que lo ha apartado de nosotros. Ya sólo con su narcisismo extremado era bastante para alejarlo de la pura amistad. Allá él. Lo malo es que hasta su obra puede resentirse.

Dalí influenciadísimo. Se cree un genio, imbuido por el amor que le profesa Federico. Me escribe diciendo: «Federico está mejor que nunca. Es el gran hombre, sus dibujos son geniales. Yo hago cosas extraordinarias, etc.» Y es el triunfo fácil de Barcelona. Con qué gusto le vería llegar aquí y rehacerse lejos de la nefasta influencia de García.[40]

No cabe duda de que la labor de zapa realizada por Buñuel a partir de este año, y que se encamina a separar a Dalí de Lorca, además de atraer a París al pintor, va influyendo progresivamente en éste. El proceso —que es de suponer nunca conoceremos a fondo— culminará con la llegada de Dalí a la capital francesa en la primavera de 1929.

La «brillante pléyade» en Sevilla

Pero todavía estamos en 1927. Federico prepara, ese invierno, una sorpresa para sus amigos y admiradores. Se trata de la publicación, en el número de la Revista de Occidente correspondiente a noviembre, de su Santa Lucía y San Lázaro. El poeta dedica este «ensayo en prosa», como lo llama, a Sebastià Gasch, cuya reacción, ante la lectura de la misma, será extática.[41]

El Lorca conferenciante también vuelve a actuar por las mismas fechas, repitiendo en la Residencia de Estudiantes su ya conocida charla sobre Góngora. Entre el público está el simpático hispanista inglés John B. Trend. «Me quedé mucho con la gente de la Residencia —le escribe a Falla algunas semanas después—. García Lorca estaba allí, dando una conferencia sobre Góngora, que era admirable en todo sentido de la palabra».[42]

La conferencia se pronunció en vísperas de la salida para Sevilla de un entusiasta grupo de jóvenes escritores invitados por el Ateneo de aquella ciudad. Con Federico viajaron Rafael Alberti, Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Juan Chabás, Jorge Guillén y José Bergamín. Faltaban Melchor Fernández Almagro y Antonio Espina, cuyos compromisos les impidieron acudir.

A los «siete literatos madrileños» —como los llamó El Sol— les acompañó en el tren el famoso torero Ignacio Sánchez Mejías, de quien, según testimonio de Rafael Alberti, habían partido tanto la idea de la visita como los fondos que hicieran posible la realización de la misma.[43] Tal patrocinio se confirma en una nota publicada el 15 de diciembre de 1927 en La Gaceta Literaria, según la cual, al llevar a Sevilla a «estos jóvenes poetas gongorinos», el gran espada hacía «un gesto de Mecenas, de magnate, que no ha tenido ningún magnate de España».[44]

Sánchez Mejías había nacido en Sevilla en 1891, hijo de un médico de prestigio, y después de cursar como pudo el bachillerato, y ya atraído por los toros, se había escapado a América donde, en México, vestirá de luces por vez primera. En 1919 le da la alternativa a su cuñado Joselito el Gallo —se había casado con una hermana del famoso diestro, Dolores Gómez Ortega— y, en 1922, deja de torear, después de tres años de éxitos y cuando su renombre de matador extraordinariamente valiente, si algo falto de arte, está en su cenit.

A partir de entonces se había dedicado a cultivar su afición por el cante jondo, el baile gitano, el teatro y la literatura. Pero, en el verano de 1924, reaparece de repente en los carteles. «Yo vuelvo a los toros porque me moría de tristeza alejado de la profesión», declarará. Durante aquel verano recibe una cornada: una más a añadir a las muchísimas que ya le han desgarrado el cuerpo por las plazas de España y del Nuevo Mundo. En 1925, además de publicar crónicas taurinas y artículos en La Unión, diario sevillano, debuta como actor en la película La malquerida, basada en el conocido drama de Jacinto Benavente. Y, en la época en que lleva a Sevilla desde Madrid a sus jóvenes amigos poetas y escritores, ya ha abandonado otra vez —definitivamente, dice— los ruedos y tiene escrita una obra de teatro, Sinrazón, inspirada en las teorías de Freud, que será estrenada en la capital española el 24 de marzo de 1928.[45]

