10

LA RESIDENCIA DE ESTUDIANTES

Une forte citadelle de l’humanisme espagnol, c’est la Residencia de Estudiantes.

ROGER MARTIN DU GARD[1]

Hemos visto que, a raíz de la publicación de Impresiones y paisajes, ya se auguraba en Granada, en marzo de 1918, que pronto se escaparía Lorca de su jaula provinciana.

Logró su evasión al año siguiente. «Me tenían preparado —declararía en 1928— el que me marchara pensionado a Bolonia. Pero mis conversaciones con Fernando de los Ríos me hicieron orientarme a la “Residencia” y me vine a Madrid».[2] No hay razones para dudar de que aquella orientación fuera debida, efectivamente, al consejo del catedrático, íntimo amigo del director de la Residencia de Estudiantes, Alberto Jiménez Fraud, y conocedor de la extraordinaria labor educativa que éste realizaba en Madrid.

Federico pasa su primera temporada en la capital en la primavera de 1919, no de 1918 como se ha venido afirmando.[3] En marzo de aquel año, José Mora Guarnido, que ya se ha trasladado a Madrid, así como otros varios «rinconcillistas» (Melchor Fernández Almagro, José Fernández-Montesinos, Miguel Pizarro…), le escribe al poeta diciéndole que tiene muchos amigos allí que desean vivamente conocerle. «Debías venir aquí —insiste Mora—: dile a tu padre en mi nombre que te haría, mandándote aquí, más favor que con haberte traído al mundo».[4]

Mora y sus amigos granadinos llevaban tiempo actuando en Madrid como «profetas anunciadores» de Federico, creando, en torno a su nombre, cierta expectación en los círculos literarios de la Villa y Corte. Unos años después, emigrado en Montevideo, Mora le diría a Lorca en otra carta:

Me ha pasado aquí como me ocurrió en Madrid antes de tu ida, que hablé de ti con tanto calor y entusiasmo que te creyesen un personaje fabuloso y fue menester que tú llegases y les leyeses unas cosas a aquellos compañeros míos para que ellos vieran que en mis recuerdos y afirmaciones no había exageración. Los poetas uruguayos están ahora sobre tu personalidad como aquellos chicos madrileños.[5]

Federico llegó a Madrid a finales de abril o principios de mayo. En su bolsillo llevaba una carta de presentación de Fernando de los Ríos para Juan Ramón Jiménez, fechada el 27 de abril. Decía sencillamente:

Mi querido poeta: Ahí va ese muchacho lleno de anhelos románticos: recíbalo usted con amor, que lo merece; es uno de los jóvenes en que hemos puesto más vivas esperanzas.

Con afecto y cordialidad le estrecha su mano,

FERNANDO DE LOS RÍOS[6]

El poeta se alojó durante su visita, probablemente a instancias de su madre, en la casa de huéspedes donde vivía Mora Guarnido: calle San Marcos, número 36, segundo piso. Allí había pasado una estancia la bailarina Encarnación López Júlvez, La Argentinita, luego amiga y colaboradora del poeta. «Y allí —escribe Mora— paraba una gentil damita de la Compañía de Teatro Infanta Isabel, con la que el que suscribe había iniciado un romance que cortó de cuajo, con su arrebatadora atracción de las mujeres, el querido poeta».[7]

Federico no defraudó a los que esperaban con tanta curiosidad su llegada. «El triunfo del juglar fue fulminante», nos refiere Mora, que se apunta el mérito de haber sido quien presentó a Lorca en el Ateneo y a un nutrido grupo de jóvenes escritores y poetas, entre ellos Ángel del Río, que escribiría una de las primeras semblanzas biográficas de Federico, todavía en vida de éste; el filólogo Amado Alonso; el crítico y poeta vanguardista Guillermo de Torre; y los poetas Gerardo Diego, Pedro Salinas y José de Ciria y Escalante.[8]

Lorca no tarda en ponerse en contacto con Alberto Jiménez Fraud. La entrevista es un éxito y don Alberto le ofrece una plaza para el curso académico siguiente. Una noche Federico da en la «Resi» un recital de poemas que provoca la admiración de los asistentes y el orgullo del «rinconcillista» Melchor Fernández Almagro.

El mismo Alberto Jiménez Fraud evocaría, casi cuarenta años después, la entrada en su despacho por primera vez de «aquel joven moreno, de frente despejada, ojos soñadores y sonriente expresión» que venía a Madrid a solicitar su entrada en la Residencia de Estudiantes. Escribe Jiménez Fraud:

No recuerdo qué dificultades tendríamos entonces para conceder una nueva plaza, pero al ver al nuevo aspirante le consideré en el acto como miembro de nuestra Casa, que tanto se preciaba de saber seleccionar a sus colegiales. Siguió una larga conversación, que él y yo prolongamos con gusto. El resultado de la entrevista fueron los diez años de estancia de Federico en la Residencia.[9]

Durante esta primera visita a Madrid, recomendado como hemos visto por Fernando de los Ríos, va a ver a Juan Ramón Jiménez, entonces, a sus treinta y siete años, el poeta más célebre de España, con Antonio Machado. Juan Ramón le escribe a don Fernando el 21 de junio de 1919:

«Su» poeta vino, y me hizo una excelentísima impresión. Me parece que tiene un gran temperamento y la virtud esencial, a mi juicio, en arte: entusiasmo. Me leyó varias composiciones muy bellas, un poco largas quizás, pero la concisión vendrá ella sola. Sería muy grato para mí no perderlo de vista.[10]

Juan Ramón no perdería de vista a Federico, y durante los primeros años de Lorca en Madrid se sellaría entre ellos una firme amistad, publicándose en la revista del poeta moguereño Índice (1921-1922) varias composiciones del granadino.

