MANUEL DE FALLA EN GRANADA
Antecedentes
La crítica ha señalado la presencia en el gaditano Manuel de Falla (1876-1946) de una tenaz «vocación granadina»,[1] vocación experimentada mucho antes de establecerse el compositor en la ciudad de la Alhambra en 1920.
Hemos mencionado ya la amistad que unían a Falla y al músico granadino Ángel Barrios. Se había iniciado en París en 1907 —el París de los últimos destellos de la Belle Époque—, adonde Falla había llegado, preñado de ilusiones, aquel julio. El Trío Iberia (guitarra, bandurria y laúd), que dirigía Barrios, cosechaba entonces considerables éxitos en Europa, y el encuentro de los dos andaluces tuvo lugar en la espléndida casa parisiense de Isaac Albéniz, que gozaba en esas fechas de enorme prestigio como pianista y compositor.[2]
Albéniz, ya por entonces gravemente enfermo, amaba profundamente Granada, y no hay duda de que, en sus conversaciones con Falla y Barrios, hablaría a menudo de aquella devoción suya.
«Falla aprendió allí —escribe Eduardo Molina Fajardo—, entre Albéniz y Barrios, a enamorarse de Granada. De la Granada de los amplios silencios y de las melodías intraducibles».[3]
Como testimonio del arranque de la amistad de Barrios y Falla, existe un retrato de éste dedicado en París aquel 1907 al célebre guitarrista con la exclamación «¡Viva Granada!», dedicatoria idéntica a la estampada por Albéniz, entre tres admiraciones, en un ejemplar de la partitura de su Triana regalado, en las mismas fechas, a los músicos del Trío Iberia.[4]
Ya hemos recordado cómo, poco antes de morir, en 1909, Albéniz le diría al «petit espagnol tout noir» —así describió Paul Dukas a Falla, hablando con Debussy—: «Si pudiera volver a España, ¿sabe usted dónde viviría? Sólo en Granada sería mi sueño».[5]
Falla, que nunca olvidaría la bondad con la cual le acogiera Albéniz en París en momentos para él críticos, realizaría por el maestro catalán, trece años después, aquel sueño de vivir en Granada.
Pero la amistad de Falla con Albéniz y Barrios en París no hizo, en realidad, sino confirmar la fascinación que ya ejercía Granada sobre el espíritu del gaditano. Hay que recordar, como indicación de ello, que el argumento de la ópera La vida breve (1904-1905) se desarrolla en la ciudad de la Alhambra. Falla había tenido la idea de escribir una ópera al hablar con el célebre libretista, también natural de Cádiz, Carlos Fernández Shaw. Ha escrito el hijo de éste:
Poco tardaron en ponerse de acuerdo el poeta y el compositor: Granada. Personajes de carácter popular. Contrastes de gozos y penas: la multicolor alegría de las danzas y el dolor íntimo de un desengaño de amor. Y, paralelamente, como tema para una gran página sinfónica, un anochecer en Granada: contraste también entre la alegría de un sol soberano y el misterioso embrujo de una noche serena.[6]
El primer acto de La vida breve se desarrolla en el corral de una casa de gitanos del Albaicín, con una fragua al lado. Parece haber habido por esas fechas, en la mente del libretista y del compositor, cierta confusión al respecto de la geografía granadina, porque, en el cuadro segundo del primer acto, se descorre la cortina del fondo de la misma decoración, «dejando ver en todo su esplendor la vista panorámica de Granada, desde el Sacro Monte», de donde «a lo lejos se divisa la ciudad, con las torres de la Alhambra a la izquierda».[7] Diez años después, al visitar Granada por primera vez, Falla se daría cuenta, sin duda, de que no se debe confundir el Albaicín con el Sacromonte. En cuanto al segundo acto de La vida breve, se desarrolla en una casa de la ciudad propiamente dicha. Escenario granadino, pues, y cierta intranquilidad por parte de Falla al no conocer personalmente el lugar evocado. «Con la amplitud de una ópera —comenta Suzanne Demarquez al hablar del estreno de la obra en Niza en 1913—, el autor aborda por vez primera la pintura de una comarca que aún no conocía, lo que le preocupaba mucho y no se atrevía a confesar a sus interlocutores. Con todo, sentía ya el anhelo de ir allí a vivir un día».[8]
En 1907, poco antes de salir de París en su primera, y más bien humilde, gira artística (para tocar el piano en un espectáculo de ballet), Falla había comprado, en el Bazar Laffitte, un pequeño cuadernito de notas. En éste, probablemente en las mismas fechas, copió, con pulcra caligrafía, el poema La promenade espagnole (L’Alhambra) de Paul Dronot, composición de inspiración verlainiana, simbolista, cuyas secciones se titulan: «L’Architecte», «Aux Arabesques», «Los azulejos», «La Sultane Malade», «Les Fenêtres», «L’Alcôve», «Clair de Lune», «Pizzicato», «Pour Debussy», «Brouillard», «Plaisirs d’Hiver», «Schéherazade», «Chant d’Exil», «Les Babouches», «Adieu à l’Alhambra» y «Dernier Adieu». Es posible, como ha sugerido Manuel Orozco, que, al transcribir este poema —de 128 versos—, Falla pensara en ponerle música, así como a otra composición alhambrista, mucho más famosa en su día, que Falla copió posteriormente, la «Kasida a las fuentes de Granada», incluida —ya lo vimos antes— en la obra de teatro de Francisco Villaespesa, El alcázar de las perlas, a cuyo estreno granadino de 1911 había asistido García Lorca.[9]
El hecho de que una de las secciones del poema del hoy olvidado Paul Dronot vaya dedicada a Debussy demuestra, o hace pensar, que el autor ya conocía la obra de aquél, La Soirée dans Grenade, publicada en 1903 y, como hemos dicho, inspirada por la música andaluza interpretada en la Exposición Universal de París de 1900 por unos gitanos tal vez granadinos.
