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LOS AMIGOS DE LA «RESI»

Si Federico tenía entre los residentes numerosos amigos, el grupo que más frecuentaba era mucho más reducido y se componía principalmente de Emilio Prados, Luis Buñuel, Pepín Bello, Juan Vicéns y Salvador Dalí. A partir del otoño de 1924 también formará parte del grupo Rafael Alberti, asiduo visitante de la Residencia aunque nunca viviría allí.

A Emilio Prados (1899-1962), que cursa Ciencias Naturales, con notable desgana, en la Universidad Central, Federico le había conocido en Málaga, su ciudad natal, varios años antes, tal vez en el verano de 1912 (ya sabemos que la familia García Lorca solía pasar algunas semanas de cada verano allí).[1] El reencuentro de los dos andaluces en la «Resi» en 1919 se traduce pronto en estrecha amistad.

Enfermo del pecho desde niño, Emilio Prados es de una sensibilidad a flor de piel, intensamente introvertido y solitario. En las páginas de su Diario íntimo, escrito esporádicamente entre 1919 y 1921, expresa las dudas, angustia y desesperación que entonces le atenazan.[2] Vuelve insistentemente sobre el fracaso de sus amores con Blanca, inspiradora de sus primeros versos. Siente asco de sí mismo, de su falta de voluntad, de su egoísmo, de sus «sentimientos perversos».[3] Se analiza obsesivamente, y es consciente de una honda, desgarradora división en su personalidad que con frecuencia le impide todo trabajo creativo. «¡No hay mayor desdicha que la de sentir desprecio y asco por uno mismo!», apunta un día.[4]

Prados cree durante un tiempo haber hallado en Federico al verdadero amigo que siempre ha buscado. En un pasaje de su Diario correspondiente probablemente al otoño de 1920, leemos:

La única gran alegría que he tenido ha sido el haber encontrado en Federico al amigo que tanto deseaba. A él le he abierto mi corazón y él ha sabido comprenderlo. Al principio de conocerle no lo pude comprender bien, su poesía, su literatura, lo envolvían en una costra difícil de atravesar; pero luego una vez que he logrado llegar a su corazón he comprendido su bondad infantil y su cariño. Tendría un enorme desengaño si esta idea que de él tengo fuera falsa; pero creo que esta vez he encontrado el compañero que buscaba y con el que podré hablar de mis cosas íntimas sin que se ría de ellas. Su manera de ser y de pensar es muy semejante a la mía, su misma niñez de hombre, su afán por subir a la cumbre de la gloria, su [*] no comprendido, pero deseado por desear lo nuevo y lo revolucionario: todo es igual a lo mío. Sus ideales políticos, contrarios a su bienestar, son los mismos míos, y esto le hacen que sea más querido por mí.[5]

* Palabra tachada en el manuscrito. Creemos leer «satanismo».

Estas observaciones no tienen desperdicio. Sabemos por otros testimonios que Federico, pese a lo que hubiera podido declarar en ciertas ocasiones, no era en absoluto indiferente a la fama.[6] Mientras que, al aludir Prados a los «ideales políticos» de Lorca, «contrarios a su bienestar», no hace sino confirmar lo que se desprende de los primeros escritos del granadino, siempre alineado al lado de las víctimas de la injusticia social. Acaso no esté de más colocar junto a este comentario de Prados unas palabras dirigidas a Federico el 24 de junio de 1921 —es decir, más o menos en las mismas fechas— por otro amigo, Rafael Azpitarte: «Mi enhorabuena más sincera —rezan— por tu cargo de bibliotecario de la juventud izquierdista de Granada».[7] ¿Broma? Creemos que no, aunque no ha sido posible averiguar de qué agrupación habría sido elegido bibliotecario el joven poeta.

Y Prados sigue apuntando sus reflexiones acerca de Lorca:

Quisiera tenerlo estos días aquí para poderle contar todo lo que en estos días siento, y estoy seguro que sabría consolarme y alegrarme en mis tristezas. Tengo grandes ganas también de que esté aquí para organizar la propaganda de nuestros comunes ideales, que tantas ganas tengo de ver realizados. Mi sangre toda la daría por ver a la humanidad unida con amor, y que la igualdad fuera completa para todos. Me da horror pensar cuánta hambre y cuántos sufrimientos hay que pueden cambiarse en alegrías.

En fin, cuando venga Federico trabajaremos con ardor por esta causa y aun cuando de mí no espero grandes triunfos, pues no tengo confianza en mi inteligencia embrutecida, a él le hablaré con el corazón y él suplirá mi falta…[8]

Está claro, pues, que Lorca y Prados habían hablado largamente de sus preocupaciones sociales y de su mutuo deseo de luchar por la causa de la igualdad y del amor. Pero viene pronto cierta desilusión con Federico por parte del malagueño. Ahora se queja de que, pese a haberle abierto a Lorca su corazón, éste parece no haber caído en quién es:

He recibido una carta de Federico que me ha producido gran extrañeza. ¿Es que no me comprende todavía? El habla como si realmente me conociera a fondo y, por lo que se deduce de su carta, está bastante equivocado. Molesto por ello le he contestado inmediatamente, diciendo cosas que sentía en aquel momento y otras que dije sólo por ver qué efecto le producían, como es por ejemplo el que no debe juzgarme por mis cartas de este verano…[9]

Poco después Prados va a Suiza, al sanatorio de Davos, para que traten de curarle su tuberculosis pulmonar, que ahora se ha agravado. Por su Diario sabemos que ha habido una ruptura con Lorca. «Tú bien sabes el desengaño que he tenido con Federico —le confía al cuadernito—. Le abrí mi alma. A él ha sido a la única persona que se la he mostrado tal cual es. Llegué a considerarlo como hermano y luego nuestra amistad ha terminado de una manera tan trágica, tan trágica».[10] No sabemos qué ocurriría para que se rompiera aquella relación. Tal vez, como ha sugerido José Luis Cano,[11] Prados le pedía demasiado a Federico, siempre rodeado de amigos y admiradores. La ruptura, de todas maneras, no iba a ser definitiva, ni mucho menos, reanudándose la amistad al volver Prados a España.

Para Federico, Emilio Prados —así como el gran amigo y colaborador suyo, Manuel Altolaguirre— siempre representará a Málaga y sus olas. La «Balada del agua del mar», fechada en 1920 e incluida en Libro de poemas, va dedicada «A Emilio Prados (cazador de nubes)».[12] La suite titulada «Estampas del mar», probablemente compuesta a finales de 1920, está dedicada a Prados y Altolaguirre.[13] Y en el «diálogo» La doncella, el marinero y el estudiante, de 1925, aparecen Prados y Altolaguirre «enharinados por el miedo del mar».[14]

Serán estos dos poetas malagueños, finalmente, los editores no sólo del libro Canciones, publicado en 1927, sino, en su revista Litoral, de numerosas colaboraciones lorquianas.

