LOS ÚLTIMOS VIAJES CON BERRUETA.
IMPRESIONES Y PAISAJES
Baeza otra vez
Lorca volvió a Baeza con Berrueta a finales de abril o principios de junio de 1917, acompañado de otros alumnos de la cátedra de Teoría de Literatura y Arte.[1]
En enero había publicado Antonio Machado en Lucidarium, la revista de Berrueta y sus discípulos, algunos «Proverbios y cantares», dedicándolos «A D. Martín Domínguez Berrueta, maestro y amigo»,[2] y es probable que Federico, después de su primera visita a la ciudad fronteriza, «nido real de gavilanes», en 1916, ya hubiera leído detenidamente al gran poeta. Ahora flamante «escritor» —allí estaba en letras de molde su Fantasía simbólica para probarlo—, tuvo que haber disfrutado intensamente de este segundo encuentro con el poeta de Campos de Castilla.
Durante la visita actuaron juntos en el curso de un concierto celebrado en el Casino. En 1935 recordaría Machado los sucesos de la tarde al charlar con su biógrafo, Miguel Pérez Ferrero. «A mí me gustan la poesía y la música», le habría confesado Lorca antes de empezar el acto,[3] al inicio del cual leyó Machado algunos trozos de La tierra de Alvargonzález, arrancando al público una cálida ovación. Luego fue el turno del granadino. Según la versión de Pérez Ferrero, tal vez un poco ampulosa:
Extinguidos al fin los aplausos, y obedeciendo a una seña casi imperceptible de Berrueta, Federico García Lorca, el mozalbete, se sienta al piano. Todas las miradas se fijan en su cabeza, un poco gruesa y morena, que inclina un instante sobre el pecho. Así se queda varios segundos, hasta que sus manos atacan el teclado. Entonces se opera el milagro: la figura sentada crece, se hace adulta; sobrepasa las naturales proporciones, y parece llenar la sala por completo. Los oídos de cada uno de los presentes recogen unas notas mágicas, que les despiertan todos los sentidos. No sólo escuchan, sino que ven, tocan, huelen y saborean los sones. Y delante de sus ojos no advierten otra cosa que al muchacho, el vuelo de sus manos y el movimiento de sus brazos. La ejecución no pretende ser perfecta. Se desborda en un impulso romántico, y se entrega con la pasión que inventa el adolescente en la primera mujer que abraza. Toca el mozo con todo su cuerpo y toda su alma. Parece un gitano en la culminación de su baile, cuya música es de Falla, y se titula Danza de la vida breve. Después el público no le consiente que abandone el piano. Ahora son aires del folklore español; aires andaluces, de León, de la Montaña… Y Federico García Lorca concede sus repeticiones con un ademán gracioso que saca de su gesticulación apasionada.[4]
Pérez Ferrero no menciona a otro ejecutante de aquel concierto: María del Reposo Urquía. Ella, y su hermana menor Paquita, eran hijas de don Leopoldo de Urquía y Martín, director del Instituto de Baeza hasta su muerte en 1916 y amigo íntimo tanto de Machado como de Berrueta. María del Reposo había conocido brevemente a Federico durante el viaje a Baeza del año anterior, y en 1917 se estrechó su amistad. La chica era de una arrolladora vitalidad, apasionada de Chopin y de Mendelssohn, y en la fiesta del Casino interpretó una Romanza sin palabras de éste. Años después, María del Reposo recordaría que en aquella ocasión Federico interpretó a Falla «con un brío tremendo, tremendo». Al joven granadino ella le encontraba, personalmente, «apagado, triste, muy afectivo», observando que «cuando hablaba, se colocaba al borde de la silla con las manos puestas sobre las rodillas». Juntos visitaron varias iglesias, manteniendo entretanto interminables discusiones sobre música y literatura.[5]
María del Reposo recordaba haber oído contar a sus compañeros una de las «cosas de Federico» ocurridas durante aquella visita, y en la cual ella lamentaba no haber participado. Delante de la catedral de Baeza se encuentra una bellísima fuente, seca en 1917, llamada de Santa María. Construida en forma de arco triunfal —«parece el cuerpo final de un arco de triunfo al que la tierra se hubiera tragado», escribiría Lorca—,[6] fue levantada en 1564 y lleva las armas de Felipe II (según una inscripción tallada en uno de los medallones de la obra, «fue el maestro de traer y sacar el agua y hacer las fuentes, Ginés Martínez natural de Baeza»). Una noche llegaron Lorca y sus amigos a la plaza y se aproximaron a la fuente, que se encontraba bañada de la luz de la luna. El silencio era profundo. Federico, sobrecogido, sintió la necesidad de dramatizar el momento e, imaginando que la fuente ya no estaba seca, se puso a bautizar, a sí mismo y a sus acompañantes, con aquella quimérica agua «llena de luna». El recuerdo del «bautizo de luna» quedaría muchos años grabado en la mente de los participantes.
«Ciudad perdida» titularía Federico el capítulo de Impresiones y paisajes dedicado a Baeza. Su visión del lugar es fuertemente romántica. Baeza habla del pasado, de la implacable marcha del tiempo que todo lo destruye. Aquí todo es abandono, olvido, monotonía, ruina, cansancio, aburrimiento, ausencia de amor. «Pesar grande de estas calles de cementerio por las que nadie pasa», escribe.[7] Y hay en este capítulo también una nota de protesta contra la falta de buen gusto de las autoridades locales. Lorca revela que, durante su visita a Baeza, existía una propuesta del alcalde para urbanizar —«tremenda palabrota» dice Federico al copiarla— la plaza de Santa María. Ante los ojos del joven se levanta la espantosa visión de jardinillos ingleses, «un monumento a D. Julio Burell o a D. Procopio Pérez y Pérez»,[8] quioscos con pasodobles, cuplés y habaneras. «Derribarán el encanto viejo, y pondrán en su lugar edificios con cemento catalán»;[9] en este exabrupto volvemos a oír la voz de Martín Domínguez Berrueta que es, a su vez, la voz de la Institución Libre de Enseñanza:
Es verdaderamente angustioso lo que pasa en España con estas reliquias arquitectónicas… Todo trastornado… pero con qué visión artística tan deplorable.
Recordemos la gran plaza de Santiago de Compostela, con el monumento al señor Montero. ¡Qué salivazo tan odioso a la maravilla churrigueresca de la portada del Obradoiro y al hospital grandioso! Recordemos la Salamanca ultrajada, con el Palacio de Monterrey lleno de postes eléctricos, la casa de las Muertes con los balcones rotos, la casa de la Salina convertida en Diputación, y lo mismo en Zamora y en Granada y en León… ¡Esta monomanía caciquil de derribar las cosas viejas para levantar en su lugar monumentos dirigidos por Benlliure o Lampérez!…[10] ¡Desgracia grande la de los españoles que caminamos sin corazón y sin conciencia!… Nuestra aurora de paz y amor no llegará mientras no respetemos la belleza y no nos riamos de los que suspiran apasionadamente ante ella. ¡Desdichado y analfabeto país en que ser poeta es una irrisión!…[11]
Algunos días después de volver los granadinos a casa, se produjo un acontecimiento que tuvo hondas repercusiones —desagradables— para Berrueta. Y es que, el 4 de junio de 1917, Antonio Machado publicó en El País de Madrid, diario de oposición dirigido por Roberto Castrovido («el diario es republicano absoluto», había comentado Rubén Darío en España contemporánea),[12] un encomiástico artículo titulado «Granada: el doctor Berrueta».
Machado, ya lo sabemos, admiraba a don Martín. Y este artículo, publicado en un importante órgano de opinión de la capital de España, fue en cierto modo la consagración pública del maestro salmantino. Machado, al cantar las excelentes cualidades de Berrueta, dejó que se le fuera un poco la pluma:
El doctor Berrueta pertenece a esa noble clase de maestros que consagran toda su alma a la enseñanza, que logran el respeto y el amor de sus discípulos y que contribuyen a formar agrupaciones juveniles muy otras de las juventudes de nombre y de oficio … recorre con sus alumnos los pueblos de España; más que en las aulas tiene su cátedra en el tren, en los coches de postas, camino de las viejas urbes, donde él con sus alumnos busca una viva emoción del arte patrio … Granada le debe parte del «Renacimiento» artístico de que hoy puede con justicia enorgullecerse. Ha contribuido con otros profesores ilustres —Gutiérrez,[13] De los Ríos,[14] Almagro—[15] a libertar a Granada de aquel pequeño orgullo de ciudad aislada que cree poder bastarse a sí misma y a ponerla en contacto con el resto de España … Propone un plan de estudios, temas concretos de investigación, y, reservándose una parte de obrero, asigna a cada uno de sus discípulos aquella labor más en armonía con sus gustos…
Pero fue el último párrafo del artículo de Machado el que más polvareda levantó en Granada:
Cuando se habla de Granada, alguien dirá: Manjón. Y en verdad que merece extrema loanza este ilustre filántropo, este benemérito desbravador de gitanos. Pero algunos, tal vez más enterados, citarán otros nombres, y, entre ellos, el de don Martín Domínguez Berrueta.
El padre Andrés Manjón, que moriría en 1923, era un personaje conocidísimo en Granada. Fundador de las Escuelas de Ave María —en 1910 contaban éstas más de cuarenta en toda España—,[16] Manjón había empezado su labor en el Sacromonte, barrio gitano de Granada, lo cual explica la referencia de Machado. También era catedrático en la Facultad de Derecho de la Universidad de Granada, donde era temido por unos, respetado por otros.[17] La derecha granadina le consideraba casi un santo, y reaccionó de forma ofendidísima ante el artículo de Machado. A partir de entonces, Martín Domínguez Berrueta sería víctima de numerosa vejaciones dentro y fuera de la universidad. Machado se dio cuenta de que, sin quererlo, había dañado seriamente a su amigo. «La carta que recibe Antonio de su compañero es desoladora —relata Pérez Ferrero—. A veces, la mejor intención provoca una hecatombe».[18]
Por tierras de Castilla
Berrueta no permitió que aquel desagradable asunto le abatiera el ánimo. El 15 de julio de 1917, La Gaceta del Sur, de Granada, informaba que salían aquel día el maestro y sus alumnos para tierras de Castilla. «El estudio comenzará por la antigua ciudad de Palencia —concretaba el diario—. El señor Berrueta lleva como tema principal de su estudio la ruta del Romancero».
Sólo cuatro discípulos acompañaban a Berrueta: Federico, Luis Mariscal, Ricardo Gómez Ortega y Miguel Martínez Carlón López de Zayas.