La Residencia de Estudiantes era hija espiritual de la Institución Libre de Enseñanza, donde Jiménez Fraud había pasado tres años trabajando en íntima colaboración con Francisco Giner de los Ríos y Manuel Bartolomé Cossío (con cuya hija Natalia luego se casaría).[11] La preocupación obsesiva de Giner por el desarrollo intelectual y material de España, su profunda humanidad y tenaz convicción de que sólo la creación de una minoría de hombres y mujeres cultos, entregados y desinteresados, podría sacar adelante el país, todo ello influyó poderosamente en la sensibilidad de Jiménez Fraud, cuya vocación como profesor y guía de jóvenes no tardó en revelarse.[12] Entre 1907 y 1909 pasó numerosos meses en Inglaterra, donde estudió la naturaleza y funcionamiento de los colegios universitarios.[13] Y cuando, en 1910, Giner de los Ríos le invitó a hacerse cargo de una pequeña y experimental residencia de estudiantes que se iba a establecer en Madrid bajo el patrocinio de la Junta para Ampliación de Estudios, fundada en 1907, el joven malagueño —sólo tenía entonces veintisiete años— aceptó en seguida.[14]

Aquel otoño la Residencia de Estudiantes (así, con toda sencillez, se decidió nombrarla), instalada en un hotel de la calle de Fortuny, en la parte norte de la ciudad no lejos de la Castellana, abrió por primera vez sus puertas. Tenía sólo quince dormitorios —por lo cual se le aplicó pronto el mote de «El Colegio de los Quince»— y diecisiete estudiantes.[15]

Era el principio de una de las aventuras pedagógicas más apasionantes, y más fructíferas, de la España contemporánea.

Habría que tener en cuenta que, en aquella España de principios de siglo, no existía en el país nada que se correspondiera a los colegios residenciales de Oxford y Cambridge, comunidades que habían impresionado fuertemente a Giner de los Ríos y sus colegas, así como al propio Jiménez Fraud. Faltaba también en las universidades españolas el sistema tutorial, cuyos méritos no habían tardado en justipreciar los «institucionistas» durante sus visitas a Inglaterra. En Madrid, los estudiantes de provincias no tenían más remedio que alojarse en casas de huéspedes, a menudo tétricas, a no ser que tuviesen la suerte de poder vivir con algún pariente, y no era fácil establecer vínculos personales con los profesores o con estudiantes de otras disciplinas.

La Residencia de Estudiantes no sólo se proponía ofrecer buen alojamiento a los alumnos, ni mucho menos. Desde los primeros momentos la meta de Jiménez Fraud y sus colaboradores era suplir los fallos de la enseñanza universitaria, proporcionando a los residentes la posibilidad de ampliar sus estudios oficiales, recibir provechosas orientaciones tutoriales y entrar en contacto con personas de distintas disciplinas. Jiménez Fraud tenía, como Giner de los Ríos, el convencimiento de que la excesiva especialización de los estudios universitarios, cada vez más en evidencia, era nociva para la cultura. Y sería siempre empeño suyo construir puentes entre las ciencias y las humanidades.[16] La Residencia contó desde su fundación con modestos laboratorios; y Jiménez Fraud seleccionaba cuidadosamente a los estudiantes para asegurar un continuo y beneficioso equilibrio entre «las dos culturas». En la Residencia de Estudiantes se subrayaba la importancia del esfuerzo común, comunitario, corporativo; se ponía énfasis en la responsabilidad individual; y, si la casa se amueblaba y se regía de acuerdo con normas de sobriedad y hasta de austeridad, ello no era consecuencia sólo de una notable escasez de medios económicos, sino de toda una filosofía.[17]

El «espíritu de la casa» —pronto circularía la frase— que supo crear Jiménez Fraud encontró característica expresión en un folleto impreso por éste en 1914 y distribuido entre los que, en cada vez mayor número, solicitaban una plaza en la Residencia de Estudiantes:

La Residencia es una asociación de estudiantes españoles que cree, como se cree en la vida misma, en una futura y alta misión espiritual de España y que pretende contribuir a formar en su seno, por mutua exaltación, el estudiante rico en virtudes públicas y ciudadanas, capaz de cumplir dignamente, cuando sea llamado a ello, lo que de él exijan los destinos históricos de la raza.

La visión de los dolores de nuestra patria creó una generación pesimista que, aunque vivió entre negaciones y escepticismos, tuvo el valor de denunciar todas las falsas actividades que dirigían la vida española. Esa misma generación continúa ahora su varonil ejercicio, levantándose —enérgica y unida— en un impulso de fe que la llevará a recobrar lo perdido a costa de cualquier esfuerzo.

En la vanguardia de este grupo, creyente y luchador, queremos ocupar un puesto nosotros, que hemos nacido lo bastante tarde para tener la fortuna de crecer en una sana atmósfera de esperanza, que dejará en el fondo de nuestro espíritu como una fuente de vigor perenne.

La Residencia quiere ser el hogar espiritual donde se fragüe y depure, en corazones jóvenes, el sentimiento profundo de amor a la España que se está haciendo, a la que dentro de poco tendremos que hacer con nuestras manos. Al mismo tiempo, piensa que este sentimiento será, a su vez, el propulsor más fuerte de nuestra múltiple actividad cotidiana; porque sólo responderemos seriamente a sus exigencias, elevando hasta el más alto grado posible nuestro perfeccionamiento y desarrollo individual.

Y, en consecuencia, la actividad que nos impongamos no será nunca demasiada; y todo aquello en que nos sintamos corregidos o limitados por el ambiente colectivo de esta casa, ya se trate de defectos individuales o de otros más extendidos por la sociedad española —que cada época y cada pueblo tiene los suyos—, hemos de mirarlo y recibirlo como la mayor prueba de amor y de respeto hacia lo que de bueno, elevado y fecundo haya en nosotros como hombres y como españoles.

Desearíamos que estas palabras fuesen una declaración íntima y leal dirigida a cuantos, benévolamente, han puesto su vista en nosotros, y, sobre todo, a aquellos jóvenes que quieran sumarse a nuestra obra.[18]

Durante veintisiete años, Alberto Jiménez Fraud se entregaría en cuerpo y alma a poner en práctica este magnánimo programa, cuyo objetivo fundamental, como acaba de apreciar el lector, persigue la labor colectiva de levantar una España nueva, generosa y libre.