En su artículo «Claude Debussy y España», publicado en francés en la Revue Musicale de París en 1920, Falla —que ya vivía en Granada— recordaba cómo el compositor, fallecido en 1918, había entrado en contacto con aquella música del sur de la península, y, ciñéndose a La Soirée dans Grenade, apuntó:
La fuerza de evocación condensada en La Soirée dans Grenade tiene algo de milagro cuando se piensa que esta música fue escrita por un extranjero guiado por la sola intuición de su genio. Estamos muy lejos de esas Sérénades, Madrileños y Boleros que nos regalaban antaño los fabricantes de música española. Aquí es Andalucía la que se nos presenta: la verdad sin la autenticidad, podríamos decir, ya que no hay un solo compás tomado del folklore español y, no obstante, todo el trozo, hasta en sus menores detalles, hace sentir a España… En La Soirée dans Grenade todos los elementos musicales colaboran a un solo fin: la evocación. Se podría decir que esta música, con relación a lo que la ha inspirado, nos hace el efecto de imágenes reflejadas al claro de luna sobre el agua limpia de las albercas que llenan la Alhambra.[10]
Falla expresa una admiración parecida por la otra composición debussiana de tema granadino: el preludio La Puerta del Vino, compuesto entre 1910 y 1913 e inspirado, según el gaditano, por:
una simple fotografía coloreada que reproducía el célebre monumento de la Alhambra. Adornado de relieves en color y sombreado por grandes árboles, contrasta el monumento con un camino inundado de luz que se ve en perspectiva a través del arco. Fue tan viva la impresión de Debussy, que decidió traducirla en música, y, en efecto, pocos días más tarde estaba terminada La Puerta del Vino.[11]
A la vista de estos datos, no podemos dudar que la amistad de Falla con Debussy, y la profunda admiración que sentía aquél por la obra del francés, fueron otros tantos factores que reforzaron el deseo del «petit espagnol tout noir» de conocer Granada.
En 1911 cayó en manos de Falla el libro Granada. Guía emocional, firmado por «Martínez Sierra» y escrito, con toda seguridad —es una obra muy «femenina»—, por María de la O Lejárraga, esposa, como hemos visto, del luego famoso hombre de teatro. La lectura del libro —editado aquel año en París por Garnier Hermanos e ilustrado con magníficas fotografías de Garzón— influyó poderosamente en el ánimo del músico, ya predispuesto a oír su entusiasta llamada.[12]
Esta influencia pudo constatarla la propia María cuando, en 1913, conoció a Falla en París, a través de su amigo común Joaquín Turina. La amistad entre el compositor y los Martínez Sierra fue inmediata, y cuando Falla volvió a España en agosto de 1914, huyendo de los horrores del conflicto bélico, empezó pronto a colaborar con la célebre pareja.[13]
En su libro Gregorio y yo, María evoca, con profunda nostalgia, los vaivenes de su relación amistosa y profesional con Falla, y cuenta cómo tuvo ella el privilegio de acompañar al compositor —«hipernervioso y autoatormentador por naturaleza»[14] y entonces abrumado de dificultades económicas— en la primera visita de éste a su soñada Granada, en una fecha situada entre el otoño de 1914 y la primavera del año siguiente. La descripción que nos hace María de aquella experiencia merece ser citada:
Una mañana de abril* —aire de cristal, cielo de esmalte, olor a gloria— dije: «Hoy vamos a visitar la Alhambra». Y allá fuimos subiendo la colina hechizada, bajo los olmos plantados por Wellington.** Al llegar a las puertas de lo que fue palacio y fortaleza, dije a mi compañero de peregrinación: «Deme usted la mano, cierre los ojos y no vuelva a abrirlos hasta que yo le avise». Consintió en mi capricho, divertido como chiquillo que juega a ser ciego, y yo le hice pasar rápidamente por el patio de arrayanes bajo las aguas de cuyo estanque duerme un corazón, por la Sala de la Barca, por el prodigioso Salón de Comares, antigua sala de embajadores, la que tiene por techo una ilusión de cielo estrellado. Condújele a la ventana central —la que está frente a la puerta coronada con estalactitas de oro y azul— aquella cuya inscripción dice: «Hijas somos todas de esta arrogante cúpula…». (No hay que olvidar que en el salón de Comares hay nueve ventanas). «Hijas somos todas de esta arrogante cúpula, mas, entre ellas, soy yo la más gloriosa. Estoy en el centro mismo del alcázar como un corazón».
«¡Mire usted!», dije soltando la mano de mi compañero. Y él abrió los ojos. No se me olvida el ¡Aaah! que salió de su boca. Fue casi un grito. ¿Simple admiración? ¿Gozo de haber adivinado, a través de las páginas de un libro,*** el encanto que desconociera? ¿Orgullo de haberlo sabido interpretar? ¿Regocijo de artífice por haber logrado sutilizar en ritmo y sonido la maravilla de lo ignorado? Acaso todo junto. Pienso que ese momento de total felicidad —su grito no dejaba lugar a duda— fue uno de los éxtasis que compensaron el tormento de su existencia roída por tanto mezquino y, a veces, innecesario sinsabor. Miraba, contemplaba con avidez. Yo, dejándole perdido en su «trance», miraba también. Ya entonces lo sabía de memoria, mas nunca me cansaré de contemplar la sonrisa del valle sobre el cual abre la ventana soberbia, el río en lo hondo, la colina frontera, las chumberas que ocultan y defienden las cuevas de gitanos y cuyas palas bruñidas como espejos de metal reflejan el sol de mediodía… A la derecha mano, trepando hasta la cumbre por sus bien cultivadas terrazas, el huerto de huertos del Generalife… «¡Gracias!», dijo sencillamente el músico, volviendo en sí. No le dejaba la emoción decir otra cosa.[15]
* Nos parece que María tal vez se equivoca de mes, y que la visita a Granada tuvo lugar un poco antes.