José (Pepín) Bello, nacido en 1904 en la ciudad aragonesa de Huesca, hijo de un conocido y próspero ingeniero, era seis años menor que Lorca y uno de los primeros «residentes», pues habiendo vivido en la efímera Residencia de Niños de la calle de Fortuny, se trasladó con ella a la Colina de los Chopos en 1915. Allí, terminado el bachillerato, vivirá hasta finales del curso 1923-1924, cuando su familia se muda a Madrid.[15]

Pepín Bello, de un arrollador encanto personal, sería íntimo amigo de Lorca, Buñuel y Dalí y, dados su buen humor e imperturbabilidad, sortearía las tensiones que a veces dividían a los otros tres compañeros. Pepín, siempre risueño, afable y ocurrente, se llevaba bien con todos. «Buenazo, imprevisible, aragonés de Huesca, estudiante de Medicina que nunca aprobó un examen… ni pintor, ni poeta, Pepín Bello no fue nada más que nuestro amigo inseparable»: es el testimonio de Luis Buñuel, en su libro de memorias Mi último suspiro.[16] Testimonio un poco injusto, pues Bello, diletante nato, tenía un indudable temperamento de artista —allí están varios dibujos y versos suyos— que, sencillamente, nunca se preocupó en desarrollar.

Es una desgracia el que de las muchas cartas escritas por Federico a Pepín Bello sólo conozcamos algunos fragmentos, todos ellos de 1925.[17] En éstos se trasluce el afecto que siente por el joven amigo, cuyo estilo epistolar elogia y por cuya familia se interesa. Lorca le enviará aquel verano, desde la Vega de Granada, una copia dedicada de la fotografía hecha por Pepín durante el curso recién acabado, y en la cual el poeta aparece vestido de moro. «A Pepín. Recuerdo de nuestro cuarto de la Residencia, 1924-1925», dice la dedicatoria (realmente se trataba del curso 1923-1924). «¿Qué recuerdo como un ave medio viva, medio soñada, te trae esta foto oriental de mi “vera efigie”? —le pregunta Federico—. ¿Qué te recuerda cuando me hiciste la foto? ¿No ves en la blanca pared colgado tu reloj de pulsera? ¿No ves tu famosa manta a cuadros?».[18]

Es curioso constatar cómo, a través de los años, sigue aflorando en el poeta el deseo —o la necesidad— de ataviarse de vez en cuando de musulmán granadino, como si con ello quisiera afirmar su afinidad espiritual con los ya lejanos moradores de la Alhambra y del Albaicín. Esta fotografía es buena prueba de ello.

Durante el curso 1923-1924 Federico le regala a Pepín un poema que evoca no sólo su amistad sino el ambiente de camaradería que predominaba entre los que tenían la suerte de poder hospedarse en la casa dirigida por don Alberto Jiménez Fraud:

TARDECILLA DEL JUEVES SANTO

1924

Cielo de Claudio Lorena.

El niño triste que nos mira

y la luna sobre la Residencia.

————

Pepín, ¿por qué no te gusta

la cerveza?

En mi vaso la luna redonda,

¡diminuta!, se ríe y tiembla.

————

Pepín: ahora mismo en Sevilla

visten a la Macarena.

Pepín, mi corazón tiene

alamares de luna y de pena.

————

El niño triste se ha marchado.

Con mi vaso de cerveza,

brindo por ti esta tarde

pintada por Claudio Lorena.

FEDERICO[19]

Aquel mismo día de Jueves Santo de 1924 —el 17 de abril— Pepín le pregunta al poeta cómo visualizaría una Semana Santa en Aragón. Federico coge sus lápices y dibuja, en un momento, una escena de «Frailes entrando en S. Juan de la Peña», monasterio que no ha visto nunca.[20] El dibujo, sin duda, intenta expresar la sobriedad de la Semana Santa aragonesa, sobriedad que contrasta con la exuberancia de la sevillana.

Las cartas de Pepín Bello a Federico, algunas de las cuales se conservan en el archivo del poeta, tienen un encanto muy suyo, y son elocuente demostración del afecto que sentía el joven aragonés por el granadino, a quien gusta de apodar, cariñosamente, Cereza. Estas cartas suelen estar repletas de anécdotas familiares, cruzando por ellas una multitud de parientes y amigos y prodigándose detalles de comidas y conversaciones. Una de ellas, fechada en Zarauz (Guipúzcoa) el 27 de agosto de 1924, tiene un interés especial. Pepín expresa aquí, entre alusiones a Juan Vicéns, Luis Buñuel, Rafael Sánchez Ventura, Enrique Díez-Canedo y otros compañeros suyos y de Lorca, así como a sus hermanos Manolo y Severino (Filín), una profunda nostalgia por los días de la Residencia; días que han terminado ya irrevocablemente, pues el padre de Pepín acaba de instalarse en Madrid, donde ha sido destinado como director del canal de Isabel II:

Queridísimo e inolvidable Federico:

No te puedes figurar las ganas que tenía de escribirte. Ahora, que si no lo he hecho, no creas que ha sido por olvido sino por pereza. En fin, no tengo por qué darte explicaciones, ya me conoces. Supongo recibirías mi carta desde Huesca en la que te decía que habían estado Vicéns y Sánchez Ventura y en la que, además, prometía escribirte como te mereces desde Zarauz. Aquí lo paso admirablemente, tengo muchos amigos y amigas, todos muy animados, pero yo continuamente estoy pensando si tú estuvieras aquí conmigo. ¡Qué bien estaríamos! Formaríamos rancho aparte, desde luego. ¡Qué lástima me da pensar que ya no nos volveremos a reunir en la Residencia! Se acabó aquello. Sí, es verdad que se acabó aquello pero nuestra amistad, este cariñazo que nos tenemos, eso no se ha terminado ni se terminará aunque no nos viésemos en años. Aquí cuando hablo de ti con algún amigo que te conoce personalmente, como Ansuátegui* etc., o de nombre, y hablo de nuestra amistad, siempre digo que eres mi mejor amigo, el que más quiero, ¿verdad que sí, cereza?

Anteayer pasó por aquí en su automóvil Buñuel y me vino a ver. Venía con su madre y una amiga. Éstas se fueron con otras señoras conocidas y Buñuel se vino conmigo. Estuvimos paseando por la playa con Díez-Canedo que está veraneando aquí. Después de comer fuimos en su auto Buñuel, Canedo y yo a Zumaya, pues ellos iban a sacar las entradas para los toros, esa corrida que ha organizado Zuloaga que fue ayer y ha resultado admirable, ya verás algo en los periódicos, si es que los lees. Allí en Zumaya vimos el museo de Zuloaga que Conrado** y yo ya conocíamos y que a Buñuel le gustó muchísimo pues tiene una porción de Grecos y Goyas muy interesantes. Como puedes suponerte, con Buñuel y Canedo hablamos de ti muy mal. Hoy, después de comer, hemos estado viendo unas revistas inglesas que han traído mis hermanas en las que hay unas fotos preciosas de la Alhambra y esto me ha hecho recordarte de nuevo. No dudo que el año que viene irás a Madrid donde nos veremos, si no con la frecuencia que el año pasado, porque eso es imposible, por lo menos con mucha. Tito*** va a venir a pasar unos días en mi casa, la despedida será triste pues no sé cuándo nos volveremos a ver aunque Manolo y yo gestionamos la ida a Huesca en Navidades. De todos modos los días que esté aquí procuraremos pasarlos lo mejor posible y no olvidaremos el juego del clavo.

Adiós queridísimo Federico, contéstame pronto, son tus cartas las que más agradezco. Un abrazón a tu hermano Paquito y para ti muchos y un beso en la frente de tu mejor amigo Pepín [aquí, dibujo de una cereza] ¡Cereza! Filín quizá venga para Navidad a Madrid. Ya tenemos la casa puesta en Madrid.[21]

* Nos informa amablemente Pepín Bello que este vasco, muy amigo de Lorca, fue después falangista de la guardia personal de José Antonio Primo de Rivera.