Después de pasar un día en Palencia, los granadinos continuaron hasta Burgos. En aquella ciudad y su provincia estuvieron tres semanas. Pasaron luego algunos días en Valladolid y, el 7 de agosto, volvieron Berrueta y Lorca solos a Burgos. Allí convivirían juntos durante un mes maestro y alumno.[19]
En Valladolid los granadinos visitaron el famoso museo de escultura. A Federico no le gustó el crudo realismo de las imágenes. «¡Hay que pasar las salas del museo de Valladolid! —escribe en Impresiones y paisajes—. ¡Horror! Bien es verdad que hay algunos aciertos, pero muy pocos… pero lo demás…».[20]
La prensa burgalesa se ocupó profusamente de la estancia en la ciudad de Berrueta y sus discípulos, estancia mucho más larga que la de años anteriores. En una entrevista publicada el día 26 de julio en El Diario de Burgos, los granadinos comentan: «Se trata de una comisión que al señor Berrueta dio el Ministerio para hacer investigaciones artísticas. Él ha escogido a Burgos y eso se lo explicarán ustedes muy bien los burgaleses. Y nos ha escogido a nosotros, los que con él formamos algo de familia espiritual, para que utilicemos todos los medios que él tiene en su mano para nuestro mejor aprovechamiento cultural».[21] Era cierto que, para ese viaje, Berrueta había «seleccionado aún más a sus discípulos», pues tanto Federico como Mariscal y Gómez Ortega eran valores positivos y probados del curso anterior, siendo Miguel Carlón el único representante del curso 1916-1917.
Las autoridades burgalesas se deshicieron en atenciones para con el grupo de Berrueta, y el alcalde puso a su disposición un automóvil para sus excursiones por la provincia. La intensidad del programa de Berrueta asombraba y llenaba de admiración a todos. Los cuatro alumnos favorecidos declararon, no sin cierta falsa modestia:
Nuestra vida es muy sencilla. Distribuimos el día del modo siguiente: Aproximadamente dedicamos tres horas al estudio en corporación, visitando los monumentos y las obras de arte, y otras tres las empleamos en los Archivos y Bibliotecas. Unos trabajan en el Archivo de la Catedral, otros en el Ayuntamiento y otros en las Bibliotecas preparan notas y apuntes. Nos quedan luego otras dos horas en las que cada uno escribe y lee lo que quiere. Y luego a gozar de esta hermosura de clima y de esta hermosura de ciudad y de esta hermosura de paseos.[22]
Al llegar a Burgos aquel julio, Lorca estaba ya en vías de convertirse en escritor. No sólo había publicado meses atrás su Fantasía simbólica sino que, el 29 de junio de 1917, había compuesto el que parece haber sido su primer poema, «Canción. Ensueño y confusión».[23] Además ya tenía escritas numerosas cuartillas sobre sus viajes de estudio. En El Diario de Burgos publicó aquel verano una serie de cinco artículos, anunciando al mismo tiempo que alguno de ellos formaría parte de un libro en preparación, Caminatas románticas por la España vieja (otra vez la palabra «romántico»), con prólogo de Berrueta.[24]
Mientras Federico adelantaba en El Diario de Burgos trozos del libro proyectado, Luis Mariscal, que el curso anterior había monopolizado la función de escritor del grupo, entregaba crónicas a otro periódico burgalés, El Castellano. En todo ello había, sin duda, cierta competitividad entre los dos compañeros. Comparando sus artículos, se aprecia en seguida que la prosa de Lorca es más impresionista, más alada, más lírica que la de Mariscal, que se muestra más erudito y analítico en sus trabajos.
Una de las visitas más interesantes del grupo, hecha a finales de julio, fue al Real Monasterio de las Huelgas, fundado en el siglo XII por Alfonso VIII. En el viaje del año anterior, Berrueta no había podido conseguir el permiso para visitar la clausura de las Huelgas. En 1917 tuvo más suerte, debido a un permiso especial del Nuncio Papal.[25]
Tarde inolvidable. Una parienta de Ricardo Gómez Ortega, muy viejecita, era monja de las Huelgas y les mostró su celda, raro privilegio.[26] Luego, después de visitar detenidamente el convento y sus tesoros, los visitantes fueron recibidos por la abadesa. La encontraron muy asustada. La situación política del país era entonces extraordinariamente tensa —se hallaba en vísperas de una huelga general— y, ante la sorpresa de aquellos jóvenes, la religiosa los fue sentando uno a uno en la silla abacial y haciéndoles prometer solemnemente, «como caballeros españoles», protegerlas a ella y a sus monjas en el caso de producirse disturbios. Todos juraron que así lo harían.[27]
Tanto Mariscal como Lorca describieron aquella visita en sendos artículos de prensa. El 6 de agosto publicó El Castellano el de Mariscal, «El Real Monasterio de las Huelgas», mientras, al día siguiente, salió en El Diario de Burgos el trabajo de Lorca, titulado «Las monjas de las Huelgas».
La diferencia de títulos era significativa. Mariscal se muestra emocionado ante la «historia brillantísima» del convento, pero a Federico le interesa mucho más especular sobre los íntimos motivos que pudieran haber tenido aquellas mujeres para encerrarse en tal lugar. Su artículo expresa sobre todo una honda preocupación por la razón de ser de la vida monástica; y si los conventos son «manantiales purísimos de poesía» o «torre de poesía que se levanta por encima de todas las ideas», no cabe duda que también hablan de represión sexual, de negación de la vida:
Bien es verdad que casi siempre lo que induce a dichas santas mujeres a encerrarse en esas solemnidades muertas es un enorme conflicto sentimental, que ellas no pudieron resistir con sus almas sin fuerza. La vida la ven con toda su dramática tramoya y huyen de los hombres para enterrarse en una casona como protesta vivísima a la sociedad… Nuestras almas no pueden comprender ni comprenderán nunca a una monja enclaustrada. Son esencias rotas de amor y maternidad, que al encontrarse solas en el mundo se buscan unas a otras para convertirse en sombras en una tumba antigua… El convento es como un enorme corazón frío que guardará en su seno a las almas que huyeron de los pecados capitales.[28]
Las visitas del grupo al monasterio benedictino de Santo Domingo de Silos (1-3 de agosto) y a la clausura de la Cartuja de Miraflores (5 de agosto) le confirmarían al poeta en este análisis.[29]
En Silos los viajeros fueron atendidos por el abad, Luciano Serrano, autor de varias obras sobre el monasterio, y durante su breve estancia pudieron conocer a unos personajes pintorescos. Entre éstos destacaba fray Ramiro de Pinedo, hombre cultísimo, oriundo de Bilbao. Pinedo había estudiado en París, era farmacéutico de profesión y se había hecho una fortuna al inventar un vino tónico que tuvo gran éxito comercial. Un buen día, ya mayor, decidió dejarlo todo, abandonando su casa sin decir nada a nadie.[30]
Parece ser que el protagonista de la escena más conmovedora vivida por Lorca en Silos, y luego narrada en Impresiones y paisajes, no fue otro que Pinedo (a quien el escritor no identifica en el libro, como es lógico).
Ocurrió así. Lorca, después de asistir a misa cantada la primera mañana de su visita a Silos, entabla conversación con el organista, pobre hombre que no conoce más que el canto llano, pues entró de niño en el monasterio y nunca ha salido de él. Cuando Federico le nombra a Beethoven le «sonó a cosa nueva en sus oídos el apellido inmortal».[31] Federico, preso de una idea repentina, sube al órgano y se sienta ante las teclas amarillentas:
Entonces vino a mi memoria esa obra de dolor extrahumano, esa lamentación de amor patético, que se llama el allegretto de la Séptima Sinfonía. Di el primer acorde y entré en el hipo angustioso de su ritmo constante y de pesadilla.
No había dado tres compases cuando apareció en la puerta del camerino el fraile que contó las leyendas en el claustro… Tenía una palidez acentuada. Se acercó a mí y tapándose los ojos con las manos con acento de profundo dolor me dijo: «¡Siga usted, siga usted!»… pero quizá por una misericordia de Dios, al llegar donde el canto toma acentos apasionados y llenos de amor doloroso, mis dedos tropezaron con las teclas y el órgano se calló. No me acordaba de más… El monje apasionado tenía los ojos puestos en un sitio muy lejos. Ojos que tenían toda la amargura de un espíritu que acababa de despertar de un ensueño ficticio, para mirar hacia un ideal de hombre perdido quizá para siempre.[32]
Ricardo Gómez Ortega y Miguel Martínez Carlón estuvieron presentes en la capilla mientras Federico tocaba el órgano, pero ninguno de ellos se dio cuenta en aquellos momentos de la dramática escena que se desarrollaba entonces en el camerino. Federico se la contaría después. Ambos recordaban muchos años después la emoción suscitada en ellos por el improvisado concierto, tanto más intensa cuanto que ellos sabían que en aquel templo sólo habían sonado hasta entonces los acordes del monótono canto gregoriano.[33]
Después de aquel emotivo incidente, recobrada ya la tranquilidad, el «monje apasionado» le explica a Federico lo sucedido:
«¿Le gusta a usted mucho la música?», le pregunté, y él sonriendo amablemente contestó: «Más de lo que usted se figura, pero yo me retiré de ella porque me iba a embrutecer. Es la lujuria misma… yo le doy a usted un consejo… abandónela si no quiere pasar una vida de tormentos. Todo en ella es falso… Ahora mi única música es el canto gregoriano».[34]
Gran amigo del pintor Darío de Regoyos, de Zuloaga y de Miguel de Unamuno —le muestra a Federico varias pajaritas de papel hechas por el filósofo de Salamanca—, el monje está resignado a pasar en Silos los días que le queden:
«Cómo se conoce —le dije— que ha sido usted hombre de gran mundo»… «¡Demasiado! —exclamó con tristeza—; pero yo que he sufrido tanto con los hombres he hallado aquí un refugio de serenidad y de paz. Ya voy para viejo y no tengo ilusiones, quiero morir aquí».[35]
La tristeza y el aislamiento de la vida monástica se resume para Lorca en ese momento angustiosísimo en que aquel monje, que ha rechazado la música porque «es la lujuria misma», se halla de improviso, ante el conjuro beethoveniano, invadido por su pasado, por el pasado que él quería creer ya muerto pero que todavía estaba vivo dentro de él. Este personaje —único de Impresiones y paisajes suficientemente delineado como para quedar grabado en nuestra memoria— expresa toda la angustia que supone para Lorca la renuncia a la carne.