Sánchez Mejías no era, pues, un torero habitual. La escritora francesa Marcelle Auclair, que llegaría a conocerle bien, a principios de los años treinta, ha afirmado que Ignacio —de varoniles facciones bronceadas, cuerpo de atleta y refinada sensibilidad, ducho en el arte de la conversación— «era la seducción misma».[46] Ignacio ejercía, ciertamente, un poderoso atractivo sobre las mujeres. Vivía separado de su esposa y ya, en 1927, estaba unido al gran amor de su vida, la bailarina y cantante Encarnación López Júlvez, La Argentinita, amiga de Lorca desde el malhadado estreno de El maleficio de la mariposa en 1920, y que hará célebres los arreglos lorquianos de canciones tales como «Los cuatro muleros», «Anda jaleo» y «El café de Chinitas».

Marcelle Auclair afirma que Lorca «admiraba en Sánchez Mejías al hombre capaz de hacer de su vida un duelo leal, pero loco, con el amor y la muerte, una fiesta gigantesca».[47] En aquel duelo leal pero loco la muerte, como se sabe, se llevaría la palma, en 1934, en la plaza de toros de Manzanares.

Pero no anticipemos acontecimientos. Los actos oficiales de la visita a Sevilla de la «brillante pléyade» tienen lugar en el salón de actos de la Real Sociedad Económica de Amigos del País, cedido a estos efectos al Ateneo. Abre la primera velada, la noche del 16 de diciembre, el presidente de dicha asociación, Manuel Blasco Garzón, abogado que, durante la República, será diputado por Sevilla del Partido Radical y, en 1936, ministro bajo el Frente Popular y durante los primeros meses de la guerra. Le sigue en el uso de la palabra José Bergamín, que explica el programa e intención de los actos, y luego Dámaso Alonso, que pronuncia una provocativa conferencia en la cual defiende la tesis de que, contrariamente a lo que se suele afirmar, la literatura española no es fundamentalmente ni realista ni popular. Después habla el crítico Juan Chabás —hoy prácticamente olvidado—, que estudia detalladamente las características de la prosa española contemporánea, analizando, entre otros ejemplos, la de Pedro Salinas y de José Bergamín. Cierran el acto Alberti y Lorca, que leen un pasaje de la Primera Soledad de Góngora, haciendo Alberti el papel del narrador y Federico el del náufrago, «con interrupciones frecuentes de la concurrencia», según recordará el poeta gaditano en La arboleda perdida.[48]

La segunda velada, celebrada la noche siguiente, tiene un éxito aún mayor. Entre el público hay numerosos intelectuales, artistas, poetas y escritores. Y allí también está un gran amigo de Federico, Pepín Bello, para quien los felices días de la Residencia de Estudiantes ya son pura nostalgia, y que desde hace un año vive en la ciudad de la Giralda.[49]

El acto, descrito por El Correo de Andalucía como una «verdadera fiesta espiritual»,[50] comienza con la lectura por Gerardo Diego de una bella y apasionada «Defensa de la poesía».[51] Luego Dámaso Alonso lee un texto de José Bergamín —éste está afónico a consecuencia de sus esfuerzos oratorios del día anterior—, en el cual el ingenioso escritor hace la presentación de la nueva lírica, trazando las fuentes de ésta —simbolismo y postsimbolismo francés, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado— antes de comentar la obra de Salinas, Guillén, Dámaso Alonso, Lorca, Alberti y Antonio Espina. Empieza entonces un recital (en el cual no falta el espíritu competitivo y combativo) de los poetas presentes, tanto de los sevillanos —Fernando Villalón, Luis Cernuda, Rafael Laffón, Alejandro Collantes de Terán y Joaquín Romero Murube, que tienen, todos ellos, estrecha relación con la revista Mediodía, fundada en junio de 1926— como de los de la «brillante pléyade».[52]