** Creencia muy extendida en Granada, aunque Wellington nunca estuvo en la ciudad.
*** Referencia al libro Granada. Guía emocional.
Inmediatamente después de esa primera visita de Falla a Granada se inició la composición del ballet El amor brujo, luego subtitulado Gitanería en dos cuadros, pensado para la gran bailarina calé Pastora Imperio y fruto de la colaboración del compositor con los Martínez Sierra (el libreto corrió a cargo de María). El amor brujo, según indicación de la partitura, se desarrolla «En una cueva», sin especificar que se trata del barrio gitano del Sacromonte granadino, barrio en gran parte troglodita. Pero una carta de María a Falla demuestra que ésta, al elaborar el libreto, tenía presente su reciente visita a Granada acompañada del compositor,[16] mientras el biógrafo de Falla, Roland-Manuel, cuyos borradores revisó cuidadosamente el propio maestro, también subraya la localización granadina de la obra.[17] El amor brujo, nutrido ya de un conocimiento real, y no sólo imaginativo, de Granada por parte de Falla, se compuso de prisa, y fue estrenado en el Teatro Lara de Madrid el 15 de abril de 1915.[18]
Entretanto, el 23 de enero del mismo año, Falla había estrenado, en el Ateneo de Madrid, sus Siete canciones populares españolas, compuestas en París. La sexta composición de la serie, «Canción», era «copia fiel» de un conocidísimo cante granadino navideño que algunos años después sería armonizado por García Lorca, interpretado al piano por él mismo y comentado en su conferencia «Cómo canta una ciudad de noviembre a noviembre». Se trata de «Los pelegrinitos».[19]
Al año siguiente —9 de abril de 1916— se estrenó, en el Teatro Real de Madrid, con clamoroso éxito, la obra Noches en los jardines de España. Dirigió la Orquesta Sinfónica en aquella ocasión Enrique Arbós, y la parte pianística fue interpretada por José Cubiles.[20] La obra, subtitulada «Impresiones sinfónicas para piano y orquesta», y la más «debussiana» de Falla, tenía una larga historia, habiendo sido compuesta, en su mayor parte, durante los años parisienses del autor. Aunque no se ha podido demostrar que el álbum de reproducciones Jardines de España (1903) del pintor catalán Santiago Rusiñol fuera una de las inspiraciones de las Noches de Falla[21] —Rusiñol, como hemos dicho, amaba profundamente Granada, y pintó varios deslumbrantes cuadros de la Alhambra y del Generalife—, sí sabemos que fue en el Cau Ferrat, residencia de Rusiñol en Sitges, donde Falla terminara la obra.[22]
El 26 de junio de 1916 se interpretaron las Noches, con el propio Falla al piano, en el palacio de Carlos V de Granada, no lejos de los jardines del Generalife evocados en el primer movimiento de la obra, obra en cuya estructura (especialmente en la parte pianística) la crítica ha querido ver la influencia de los arabescos de la Alhambra.[23]
¿Estuvo Federico García Lorca —recién vuelto a Granada después de su viaje de estudios a Baeza, Córdoba y Ronda con Berrueta— presente entre el público que subió aquella tarde a la Alhambra a disfrutar el concierto, celebrado al mes exacto de la muerte de su querido maestro de piano, Antonio Segura Mesa? No lo hemos podido comprobar, aunque es indudable que Federico y sus amigos estarían perfectamente al tanto de la presencia en Granada del gran compositor y pianista.
Algunas semanas antes, en un artículo publicado en la prensa de Madrid, Falla había expresado su alegría por la llegada a España —«este rincón europeo, convertido en refugio de paz por la tristísima fuerza de las circunstancias»—, de los Ballets Rusos de Serge Diáguilev y, con ellos, de Igor Stravinsky, este último para dirigir los estrenos españoles de El pájaro de fuego y Petruchka.[24] Diáguilev asistió al estreno madrileño de Noches en los jardines de España. Le entusiasmó la obra, e ideó en seguida la posibilidad de escenificarla como ballet.[25] Con Léonide Massine, el ruso acompañó a Falla en su viaje a Granada aquel junio de 1916 con la esperanza de que el conocimiento personal de la maravillosa Colina Roja le inspirara para ello. Pero el proyecto no cuajó.*
* En su reseña del concierto, Aureliano del Castillo escribía en El Defensor de Granada (27 de junio, p. 1): «El Nocturno de anoche reúne la circunstancia de haber sido elegido por el director de los Bailes Rusos, señor Diaghileff, para un baile granadino que pronto comenzará a ensayarse».