El pintor Manuel Ángeles Ortiz, intrigado por el relato que le hiciera Federico de su visita a Silos, no pudo resistir la tentación de pasar una estancia en el monasterio poco tiempo después. Llevó consigo una tarjeta de presentación para Pinedo firmada por Miguel de Unamuno. Ortiz y Pinedo se hicieron amigos y planearon editar juntos un libro sobre los capiteles del claustro románico, con texto del monje y dibujos del pintor.[36] Pero la colaboración no dio fruto, aunque Pinedo sí publicó en años posteriores varias obras sobre Silos.[37]
En la Cartuja de Miraflores los granadinos conocieron a otro extraño personaje de «conversión tardía», el hermano Tarín, que aparece en Impresiones y paisajes como el «monje de las barbas, severo y simpático».[38] Hay en el Turquestán oriental un río Tarim que se pierde en el Lob Nor, pantano del desierto de Gobi, y parece ser que el cartujo había adoptado aquel nombre para simbolizar su desaparición del siglo. Se decía que Tarín había ocupado puestos públicos importantes y que, como el padre Pinedo, su vida antes de entrar en clausura no había sido nada ordenada.[39]
La visita a la Cartuja, aun más que la de Santo Domingo de Silos, convence a Lorca de la futilidad y, esta vez, de la hipocresía de la vida monástica. Al joven escritor tal vida se le aparece ya como poco menos que una desesperada evasión sexual:
Es harta cobardía estos ejemplos de los cartujos. Ansían vivir cerca de Dios aislándose… pero yo pregunto ¿qué Dios será el que buscan los cartujos? No será el Jesús seguramente… No, no… Si estos hombres desdichados por los golpes de la vida soñaran con la doctrina del Cristo, no entrarían en la senda de la penitencia sino en la de la caridad. La penitencia es inútil, es algo muy egoísta y lleno de frialdad. Con la oración nada se consigue, como nada se consigue tampoco con la maceración. En la oración se pide algo que no nos pueden conceder. Vemos o queremos ver una estrella lejana, pero que borra lo exterior, lo que nos rodea. La única senda es la caridad, el amor los unos a los otros.[40]
Para Federico, la regla cartujana niega la humanidad esencial del hombre, y viene a ser una especie de autocastración. Además, tal regla no logra su propósito, no puede hacerlo:
Por las noches muchos hombres destos [sic] que son jóvenes y vibrantes de vida, verán desde su cama visiones de mujeres a quien amaron, gentes a quien despreciaron, y amarán y despreciarán, y querrán cerrar los ojos, pero los tendrán abiertos… porque los hombres no somos quién ni podemos encauzar nuestras almas hacia el lago sin inquietud y sin dolor que deseamos.[41]
En la Cartuja, «verdaderamente anticristiana»,[42] donde el silencio y la soledad actúan como «grandes afrodisíacos»,[43] siente compasión por esos «sepulcros de hombres que se mueven como muñecos en un teatro de tormentos»,[44] y quisiera ahuyentar con su risa juvenil a las sombras y fantasmas que los persiguen:
El alma siente deseos de amar, de amar locamente y deseo de otra alma que se funda con la nuestra… deseos de gritar, de llorar, de llamar a aquellos infelices que meditan en las celdas, para decirles que hay sol, y luna, y mujeres, y música, de llamarlos para que se despierten para hacer bien por su alma, que está en las tinieblas de la oración, y cantarles algo muy optimista y agradable… pero el silencio reza su canto gregoriano y pasional.[45]
Es tentador comparar los conventos de Impresiones y paisajes, evocados en los albores de la trayectoria literaria de Lorca, con el escenario de La casa de Bernarda Alba, escrita en 1936, muy poco tiempo antes de su fusilamiento. La frustración erótica será uno de los temas principales de toda la producción lorquiana, y en los conventos y monasterios de Burgos, tal como los hace vivir Lorca en las páginas de Impresiones y paisajes, apenas se aprecia sino un símbolo de la represión sexual. Además, como veremos, los escritos de Lorca inmediatamente posteriores a su última estancia en Burgos demuestran que para el poeta, en esas fechas, la obsesión con la abnegación sexual es mucho más que un mero tema literario.
Hemos indicado que, a partir de principios de agosto de 1917, Federico pasó un mes a solas con Berrueta en Burgos. ¿Por qué únicamente Federico? Según Ricardo Gómez Ortega por una razón muy sencilla: Berrueta solía llamar a Lorca «nuestro Epulón», por ser el «rico» del grupo y por su tendencia a prodigar propinas demasiado generosas. Era, en realidad, el único de los cuatro discípulos del catedrático en condiciones de costear tan prolongada estancia fuera de casa.[46]
Fue, sin duda, un mes muy importante en la vida del poeta. En Burgos se dedicó a elaborar el texto de su libro, y publicó dos artículos más en la prensa local: «Las reglas en la música» (El Diario de Burgos, 18 de agosto) y «Mesón de Castilla» (mismo periódico, 22 de agosto). El segundo artículo lleva fecha de 20 de agosto, y Federico añade al pie que formará parte de la obra Caminatas por la España Vieja (ya ha sido suprimido el adjetivo «románticas»).
El artículo sobre las reglas en la música, no recogido en Impresiones y paisajes, es de una extraordinaria importancia como expresión de la sensibilidad de Lorca en esa época en que se transformaba en escritor quien antes había sido exclusivamente músico. Como apreciará el lector, aparece al final de la disquisición una clarísima alusión al insólito episodio ocurrido pocos días antes en el camerino del órgano de Santo Domingo de Silos:
LAS REGLAS EN LA MÚSICA
La música es en sí apasionamiento y vaguedad.
Con las palabras se dicen cosas humanas; con la música se expresa eso que nadie conoce ni lo puede definir, pero que en todos existe en mayor o menor fuerza. La música es el arte por naturaleza. Podría decirse que es el campo eterno de las ideas… Para poder hablar de ella, se necesita una gran preparación espiritual y, sobre todo, estar unido íntimamente a sus secretos. Nadie, con palabras, dirá una pasión desgarradora como habló Beethoven en su Sonata appassionata; jamás veremos las almas de mujeres que Chopin nos contó en sus Nocturnos…
Para sentirla es necesario poseer imaginación loca y nerviosa, y casi se puede afirmar que una vez vencido el formidable dragón de su técnica, el que tiene dentro la fantasía y la pasión habla con ella inconscientemente.
Seguramente Glinka no se dio cuenta de que usó por vez primera la escala de tonos raros. Ni Rameau notó la «sexta añadida» descubierta por él por necesidades de la expresión de su alma. Los «escolásticos ñoños», y pone-trabas, aún se escandalizan de las «quintas» consecutivas que tantas maravillas se pueden hacer con su uso, y se hacen de cruces al escuchar las modulaciones maravillosamente desquiciadas de Debussy…
Y es que las reglas, principalmente en este arte de la música, son inútiles, sobre todo cuando se encuentran con hombres de temperamento genial, a la manera de Strauss… Y lo mismo ocurre con todas las Artes y con la poesía. Llegó Rubén Darío «El Magnífico», y a su vista huyeron los sempiternos sonetistas de oficio que son académicos y tienen cruces, y huyeron aquellos de las odas a lo Quintana, y los que hacían poemas a lo Ercilla. Y él rompió todas las reglas, pero con aquella cantidad de ideas y de espíritu que guardaba en su corazón hirió el silencio cuando cantó su Marcha triunfal… Y es que las reglas se han hecho tan sólo para las mediocridades, que a la fuerza se empeñan en hacer una obra y se aprenden esos infectos manuales y dale que le das hasta que enseñan o un soneto hecho en tres años o una misa en Do mayor.
Desde luego, que para base no hay más remedio que aprender las reglas, pero una vez por encima de ellas, si se rompen, únicamente hay que inclinar la cabeza ante las obras.
Los espíritus fuertes o débiles, pero grandes, nunca se fijan en las reglas, porque las reglas del arte son únicamente para cierta clase de temperamentos. Y cuando llegan los apasionados, los epopéyicos, los dulcemente histéricos y locos, no las miran y van adelante con su corazón; y aparece Wagner, tan despreciado y amado, y Ravel, tan técnico y tan extraño que hace sonar instrumentos que no existen, y Debussy con su honda y extravagante melancolía…
Para la iniciación son las leyes muy necesarias, pero cuando los momentos dramáticos y hondos de la vida envuelven al músico, éste, en sus amarguras, lo atropella todo y habla y hace sentir a los demás muy fuerte en una obra llena, según los puristas, de imperfecciones… Las pasiones humanas son mil y mil en infinita tonalidad, y mil y mil los hombres que cada uno ve las cosas según su alma, y si una corporación o una academia da un libro, en el cual dice lo que hay que hacer y no hacer, aquellos espíritus alegres o atormentados, religiosos o perversos, lo rechazan con espantoso terror como un águila a quien van a cortar las alas…, y es una cosa de lógica aplastante. ¡Cómo encerrar un corazón en una cárcel de otro! Por muy extraños que sean los choques desenlazados de segunda que tanto usa Debussy, nadie puede afirmar ni negar que aquello sea un absurdo; sólo podrá decir: me gusta, no me gusta; pero nunca: esto es malo o bueno. Entre la bondad y la maldad sólo existe la diferencia de la manera de mirarlas…, y además que nadie, absolutamente nadie, tiene el don divino de saber y comprender los estados de las almas. Por regla general, estos señores ponefaltas, que no saben una palabra de sentimiento y que se agarran a las reglas como el niño hambriento a la teta, son unos pobres infelices que creyeron que ya tenían todo el bagaje intelectual, con poseer un diploma laudatorio de una de esas nefastas corporaciones.
Pero son los que enturbian las vidas a los artistas, criticándolos, obscureciéndolos y ahogándolos con su influencia…, y se recuerda aquella fauna de hombres hienas que mordían a Beethoven, y los que aún impiden la gloria de los genios modernos…
No hay nada más estéril y vacuo que un reglista de esos que miran en los discursos si ha habido exordio.
Esos catálogos de acordes que aún se estudian y que a tantos muchachos hacen olvidar la música, y que castran espiritualmente, son los que dicen más descaradamente el imposible de ajustarse a sus mandamientos.
Hay ideas en los hombres tan grandiosas que no admiten el molde del compás, y si lo varían y lo rompen con amor, con fuego tal, y como lo sienten, si con aquello han expresado un raro pensamiento, se debe dar por bien hecho, y si nosotros lo sentimos en su dolor, hemos de afirmar su enorme expresión y, por lo tanto, lo enormemente artístico que es…
Y hay también que pensar que en la música, donde tanto se expresa el dolor, que éste salta por encima de todas las cosas y producirá alteraciones inarmónicas y armónicas raras…, pero ¿qué cosa más desquiciada que el dolor?…
Siempre que la obra exprese un estado de ánimo con suma expresión, debemos callar ante ella… El delicado Lully hizo aquellos minués tan perfectos, tan deliciosos, tan sujetos a las leyes de la armonía de su tiempo…, y habrá nada más correcto ni más atildado que un minué…, y ahora Strauss hace su Quijote tan discutido, con toda la baraúnda orquestal y aún es poca y poco desbarajustada para lo que él quiso contar con sonidos.
Lo incomprensible para muchos de este arte de la música, les impide poder sentir sensaciones que ningún arte da y que sobrepuja al alma misma. Yo conozco a personas que se retiraron de oír música, abrumadas por las ideas que sentían. Un arte así no cabe en las reglas. La noche no tiene reglas ni el día tampoco. Ahora bien, que muy pocos son y serán los que hablen trágicamente con ella… Es una vampiresa que devora lentamente al cerebro y al corazón… ¿Ejemplos? Todos los músicos.[47]
Rebeldía, desbordante confianza en sus propios conocimientos y criterios musicales, profunda admiración por Rubén Darío (que comentaremos en el próximo capítulo), identificación con las aspiraciones de la vanguardia artística contemporánea, sarcasmo, exaltación, humor, apasionamiento: en esta prosa juvenil aparece el cabal reflejo de un Lorca que ya se sabe original creador.
