EL PRIMER ESTRENO
El 16 de junio de 1919, al poco tiempo de volver Federico a Granada después de su primera visita a la Residencia de Estudiantes, se publicó en El Defensor de Granada la siguiente nota:
Homenaje a don Fernando de los Ríos
Satisfechísimo puede estar el Centro Artístico y Literario con el homenaje celebrado en demostración de amistad y simpatía a su ex presidente el ilustre catedrático y diputado a Cortes por Granada, don Fernando de los Ríos.
Ayer, a las siete, se reunieron los socios de dicho Centro, en número de sesenta, en los jardines del Generalife, y consumieron un gran aprovisionamiento que, instalado en una mesa adornada de flores, se había llevado con tal objeto.
La alegría reinó en gran escala y ésta fue mucho mayor cuando honró a los comensales con su presencia la genial artista Catalina Bárcena y el literato Gregorio Martínez Sierra.
Durante la reunión fraternal, Ángel Barrios hizo con su guitarra tantos primores, que se apoderó del alma de todos los oyentes, y los poetas granadinos Alberto Álvarez de Cienfuegos y Federico García Lorca recitaron bellas poesías dedicadas a Granada, que les valieron muchos aplausos.[1]
Gregorio Martínez Sierra era uno de los hombres de teatro más conocidos y respetados de España, y gozaba de un sólido prestigio como poeta, novelista y ensayista además de como dramaturgo. A principios de siglo había fundado las revistas Helios (1903) y Renacimiento (1907), que desempeñaron un papel importantísimo en la difusión de las nuevas tendencias modernistas, y ahora dirigía las editoriales Renacimiento y Estrella y su propia compañía teatral que, el 11 de junio, había iniciado en Granada la temporada del Corpus.[2]
Martínez Sierra había nacido en Madrid en 1881, despertándose en él muy temprano una acendrada pasión por el teatro, pasión compartida por su mujer, la escritora María de la O Lejárraga, con quien se casara en 1900.[3]
Antes de contraer matrimonio, Gregorio y María habían publicado juntos cinco libros, en los que se aprecia la influencia ejercida en la sensibilidad de los dos por las corrientes simbolistas y modernistas entonces triunfantes. Ambos autores admiraban profundamente la literatura francesa contemporánea, y hablaban bien francés. Por aquellos años visitaron frecuentemente París, meca de los jóvenes artistas y escritores europeos, asistiendo a las representaciones de los teatros de vanguardia —el Théâtre d’Art de Paul Fort, el Théâtre de l’Oeuvre de Lugné-Poe, el Théâtre des Arts de Jacques Rouché—, y estableciendo contacto con artistas y autores franceses.[4]
Entre 1900 y 1922 (año en que Gregorio se separó definitivamente de su mujer), la colaboración del matrimonio sería constante y fecunda. ¿Colaboración? María había decidido, ya antes de casarse, que sólo figuraría el nombre de Gregorio como autor de sus esfuerzos literarios conjuntos. Y una vez tomada la decisión nunca se volvió atrás.[5]
Pocas personas estaban en el secreto de la extraordinaria productividad de Martínez Sierra, ante la cual la gente se asombraba. ¿Cómo era posible que aquel hombre, de múltiples actividades empresariales, tuviera tiempo para escribir tantos dramas? Tampoco se explicaban los críticos el especial don de Martínez Sierra para el análisis del alma femenina, revelado no sólo en su gran éxito, Canción de cuna, estrenada en 1911, sino en toda una serie de obras protagonizadas por mujeres.
Después de la muerte de Gregorio en 1947, María, que necesitaba urgentemente cobrar sus derechos de autor, no tuvo más remedio que revelar la verdad, demostrando que la mayor parte de la producción literaria de su marido se debía a la pluma de ella.[6] El escándalo fue considerable en la España de Franco donde, dada la condición de «roja» de María de la O Lejárraga —ésta había combatido por los derechos de la mujer durante los años de la República, siendo diputada socialista por Granada entre 1933 y 1936—, los comentaristas compitieron en cubrir de lodo el nombre de la escritora, entonces exiliada en México.[7]
Pero no cabía duda: si Gregorio Martínez Sierra actuaba a veces como asesor literario de su mujer, fue ésta quien compuso la mayoría de las obras atribuidas a su marido. Así se explicaba la sorprendente «fecundidad» de don Gregorio.
Entre las obras de María y Gregorio figuraba el libro Granada. Guía emocional, publicado en París por Garnier en 1911. Falla lo leyó durante su estancia en la capital francesa, y estimuló su curiosidad por conocer la ciudad de la Alhambra. Otro reciente contacto de los Martínez Sierra con Granada lo constituía un artículo suyo, «Las mujeres en Shakespeare» (escrito, sin duda, por María) que se publicó el 1 de marzo de 1918 en la revista estudiantil granadina El Eco del Aula.[8]
María Martínez Sierra insiste, en su libro Gregorio y yo, en la vocación de su marido no sólo por el teatro en general, sino como director escénico. Si Gregorio vivió siempre «en mañana», «en proyecto», movido por «el anhelar», por la búsqueda de lo nuevo, si fue ambicioso y emprendedor, si llegó a ser famoso empresario de teatro, su vocación primordial fue la de director de escena.[9] Y en esta actividad tuvo brillantes éxitos.