Se puede indicar, luego, que la pantomima El corregidor y la molinera, estrenada por Martínez Sierra en el Teatro Eslava de Madrid en 1917 —versión primitiva del ballet Le Tricorne que, a partir de 1919, se haría famoso en el mundo entero por los Ballets Rusos (con decorados y figurines de Picasso y coreografía de Massine)—, tiene, como La vida breve, El amor brujo y Noches en los jardines de España, su parte de inspiración granadina, ya que la obra deriva principalmente de la novela El sombrero de tres picos (1874) de Pedro Antonio de Alarcón, nudo, como vimos antes, de la célebre Cuerda Granadina. Pero no sólo eso. En El sombrero de tres picos reaparece, en la escena de «Las uvas», transformado, el tema musical del villancico armonizado por Falla en Siete canciones populares españolas, y luego por Lorca («Los pelegrinitos»).[26] Y, en la «Danza de los vecinos», el compositor ha incorporado el tema de una canción de alborá recogido por él entre los gitanos del Albaicín.[27]
Como emblema de la continuada presencia de Granada en la música de Falla antes de que éste se avecindara en la ciudad, podemos señalar, finalmente, el extraordinario cariño que sentía el gaditano por el «Zorongo gitano», cante eminentemente sacromontano. El «zorongo» había hecho acto de presencia en la última parte de La Vega (1897) de Albéniz, obra pianística que probablemente conociera Falla antes de trasladarse a París en 1907. Aparece per vez primera en la música de éste, veladamente, en La vida breve,[28] lo volvemos a oír en la «Danza del juego del amor» de El amor brujo; y luego adquiere rango de motivo principal en Noches en los jardines de España. Años después García Lorca gustaría de tocar al piano la misma canción, registrándola en disco con La Argentinita, incorporándola a La zapatera prodigiosa[29] y señalando, certeramente, en el curso de su conferencia «Cómo canta una ciudad de noviembre a noviembre» —se trata, claro, de Granada— su gran influencia en la música del gaditano.[30]
Las manos de mi cariño
te están bordando una capa
con agremán de alhelíes
y con esclavina de agua.
Cuando fuiste novio mío,
por la primavera blanca,
los cascos de tu caballo:
cuatro sollozos de plata.
La luna es un pozo chico,
las flores no valen nada,
lo que valen son tus brazos
cuando de noche me abrazan.[31]
Todo ello nos permite considerar como una casi fatalidad el que, un día, Manuel de Falla se decidiera a hacer sus maletas —sus pocas maletas, a decir verdad— e instalarse en Granada.
Granada, ese sueño
Tal decisión empezó a concretarse en 1919, inmediatamente después del estreno de El sombrero de tres picos en Londres —¡Teatro de la Alhambra!— el 22 de julio de aquel año. La misma tarde del estreno, Falla había recibido en la capital británica un telegrama en el cual se le anunciaba que su madre estaba gravemente enferma. «En el primer tren hábil, dos horas antes del estreno, salí de Londres —escribió a Ángel Barrios el 4 de agosto—. Y todo ha sido dolorosamente inútil».[32] Cuando el compositor llegó a Madrid ya había muerto su madre. Aquel febrero había perdido a su padre.
No había razones ya para que se quedara en Madrid, ciudad por la cual sentía poca simpatía. La carta que acabamos de citar fue respuesta a otra de Barrios, en la cual éste le había expresado su pésame por la muerte de su madre.[33] Nada más natural, pues, que Falla volviera a pensar en Granada, ni que le pidiera un favor a su compadre:
¿Pasa usted el verano en Granada? Lo pregunto porque es muy posible que vaya con mi hermana del 20 al 25 para pasar un mes y trabajar con alguna tranquilidad.
Mucho le agradeceré que me informe sobre precios y condiciones de alojamiento modesto para los dos, en la Alhambra, por supuesto. ¿Qué hay del tifus? Supongo, por lo que leo, que hasta ahora sólo se trata de una falsa alarma.[34]
Barrios le contesta en seguida, informándole que, si se decide a venir, «ya sabe que tiene buenas habitaciones en la pensión Alhambra, y con un presio [sic] que me parece aceptable pues son 15 ptas. las dos». El músico granadino expresa a continuación su alegría al saber que Falla piensa pasar una temporada entre ellos, y le tranquiliza con respecto al tifus —siempre una preocupación entonces en Granada—, del que ha habido algún brote en Motril y algún pueblo de la provincia, pero ninguno en la capital.[35]
Falla tardó varias semanas en contestar esta carta. «¿Qué ocurre que no me contesta? —le pregunta inquieto Barrios hacia finales de agosto—. Todos los días esperaba telegrama anunciándome su llegada a ésta, y por lo visto ha desistido del viaje…».[36] El 4 de septiembre Falla le informa de que, por el contrario, su salida de Madrid es inminente y que, el próximo día 10, espera partir hacia Granada.[37] El 7 de septiembre le manda confirmación de esta fecha: el compositor y su hermana María del Carmen viajarán en el tren correo del 10, acompañados de sus vecinos el pintor Daniel Vázquez Díaz y su familia, y llegarán a la ciudad andaluza, «Dios mediante», en la tarde del 11. «No sabe usted cuánto me alegro de realizar al fin este tan proyectado viaje —añade Falla—, y de que pasemos unos días reunidos en la maravillosa Granada».[38]
Los Falla y los Vázquez Díaz se instalaron, como se había previsto, en la pensión Alhambra, uno de los hostales más reputados, y con más solera, de la famosa calle Real de la Alhambra. Dicha calle se encuentra dentro del recinto de la fortaleza-palacio, y sus habitantes han formado desde hace siglos un grupo aparte, privilegiado, distinto a los demás granadinos. Entre ellos siempre ha habido algún que otro extranjero artista o excéntrico, apuntando Théophile Gautier en 1840 que ya por entonces los ingleses tomaban en alquiler, a precios exorbitantes, casas cercanas a la Alhambra.[39] Ochenta años después habría todavía en la colina un grupo, bastante raro por cierto, de ingleses, colonia evocada, con irónico cariño, en el libro Al sur de Granada de Gerald Brenan.[40]
En la época en que Manuel de Falla llega a este apacible rincón de la Colina Roja, aún se cerraban por la noche las dos puertas de acceso a la calle Real —la de la Justicia y la de los Carros—, y poquísima gente bajaba durante esas horas a la ciudad, o subía desde ella. El silencio nocturno era completo, sólo roto —los ruiseñores no cantan en otoño— por el susurro de las fuentes o el rasgueo de alguna guitarra.[41] «Se fue a Granada por silencio y tiempo, y Granada le sobredió armonía y eternidad», diría acertadamente Juan Ramón Jiménez de Falla en 1926.[42]
El inglés John B. Trend contaría cómo conoció en Granada, aquel otoño de 1919, a Falla y a García Lorca. Trend (1887-1958), de quien ya tuvimos ocasión de hablar brevemente, era conocido entonces en Inglaterra como musicólogo —escribía en el Times, el Times Literary Supplement, Music and Letters y The Athenaeum—, pero era, además, ferviente hispanófilo. Licenciado de Cambridge en Ciencias Naturales —no era hispanista profesional—, se había hecho íntimo amigo, durante sus días de estudiante, de Edward J. Dent, luego catedrático de Música de aquella universidad. Fue Dent quien le enseñó a Trend las técnicas de análisis y crítica musicales, y ya por 1919 había empezado a interesarse profundamente por la obra de Manuel de Falla.