Federico andaba enamorado por esta época de una joven granadina, María Luisa Egea González, que vivía en la Gran Vía, número 41, y era hija del rico industrial, oriundo del pueblo de Alomares, Antonio Egea.[48] El hermano de María Luisa, Juan de Dios, abogado y luego diplomático, frecuentaba el Rinconcillo y otro hermano, Fernando, llegaría a ser actor bastante conocido («Fernando Granada»).[49] María Luisa, cuatro o cinco años mayor que Federico, era buena pianista, rubia y —según ha recordado Manuel Ángeles Ortiz— «extraordinariamente bella».[50] Tal vez conociera Lorca a la chica cuando los García ocupaban, temporalmente, en 1916-1917, un piso en la casa número 34 de la misma avenida, antes de instalarse en la Acera del Casino. Sea como sea, María Luisa visitaba con frecuencia la casa del futuro poeta y, a veces, tocaba dúos con él al piano.[51]
Sabemos por unas cartas de José Fernández-Montesinos a Federico, escritas durante este verano de 1917, que aquel amor —amor por lo visto no declarado— le atormentaba. Es una tragedia el que las cartas de Federico a Montesinos hayan sido, al parecer, extraviadas o destruidas.[52] Confesando su estado de ánimo, ha calificado a María Luisa de «mujer fría» en una de ellas.[53] «Aclararme lo de “mujer fría” —le contesta el amigo—. ¿En qué te fundas?».[54] Al recibir la respuesta de Lorca, todavía en Burgos con Berrueta, Fernández-Montesinos trata de animarle:
Querido Federico: Acabo de recibir tu carta; no te hagas ilusiones, no hay tal frialdad ni tales juegos. Debes convencerte, por el contrario, de que eres uno de los mortales más felices. ¡Si nosotros pudiéramos recibir cartas de las mujeres que queremos! Pues teniendo de tu parte la confianza y la retórica, ¿cómo no aprovechas esa licencia epistolar? ¿Por qué no te dedicas a conmoverla con esas patéticas expresiones dolientes? Claro que me parece muy bien que no lo hagas. No sé cómo te he de consolar… Cuando vuelvas a Madrid puedes estar muy mejorado. Procura estarlo de manera que podamos reírnos de todo lo imaginable, incluso la Egea, que es una hermosa bestia, como la mayor parte de sus congéneres y la totalidad de sus compatricias.[55]
Pero Federico no se detiene en Madrid. El 27 de agosto, Montesinos le escribe:
Querido Federico: hoy he recibido un giro de 30 pesetas que me has enviado desde Burgos. Te lo pedí en momentos en que estaba próximo al suicidio, y lo recibo en sazón de no mayor holganza económica. Muchas gracias. ¡No esperaba menos de ti! Las razones que me movieron a pedirte esas pesetas son más para dichas de palabra que para escritas. Ya charlaremos de todo esto en Granada a donde marcharé, creo, para fines de septiembre. He sabido tu marcha precipitada y como no te has dignado venir a saludarnos. Yo esperaba que pasarías unos días con nosotros. Ortega supo por Berrueta tu partida y te aguardamos inútilmente. Supongo que todo esto es consecuencia de tu estado sentimental. Me dijo Ricardo que te habías enamorado atrozmente. Esa huida augura un desgraciado desenlace y así te compadezco. Espero que me escribirás de todas estas cosas en breve y extensamente.[56]
¿Se trata aquí de otra aventura amorosa ocurrida en Burgos? Parece ser que sí, pues Ricardo Gómez Ortega —el «Ortega» de la carta de Montesinos— se acordaba vagamente de ello cuarenta años después.[57]
Lorenzo Martínez Fuset se daría cuenta por esos mismos días de que Federico pasaba por una crisis. El 7 de septiembre de 1917 contesta las dos cartas que acaba de recibir del poeta, diciéndole:
No sé lo que te sucede. Te ves apenado, contristado, pues acude a mi fuente y refugio. Oye, ¿qué es ese tu estado enigmático de tus cartas? Explícame y pronto, pues la avidez me devora.[58]
Está claro, pues, que durante este último viaje de estudios con Berrueta la vida sentimental de Lorca atraviesa una época de profundo desasosiego.
En su visita a la Cartuja de Miraflores, los granadinos habían admirado la célebre imagen de la cabeza de san Bruno tallada por el portugués Manuel Pereira (¿1600?-1667). Según Ricardo Gómez Ortega, Federico, aún más que sus compañeros, se había impresionado vivamente ante la escultura, «dando saltos y brincos de entusiasmo y haciendo aspavientos muy al estilo de don Martín».[59]
Unas pocas semanas después, el 25 de agosto de 1917, estando ya solos en Burgos Federico y Berrueta, éste publicó en la revista madrileña La Esfera, de gran prestigio, un artículo titulado «La cabeza de San Bruno», acompañado de una magnífica fotografía de la obra. Artículo fervorosamente entusiasta. Escribe Berrueta:
No pueden ser la cabeza de San Bruno ni su cara las de un infantilismo piadoso, ni las divinamente embobadas de un extático, ni tener las vulgares expresiones de cualquier santo fundador a la vista de un modelo de fraile jovencito, temeroso, cándido o tonto.
Hay que dar a Pereira la gloria: él ha hecho la cabeza de San Bruno. Es difícil decir, describiéndolo con palabras, más de lo que dice a quien sepa ver y oír, la obra de arte.
Mira: éstos fueron la vida y el pensamiento y la muerte y la intuición religiosa de San Bruno; ésa es su cabeza. Y rendirse, asombrarse y gozar.
La cabeza de este San Bruno es de varonil dureza: la mirada hundida en algo que da luz y que asusta, que embarga y que hace callar. Es el hombre de heroísmo espiritual, triunfador en las agonías de la ley natural con el ansia de la perfectibilidad divina: facciones desecadas, austeras, penitentes, dormidas, la boca del no querer hablar…
Impresiones y paisajes
Por los mismos días Lorca escribió, para incluirla en Impresiones y paisajes, una descripción de la escultura tan elogiosa como la de su maestro. Al volver a Granada a principios de septiembre ya tenía redactado el grueso de su libro, y sorprendió vivamente a sus contertulios del Rinconcillo con la revelación de su vocación literaria. Ante los «rinconcillistas» leyó numerosas cuartillas del manuscrito, incluidas las dedicadas al San Bruno de Pereira. Pero éstas no gustaron. En opinión de la confraternidad del Café Alameda hablaba en ellos la voz de Berrueta, no la de Federico. Y Berrueta, para la mayoría de los «rinconcillistas», era anatema: por lo que ellos consideraban su falta de rigor intelectual y, lo que era peor, su excesiva presunción en materia de arte. Aquellos jóvenes no aprobaban en absoluto, ni compartían, el respeto que sentía Lorca por su maestro, e insistieron en que no debiera dar a la imprenta un texto que venía a ser mero eco del ya publicado por Berrueta en La Esfera. Especialmente adversa fue la reacción de José Mora Guarnido, vigoroso crítico de don Martín. Lorca, ante esta arremetida, se dejó convencer, y se prestó a componer otra interpretación, mucho menos favorable, de la obra de Pereira.[60] Esta nueva versión, publicada en Impresiones y paisajes, constituía una brutal traición a Berrueta, y fue interpretada por éste como tal, dando lugar a una abrupta y definitiva ruptura entre catedrático y discípulo cuando se editó el libro en la primavera de 1918. Decía Lorca ahora de la cabeza de San Bruno, entre otras cosas:
Indudablemente la escultura está bien hecha, pero ¡qué poca expresión! ¡Qué actitud de eterna teatralidad! El santo del silencio y de la paz mira al crucifijo que lleva en las manos con aire indiferente, como si mirara otra cosa cualquiera. Ni el sufrimiento espiritual, ni la lucha con la carne, ni la locura celestial aparecen grabados en el gesto de la efigie. Es un hombre… cualquiera que haya pasado cuarenta años en el mundo tiene el sello mismo del sufrimiento vulgar… Estamos en España soportando una serie insoportable de esculturas ante las cuales los técnicos se extasían, pero que no poseen en sus actitudes, en sus expresiones, un momento de emoción … Pobre idea del pobre señor Pereira, que imaginó al Bruno loco del misticismo reposado y doloroso como un hombre vulgarísimo, después de haber comido y discreteado un poco…[61]
Berrueta no podía por menos de verse aludido en la sarcástica referencia a los «técnicos extáticos». Y aunque, con el paso de unos pocos meses, Lorca hubiera cambiado de parecer respecto a la escultura de Pereira —cosa difícil de creer—, tampoco era necesario que todo ello lo convirtiera en ataque dirigido contra el maestro que tanto le había ayudado.
Público ya su empeño en ser escritor, Federico se había entregado febrilmente a partir de septiembre de 1917 no sólo a preparar la edición de su libro sino a llenar nuevas cuartillas. En diciembre dio a conocer en la revista granadina Letras dos «Impresiones del viaje»: «Santiago» (10 de diciembre) y «Baeza. La ciudad» (30 de diciembre), habiendo escrito entretanto numerosas prosas y poesías que comentaremos en el próximo capítulo.
Don Federico García Rodríguez, padre del poeta, andaba un poco perplejo por aquellos días. Su hijo —éste ya se lo había declarado— estaba decidido a publicar un libro sobre sus excursiones con Berrueta. Y, claro, sería el padre quien tuviera que cargar con los costes de la edición. Don Federico decidió consultar el caso con varias personas en cuyo criterio confiaba. Entre éstos figuraban Luis Seco de Lucena, director de El Defensor de Granada, Miguel Cerón Rubio y Andrés Segovia. Después de proceder a una detenida lectura del manuscrito, todos apoyaron, como grupo, la iniciativa editorial de Federico. «Nos gustó —ha recordado Segovia—, y en seguida hablamos con don Federico y le manifestamos que, a nuestro juicio, su hijo tenía un gran talento como escritor y un espléndido porvenir literario».[62]
El padre, siempre generoso, aceptó la decisión de sus consejeros. Editaría gustoso el primer libro de su hijo.
Federico, que, según Mora Guarnido, y contrariamente a su costumbre posterior, se mostraba impaciente por publicar cuanto antes aquella obra, entregó el manuscrito a un prestigioso establecimiento granadino, Tipografía y Litografía Paulino Ventura Traveset, situado en la calle Mesones, número 52. La empresa, fundada en 1835, comprendía, además, la librería más antigua de la ciudad, y una de las más antiguas de toda España.[63] Con Ventura Traveset había publicado Ángel Ganivet, en 1897, su Idearium español, y al año siguiente la casa sacó la primera traducción al castellano de Los cuentos de la Alhambra de Washington Irving. Era, sin duda, una de las empresas más sólidamente enraizadas en la cultura de Granada.
El 1 de febrero de 1918, en vísperas de la publicación de Impresiones y paisajes, Federico le escribe a su amiga María del Reposo Urquía, que sigue viviendo en Baeza. Tiene que pedirle un favor:
Apreciable y lejana amiga: Quizá extrañará a V. que le escriba así tan de pronto, pero como nunca su menudita y simpática figura se fue de mi imaginación creo siempre que hablo con V. Es la quizá correspondencia ideal, la de las almas. ¡Ah! no se ría, no se ría, Reposo… Me atrevo a escribirle (y digo me atrevo porque en España estas cosas son atrevimiento) para pedirle un favor. Yo estoy editando un libro. ¿Me aceptáis que os dedique un capítulo?… Contestadme pues… Creo que tendré la honra de recibir su respuesta, no espero otra cosa de una mujer como V. tan amante de Chopin y tan buena intérprete de sus obras. Hay veces, amiguita Reposo, que sentimos el ansia de escribir a un alma oculta en las lejanías y que ese alma escuche nuestro llamamiento de amistad. En la época actual nosotros los románticos tenemos que hundirnos en las sombras de una sociedad que sólo existe en nosotros mismos. V. es una quizá romántica como yo que sueña, sueña en algo muy espiritual que no puede encontrar. ¡Sí, sí! No se ría. Aunque provoque risa en V. (cosa que no creo) es así aunque no lo quiera. Siempre tenemos una amargura que no logramos arrancarnos. Perdone si le molesto… yo soy demasiado apasionado… No quiero molestarla más. ¿Acepta V.? Yo lo hago con todo mi corazón. Fue V. una de esas mujeres que pasan por el camino de nuestra vida dejando una estela de tranquilidad, de simpatía, de quietud espiritual. Algo así como el perfume de una flor escondida en las lejanías… Qué mal escribo, ¿verdad? Perdón. Contésteme enseguida si no tiene inconveniente. Lo agradeceré infinitamente.