En el otoño de 1916, tres años antes de que se celebrara en los jardines del Generalife aquel simpático agasajo a Fernando de los Ríos, Martínez Sierra había fundado, con los actores Enric Borràs y Catalina Bárcena, su propia empresa teatral —La Compañía CómicoDramática Gregorio Martínez Sierra—, que se estableció en el Teatro Eslava de Madrid, situado en el estrecho Pasadizo de San Ginés, esquina con la calle del Arenal.[10]
Entre 1916 y 1919, el Eslava se había ido convirtiendo en el teatro más avanzado e innovador de la capital, pese a las limitaciones físicas del escenario, que sólo tenía cuatro metros de fondo y apenas maquinaria. Entre los grandes éxitos cosechados durante aquellos años figuraban el montaje de Don Juan Tenorio, de Zorrilla, en octubre de 1916; de La dama de las camelias, de Dumas, en enero de 1917; de Domando la tarasca, de Shakespeare, y de La casa de muñecas, de Ibsen, también en 1917; y de varias obras del propio matrimonio Martínez Sierra.[11]
Hasta 1926, fecha en que la compañía emprendería una dilatada gira por Europa y las Américas, se representarían en el Eslava, bajo la dirección de Gregorio, en larga sucesión de éxitos, obras de Moreto, Molière, Goldoni, Shaw y Barrie —de éstos, Pigmalión y El admirable Crichton, respectivamente, montados por primera vez en España—, además de las de numerosos autores españoles contemporáneos, tanto los ya consagrados como los nuevos.[12]
Como empresario teatral, Martínez Sierra era netamente ecléctico. Y si le gustaba el teatro clásico, ello no impedía que sintiera también verdadero entusiasmo por la pantomima, por los saineteros —Arniches, Abati, Asenjo y Torres—, por el baile, por la música. En realidad, estimaba que en el teatro debían concurrir todas las artes.[13] Muchas de las obras montadas en el Eslava llevaban ilustraciones musicales —colaboradores de la empresa fueron Manuel de Falla, Joaquín Turina, Conrado del Campo, María Rodrigo—, y allí se estrenó, el 7 de abril de 1917, con libreto de Martínez Sierra y música de Falla, El corregidor y la molinera, prototipo de El sombrero de tres picos (Le Tricorne) que, montado en Londres en 1919 por Serge Diáguilev, con decorados de Picasso, cobraría fama mundial.[14]
El director del Eslava había declarado una guerra sin cuartel contra «el realismo que ha invadido todo, y sobre todo, el teatro»,[15] y fue en el terreno de la escenografía donde sus esfuerzos innovadores tuvieron la mayor resonancia. En este empeño pudo contar con la colaboración de artistas brillantes y originalísimos, entre los cuales tres —Bürmann, Fontanals y Barradas— transformaron con su labor escenográfica un medio muy atrasado, «en que todavía era el decorado realista, zarzuelero, el ideal de autores y empresarios, y la sastrería perfecta la que podría presentar en cada traje mayor cantidad de lentejuelas».[16]
Al alemán Siegfried Bürmann (1890-1980) —que se había formado en el Deutsches Theater de Berlín con el gran Max Reinhardt y que luego, tras una densa experiencia de la escenografía moderna, se convirtió en artista errante—, le conoció Martínez Sierra en Granada, hacia 1916 (o acaso aquel mismo año). Bürmann llevaba dos años viviendo tranquilamente en una casa de la pintoresca Cuesta de los Chinos —o de los Muertos—, entregado a sus cuadros. Trasladado a la Corte a iniciativas de Martínez Sierra, su labor en el Eslava, tanto como pintor que como técnico de la escenografía, fue decisiva.[17] Nadie realizó tantos decorados para don Gregorio como aquel simpático alemán con cara de niño.[18] Decorados excepcionales por su fantasía, su inventiva, su colorido, su desbordante vitalidad.