Alto, un poco calvo, tímido —Trend hablaba con un ligero tartamudeo, y aún no dominaba bien el castellano—, el futuro catedrático de Español de la Universidad de Cambridge y autor de un libro fundamental, The Origins of Modern Spain (1934), conocería durante los años veinte y los de la República a los mejores cerebros del país.
Después de pasar unas semanas en Granada, Falla se había mudado a la pensión Carmona, frente por frente con la pensión Alhambra, en la calle Real número 32, cuyo propietario, José Carmona Barbolé, sería fiel amigo suyo.[43] Y fue allí, una tarde de septiembre de 1919, donde Trend conoció al gran compositor. En su libro A Picture of Modern Spain (1921), el inglés evoca aquel encuentro, inicio de una ejemplar amistad que sólo cortaría la muerte de Falla en 1946, y testimonio de la cual son la gran cantidad de cartas cruzadas entre ambos durante más de veinte años,[44] además del libro de Trend, Manuel de Falla and Spanish Music (1929). Escribe el musicólogo:
Era la primera sugestión del otoño. Meneaba las copas de los olmos del duque de Wellington un fuerte viento, y el granado bajo el cual cenábamos dejaba caer sobre el mantel sus granos, envueltos en deliciosos velos pegajosos. De repente cayó un chaparrón, y cada cual cogió su pan, plato y vaso y corrió hacia la casa. Nunca había comprendido tan bien las posibilidades de una situación romántica como cuando pisé ligeramente sobre un membrillo podrido que yacía en el sendero del jardín. El señor Falla describió el episodio como mezcla de La Soirée dans Grenade y Jardins sous la pluie. Pero el escenario, añadió, era más auténticamente español de lo que Debussy hubiera podido saber, ya que el conocimiento de éste de Granada procedía de libros y de postales de la Alhambra que le había mostrado el señor Falla…[45] *
* Aquí parece haber una ligera inexactitud. Falla nunca dice que fue él quien le mostró a Debussy la famosa postal de la Alhambra, y, además, La Soirée dans Grenade fue compuesta antes de la llegada del gaditano a París, en 1907.
A través de Ángel Barrios, Falla entró en contacto con el grupo de artistas y aficionados a la música que frecuentaban la célebre casa-taberna del padre de aquél, Antonio Barrios, el Polinario —calle Real de la Alhambra, número 43—, mencionada antes. Es probable que fuese allí donde ocurriera otro pintoresco episodio narrado por Trend:
Una tarde me llevó el señor Falla a una casa justo al lado de la Alhambra. En el patio, el surtidor había sido ahogado con una toalla, pero no silenciado del todo; se oía un ligero murmullo de agua que entraba en la alberca. Don Ángel Barrios… estaba sentado allí, sin cuello y con toda comodidad, con una guitarra sobre las rodillas. La había afinado en bemoles de manera que, extrañamente, armonizaba con el agua que corría, y estaba improvisando con extraordinario ingenio y variedad. Luego se nos unió su padre, y el señor Falla le preguntó si recordaba algún cante antiguo. El viejo estuvo sentado allí con los ojos semicerrados… De vez en cuando levantaba su voz y cantaba una de esas raras, fluctuantes melodías de cante flamenco, con sus extraños ritmos y floreos característicos de Andalucía, mientras el señor Barrios acompañaba… El señor Falla apuntaba aquellas melodías que le gustaban —o aquellas que era posible anotar en pentagrama, porque una de las mejores estaba llena de «terceras y sextas neutrales», intervalos desconocidos e inexpresables en música moderna.[46]
No sabemos en qué circunstancias tuvo lugar el primer encuentro entre Falla y Lorca, pero es seguro que ya se conocían antes de abandonar Granada el compositor aquel otoño de 1919.[47]
El libro de Trend, ya citado, describe una memorable ocasión en que, rodeados de amigos comunes, estuvieron juntos entonces poeta y músico. El inglés cuenta cómo, después de un concierto ofrecido en el Centro Artístico, en honor de Falla, por el Trío Iberia de Ángel Barrios —música de Albéniz, Debussy, el propio Barrios y algunos trozos de Falla—, subieron por la noche al magnífico carmen de Alonso Cano, en el Albaicín, cuyo propietario, Fernando Vílchez, era ya buen amigo de Lorca, como luego lo sería de Falla. Allí, en el jardín, bajo las estrellas, los músicos habían repetido parte de su programa del Centro Artístico. Y sigue Trend:
Antes de despedirnos del carmen, nuestro huésped nos invitó a subir con él a otra terraza superior, justo debajo del techo. Allí estuvimos por encima de las copas de los cipreses, y se nos ofrecía un inmenso panorama: las curvas lomas de Sierra Nevada, la indistinta silueta de la colina de la Alhambra y sus palacios, el violeta verdáceo de las blancas paredes bañadas de la luz de la luna, con manchas rosa de algunos faroles distribuidos acá y allá, las lejanas campanadas, los repiques que regulaban las irrigaciones,* el tranquilo murmullo del agua que caía. Pedimos con entusiasmo música de Falla. Y luego, cuando los músicos habían tocado hasta cansarse, un poeta recitó, con voz resonante, una oda dedicada a la ciudad de Granada. Su voz subía a medida que se sucedían las imágenes y su extraordinario raudal de retórica inundaba el silencio. ¡Qué importaba, concluía, que las glorias de la Alhambra hubiesen partido si era posible disfrutar otra vez noches como ésta, iguales, si no superiores, a cualquiera de las Mil y Una![48]
* La campana de la Vela, situada en lo alto de la torre de la Alcazaba, regulaba desde los tiempos de los árabes la utilización de las acequias de la Vega.