** José Bello no logra recordar la identidad de esta persona.

*** El abogado Tito Oarasa, de Huesca, íntimo amigo de Bello.

En agosto de 1927 Pepín Bello se trasladaría a Sevilla, donde llegaría a relacionarse estrechamente con el mundo literario y artístico de la ciudad andaluza.[22]

Luis Buñuel (1900-1983), de temperamento muy distinto al de Pepín Bello, con quien no tardó en intimar, había llegado a la Residencia de Estudiantes desde Zaragoza, recién terminado su bachillerato, en 1917. Como Lorca, a quien no conocerá hasta 1919, Luis había querido estudiar música en París, pero sus padres, como en el caso del granadino, se habían opuesto resueltamente a ello.[23]

Buñuel se quedaría en la Residencia de Estudiantes hasta principios de 1925, cuando se iría a la capital francesa a probar suerte. Muy poco antes de morir escribiría: «Puedo decir que a él [Alberto Jiménez Fraud] y su Residencia le debo todo lo que soy».[24]

En Madrid, Buñuel había empezado a estudiar, sin entusiasmo alguno, para ingeniero agrónomo. No le gustó la carrera y la cambió pronto por la de ingeniero industrial. Tampoco le agradaban aquellos estudios. Su padre accedió entonces a que siguiera su inclinación por las Ciencias Naturales, y durante un año se entregará —en el Museo de Historia Natural, a dos pasos de la «Resi»— a estudiar Entomología. Al futuro cineasta siempre le fascinarían los insectos. Finalmente, se matriculará en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central, licenciándose, en 1924, en Historia.[25]

En la Residencia, Buñuel se convierte rápidamente en uno de los «raros» de la casa. Se aficiona al deporte, corriendo cada mañana, en calzón corto y descalzo —incluso en tiempos de escarcha—, por el campo de entrenamiento de la Caballería del cercano cuartel de la Guardia Civil de Bellas Artes.[26] Un día llega incluso a escalar la fachada de uno de los pabellones, ante el asombro de sus compañeros.[27] También practica el boxeo, aunque sin la tenacidad que se ha dicho: Buñuel es verbalmente agresivo, virulento, pero nunca será pugilista de verdad.[28] Está orgulloso, esto sí, de la dura musculatura de su cuerpo y de la firmeza de su vientre, y le gusta echar pulsos a sus amigos (entre ellos al ex campeón mundial de boxeo, el negro Jack Johnson).[29] Esta costumbre de echar pulsos no le abandonará nunca. Hay en el joven Buñuel, sin duda, una imperiosa necesidad de hacer alarde de su virilidad.

En su libro de memorias Mi último suspiro —libro caótico en cuanto a cronología, y repleto de inexactitudes—, Buñuel habla de sus visitas a los burdeles de Madrid («los mejores del mundo, sin duda»);[30] de sus experimentos en materia de hipnosis;[31] de sus bromas, que a veces consistían en tirar cubos de agua fría debajo de las puertas de los dormitorios… o a la cabeza de sus compañeros;[32] de su amistad con Ramón Gómez de la Serna, máximo jerarca de la tertulia literaria de Pombo, a la que Buñuel asiste religiosamente;[33] y de su amor por el jazz:

El jazz me tenía cautivado, hasta el extremo de que empecé a tocar el banjo. Me había comprado un gramófono y varios discos norteamericanos, que escuchábamos con entusiasmo mientras bebíamos grogs al ron, que yo mismo preparaba (el alcohol estaba prohibido en la Residencia, incluso el vino con la comida, so pretexto de evitar las manchas en los manteles blancos).[34]

Buñuel tenía la suerte de disfrutar de un notable desahogo económico, pues su padre era uno de los ricos de Zaragoza. Además podía contar siempre con la indulgencia de su madre, así como Federico con la de la suya. Ambas mujeres eran mucho más jóvenes que sus maridos, y con ellas los hijos tenían más confianza que con sus padres. A los pocos meses de fallecer el padre de Buñuel, en 1923, éste ya se había comprado un flamante Renault en el cual él y sus amigos residentes daban largas giras por los alrededores de Madrid,[35] y que hemos visto aparecer por Zarauz —verano de 1924— en la carta antes citada de Pepín Bello a Federico.

En cuanto a los contactos de Buñuel con los ultraístas (cuya revista Ultra. Poesía. Crítica. Arte empieza a editarse en enero de 1921), merece la pena citar unas palabras del cineasta al respecto. Fueron pronunciadas en el curso de una entrevista celebrada en 1980, y demuestran que al aragonés le atraía, en la época en que conoce a Lorca, el anarquismo:

—Entonces nacía el ultraísmo; era hacia el 19, si no recuerdo mal. Con Guillermo de Torre, Humberto Rivas… Borges estaba por allá en esa época y era ultraísta. También Barradas, Chabás, Pedro Garfias. Nos interesaba todo, y particularmente la cuestión social. Una vez participamos en una manifestación contra la pena de muerte, a la puerta de la cárcel… Entre los ultraístas había algunos anarquistas, como Garfias y Ángel Samblancat. Yo sentía simpatía por los anarquistas… En aquel tiempo los que, como yo, se interesaban por el aspecto sociopolítico de la época, no podían sino acercarse al anarquismo.[36]

Buñuel, plenamente identificado con los propósitos iconoclastas del poeta Pedro Garfias y sus correligionarios ultraístas, publicaría, durante 1922 y 1923, varias prosas vanguardistas, heraldos de su posterior ingreso en las filas del superrealismo parisiense.[37]

Lo que no hizo Buñuel por estos años, pese a haberse dicho muchas veces, fue organizar en la Residencia de Estudiantes un cineclub.[38] Sólo en 1927 se fundará en Madrid el Cine-Club Español: su propulsor será Ernesto Giménez Caballero y uno de sus colaboradores más eficaces, eso sí, Luis Buñuel.

En Mi último suspiro Buñuel evoca la amistad que entabló con Lorca en la «Resi». Fue inmediata y profunda, a pesar de —o tal vez a causa de— las diferencias temperamentales que separaban al «aragonés tosco» del «andaluz refinado» (las descripciones son de Buñuel, que notó en seguida la «evidente propensión a la elegancia» de Lorca y la «corbata impecable» que solía lucir).[39] Muchas tardes los dos amigos van al descampado —hoy recinto del Consejo Superior de Investigaciones Científicas— que se extiende detrás de los pabellones. Allí, sentados sobre la hierba, el poeta lee sus versos. «Fui trasformándome poco a poco ante un mundo nuevo que él iba revelándome día tras día», recuerda Buñuel en sus memorias,[40] tal vez exagerando la influencia sobre su sensibilidad de aquella convivencia diaria con la poesía.[41]

Pero la amistad tuvo sus altibajos. Un día alguien le comentó a Buñuel que uno de los residentes, un vasco fuerte llamado Martín Domínguez, iba diciendo que Federico era homosexual. Buñuel no podía creerlo. «Por aquel entonces en Madrid no se conocía más que a dos o tres pederastas»,[42] escribe, ampliando en otro momento de sus memorias:

En nuestra juventud, no nos agradaban los pederastas… Debo añadir que yo llegué a desempeñar el papel de agente provocador en un urinario madrileño. Mis amigos esperaban afuera, yo entraba en el edículo y representaba mi papel de cebo. Una tarde, un hombre se inclinó hacia mí. Cuando el desgraciado salía del urinario, le dimos una paliza, cosa que hoy me parece absurda.