Manuel Fontanals (1895-1972), «barcelonés por nacimiento, cosmopolita por inclinación»,[19] había empezado a trabajar como decorador de interiores y de muebles, siendo su estilo muy influido por el Art Nouveau entonces en boga en la ciudad condal. En Barcelona le conoció Martínez Sierra, contratándole como proyectista de decoraciones. Fontanals también trabajaría como figurinista, cartelista e ilustrador de libros de la editorial de Martínez Sierra, Estrella. En esta última faceta de sus actividades la influencia de Aubrey Beardsley es clarísima. Los decorados proyectados por Fontanals, y a menudo realizados por Bürmann, eran, para aquellos tiempos, revolucionarios, así como lo fue su talento para conjugar decoraciones y trajes dentro de un todo armónico.[20]
El uruguayo Rafael Pérez Barradas (1890-1929), hijo de españoles emigrados a Montevideo, había viajado a Europa en 1912, formándose en el ambiente futurista de Milán y llegando, en 1916, a Barcelona, donde elaboró una forma de pintura que sería bautizada con el nombre de «vibracionista». Empieza a trabajar para Martínez Sierra en 1919, haciendo ilustraciones, como Fontanals, para la Editorial Estrella, y decorados —muchos menos que éste y Bürmann— para el Eslava. Los decorados de Barradas son sencillos, a veces casi infantiles, de sorprendente originalidad.[21]
Barradas expone con cierta frecuencia en galerías madrileñas, y sus carteles de Catalina Bárcena se hacen famosísimos. «¡Sólo me salen Bárcenas!», se quejó un día ante Pepín Bello el artista.[22]
A principios de la década de los veinte Barradas regía una tertulia literaria que se reunía diariamente en el viejo Café del Prado, frente al Ateneo, y a la cual acudían los ultraístas —Isaac del Vando-Villar, Humberto Rivas, José Rivas Panedas, Pedro Garfias, Eugenio Montes, Juan Gutiérrez Gili, José de Ciria y Escalante, Guillermo de Torre—, y representaba, en frase de éste, «la Inquietud con mayúscula»:
Hablaba, teorizaba de modo fervoroso, incitaba contagiosamente. Sin llegar a poseer un dominio verbal, tenía, empero, el arte de lanzar teorías y de iluminar con bengalas pirotécnicas todas las cuestiones artísticas. Vivía en constante ebullición creadora.[23]
«Barradas tenía una divina exaltación —escribiría por su parte el crítico de arte catalán Sebastià Gasch—. Era un exaltado. Como todos los artistas que poseen una concepción religiosa del arte».[24]
A Catalina Bárcena la había conocido Gregorio hacia 1907, cuando ella iniciaba su carrera de actriz con la compañía, famosísima, de María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza. A partir de entonces la Bárcena será obsesión suya. Catalina tenía un extraordinario talento, y no tardó Gregorio en convertirse en su mentor —y amante—. Pronto sus nombres serían inseparables, y algunas de las obras teatrales atribuidas a Martínez Sierra, pero, de hecho, producto de la pluma de su esposa, fueron escritas específicamente para ella. Durante varios años Martínez Sierra mantuvo las apariencias de su matrimonio pero, al dar a luz Catalina a la hija de ambos en 1922, se separó finalmente de María.[25] En su libro Gregorio y yo María no hace alusión alguna a Catalina Bárcena —insiste allí en contar sólo sus «horas serenas»—,[26] pero no cabe duda de que la relación de su marido con la actriz, muy comentada en el mundo literario español, fue la más pesada cruz que le tocó llevar en su vida.
Poco antes de llegar aquel junio de 1919 a Granada con Catalina Bárcena, Martínez Sierra había asegurado el éxito en el Eslava de un nuevo sainete de Arniches y Abati, Las lágrimas de la Trini, estrenado el 22 de abril.[27] Todo le parecía sonreír por aquellas fechas al Lugné-Poe español.
Durante el ágape celebrado en honor de Fernando de los Ríos, García Lorca recitó, como hemos visto, «bellas poesías dedicadas a Granada», siendo acompañado en este empeño por Alberto Álvarez de Cienfuegos. No sabemos a ciencia cierta de qué composiciones se trataría, aunque es probable que, en el caso de Álvarez de Cienfuegos, éste escogiera poemas de su libro Generalife, editado en 1915, mientras que tal vez cabe pensar que Lorca recitaría su poesía «Granada: elegía humilde», publicada unos días después, el 25 de junio de 1919, en la revista Renovación.
Este poema lorquiano canta en alejandrinos la decadencia de Granada después de la Toma en 1492. La ciudad, «ya muerta para siempre», no es sino una sombra de lo que fue. Todo lo ha destruido el tiempo. Y la Alhambra, labrada por una «raza viril», desaparecida siglos atrás, «ya marchita y rota sobre el monte se queja»:
Tú, ciudad del ensueño y de la luna llena,
que albergaste pasiones gigantescas de amor,
hoy ya muerta, reposas sobre rojas colinas
teniendo entre las yedras añosas de tus ruinas
el acento doliente del dulce ruiseñor.[28]
Poca originalidad ofrece el poema, es cierto. Y Lorca, como queda dicho, desterraría muy pronto de su mundo poético cualquier alusión directa a la Alhambra y otros tópicos granadinos. Pero sería fiel toda su vida, eso sí, a la noción de una Granada que, con la expulsión de árabes y judíos, había perdido su alma.
El Defensor no alude, en su comentario al banquete ofrecido a Fernando de los Ríos, a un episodio mucho más significativo para el futuro de García Lorca que aquel recital público. Gracias a Miguel Cerón Rubio, buen amigo del poeta, tenemos noticias de éste. Y es que Gregorio Martínez Sierra y Catalina Bárcena, vivamente impresionados por la intervención del joven poeta, le imploraron a continuación que les recitara, en sesión privada, otras composiciones. Federico se mostró conforme y, acompañado de Cerón, subió con ellos al mirador de una de las torres del Generalife. Allí recitó varios poemas, entre ellos, según el recuerdo de Cerón, «Los encuentros de un caracol aventurero», publicado dos años después en Libro de poemas, y una composición, luego perdida, de la que José Mora Guarnido diría:
Contaba la mínima aventura de una mariposa que, rotas las alas, iba a caer en un nido de cucarachas; allí la recogen, la auxilian y la curan y allí se enamora de ella el hijo de la cucaracha. Pero cuando la mariposa recobra la gracia del vuelo, se eleva en el aire dejando desolado al pobrecillo amante.[29]
Cuando Federico terminó de recitar el poema de la mariposa, Catalina Bárcena tenía la cara llena de lágrimas. El entusiasmo de Martínez Sierra era incontenible. «¡Este poema es puro teatro! —exclamaría—. ¡Una maravilla! Lo que tiene que hacer ahora es ampliarlo y convertirlo en teatro de verdad. Yo le doy mi palabra de que se lo estrenaré en el Eslava».