En esta primera descripción de lo ocurrido aquella noche en el carmen de Fernando Vílchez, Trend no identifica al poeta como Federico García Lorca, aunque sí en las varias versiones de ella elaboradas posteriormente, empezando con una reseña de Libro de poemas publicada en Londres en 1922.[49] Es probable, además, que el inglés, al parafrasear la «conclusión» del poema recitado, no recuerde los pormenores de éste, sino algún comentario aparte del poeta. Sea como sea, los otros detalles que ofrece Trend hacen pensar que pudiera tratarse de la composición «Granada: elegía humilde» publicada aquel junio en Renovación, la revista de Antonio Gallego Burín.
Falla también recordaba haber conocido a García Lorca durante aquella estancia de 1919 en Granada. Así se lo contaría a su biógrafo Jaime Pahissa, que escribe: «Se le presentaron —era muy joven— como una de las cosas notables de Granada, como una curiosidad, como un niño precoz de la poesía».[50]
Aquel otoño Falla recibió en Granada la visita de la princesa de Polignac, que unos ocho meses antes le había encargado una obra para el teatro de su salón parisiense.
La princesa —de soltera Winnaretta Eugénie Singer—, nacida en Nueva York en 1865, era hija del inventor de la máquina de coser Singer, y dueña de una inmensa fortuna heredada de su padre. En 1883, en segundas nupcias, se había casado con el príncipe Edmond de Polignac, treinta años mayor que ella, elegante figura de la sociedad francesa, original compositor de música experimental, brillante conversador y homosexual notorio. Winnaretta, por su parte, era persona de indomable voluntad, discretamente lesbiana, pintora impresionista a la manera de Manet, su ídolo, buena pianista, y férvida aficionada a las nuevas tendencias musicales europeas. No tardaría en convertirse en destacada mecenas de la música en la capital francesa. Amiga y defensora de Debussy (que la bautizó «Madame Machine à Coudre»), Satie, Fauré, Stravinsky y Chabrier, alternaba también con numerosos pintores y escritores, entre ellos Proust, Cocteau y Picasso. El salón de la Polignac reunía, sin duda, a los representantes más destacados de la avant garde musical, artística y literaria de París.[51]
A Winnaretta le interesaba la música de la moderna escuela española. El 2 de enero de 1908 su amiga la pianista Blanche Selva había interpretado, en el salón de la princesa, los primeros tres libros de la Iberia de Albéniz —el tercero de ellos, «Eritaña», en riguroso estreno— con entusiasta acogida por parte de aquella distinguida compañía. Entre el público estaba Manuel de Falla, que se encontraba bastante aturdido al lado de tantos famosos y brillantes personajes.[52]
Por las mismas fechas la princesa inició con Serge Diáguilev una firme amistad y prestó su apoyo a Stravinsky, a quien, en 1916, le encargaría la «pequeña obra» que resultaría ser Le Renard, estrenada en 1917.[53]
En el otoño de 1918, mientras pasaba una estancia en San Juan de Luz acompañada del gran pianista español Ricardo Viñes, amigo de Falla, se le había ocurrido a la princesa encargarle a éste una obra. Aunque no conocía bien al compositor gaditano, apreciaba su música. Le escribió para proponerle la idea, prometiendo visitarle en España en cuanto pudiera. En diciembre de 1918, en un cruce de cartas, se decidió el tema de la obra. «Verá usted el asunto al leer el capítulo 26 de la segunda parte de Don Quijote —le escribió Falla—: el retablo de Maese Pedro». La escena en que maese Pedro y sus muñecos entretienen a don Quijote y Sancho Panza, explicó a continuación, subrayaba el contraste entre la realidad y la fantasía, ya que tan convincente es la actuación de los títeres que, al final de la obra, Don Quijote coge su espada y, aliando su esfuerzo al del caballero cristiano Gaiferos, perseguido por los moros, empieza a cortarles la cabeza a los infieles. Para Falla, horrorizado por la guerra que acababa de terminar, don Quijote representaba, en aquellos momentos de locura, el espíritu de intransigencia beligerante que no debería encontrar acogida jamás en una sociedad civilizada. Además, la historia le ofrecía al compositor otras muchas ventajas.[54]
En Granada, Falla y la princesa, que le llevaba once años a éste, hablaron largo y tendido acerca del montaje de la obra y de su instrumentación. Y el compositor inició a su admiradora en las bellezas de la Colina Roja. Una noche fueron los dos con Andrés Segovia a la Alhambra. Había luna llena y allí estuvieron horas oyendo al ya famoso guitarrista que tocaba para ellos. Años después Winnaretta recordaría: «Nunca olvido la incomparable belleza de aquellos jardines llenos de música y luz de luna».[55]
La estancia en Granada, y las innumerables muestras de afecto que allí recibió, entusiasmaron a Falla, que decidió establecerse permanentemente en la ciudad en cuanto le fuera posible. Esta vez se trataba de alquilar una casa y, para ello, contaría como siempre con su amigo Ángel Barrios. «Desearíamos una con pequeño jardín y buenas vistas —escribe a éste el 30 de junio de 1920—. Sitios: Alhambra, Generalife, Carrera del Darro, Albaicín, o Vistillas…».[56] El compositor esperaba salir de Madrid al cabo de ocho o diez días, pero, como el año anterior, surgieron complicaciones.