Rafael Alberti ha recordado que, si aquella noche el público «jaleaba las difíciles décimas de Guillén como en la plaza de toros las mejores verónicas», el entusiasmo llegó al paroxismo cuando Federico recitó varios romances gitanos. «Se agitaron pañuelos como ante la mejor faena —continúa Alberti—, coronando el final de la lectura el poeta andaluz Adriano del Valle, quien en su desbordado frenesí, puesto de pie sobre su asiento, llegó a arrojarle a Federico la chaqueta, el cuello y la corbata».[53]

El encuentro de García Lorca y Fernando Villalón es todo un acontecimiento, e intiman en seguida. Fernando Villalón-Daoiz y Halcón (1881-1930), para darle su nombre completo, ostenta el título de conde de Miraflores de los Ángeles y, además de poeta, es ganadero y espiritista. Sánchez Mejías le suele presentar como «el mejor poeta novel de toda Andalucía»,[54] y es cierto que Villalón, que ha empezado a escribir versos pasados ya los cuarenta años —debido, tal vez, al aliento del torero—, tiene dotes líricas considerables, que ya se han plasmado en Andalucía la baja (1926) y los Romances del 800 (1926).

Rafael Alberti ha recordado «la cara de espanto» de Federico mientras Villalón les conducía por las intrincadas calles de Sevilla en un «disparatado automovilillo» que el conde ganadero guiaba raudo entre los aterrados peatones, levantando las manos del volante y recitando estrofas de su poema en marcha «El Kaos».[55]

A Villalón le fascinaba, como a Lorca, el ocultismo, solía asistir a sesiones de espiritismo, gustaba de contar anécdotas de fantasmas y brujas, y tenía la obsesión de criar un toro con ojos verdes.[56] No podía por menos de ejercer una irresistible atracción sobre Federico.

Alberti también ha recordado la espléndida fiesta organizada en honor de los visitantes por Sánchez Mejías en Pino Montano, la finca que poseía en las afueras de Sevilla. El torero insistió en vestir de moros a sus invitados, proporcionando a cada uno una pesada chilaba marroquí. Así ataviados, Bergamín resultaba el más extraño y Juan Chabás el más apuesto. Del atuendo de Federico, que siempre gustaba de disfrazarse de musulmán, los anales no nos han dejado ninguna descripción. Entre frecuentes libaciones los amigos pasan la noche recitando poemas y contando anécdotas. Dámaso Alonso recita de memoria los 1.091 versos de la Primera Soledad de Góngora, Federico improvisa aquellas habituales ocurrencias teatrales suyas, que tantos amigos del poeta han recordado, y Villalón practica sobre Alberti algunos experimentos de hipnosis.[57]

Momento cumbre de la velada fue la llegada del gran cantaor gitano Manuel Torre —a quien Federico había conocido en 1922 durante el Concurso de Cante Jondo de Granada— acompañado del guitarrista Manuel Huelva. Torre cantó aquella madrugada con hondo, estremecedor «duende». «Parecía un bronco animal herido, un terrible pozo de angustias», según el testimonio de Alberti. Y al tratar de definir el misterio del cante, el gitano soltó una frase que impresionó profundamente a todos los presentes. «En el cante jondo —dijo— lo que hay que buscar siempre, hasta encontrarlo, es el tronco negro de Faraón».[58] Federico no olvidó la frase del cantaor, y dedicaría la sección «Viñetas flamencas» del Poema del cante jondo así: «A Manuel Torre, “Niño de Jerez”, que tiene tronco de Faraón».