Cuarenta y cinco años después, Cerón todavía recordaba con emoción aquella escena: las lágrimas de la Bárcena, el entusiasmo de Martínez Sierra, la alegría de Federico —y su propia satisfacción al ver la impresión que su amigo había causado en la famosa pareja.[30]
Al percibir la naturaleza esencialmente dramática del poema de la mariposa —según Cerón, estaba compuesto de diálogos a la manera de «Los encuentros de un caracol aventurero»—, y ofrecerle al poeta su apoyo para su conversión en auténtica obra de teatro, Martínez Sierra acababa de impulsar, probablemente sin intuirlo, una de las carreras teatrales más destacadas de la España del siglo XX.
Federico accedió a los ruegos de don Gregorio, ilusionado, sin duda, con la posibilidad de estrenar, tan joven, en el teatro más vanguardista de Madrid. Pero del dicho al hecho hay un buen trecho, y la tarea no le resultó tan fácil, ni mucho menos.
Sobre la metamorfosis del poema en obra de teatro tenemos pocos datos. Miguel Cerón recordaba haber recibido varias cartas de Martínez Sierra aquel verano en las cuales le rogaba que acuciara a Federico para que trabajara seriamente en la obra.[31] Parece posible, pues, que el empresario del Eslava pensara en estrenar la pieza en otoño. Pero si fue así no logró su propósito. «Tarde pero a tiempo» siempre sería el lema de García Lorca.
Federico no volvió a la Residencia de Estudiantes hasta las últimas semanas de noviembre. Luis Buñuel ha recordado que, en aquellas fechas en que la gripe hacía numerosas víctimas en España, los pabellones estaban entonces prácticamente desiertos.[32] En Madrid Lorca visitó con frecuencia a su amigo el pintor Manuel Ángeles Ortiz, que acababa de casarse en Granada con su «gitanilla», Francisca Alarcón Cortés. El matrimonio se había instalado en el Pasaje de la Alhambra, sito no lejos de la Cibeles entre las calles de Augusto Figueroa y San Marcos y hoy destruido. Allí, en el estudio —según testimonio del pintor—, el poeta escribió buena parte de la obra encargada por don Gregorio.[33]
Lorca pasa aquellas Navidades con su familia en Granada, donde recibe varias comunicaciones de Martínez Sierra. Éste le escribe otra vez a principios de 1920, en una carta que nos proporciona algunos datos acerca del título original de la obra y de las intenciones del empresario para su estreno:
Querido amigo: Me dijo usted que regresaría el 7 de enero, y desde entonces le estoy esperando. Le he escrito una carta, y recientemente le envié un telegrama y me lo devolvieron, diciéndome que es usted desconocido en Granada. Vamos a ver si esta carta tiene más suerte.
Es el caso que he decidido hacer muy pronto La ínfima comedia,[34] pero no en el Guignol, sino formalmente, con los actores vestidos de animalitos. Ya tiene hechos los bocetos Barradas, y mañana probará algunos trajes ya confeccionados. Y yo necesito saber fijamente en qué fecha tendré en mi poder la obra terminada para empezar los ensayos.