En aquella época, la homosexualidad era en España algo oscuro y secreto. En Madrid solamente se conocían tres o cuatro pederastas declarados, oficiales. Uno de ellos era un aristócrata, un marqués, que debía de tener unos quince años más que yo. Un día, me lo encuentro en la plataforma de un tranvía y le aseguro al amigo que tengo al lado que voy a ganarme veinticinco pesetas. Me acerco al marqués, le miro tiernamente, entablamos conversación y él acaba citándome para el día siguiente en un café. Yo hago valer el hecho de que soy joven, que el material escolar es caro. Me da veinticinco pesetas.

Como puede suponerse, no acudí a la cita. Una semana después, también en el tranvía, encontré al mismo marqués. Me hizo un gesto de reconocimiento, pero yo le respondí con un ademán grosero del brazo. Y no le volví a ver más.[43]

Este pasaje revela tanto sobre la mentalidad a veces gamberril y cínica del Buñuel de entonces como acerca de la hostilidad social que rodeaba en tiempos de Primo de Rivera a los homosexuales.

Dada la actitud de Buñuel hacia los pederastas, y el hecho de que «nada permitía suponer que Federico lo fuera»,[44] los rumores que iba propagando Martín Domínguez en torno al poeta le molestaban profundamente al agresivo aragonés. Y decidió hacer algo. La escena se inicia en el comedor de la Residencia, donde Buñuel y Lorca están comiendo, y podría pertenecer a una de las películas del futuro cineasta:

Estábamos sentados en el refectorio, uno al lado del otro, frente a la mesa presidencial en la que aquel día comían Unamuno, Eugenio d’Ors y don Alberto, nuestro director. Después de la sopa, dije a Federico en voz baja:

—Vamos fuera. Tengo que hablarte de algo muy grave. —Un poco sorprendido, accede. Nos levantamos.

Nos dan permiso para salir antes de terminar. Nos vamos a una taberna cercana. Una vez allí, digo a Federico que voy a batirme con Martín Domínguez, el vasco.

—¿Por qué? —me pregunta Lorca.

Yo vacilo un momento, no sé cómo expresarme y a quemarropa le pregunto:

—¿Es verdad que eres maricón?

Él se levanta, herido en lo más vivo, y me dice:

—Tú y yo hemos terminado.

Y se va.

Desde luego, nos reconciliamos aquella misma noche. Federico no tenía nada de afeminado ni había en él la menor afectación. Tampoco le gustaban las parodias ni las bromas al respecto, como la de Aragon, por ejemplo, que cuando, años más tarde, vino a Madrid a dar una conferencia en la Residencia, preguntó al director, con ánimo de escandalizarle —propósito plenamente logrado—: «¿No conoce usted algún meadero interesante?».[45]

Al lado de este testimonio —al que tal vez sólo se puede atribuir una veracidad relativa—[46] habría que colocar el de Pepín Bello, que ha insistido enfáticamente en que, durante aquellos primeros años de Federico en la Residencia, ni él ni nadie se daba cuenta de la homosexualidad del poeta: «Jamás, jamás, en nuestra época de la Residencia, ni dijimos ni pensamos que Federico era maricón, porque no lo era». Bello insiste, además, que en la Residencia nunca se hablaba abiertamente de temas sexuales. Y concede que, en lo tocante a Lorca, lo que sí notaban los otros residentes era que el poeta no compartía la obsesión generalizada de aquellos estudiantes con las mujeres. Tal singularidad la achacaban a la condición de enfervorizado artista entregado en cuerpo y alma a la creación de su obra.[47]

No cabe duda que la homosexualidad era entonces un tema extraordinariamente tabú, y que la gran mayoría de los estudiantes con tales tendencias hacían todo lo posible por ocultar su verdadera personalidad. José Moreno Villa, gran amigo del grupo de Buñuel y Lorca, es de los pocos que han tenido el valor de reconocer que, en la «Resi», algunos no ignoraban la homosexualidad de Lorca. «No todos los estudiantes le querían —escribe en Vida en claro—. Algunos olfateaban su defecto y se alejaban de él. No obstante, cuando abría el piano y se ponía a cantar, todos perdían su fortaleza».[48]

Buñuel recuerda, después de afirmar, otra vez, que fue Lorca quien le hizo descubrir la poesía, especialmente la poesía española, su participación juntos en las fiestas de San Antonio de 1924. En el dorso de una foto en la que se ve a los dos amigos montados en una moto de cartón, Federico estampó este canto a la amistad:

La primera verbena que Dios envía

es la de San Antonio de la Florida.

Luis: en el encanto de la madrugada

canta mi amistad siempre florecida,

la luna grande luce y rueda

por las altas nubes tranquilas,

mi corazón luce y rueda

en la noche verde y amarilla,

Luis, mi amistad apasionada

hace una trenza con la brisa.

El niño toca el pianillo

triste, sin una sonrisa,

bajo los arcos de papel

estrecho tu mano amiga.[49]

Si Federico despertó en Luis Buñuel el gusto por la poesía, también le hizo descubrir libros que tendrían una marcada influencia sobre su labor de cineasta. Entre éstos habría que destacar La leyenda áurea, de Jacopo di Voragine, «el primer libro —puntualiza Buñuel— en que encontré algo acerca de san Simeón el Estilita, que más adelante devino Simón del desierto». Y añade el aragonés, después de esta alusión a una de sus películas más conocidas: «Federico no creía en Dios, pero conservaba y cultivaba un gran sentido artístico de la religión».[50] La influencia de La leyenda áurea se percibe también en la obra del propio Lorca.[51]

Buñuel recuerda en sus memorias cómo, después de tener una visión, fundó —el día de San José de 1923— la noble «Orden de Toledo» en homenaje a aquella maravillosa ciudad romana, visigoda, mora, hebrea y cristiana de la cual se había enamorado perdidamente. Se nombró a sí mismo condestable de la Orden. Entre los fundadores estaban Federico y Francisco García Lorca, Rafael Sánchez Ventura, Pedro Garfias, Augusto Centeno y, como secretario, Pepín Bello. La Orden, que seguiría admitiendo a nuevos miembros, tanto españoles como extranjeros, hasta 1936, constaba de caballeros (entre ellos Dalí, Alberti, René Crevel y el pintor Hernando Viñes) y escuderos (entre los cuales figuraban Roger Desormières y su mujer Colette, José María Hinojosa, Manuel Ángeles Ortiz y Ana María Custodio). Luego había el jefe de invitados de los escuderos, que era José Moreno Villa, los invitados de los escuderos y, finalmente, en el escalón más humilde de la Orden, los invitados de los invitados de los escuderos. «Para acceder al rango de caballero había (dijo Buñuel) que amar a Toledo sin reserva, emborracharse por lo menos durante toda una noche y vagar por las calles. Los que preferían acostarse temprano no podían optar más que al título de escudero».[52]

Aquellos fervorosos de Toledo se solían hospedar en la famosa Posada de la Sangre, antiguamente del Sevillano, escenario de La ilustre fregona de Cervantes. La fonda, que estaba situada justo debajo del Alcázar y sería destruida durante la guerra civil, no había cambiado apenas desde el siglo XVII. No tenía agua corriente, pero ello no importaba toda vez que a los miembros de la Orden les estaba vedado lavarse durante su estancia en la ciudad sagrada.[53]

María Luisa González y su hermana Ernestina, dos atractivas jóvenes que pertenecían al Cuerpo de Archivos, Bibliotecas y Museos, visitaban con frecuencia la Residencia y eran amigas del grupo de Buñuel, Dalí y Lorca. En 1925 María Luisa se casaría con Juan Vicéns, y poco tiempo después iría el matrimonio a París a encargarse de la Librairie Espagnole de la calle Gay-Lussac.[54] Tanto María Luisa como su hermana pertenecían a la Orden de Toledo, y la primera conserva varias fotografías sacadas durante aquellos felices tiempos. Expresan el sentido intensamente lúdico y burlesco que animaba al grupo de amigos. Allí, en un retrato de enero de 1925, están Dalí, Hinojosa, Juan Vicéns, Pepín Bello, Moreno Villa y la propia María Luisa, todos en actitud burlona y, en su mayoría, disfrazados. Buñuel, como gustaba de hacerlo, lleva una impecable sotana y bonete de cura (en otra foto aparece en un baile de disfraces en Madrid vestido de monja). Dalí también está, con su pipa de siempre (que nunca fumaba), pelo lacio bajo un sombrero de ala ancha y, alrededor de los hombros de un blazer inglés elegantísimo, una enorme capa. Falta Lorca, que aún no ha vuelto a la Residencia después de las vacaciones de Navidad.