El encuentro de Federico con el joven poeta sevillano Luis Cernuda —cuyo primer libro, Perfil del aire, había sido editado aquella primavera por Emilio Prados y Manuel Altolaguirre en la Imprenta Sur de Málaga— tendría importantes consecuencias para la biografía de ambos. Unos párrafos escritos por Cernuda en abril de 1938, muerto ya el poeta granadino, revelan hasta qué punto fue decisivo para él conocer, en los umbrales de su carrera poética, a quien ya era representante famoso de la lírica contemporánea:

En Sevilla hace más de diez años, allá por diciembre de 1927, conocí a Federico García Lorca. Fue en el patio de un hotel, en las primeras horas de esa tarde invernal sevillana de luz tibia y caída. Acababa de levantarse, según su costumbre de noctámbulo, y apareció vestido de negro por la sonora escalera de mármol, alto y ancho de cuerpo, un poco murillesca la cara redonda y oscura sembrada de lunares, lacio y alisado el brillante pelo negro. Su vida asomaba por los ojos grandes y elocuentes, de melancólica expresión. Comenzó a hablar con voz un poco ronca que se quebraba a veces en bajas notas. Sus ojos y su voz me parecieron en contradicción con aquel cuerpo opaco de campesino granadino, que por su señorío propio había adquirido ya el derecho a sentirse igual si no superior a cualquier otro hombre.

Hablaba de no sé qué plato que había comido o iba a comer, y se divertía en trazar con sus palabras, repartiéndolas como si fueran pinceladas y él un pintor, pequeñas naturalezas muertas que adornaba luego con artificiosas guirnaldas de lirismo, como hacen los poetas árabes con sus gacelas. Todo el remoto e inconsciente dejo de poesía oriental que en él existió siempre me apareció de pronto. Pero en aquel momento esa complacencia en trazar miniaturas exquisitamente coloreadas de los objetos, de las apariencias, revistiéndolos y animándolos con un destello de sensualidad aguda y enervante, me chocó.

Estaba en compañía de otros jóvenes escritores de su generación. Acababan de aparecer en algunas revistas sus primeros romances gitanos; sus poemas inéditos, sus dibujos, pasaban de mano en mano entre amigos y admiradores. Se le jaleaba como a un torero, y había efectivamente algo de matador presumido en su actitud. Le iba cercando esa admiración servil tan peligrosa, que en pocos instantes puede derribar a alguien con la misma inconsciencia con que un momento antes le elogiaba.

Algo que yo apenas conocía o que no quería reconocer comenzó a unirnos por encima de aquella presentación un poco teatral, a través de la cual se adivinaba el verdadero Federico García Lorca elemental y apasionado, lo mismo que se adivinaba su nativo acento andaluz a través de la forzada pronunciación castellana que siempre adoptaba en circunstancias parecidas. Me tomó por un brazo y nos apartamos de los otros…[59]

Los actos oficiales del Ateneo terminan con la coronación de Dámaso Alonso —de todos estos compañeros de generación el mayor estudioso, exégeta y defensor del Góngora de las Soledades—, celebrada en el curso de una comida en la famosa Venta de Antequera. Lola, la revista de Gerardo Diego, daría debida cuenta del notable acontecimiento:

Mediada la comida, apareció, escoltado por una comisión que integraban representantes del Ateneo y de la revista Mediodía, el rector de la Universidad de Apolo, Max Jacob Antúnez. Después de un elocuentísimo discurso, salpimentado de eruditas alusiones, depositó sobre las sienes ruborosas de Dámaso una auténtica corona de laurel. La siempre verde y vencedora rama fue cortada a un árbol vecino por las manos, expertas ya en tales cosechas, de Ignacio Sánchez Mejías. La ceremonia de la coronación constituyó un acto tan sencillo como inolvidable. Los comensales, puestos en pie, aclamaban delirantemente la modesta y laureada cabeza —portada viva de sus Poesías completas —del «joven erudito D. Isaías Alonso, profesor de castellano en Barcelona» según la prensa del día…[60]

«Fiesta de la amistad, del desparpajo, de la gracia, de la poesía —recuerda Rafael Alberti—, en la que aún resonaron los ecos —tal vez los últimos— de nuestra batalla por Góngora».[61]

La visita de aquel alegre grupo a Sevilla constituyó, de hecho, la culminación de los actos e iniciativas encaminados a festejar y reivindicar la obra y la relevancia contemporánea del gran poeta cordobés, muerto tres siglos antes. A partir de entonces la influencia de Góngora sobre estos poetas empieza a disminuir, así como la preocupación de éstos por la poesía y el arte asépticos, «puros», «deshumanizados». Pronto irá surgiendo un arte más cordial y más íntimamente ligado a la experiencia humana cotidiana.

