LA JUVENILIA. DIOS Y DIONISIO
El problema religioso: Dios, Cristo, la Iglesia
Entre 1917 y 1920 Lorca escribió, además de Impresiones y paisajes, muchísimas prosas, varias pequeñas obras dramáticas y un nutridísimo acopio de poemas. La gran mayoría de estas composiciones es todavía inédita.*
*En 1985. Ya no.
Francisco García Lorca fue testigo de aquella incansable actividad creadora. «Era un llenar cuartillas sin cuento —refiere—; un ejercicio incesante al que se entregaba principalmente de madrugada. Si se quedaba sin cuartillas, aprovechaba otros papeles».[1] Indicio de todo ello sería la página estampada, no sin cierta ostentación, al final de Impresiones y paisajes:
OBRAS DEL AUTOR
EN PRENSA
Elogios y canciones (Poesías).
EN PREPARACIÓN
Místicas (De la carne y el espíritu).
Fantasías decorativas. Eróticas.
Fray Antonio (Poema raro).
Tonadas de la Vega (Cancionero popular).
A lo largo de su vida de escritor —unos escasos dieciocho años—, Lorca no vacilaría en anunciar como terminadas obras que, en realidad, sólo tenía «vistas» o resueltas en su cabeza. Era una peculiaridad suya. Parece inexacto, por ejemplo, que Elogios y canciones estuviera «en prensa»: por lo menos, no se ha encontrado rastro de tal proyecto editorial. Tampoco fue publicado ninguno de los otros títulos anunciados como «en preparación». Sin embargo, era cierto que el joven autor ya tenía escritas numerosas Místicas, una gran cantidad de poemas y la obra en prosa (a pesar del subtítulo) Fray Antonio (Poema raro).
Como pasaría después, a Federico le bullían entonces en la cabeza, a la vez, un enjambre de diversas iniciativas literarias.
Los primeros escritos de Lorca, sólo una reducida selección de los cuales se dieron a conocer en Impresiones y paisajes y, tres años más tarde, en Libro de poemas (1921), constituyen una especie de diario íntimo del estado de ánimo del poeta por aquellos años. Diario cuyos dos temas principales y reincidentes, íntimamente vinculados, son una creciente rebeldía contra la ortodoxia católica en que ha sido educado, y una desgarradora angustia erótica.
Contrariamente a la que sería su costumbre posterior, Lorca fechó con precisión la mayoría de sus manuscritos de 1917 y 1918. Ello nos permite seguir de cerca, y a veces casi día por día, los vaivenes de su dolorido corazón durante la etapa de su formación poética.
En el primer Lorca el problema de Dios es omnipresente, como se deduce de la lectura más somera de Impresiones y paisajes. El poeta somete las creencias de su infancia y juventud a una constante, implacable labor de análisis y crítica, y el Dios del Antiguo Testamento aparece, desde los escritos más tempranos, como deidad ausente e injusta a quien es prácticamente imposible respetar, y mucho menos amar:
Esto es reino del dolor
Y no existe el Dios de Amor
Que nos pintan
Contemplando los cielos
Se adivina el imposible de Dios
Dios que es eterno mudo
Dios inconsciente, rudo
El abismo
El Dios que dice el Cristo
Que habita en los cielos es injusto.
Truena sobre los buenos
Truena sobre los malos
Inclemente…[2]
En Mística en que se habla de la eterna mansión —todas las místicas parecen haber sido compuestas en el otoño de 1917—, pregunta: «¿No pudiera ser que fuéramos creados para servir de juguetes al Altísimo?». La evidencia de la Biblia en este sentido le convence plenamente: «Parece que estamos destinados a movernos por las manos del Dios inflexible que nos tiene para su reír como metidos en una jaula».[3] Esta idea reaparece en el poema «Prólogo»:
Dime, Señor,
¡Dios mío!
¿Nos hundes en la sombra
Del abismo?
¿Somos pájaros ciegos
Sin nidos?
La luz se va apagando.
¿Y el aceite divino?
Las olas agonizan.
¿Has querido
Jugar como si fuéramos
Soldaditos? Dime, Señor,
¡Dios mío!
¿No llega el dolor nuestro
A tus oídos?[4]
El hombre está continuamente bajo «el peso de la amenaza tremenda»,[5] o sea del castigo de Dios. La consecuencia es inevitable:
Y temblamos sin amarlo nunca… amándolo por el miedo, rogándole por el miedo a castigos que algunas gentecillas creen. Y cuando estamos alegres y nos acordamos de él, temblamos también porque aquella felicidad la destruirá en momentos… Bien pensado, nada tenemos que agradecerle los hombres a Dios más que el conocimiento del dolor.[6]
Dios, al crear al hombre, ha creado un mundo donde sufrir es la norma. El poeta no se lo perdona. En Mística en que se trata de Dios. Oración se dirige, estremecido, a Él, incidiendo sobre el problema del mal, que «recorre los caminos de las almas con sus antorchas verdosas» mientras «el bien, que eres tú, se oculta en las tinieblas».[7] Dios, por haber creado el mal, debe tener piedad de sí mismo. «Apiádate de tu obra que hiciste porque sí —le recomienda—. Apiádate de habernos dado tantos sufrimientos sin ninguna causa. Apiádate de las miserias de la carne, rueda gigante que no tiene fin. Apiádate de ti mismo al ver cómo te sienten. Apiádate de todo, que muere sin saber por qué muere».[8]
La juvenilia formula una y otra vez las «eternas preguntas cuya contestación es el silencio»:[9]
¿Para qué ese mundo? ¿Qué objeto tiene la eternidad? Suponiendo que nuestras almas supervivan a la muerte del cuerpo, ¿para qué han de estar gozando de la presencia de Dios? ¿Y cuál es el fin de los espíritus puros? ¿Qué han de hacer eternamente girando como los astros imbéciles? ¿Es ésa la felicidad? El reino de Dios debe de ser, según nos lo pintan, un enorme paraje sombrío y monótono… ¿Por qué causa el hombre consciente (porque hay hombres piedras) ha de estar siempre sumido en dolores? ¿Cuál es el objeto de nuestros sufrimientos?[10]
Ante la injusticia del mundo creado por este cruel Dios sólo cabe la protesta:
Tenemos que implorar, que luchar con Dios para impetrar de su imposible [sic] que deje de jugar con nuestros corazones, que cese ya su Dolor, que nos deje abandonados a nosotros mismos para que las velas de nuestras almas se hinchen hacia la misericordia y la tranquilidad. Tenemos que protestar invirtiendo el orden natural de las cosas, perdonándonos los unos a los otros y procreando corazones valerosos para luchar contra el castigo. De esta manera, insensibilizándonos lentamente para no sentir el dolor e inoculándonos el vino agradable de la alegría, llegaríamos a emanciparnos de las trágicas leyendas y de las trágicas realidades.[11]
Las Místicas demuestran que, ya para el otoño de 1917, la rebeldía de Lorca contra el Dios bíblico está muy desarrollada.
En esta rebeldía influyó la amistad de Federico con José Murciano, participante ocasional en las reuniones del Rinconcillo del Café Alameda, redactor de la revista El Eco del Aula y férvido estudioso de las religiones orientales y de la teosofía. Lorca y Murciano sostenían largas conversaciones sobre estos temas, según recordarían la hermana de éste, Amparo, y Emilia Llanos.[12] Murciano —que murió en 1927—[13] proclamaba, con celo misionero, la buena nueva del panteísmo y panerotismo de procedencia oriental, así como rechazaba al Dios del Viejo Testamento, paternal y autoritario, y todo ello no pudo serle indiferente a Lorca, que ya se aventuraba por parecidos caminos. Francisco García Lorca, por su parte, ha puntualizado que la inspiración de su hermano reflejaba entonces «algunas lecturas de filosofía india, que se cruzaban con otras de místicos españoles».[14]
El Dios bíblico, en la concepción radicalmente heterodoxa de Lorca, es enemigo no sólo de los hombres que ha creado, sino de Cristo. En el borrador de un pequeño texto dramático sin título, encabezado con la indicación manuscrita «empezado el 6 de mayo de 1920», hay un diálogo entre Jehová y un ángel:
JEHOVÁ: ¿Cargaste las cadenas al Cristo?