Entre los primeros residentes, cabe recordar los nombres de Jorge Guillén, luego gran poeta y amigo de García Lorca, el filólogo Antonio G. Solalinde (que escribiría importantes trabajos sobre Alfonso el Sabio) y el cardiólogo Luis Calandre, director, a partir de 1913, del laboratorio de anatomía microscópica de la Residencia.[19]

El éxito de aquella primera pequeña «Resi» fue arrollador. Jiménez Fraud pudo contar desde el principio con el apoyo de ilustres figuras de la cultura, entre ellos Miguel de Unamuno, huésped ocasional hasta 1936 y figura familiar de todos los residentes; José Ortega y Gasset, vocal del Patronato de la Residencia y asiduo colaborador de Jiménez Fraud durante toda la vida de éste; el poeta Juan Ramón Jiménez, futuro Premio Nobel, que vivió en la Residencia hasta que se casó en 1916; y el filólogo Federico de Onís, con quien Lorca coincidiría luego, en 1929, en la Universidad de Columbia. La labor de la Residencia suscitó en seguida hasta el interés de Alfonso XIII, que visitó la calle de Fortuny en 1911.[20]

Jiménez Fraud se dio cuenta muy pronto de que los edificios de la Residencia no iban a poder satisfacer durante mucho tiempo las necesidades de la misma. La demanda de plazas crecía vertiginosamente. El espacio para nuevas instalaciones escaseaba. Y así, en 1913, empezó la búsqueda de terrenos en los cuales levantar un complejo de pabellones específicamente diseñados para permitir el perfeccionamiento y desarrollo de la labor emprendida.

Aquellos terrenos fueron localizados —casi se podría decir que providencialmente— en el lugar conocido entonces como «los altos del Hipódromo».

Se encontraban tales «altos» a la derecha del último tramo de la Castellana, que por esas fechas terminaba en la hoy plaza de San Juan de la Cruz. En medio de la ancha avenida, como mojón que marcara el límite norte de Madrid, estaba el monumento ecuestre de Isabel la Católica (después desplazado al pie de la primera colina), al cual daba la vuelta, para iniciar el regreso al centro urbano, el tranvía número 8: Bombilla-Sol-Hipódromo. A la izquierda se encontraba la Escuela de Sordomudos, hermoso edificio de ladrillo rojizo que después sería Escuela Técnica del Ejército; y, un poco más allá, donde hoy se levantan los Nuevos Ministerios (creación de la República), se extendían entonces las pistas del Hipódromo, que daban su nombre al lugar.

Sobre uno de los «altos» se había construido, en el siglo XIX, el Palacio de la Industria y las Bellas Artes, edificio con dos alas y cuerpo central coronado por una elegante cúpula, que, después, albergaría el Museo de Ciencias Naturales, el Instituto de Geología del mismo y la Escuela Superior de Ingenieros Industriales. También, antes de la llegada de la República, se instalaría en el ala derecha del palacio un cuartel de la Guardia Civil, conocido como el de Bellas Artes.

Detrás del Palacio de la Industria subía otro otero que, por el fuerte aire que allí a menudo soplaba, llamaban los madrileños «El Cerro del Viento». A tal pendiente, que cruzaba el Canalillo de Lozoya, hoy tapado, en cuyos bordes crecían algunos chopos, se llegaba por la estrecha calle del Pinar, o por el sendero que subía desde la Castellana, bordeando los muros del palacio. Al este se tendía un descampado llano y seco.

Gran parte de esos terrenos yermos pertenecían al Ministerio de Instrucción Pública. Y fue allí donde Jiménez Fraud y sus colaboradores decidieron construir los nuevos pabellones de la Residencia de Estudiantes. El sitio, casi en pleno campo y desde el cual se obtenían magníficas vistas de Madrid y sus alrededores, no podía ser más idóneo para la realización del exaltado sueño que llevaba en la cabeza don Alberto. «Era un cerrillo, inundado por el sol y batido por los vientos —escribiría éste—, desde el cual se disfrutaba, rodeado por todas partes del azul del cielo, de una gloriosa vista de la sierra de Guadarrama. Al verlo, ya como posesión de la Residencia, tuve la sensación de que habíamos arribado al puerto».[21]

El arquitecto encargado de diseñar la nueva Residencia fue Antonio Flórez, antiguo alumno de Manuel B. de Cossío en la Institución Libre de Enseñanza que, después, había estudiado durante varios años en Roma. Flórez —sin duda después de largas discusiones con don Alberto— concibió un grupo de pabellones de inspiración neomudéjar. Su construcción empezó aquel mismo año.[22]

Los dos primeros pabellones —edificios idénticos, paralelos, estrechos, de tres plantas, con sendas torrecillas graciosas y grandes aleros de madera cubiertos de verdes tejas vidriadas— fueron orientados en dirección Este-Oeste. Cada pabellón tenía veinticuatro dormitorios dobles que medían cuatro metros por cuatro, con amplias ventanas que daban a Mediodía. Desde las galerías, que miraban hacia el Norte, y las azoteas, se divisaba la Sierra de Guadarrama. Había una generosa provisión de duchas y baños —una novedad por aquellas fechas—, y Flórez había calculado con precisión la relación entre la altura de los dos edificios y el espacio entre ellos, para asegurar (incluidas las ventanas bajas del segundo pabellón) durante todo el año un máximo de luz solar.[23] Esta disposición, así como las proporciones de los dos edificios, se perdieron después de la guerra al añadirles a éstos un cuarto piso. Hoy los pabellones primero y segundo de Flórez tienen cierto aspecto de pesadez ajeno a los planos del arquitecto.

El tercer pabellón, menos alto que los dos primeros, comprendía cincuenta habitaciones más las oficinas de la administración, el comedor y el gran salón de actos donde, durante la década de los años veinte, época dorada de la «Resi», se reuniría la flor y nata de la cultura española y extranjera.

Los pabellones cuarto y quinto, alineados, como el tercero, de Norte a Sur, eran obra de otro arquitecto, Francisco Luque, y de similar inspiración a los de Flórez. Se terminaron en 1916.[24] El cuarto, con sus dos simpáticas torres, fue bautizado como «el Transatlántico» por los residentes: la larga baranda de madera, que corre por toda la fachada oriental de la segunda planta del edificio, hace pensar, efectivamente, en la de un crucero. Este pabellón de Luque es, indudablemente, el de más personalidad de todo el conjunto. En los sótanos del «Transatlántico», y en su planta baja, se instalaron los laboratorios de la Residencia, mientras que en el primer piso había otro grupo de dormitorios.