Rogándole que me conteste a vuelta de correo, me repito su verdadero amigo.[35]
Ante la insistencia de don Gregorio, Lorca terminó la obra. El 11 de marzo de 1920, Heraldo de Madrid anunció en su página teatral: «Eslava. Hoy, jueves, a las diez y media, se estrenará La estrella del prado, primera obra dramática de un poeta nuevo y muy interesante: Federico García Lorca».[36]
Pero la obra, cuyo nombre ha sufrido ya un cambio, no se estrenó aquella noche. A la tarde siguiente, el mismo vespertino explicó que el estreno se había aplazado hasta el jueves próximo, añadiendo: «Es una comedia de un género hasta ahora no cultivado en Eslava: la acción se desarrolla entre animalejos humildes, bajo las altas hierbas de un prado, que es para ellos todo el universo, y donde reinan las pasiones que agitan los corazones humanos».[37]
El retraso se debía, casi seguramente, a problemas de último momento surgidos en relación con la escenografía. Según declaraciones muy posteriores de Siegfried Bürmann, los decorados originales, encomendados a Barradas, representaban grandes escarabajos, mariposas y otros animalitos, pintados con colores brillantes, y fueron rechazados en vísperas del estreno por el propio Lorca, siendo sustituidos por otros de Fernando Mignoni.[38]
El 13 de marzo, Heraldo de Madrid anunció que la obra, titulada ya El maleficio de la mariposa, se estrenaría el jueves 18 de aquel mes.[39] El 16, el mismo diario informa que el estreno ha sido aplazado hasta el día 22 y que, después de la obra de Lorca, se dará a conocer el sainete En capilla, de Antonio Ramos Martín.[40]
Las vacilaciones en cuanto al título de la obra, así como las relacionadas con el decorado, indicaban la inseguridad tanto del empresario como del autor. Fue Martínez Sierra quien decidió el último cambio de título, imponiéndoselo a Lorca. Francisco García Lorca estimaba que la elección de la palabra «maleficio», palabra ajena al vocabulario de su hermano, conllevaba una reminiscencia de El amor brujo de Falla, estrenado, con libreto de los Martínez Sierra, en 1915.[41]
Mora Guarnido recuerda que Lorca estaba muy inquieto en los días precedentes al estreno de la obra, dudando de si debía retirarla o no. Un día el poeta convocó en el Ateneo a sus contertulios del Rinconcillo residentes en Madrid para pedir su opinión:
Con lucidez crítica evidente, nuestro amigo nos confesó que estaba convencido de que el estreno iba a ser un fracaso y quería oír nuestro consejo. Pero desde el comienzo nos advertía que se le había ocurrido proponer a Martínez Sierra el retiro de la obra del cartel, indemnizándole naturalmente en los gastos que hubiera tenido. Tan firme era ya la resolución del poeta, que tenía escrita una carta para el padre explicándole la situación y pidiéndole el dinero necesario.[42]
Entre los amigos hubo división de opiniones sobre la conveniencia de la retirada. Pero para Mora Guarnido no había duda. No estrenar la obra sería «sentar un antipático y peligroso precedente», y podría acarrearle a Federico futuros problemas en los teatros madrileños. Era preferible correr el riesgo. «Si se sentía con ánimo y alegría para reírse del “pateo” y no dejarse intimidar por él —prosigue Mora—, a mi juicio estaba obligado a afrontarlo. Después de todo, había en Madrid docenas de autores, con más años y más responsabilidad, que suspiraban por tener, aunque fuera un “pateo”, en el Eslava».[43]
El criterio de Mora Guarnido prevaleció, y Federico optó por seguir adelante con el estreno.
Melchor Fernández Almagro, uno de los primeros «rinconcillistas» instalados en la capital, estuvo presente durante los ensayos de la obra. Federico solía llegar al teatro acompañado de algún amigo de la Residencia. «Atendía a todos los detalles con su intuición y conciencia de poeta que se sentía, a la vez, músico y pintor —escribe Melchor—. De varias artes necesitaba, en efecto, el espectáculo ideado por García Lorca, muy a tono con las directrices de Eslava».[44]
Para Fernández Almagro, uno de los mayores atractivos de la obra radicaba, precisamente, en su utilización de recursos propios del ballet, y ¿quién mejor que Encarnación López Júlvez, La Argentinita, buena amiga ya de Federico, para interpretar, al compás de la música de Grieg, el frágil baile de la mariposa? «Parecía garantizar el éxito con su danza en momento decisivo —refiere Melchor—: baile fascinante, maléfica sugestión de la Mariposa, en vuelo sobre las bajas realidades de la vida».[45]
En el prólogo a la obra —prólogo admirable de gracia y de ternura— encontramos ya desarrollada una visión de la Naturaleza característicamente lorquiana:
Un viejo silfo del bosque escapado de un libro del gran Shakespeare, que anda por los prados sosteniendo con unas muletas sus alas marchitas, contó al poeta esta historia oculta en un anochecer de otoño, cuando se fueron los rebaños, y ahora el poeta os la repite envuelta en su propia melancolía. Pero antes de empezar quiero haceros el mismo ruego que a él le hizo el viejo silfo aquel anochecer de otoño, cuando se fueron los rebaños. ¿Por qué os causan repugnancia algunos insectos limpios y brillantes que se mueven graciosamente entre las hierbas? ¿Y por qué a vosotros los hombres, llenos de pecados y de vicios incurables, os inspiran asco los buenos gusanos que se pasean tranquilamente por la pradera tomando el sol en la mañana tibia? ¿Qué motivo tenéis para despreciar lo ínfimo de la Naturaleza? Mientras que no améis profundamente a la piedra y al gusano no entraréis en el reino de Dios. También el viejo silfo le dijo al poeta: «Muy pronto llegará el reino de los animales y de las plantas; el hombre se olvida de su Creador, y el animal y la planta están muy cerca de su luz; di, poeta, a los hombres que el amor nace con la misma intensidad en todos los planos de la vida; que el mismo ritmo que tiene la hoja mecida por el aire tiene la estrella lejana, y que las mismas palabras que dice la fuente en la umbría las repite con el mismo tono el mar; dile al hombre que sea humilde, ¡todo es igual en la Naturaleza!».[46]
Las palabras del viejo silfo —en las cuales la crítica ha señalado una predominante influencia de Victor Hugo,[47] pero donde también se oyen las voces del tío abuelo Baldomero, del «compadre pastor» del niño Federico, de Rubén Darío y tal vez de José Murciano, el amigo «teósofo» de Lorca— las ratifica luego la mariposa:
Habla el grano de arena
y las hojas de los árboles
y todas ellas tienen
un sendero distinto;
pero todas las voces,
y los cantos que escuches,
son disfraces extraños
de un solo canto.[48]
Curianito, el Nene, es poeta que, enamorado «de algo que nunca tendrá»,[49] «espera un gran misterio que ha de decidir su vida».[50] Está, además, transido de angustia metafísica, llegando a dudar de la existencia de San Cucaracho, deidad a quien rinden culto estos insectos, y cuyo parecido con el Dios judeocristiano, aunque no muy desarrollado, es indiscutible. Radicalmente insatisfecho de su condición de cucaracha —la Curiana Nigromántica, de quien Curianito es «discípulo», reconoce que ellos son unos bichos «repugnantes»—, el romántico bardo ortóptero sueña con ser correspondido por la amapola roja, del prado, «estrella que alumbra a la aldea», símbolo de una belleza inalcanzable.