ÁNGEL: Sí.
JEHOVÁ: Ten mucho cuidado con él. Un loco así nos puede dar un disgusto el día menos pensado.[15]
Y en otra temprana obrita dramática, Sombras. Poema, cuyos personajes son fantasmas, uno de éstos anuncia:
¡Señoras sombras! Acaba de descender de los otros espacios un mensajero diciendo que ha encontrado a Cristo en un rincón apartado de la inmensidad y le ha dicho formalmente que él no sabe qué camino conduce al reino de [su] padre. Que él no conoce a su padre más que de nombre y nos ruega con insistencia que, si acaso nosotros damos con el camino que lleva al Todopoderoso, le mandemos inmediatamente recado.[16]
El profesor Eutimio Martín, que ha estudiado en profundidad la juvenilia inédita de Lorca concluye, a la luz de estos textos: «Está claro que rescatar a Cristo del cautiverio de Dios es la misión que se ha encomendado el poeta-andante Federico García Lorca en su salida al ejercicio de las Letras».[17]
Hacia Cristo, a diferencia de Dios, Lorca siente una profunda admiración. El Jesús que aparece en estos primeros escritos no es el «pálido galileo» de Swinburne, a cuyo aliento «el mundo se ha vuelto gris», sino «el romántico peregrino de Dios»[18] que «amó mucho… y perdonó»,[19] suprema expresión de la caridad, de la misericordia y de la compasión:
Era el amor. Predicó la dulzura de las lágrimas y el encanto de la hermandad… Clamó contra los odios y contra la mentira. Esparció su melancolía de fracasado por las montañas, por los bosques, por las playas. Fue azucena y lago, inmensidad y flor silvestre, corazón y maravilla de lo desconocido. Vio y lloró. Sus ojos miraban y convencían. Sus largas andanzas por los campos las empleó en hacer amar a todos los seres. Explicó la igualdad y se llenó de pasión por la pobreza… y por eso lo amaron los humildes… y pasó.[20]
Sí, aquel Cristo, crucificado por los poderosos, pasó. El joven Lorca considera que todo el esfuerzo de Jesús —su vida ejemplar, su sacrificio— ha sido en vano. Imitando a Gonzalo de Berceo, el poeta implora:
Por tu redención inútil
Gran misericordia tennos.[21]
Jesús está ausente, definitivamente:
O dicho de otra forma:
Si los hombres ya no quieren escuchar el mensaje del amor, gran parte de la culpa la tienen los representantes «oficiales» de Cristo en la tierra, que, empezando con el Papa —«el hombre del traje blanco»[24] que, en Poeta en Nueva York, reaparecerá como «el hombre vestido de blanco»—,[25] han traicionado, y siguen traicionando, al Salvador. El desprecio del poeta por los célibes eclesiásticos católicos es profundo, y si «para cruzar la vida la doctrina de Jesús es la luz más celeste», los sacerdotes «son las tinieblas más entrañables».[26]
En sus andanzas por España en 1916 y 1917 con Martín Domínguez Berrueta, como hemos visto, Federico ha tenido ocasión de observar de cerca la vida monástica, que le parece no sólo inútil sino una cobardía. Sus reflexiones al respecto figuran en numerosas páginas de Impresiones y paisajes. Pero la protesta antieclesiástica más encarnizada de toda la obra lorquiana se encuentra en otro texto juvenil, claro precursor, por su temática, del poema «Grito hacia Roma» escrito durante la estancia de Lorca en la metrópoli norteamericana:
Hoy no tenemos religión (sí, sí, católicos) y todos los que penséis y no obréis no tenemos religión, mejor dicho, no tenéis religión. Yo sí, yo tengo la mía, la grande, la única, la verdadera. No os lamentéis con desagravios a Jesús Sacramentado que inventasteis para no creer en él. No hagáis duelos por mi alma. Sois unos miserables de la fe, de lo grande, del Amor, del Bien y de la Pasión. ¿Qué fue de los peregrinos que no quisieron mentir, hipócritas, ante vuestras asquerosas imágenes? Les disteis la muerte, el olvido, el terror. No comprendéis ni a Dios ni a Jesús. ¡Afuera, afuera, vividores de almas incautas! ¡Afuera, afuera, asesinos de San Mateo, de San Lucas, de San Marcos y San Juan! ¡Afuera, deicidas del Dios del corazón! No os levantéis contra el que como yo os odia. Estáis hundidos en las conciencias que piensan. ¿Dónde están vuestras creencias, dándoos muerte unos a otros? ¿En qué sitio ocultáis el amor a los demás? ¿Dónde está vuestro provecho espiritual? Qué idea tenéis de Dios al representarlo hombre, que predicáis caridad llenando de oro al humilde de los humildes? El sumo sacerdote que representa a Cristo, le besáis los pies y lo tenéis encerrado en palacios de mármol. Mirad que las calles están llenas de niños sin madre que les den la leche de sus pechos. Mirad que dice San Mateo: que no os llaméis Padres en la tierra porque el único Padre está en el cielo. Los demás sacerdotes elevados visten de púrpuras y oros, pasean en coches fastuosos y viven como príncipes. Mirad que hay hospitales que se derrumban, hombres que blasfeman porque no comen y desamores en las sendas. En las iglesias poseéis tesoros que rodean a vuestros ídolos, de los que os mofáis cuando estáis a solas con ellos. Mirad que hay gentes que no saben; mirad que hay quien corre gozoso tras los pecados; mirad que no hay Amor… Pero vosotros no pensáis sino en la materia del alma y os habéis formado una ridícula tramoya de piedad y de salvación. Sois unos miserables políticos del mal, ángeles exterminadores de la luz. Predicáis la guerra en nombre del Dios de las batallas y enseñáis a odiar refinadamente al que no es de vuestras ideas. Me lleno de santa indignación al recordar que Jesús murió para que vosotros presentarais su efigie dolorida en un auto de fe… el mundo que ha sido educado por vosotros es un mundo imbécil y con las alas cortadas.[27]
El Lorca de diecinueve años, si rechaza la Iglesia católica, siente también un profundo odio por el militarismo. En el ensayo «El patriotismo», fechado 27 de octubre de 1917, cuando diariamente se leen en la prensa española noticias de los horrores de la Gran Guerra, el novel escritor arremete violentamente contra los que engatusan a los niños —siempre impresionables— con hueras nociones patrioteras incompatibles con el amor al prójimo. «Siempre hemos entendido desde niños al patriotismo por un sentimiento que tiene por espíritu a un trapo de colores, por voz una corneta desafinada y por fin defender las tumbas, las casas, etc., etc., de nuestras familias», empieza la prosa. A los jóvenes las autoridades les hacen «besar una cruz infame formada por la bandera y una espada, es decir, la cruz de las tinieblas y de la fuerza». El patriotismo, para el poeta, es «uno de los grandes crímenes de la humanidad porque de sus senos, podridos por el mal, surgen los monstruos de la guerra»; y «las banderas son los símbolos de la oscuridad y de la negación de Dios». Y, lo más lamentable de todo, el nombre de Jesús, utilizado para espurios fines nacionalistas, ha dado lugar a innumerables atrocidades:
España tomó para encubrir sus maldades a Cristo crucificado. Por eso aún vemos su ultrajada imagen por todos los rincones. Con el nombre de Jesús se tostaban hombres. En el nombre de Jesús se consumó el gran crimen de la Inquisición. Con el nombre de Jesús se echó a la ciencia de nuestro suelo.