Cuente siempre con su amigo
FEDERICO GARCÍA LORCA[64]
María del Reposo Urquía, que guardaría como un tesoro aquella carta de Federico, contestó afirmativamente. Años después recordaba su emoción al llegar a sus manos, poco tiempo después de recibir la carta que hemos reproducido, su ejemplar de Impresiones y paisajes y al ver que Federico le había dedicado el capítulo sobre Baeza.[65]
La amistad que unía a Lorca y María del Reposo, fruto de unos pocos días de convivencia, sería rememorada con gratitud por ésta durante toda su vida. Nunca volvieron los dos a verse a partir de 1917, de modo que el pequeño poema «Encuentro», perteneciente a la suite «El jardín de las morenas» publicada en Índice (la revista de Juan Ramón Jiménez) en 1922, queda como otro testimonio de la «memoria viva» del poeta:
María del Reposo
te vuelvo a encontrar
junto a la fuentefría
del limonar.
¡Viva la rosa en su rosal!
María del Reposo,
te vuelvo a encontrar,
los cabellos de niebla
y ojos de cristal.
¡Viva la rosa en su rosal!
María del Reposo,
te vuelvo a encontrar.
Aquel guante de luna que olvidé,
¿dónde está?
¡Viva la rosa en el rosal![66]
El 17 de marzo de 1918, con Impresiones y paisajes ya en prensa, Lorca dio en el Centro Artístico y Literario de Granada una lectura de varios capítulos del libro. La velada constituyó un éxito rotundo. En el ambiente provinciano de la ciudad, donde se repartían entonces los laureles poéticos locales Alberto Álvarez de Cienfuegos y Manuel Góngora, la voz y personalidad literarias de Federico surgieron aquella noche potentes y originales. Las reseñas publicadas el día después en la prensa nos restituyen el ambiente del acto y el entusiasmo con que los amigos del poeta acogieron la revelación de su talento como escritor.
Decía El Defensor de Granada:
EN EL CENTRO ARTÍSTICO. UNA LECTURA
El joven escritor don Federico García Lorca leyó anoche en el Centro Artístico, ante un selecto auditorio, algunos capítulos de su libro Impresiones y paisajes, próximo a publicarse.
La lectura fue escuchada con agrado y aplauso, pues en realidad lo merecía. Por lo que pudimos juzgar, el libro está llamado a tener un gran éxito, pues sus páginas, escritas brillantemente, reflejan hondas emociones espirituales y visiones de un colorido sobrio y sincero, que revelan un temperamento literario muy vigoroso.
No es aventurado augurar que el señor García Lorca se creará una reputación literaria con su obra Impresiones y paisajes.
Los concurrentes a la agradable velada felicitaron cordialmente al joven escritor.[67]
Y El Noticiero Granadino:
CENTRO ARTÍSTICO
Anoche, a las nueve y media, dio lectura a distintos capítulos del libro Impresiones y paisajes (que en breve aparecerá) su autor el joven literato don Federico García Lorca.
Hace tiempo que lo conocía y siempre le consideré como joven de talento, de los que según el tópico «prometen». Pero anoche tuve ocasión de confirmar el juicio que de él tenía formado, añadiéndole otras no menos relevantes cualidades: Federico García Lorca une a su buen natural, sólida cultura y cualidades que le aseguran un envidiable puesto en la república de las letras. ¿De las letras, nada más? No. Oígasele ejecutar al piano las más escogidas composiciones clásicas particularmente, y se verá en él no el poseedor pleno de la técnica, sino el sentimental, el hombre cuya alma vibra al compás de los dulces acentos musicales.
Escúchense sus juicios sobre cualquier obra pictórica de los más diversos géneros y se le tendrá forzosamente por un crítico concienzudo y en su rostro se verá reflejarse la emoción del que siente hondamente. Oírle tratar de arquitectura es incluirle en la categoría del «verdadero artista».
¿A qué hablar, pues, de su lectura de anoche, fruto de una meditación honda, asuntos difíciles desarrollados con soltura, elegancia y amenidad sin igual, si bien pronto ha de darla a la luz pública y entonces no de oídas, sino con las páginas delante, hemos de emitir juicio, y laudatorio a juzgar por lo que anoche escuchamos?
Bastante ahora para delinear a grandes trazos la figura de mi buen amigo Federico. Éste es el prólogo. La obra… en seguida va a empezar.[68]
Este segundo artículo, notable por su perspicacia, se debía a la pluma de Eloy Escobar de la Riva. Y es sorprendente constatar la seguridad con que el periodista anunciaba el brillante porvenir que le esperaba al joven escritor.
El primero de enero de 1918 había empezado a publicarse en Granada una revista estudiantil, de orientación renovadora, titulada El Eco del Aula. Su director era el «rinconcillista» Ricardo Corro Moncho (que, como Federico, sería asesinado durante la guerra civil) y, en su segundo número (15 de enero), colaboró Francisco García Lorca, bajo el seudónimo de Helios, con el poema «Albayzín», ya mencionado. En el número seis de la revista, correspondiente al 27 de marzo, se publicó un cuento inédito, y aburridísimo, de Miguel de Unamuno —La sima del secreto—, y una reseña de la lectura de Federico escrita por su amigo José Murciano. El artículo tiene interés porque en él se aprecia que el traslado de Lorca a Madrid está ya decidido. Antes de asistir a la lectura, Murciano ha acudido a la exposición, mencionada antes, del pintor Ismael González de la Serna, diseñador de la portada de Impresiones y paisajes. Se congratula de que los cuadros de Ismael «no representan nunca esos jardines generalifeños o esos tiestos de claveles pletóricos de sol», y termina su artículo comentando que aquel pintor «no encontrará aquí ambiente». Luego habla de Lorca:
La misma noche que visitamos la exposición en el Centro Artístico tuvimos otra gran alegría: nuestro querido amigo Federico García Lorca leyó algunos capítulos de su libro, que habrá de aparecer muy pronto: Impresiones y paisajes.
En estos momentos quisiéramos tener su pluma maravillosa, la única que podría describir, tal como se merecen, las bellezas de este libro enorme; pero ya que no podemos, dejaremos hacerse cargo de ello al lector, juzgando por el efecto que causó su lectura en el público, y diremos que durante todo el tiempo en que la voz clara y armónica de su autor resonó en la sala, puede decirse que jugó con el público; unas veces emocionándolo intensamente con sus descripciones de asuntos de tristeza y miseria; otras, con rasgos de humorismo lleno de gracia y perspicacia; no sabíamos si reír o llorar…
Sus palabras resonaban en nuestros oídos como admirable sonata, con sus modulaciones y pausas, con sus pujantes allegros, con sus cadenciosos y lánguidos pianissimos.
Y se aplaudió atronadoramente, febrilmente…
Nos ha sorprendido en gran manera nuestro amigo; nosotros habíamos charlado con él, cambiábamos impresiones, y habíamos anotado en seguida un muchacho de gran talento, con aspiraciones e ideales; en una palabra, un muchacho que se destacaba y se despegaba, por decirlo así, del maremágnum imbécil de pollos almidonados e insulsos, y de poetas melenudos y románticos; mas nunca sospechábamos que escribiera, nada nos decía… Hasta que un día le sorprendimos un verso, y tras del verso un libro a punto de salir, y tras éste, otros muchos en preparación.
La araña tejía su tela en silencio.
Y nos leyó sus trabajos y vimos con respeto y admiración que en la literatura surgía una figura genial y potente de entre escombros y mustios romanticismos empalagosos y pedanterías insufribles…
Mas éste es otro que aquí no hallará ambiente.
Y el pájaro pronto volará de la jaula.[69]
Impresiones y paisajes se puso a la venta en la segunda semana de abril de 1918. A las evocaciones castellanas, que forman el meollo del libro, y las de Baeza, Federico había añadido algunas impresiones de Granada, unas meditaciones sobre los jardines, y una serie de páginas sueltas —poco más que esbozos— reunidas bajo el título «Temas».
La obrita fue comentada, naturalmente, en la prensa local. El 14 de abril, en una breve noticia, El Defensor de Granada le ponía algunos peros:
Todo el libro se halla impregnado de una dulce melancolía romántica, que contrasta con la rigidez de perfiles de las ciudades castellanas. Su prosa es locuaz y su exposición clara. ¡Lástima que emplee frecuentemente ciertos modismos que tanto disuenan de la austeridad y casticismo de la época que canta![70]
Unos días después, el 19 de abril, el veterano periodista granadino Aureliano del Castillo, autor de una novela hoy olvidada, Mari-Gracia,[71] publicó en el mismo diario una larga reseña elogiosa del libro. El periodista había sabido captar la intención subjetiva del libro, señalada por el propio Lorca en su «Prólogo» («Hay que interpretar siempre escanciando nuestra alma sobre las cosas…»), y notaba, correctamente, la preocupación del joven autor con la renuncia que para éste suponía la vida monástica: «García Lorca padece hasta el dolor, considerando aquella vida de forzoso renunciamiento, de inquietante silencio». También le llama la atención a Aureliano del Castillo el análisis que hace Lorca de los sepulcros de Burgos, análisis que sin duda debía mucho a Berrueta: «García Lorca ha descubierto una venganza de los plebeyos artistas que los labraron, en cada uno de los fastuosos sepulcros, guardadores de cenizas señoriales. El lápiz y el cincel fueron puñales en las manos de aquellos míseros oprimidos por la nobleza y el clero».
El periodista termina augurando un gran porvenir para el joven autor, y ello a pesar de ciertas deficiencias estilísticas del libro:
Decir que en Impresiones y paisajes hay incorrecciones gramaticales de mayor cuantía, descuidos e inexperiencias incomprensibles, trivialidades innecesarias, etc., etc., para deducir de ello que no es un libro admirable, sería tomar el rábano por las hojas. García Lorca tiene hoy diecinueve años y no pasarán dos antes de que desaparezcan esos pequeños lunares de sus obras. Limpiar el estilo, como limpiar el color, es la última fase del artista.
