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EL «RINCONCILLO» DEL CAFÉ ALAMEDA

Hemos mencionado la puesta en marcha, en marzo de 1908, de la segunda etapa del Centro Artístico y Literario de Granada. Durante los próximos años el Centro floreció, organizándose numerosos conciertos, conferencias, fiestas, exposiciones, excursiones y clases. Participaron en sus actividades desde su llegada a Granada tanto Martín Domínguez Berrueta como Fernando de los Ríos, siendo elegido éste vicepresidente de la sociedad en 1914, y presidente a partir del año siguiente.[1]

El Centro Artístico se vería obligado a cambiar varias veces de local. Desde la calle del Ángel se mudó pronto a una casa del Campillo Alto; de allí se trasladó a la Carrera del Darro; y en 1915 se encontraba instalado en un edificio de estilo seudoárabe de la calle de Reyes Católicos, al final de la Gran Vía.[2]

Pero no todos los jóvenes granadinos aficionados a la literatura y al arte estaban conformes con la gestión del Centro Artístico, considerando muchos de ellos que se había vuelto, en poco tiempo, aburguesado; y había dentro de la asociación constantes fricciones. Todo ello reflejaba un conflicto generacional cada vez más acusado, y al cual no sería ajeno García Lorca.

El 11 de noviembre de 1911 había tenido lugar en Granada un acontecimiento teatral que enfrentó a las distintas tendencias existentes entre los socios del Centro Artístico, y que tendría importantes consecuencias para la generación de Lorca. Se trata del estreno en el Teatro Isabel la Católica, por la famosa compañía María Guerrero, de la «leyenda trágica» del poeta almeriense Francisco Villaespesa titulada El alcázar de las perlas.

El estreno tuvo una gran repercusión en la ciudad, dada la temática de la obra —el mítico origen de la Alhambra—, y algunos de sus versos adquirieron en seguida popularidad entre los granadinos, especialmente la composición que empieza:

Las fuentes de Granada…

¿Habéis sentido,

en la noche de estrellas perfumada,

algo más doloroso que su triste gemido?

Todo reposa en vago encantamiento

en la plata fluida de la luna…[3]

Villaespesa declaró: «Escribir mi tragedia como la hubiera escrito un árabe granadino fue mi único ideal».[4] La frase, que ahora nos parece exagerada y hasta ridícula, revela que, todavía en 1911, flotaba en el ambiente granadino el fácil y desgastado tópico orientalista.

Federico estuvo presente en el estreno, acompañado de Manuel Ortiz (luego Ángeles Ortiz), el futuro pintor.[5] Recuerda Francisco García Lorca, que entonces tenía nueve años, que su hermano, bajo la fuerte impresión de la representación, se empeñó en vestir a una de las criadas de la casa, Julia la de Gabia, con atavío moruno, instándole a que recitara, con su marcado acento veguero, los versos de Villaespesa.[6]

Se vería después que el estreno de aquella obra había constituido, en realidad, uno de los últimos estertores del empalagoso orientalismo que desde hacía tiempo pesaba sobre el arte granadino, ahogando nuevas iniciativas. Y si a Federico le gustó entonces la obra, luego, en 1936, a la muerte de Villaespesa, diría que la «corriente de ternura» que se estableciera en 1911 entre él y El alcázar de las perlas no tardaría en desaparecer.[7]

La Alhambra, en realidad, sólo aparece rarísimas veces en la obra madura del poeta, y entonces como referencia fugaz. Lorca no pudo sustraerse totalmente a la influencia orientalista granadina, pero se dio cuenta pronto de sus peligros y emprendió resueltamente otro camino.

El apego a las viejas fórmulas por parte de varios escritores granadinos dio lugar, en 1914, a una viva polémica en las columnas de la prensa local.

El primero en abrir el fuego fue el redactor (y luego director) de El Defensor de Granada, Constantino Ruiz Carnero, uno de los socios «críticos» del Centro Artístico. En tres artículos publicados a finales de noviembre y principios de diciembre de 1914, Ruiz Carnero se queja de la mezquindad del ambiente literario granadino, ambiente de «pequeñas mentiras; de piadosos engaños; de formas convencionales». En Granada, la sana, objetiva crítica no existe, y «aquí todos son distinguidos, todos son ilustres, todos son sabios y para todos hay adjetivos encomiásticos». La culpa la tiene en parte, opina Ruiz Carnero, el reducido tamaño de la ciudad, puesto que en Granada todos los artistas y literatos se conocen, temiendo cada uno que el otro triunfe. Ruiz Carnero se lamenta especialmente de lo que considera fracaso del Centro Artístico, nacido en 1908 «a impulsos de una juventud entusiasta». «Hoy —dice— el centro es una sociedad aburguesada y grave donde pueden pasarse muy agradables veladas jugando al ajedrez».