La única solución —y aquí nos parece oír la voz de Martín Domínguez Berrueta— es una nueva pedagogía, encaminada a liberar a los jóvenes del miedo y del odio:
Debemos formar en las escuelas ciudadanos amantes de la paz y conocedores del Evangelio. Debemos de crear hombres que no sepan que existió el desdichado Fernando el Santo, ni Isabel la fanática, ni Carlos el inflexible, ni Pedros, ni Felipes, ni Alfonsos, ni Ramiros. Debemos de resucitar las almas niñas contándoles que España fue la cuna de Teresa la admirable, de Juan el maravilloso,* de Don Quijote divino y de todos nuestros poetas y cantores… Hay que arrancar las nefastas ideas patrióticas de la juventud como hay que arrancar a los patrioteros, por honor a nuestras madres, el concepto de la patria madre. ¡Nunca puede ser madre nuestra la que, según decís, tenemos que dar la última gota de nuestra sangre por ella!… Hay que ser hijos de la verdadera patria: la patria del amor y de la igualdad.[28]
*Se trata, sin duda, de san Juan de Dios, fundador de la orden de la Caridad (1495-1550) y a quien Lorca llama «dulce» en el poema «Preguntas» de Libro de poemas.
El profesor Martín, al comentar estos textos del primer Lorca, habla de la «raíz evangélica» de la obra del poeta granadino.[29] Este aspecto de la juvenilia se confirma en la inconclusa obra dramática, todavía inédita, titulada Cristo. Tragedia religiosa, cuyo primer borrador se remonta, con toda probabilidad, al período 1917-1918.
En esta obra aparece Jesús a la edad de diecinueve años, precisamente los que cuenta Lorca al escribirla, y otros varios aspectos de la tragedia hacen inequívoca la identificación Cristo-Federico establecida por Martín.[30] Por ejemplo: la vocación evangélica de Jesús, que entra en conflicto con los deseos de su familia por su porvenir, se parece a la de Federico por la poesía; donde José dice «Nuestro Jesús no nació para el trabajo con que yo he vivido. Él nació para los estudios, para ser doctor y explicar las santas escrituras», Federico García Rodríguez, como sabemos, siempre insistía en que sus hijos tuviesen carrera; Jesús, como niño, «se iba muy despacio siguiendo a una hormiga», y recordamos que el poeta, según su propia declaración, hablaba cuando niño con las hormigas de Fuente Vaqueros; Jesús, como Federico, pasa horas y horas fuera de casa hablando con la gente y, muchas veces, su familia tiene que ir en busca suya; Jesús declara que su espíritu es «triste desde que nació» y que «¡Estoy hecho para el dolor!», sentimientos que recurren una y otra vez en la juvenilia lorquiana; y, especialmente, Jesús, como Lorca, está sumido en un mar de desesperación erótica.
Esther ama apasionadamente a Jesús. Y el momento más patético de la tragedia ocurre cuando éste se lo confiesa a su madre, así como su impotencia para corresponder a aquélla como quisiera:
JESÚS: Al salir ahora de su casa me estrechó fuertemente la mano y mirándome de una manera infinita, dejó caer dos lágrimas que corrieron a sus labios.
MARÍA: ¿Tú qué pensaste?
JESÚS: Yo pensé al momento ser su esposo, amarla como ella me amaba a mí, no era justo que un corazón sufriera teniendo yo en mis manos el ungüento que lo sanara.
MARÍA (Acariciándolo): ¡Pobre hijo mío!
JESÚS: Venía ya por el camino y en el silencio de la noche quise amarla y la amé con todas mis fuerzas… Veía su sonrisa de transfigurada cuando yo me acercara a decirla: «Esther, yo te amo, sé mi esposa». Madre, yo imaginaba entonces para mí una vida tranquila y dulce, mi huerto lleno de lirios, mi campo de trigo y las risas de mis hijos. Yo soñaba con un monte de paz donde mi alma se adormeciera sin dolores y con unos soles muy plácidos y unas noches muy tranquilas. Quise dar gracias al Señor por el bien que me concedía y al mirar hacia el cielo, todas las estrellas que se ven y que no se ven cayeron sobre mí y me taladraron con sus puñales de luz la carne y el alma y me incendiaron de locura este corazón que era de fuego, dejándome la carne fría y dura como la nieve de las cumbres.
MARÍA: ¡Ay, quién pudiera darte la tranquilidad que tienen los lagos dormidos!…[31]
El amor imposible. La frustración. Tema omnipresente en la obra de nuestro poeta. Jesús y Esther aparecen en esta tragedia bajo la misma condena que otros numerosos protagonistas lorquianos. Todos ellos, como el propio poeta, se mueven dentro del mundo cerrado del querer y no poder. Pero sólo en Cristo presenciamos el dolor de la madre que sufre hondamente por el hecho de ser diferente a los demás su hijo. «¡Dios mío, quitad a mi hijo la amargura infinita que tiene en el corazón!», exclama María. Y uno se pregunta si, con ello, no estaría pensando Federico en su propia madre, quien, forzosamente, se daría cuenta de que su hijo mayor, a pesar de su aparente alegría y de sus múltiples dones personales, se sentía en su fuero interno profundamente solo.
En la historia de la Iglesia, Lorca encuentra a pocos cristianos que se escapen a la calificación de «miserables políticos del mal». El poeta siente predilección por san Francisco de Asís, cuyo amor por los animales —hasta por las serpientes y los gusanos de los cadáveres—, así como su compasión por los hombres, le enternece.[32] Santa Teresa también merece la devoción del joven[33] (así como atrae el desprecio de Jehová, que la llama «la loca»).[34] Y con María de Magdala se siente plenamente identificado:
¡Magdalena!
Yo escucho tu voz de escalofrío
El temblor de tus senos y tu llanto en la Cruz
¡Magdalena!
Yo siento tu espíritu en el mío
Segándonos las sombras
Con guadaña de luz.[35]
No nos puede sorprender esta identificación con la Magdalena, dada la preocupación con el pecado sexual que se transparenta en la obra temprana de Lorca.
El Federico adolescente que aparece en la juvenilia es de un intenso, desbordante erotismo. Tanto los poemas escritos en primera persona —la gran mayoría— como aquéllos en que el poeta expresa sus sentimientos a través de otros personajes, tratan, reiteradamente, de «el sexo que en vano buscamos»,[36] de «angustiosos deseos de abrazar»,[37] de carne y labios «sedientos de amor»,[38] de «la pasión hambrienta de besos de fuego».[39] Lorca y sus personajes se entregan apasionadamente a la búsqueda del amor dionisíaco. Emblema de todos ellos es el macho cabrío, apostrofado en unos versos de cuyo origen ya hemos hablado y que cierran, significativamente, Libro de poemas:
Por lo que respecta a la primera época de la obra de Lorca, esta búsqueda va a menudo acompañada de la conciencia del pecado y de la culpa. Así, entre los poemas, encontramos versos como:
O:
¡Ah, el sexo! Nácar divino sobre oro
Jardín de sueños irisados
Manantial grave de pecados
¡Genial y único tesoro![42]
O:
¡Mi corazón es malo, Señor! Siento en mi carne
La inaplacable brasa
Del pecado. Mis mares interiores
Se quedaron sin playas.
Tu faro se apagó. ¡Ya los alumbra
Mi corazón de llamas![43]
O:
Yo, por no desafinar,
Digo por educación:
«¡Mi corazón!».
Pero una grave tristeza
Tiñe mis labios manchados
De pecados.[44]
Parece claro que, si el poeta adolescente se rebela contra el Dios católico es, principalmente, porque éste no tolera el erotismo. En un pasaje extremadamente revelador de la Mística en que se trata de Dios vemos hasta qué punto la obsesión cristiana con los pecados de la carne ha calado hondo en el alma de Lorca. El poeta habla con Dios:
Yo te siento en mí cuando me emociono apenado por el mal. Yo te siento en mí cuando me das bríos al sentir las danzas del color. Yo te siento en mí cuando sueño en la luna llena, borracho de romanticismo y de amor. Yo te siento en mí, cuando beso en el corazón a mi hermana lejana Castidad. Yo te siento en mí, cuando me rebelo contra la injusticia de la justicia. Yo te siento en mí, cuando me sumo en el silencio armónico. Yo te siento en mí, cuando temo a los hombres. Yo te siento en mí, al meditar en la muerte. Pero en el rosario angustioso de las horas y la luz, hay muchos instantes largos en que no te siento sobre mi alma. Soy entonces el rebelde a ti. Soy el otro dios que eres Tú pero que va contra ti. No te siento en mis horas de fiebre, de deseos carnales, cuando todo mi fin serían los besos y los desfallecimientos. No te siento en mí porque entonces me lleno de hipocresías, de mentiras, de crueldades por conseguir el instante brumoso y encarnado. No te siento en mí cuando me lleno de vanidades, sin poderlas contener. No te siento en mí cuando transcurren mis horas de tedio en tono gris. No te siento en mí cuando en el sueño mi alma se rebela en cosas desconocidas.[45]
Rubén Darío y Verlaine
Atormentado por el sexo, su fe católica naufragada, temeroso ante el porvenir, el Lorca adolescente se siente inerme ante la vida. ¿Cómo encontrar la felicidad, la paz? Tal vez el mayor consuelo es saberse acompañado en su soledad y angustia por un poeta contemporáneo de alma afín: Rubén Darío.