Entre las anécdotas de la visita a Sevilla que Lola decide no contar, hay una que concierne a lo que la revista llama «la travesía heroica y nocturna del Betis desbordado».[62] Por suerte, Dámaso Alonso ha descrito, magistralmente, aquel episodio, viendo reflejados en él, además de un rasgo característico de la personalidad de Lorca, otras hondas significaciones:

Era muy de noche. El Guadalquivir, crecido, inmenso toro oscuro, empujaba la barca; la quería para sí y para el mar. La maroma, de orilla a orilla, que nos guiaba describía ya una catenaria tan ventruda que parecía irse a romper. Aún traíamos las risas de tierra, pero se nos fueron rebajando, como con frío, y hacia la mitad de la corriente sonaban a falso, a triste. Único entre todos, Federico no disimulaba su miedo. Tanto y con tanta ponderación lamentaba haberse embarcado, que primero creí que se trataba de una broma más, entre sus bromas. No: era auténtico terror; le salía de la carne al contacto de aquella fuerza negra, mugidora, fría.

Imagen de la vida: un grupo de poetas, casi el núcleo central de una generación, atravesaba el río. La embarcación era un símbolo: representaba los vínculos y contactos personales que ligan a los miembros de un grupo en conjunta florescencia: la amistad, el compañerismo, los compartidos sentimientos, los mutuos influjos… La cuerda guiadora era el designio de Dios, la proyección teleológica que lleva hacia una meta la actividad de una hornada de hombres, contando con la fuerza de la riada (que Él mismo también impulsa), pero a través de la riada. ¡Quién nos había de decir, Federico, mi príncipe muerto, que para ti la cuerda se había de romper, brutalmente, de pronto, antes que para los demás, y que la marea turbia te había de arrastrar, víctima inocente! Tú tenías como ninguno la risa alegre, la gracia genuina que a todos impregna y hace desarrugar el ceño más plegado; la sal de España se había concentrado en ti, apurada y avivada a lo largo de lentísimas eras; pero de vez en cuando te salían esos aullidos animales, terror oscuro que venía ¿de dónde?, ramalazos de un difuso presentimiento. Patente está por todas partes en las imágenes oníricas de tu obra; pero sólo a veces atravesaba como un relámpago las risas de tu amistad, las facecias de tu genial juglaría. ¡Aquel pavor tuyo de la barca…![63]

El grupo de jóvenes escritores había sido alojado en uno de los más lujosos hoteles de Sevilla, el París, pero terminados los actos del Ateneo ya hubo que abandonar las habitaciones —o bien seguir pagando éstas por cuenta propia—. Algunos miembros del grupo, entre ellos Federico y Dámaso, decidieron pasar unos días más en la ciudad, y se pusieron al habla con el personal del hotel. Ha dicho Dámaso Alonso:

Resultaba entonces carísimo para nosotros el precio de las habitaciones que teníamos, que eran del que entonces se llamaba «piso principal». Y dijeron que nos alojarían más tiempo a un precio mucho menor, pero que teníamos que ir a las guardillas del hotel. Y Federico iba escalera arriba con un pequeño maletín en la mano, y decía: «¡Así cayó Nínive! ¡Así cayó Babilonia!». Pero no se trataba de una invención de Federico. A Federico le pasaba lo que le pasa a mucha gente de gran humor. Federico tenía un humor extraordinario, un humor que atraía inmediatamente a todos los que estaban a su lado. Pues bien, los humoristas muchas veces inventan cosas, pero otras cosas se las apropian. En el caso de Federico, yo le oí contar en otra ocasión que lo de «¡Así cayó Nínive, así cayó Babilonia!» lo decía una señora que había sido muy rica y que había perdido toda su fortuna, y que cuando estaba con una visita, o había gente con ella, decía: «¡Así cayó Nínive, así cayó Babilonia!».[64]