Los pabellones formaron un conjunto de sobria belleza, de inconfundibles reminiscencias andaluzas («Algo de morisco Albaicín», diría el poeta César M. Arconada en 1928),[25] colmando la fe depositada en la inspiración de Antonio Flórez por Jiménez Fraud, quien escribiría en el exilio de la posguerra:

Yo tuve esperanzas, que resultaron bien fundadas, de que a pesar de la difícil configuración del terreno y de la modicidad de la consignación, Flórez sacara de tan pobres elementos el mejor y más bello resultado posible; la pureza de las líneas arquitectónicas, la proporción de las masas, el color del ladrillo recocho, que quemado por el fuerte sol fue tomando un bello color de rosa tostada, y la decoración austera, hicieron el milagro.[26]

Juan Ramón Jiménez participó con fervor en el trazado de los jardines y en la elección de árboles, arbustos y plantas. «Han empezado las obras y yo, que soy uno de los que las dirijen, voy todos los días, de dos a cuatro, al terreno», le escribe a su madre, añadiendo: «El proyecto es maravilloso y el año que viene será una realidad… Aquello será ya la perfección».[27] Bajo la dirección del poeta de Moguer se plantaron numerosos chopos y lirios al lado del canalillo. Mientras, en el espacio entre los dos primeros pabellones, el poeta, inspirado por el Jardín de los Frailes de El Escorial, plantó cuatro adelfas —tres rojas y una blanca— cercadas de boj. Este jardincillo recibió el nombre de Patio de las Adelfas o de los Poetas, «pues al recuerdo de Juan Ramón Jiménez se añadió luego la presencia de Moreno Villa, García Lorca y Emilio Prados, las visitas frecuentes de Antonio Machado, el paso de Claudel, Valéry, Eugénio de Castro, Max Jacob, López Vieira, Alfonso Reyes, Valle-Inclán, Salinas…».[28]

Juan Ramón estaba entusiasmado con los resultados de sus esfuerzos, y su imaginación le creaba visiones de la belleza que tendría la colina, ya «Colina de los Chopos», una vez que los árboles cantores hubiesen crecido:

Aún su sombra no sirve para Parsifal, el perro blanco de Cándido el portero, y el aplauso de sus hojas es lejanísimo, todavía casi en la madre, allá en el otro campo de Madrid. Pero, ¡qué gozo ya esta gran promesa de verdor, de oro, de esbeltez, de luz, de pájaros, en esta colina yerma ayer, pedazo de planeta que en este momento nos corresponde, y donde estamos poniendo al ponerlos, para cada primavera, cada verano, cada invierno y cada otoño, con el recuerdo de cada primavera y cada verano, cada invierno y cada otoño, nuestro verdor, nuestro ardor, nuestra dureza y nuestra llamarada![29]

Cuando Federico García Lorca visitó por primera vez la Residencia en la primavera de 1919, el sueño de Juan Ramón Jiménez ya se iba haciendo realidad. Los chopos habían crecido, ya maduraban arbustos, flores y adelfas, y aquello parecía un oasis de agua, paz y verdor inserto en el duro corazón de la paramera castellana.

El interior de los nuevos pabellones era de suma modestia y sencillez. Todo el mobiliario era de pino, con la excepción de los sillones de mimbre, poco cómodos. Los dormitorios tenían algo de celdas, y, los residentes, de frailes entregados al culto del arte y de la ciencia. El color lo añadían las reproducciones de cuadros, los azulejos y los cacharros de Talavera.[30] «Nada de blandas alfombras, nada de muelles butacas y poltronas —recordaría Ramón Menéndez Pidal en 1962, con motivo del cincuenta aniversario de la fundación de la Residencia—. ¡Cuántas veces vemos lo contrario en los centros oficiales, vacíos de todo contenido, hinchados de extemporáneo lujo!».[31]

En un país donde tradicionalmente se tiran los desperdicios y papeles al suelo, don Alberto tenía la manía de la limpieza. El culpable de atentar contra las normas de pulcritud que regían en la casa se arriesgaba a recibir una inolvidable reprimenda, como sabía García Lorca, quien le referiría a una amiga hacia 1927:

Figúrate lo que me ha ocurrido. ¡Es atroz! Tiré, en un pasillo de la Residencia, una colilla. Y en esto, que pasa Jiménez Fraud. Y que me ve. Y que me mira y, sin decirme palabra, se agacha, y la recoge, y la va a tirar a un cenicero. Creí morir. Hubiera preferido que me la tirara a la cara.[32]

Otros muchos residentes tuvieron una experiencia parecida.

Jiménez Fraud tenía, sin duda, una forma de ser muy personal, mezcla de firmeza, voluntad férrea y tolerancia hacia los demás. Escribe Justino Azcárate:

Don Alberto tenía un carácter raro, por poco frecuente, porque la firmeza y la severidad jamás estuvieron acompañadas por una voz gritona, ni por un ademán agresivo. Y sin embargo, cuando ponía firmeza y severidad en sus palabras, en seguida se captaban porque entornaba los ojos en forma muy enérgica y comedida, y su voz penetraba muy adentro.[33]

La apreciación de Julio Caro Baroja es parecida:

Don Alberto era la corrección y la discreción hechas persona. Fácilmente dejaba el primer puesto a otros. Pero cuando había que trabajar firme, cuando había que tomar una decisión, aquel andaluz menudo era fuerte como una roca.[34]

Gabriel Celaya, otro residente, ha evocado en un emocionante poema, «Mi Residencia de Estudiantes», el eficaz y tolerante ambiente de aquella casa donde «todo era en torno un orden tranquilo funcionando»:

Recuerdo a don Alberto Jiménez Fraud tranquilo

gobernándolo todo como quien no hace nada.