La madre de Curianito, portadora de valores netamente materialistas y burgueses, está empeñada en casar a su «niño» con Silvia, la rica del pueblo, que siente por él un amor que sabe sin esperanzas, pues «Sin amor no me caso», insiste el díscolo.
Curianito es físicamente cobarde y muy apegado a las faldas maternas. Amenazado por el Alacrán, pide socorro a su madre y, desasiéndose de su atormentador, «huye» (según la acotación) hacia ella.[51] Doña Curiana, cuyo marido, poeta como su hijo y tan poco práctico como éste, ya murió, es una matrona dominadora, envolvente, como otras madres que aparecen en la obra de Lorca.
Cuando Curianito ve a la mariposa blanca herida, sabe en seguida que tiene delante a su amor imposible: «Amapola, ya he visto mi estrella misteriosa». Intuye que de este encuentro morirá —peligro, además, advertido por la Curiana Nigromántica—, pues se sabe de antemano radicalmente impotente para enamorar a la bella criatura de sus sueños. En su desamparo surge la referencia a la todopoderosa presencia materna:
Me volveré tristeza sobre la noche oscura
y llamaré a mi madre como cuando era niño.
¡Oh amapola roja que ves todo el prado!
Como tú de linda yo quisiera ser.[52]
En el «Prólogo», Lorca establece la conexión Eros-Muerte que luego se ejemplifica en el drama, y que hará inevitable la muerte de Curianito:
¡Y es que la Muerte se disfraza de Amor! ¡Cuántas veces el enorme esqueleto portador de la guadaña, que vemos pintado en los devocionarios, toma la forma de una mujer para engañarnos y abrirnos las puertas de su sombra! Parece que el niño Cupido duerme muchas veces en las cuevas vacías de su calavera. ¡En cuántas antiguas historietas, una flor, un beso o una mirada hacen el terrible oficio de puñal![53]
Antes de morir, Curianito, que ha tratado en vano de convencer a la mariposa para que se quede con él, se deshace en amargas quejas. Éstas —y no nos puede extrañar— resultan casi idénticas a las que, en voz propia, expresa Lorca en los poemas y prosas de esta época, antes comentados. Cuando Curianito se pregunta, por ejemplo, «¿Qué haré sobre estos prados sin amor y sin besos?»,[54] nos remite al poema «Alba», fechado en abril de 1919, y luego publicado en Libro de poemas, donde exclama el poeta:
¡Qué haré yo sobre estos campos
Cogiendo nidos y ramas,
Rodeado de la aurora
Y llena de noche el alma!
¡Qué haré si tienes tus ojos
Muertos a las luces claras
Y no ha de sentir mi carne
El calor de tus miradas![55]
Y cuando Curianito pregunta:
¿Por qué si tiene el agua
fresca sombra en estío y la tiniebla
de la noche se aclara
con los ojos sin fin de las estrellas
no tiene amor mi alma?[56]
está expresando, con lenguaje casi idéntico, un concepto articulado en primera persona por Lorca en otras composiciones del período, tales como «Canción menor», fechada en diciembre de 1918 y también publicada en Libro de poemas:
Tienen gotas de rocío
Las alas del ruiseñor,
Gotas claras de la luna
Cuajadas por su ilusión.
Tiene el mármol de la fuente
El beso del surtidor,
Sueño de estrellas humildes.
Las niñas de los jardines
Me dicen todas adiós
Cuando paso. Las campanas
También me dicen adiós.
Y los árboles se besan
En el crepúsculo…[57]
Es difícil, en definitiva, no ver en Curianito, el Nene, un trasunto del propio Lorca, quien, a los veinte años, se encuentra aquejado de problemas eróticos y metafísicos, dudando de la existencia de Dios, dudando de su sexualidad, dudando del porvenir que le espera.
El 15 de marzo, Gil Fillol, crítico teatral del diario madrileño La Tribuna, le invita a publicar en dicho periódico, en vísperas del estreno, una «Autocrítica» de El maleficio de la mariposa.[58] Tal «Autocrítica» no se publicó, pero sí, la mañana del 22, la del autor de En capilla, que se estrenará después de la obra de Lorca. Así define Ramos Martín su sainete.
¿Qué es En capilla? Un recuerdo a las noches aquellas que, ¡ay!, pasaron para no volver. Unas cuantas escenas de la vida estudiantil.
Es En capilla una pieza cómica, de asunto vivido y jamás olvidado.