Desde Sevilla los miembros del grupo dirigen tarjetas postales colectivas a Falla, Juan Ramón Jiménez y Melchor Fernández Almagro, y sin duda a otros amigos.[65] Sebastià Gasch recibe dos individuales de Federico. «Es bonita esta postal, ¿verdad? —le dice el poeta en una de ellas, que representa la famosa fábrica de tabacos, escenario de Carmen—. Tiene una gracia picassiana (sin ser picassiana) encantadora. Su arbitrariedad poética limita con las cajas de puros y las envolturas de pasas malagueñas. ¡Mi recuerdo!».[66]

El 23 de diciembre El Defensor de Granada anuncia, como ya suele hacerlo, la llegada de García Lorca a la ciudad.[67] Allí, unos días después, se reúne con él Dámaso Alonso que, acompañado de su madre, llega desde Málaga para pasar quince días en la ciudad, que antes no ha podido conocer. Dámaso ve diariamente a Lorca, que le presenta a su familia y le revela los secretos de la Alhambra, el Generalife y el Albaicín.[68]

Una noche, Lorca y Dámaso se sientan a cenar en un restaurante. Y cuando éste espera que Federico va a pedir vino, lo que solicita son: «¡Las Soledades!» Ante la sorpresa del férvido gongorista, el camarero empieza a recitar, con verdadero esmero y retentiva perfecta, las difíciles estrofas del maestro cordobés. Dámaso queda, naturalmente, asombrado ante esta hazaña, y Federico contentísimo. El camarero —en realidad se trata del dueño del restaurante— es buen amigo suyo, y no es la primera vez que el poeta lleva allí a invitados desprevenidos.[69]

Dámaso Alonso no olvidará las apreciaciones que durante su visita le hace Federico acerca de la luz de Granada. «Una de las cosas que me decía era “la luz solar, ¡cómo barre la Vega!”. Y, en efecto, es que se veía que, en una hora de la tarde, estaba la luz toda recogida en un sitio muy pequeño, como si hubiera sido barrida allí con una escoba».[70]

Los «rinconcillistas» celebran la vuelta de Federico a su patria chica. «Bienvenido a esta Granada que te debe casi la existencia. Tú eres su espíritu», le escribe Ramón Pérez Roda,[71] mientras los chicos de la proyectada revista literaria, que ahora se llama gallo, sencillamente, cobran ánimos con la presencia entre ellos del poeta y redoblan sus esfuerzos por sacarla cuanto antes.

A finales del año o principios de 1928 Federico recibe una carta de Gasch en la cual éste le repite su profunda admiración por Santa Lucía y San Lázaro, y le transmite la de Salvador Dalí: «Dalí ha sabido también apercibirse de la enorme cantidad de poesía que contiene tu prosa y me ha escrito entusiasmado con una serie de consideraciones en torno de Santa Lucía y San Lázaro deliciosas».[72]

Se ha conservado una carta de Dalí a Gasch que parece ser la aludida por el crítico. Escrita en catalán —que aquí vertemos al castellano—, expresa una reacción ante la lectura de Santa Lucía y San Lázaro tal vez más compleja o ambigua de lo que da a entender Gasch. Dalí, de todas maneras, no duda que su Sant Sebastià ha influido en Federico:

Amigo Gasch: Supongo que habrás leído el maravilloso escrito de Lorca, que te dedica. Hoy quería escribirle una larguísima carta hablándole de Santa Lucía —Santa Lucía es Santa Presentación, es la máxima corporeidad, es ofrecer la máxima superficie al exterior.