Recuerdo a don Miguel, y a Juan Ramón, y a Ortega,

y el susto que me daban si de pronto me hablaban,

y el interés humano que yo, estudiante equis,

en ellos despertaba, conmigo levantaban.[35]

Para otro residente, Antonio Gómez Orbaneja, Jiménez Fraud «era por antonomasia el hombre atento», el hombre que escuchaba de verdad «las preocupaciones e intereses de su interlocutor».[36]

Después del traslado de la Residencia al Cerro del Viento, y una vez terminados los cinco pabellones, había sitio en la casa para unos doscientos cincuenta residentes, cifra que se mantendría prácticamente constante hasta 1936 y que hacía posible que todos los que allí vivían se conociesen. Era una comunidad de un tamaño ideal.[37]

La mayoría de los residentes eran estudiantes de Medicina, atraídos por los laboratorios, y a ellos les seguían los ingenieros industriales, cuya Escuela se encontraba instalada a dos pasos en el Palacio de Bellas Artes.[38]

En cuanto a la acusación de elitismo social que a veces se ha lanzado contra la Residencia, es cierto que el mayor número de residentes —inevitablemente, dadas las condiciones imperantes entonces en España— procedían de la clase media, pero la Junta era consciente de esta situación, e hizo esfuerzos por facilitar el acceso de estudiantes menos favorecidos económicamente. En la Memoria de 1918 leemos:

El comité de la Residencia se resiste a subir los precios porque desea dar las ventajas de aquella casa precisamente a los alumnos de clase más modesta.[39]

Y en la de 1920:

Latente la crisis económica y deseosa la Junta de no provocar aumentos de cuotas que alejasen de la Residencia a los alumnos de posición económica más modesta, no se ha atrevido a exigir a los varios Grupos de la Residencia el abono de la aportación que se les impuso para contribuir a la adquisición de edificios, a reparaciones y conservación.[40]

En la gran mayoría de los dormitorios de la Residencia se alojaban dos estudiantes. Entre 1916 y 1933 la pensión completa diaria, que variaba ligeramente según los dormitorios, se mantuvo entre 5,50 y 7,50 pesetas, precio relativamente módico cuando se tiene en cuenta que la Residencia no tenía otros ingresos con los cuales cubrir sus gastos.[41]

En 1915, a iniciativas de la Junta para Ampliación de Estudios y al trasladarse la Residencia de Estudiantes a la Colina de los Chopos, se creó, en dos de los hoteles de la calle de Fortuny ya desalojados (números 28 y 30), la Residencia de Señoritas, expresión tangible de la preocupación constante de la Institución Libre por la educación de la mujer española. Esta nueva residencia tenía, al principio, treinta plazas. Dirigida por María de Maeztu, su éxito y su expansión numérica fueron vertiginosos, siendo, en 1924-1926, ciento setenta las residentes y, en 1934, más de doscientas cincuenta. En la Residencia de Señoritas se organizaban conferencias, orientadas en su mayoría hacia temas relacionados con la educación de la mujer o su papel social. Se enseñaban idiomas, especialmente inglés. Se crearon un laboratorio de Química y una excelente biblioteca —abierta, como la de la Residencia de Estudiantes, catorce horas al día—, y se cultivaban los deportes. Era una expresión más de la nueva España que nacía.[42]

Hemos mencionado el constante empeño de Alberto Jiménez Fraud en que la Residencia de Estudiantes llevara a cabo una labor de aproximación entre «las dos culturas» —letras y ciencias—, y en que, desde la fundación de la casa, se crearan en ella unos modestos laboratorios de investigación científica. En 1916, terminado el cuarto pabellón («el Transatlántico») del nuevo conjunto residencial de la Colina de los Chopos, se trasladaron a aquél los laboratorios de la calle de Fortuny y se inauguraron allí al mismo tiempo otros nuevos: el de química fisiológica, dirigida por Antonio Madinaveitia y José María Sacristán; el de fisiología y anatomía de los centros nerviosos, regido por el conocido psicólogo Gonzalo R. Lafora; y el de fisiología general, que dirigía Juan Negrín (luego, durante la guerra civil, presidente del Consejo de Ministros). En 1919 se abrió el laboratorio de histología normal y patología nerviosa, bajo la dirección de Pío del Río Hortega. Y finalmente, en 1920, el de serología y bacteriología, dirigido por Paulino Suárez.[43]

En todos estos laboratorios, en condiciones económicas muy reducidas, se efectuaron meritorias y, a veces brillantes, investigaciones (tales las de Negrín sobre la función de las glándulas de secreción interna, o sobre la adrenalina), así como una labor docente de primer orden, todo lo cual añadió extraordinario prestigio a la Residencia.[44]

Don Severo Ochoa, Premio Nobel de Medicina, fue residente, y trabajó durante muchos años en el laboratorio de fisiología del «Transatlántico». Ha definido así aquel entusiasta y pionero ambiente científico:

El excesivo número de estudiantes en las facultades de medicina y ciencias de la Universidad de Madrid dificultaba enormemente la posibilidad de que en ellas se llevase a cabo una enseñanza práctica con el alto grado de eficiencia que la formación, tanto profesional como científica, de los alumnos hubiese hecho deseable. Y los laboratorios de la Residencia permitían a los estudiantes más aventajados llenar, y muy cumplidamente, aquella laguna, ofreciéndoles la posibilidad de realizar por sí mismos las diversas técnicas biológicas y químicas e iniciarse en el terreno de la investigación científica. Comúnmente muchos estudiantes seguían sucesivamente los cursos de los diversos laboratorios. En todos ellos el trabajo realizado era intenso, y fácilmente se comprende lo que supone como preparación y formación para un médico o biólogo el conocimiento y dominio de las técnicas analíticas y experimentales de las disciplinas básicas de su profesión… La contribución de los laboratorios de la Residencia a la formación de la juventud científica española ha sido asombrosa.[45]

Habría que mencionar aquí otra iniciativa de la Junta para Ampliación de Estudios que enriquecería la vida cultural de España y la de la Colina de los Chopos: la fundación, en 1918, del Instituto-Escuela.

Se trataba de un Instituto de Segunda Enseñanza de tipo experimental que, a pesar de sus orígenes institucionistas, recibió el apoyo del Gobierno conservador y, más concretamente, del ministro de Instrucción Pública, Santiago Álvaro, quien, aunque hombre de derechas, admiraba la labor de Francisco Giner de los Ríos.

En el Instituto-Escuela se aplicaba, oficialmente, el plan de estudios de la Institución Libre de Enseñanza. No había libros de texto. No había exámenes de fin de curso. Las clases eran pequeñas, lo cual permitía un contacto personal entre profesor y alumno. Se organizaban excursiones al campo, visitas a monumentos, museos y galerías de arte. Era, en definitiva, la traducción a la vida oficial de lo que, con la Institución Libre, había sido una iniciativa privada.[46]

En la primera etapa del Instituto-Escuela, éste se instaló en el espléndido local, generosamente cedido, del Instituto Internacional de la calle de Miguel Ángel, número 8. Luego pasó a ocupar un nuevo pabellón construido cerca de la Residencia de Estudiantes, lo cual facilitó, con el paso del tiempo, un intercambio cultural importante entre la gente de ambas entidades. Del Instituto-Escuela saldrían varios miles de españoles imbuidos de los ideales de Giner de los Ríos y —como veremos— numerosos actores de La Barraca de Lorca se reclutarían entre sus antiguos alumnos.