En La arboleda perdida Rafael Alberti ha contado, con inimitable gracia, las peripecias de su iniciación en la famosa Orden de Toledo, celebradas al día siguiente por los cofrades ante una cazuela de las famosas perdices escabechadas de la Venta del Aire.[55]

Buñuel y Lorca eran ya amigos cuando, en el otoño de 1922, había llegado Salvador Dalí a la Residencia de Estudiantes.

Nacido en Figueras (Gerona) en 1904, Dalí había cumplido dieciocho años aquel mayo, y acababa de aprobar el examen de ingreso en la Escuela Especial de Pintura, Escultura y Grabado (Academia de Bellas Artes de San Fernando), solicitado el 11 de septiembre de 1922 [56] Habían venido con él a Madrid su padre, Salvador Dalí y Cusí —acomodado notario de Figueras— y su hermana Ana María. La madre, Felipa Domènech, había muerto de cáncer en 1921.[57]

La presentación de los Dalí a Alberto Jiménez Fraud se había efectuado a través de los buenos oficios del dramaturgo Eduardo Marquina, casado con Mercedes Pichot, hija de una conocida familia de artistas que tenía con don Salvador y sus hijos estrecha amistad.[58]

En su libro Salvador Dalí, visto por su hermana, Ana María, que en 1922 tenía doce años, ha recordado aquella visita, y la sorpresa que ocasionó entre los madrileños el aspecto bastante estrafalario de los tres ampurdaneses:

En efecto, la indumentaria de Salvador llegaba ya a un grado de extravagancia alarmante. Acaso por ser los últimos tiempos que le quedaban de ser el «señor Patillas», acentuaba más los rasgos que como tal le caracterizaban. La melena le cubría enteramente el cogote; la chalina asumía unas proporciones enteramente anormales; llevaba, además, una boina negra y peluda y una capa muy extraña. Mi padre, con su cabello blanco y su aspecto venerable; yo, niña todavía, peinada con tirabuzones; los tres vestidos de negro, preocupados, sin ver siquiera dónde poníamos el pie, tropezando con todo el mundo, debíamos de tener, ciertamente, un aspecto inquietante.[59]

En la Residencia, donde Ana María y su padre paran estos días con Salvador, los Dalí se sienten, por el contrario, perfectamente a gusto. Allí los estudiantes les tratan con afabilidad, como a seres normales. Entre los residentes no se encuentra en estos momentos Lorca, que —ya lo hemos visto— no volverá a Madrid hasta terminada su carrera de Derecho, a principios de 1923.[60]

Salvador Dalí, a su llegada a la Residencia, era un joven bello y delgado, con ojos verdes que llamaban la atención, y de una timidez exagerada, morbosa. «Era la persona más tímida que he conocido», ha dicho Pepín Bello.[61] Y el escultor Cristino Mallo, compañero de Salvador en la Academia de San Fernando, le ha recordado así: «Lo formidable de este Dalí, que hizo después cosas tan escandalosas, es que por encima de todo era muy tímido».[62] Hay otros varios testimonios en el mismo sentido. Para Rafael Sánchez Ventura, amigo del grupo de la «Resi», el Dalí de aquella época se parecía físicamente a Buster Keaton y era «de una timidez enfermiza».[63] Y ha dejado José Moreno Villa esta evocación del extraño joven: «Delgaducho, casi mudo, encerrado en sí, tímido (¿quién lo dijera?), como un niño abandonado por primera vez o separado violentamente de su padre y de su hermana, melenudo, no muy limpio, enfrascado siempre en las lecturas de Freud y de los teorizantes modernos de la pintura».[64]

El propio Dalí recuerda, en su Vida secreta, que había empezado a leer entonces La interpretación de los sueños. «Me pareció este libro uno de los descubrimientos capitales de mi vida —refiere—, y se apoderó de mí un verdadero vicio de autointerpretación, no sólo de los sueños, sino de todo lo que me sucedía, por casual que pareciese a primera vista».[65]

Durante los primeros meses en Madrid, Dalí apenas se comunica con los demás residentes, encerrándose en su cuarto cuando no asiste a sus clases o visita el Prado. Pero no tarda mucho tiempo en ser «descubierto», acontecimiento que evoca en los siguientes términos:

Un día en que me hallaba fuera, la camarera había dejado mi puerta abierta, y Pepín Bello vio, al pasar, mis dos pinturas cubistas. No pudo esperar a divulgar tal descubrimiento a los miembros del grupo. Éstos me conocían de vista y aún me hacían blanco de su cáustico humor. Me llamaban el «músico», o «el artista», o «el polaco». Mi manera de vestir antieuropea les había hecho juzgarme desfavorablemente, como un residuo romántico más bien vulgar y más o menos velludo. Mi aspecto serio y estudioso, completamente desprovisto de humor, hacíame aparecer a sus sarcásticos ojos como un ser lamentable, estigmatizado por la deficiencia mental y, en el mejor de los casos, pintoresco. En efecto, nada podía formar un contraste más violento con sus ternos a la inglesa y sus chaquetas de golf, que mis chaquetas de terciopelo y mis chalinas flotantes; nada podía ser más diametralmente opuesto que mis largas greñas, que bajaban hasta mis hombros, y sus cabellos elegantemente cortados en que trabajaban con regularidad los barberos del Ritz o del Palace. En la época en que conocí al grupo, especialmente, todos estaban poseídos de un complejo de dandismo combinado con cinismo, que manifestaban con consumada mundanidad. Esto me inspiró al principio tanto pavor, que cada vez que venían a buscarme a mi pieza creía que me iba a desmayar.[66]

El encuentro de Federico y Salvador, ocurrido en febrero o marzo de 1923, fue, sin duda alguna, uno de los acontecimientos más significativos en la vida de ambos. Desde el primer momento, Lorca quedó fascinado, deslumbrado, por el pintor catalán, seis años menor que él, en tanto que Dalí, por su parte, se dio cuenta inmediatamente de lo absolutamente insólito de la personalidad del granadino. Escribe el pintor:

Aunque advertí en seguida que mis nuevos amigos iban a tomarlo todo de mí sin poder darme nada en cambio —pues realmente no poseían nada de que yo no tuviera dos, tres, cien veces más que ellos—, por otra parte la personalidad de Federico García Lorca produjo en mí una tremenda impresión. El fenómeno poético en su totalidad y en «carne viva» surgió súbitamente ante mí hecho carne y huesos, confuso, inyectado de sangre, viscoso y sublime, vibrando con un millar de fuegos de artificio y de biología subterránea, como toda materia dotada de la originalidad de su propia forma.[67]