La poesía de San Sebastián consiste en su pasividad, en su paciencia, que es una manera de elegancia; Santa Lucía expresa la objetividad ostensiblemente. San Sebastián es más estético, Santa Lucía más realista.

Santa Lucía es, no obstante, la quintaesencia de la putrefacción.

Lorca parece ir coincidiendo conmigo —¡oh paradoja!— en muchos puntos, el tal escrito es muy elocuente —¿recuerdas lo que te decía hace poco de la superficie de las cosas?

Lorca, sin embargo, pasa por un momento intelectual, que creo durará poco (aunque por su aspecto los señores putrefactos creerán que se trata de un escrito superrealista)…[73]

Federico no oculta ante Gasch la intensidad de su obsesión con Dalí. Muy pocos días después se refiere al pintor en otra carta al crítico catalán:

Yo siento cada día más el talento de Dalí. Me parece único y posee una serenidad y una claridad de juicio para lo que piensa que es verdaderamente emocionante. Se equivoca y no importa. Está vivo. Su inteligencia agudísima se une a su infantilidad desconcertante, en una mezcla tan insólita que es absolutamente original y cautivadora. Lo que más me conmueve en él ahora es su delirio de construcción (es decir, de creación), en donde pretende crear de la nada y hace unos esfuerzos y se lanza a unas ráfagas con tanta fe y tanta intensidad que parece increíble. Nada más dramático que esta objetividad y esta busca de la alegría por la alegría misma. Recuerda que éste ha sido siempre el canon mediterráneo. «Creo en la resurrección de la carne», dice Roma. Dalí es el hombre que lucha con hacha de oro contra los fantasmas. «No me hable usted de cosas sobrenaturales. ¡Qué antipática es Santa Catalina!», dice Falla.

¡Oh línea recta!

¡Pura lanza sin caballero!

¡Cómo sueña tu luz

mi senda salomónica!

Digo yo. Pero Dalí no quiere dejarse llevar. Necesita llevar el volante y además la fe en la geometría astral. Me conmueve; me produce Dalí la misma emoción pura (y que Dios Nuestro Señor me perdone) que me produce el niño Jesús abandonado en el Pórtico de Belén, con todo el germen de la crucifixión ya latente bajo las pajas de la cuna.[74]

Los versos proceden del poema «Espiral», que pertenece a la suite titulada «Caracol», fechada en noviembre de 1922:

ESPIRAL

Mi tiempo

avanza en espiral.

La espiral

limita mi paisaje,

deja en tinieblas lo pasado

y me hace caminar

lleno de incertidumbre.

¡Oh línea recta! Pura

lanza sin caballero,

¡cómo sueña tu luz

mi senda salomónica![75]

Comentando este poema en Federico García Lorca. Heterodoxo y mártir, Eutimio Martín señala, certeramente:

Desde el comienzo de su actividad literaria, Lorca ha dejado testimonio del carácter «salomónico» de su personal senda. Es el suyo un caminar en espiral, de derecha a izquierda y de izquierda a derecha desde un polo místico al otro erótico, desgarrado por una irresistible llamada de la más diáfana espiritualidad y de apetitos carnales tan irreprimibles como heterodoxos. Con este dolor «salomónico» a cuestas entra en el año 1928.[76]

Tan agudo conflicto, del que Lorca jamás se liberará totalmente, y que sólo puede sobrellevar convirtiéndolo en arte, seguirá reduciéndole, en distintos momentos de su vida, a estados de depresión y abatimiento. A finales de 1927 —año que, por otro lado, ha sido para él riquísimo en éxitos artísticos de varia índole, así como en nuevas amistades—, la esperanza de volver a ver pronto a Dalí, que dentro de dos meses terminará su servicio militar, le ayuda a mantener a raya su habitual angustia. Y que al mismo tiempo le sigue preocupando hondamente la problemática cristiana lo demuestra el hecho de que, en estos momentos, empieza a nacer la gran Oda al Santísimo Sacramento.