Finalmente, en septiembre de 1920, Falla llega otra vez a Granada, instalándose en la pensión Carmona.[57] De allí pasará al carmen de Santa Engracia, situado en la calle Real de la Alhambra, al lado de la taberna de Antonio Barrios, el Polinario.[58] Luego, encontrando la casa demasiado fría, estará durante una temporada en el carmen de El Corregidor de la misma calle, propiedad de la familia Barrios,[59] y, finalmente, en 1921, sus amigos le encontrarán el carmen de Ave María —calle Antequeruela Alta, número 11— que será domicilio permanente del compositor y su hermana María del Carmen hasta su partida para Argentina en 1939.
No es difícil comprender la significación que suponía para la cultura granadina la llegada del maestro Falla, ya internacionalmente famoso, a la ciudad, ni el extraordinario entusiasmo que su presencia suscitó entre los jóvenes escritores y artistas del grupo del Rinconcillo. Éstos descubrieron muy pronto, además, que no se trataba sólo del arribo a Granada de un gran compositor, sino de una persona profundamente humana.
A través de la criada de don Manuel, tía de la cocinera de los García Lorca, éstos recibían puntual información acerca de las peculiaridades del maestro: de su extraordinaria asepsia, de su odio a las moscas y al ruido, del cronometraje riguroso de su limpiado de dientes, de sus costumbres de una austeridad cartujana.[60] José Mora Guarnido también fue testigo de ello:
Terminado el té, don Manuel pasaba a la ceremonia ritual del cigarrillo que ejercía, como todo lo que hacía, de una manera disciplinada, metódica, coordinada. De una cajita donde María del Carmen iba guardando los cigarrillos que ella misma liaba con papel especial y tabaco rubio («Príncipe Albert») sacaba uno, deshacía una de las puntas y le introducía un canutito de cartón que obstruía con una bolita de algodón empujada con un palito de dientes, y, preparada meticulosamente esta embocadura higiénica, lo encendía.[61]
Francisco García Lorca ha recordado, en unas bellas páginas, el aspecto físico de Falla por aquellos años. El compositor, que se había quitado ya en Madrid el bigote, iba rasurado, «calvo y marfilino», como un monje.[62] «Su sonrisa siempre presta alternaba con la expresión grave, el mirar hondo —escribe Francisco—. Sus ojos de superficie dura y brillante contribuían a darle un aspecto de imagen tallada».[63] Y añade el hermano del poeta unos detalles que indican que Falla, como Federico, a veces se abstraía momentáneamente mientras se encontraba en compañía: «Su timidez no podía vencer la sensación de intenso fervor de alma que expresaban sus dibujadas facciones, un segundo inmovilizadas, lejana la mirada. De pronto, don Manuel “regresaba” para escuchar con atención cortés y pronta sonrisa».[64]
«Si Falla hubiera llegado a Granada unos años antes —escribe Mora Guarnido—, cuando Federico estaba indeciso entre la literatura y la música, quién sabe si el estímulo directo del compositor no habría actuado en forma decisiva sobre aquella vocación incipiente».[65] Es posible, en efecto, que, de haber coincidido la llegada de Falla a Granada con la muerte de Antonio Segura Mesa en 1916, todo hubiera sido muy diferente en la vida de Lorca quien, además, ya interpretaba obras del maestro antes de conocerle personalmente. Porque es cierto que Falla y él, a pesar de los veintidós años que les separaban, compartían importantes afinidades, y que el compositor, al poco tiempo de conocer a Federico, ya sentía por éste un hondo cariño y respeto.
¿Afinidades? Había, en primer lugar —a más de ser Federico excelente pianista—, la influencia de la música popular andaluza en la formación de la sensibilidad de ambos. Allí donde Federico había escuchado, y empezado a imitar, desde su más tierna infancia, los cantes de las criadas de su casa de Fuente Vaqueros, el niño Manuel de Falla y Matheu había asimilado, en Cádiz, de labios de La Morilla —sirvienta de la casa paterna— la rica herencia de la tradición popular andaluza.[66] Ésta se vería reforzada por otras influencias parecidas y luego, bajo el estímulo de su maestro Felipe Pedrell, férvido estudioso de la música popular e inspirador del movimiento nacional moderno, explorada en profundidad e incorporada, en sus esencias, a su propia música.
Lorca afirmó que fue Antonio Segura Mesa quien le «inició en la ciencia folklórica».[67] Si fue así, no cabe duda de que una de las consecuencias de la amistad de Federico con Falla, iniciada tres años después de la muerte de aquél, consistió precisamente en la profundización, por parte del poeta, en tal «ciencia», para cuyo estudio pondría el maestro a disposición del joven amigo sus vastos conocimientos en la materia. El compartido interés por la música popular —y no sólo la andaluza— cuajaría, como veremos, en la colaboración de Falla y Lorca en la organización del Concurso de Cante Jondo, celebrado en Granada en 1922.