El Dalí al que conoce Lorca a principios de 1923 está en plena etapa cubista. Le apasiona la geometría de las líneas puras. Odia el sentimentalismo. Rehúye la emoción. Y desprecia la religión. Como él mismo reconoce en una carta al crítico de arte Sebastià Gasch, en 1926, comenzó su amistad con Lorca «basada en un total antagonismo», antagonismo que resultaba del conflicto entre el «espíritu eminentemente religioso (erótico)» de Federico y el «anti-religioso (sensual)» del pintor. «Recuerdo aquellas inacabables discusiones que duraban hasta las tres o las cinco de la madrugada —le dice Dalí a Gasch— y que se han perpetuado a lo largo de nuestra amistad».[68]

Entre otras características del joven Dalí —ya hemos mencionado su timidez—, señalemos la facilidad con que cualquier persona de marcada personalidad podía influir en él;[69] su absoluta indiferencia ante los encantos femeninos;[70] el abundante dinero de que disponía, gracias a la generosidad de su padre notario;[71] el hecho de frecuentar la obra de Picasso en momentos en que éste era prácticamente desconocido todavía en Madrid;[72] y su asombrosa vocación de pintor, que ha evocado Rafael Alberti en La arboleda perdida:

Dibujaba como quería, real o imaginado: una línea clásica, pura, una caligrafía perfecta, que aun recordando al Picasso de la etapa helenística, no era menos admirable; o enmarañados trazos como lunares peludos, tachones y salpicaduras de tinta, ligeramente acuarelados, que presagiaban con fuerza al gran Dalí surrealista de sus primeros años parisienses.

Con cierta seriedad muy catalana, pero en la que se escondía un raro humor no delatado por ningún rasgo de la cara, Dalí explicaba siempre lo que sucedía en cada uno de sus dibujos, apareciendo allí su innegable talento literario.[73]

No tardará demasiado Dalí en construirse, para poder contrarrestar los embates de su extrema timidez, una costra exhibicionista y rebelde a prueba de bala. Y ya, durante el curso 1923-1924, a raíz de unas protestas estudiantiles, será suspendido por un año de asistencia a la Escuela Superior de Pintura, Escultura y Grabado. Es el inicio de las escaramuzas dalianas con el profesorado de la docta institución de la calle de Alcalá, y el episodio será narrado, con inimitable gracia, tanto en la Vida secreta del pintor como en sus Confesiones inconfesables. La participación de Dalí en aquellos disturbios le llevará a un breve encarcelamiento en Figueras y Gerona, motivo, después, de bromas y sarcasmos.[74]

Acerca del zaragozano Juan Vicéns (1895-1959), que luego se casará con María Luisa González, como queda dicho, y que morirá en Pekín, la historia no nos ha dejado una información muy completa. Su cuarto era célebre en la Residencia por la abigarrada colección de extraños objetos —comprados en el Rastro— que en él se amontonaban. Allí se reunía con frecuencia el grupo para tomar el té. Era otra costumbre inglesa que había arraigado fuertemente en la casa regentada por Alberto Jiménez Fraud. Las cantidades de aquella infusión que ingerían los amigos eran tan descomunales que a Federico se le ocurrió un día plasmar la escena en un gracioso dibujo titulado «La desesperación del té», ejecutado en un ejemplar de Impresiones y paisajes regalado a Vicéns en 1924. «¡Té! ¡Té! ¡Más té! ¡Más té!», solían gritar los contertulios.[75]

Pero también había en la «Resi» aficionados al clásico café español. Un día, después de comer, Alberto Anabitarte y Federico se cruzaron con José Moreno Villa y Paulino Suárez (médico de los residentes), que se dirigían al laboratorio de Fisiología, dominio del doctor Negrín. «Fíjate tú —le dijo Anabitarte a Lorca— si se necesita tener un buen estómago para tomar café allí junto a los perros destripados». Federico, asintiendo, soltó en el acto estos versos improvisados ad hoc:

Oliendo a tripas de perros

se van a tomar café

con los microbios del tifus

y la mosca tsétsé.[76]

El poeta compadecía profundamente a los perros utilizados en los experimentos de anatomía. En una fotografía sacada por Anabitarte se le ve con una de estas pobres criaturas en los brazos.

A las reuniones «de la desesperación del té» asistían a veces invitados no residentes, entre ellos Rafael Martínez Nadal, que había conocido a Federico en casa de la pianista Rosa García Ascot, alumna aventajada de Manuel de Falla antes del traslado del maestro a Granada.[77] Martínez Nadal sería uno de los mejores amigos del poeta… y uno de los más agudos comentaristas de la obra lorquiana. Otros visitantes frecuentes a estas reuniones son Rafael Sánchez Ventura —gran amigo de Buñuel y, como éste y Vicéns, zaragozano—, el pintor manchego Gregorio Prieto, a quien conoce Federico en abril de 1924,[78] y Rafael Alberti.

«Cuando dos poetas se conocen y se dan la mano por vez primera —ha escrito éste—, es como si dos corrientes transangélicas tropezaran, fundiéndose».[79] El encuentro entre Federico y Alberti —que había nacido en Puerto de Santa María en 1902— tuvo lugar en la Residencia de Estudiantes una tarde de comienzos del otoño de 1924. Los presentó el pintor Gregorio Prieto y, desde el primer instante, se sintieron amigos de toda la vida. Alberti había leído ya el Libro de poemas de Lorca, y oído múltiples anécdotas relacionadas con él, mientras Federico conocía algunos poemas de Alberti aparecidos en el suplemento literario de La Verdad de Murcia. El momento era apropiado, pues, para que se iniciara aquella amistad.[80]

A Rafael, entonces empeñado en la lucha por convertirse de pintor en poeta, Federico le anunció que eran, sin lugar a dudas, «primos» —según el uso gitano del término—, y le encargó en el acto, como ya dijimos, «un cuadro en el que se le viera dormido a orillas de un arroyo y arriba, allá en lo alto de un olivo, la imagen de la Virgen, ondeando en una cinta la siguiente leyenda: “Aparición de Nuestra Señora del Amor Hermoso al poeta Federico García Lorca”». Alberti accedió al ruego de su «primo», insistiendo, empero, en que sería la última obra pictórica que por el momento ejecutara. Algunos días después le llevó su encargo, que el granadino, entre grandes muestras de entusiasmo, colocó en seguida sobre la cabecera de su cama.[81] El dibujo, recordado algo imprecisamente por Alberti en La arboleda perdida, se ha conservado. Dice la dedicatoria: «A Federico G. Lorca esta estampa del Sur en la inauguración de nuestra amistad. Rafael Alberti. 1924».[82]

La noche de aquel primer encuentro, después de cenar, Lorca le había recitado al nuevo amigo su «Romance sonámbulo», cuyo «misterioso dramatismo, más escalofriante todavía en la penumbra de aquel jardín de la Residencia susurrado de álamos», le impresionó hondamente al gaditano:

Verde que te quiero verde.

Verde viento. Verdes ramas.

El barco sobre la mar

y el caballo en la montaña.