Sólo pretendo con mi nuevo sainete que algunos recuerden tiempos pasados y que otros vean en él una acertada o desacertada pintura de los presentes.
Ahora, como los personajes de la obra, estoy en capilla y, como ellos, espero el fallo, para mí sin septiembre, del «catedrático» que todo lo puede.[59]
La obra de Ramos Martín, evidentemente, no pretendía renovar el teatro madrileño; pero, eso sí, se proponía ser del gusto del público.
Cuando, por fin, se estrenó El maleficio de la mariposa, la noche del lunes 22 de marzo de 1920, ni La Argentinita, ni Catalina Bárcena (en el papel de Curianito, el Nene), ni las ilustraciones musicales de Grieg (instrumentadas por José Luis Lloret), ni los decorados de Mignoni, originalísimos, ni los trajes de Barradas, ingeniosos, ni la puesta en escena de Martínez Sierra, ni los méritos de la obra en sí, pudieron vencer la hostilidad del público. Los amigos de Lorca presentes —entre ellos varios «rinconcillistas» y numerosos residentes— habían organizado una estruendosa claque. Pero todo fue en vano. El estreno de la primera obra de Federico fue un rotundo fracaso.
«El estreno de El maleficio de la mariposa no fue el de Hernani ni el de Electra por sus consecuencias —escribe Mora Guarnido—, pero por su ruido pudo compararse decentemente con ellos».[60] Los alborotadores entraron en acción nada más levantarse el telón sobre un decorado que representaba, en tonos verdes, y como si de un bosque se tratara, los troncos —visión de insectos— de las lozanas hierbas de una pradera. Alfredo de la Guardia, que se encontraba entre los espectadores, recordaría aquella escena:
En cuanto los actores, con sus capas oscuras remedando los élitros de las curianas, comenzaron a hablar, se desencadenó la tormenta. Desde butacas, palcos y localidades altas se prodigaron los denuestos, las frases contundentes, que se cruzaban como chispas sobre el rumor sordo del taconeo, vigorizado por los bastones.[61]
Especial escándalo suscitó entre el público la insistencia de Alacranito (interpretado por Manuel Collado) sobre sus preferencias en materia de gastronomía. Cuando el goloso arácnido exclamó:
Ahora mismo me acabo de comer un gusano
que estaba delicioso, blando y dulce, ¡qué rico!
alguien gritó «¡Que le echen Zotal!» —referencia a un líquido insecticida entonces corriente—, y la sala se llenó de risas y voces.[62]
Federico se movía nervioso entre bastidores, escuchando el bullicio. «Estoy visiblemente emocionado —le confía a Melchor, echando mano de aquel manido tópico periodístico—, pero —añade—, “invisiblemente”, estoy muy tranquilo. Ese público no me importa nada, nada, nada».[63]
Los «reventadores» estaban empeñados en hacer fracasar la obra, y el ruido se hizo tan ensordecedor que resultó casi imposible oír a los actores. El telón cayó al final del primer acto entre un alboroto general.
La discusión prosiguió, acaloradamente, en el vestíbulo del teatro. Continúa Alfredo de la Guardia:
A través de este mar de palabras, en medio de tal tempestad de improperios más o menos literarios, históricos o paleontológicos, penetró en el vestíbulo García Lorca, rodeado por algunos poetas jóvenes. Tenía Federico en aquella época —me parece estarlo viendo— la cabellera larga y ondeante. Más fino el rostro, más enjuto el cuerpo, aunque siempre fornido. Bajo las cejas espesas, su mirada recorría la muchedumbre revuelta de espectadores. Apenas si en ella había una luz de orgullo y desafío, apenas si en el entrecejo un signo de altivez y superioridad. Había, sí, en toda su expresión y en su misma apostura un tono de seguridad, de confianza en sí mismo. Todas las miradas volviéronse hacia él, y él las recogió serenamente como una onda de oposición y de adhesión.[64]
Las cosas no fueron mejor durante el segundo acto, aunque parece ser que, mientras ejecutaba La Argentinita el baile de la Mariposa, se calmó un poco la sala. El telón final cayó, según De la Guardia, «entre expresiones de reprobación y de aprobación».[65]
En Granada, los padres y hermanos del poeta esperaban, ansiosos, noticias del estreno. Por fin, hacia la una de la madrugada, llegó un telegrama. Lo enviaba el financiero Manuel Conde, gran amigo de Federico García Rodríguez. Decía sencillamente: «La obra no gustó. Todos coinciden Federico es un gran poeta».[66]
Al día siguiente casi toda la prensa madrileña comentaba, generalmente en unas pocas líneas, el fracaso de El maleficio de la mariposa, recalcando al mismo tiempo el éxito del estreno del sainete de Antonio Ramos Martín, representado a continuación. En efecto, después de rechazar contundentemente a las cucarachas y gusanos de la obra lorquiana, el público del Eslava había acordado su beneplácito a los alegres estudiantes de En capilla quienes, con sus diálogos vivos y jocosos, llegaron a divertir a la concurrencia.