Después de leído cuanto antecede, alguien podrá preguntarme: —Y bien, ¿cuál es, concretamente, su juicio sobre García Lorca? Ahí van dos palabras, y en latín, para mayor claridad: Papam habemus![72]
Federico no olvidaría la generosidad con que Aureliano del Castillo había hablado de su primer libro y, al morirse el veterano periodista en 1922, le dedicaría un cálido homenaje.[73]
Entretanto, en la revista valenciana Letras y Figuras, Lorenzo Martínez Fuset ha comentado Impresiones y paisajes. También ha hablado del libro con Antonio Machado: «Machado te pondera, me dice que te ha escrito, reconoce en ti al músico y al literato… y en resumen casi te bendice».[74] ¿Qué mayor estímulo podía recibir Federico en estos momentos del lanzamiento de su primer libro que el beneplácito del poeta de Campos de Castilla?
Impresiones y paisajes no podía aspirar a ser un éxito comercial, ni pequeño ni grande. Tampoco a tener resonancias en el mundo literario nacional. Lo sabía perfectamente Lorca, consciente de los defectos del libro. Éste, como dice el autor en el «Prólogo», «es una flor más en el pobre jardín de la literatura provinciana… Unos días en los escaparates y después al mar de la indiferencia».[75] Efectivamente, al poco tiempo fue retirado de las librerías granadinas, quedándose amontonados en el desván de la casa del poeta los ejemplares no vendidos. Federico se guardaría mucho de reeditar Impresiones y paisajes, pese a que, según parece, el libro fue reseñado positivamente por Miguel de Unamuno, nada menos, a quien, como queda dicho, el granadino había conocido en Salamanca durante el viaje de estudios de 1916. «Nadie me ha enseñado tanto sobre mi arte como Unamuno en aquella ocasión», diría Lorca en Cuba en 1930.[76]
Cuando Martín Domínguez Berrueta y los alumnos que habían participado en los viajes evocados por Lorca vieron Impresiones y paisajes, su reacción fue, primero, de asombro y, luego, de rabia.[77]
Lorca no le había pedido al maestro un prólogo, como en un primer momento estaba previsto (ya vimos el anuncio en El Diario de Burgos); en el texto no había indicación alguna de la deuda literaria del autor para con Berrueta; para éste las páginas sobre el San Bruno de Pereira constituían un insulto; y la obra, como sabemos, iba dedicada a la memoria de Antonio Segura Mesa. Para colmo, a Berrueta sólo le mencionaba Lorca en el «Envío» colocado al final de la obra, como si de una decisión tardía se tratara:
A mi querido maestro D. Martín Domínguez Berrueta y a mis queridos compañeros Paquito L. Rodríguez, Luis Mariscal, Ricardo G. Ortega, Miguel Martínez Carlón y Rafael M. Ibáñez, que me acompañaron en mis viajes.[78]
Ricardo Gómez Ortega le increpó duramente a Lorca por lo que consideraba como su «acción canallesca» con respecto a Berrueta. «¡Tú no entiendes nada!», le espetaría el poeta. «Y no es que nosotros le acompañásemos a Federico en sus viajes ni mucho menos —recordaba Gómez Ortega—. Es que todos nosotros, Federico incluido, acompañamos a don Martín».[79]
A los pocos días de la publicación de Impresiones y paisajes, Federico le entregó a Berrueta un ejemplar del libro, debidamente dedicado. Pero luego, a raíz de unos comentarios insertos en el periódico granadino La Publicidad, que no hemos podido consultar,[80] se produjo una definitiva ruptura entre maestro y discípulo. A ello alude una carta de Berrueta a Lorca fechada el 3 de mayo de 1918:
Mi querido Lorca: No sé si Vd. lo creería. A mí me basta con decir la verdad.
Acabo de enterarme de eso de las «lisonjas domésticas» que venía Vd. a cantarme, sin yo advertir que así era la calidad de su afecto y de su amistosa compañía.
Lo leo en un n.° de La Publicidad que por el correo interior ha remitido a Rosario algún oficioso grosero interesado en proporcionarla molestia y disgusto.
Y pensando que la dedicatoria efusiva puesta por Vd. al ejemplar de su libro, que me entregó la otra noche, pudiese ser otra, la última y más solemne de aquellas «lisonjas domésticas», aún doliéndome mucho la violencia, no me satisface el retenerlo en mi poder.
A ello me obliga tan inopinada declaración pública a la que V. ha dado silenciosa aquiescencia.
Suyo affmo.
MARTÍN D. BERRUETA[81]
El libro, pues, fue devuelto. Federico y el catedrático nunca volvieron a hablarse, y hasta las relaciones de la familia García Lorca con los Berrueta, siempre muy cordiales, se interrumpieron tajantemente.[82]
Luis Domínguez Guilarte, niño entonces, ha recordado aquellos momentos angustiosos, y la inmensa tristeza que se apoderó de su padre a raíz de la ruptura con Federico, causa, ésta, de «dolor y daño irreparable».
Luis había conocido a Federico en las frecuentes visitas de éste a la casa de los Berrueta en la calle de Tinajilla para participar en la tertulia de don Martín. Y nunca olvidaría una escena ocurrida en la primavera de 1917:
También conocí por entonces a los padres de Federico y a sus hermanos Conchita, Isabelita y Paquito. Muchas veces estuve en su casa —Acera del Casino, pegando al desaparecido Hotel Alameda—, con ocasión de fiestas familiares o para presenciar, desde aquellos balcones estratégicos, procesiones, fuegos artificiales y desfiles. Me acuerdo siempre de que estando allí, precisamente, durante unos Carnavales, sufrí una impresión enorme viendo llegar a Federico, a hombros de unos amigos, disfrazado por mano maestra de torero herido y muerto en la arena. Parece que le tengo todavía ante mis ojos asombrados: embutido en un terno verde y oro, el cuerpo tronchado, la cabeza caída con un negro mechón brillante sobre la frente, los ojos vidriosos entreabiertos y circundados por el aro profundo de las ojeras, la morena faz lívida, y la sangre, la siempre impresionante sangre, filtrándose a través de ropas y de sedas, entre los jirones de la destrozada taleguilla… Y no olvido, ni podré olvidar nunca, como contraste, la sensación de alivio que me produjo, pasados unos minutos más largos que siglos, verle «resucitar» alegre, jubiloso y gestero.[83]
Berrueta sabía que José Mora Guarnido había influido en el cambio de actitud hacia él de Lorca, y de allí en adelante sentiría por el periodista un incontenible odio. En septiembre de 1919 Mora organizó en El Defensor una encuesta acerca de la toma de Fiume por el poeta fascista italiano Gabriele D’Annunzio. Contestó Berrueta:
Señor don José Mora,
Antipático señor: D’Annunzio, Italia y usted me traen absolutamente sin cuidado. El Dante no valía una peseta; Miguel Ángel era un picapedrero malo; el Vaticano es una choza si se compara con la Catedral de Burgos; Rafael era un pintor de carros, que no conocía las intuiciones estéticas… El Gobierno italiano no subvenciona a los catedráticos de Teoría para que veraneen.
Despreciándolo y odiándolo se despide de usted
Martín Domínguez Berrueta[84]
Pero Impresiones y paisajes también creó nuevos amigos para Federico. En mayo de 1918, el poeta recibió una graciosa carta de su tío Enrique García Rodríguez, entonces en Sevilla. Decía así:
Presentación, que el humildísimo ciudadano de la República de las Letras que suscribe esta carta se permite hacer del coloso tribunicio, Adriano del Valle y Rossi, su caro amigo, al no menos excelso tribuno de la misma República, Federico García Lorca, su amadísimo sobrino.
Es alto y es poeta; es rubio y sentimental. Sus ojos azules se entornan a veces adormecidos en ensoñaciones abstractas de eurítmica armonía bella, que después cristaliza para goce espiritual y regodeo amplísimo del alma afortunada que sus obras saborea, en poética prosa o en inspirados versos.
Une a esto que le gustan los confites y los perfumes, las mujeres y las flores y que, aun siendo poeta, no está reñido con la higiene; y habrás conocido al invocador de las musas más simpático y atrayente que existe bajo el azul inmenso de la bóveda infinita de los cielos.
No son éstas solamente las bellísimas cualidades que adornan a mi presentado. Posee otras muchas, que en la brevedad de una carta sería imposible enumerar; pero atesora una de tal relieve e importancia que no quiero pasarla por alto: NO TIENE MELENA. Dos causas esencialísimas influyen de modo poderoso en la carencia de ese aditamento indispensable en todo buen componedor de estrofas. Es militar y no le permiten más de medio milímetro de pelo; y, sobre todo, mamá Natura, que tan pródigamente donó sus beneficios a la concavidad de su bóveda craneana, a la convexidad los negó casi en absoluto y el cuero cabelludo de nuestro fecundo poeta se distingue sin dificultad a través de las escasas hebras de oro que forman su cabellera.
Ha leído tu libro y ha gozado en su lectura, manifestóme deseos de entablar amistad contigo y yo muy gustoso, asido a vuestras diestras, las uno, dejando a vuestro libre albedrío la intensidad del apretón.
Eterna amistad, triunfos y fama imperecedera os desea a los dos tu tío y admirador.[85]
Adriano del Valle, Antonio Machado, Emilia Llanos
Pocos días después de recibir Federico esta espléndida misiva, llegó a sus manos una carta del propio Adriano del Valle. El joven poeta onubense, nacido, como Federico, en 1898 y presentado con tanto cariño por su amigo García Rodríguez, era fervoroso discípulo de Rubén Darío y, por esas fechas, colaborador de las revistas granadinas El Eco del Aula y Letras, donde Federico había leído algunos poemas suyos.[86] Confesándose ardiente francófilo, y preguntándole a Lorca si es «admirador de las turbias castalias bárbaras o de la nevada espuma mediterránea de que surgió Afrodita» —todavía está en guerra Europa y la juventud de España se divide entre aliadófilos y germanófilos—, Adriano pasa a encomiar Impresiones y paisajes:
He leído su libro. Me gusta más que muchísimo. Tiene V. un espíritu nutridísimo de lecturas clásicas y modernas y una rara y sensible psiquis de artista.