Con la sombra en la cintura,

ella sueña en su baranda,

verde carne, pelo verde,

con ojos de fría plata…

Hasta pasadas las doce de la noche se quedan deambulando por el jardín los dos jóvenes poetas. «¡Primo! Fue con ese gracioso tratamiento gitano —recuerda Alberti—, que ya nunca más abandonó, como se despidió de mí aquel arrebato andaluz oriental el primer día de nuestro encuentro en la Residencia de Estudiantes».[83]

Entre Lorca y Alberti se tejerá una complicada amistad, no exenta, a veces, de malentendidos.

No podía faltar en la Residencia el interés por la música y la poesía populares de España, tan de moda entonces, y cuyo estudio —como nos ha recordado Francisco García Lorca— formaba parte esencial del programa educativo de la Institución Libre de Enseñanza, de la cual era «hijuela» la «Resi».[84] Ramón Menéndez Pidal, presidente del Patronato de la Residencia en los primeros años, había publicado, antes de 1920, numerosos trabajos sobre el romancero. Frecuentaba la Residencia Eduardo Martínez Torner, ferviente estudioso de la música popular, que editó, en 1920, un Cancionero musical de la lírica popular asturiana y, en 1924, en las ediciones de la Residencia, sus Cuarenta canciones españolas. Francisco Rodríguez Marín, que entre 1882 y 1883 había dado a conocer en Sevilla su monumental Cantos populares españoles, aún proseguía, cuando Lorca llegó a Madrid, sus investigaciones sobre las coplas y el refranero. Falla, cuya amistad con el poeta hemos visto, era profundo investigador de la tradición musical popular, mientras que su maestro, Felipe Pedrell, daría a la imprenta, entre 1918 y 1922, un importante Cancionero musical. Otros muchos investigadores, tanto españoles como extranjeros, buceaban por esas fechas en el río de la cultura popular peninsular. Y todo ello influyó en Lorca, cuyas propias investigaciones folklóricas habían empezado unos años atrás.

José Moreno Villa y Rafael Alberti han recordado la presencia musical de Lorca en la Residencia, y las sesiones celebradas alrededor del gran piano de cola del salón de actos. «Federico era un alma musical de nacimiento, de raíz, de herencia milenaria —apunta Moreno Villa, acertadamente—. La llevaba en la sangre, como Juan Brevas, Chacón o la gran “Argentina”. Daba la impresión de que manaba música, de que todo era música en su persona».[85] Alberti, por su parte, evoca, con profunda nostalgia, el rincón donde se sentaba Federico, rodeado de amigos, ante aquel piano:

Si existe aún y hoy levantáramos su tapa, veríamos que guarda años enteros de melodías romancescas y canciones de España. La voz, las manos de Federico están enterradas en su caja sonora. Porque Federico era el cante (poesía de su pueblo) y el canto (poesía culta): es decir, Andalucía de lo jondo, popular, y la tradición sabia de nuestros viejos cancioneros. Aunque en casi todos los poetas contemporáneos del sur, con Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez a la cabeza, pueda encontrarse esta misma veta, este recuperado hilillo de agua transparente, es García Lorca quien con más fuerza y continuidad representa esta línea… Federico cantaba y se acompañaba, en ese piano que para él se abría en todas partes, con un gusto y una gracia muy suyos, reinventando las melodías y palabras semiolvidadas de esos cantos y cantes, sustituyendo las fallas de su memoria con añadidos de su invención. Es decir, era una fuente de poesía popular, que manaba con el mismo chorro, lleno de torceduras, ausencias e interrupciones que el verdadero que alimenta la memoria del pueblo. Aquel piano de cola, en aquel íntimo rincón de la Residencia, junto a aquella ventana por donde la madreselva florida asomaba su olor, recordará mejor que nadie la capacidad asombrosa de transformación, de recreación, de adueñamiento de lo de nadie y lo de todos, haciéndolo materia propia, que, como un Lope de Vega, poseía Federico.[86]

Alberti nos recrea los improvisados desafíos folklóricos que a veces se organizaban entre Lorca, los jóvenes músicos Ernesto Halffter y Gustavo Durán, y otros residentes melómanos:

Los mozos de Monleón

se fueron a arar temprano

—¡ay, ay!—

se fueron a arar temprano…

En aquellos primeros años de creciente investigación y renacido fervor por nuestras viejas canciones y romances, ya no era difícil conocer las procedencias.

—Eso se canta en la región de Salamanca —respondía, apenas iniciado el trágico romance de capea, cualquiera de los que escuchábamos.

—Sí, señor, muy bien —asentía Federico, entre serio y burlesco, añadiendo al instante con un canturreo docente—: Y lo recogió en su cancionero el presbítero D. Dámaso Ledesma.[87]

Lorca poseía un ejemplar del libro Cantos españoles. Colección de aires nacionales y populares, publicado por Eduardo Ocón en Málaga en 1874. Dicho libro, compilado con el objeto de «dar a conocer en el extranjero algunos de nuestros cantos nacionales y populares», ofrecía la singularidad de imprimir los textos de las canciones no sólo en castellano sino también en alemán. A Federico, según ha recordado el residente Alfredo Anabitarte, entonces excelente tenor, le gustaba interpretar especialmente, de los cantos recogidos y transcritos por Ocón, «El marabú», «El contrabandista» (de Manuel García) y las «Seguidillas sevillanas», cantando el texto alemán de estas últimas, entre la hilaridad de sus compañeros, con pronunciación exagerada y enfática:

Hoch, hoch, Se-vil-la!

Es le-be Se-vil-la!

Hoch, hoch, Se-vil-la!

Hol-de Mäd-chen dort tra-gen

auf der Man-til-la vol-ler

Stolz die-se Wor-te:

Hoch, hoch Se-vil-la![88]

A veces los residentes montaban alguna obra de teatro. Una gran favorita fue el Don Juan Tenorio de Zorrilla. De las representaciones de este drama se han conservado algunas fotografías, correspondientes a 1920 o 1921, en las que aparecen juntos Buñuel y Lorca, éste en el papel del escultor y aquél en el del protagonista.[89] Buñuel, poco antes de morir, afirmaría que todavía se sabía de memoria la obra.[90]

También se solían celebrar en una especie de trastero de la Residencia, donde había un piano vertical antiguo, sesiones de ópera bufa. En ellas participaban Buñuel, Lorca, Carlos Martínez y Alberto Anabitarte. Buñuel hacía los libretos, que tenían cierto parecido con el de Rigoletto. «Improvisábamos la música del cuarteto —ha recordado Anabitarte— y de vez en cuando Federico, al piano, “pedía vez” para soltar unos gorgoritos, tipo soprano lírica, que le salían muy graciosos».[91]

También existió el proyecto de representar una obra de Rabindranath Tagore, Sacrificio. La visita del poeta indio a España se había anunciado, y Juan Ramón Jiménez y su mujer Zenobia —que habían publicado versiones castellanas de varios libros suyos— tuvieron la idea de montar dicha obra en la Residencia, en homenaje a tan ilustre escritor. Dirigidos por la célebre pareja empezaron los ensayos. Lorca hacía el papel del ayudante de templo, Jainsing. «Su única preocupación —escribe Alberto Anabitarte— era el que se le notase algo su acento andaluz». Entre los otros actores figuraban el propio Anabitarte y Adolfo Salazar, crítico de música de El Sol. Ángel Ferrant, el escultor, preparó en barro policromado una preciosa diosa Kali, con sus seis brazos extendidos, y todo parecía ir viento en popa. Pero llegó la noticia de que la visita de Tagore se había suspendido, y la obra nunca llegó a ser representada.[92]

Un juego que se puso muy de moda en la Residencia fue el de los «anaglifos». Según el diccionario de la Real Academia, esta voz significa «vaso u otra obra tallada, de relieve abultado». Pero también, durante los años veinte, había gafas llamadas anaglifos que servían para ver en relieve, estereoscópicamente, ciertas ilustraciones hechas adrede, y, en Madrid, un cine que se especializaba en proyectar películas para ver las cuales era preciso llevar unos anaglifos de cartón con un cristal rojo y otro verde.[93] Con ello una palabra griega de las más abstrusas se hizo rápidamente popular. Pero los anaglifos de la Residencia eran distintos. Se trataba de un juego de ingenio verbal. Explica Moreno Villa: «Constaban de tres sustantivos, uno de los cuales, el de en medio, había de ser “la gallina”. Todo el chiste consistía en que el tercero tuviese unas condiciones fonéticas que impresionasen por lo inesperadas». Moreno da varios ejemplos:

El búho,

el búho,

la gallina

y el Pancreator.