Dadas las circunstancias adversas en las cuales había tenido lugar el estreno de El maleficio de la mariposa, no se pudo esperar que la crítica calara hondo en la naturaleza de la obra ni en las intenciones del autor. «Yo no puedo juzgar una obra que en rigor no he escuchado», comentó F. Aznar Navarro en La Correspondencia de España, añadiendo que la pieza, «que puede ser una excelente manifestación de poesía lírica, carece en absoluto de teatralidad».[67]
El poeta Manuel Machado, crítico de La Libertad, se expresó en términos parecidos, y estimaba que Lorca había caído en el error «de confundir la poesía lírica con la dramática». Además, según Machado, el joven granadino se equivocaba artísticamente al emprender el camino del teatro poético: «Un sentido sintético —poético, para aclarar palabras— de la vida y de sus grandes problemas ideales puede y aun debe adoptar una forma más noble y más perfecta que la del teatro. Escribir bellos versos es el arte supremo. Y el señor Lorca se acerca mucho a ese ideal».[68]
Para Eduardo Gómez de Baquero, Andrenio, crítico de La Época que gozaba de gran prestigio, la obra no podía triunfar porque carecía «no sólo de contextura dramática, sino hasta de elementos dramáticos». Sólo acreditaba a su autor, en algunos pasajes, de lírico. Imposible, pues, que los actores pudiesen defender con éxito la producción. «Era tal el maleficio que no había talento artístico capaz de vencerlo», concluyó Gómez de Baquero.[69]
Varios críticos hicieron alarde de erudición al indicar posibles fuentes y antecedentes de la obra: Chantecler, de Rostand; Le Roman de Renart; el bailable ruso El espectro de la rosa; El caballero lobo, de Manuel Linares Rivas; Calila y Dimna; las fábulas de La Fontaine, Iriarte, Samaniego… Ninguno tomó en cuenta los elementos irónicos y humorísticos de la pieza, ni profundizó en su temática. Y la mayoría de ellos —es sorprendente constatarlo— rechazaron de plano la idea de que, aun en una obra de teatro experimental, pudiesen ser dramatis personae unos insectos tan repugnantes como las cucarachas. «A mi juicio lo inaceptable de El maleficio de la mariposa está en la elección de los “curianos” y de las “curianas” —opinaba Don Pablos en el Heraldo de Madrid—. Si el autor quería hacer algo simbólico, pudo elegir otra “especie” de personajes menos ñoños y más interesantes».[70] Exponente máximo de esta postura fue Andrenio, que tronaba: «No nos repugna una mariposa. Pero es natural que nos repugnen una araña y un gusano, ya por nocivos y feos, ya por ser el último como un emblema y un recuerdo de corrupción…».[71] Más perspicaz fue José Alsina, crítico de El Sol, que vio en la categoría «plebeya» de Curianito, el Nene, una de las raíces temáticas de la obrita.[72]
El maleficio de la mariposa, según se desprende de la prensa madrileña, sólo tuvo cuatro representaciones, el 22, 23, 24 y 25 de marzo de 1920. Luego se quitó del cartel del Eslava. Nunca se volvería a representar en vida de Lorca. Según varios testimonios, Federico encajó bien el fracaso de su primer estreno, reuniéndose aquella madrugada con sus amigos en la Granja del Henar —famoso café de la calle de Alcalá— para comentar el alborotado suceso. Rafael Alberti, cuya amistad con Lorca empezaría en 1924, ha recordado cómo éste le contaba a carcajadas los incidentes de la representación.[73] En 1935 el poeta aludiría al estreno en los siguientes términos:
—Una sana risa para todo. Mire usted: cuando yo estrené mi primera obra, El maleficio de la mariposa, con ilustraciones musicales de Debussy y decoraciones de Barradas, me dieron un pateo enorme, ¡enorme!
—¿Se ríe usted ahora?
—Y entonces. Ya entonces tenía esta risa. Mejor dicho, esta risa de hoy es mi risa de ayer, mi risa de infancia y de campo, mi risa silvestre, que yo defenderé siempre, siempre, hasta que me muera.[74]
En esta declaración Federico se confunde en cuanto a las ilustraciones musicales de la obra (que eran de Grieg, no de Debussy) y de las decoraciones (de Mignoni, no de Barradas). Pero se ve que no ha olvidado la impresión que le hizo aquel pateo, por mucho que hable, en la misma entrevista, de su sana risa juvenil y de su capacidad para perdonar a sus detractores. Es probable, en definitiva, que, ante la derrota del estreno, se ocultara detrás de un disfraz de indiferencia o de ironía, mientras la procesión, como dicen los andaluces, iba por dentro.
Es un hecho, además, que, en años posteriores, el poeta solía dar a entender que su primera obra de teatro fue Mariana Pineda, estrenada en 1927.[75] Lorca, a pesar de las apariencias, era extremadamente sensible a las críticas, y cabe pensar que, en su fuero interno, permanecería siempre vivo el recuerdo de aquella experiencia. Experiencia que, si a la larga beneficiosa para el poeta, tiene que haber supuesto para Martínez Sierra una considerable pérdida económica. Acaso tuvo razón el ingenioso que, aquella madrugada del 23 de marzo de 1920, sentenció rotundamente: «No ha fracasado Federico, sino el “Maleficio de don Gregorio”».[76]