En la obra inicial de cualquier poeta siempre desempeñan un papel primordial las influencias literarias. La poesía no nace de la nada, y todo poeta empieza a crear, necesariamente, dentro de una tradición y cautivado por ciertas lecturas. «Por sus influencias los conoceréis», sentencia Francisco Umbral en su libro Lorca, poeta maldito, añadiendo: «La influencia artística, ideológica o humana sólo se explica por afinidad. El hombre tiene una receptividad intensa y limitada, tanto en lo sensorial como en lo psicológico. Y esta limitación es precisamente la que selecciona».[46]
Estamos de acuerdo. En cuanto a la obra del primer Lorca, se pueden identificar varias reminiscencias poéticas. Por ejemplo, de Juan Ramón Jiménez, de Salvador Rueda, de Antonio Machado. Pero, como intuye el propio Umbral, la gran influencia fue la de Rubén Darío.
Ya, en 1935, un año antes de la muerte de Federico, su amigo Ángel del Río había señalado, certeramente, que en Libro de poemas «las influencias y ecos modernistas son patentes» y que «hay mucho más de lo que se cree de Rubén».[47]
Es innegable. A la luz de lo que sabemos hoy acerca de la iniciación y desarrollo poéticos de Lorca podemos afirmar que Darío fue, sin duda alguna, el principal maestro lírico del granadino. Es decir, quien más íntimamente le habló y orientó mientras se forjaba su alma de poeta. El encuentro de Lorca con la obra de Darío, en definitiva, constituyó un acontecimiento autobiográfico de primera magnitud.
Para el lector moderno no es fácil apreciar el deslumbramiento que supuso para los jóvenes de la generación de Lorca adentrarse en el mundo poético de Rubén Darío. Dámaso Alonso, de la misma edad que Federico, lo ha evocado así:
Siempre he creído ilustrador comparar el descubrimiento de la dulce nueva de Garcilaso para un adolescente de mediados del siglo XVI, con lo que representó para los muchachos de mi generación el descubrimiento de Rubén Darío, con mi hallazgo de esa poesía, por ejemplo, año de 1915, en la sequedad adusta de un verano de Medinaceli. ¡Qué novedad de voz, qué extrañeza de colorido, qué inaudita musicalidad, qué incógnito mundo de arte! Así —con la misma avidez, pero, Dios mío, ¡con cuán diferente fruto!— creo que el adolescente, indeciso aún en la vida, debió de beber la dulzura de Garcilaso, empaparse de la nueva música, hecha de ritmo y de amorosa nostalgia.[48]
Otros poetas de la Generación del 27 han suscrito estas palabras de Dámaso Alonso. «Pedro Salinas —escribe Guillén—, tan distante de Rubén Darío en su propio quehacer, se sabía de memoria como todos nosotros los versos del total hispano».[49] En otra ocasión, Guillén recordaba cómo, en Darío, hasta sus excesos y su a veces mal gusto tenían su encanto y su sal para aquellos jóvenes poetas.[50] Y nos consta que José Bergamín, con ochenta años a cuestas, se sabía de memoria numerosos poemas del nicaragüense, a quien admiraba profundamente.[51]
Hemos visto que Lorca, en su artículo «Las reglas en la música», publicado en la prensa burgalesa el otoño de 1917 —es decir, a un año de la muerte de Rubén—, expresa, no más tarde como Dámaso Alonso sino cuando se está formando como poeta, una honda admiración por el innovador americano. Además, dicho artículo demuestra que Lorca ha leído con provecho las «Palabras liminares» de Darío a Prosas profanas (1901), así como las «Dilucidaciones» antepuestas a El canto errante (1907), y que comparte el desprecio allí expresado por el omnipresente «Celui-qui-ne-comprend-pas» de Remy de Gourmont,[52] por la «mediocracia pensante»,[53] compuesta de pedantes, preceptistas, críticos al uso y hasta por algún «académico correspondiente de la Real Academia Española».[54] Escuchemos otra vez a Lorca:
Y es que las reglas, en este arte de la música, son inútiles, sobre todo cuando se encuentran con hombres de temperamento genial, a la manera de Strauss… Y lo mismo ocurre con todas las artes y con la poesía. Llegó Rubén Darío «El Magnífico» y, a su vista, huyeron los sempiternos sonetistas de oficio que son académicos y tienen cruces, y huyeron aquellos de las odas a lo Quintana, y los que hacían poemas a lo Ercilla. Y él rompió todas las reglas, pero con aquella cantidad de ideas y de espíritu que guardaba en su corazón hirió el silencio cuando cantó su Marcha triunfal…[55]
Fe en el arte; individualismo a ultranza («mi literatura es mía en mí»);[56] apasionado culto a Dionisio; sentido del misterio de la vida; extraordinario dominio técnico; curiosidad intelectual; desbordante energía; capacidad de admiración; fervor panteísta («hay un alma en cada una de las gotas del mar»);[57] sinceridad; horror a la muerte; subyacente inquietud cristiana: todas estas cualidades de Darío fueron aliento, pauta e inspiración para la vida y la obra de Federico García Lorca.
El granadino conocía bien no sólo la poesía de Darío sino, de la abundante obra en prosa, por lo menos Los raros[58] (1896). De este libro, colección de entusiastas semblanzas de personajes bohemios y pintorescos de la vida literaria francesa —entre ellos Camille Mauclair, Leconte de Lisle, Paul Verlaine, Villiers de L’Isle Adam, Jean Richepin, Lautréamont y Rachilde, a quienes se suman el norteamericano Edgar Allan Poe (muy en boga entonces en Francia, gracias a Baudelaire) y el portugués Eugénio de Castro—, hay claras huellas en Impresiones y paisajes. Sendos capítulos sobre Verlaine y Lautréamont parecen haber fascinado especialmente a Lorca.[59]
El intento de Darío por conciliar lo apolíneo y lo dionisíaco, lo pagano y lo cristiano, tenía para el granadino una particular relevancia. Veámoslo. En el «Prólogo» a Impresiones y paisajes, Lorca insiste:
Hay que interpretar siempre escanciando nuestra alma sobre las cosas viendo un algo espiritual donde no existe, dando a las formas el encanto de nuestros sentimientos, es necesario ver por las plazas solitarias a las almas antiguas que pasaron por ellas, es imprescindible ser uno y ser mil para sentir las cosas en todos sus matices. Hay que ser religioso y profano. Reunir el misticismo de una severa catedral gótica con la maravilla de la Grecia pagana. Verlo todo, sentirlo todo. En la eternidad tendremos el premio de no haber tenido horizontes.[60]
Este programa vital y audaz debe mucho a Rubén Darío, que en el poema «Divina Psiquis», de Cantos de vida y esperanza, habla con su alma —representada, como en la mitología griega, por una mariposa— en los siguientes términos:
Entre la catedral y las ruinas paganas
vuelas, ¡oh Psiquis, oh alma mía!,
—como decía
aquel celeste Edgardo,*
que entró en el Paraíso entre un son de campanas
y un perfume de nardo—.
Entre la catedral
y las paganas ruinas
repartes tus dos alas de cristal,
tus dos alas divinas.