Aspecto fundamental de la labor de Alberto Jiménez Fraud, desde la creación de la Residencia de Estudiantes en 1910, fue atraer a la casa, para pronunciar conferencias sobre su especialidad, a destacados hombres de letras y ciencias. Este empeño se intensificó a partir del traslado de la «Resi» a los altos del Hipódromo en 1915 y fue rubricado, en 1923, con la creación del Comité Hispano-Inglés y, al año siguiente, con la de la Sociedad de Cursos y Conferencias.[47]

La primera de esas asociaciones se debió a la iniciativa de quien sería gran amigo de Alberto Jiménez Fraud, Jacobo Fitz-James Stuart, duque de Alba a la vez que de Berwick —en las venas del ilustre prócer se mezclaban sangre escocesa y española—, y del entonces embajador británico en Madrid, sir Esme Howard. La finalidad del Comité era fomentar las relaciones culturales entre España y Gran Bretaña con, entre otras medidas, la financiación de becas que permitiesen a estudiantes españoles pasar temporadas en Oxford y Cambridge, y a los de esos centros venir a la Residencia, y propiciar la visita a ésta de relevantes figuras británicas.[48]

La Sociedad de Cursos y Conferencias se fundó en colaboración con un comité de aristocráticas damas, flor y nata de la alta sociedad madrileña. La idea, según escribiría Jiménez Fraud, era ampliar la iniciativa del Comité Hispano-Inglés, invitando a la cátedra de la Residencia no sólo a especialistas británicos sino también a destacados representantes de otros países europeos. El éxito de la Sociedad fue tal que se cubrió casi en seguida el cupo máximo de miembros previsto. Relata Jiménez Fraud:

Los socios eran unos doscientos cincuenta, quienes unidos a las doscientas cincuenta personas que contaban los residentes, el personal docente de la Residencia y los invitados oficiales del conferenciante de turno, formaban ese grupo de «Los Quinientos», integrados por las personas más representativas de los distintos grupos sociales españoles.[49]

La fundación de esas dos asociaciones culturales supuso para los residentes un extraordinario enriquecimiento intelectual y un estímulo de consecuencias incalculables, pues no sólo podían asistir gratuitamente a los actos de ambas sino, muchas veces, hablar personalmente con los conferenciantes, que a menudo se alojaban en la Residencia.

Larguísima sería la lista de los distinguidos escritores, científicos, arqueólogos, médicos, exploradores, economistas, etc., que pasaron por la cátedra de la Residencia de Estudiantes entre 1915 y 1936. Entre otros muchos fueron invitados a la Colina de los Chopos: Eugénio de Castro, H. G. Wells, Gilbert Chesterton, Albert Einstein, madame Curie, Paul Valéry, Howard Carter, Le Corbusier, sir Arthur Eddington, Walter Starkie, Louis Aragon, sir Leonard Woolley, François Mauriac, Blaise Cendrars, Leo Frobenius, Paul Claudel, Georges Duhamel, Hilaire Belloc, Henri Bergson, el general Bruce, Max Jacob, John Maynard Keynes, el conde de Keyserling y Filippo Tommaso Marinetti.[50]

Numerosos fueron también los españoles que pronunciaron conferencias en la Residencia, o leyeron allí sus obras: Eugenio d’Ors, José Ortega y Gasset, Ramiro de Maeztu, Ramón del Valle-Inclán, Manuel Machado, Eduardo Marquina, Manuel Bartolomé Cossío, Gregorio Marañón, Pío del Río Hortega, Blas Cabrera y otros.[51]

García Lorca declararía, al principio de su charla «Juego y teoría del duende» (1930), cargando un poco las tintas, que «en aquel refinado salón» de la Residencia, «donde acudía para corregir su frivolidad de playa francesa la vieja aristocracia española», había oído «cerca de mil conferencias», añadiendo: «Con ganas de aire y sol, me he aburrido tanto, que al salir me he sentido cubierto por una leve ceniza casi a punto de convertirse en pimienta de irritación».[52] Lorca —que durante su etapa de residente había pronunciado ante sus compañeros dos conferencias, «La imagen poética en don Luis de Góngora» y «Las nanas infantiles»—, en la introducción a su conferencia «La mecánica de la poesía» —dada en La Habana en 1930—, aludiría jocosamente a las peculiaridades individuales de los visitantes a la cátedra de la «Resi». Apunta el Diario de la Marina:

Recordó, en sus primeras palabras, sus tiempos de estudiante, en que él parodiaba a los distintos conferenciantes que pasaban por la Residencia de Estudiantes de Madrid, siendo objeto de sus sátiras, entre las reuniones de ellos, desde el delicioso Chesterton con su cabello de virutas de alambre hasta el manco Cendrars que dibujó a los ídolos viejos, desde Míster Carter, seco ya como la momia de un gato egipcio, hasta el clásico Paul Valéry, cuyo monóculo se le convertía muchas veces en mariposa con gran disgusto por su parte.[53]

Federico, en sus propias charlas, siempre trataría de evitar la nota de pedantería, cosa no difícil para él. Y en unas líneas tachadas del manuscrito de su conferencia-recital sobre el Romancero gitano, escribiría (exagerando como él sabía hacerlo): «Recuerdo una vez que un conferenciante nos dio una lata tan espantosa que el poeta Emilio Prados y yo salimos como locos al jardín y nos arrojamos vestidos al canal que bordea la colina de la Residencia».[54]

Desde que abrió sus puertas la Residencia tuvo, inevitablemente, sus detractores, que no toleraban el espíritu liberal, institucionista y laico que animaba la casa. «En la Residencia había católicos y no católicos, y nunca toleró Alberto Jiménez que se hablara de ello —escribió Américo Castro—. Pero no había capilla, y esto atrajo furias, porque en España, por lo visto, no bastaba con ser digna y plenamente humano, en alguna de sus innumerables variedades».[55] A raíz del golpe de estado del general Miguel Primo de Rivera en septiembre de 1923, el Patronato de la Residencia fue destituido, siendo reemplazado por personas opuestas a los ideales de la casa, algunas de ellas, según Jiménez Fraud, enemigos mortales de ella:

Se emplearon toda clase de armas: acusaciones continuas para mantener un estado de inquietud y provocar alguna resolución indiscreta; análisis minuciosos de la contabilidad de la Residencia desde su fundación; frecuentísimas visitas de inspección; reuniones quincenales del Patronato, agobiadoramente largas, en las que se pedían motivase de palabra y por escrito cada una de mis decisiones; descortesías estudiadas y amenazas solapadas.[56]

Pero la Residencia contaba también con poderosos amigos entre la derecha moderada y culta, y la intervención del duque de Alba, del marqués de Palomares de Duero y de otros personajes influyentes detuvo la mano de los que querían acabar con la casa.[57] Finalmente, en 1928, el propio Primo de Rivera se dignaría visitar la Colina de los Chopos, habiendo intervenido previamente para que el Ministerio de Instrucción Pública adquiriera los extensos terrenos que se extendían detrás de los pabellones, con el objeto de asegurar así el futuro de la Residencia. «Dejó el general una impresión agradable —escribe Jiménez Fraud—, porque se notaba su satisfacción al realizar un acto que estimaba bueno, y de ofrecerse oportunidad, hubiera estado dispuesto a entusiasmarse con nuestra institución».[58]

Alberto Jiménez Fraud era bibliófilo —«toda su vida gustó de libros bien editados, sin lujo alguno, pero muy escogidos por su calidad y por la forma de presentarlos», escribe Luis G. de Valdeavellano—,[59] y ejercía esporádicamente de editor. No era sorprendente, pues, que a iniciativa suya se creara en la Residencia una espléndida biblioteca, ni que surgiera la idea de publicar libros. Para tal empresa, que se inició en 1913 (año en que se empezó la construcción de la nueva Residencia) con una esmerada edición, a cargo de Antonio García Solalinde, del poema de Gonzalo de Berceo El sacrificio de la misa, Jiménez Fraud contaba con la colaboración, experiencia y entusiasmo de Juan Ramón Jiménez, que asumió la dirección de tales publicaciones. El poeta de Moguer, siempre atento a la belleza física de sus propios libros, consiguió que los editados por la Residencia de Estudiantes destacasen no sólo por su contenido, sino por la sobria pulcritud de su tipografía y confección.

Entre 1913 y 1935, la Residencia de Estudiantes publicó unos cincuenta libros, distribuidos entre cuatro series así definidas: Cuadernos de Trabajo («Con estos cuadernos de investigación, quisiera la RESIDENCIA contribuir a la labor científica española»); Ensayos («Componen esta serie trabajos originales que, aun versando sobre temas concretos de arte, historia, ética, literatura, etc., tienden a expresar una ideología de amplio interés, en forma cálida y personal»); Biografías («Para promover viriles entusiasmos, nada como las vidas heroicas de hombres ilustres, exaltadas por espíritus gemelos. Esta serie consta de ejemplares biografías, cuya traducción se ha confiado a escritores competentes»); y Varia («La RESIDENCIA se propone perpetuar, con esta serie, la eficacia de toda manifestación espiritual —lecturas, jiras, conferencias, conmemoraciones—, que impulse la nueva España hacia un ideal puro, abierto y definido»).[60]

La lista de publicaciones de la Residencia incluida al final de cada tomo venía siempre precedida de una nota en la cual, escuetamente, se sintetizaban los valores que animaban aquella empresa cultural, tan profundamente patriótica:

Estas publicaciones responden a la necesidad de buscar una expresión de la actividad espiritual que en la RESIDENCIA y en torno de ella se ha ido desenvolviendo. Los varios modos en que va cuajando esta actividad, estarán representados en diferentes series de libros. No se trata, pues, tan sólo, de dar publicidad a los trabajos de los residentes, primeros frutos de su formación científica, sino de recoger también otras producciones que han nacido al contacto de la RESIDENCIA con el ambiente ideal exterior. La obra de la RESIDENCIA ha sabido atraer la atención y el apoyo moral de literatos, científicos y políticos, que trabajan unidos a su lado, como si se tratase de una obra propia; y este núcleo formado en torno de la RESIDENCIA se ha dispuesto con devoción y con entusiasmo a sembrar en ella y desde ella, en la juventud española, los ideales de la Patria futura. En fin, la continuidad de la labor educacional de la RESIDENCIA la lleva a perpetuar en sus publicaciones momentos ejemplares de la cultura universal y de la vida nacional, para todo lo cual encontrará cauce en las actuales series y en otras nuevas, que a su tiempo saldrán a la luz.[61]

Entre los tomos editados por la Residencia habría que señalar las Meditaciones del Quijote (1914), primer libro publicado por José Ortega y Gasset; Al margen de los clásicos (1915) de Azorín, además de El licenciado Vidriera (1915) y Un pueblecito (1916) del mismo autor; los siete tomos de los Ensayos de Miguel de Unamuno, cuya publicación se inició en 1916; La filosofía de Henri Bergson (1916) de Manuel García Morente; La edad heroica (1915) de Luis de Zulueta, destacado residente; Vida de Beethoven (1915) de Romain Rolland; Principios de la relatividad (1923), de Blas Cabrera, temprano intento por divulgar en España las ideas de Einstein, que había pronunciado una memorable conferencia en la Residencia un año antes; una primorosa edición de Platero y yo de Juan Ramón Jiménez (1926); y la primera edición de las Poesías completas de Antonio Machado, publicadas en 1917.

Antes de tomar contacto por primera vez con la Residencia de Estudiantes en la primavera de 1919, Lorca había manejado en Granada un ejemplar de esta edición de Machado que, a modo de «Pórtico», incluía los versos dedicados por Rubén Darío al autor de Campos de Castilla, los que empiezan: «Misterioso y silencioso / iba una y otra vez. / Su mirada era tan profunda / que apenas se podía ver…». Conmovido por la lectura de los poemas machadianos, Federico trazó en la portada y contraportada del volumen unos versos en los cuales expresaba no sólo su devoción por el gran poeta sevillano, sino su credo poético personal. La composición, sin título, lleva fecha del 7 de agosto de 1918. Comienza así:

Dejaría en este libro

Toda mi alma.