El libro que más se acerca —en fondo y forma— a Tierras solares, del Pan nicaragüense, es, a mi entender, Impresiones y paisajes. Es el mayor elogio que creo poder hacerle, de momento.[87]
La respuesta a esta carta de entusiasta adhesión no se hizo esperar. Constituye un documento biográfico de primer orden, pues expresa con nitidez el estado de ánimo de Lorca a los veinte años, recién inaugurada la trayectoria literaria del poeta y consciente éste ya de su peculiaridad sexual. El Federico que aparece en esta carta de la primavera de 1918 es víctima de un desgarrador conflicto entre su ser más íntimo y la sociedad que le rodea. De un conflicto, en definitiva, muy parecido al descrito tan minuciosamente en los Cahiers de Proust:
Hoy. Mayo en el tiempo y Octubre sobre mi cabeza.*
PAZ
Amigo: Mucho me agradó recibir su carta y puede V. asegurar que ha sido un rato de gran satisfacción espiritual. Yo no me presento a su vista nada más que como un compañero (un compañero lleno de tristeza) que ha leído algunas de sus preciosas poesías. Soy un pobre muchacho apasionado y silencioso que, casi casi como el maravilloso Verlaine, tiene dentro una azucena imposible de regar y presento a los ojos bobos de los que me miran una rosa muy encarnada con el matiz sexual de peonía abrileña, que no es la verdad de mi corazón. Aparezco ante las personas (esas cosas que se llaman gentes que dice [ilegible]) como un oriental borracho de luna llena y yo me siento un Gerineldo chopinesco en una época odiosa y despreciable de Kaiseres y de La Ciervas[88] (¡que se mueran!). Mi tipo y mis versos dan la impresión de algo muy formidablemente pasional… y, sin embargo, en lo más hondo de mi alma hay un deseo enorme de ser muy niño, muy pobre, muy escondido. Veo delante de mí muchos problemas, muchos ojos que me aprisionarán, muchas inquietudes en la batalla del cerebro y corazón, y toda mi floración sentimental quiere entrar en un rubio jardín y hago esfuerzos porque me gusten las muñecas de cartón y los trasticos de la niñez, y a veces me tiro de espaldas al suelo a jugar a comadricas con mi hermana la pequeñuela (es mi encanto)…, pero el fantasma que vive en nosotros y que nos odia me empuja por el sendero. Hay que andar porque tenemos que ser viejos y morirnos, pero yo no quiero hacerle caso… y, sin embargo, cada día que pasa tengo una duda y una tristeza más. ¡Tristeza del enigma de mí mismo! Hay en nosotros, amigo Adriano, un deseo de querer no sufrir y de bondad innata, pero la fuerza exterior de la tentación y la abrumadora tragedia de la fisiología se encargan de destruir… Yo creo que todo lo que nos rodea está lleno de almas que pasaron, que son las que provocan nuestros dolores y que son las que nos entran en el reino donde vive esa virgen blanca y azul que se llama Melancolía…, o sea, el reino de la poesía (no concibo más poesía que la lírica). En él entré hace ya mucho tiempo… tenía diez años y me enamoré… después me sumergí del todo al profesar la religión única de la Música y vestirme con los mantos de pasión que Ella presta a los que la aman. Después entré en el reino de la Poesía, y acabé de ungirme de amor hacia todas las cosas. Soy un muchacho bueno, en suma, que a todo el mundo abre su corazón… Desde luego soy gran admirador de Francia y odio con toda el alma al militarismo, pero no siento más que un deseo inmenso de Humanidad. ¿A qué luchar con la carne mientras esté en pie el pavoroso problema del espíritu? Amo a Venus con locura, pero amo mucho más la pregunta ¿Corazón?…, y, sobre todo, ando conmigo mismo, como el raro y verdadero Peer Gynt con el fundidor…; mi yo quiero que sea.
En cuanto [a] las cosas que hago, únicamente le diré que trabajo muchísimo; escribo muchos versos y hago mucha música. Tengo tres libros escritos (dos de ellos de poesías) y espero trabajar más. De música, me dedico ahora a recopilar la espléndida polifonía interior de la música popular granadina.
En cuanto a mi primer libro, le doy a V. las gracias por su elogio. Le digo que para escribir de él no tiene que decirme nada, porque una vez en la calle, ya no es mío, es de todos… En mi libro (que es muy malo) sólo hay una gran emoción que siempre mana de mi tristeza y el dolor que siento ante la naturaleza… No sé si adivinará V. cómo soy yo de sincero, de apasionado y de humilde corazón. Me basta saber que es su espíritu el de un poeta. Y si esta escasa luz de mi alma que pongo en esta carta no la supiera V. ver o se riera, solo me quedaría la amargura íntima de haberle enseñado algo de mi relicario interior a un alma que cerró sus ojos y sonrió escéptica. Desde luego descarto esto. Yo soy un gran romántico, y éste es mi mayor orgullo. En un siglo de zepelines y de muertes estúpidas, yo sollozo ante mi piano soñando en la bruma haendeliana y hago versos muy míos cantando lo mismo a Cristo que a Buddha, que a Mahoma y que a Pan. Por lira tengo un piano y, en vez de tinta, sudor de anhelo, polen amarillo de mi azucena interior y mi gran amor. Hay que matar a los «pollos bien» y hay a [sic] anular las risas a los que aman a la Harmonía. Tenemos que amar a la luna sobre el lago de nuestra alma y hacer nuestras meditaciones religiosas sobre el abismo magnífico de los crepúsculos abiertos…, porque el color es la música de los ojos… Ahora dejo la pluma para montarme en la piadosa barca del Sueño. Ya sabe V. cómo yo soy en algo de mi vida…[89]
*Adriano del Valle había encabezado su carta: «Sevilla; en la primavera de la sangre del año 1918». Federico le contesta en la misma vena.
Esta carta-confesión demuestra, a nuestro juicio, que Lorca tiene ya una clara conciencia de su anormalidad sexual (rosa encarnada por fuera, azucena «imposible de regar» por dentro). La alusión a Paul Verlaine, además, hace pensar que el propio poeta diagnostica tal anormalidad como una forma de bisexualidad. En una sociedad donde la homosexualidad era absolutamente tabú, y la posibilidad de tener relaciones sexuales con chicas «decentes» casi nulas, la situación en la que se hallaba el joven poeta era extraordinariamente angustiosa. Todo ello, como veremos, se refleja en los copiosísimos inéditos de esta época.
En Baeza se había esperado con impaciencia la publicación de Impresiones y paisajes, tanto por parte de María del Reposo Urquía como por la de Lorenzo Martínez Fuset. Se desprende de una carta de éste a Lorca, fechada el 9 de abril de 1918, que Federico pensaba entonces en la posibilidad de trasladarse a aquella población para entregar personalmente ejemplares del libro a los amigos favorecidos, entre ellos Antonio Machado. Puntualiza Martínez Fuset:
He hablado con Machado. Éste en su modestia no tiene límites, al enseñarle tu carta se apresuró a indicar que él jamás podía ser objeto de un viaje; no obstante, que se alegraría mucho de verte, encargándome mucho que le remitieses un libro. Digo igual. Y que al menos le indicases librería en donde se hallase. En el recorrido que te hicimos indicó que debías seguir la Música, pues dice que harías época y música, cosa de la que estamos faltos en España.
Y sigue Martínez Fuset revelando el interés que sentía el poeta de Campos de Castilla por el futuro de su amigo:
Añadió por último que Granada era poco para ti y que los primeros éxitos se cifrarán en sitios donde el triunfo fuese más costoso y resonante. Le hice ver el recorte que me enviaste para que notase que sus vaticinios habían tenido similar [*] y agregó que dejases la carrera de Leyes toda vez que el artista implica la desunión, la rotura de la Armonía, el divorcio de lo sistemático. No obstante le argumenté que era un deber que querías cumplir con respecto a tu padre.
Y en suma acabamos en deseos de que vengas, debiendo ser muy pronto pues que se marchará probablemente el mes entrante.[90]
*Parece ser que aquí olvidó poner una palabra Martínez Fuset.
Pocos días después, Federico le confiesa a Martínez Fuset que está enamorado, sin decirle el nombre de la chica. Pero, al recibir su ejemplar de Impresiones y paisajes y ver la dedicatoria a María Luisa Egea («A María Luisa Egea. Bellísima, espléndida y genial… Con toda mi devoción»),[91] Lorenzo cae en seguida en la cuenta:
Mi queridísimo Federico: He recibido tu libro; no sabía si en el hojear de sus páginas encontraría destellos de amor. Al fin, y en una de las dedicatorias, lo he comprendido. Se respira en sus distintas fases, amor fraternal el mío,* amor de padre tu maestro (ha pasado a mi memoria la presentación que me hiciste y el humilde estado de su casuca), amor sensual, tal vez raro, el de María Luisa. Acaso me equivoque, no lo desearía… ¡María Luisa! y a mí viene la mujer idílica por ti comprendida, me parece verla en un cierrecillo de la Gran Vía. En fin secretillos de todos y que todos saben.[92]
*Como apuntamos antes, al amigo baezano le dedica Lorca la sección «Albayzín» con estas palabras: «A Lorenzo Martínez Fuset, gran amigo y compañero».
Martínez Fuset repite en esta carta su disconformidad con Machado en cuanto a la carrera de Federico. Insiste:
No te debes ir aún de ahí, en el discurrir de tus pensamientos me ha parecido ver que Granada es un filón, siempre lo fue y ¡a qué ir a las desconocidas minas de cobre si tenemos las de brillantes! No y mil veces no. Agota los tesoros granadinos y cuando la fuente comience a secarse, ¡vuela! No son consejos. Observaciones solamente.
Por el momento, de todos modos, Lorca no pensaba irse de Granada, y menos en esos días en que todavía se siente poderosamente atraído por la bella María Luisa Egea. El 3 de agosto de 1918 le dedica a ésta su composición «¡Cigarra!», que, según la indicación que acompaña el poema, fue compuesta en Fuente Vaqueros. Es lícito pensar que tiene presente a María Luisa al terminar así el poema:
Sea mi corazón cigarra
Sobre los campos divinos.
Que muera cantando lento
Por el cielo azul herido
Y cuando esté ya expirando
Una mujer que adivino
Lo derrame con sus manos
Por el polvo.
Y mi sangre sobre el campo
Sea rosado y dulce limo
Donde claven sus azadas
Los cansados campesinos.
¡Cigarra!
¡Dichosa tú!
Pues te hieren las espadas invisibles
Del azul.[93]
Pero María Luisa no le hizo caso al poeta enamorado, y muy pronto desapareció de Granada. Isabel García Lorca, nacida en 1910, recuerda haber oído hablar de ella en casa, pero nunca la llegó a conocer.[94] En 1920, según Manuel Ángeles Ortiz, María Luisa asistió con él y su mujer al estreno en Madrid de El maleficio de la mariposa[95]. Después se casaría con un alemán, presidente del consorcio joyero de Danzig.[96] En los archivos de la familia del poeta no hemos encontrado ninguna carta suya; tampoco sabemos si Federico, aparte sendas dedicatorias de Impresiones y paisajes y Libro de poemas, le declaró su amor. Todo indica, empero, que María Luisa fue la gran pasión de su adolescencia. Pasión que, al frustrarse, se convirtió en tema principal de los primeros poemas lorquianos, como veremos.
Aquel verano de 1918, Federico fue presentado —por Ismael G. de la Serna— a otra mujer granadina célebre por su belleza, elegancia, inteligencia y vitalidad: Emilia Llanos Medina. El encuentro tuvo lugar —Emilia nunca olvidaría la fecha— el 18 de agosto, a los pocos días de volver el poeta a Granada desde Asquerosa.[97] La personalidad y cualidades físicas de Emilia Llanos, unos diez años mayor que Federico, deslumbraron a éste, y algunos días después le subió a la Alhambra —allí cerca vivía la bella— un ejemplar de Impresiones y paisajes debidamente dedicado:
A la maravillosa Emilia Llanos, tesoro espiritual entre las mujeres de Granada: divina tanagra del siglo XX.
Con toda mi admiración y mi fervor.