Y de la flor
que el ruiseñor
canta en su griego antiguo, de la rosa,
vuelas, ¡oh Mariposa!,
a posarte en un clavo de Nuestro Señor.[61]
* Edgar Allan Poe, en el poema «Ulalume».
Parece claro que estos versos son la fuente del pasaje que hemos citado de Impresiones y paisajes.
La misma noción —dicotomía entre espíritu y carne y esfuerzo por superarla— se encuentra en otros poemas de Darío que conocía Lorca, por ejemplo en la famosa elegía «Responso» dedicada por Rubén a su admirado Paul Verlaine, muerto en 1896. En este poema, según nos dice Darío en Historia de mis libros, se evocan las «dos faces» del «alma pagana» del pauvre Lélian: «la que da a la carne y la que da al espíritu; la que da a las leyes de la humana naturaleza y la que da a Dios y a los misterios católicos, paralelamente».[62] El «Responso» empieza:
Padre y maestro mágico, liróforo celeste
que al instrumento olímpico y a la siringa agreste
diste tu acento encantador;
¡Panida! ¡Pan tú mismo, que coros condujiste
hacia el propileo sacro que amaba tu alma triste,
al son del sistro y del tambor![63]
En esta época de su vida, Lorca se identificaba estrechamente con Verlaine. Hemos visto la carta que escribió a finales de mayo de 1918 al poeta modernista Adriano del Valle, y en la cual confiesa: «Soy un pobre muchacho apasionado y silencioso que, casi casi como el maravilloso Verlaine, tiene dentro una azucena imposible de regar y presento a los ojos bobos de los que me miran una rosa muy encarnada con el matiz sexual de peonía abrileña, que no es la verdad de mi corazón».[64] En los primeros poemas de Lorca hay varias alusiones a Verlaine, de quien dijo Darío en Los raros que «raras veces ha mordido cerebro humano con más furia y ponzoña la serpiente del Sexo»[65] y que «era mitad cornudo flautista de la selva, violador de hamadríadas, mitad asceta del Señor, eremita que, extático, canta sus salmos».[66] Al poeta francés le llama Lorca en una ocasión «Verlaine evangelista»[67] y, en otra, «casi un gato/feo y semicatólico».[68] Al «Responso» de Darío, por otro lado, Lorca se refiere explícitamente en el poema «La oración de las rosas», fechada 17 de mayo de 1918, donde, como en la carta a Adriano del Valle, alude con una imagen floral a la ambigüedad sexual verleniana:
Panidas, sí, Panidas;
El trágico Rubén
Así llamó en sus versos
Al lánguido Verlaine,
Que era rosa sangrienta
Y amarilla a la vez.[69]
Para Darío, centauros, sátiros y faunos (Verlaine es «fauno místico»[70] o «fauno maldito»),[71] al participar de la naturaleza divina y humana, representan la ideal síntesis de carne y alma. En «Coloquio de los centauros» exclama uno de los hombres-caballo:
El monstruo expresa un ansia del corazón del Orbe;
en el Centauro el bruto la vida humana absorbe;
el sátiro es la selva sagrada y la lujuria:
une sexuales ímpetus a la harmoniosa furia;
Pan junta la soberbia de la montaña agreste
al ritmo de la inmensa mecánica celeste.[72]
El poema «Palabras de la satiresa», según el propio Darío, expresa esta misma «conjunción» de las exaltaciones «pánica y apolínea».[73] La satiresa se dirige así al poeta:
«Tú que fuiste —me dijo— un antiguo argonauta,
alma que el sol sonrosa y que la mar zafira,
sabe que está el secreto de todo ritmo y pauta
en unir carne y alma a la esfera que gira,
y amando a Pan y Apolo en la lira y la
flauta, ser en la flauta Pan, como Apolo
en la lira».[74]
De estos versos se oyen ecos en el primer Lorca. En Visión de juventud. Mística que trata del freno puesto por [la] sociedad a la naturaleza de nuestros cuerpos y nuestras almas —texto escrito en el otoño de 1917 y de título bien significativo—, el poeta, cuya admiración por El Cantar de los cantares es manifiesta, pone en boca de Salomón y David palabras de consuelo para los que padecen la agonía de la carne. «En mi lira tengo yo el secreto de las pasiones —dice David— y sé que sin éstas la vida sería como el morado erial de la avaricia… Si tomáis por pecados lo que no son sino vuestra naturaleza, que canta en todos sus sonidos, habéis caído en el pozo negro del egoísmo». Y continúa el profeta salmista, en un pasaje que recuerda las palabras de la satiresa de Darío:
Vuestro gran pecado ha sido desligar la carne del espíritu, no comprendiendo en vuestra miserable pequeñez que la carne es el espíritu y el espíritu la carne…[75]
La misma idea la encontramos en el poema «Los álamos de plata» (mayo de 1919), donde Lorca exclama:
¡Hay que acostar el cuerpo
Dentro del alma inquieta![76]
Para Lorca, la Grecia antigua representa un ideal humano muy superior al del catolicismo porque las deidades paganas, a diferencia del Dios proclamado por la Iglesia, no sólo no condenan el erotismo humano sino que lo comparten. En la «mística» citada, David afirma:
Yo fui el que guió al pueblo griego en su gran sabiduría terrenal. Tended los corazones hacia la mar en que vive Eros, que allí encontraréis el olvido que no se olvida nunca. Oíd a los dioses paganos, que en ellos se esconde el eterno licor de la vida. Porque, en verdad os digo que vosotros sois los que necesitáis de la misericordia de la carne porque en vuestros interiores pensares ella es la que reina.[77]
En una «Meditación» añadida al final de esta prosa, Lorca ratifica las palabras de David. «Nuestras voces íntimas —escribe—, las que nos enseñan el recuerdo agradable de lo que pasó y nos guían por donde nos manda la naturaleza, nos dicen siempre la canción de la carne».[78]
Esta convicción se repite con frecuencia en la obra temprana de Lorca, a menudo referida a la diosa Venus. En Impresiones y paisajes el poeta nos dice que «la figura de Venus desnuda sobre un fondo de espuma y de azules tritones es algo de nuestro cerebro»[79] y, en «Mar» (abril 1919), exclama entusiasta:
La estrella Venus es
la armonía del mundo.
¡Calle el Eclesiastés!
Venus es lo profundo
del alma.[80]
En «La religión del porvenir» (16 enero 1918), el poeta, demostrando que ha leído detenidamente la Teogonía de Hesíodo,* ensalza la «celeste religión» de la «cálida Grecia», religión hoy «de niebla cubierta» pero cuyo resurgimiento espera. Aquel glorioso día:
Las estatuas de nuestros jardines
Vida tendrán
Los Apolos entre los jazmines
Suspirarán.
En los parques dulces y brumosos
Sensualidad
Pondrá en los labios de los esposos
Diafanidad.[81]
*Probablemente en la bellísima edición bilingüe de Luis Segalá y Estalella, con dibujos de Juan Flaxman (Barcelona, Tipografía La Académica, de Serra Hnos. y Russell, 1910). Véase Francisco García Lorca, p. 100.