Pero no se trata sólo de música popular. El artículo de Lorca «Las reglas en la música», que hemos visto, publicado en el otoño de 1917, demuestra hasta qué punto el poeta ya se identificaba para entonces con las tendencias de la música europea de vanguardia. Federico admiraba profundamente, como Falla, a Debussy, y, según varios testimonios, interpretaba muy bien algunas obras suyas. Aquí también, pues, existía un importante vínculo entre ambos artistas. Es más: el tono combativo y el contenido teórico del artículo de Lorca se parecen tanto a los de varios trabajos publicados poco antes en Madrid por Falla —ataque a los críticos que no comprenden, o no quieren comprender, la música contemporánea, reivindicación de «la conquista de nuevas sonoridades», reconocimiento del liderazgo de Debussy, etc.—, que cabe preguntarse si no conocería aquellos textos del maestro. No habría sido difícil, pues es casi seguro que la sección de música del Centro Artístico de Granada estaría suscrita a la Revista Musical Hispanoamericana y a la revista Música, órganos en que habían aparecido dichos escritos.
Luego, Falla y Lorca sentían una común pasión por el guiñol, habiendo poseído ambos, de niños, su propio teatrillo de muñecos. En el caso de Federico, hemos visto cómo nació aquella afición un día en Fuente Vaqueros. En el de Falla, sabemos que escribía pequeñas comedias para su teatro, además de pintar los decorados del mismo,[68] y que visitaba asiduamente el famoso teatro de títeres de la Tía Norica de Cádiz.[69] Al pasar Falla su primera estancia larga en Granada, en 1919, ya había recibido de la princesa Polignac, como queda dicho, el encargo de escribir una obra para su teatro de París. El retablo de maese Pedro estaba bastante avanzado cuando Falla y Lorca se conocieron. No era sorprendente, pues, que pronto surgiesen proyectos de trabajar juntos en obras de tipo guiñolesco, ni que la mutua afición a tal teatro estimulara aspectos de la labor personal de ambos.
Las lecturas de Falla, desde su niñez, eran extensísimas, y, a los trece años, hacía un periódico satírico manuscrito, El Cascabel, íntegramente redactado por él, dibujos —por cierto, graciosísimos— incluidos.[70] Durante su adolescencia, Falla había vacilado, así como luego Lorca, entre la literatura y la música. Hemos hablado de la fuerte influencia de Rubén Darío sobre Lorca, para quien el esfuerzo del nicaragüense por superar la antinomia cuerpo-alma tuvo importantes consecuencias. No menos fuerte sería la influencia del autor de Prosas profanas sobre Falla, influencia profundizada con el paso de los años. El hipercatólico músico, desgarrado por la tensión entre lo dionisíaco y lo ascético, torturado por la conciencia del pecado, conocía bien la obra de Darío, y parece fuera de duda que, en Noches en los jardines de España, hay una influencia fundamental de los dos «Nocturnos», y de la «Canción de otoño en primavera», de Cantos de vida y esperanza.[71] Son poemas en los cuales Darío vierte su amargura y desconsuelo ante la pérdida de la juventud, el inexorable paso del tiempo y el fracaso de sus sueños, además de expresar su horror ante la muerte:
Y el pesar de no ser lo que yo hubiera sido,
la pérdida del reino que estaba para mí,
el pensar que un instante pude no haber nacido,
¡y el sueño que es mi vida desde que yo nací! [72]
No sería sorprendente que la obra de Darío fuera tema frecuente de conversación entre Falla y Lorca.
¿Pudo el poeta —que tanto habla en sus primeros poemas del amor infeliz— sospechar en Manuel de Falla a un amante desilusionado? Creemos que sí. Falla, antes de irse a París en 1907, se había enamorado en Madrid de una prima suya, María Prieto Ledesma. Parece ser que la familia de la muchacha no estuvo precisamente encantada con la idea de tener por yerno a un compositor pobre. Sea como fuera, al volver éste a España en 1914 se encontró con que María estaba ya casada con el doctor Federico Olóriz de Granada. Al ir Falla a vivir en la misma ciudad, la pareja le visitaba con frecuencia en su carmen. Y fue allí donde, según los recuerdos de la amiga de Lorca, Emilia Llanos, el poeta se percató del «secreto» de don Manuel, al observar las especiales atenciones que tenía con la esposa del médico. Federico indagó y, finalmente, daría con la confirmación de lo que, intuitivamente, había olfateado.[73]
El descubrimiento serviría, sin duda, para unir aún más a los dos creadores.
Otras varias circunstancias contribuyeron a que se forjasen entre Falla y Lorca eslabones de duradero afecto. Entre ellas podríamos mencionar la común amistad con Gregorio Martínez Sierra; el hecho de haber sido tanto Antonio Segura Mesa como Pedrell grandes maestros pero compositores frustrados, lo cual incidiría sobre la sensibilidad de sus discípulos; la francofilia que compartían ambos y el deseo de Lorca, frustrado, de ampliar sus estudios musicales en París, ciudad de la cual pudo hablarle largo y tendido don Manuel y que le había hecho «casi feliz»;[74] y, finalmente, la intensa pasión por el arte que animaba a ambos. Podemos decir, juntando todos estos factores (sin duda había otros) que, si Falla tenía una «vocación granadina» mucho antes de conocer a Lorca, su amistad y colaboración con el poeta de Fuente Vaqueros también tenía casi carácter de predestinada.