FEDERICO
29 de agosto de 1918.[98]
En unas notas autobiográficas inéditas, redactadas en 1955 para el investigador norteamericano, de origen español, Agustín Penón, Emilia recuerda aquella tarde:
Era una tarde de mucho calor el 29 de agosto de 1918. Estábamos en el jardín de nuestra casita mi hermana y yo. Concha daba leche a unos gatitos pequeños. Yo estaba de pie algo impaciente pensando ¿vendrá? En esto se abre la puerta del jardín y aparece Federico, traía un libro en la mano, nos saluda muy cariñoso y se dirije a mí y me dice: «Le traigo este libro dedicado a V., ¿me permite le lea la dedicatoria?». Yo le digo «Sí». Se acerca más y en voz más bien velada me la lee con emoción y al final mirándome dice «sufro» y añade las palabras «con toda mi admiración y mi fervor, Federico». Yo al verlo mirarme de aquel modo me corté y no sabía qué contestar de la impresión (a todo esto Concha no pareció enterarse, ella estaba interesada con sus gatitos). Federico seguía hablando. «¿Lo leerá pronto?». «En seguida, tengo gran interés, será precioso».[99]
Fue el inicio de una amistad que duraría hasta la muerte del poeta y que, después de ésta —que fue sentida y lamentada por Emilia en lo más profundo de su ser— se iría transformando, en el recuerdo, en el gran amor de aquella «divina tanagra del siglo XX» que nunca se casaría, y que moriría con el nombre de Federico en los labios.[100]
En aquellos primeros momentos de su amistad, Lorca veía casi diariamente a Emilia. El 4 de septiembre de 1918 le regaló un ejemplar de Hamlet,[101] que entonces le obsesionaba y cuya influencia queda reflejada en el poema «La muerte de Ofelia», fechado el 7 de agosto del mismo año.[102] Y, en meses sucesivos, le regalaría o prestaría otras varias obras: Tagore, Oscar Wilde, Maeterlinck, Ibsen (Emilia recordaba que a Federico le gustaba especialmente El pato silvestre), Platero y yo de Juan Ramón Jiménez, y la novela El silencio, de Eduardo Rod, cuyo asunto es el amor que no se declara, el amor ignorado de un hombre que sufre en silencio, estoicamente.[103]
A Federico le encantaba la criada de la casa de Emilia Llanos, Dolores Cebrián, ex cabrerilla, chica muy viva, dicharachera, analfabeta y original. Emilia le contaba a Lorca las cosas que Dolores le gritaba a su novio cuando estaba «de morros», y el poeta se moría de risa al oírlas.[104] Como veremos, la protagonista de La zapatera prodigiosa debe mucho a Dolores, pues Federico recogió en ella numerosas expresiones de la criada, además de otros rasgos de su personalidad pintoresca y extrovertida. Dolores nunca olvidaría al «señorito Federico». «¡Ése sí que tenía ángel! ¡Madre mía!», declararía, ya cargada de años.[105]
Adriano del Valle trabajó intensamente aquel verano y otoño de 1918, al lado del poeta sevillano Isaac del Vando-Villar, para lanzar una revista llamada Grecia. Durante las vacaciones cruza varias cartas con Lorca, en las cuales expresa su fervorosa creencia en el granadino, su aprecio por el estilo epistolar de éste y el deseo de conocer sus versos. El 13 de septiembre de 1918 le pide que colabore en Grecia, próxima a salir.[106] Federico accede, mandándole unas páginas, ya aparecidas en Impresiones y paisajes y ahora tituladas «Divagaciones de un cartujo. La ornamentación» que, el 1 de octubre, se publican en el número inaugural de la revista.
Grecia, en su primera época, es, como su nombre indica, férvidamente rubeniana, pero no tarda en producirse en sus columnas una reacción contra el modernismo. Ya en diciembre de 1918 aparece en ella un poema «ultra» de Rafael Cansinos-Assens y, el 15 de marzo de 1919, el Manifiesto Ultra, anunciando entonces la revista su adhesión a las nuevas tendencias artísticas. Durante 1919 se publican varios poemas de Vicente Huidobro y traducciones de los vanguardistas franceses y, en 1920, la redacción se muda a Madrid. En el número correspondiente al 1 de junio de 1920 Vando-Villar explica los motivos del cambio, tanto estético como físico, efectuado en la vida de la revista. Rechaza rotundamente la primera etapa de Grecia y señala que la redacción ha abandonado Sevilla por un deseo de universalidad. Ya no habrá en Grecia sentimentalismos enfermizos. En adelante cantarán la vida moderna, las máquinas, los automóviles, el palpitar de la sociedad contemporánea; en adelante serán europeos.[107]
Pero Grecia tiene ya los días contados y el último número de la revista —el 50— se publica el 1 de noviembre de 1920. En estos postreros meses han colaborado en la revista varios poetas «nuevos», entre ellos Juan Larrea, José de Ciria y Escalante, Francis Picabia, Gerardo Diego, Guillermo de Torre y Jorge Luis Borges. Pero no Federico.
En las páginas de Grecia se puede observar claramente la transición del modernismo más caduco al vanguardismo más vehemente. Todo ello en el corto espacio de dos años. Lorca, siempre atento a su entorno artístico y literario, no estuvo ajeno a aquel cambio de sensibilidad. En contacto con los chicos de Grecia y, antes de que la revista se radicara en Madrid en 1920, con los ultraístas madrileños, empezó a cortar las frondas excesivamente modernistas que poblaban sus versos de juventud. Pero nunca se identificaría abiertamente con los ultraístas y nunca llegaría a cometer los excesos de aquellos jóvenes, bulliciosos e iconoclastas versificadores, cuya obra, en la gran mayoría de los casos, hoy yace en el olvido.
La ruptura con Berrueta fue motivo de que, el verano de 1918, Federico no se presentara a los exámenes de fin de curso en la Facultad de Filosofía y Letras y la de Derecho. Tampoco se presentó a los extraordinarios de septiembre. Pasó lo mismo durante el curso 19181919. Su carrera universitaria se encontraba estacionaria, pues, en estos años.
Al morirse Berrueta en el verano de 1920 —11 de julio—, Federico, que acababa de pasar su primer año en la Residencia de Estudiantes de Madrid, decidió, para complacer a su padre, reanudar su «naufragada carrera de Letras».[108] Aquel otoño, fiel a esta determinación, se presentaría a examen en la Facultad de Filosofía y Letras, con los desiguales resultados que luego veremos.
No cabe duda de que le causaba remordimiento su comportamiento hacia Berrueta. Y aunque culpaba a José Mora Guarnido de lo ocurrido, llamándole «el viscoso»,[109] no podía por menos de saberse el principal responsable de la ruptura. En años posteriores haría lo posible, pública y privadamente, por reconocer su deuda para con el maestro. De capital importancia en este sentido es la carta que le dirige en agosto de 1924 a Melchor Fernández Almagro, que ha estado recientemente en Burgos:
¿Te ha gustado Burgos? ¡Qué dulce recuerdo, lleno de verdad y de lágrimas me sobrecoge cuando pienso en Burgos!… ¿Te choca? Yo estoy nutrido de Burgos, porque las grises torres de aire y plata de la catedral me enseñaron la puerta estrecha por donde yo había de pasar para conocerme y conocer mi alma. ¡Qué verdes chopos! ¡Qué viejo viento! ¡Ay, torre de Gamonal y sepulcro de San Amaro!, y ¡ay, mi niño corazón!… Mi corazón como nunca jamás estará de vivo, lleno de dolor y gracia eterna.
Tu tarjeta de Burgos ha coloreado mi viejo estigma doloroso y ha hecho brotar de mi tronco resina de luz y nostalgia.
Tengo un piadoso recuerdo para Berrueta (que conmigo se portó de una manera encantadora) pues por él viví horas inolvidables que hicieron mella profunda en mi vida de poeta.
Pero ya no tengo tiempo de pedirle perdón…, aunque me sonríe desde lejos… Dios le habrá perdonado su infantil pedantería y su orgullillo a cambio de su entusiasmo que, aunque fuera (y esto no se sabe) interesado, era, al fin y al cabo, entusiasmo, ala del Espíritu Santo.[110]
En 1928, entrevistado por Ernesto Giménez Caballero, Lorca recordaría sus días universitarios en Granada, sus estudios de piano con Segura Mesa y la publicación de Impresiones y paisajes, y diría: «Había recorrido España con mi profesor y gran amigo, a quien tanto debo, Domínguez Berrueta».[111] Luego, en 1932, insistiría: «Entre sus maestros de la universidad granadina recuerda con especial gratitud a don Martín Domínguez Berrueta y a don Fernando de los Ríos».[112]
Muerto Berrueta, pues, y después de una serena reflexión, o examen de conciencia, reconocería con gratitud su deuda para con aquel maestro por quien viviera «horas inolvidables que hicieron mella profunda» en su «vida de poeta». Berrueta, cualesquiera que fuesen sus defectos, era un apasionado. Creía que en arte lo único que importa es la reacción personal, fervorosa, ante el cuadro, el poema, el retablo…, y que todo lo demás es pérdida de tiempo. No separaba arte y vida, y por ello —como él mismo explicó— llevó en 1916 a sus alumnos a visitar el manicomio de Conjo. En una breve introducción a sus Crónicas burgalesas (1911) —recopilación de artículos publicados en El Diario de Burgos—, había escrito:
El periodismo ha traído a la literatura espíritu de movilidad, impresionista: y moneda de ley, expresión viva de la visión periodística, es la «Crónica», modo de mirar y de decir que no puede confundirse con ninguna otra razón de composiciones y de escritos: poesía del periodismo, desesperación de los que entran a pie calzado por estos enjutos, difíciles, escogidos, senderos del propio pensar y del poner alma en lo que se ve.
Esta necesidad de «poner alma en lo que se ve» formaba el principio fundamental de la enseñanza de Berrueta, y se haría carne, hueso y norma de vida de García Lorca, que exclama en el prólogo de Impresiones y paisajes, como si estuviera glosando las palabras del maestro:
Hay que interpretar siempre escanciando nuestra alma sobre las cosas viendo un algo espiritual donde no existe, dando a las formas el encanto de nuestros sentimientos, es necesario ver por las plazas solitarias a las almas antiguas que pasaron por ellas, es imprescindible ser uno y ser mil para sentir las cosas en todos sus matices.[113]
Los juicios del joven Lorca sobre arte demuestran asimismo la fuerte influencia de Berrueta. Federico tiene una idea clara de lo que para él constituye buen gusto estético y, como su maestro, arremete violentamente contra todo lo chabacano, vulgar y —es palabra suya— «antiartístico», abundando en Impresiones y paisajes términos como «detestable», «chulesco», «insultante», «absurdo», «lamentable», «deplorable», «estúpido», «espantoso», «horrible», «odioso», «atroz». También despiadadas y muy «berruetianas» son las críticas lanzadas contra la indiferencia e ignorancia de los poderes públicos encargados de velar por la conservación del patrimonio artístico nacional. En sus viajes Federico contempla por todos lados los estragos causados por «los dragones fieros de la destrucción».[114] Hemos visto varias muestras de sus comentarios al respecto, comentarios que reflejan, indudablemente, las preocupaciones del maestro.
Pasión por el arte, actitud crítica ante la sociedad contemporánea, confianza creciente en su vocación literaria, todo esto y mucho más se lo debía Federico en gran parte a Berrueta. No es sorprendente, pues, que después de la muerte del maestro, el poeta se arrepintiera de tan triste ruptura, ni que se esforzara por dar fe de cuanto había significado en su vida aquel «romántico de Burgos».