Si los dioses de Rubén Darío son los de Lorca, no es menos cierto que la obsesión del poeta nicaragüense con la muerte también le hablaba de una forma muy personal al granadino. Rubén refiere en su Autobiografía (1912) cómo la casa de su infancia, «temerosa por las noches», y los cuentos de ánimas en pena y apariciones que le narraban los sirvientes y la anciana madre de su tía abuela, fueron culpables de su «horror a las tinieblas nocturnas y el tormento de ciertas pesadillas inenarrables».[82] Y en Letras (1911) declaró: «Yo no voy casi nunca a entierros. Padezco la fobia de la muerte y desde mi niñez me emponzoñó el terror católico. Quizás en la antigua Grecia habría acompañado con cantos alegres y con flores los despojos de un amigo. Mas ya en mis primeros años me poseyó el espanto de la Desnarigada».[83]
En el capítulo «La ornamentación» de Impresiones y paisajes —se trata de un análisis de los sepulcros de la catedral de Burgos—, encontramos el siguiente pasaje, mencionado antes, que contiene una significativa alusión a Darío:
Cuando se mira un sepulcro, se adivina el cadáver en su interior sin encías, lleno de sabandijas como la momia de Becerra, o sonriyendo satánicamente como el obispo de Valdés Leal… Y en estos pensamientos se enredan toda la fatuidad de los ramajes y florenzas que cubren la urna, y todo un espanto Rubeniano hacia la muerte… Al contemplar estos arcones pétreos de podredumbre asoma en lontananza toda la horrible cabalgata del Apocalipsis de San Juan.[84]
¿Conocía Lorca las obras de Darío —Autobiografía y Letras— que acabamos de citar? No lo sabemos. Sí admiraba profundamente el poema «Lo fatal», que cierra Cantos de vida y esperanza y donde aparece otra vez la palabra «espanto» referido a la muerte. Lorca recitó este poema un día en Nueva York, de memoria y sin error alguno, ante el asombro de su amigo John Crow:[85]
LO FATAL
Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura, porque ésta ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror…
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
¡y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos…![86]
De estos versos hay inconfundibles ecos en los primeros poemas de Lorca. Baste un ejemplo, tomado de la composición «Lluvia», de Libro de poemas, fechada en enero de 1919:
La nostalgia terrible de una vida perdida,
El fatal sentimiento de haber nacido tarde,
O la ilusión inquieta de un mañana imposible
Con la inquietud cercana del dolor de la carne.[87]
El primer poema
Pero no hay mejor prueba de la influencia de Rubén Darío sobre el joven Lorca que el poema «Canción. Ensueño y confusión», fechado 29 de junio de 1917 y del cual ha dicho Francisco García Lorca que puede asegurar «con absoluta certeza que es el primero que Federico escribió»:[88] *
*Respetamos la falta de puntuación del manuscrito.
Fue una noche plena de lujuria
Noche de oro en Oriente ancestral
Noche de besos de luz y caricias
Noche encarnada de tul pasional
Sobre tu cuerpo había penas y rosas
Tus ojos eran la muerte y el mar
¡Tu boca! Tus labios. Tu nuca. Tu cuello
Y yo como la sombra de un antiguo Omar
El sueño de las telas de Argel y Damasco
perfumaba lánguido nuestro corazón
Tus trenzas decían una melodía
Sobre las estrellas de tu gran pasión.
Después, el mordisco, el beso incoloro
El roce apretado de carne en olor
Una sombra vaga de vago consuelo
Y las almas locas en rojo sopor…
Antonio* sublime lloraba en [el] cielo
Martino** cantaba cantos con dulzor
Las nubes se iban tristonas con duelo
Y las almas lúbricas miraban al NO.
Toda la locura de los sexos dulces
Se llora en las noches del estío feroz
Se llora por ansias de amor que no llega
Se sufre por carne vista a lo Berlioz
Y llega la noche negruzca y callada
Y llega la carne con fe y esplendor
Y llega el placer con el dulce extravío
Mas ¡ay! que la muerte llegó y el dolor.
Werther huye trágico por la negra senda
Neron ríe sangriento sobre vil león
Larra está callado con luna en los ojos
Isabel*** se esfuma sobre alado son…
Mahoma reposa sobre carnes blancas
Luis Gonzaga aspira la infinita flor
Barbarroja besa al odio en su alma
Rubén el magnífico merodea en Luksor.
Y sombras y sombras y luz y silencio
Y besos y manos y nieve en fulgor
Y risas y llantos y carnes en aguas
Y Venus y Carmen y ojos de Almanzor.
Las almas ardientes se besan cansadas
Las telas se llenan de vida y sudor
Un hálito acre de tierra mojada…
Y más abrazarse y más luego el sol.
Y el sueño se acaba entre ramerías
De hojas de parra y un sufrir sereno
Las caras muy pálidas, los ojos cerrados
Reposada el ánima y horror a Galeno.
El mundo imponente sigue su carrera
Los hombres son en él incidente banal
Los sueños son la vida de sabios y de amantes
El que sueña se adueña de la luz fantasmal.[89]
* Parece tratarse de san Antonio, el anacoreta, tan inquebrantable ante el asalto de las tentaciones.
** No hemos podido identificar a este personaje.
*** Probablemente Isabel de Segura, desventurado personaje de Los amantes de Teruel de Hartzenbusch, también mencionado en «Elegía a doña Juana la Loca», de Libro de poemas.
Una vez terminado el poema, Lorca le añadió una nueva estrofa final:
Y aquel que recorra la enorme llanura
Sin soñar pensando en el más allá
Que se quede blanco sobre blanca albura
O que un cuervo horrible lo trague voraz.
Si el exótico escenario de este primer poema de Lorca procede de la tradición orientalista granadina y de Omar al Khayyam (poeta muy admirado por Federico y aludido frecuentemente en sus primeros escritos), erotismo, ritmo, vocabulario y expresión revelan la indudable presencia de Rubén, a quien, por más señas, se nombra explícitamente. Además, el verso «Una sombra vaga de vago consuelo», con la repetición del adjetivo, procede directamente de una fórmula inventada por Darío en Prosas profanas («la libélula vaga de una vaga alusión»),[90] mientras la nueva estrofa final, como señala Francisco García Lorca,[91] glosa unos versos de «La canción de los pinos» de Rubén:
Románticos somos… ¿Quién que Es, no es romántico?
Aquel que no sienta ni amor ni dolor
aquel que no sepa de beso y de cántico,
que se ahorque de un pino: será lo mejor…[92]
La influencia de Darío, en definitiva, fue decisiva durante la época formativa del Lorca poeta. Luego, al ir podando éste las exuberantes —demasiado exuberantes— ramas de su primera lírica y encontrando su propia voz, la presencia del nicaragüense se esfuma. Pero no por ello dejarían de seguir apareciendo en la obra de Lorca reminiscencias de aquellas poesías y prosas que tanto le habían conmovido durante su adolescencia. Además, en 1933, durante su estancia en Buenos Aires, reconocería tácitamente su deuda con «el gran poeta nicaragüense, argentino, chileno y español» al afirmar que éste «enseñó en España a los viejos maestros y a los niños, con un sentido de universalidad y de generosidad que hace falta en los poetas actuales. Enseñó a Valle-Inclán y a Juan Ramón Jiménez, y a los hermanos Machado, y su voz fue agua y salitre en el surco del venerable idioma».[93] Para el Lorca que entonces triunfa en Buenos Aires (así como Rubén había triunfado en Madrid), la obra de Darío, a pesar de sus defectos («su mal gusto encantador, y sus ripios descarados que llenan de humanidad la muchedumbre de sus versos»), está a salvo: «Fuera de normas, formas y escuelas queda en pie la fecunda sustancia de su gran poesía».[94] Este juicio, hecho en momentos en que el modernismo quedaba francamente rebasado, indica la lealtad de Lorca hacia quien le ayudara a descubrir su propia vocación poética unos dieciséis años antes.
Hemos opinado que los temas fundamentales de la obra temprana de Lorca son la rebelión contra el catolicismo y una desgarrada angustia erótica. Esta angustia ya la encontramos en el primer poema de Federico, que acabamos de reproducir, donde la amada aparece vinculada a la muerte:
Sobre tu cuerpo había penas y rosas
Tus ojos eran la muerte y el mar
Y el éxtasis amoroso se interrumpe con la llegada de la muerte y el sufrimiento:
Y llega la noche negruzca y callada
Y llega la carne con fe y esplendor
Y llega el placer con el dulce extravío
Mas ¡ay!, que la muerte llegó y el dolor.
El amor que se fue y no vino
Rubén Darío no canta al amor frustrado. Frente a la noche negra, entona el carpe diem y, para él, Eros, si enigmático, no infunde angustia. En Lorca, cuya inseguridad sexual se revela acuciante ya en 1917, el afán dionisíaco se aboca a la frustración. Lo acabamos de ver:
Toda la locura de los sexos dulces
Se llora en las noches del estío feroz
Se llora por ansias de amor que no llega
Se sufre por carne vista a lo Berlioz
Este llanto por el amor que no llega se oirá en toda su obra.