Este libro que ha visto

Conmigo los paisajes

Y vivido horas santas.

El poema revela la fuerte impresión que ha ejercido la lírica de Machado sobre la sensibilidad del granadino. Y allí donde Machado afirma:

El alma del poeta

se orienta hacia el misterio.

Sólo el poeta puede

mirar lo que está lejos

dentro del alma, en turbio

y mago sol envuelto

Lorca glosa:

El poeta es el médium

De la Naturaleza

Que explica su grandeza

Por medio de palabras.

El poeta comprende

Todo lo incomprensible,

Y a cosas que se odian

El amigas las llama.[62]

A sugerencia de Ricardo de Orueta —residente y crítico de arte— se adoptó, como sello de las publicaciones de la Residencia (y, por extensión, de la casa misma), un dibujo que reproducía la escultura ateniense, del siglo V antes de nuestra era, conocida como El atleta rubio. Se trata de la cabeza de un hermoso joven que peina el krobylos, tocado heroico de Maratón y de Platea, y que debe su nombre a que, entre sus cabellos, conserva restos de ocre amarillo. El bellísimo fragmento fue encontrado en 1887, y se guarda en el Museo de la Acrópolis.[63]

No es casualidad el que Ricardo de Orueta fuera también fervoroso admirador del Doncel de Sigüenza. Ambas esculturas expresaban el ideal de la casa —la creación del «perfecto ciudadano»—, y, según Jiménez Fraud, reproducciones tanto de una como de otra abundaban en las habitaciones de la Residencia.[64]

«Mens sana in corpore sano» hubiera podido ser el lema oficial, en verdad, de aquella casa, que, de acuerdo con sus raíces institucionistas y anglófilas, creía en la utilidad de los deportes, considerándolos «el acicate para la vida corporativa y para el mantenimiento de un sano espíritu de orden».[65] Al lado del Palacio de Bellas Artes se construyeron varias canchas de tenis (que todavía existen) y, detrás de la Residencia, había un campo de fútbol y una pista para carreras, salto y disco. Se tomaban baños de sol en las azoteas de los pabellones. Estaba de moda el deporte, así como el atuendo deportista, y llegarían a hacerse famosos los concursos atléticos organizados cada año por los residentes aficionados.[66]

Federico García Lorca —a diferencia, por ejemplo, de Luis Buñuel, residente desde 1917— no tenía las condiciones físicas adecuadas para ser deportista. Si sus manos le servían admirablemente para tocar el piano o rasguear la guitarra, no sabían qué hacer con una raqueta o pelota, ni sus pies con un balón de fútbol. Lo cual no le impediría escribir, bromeando, en una «nota autobiográfica» redactada durante su estancia en Nueva York —iniciada en 1929 al final de su etapa de residente—: «Al poeta le gustan los toros y los deportes y cultiva el tennis, que dice es delicadísimo y aburridísimo casi como el billar».[67]

En el campo de la música, la actividad de la Residencia también fue extraordinaria. Invitados por el Comité Hispano-Inglés y la Sociedad de Cursos y Conferencias, dieron conciertos allí ilustres músicos e intérpretes, tanto nacionales como extranjeros, entre ellos Manuel de Falla, Andrés Segovia, Wanda Landowska, Ricardo Viñes, Darius Milhaud, Igor Stravinsky, Francis Poulenc, Maurice Ravel, Joaquín Turina y Madeleine Grey.[68] En el salón de actos se oyeron por primera vez obras del grupo de nuevos compositores españoles conocido como «Los Ocho»: Salvador Bacarisse, Julián Bautista, Rosa García Ascot, Ernesto y Rodolfo Halffter, Juan José Mantecón, Gustavo Pittaluga y Fernando Remacha, mientras, desde la cátedra de la Residencia, hablaron sobre temas musicales personalidades como el hispanista inglés John Brande Trend (gran amigo de la «Resi») y el crítico musical de El Sol, Adolfo Salazar.[69]

Estos actos solían empezar a las seis de la tarde. El musicólogo Jesús Bal y Gay, residente a partir de 1925, ha recordado los conciertos nocturnos —más informales, para deleite exclusivo de los de la casa—, que a menudo tenían lugar después de la cena:

Quienes en ellos actuaban eran músicos de bien merecido prestigio, pero al mismo tiempo figuras familiares en la vida musical madrileña, de la que los residentes filarmónicos formábamos parte; así podíamos acercarnos a ellos y plantearles cuestiones musicales que nos interesaban, cosa que no habríamos osado hacer con un Ravel, un Falla o un Stravinsky.[70]

Bal y Gay, quien, como delegado de música de la Sociedad de Deportes de la Residencia, organizó muchas de aquellas veladas, puntualiza, anticipándose a la extrañeza del lector: «La verdad es que el problema de la incongruencia entre la música y el deporte nunca se planteó entre nosotros».[71]

Tal compatibilidad de gustos y afanes era, ciertamente, otra característica del «espíritu de la casa», y nos recuerda, una vez más, el ideal humanista que animaba la labor de Jiménez Fraud.

Escribió José Moreno Villa en 1926:

No hay perro en la Residencia. Las noches son de un silencio absoluto. En un cuarto se «hace» medicina; en otro, cálculo infinitesimal; en otro, legislación; en otro, historia; en otro, caminos, puentes hacia la eternidad, versos. ¿Es que hago un relato simultaneísta? Es la realidad. Un mundo es esto.[72]

En aquel ambiente acogedor y estimulante, donde se juntaban, en alegre camaradería, algunos de los jóvenes más talentosos de España, amén de numerosos valores consagrados, Lorca se movería como pez en el agua. Durante el período 1919-1928, y especialmente entre 1919 y 1925, la Residencia sería el eje de la vida del poeta en la capital. Pasaría largas temporadas alejado de ella, es cierto, especialmente en Granada, pero, siempre que podía, volvería a la Colina de los Chopos. En la «Resi» se haría entrañables amistades —ya hablaremos de sus relaciones con Salvador Dalí y Luis Buñuel, tan cruciales para su desarrollo artístico y personal, con Pepín Bello, Juan Vicéns, Emilio Prados y tantos otros amigos—, y desde ella se lanzaría a la conquista literaria de Madrid, empezando, en 1920, con el estreno de El maleficio de la mariposa, acontecimiento del cual vamos a hablar a continuación.