La codorniz,

la codorniz,

la gallina

y el viso.

El té,

el té,

la gallina

y el Teotocópuli.[94]

Rafael Alberti, ingenio verbal donde los había, también participaba en estos juegos, de los cuales da una definición que discrepa ligeramente de la de Moreno Villa en lo tocante al último verso del anaglifo: «La dificultad y la gracia de un buen anaglifo radicaba —insiste— en que el tercer sustantivo no tuviese la más remota relación con el primero».[95]

La creación de anaglifos se convirtió en una epidemia. Y, naturalmente, Federico se destacó como uno de los máximos especialistas del género. Inventó una variante que consistía en alargar el último verso, como en este ejemplo recordado por Moreno Villa:

La tonta

la tonta

la gallina

y por ahí debe andar alguna mosca.[96]

Otro anaglifo lorquiano, recuperado esta vez por Alberti, decía:

Guillermo de Torre,

Guillermo de Torre,

la gallina

y por allí debe andar algún enjambre.[97]

¿Y los «putrefactos»? Es probable que haya que atribuir a Pepín Bello —«el travieso genio de todo el grupo, alegre, eléctrico, hacedor-inventor de mil disparates y situaciones, luego atribuidas con frecuencia a Lorca, Dalí o Buñuel»—[98] la elección de este término para designar a los no entendidos, o los trasnochados, en materia de arte. La ocurrencia hizo furor entre los residentes, y fue aprovechada en seguida por Dalí, de quien escribe Alberti:

Cazaba putrefactos al vuelo, dibujándolos de diferentes maneras. Los había con bufandas, llenos de toses, solitarios en los bancos de los paseos. Los había con bastón, elegantes, flor en el ojal, acompañados por la bestie. Había el putrefacto académico y el que sin serlo lo era también. Los había de todos los géneros: masculinos, femeninos, neutros y epicenos. Y de todas las edades.[99]

Otro invento de Pepín Bello en la misma línea fue el carnuzo, «que a veces se enlazaba con el putrefacto —sigue Alberti—, pero de matices diferentes, vistos con mayor agudeza que nadie por el propio Pepín, siempre lleno de sal y de imaginación».[100]

Dalí y Lorca planearon juntos un libro llamado Los putrefactos. Alberto Anabitarte y otros residentes han recordado el cuaderno que el pintor de Cadaqués llenaba de dibujos que representaban distintos especímenes de putrefactos, y que el granadino adornaba con divertidas prosas al respecto.[101] Pero tal cuaderno, desgraciadamente, parece haberse perdido. Y el proyectado libro, cuyos avatares veremos, nunca se publicó.

En cuanto a la influencia de la Residencia en la obra de Lorca, se puede decir que muchos de los poemas que integrarán el libro Canciones. 1921-1924, publicado en 1927 por la Editorial Sur de Emilio Prados y Manuel Altolaguirre, reflejan el espíritu lúdico que animaba a aquel grupo de camaradas y de sus amigos, con sus reuniones de «la desesperación del té», sus elegantes atuendos, sus sesiones alrededor del piano, sus interminables conversaciones nocturnas y sus visitas a Toledo. En tal libro se aprecia, más que en cualquier otro poemario de Lorca, el esfuerzo de éste por expresar —bajo el signo de la cancioncilla popular de Lope de Vega— el aspecto risueño, juguetón y burlesco de su personalidad. Y no es casualidad que, al lado de las dedicatorias a una serie de pequeñas amigas del poeta —hijas de Manuel Ángeles Ortiz, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Alberto Jiménez Fraud, Fernando de los Ríos, Carlos Morla Lynch, José Segura,[102] además de Isabelita García Lorca—, figuren los nombres de compañeros que habitaban o frecuentaban con asiduidad la «Resi», tales como Pepín Bello, a quien va dedicada la sección Eros con bastón, Gustavo y Enrique Durán, Ernesto Halffter, Luis Buñuel (la sección Juegos está dedicada «a la cabeza de Luis Buñuel. En gros plan»), el inglés Colin Hackforth, estudiante de Oxford, Rafael Alberti y José Bergamín. Los Nocturnos de la ventana —la ventana es la del cuarto del poeta— llevan la indicación «Residencia de Estudiantes. 1923» y van dedicados al malogrado poeta José de Ciria y Escalante, muerto a principios de junio de 1924 y muy amigo del grupo de la «Resi». Finalmente, Melchor Fernández Almagro, Pedro Salinas y Jorge Guillén, a quienes se dedica todo el libro, también están vinculados a la Residencia, especialmente los dos últimos.

Hay que decir, sin embargo, que pese al aspecto aparentemente risueño de Canciones, se perciben en estos poemas, escritos contemporáneamente con las Suites, las constantes temáticas de siempre, aun cuando veladas o meramente aludidas: la búsqueda infructuosa del amor, el miedo a la muerte, la tristeza del poeta ante el enigma del tiempo que corre inexorable… expresado, todo ello, de forma admirablemente contenida, refinada e irónica.[103]

Veamos dos ejemplos. En «Susto en el comedor» —el comedor de la Residencia, cabe imaginar—, surge la mínima narración de un pequeño equívoco sexual, con clara referencia a las preferencias eróticas del poeta:

Eras rosa.

Te pusiste alimonada.

¿Qué intención viste en mi mano

que casi te amenazaba?

Quise las manzanas verdes.

No las manzanas rosadas…

alimonada…

(Grulla dormida la tarde,

puso en tierra la otra pata.)[104]

En «Primer aniversario» recurre al tema, tan frecuente en los poemas de la juventud, del amor heterosexual perdido o fracasado:

La niña va por mi frente.

¡Oh, qué antiguo sentimiento!

¿De qué me sirve, pregunto,

la tinta, el papel y el verso?

Carne tuya me parece,

rojo lirio, junco fresco.

Morena de luna llena.

¿Qué quieres de mi deseo?[105]

Pero para poder captar las notas sombrías de Canciones hay que afinar el oído. Lo que llama la atención en primer lugar son el humor, la elegancia y la alada gracia de estos versos: elementos todos ellos que recuerdan el ambiente de la Residencia de Estudiantes, ambiente del cual se empapa Federico a partir de 1919 y que tanta mella hace en su sensibilidad. Canciones será, sin que se lo proponga el poeta, el mejor homenaje de Lorca a la Colina de los Chopos. A aquella casa donde, bajo la dirección de Alberto Jiménez, tuvo lugar, en palabras de Jaime Gil de Biedma, «el más deslumbrante ensayo de dignificación universitaria que ha conocido nuestro país».[106]