La angustia erótica del joven, según se expresa en los primeros poemas, tiene dos vertientes principales: por un lado, constantes alusiones a un amor irreparablemente perdido y, por otro, la seguridad de no volver a encontrar la plenitud amorosa en el futuro.
El 30 de diciembre de 1917 Federico compuso dos poemas en los cuales podemos ver reflejadas ambas vertientes de esta angustia. Se titulan, significativamente, «Nostalgia» y «Canción desolada». Veamos el primero íntegro:
NOSTALGIA
Divina noche en que Amor me besó
Los senderos eran de claveles
Campo de luna era tono menor
Yo era tímida oveja del Señor
en blanco camino de Laureles
Llegó el Amor con su rubio aliento
Y el jardín de mi alma floreció
Con rosas del beso y del ensueño
Tristes magas del país marfileño
Que mi brujo piano desgranó
Llegó la Ausencia con su amargura
El Alma penetró en el corazón
De pasionarias fue mi sendero
Sembrado con flechas del arquero
Que posee la dulzura y la ilusión
En los crepúsculos sin colores
En que derramo mi pensamiento
Surge la tenue figura que amé
Mi dolor ya sin forma la ve
Tanto sufro que no la presiento.[95]
Inesperada revelación del amor; inocencia e inexperiencia amorosa del poeta; separación, amargura y sufrimiento; recuerdo dolorido de la «tenue figura» amada; nostalgia. ¿Tema literario nada más? No lo creemos, dada la insistencia con la cual reaparecen los mismos o parecidos elementos en otras composiciones juveniles.
En «Canción desolada», Lorca critica a los «poetas de falsa lira» cuyos cantos de amor son «siempre bellos / Y casi ninguno desgarrador» porque hablan de algo que desconocen:
¿Qué sabéis de amor cuando cantáis
Fuertes escenas que os figuráis
Alejados del mar de la vida?
Lorca da a entender que él, por el contrario, sí está inmerso en aquel mar de la vida y que ha amado, afirmando que no puede cantar tan devastadora experiencia porque «nuestro beso está perdido / En lejanos labios del olvido / Donde jamás tendrá su amanecer». Otra vez, pues, la felicidad amorosa se sitúa en el pasado. El final del poema alude al presente estado de ánimo del poeta, que expresa el convencimiento de que ya nunca volverá a encontrar la felicidad. Tal vez sea lícito percibir en estos versos una referencia velada al amor que no osa decir su nombre:
Mi corazón va por un sendero
De rosales
Mi sufrido corazón sangriento
Cruel camina
Muy lejos brilla el santo madero
Tarde triste
Llueve sobre mi alma muy lento
Rara pasión
Se apaga el corazón con el viento
Del pecado
La vida se escapa en un momento.
Nunca nacer
Y este mi amor no será lucero
Nunca. Nunca
Pero vive siempre el sufrimiento.
Es la muerte. ………………………
Mi corazón va por un sendero.
Mi corazón va por un sendero.[96]
A partir de enero de 1918 los poemas en que aparecen ambos temas, a menudo juntos, se multiplican.
En «Crepúsculo del corazón» (1 de febrero de 1918) se refiere otra vez a una relación amorosa rota por la separación:
Yo encendí mi lámpara
¿Te acuerdas?
Era raso y marfil mi querer
Como la casta luz del amanecer
Tú eras la antorcha de mi ser
¿Te acuerdas?
Pero tú marchaste…
No se pierde nunca mi ilusión
¡Ay! No sé decir lo que me pasa
Tengo marchito el corazón.[97]
«Romanzas con palabras» (31 de marzo de 1918) contiene acaso la expresión más angustiosa de la situación en que estima encontrarse el poeta:
¡Ay, mis trágicas bodas
Sin novia y sin altar!
¡Ay! Bodas tristes de mi espíritu
Bodas de nieve y de gris pasional
Bodas de nardo marchito y suave
Bodas calladas de amor sin igual
Bodas amargas con luna lejana
Bodas con violas en triste confín
Músicas sordas de fiestas perdidas
Bodas que canta mi dulce violín.[98]
En los siguientes versos Lorca se refiere otra vez a una dolorosa separación amorosa:
Un velo blanco de desposada
Cubre a la novia que nunca veré
Ella era dulce y vaga y sentida
Era sagrario donde iba mi vida
Pero una noche callada y dormida
Como princesa de cuento se fue
Yo fui sombra de amor doloroso
Juglar extraño de un extraño amor
Un laúd que llevaba
Se fugó con un beso
De mujer escondida que pasó.
Y fui por los caminos
Cansado y doloroso
Juglar extraño de un extraño amor
En busca de la novia
Que se fue aquella noche
En que apuré mi cáliz de dolor…[99]
En «Elegía» (25 de abril de 1918), el poeta le ruega a Dios que le tenga compasión. Una vez más se trata del amor perdido:
¡Santo Dios! ¡Santo Dios! ¡Compasión!
De mis ojos que lloran de ausencias
De otros ojos que míos no son
De mi lento sentir doloroso
Que en un trueno de oro partió
A una luna brumosa y eterna
Donde firme sus alas plegó.[100]
En «Aria de primavera que es casi una elegía del mes de octubre» (30 de abril de 1918), vuelve el mismo tema, pero esta vez hay una sugerencia de traición amorosa:
No es aria de primavera
Lo que canto. Es verdad
Pero el alma que está herida
De una mano traicionera
Al cantar la Primavera
Se traiciona en su cantar.
¡Qué tristeza tan inmensa
Es ser joven y no serlo!
Ver la vida que transcurre
Sin poderla contemplar
Con los ojos juveniles
Arrasados en amores
Y en labios frescos y rojos
Su sangre y su luz libar.
¡Qué tristeza tan inmensa
Es tener el pensamiento
Siempre puesto en unos ojos
Que nunca míos serán!
Y sufrir eternamente
El monótono tormento
De la rima en que se dice:
«Ésas ya no volverán».[101]
Los ojos de la amada reaparecen un año después en «Alba» (abril de 1919), recogido en Libro de poemas:
Mi corazón oprimido
Siente junto a la alborada
El dolor de sus amores
Y el sueño de las distancias.
La luz de la aurora lleva
Semilleros de nostalgias
Y la tristeza sin ojos
De la médula del alma.
La gran tumba de la noche
Su negro velo levanta
Para ocultar con el día
La inmensa cumbre estrellada.
¡Qué haré yo sobre estos campos
Cogiendo nidos y ramas,
Rodeado de la aurora
Y llena de noche el alma!
¡Qué haré si tienes tus ojos
Muertos a las luces claras
Y no ha de sentir mi carne
El calor de tus miradas!
¿Por qué te perdí por siempre
En aquella tarde clara?
Hoy mi pecho está reseco
Como una estrella apagada.[102]
En «Madrigal», compuesto, como «Alba», en 1919, y asimismo publicado en Libro de poemas, se recuerda, en imagen floral similar a la que vimos en «Nostalgia», la iniciación amorosa. Aquí se concreta, además, la alusión, contenida en «Romanzas con palabras», a la «princesa de cuento» que «se fue»:
Yo te miré a los ojos
Cuando era niño y bueno.
Tus manos me rozaron
Y me distes un beso.
(Los relojes llevan la misma cadencia,
Y las noches tienen las mismas estrellas).
Y se abrió mi corazón
Como una flor bajo el cielo,
Los pétalos de lujuria
Y los estambres de sueño.
(Los relojes llevan la misma cadencia,
Y las noches tienen las mismas estrellas).
En mi cuarto sollozaba
Como el príncipe del cuento
Por Estrellita de Oro
Que se fue de los torneos.
(Los relojes llevan la misma cadencia,
Y las noches tienen las mismas estrellas).
Yo me alejé de tu lado
Queriéndote sin saberlo.
No sé como son tus ojos,
Tus manos ni tus cabellos.
Sólo me queda en la frente
La mariposa del beso.
(Los relojes llevan la misma cadencia,
Y las noches tienen las mismas estrellas.)[103]
El joven poeta tiene la seguridad de que no resulta aceptable a las mujeres. En «Carnaval» (febrero de 1918) pregunta:
¿Por qué estarán llamando sobre mi corazón
Todas las ilusiones con ansia de llegar
Si las rosas que huelen a mujer
Se marchitan a mi lento sollozar?…[104]
En «Canción menor» (diciembre de 1918), expresa otra vez el convencimiento de ser inútil para el amor, comparándose con dos célebres amantes fracasados:
Tienen gotas de rocío
Las alas del ruiseñor,
Gotas claras de la luna
Cuajadas por su ilusión.
Tiene el mármol de la fuente
El beso del surtidor,
Sueño de estrellas humildes.
Las niñas de los jardines
Me dicen todas adiós
Cuando paso. Las campanas
También me dicen adiós.
Y los árboles se besan
En el crepúsculo. Yo
Voy llorando por la calle,
Grotesco y sin solución,
Con tristeza de Cyrano
Y de Quijote,
Redentor
De imposibles infinitos
Con el ritmo del reloj.
Y veo secarse los lirios
Al contacto de mi voz
Manchada de luz sangrienta,
Y en mi lírica canción
Llevo galas de payaso
Empolvado. El amor
Bello y lindo se ha escondido
Bajo una araña. El sol
Como otra araña me oculta
Con sus patas de oro. No
Conseguiré mi ventura,
Pues soy como el mismo Amor,
Cuyas flechas son de llanto,
Y el carcaj el corazón.
Daré todo a los demás
Y lloraré mi pasión
Como niño abandonado
En cuento que se borró.[105]
Nos referimos antes a «Madrigal de verano» (agosto 1920), en el que el poeta se lamenta de sus «torpes andares». Aunque se le ha entregado la fogosa Estrella la gitana, surgen en seguida las dudas:
¿Cómo a mí te entregaste, luz morena?
¿Por qué me diste llenos
De amor tu sexo de azucena
Y el rumor de tus senos?
¿No fue por mi figura entristecida?
(¡Oh mis torpes andares!).
¿Te dio lástima acaso de mi vida,
Marchita de cantares?
¿Cómo no has preferido a mis lamentos
Los muslos sudorosos
De un San Cristóbal campesino, lentos
En el amor y hermosos?[106]
En otros muchos poemas encontramos el mismo sentimiento de torpeza, impotencia y absoluto desaliento ante la imposibilidad de encontrar la felicidad amorosa. La vida será un largo camino de soledad: «Me iré lentamente al ocaso / Con la frente desnuda y de paso / Sin los besos que tanto anhelé».[107] O:
He de llorar por siempre cruzando los caminos
Sin una voz amiga que calme mi anhelo
Mi copa rebosante de miradas antiguas
Será la hiel que beba mi corazón sediento.[108]
Y así como el Lorca adolescente se lamenta de vivir «solo con mi amor desconocido»,[109] de ver «la palabra amor / desmoronada»,[110] de sentir «la nostalgia de mi infancia intranquila, / Mi ilusión de ser grande en el amor»,[111] de encontrarse «ante la fuente turbia que del amor me brota»,[112] así expresa con vehemencia su deseo de liberación. En «Cantos nuevos» (agosto 1920) exclama:
Yo tengo sed de aromas y de risas.
Sed de cantares nuevos
Sin lunas y sin lirios,
Y sin amores muertos.[113]
Y en «Ritmo de otoño» (1920), en versos apasionados que anticipan momentos de Poeta en Nueva York:
Sobre el paisaje viejo y el hogar humeante
Quiero lanzar mi grito,
Sollozando de mí como el gusano
Deplora su destino.
Pidiendo lo del hombre, Amor inmenso
Y azul como los álamos del río.
Azul de corazones y de fuerza,
El azul de mí mismo,
Que me ponga en las manos la gran llave
Que fuerce al infinito.[114]
No tarda en proyectar su angustia sobre otros personajes. En «Viejo sátiro» (25 de diciembre de 1917) se trata de un «hombrecillo encorvado de cabellos de plata» que, pese a su «rendida edad», seguirá soñando con la «locura del sexo» hasta que, «viejo sátiro del gabán raído» —la alusión a Verlaine parece clara—, cerrará sus ojos en algún «desierto hospital».[115] A Beethoven le ve bajo el mismo prisma.[116] Pierrot, abandonado de Colombina, aparece en varios poemas, a veces explícitamente identificado con el poeta.[117] «Elegía» (diciembre 1918) llevaba originalmente la dedicatoria «A M… P…»,[118] escondiéndose detrás de estas iniciales una mujer granadina, Maravillas Pareja, observada por Lorca y su grupo,[119] y a quien le augura una vida sin amor:
En tus manos blancas
Llevas la madeja de tus ilusiones,
Muertas para siempre, y sobre tu alma
La pasión hambrienta de besos de fuego
Y tu amor de madre que sueña lejanas
Visiones de cunas en ambientes quietos,
Hilando en los labios lo azul de la nana.[120]
Juana la Loca, a quien dedica otra elegía de Libro de poemas, tampoco ha podido disfrutar el apasionado amor que sentía por Felipe el Hermoso.[121] Y, como veremos, Curianito el Nene, de El maleficio de la mariposa, se encuentra en situación parecida. Estas y otras figuras de la temprana obra del poeta son prototipos de una larga serie de personajes para quienes el amor frustrado es la obsesión y la tragedia de su vida.
Fernando Vázquez Ocaña —que no tenía la ventaja de conocer los escritos inéditos de la adolescencia del poeta—, expresa su desconcierto ante la variedad de «antinomias» que reflejan las páginas de Libro de poemas, y formula al respecto una serie de preguntas que merecen nuestra consideración:
Hay fruición dionisíaca en unos poemas y en otros recelo y desengaño; el fervor de la fe en contrapunto con el sarcasmo y la duda; la gracia de la niñez junto a un filosofar de envejecido; sensualidad y adustez, ilusión y fracaso… Lo dominante en ese lirismo dispar y en ocasiones disparatado es que parece gustar la vida como una fruta maravillosa, pero necesariamente agusanada. Ese libro no es, de ningún modo, congruente con las influencias normales de los años de mocedad. Para Federico, vivir es un enigma que rinde más dolor que deleite. ¿Por qué? ¿En virtud de qué violencias, padecidas o presentidas, de qué ansiedades o terrores pueriles, de qué avisos de su ser, agosta el desconsuelo la floración juvenil de su espíritu?
¿Sangra en él una tierna llaga patológica, o es el eco atávico, la melancolía hereditaria de los moriscos expulsados? ¿Se suma a esto ese pavor subconsciente que se instala en quienes sufrieron derrotas juveniles y se creen desvalidos frente a la dureza del mundo en que han de seguir luchando?[122]
Pero no hace falta buscar, para explicar el «desconsuelo» señalado por Vázquez Ocaña en los tempranos escritos lorquianos, factores atávicos. Las constantes alusiones que hemos visto en la juvenilia al pecado, al conflicto entre alma y cuerpo, deseo y castidad, además de a un angustioso fracaso amoroso, todo nos remite a la realidad vivida por el poeta.
En cuanto al tema de la definitiva pérdida del amor, tan reiterativo en sus primeros escritos, varios poemas sitúan el origen de este sentimiento en la infancia, mientras otros parecen aludir a experiencias posteriores, más recientes. Hemos visto que, en 1917, Federico no ocultaba a sus amigos estar enamorado de la bella y rubia María Luisa Egea quien, según tradición de la familia García Lorca recogida en el capítulo anterior, no hizo caso a las pretensiones amorosas del joven poeta. Bien puede ser que tal rechazo reafirmara en él la convicción, ya arraigada, de que era inaceptable a las mujeres.
Quizás algún día sepamos algo más acerca de estos episodios determinantes en la vida afectiva del poeta. Pero aunque no sea así, el testimonio de la juvenilia bastaría para convencernos de que la preocupación lorquiana con la frustración erótica, visible en toda la obra, se basa en la propia experiencia del escritor.*
* En Lorca y el mundo gay (2009) pudimos aclarar parte del misterio al aportar información sobre la breve relación del poeta con la joven cordobesa María Luisa Natera Ladrón de Guevara.