En un breve repaso a los libros publicados en Granada entre 1909 y 1914, Ruiz Carnero llega a la conclusión de que la soñada renovación de la literatura granadina no ha ocurrido. La labor editorial de estos años, insiste, carece de trascendencia, apenas expresando otra cosa que un costumbrismo pobre y raído. En cuanto, específicamente, a la poesía, Ruiz Carnero detecta en ella una morbosa tendencia, heredada del siglo pasado, a continuar hablando de «ilusiones rotas, de torturas espirituales, de amores imposibles, de sendas dolorosas, de novias enfermas», todo ello «falso, absurdo, imbécil».[8]

Espoleado por los artículos de Constantino Ruiz Carnero, y enfurecido, además, por una reciente explotación cinematográfica del «falso prestigio costumbrista» de Granada —se trataba de la película Pepita la gitana, rodada por la casa Gaumont en el Albaicín—, se lanzó a la batalla el joven periodista José Mora Guarnido.

Mora, que tenía entonces veinte años —había nacido en Alhama de Granada en 1896, hijo de un maestro de escuela—[9] y un precoz talento periodístico, poseía una personalidad literaria extremadamente agresiva. Le sacaban de quicio los poetas alhambristas. «Estrenó Villaespesa El alcázar de las perlas —escribió en El Noticiero Granadino—, y el que más y el que menos de nuestros plumíferos tiene un drama sobre asunto morisco o castellano rancio en el cajón de su mesa de noche».[10]

Con esta última referencia, Mora aludía a un libro de versos del poeta granadino Manuel de Góngora, Polvo de siglos, editado, lujosamente, en 1912 y, tanto por su temática como por su estilo, notoriamente alejado de preocupaciones contemporáneas. Góngora, hijo mimado del Centro Artístico, se jactaba de ser descendiente del gran poeta cordobés Luis de Góngora. No tardó en contestar a las impertinencias de Mora y, durante varias semanas, rugió en la prensa granadina una tremenda polémica, salpicada de insultos personales de extrema virulencia. De lo que no cabía duda, una vez terminadas las escaramuzas, era de que los manidos tópicos de siempre —Granada como la perla de Occidente, la sultana de Andalucía, la ciudad de Boabdil, etcétera— ya no servían. En adelante el orientalismo estaría desterrado de la literatura granadina, y quien tratara de resucitarlo sería calificado por los «nuevos» de despreciable.

Cuando Federico García Lorca, ya alumno del curso preparatorio de la universidad, se dio de alta en el Centro Artístico —el 11 de marzo de 1915—,[11] aquella polémica estaba cerrada y ganada. Ya conocía a José Mora Guarnido[12] y estaba perfectamente al tanto de las tensiones que dividían a los socios de la sociedad. Pero sin duda estimaría que, a pesar de éstas, podía serle beneficiosa su pertenencia al centro, que entonces regía una persona de tanto prestigio como Fernando de los Ríos y que, deficiencias aparte, hacía una meritoria contribución a la cultura de la ciudad.

Y fue, precisamente, en el Centro Artístico donde tuvo lugar el encuentro, tan trascendental, entre aquel gran maestro y el joven Lorca, en 1915. Don Fernando admiraba profundamente a Beethoven, y poco tiempo antes de conocer a Federico había pronunciado en el centro una conferencia sobre el compositor alemán, titulándola «Páginas de una vida de dolor». Había contribuido al éxito de la velada la interpretación, por la pianista Rosita Bertuchi, de varias obras de Beethoven.[13] No era sorprendente, pues, que al oír un día que alguien tocaba, con evidente talento, una sonata beethoveniana en el piano del centro, se acercara al salón de música el presidente de la sociedad. El joven pianista se presentó como Federico García Lorca.

En octubre de 1937, don Fernando, entonces embajador de la República en Estados Unidos, participaría en una velada en honor del poeta asesinado. Según la reseña del acto publicada en La Prensa de Nueva York, el embajador, que se declaraba «segundo padre» de Lorca, recordó en aquella ocasión, emocionado, el día que le oyó a Federico interpretar a Beethoven en el piano del Centro Artístico de Granada: «Le llamó y quedó prendado del chico. Entablan relaciones las familias y le va presentando don Fernando a otros poetas más maduros y artistas diversos». Y prosigue el resumen de La Prensa: «El padre de García Lorca estaba empeñado en que su hijo sea abogado, y como el muchacho al crecer continúa inclinado a la poesía, su padre muy afligido le dice al señor De los Ríos: “Pero ve usted, don Fernando, qué desgracia la mía, ¡haberme salido el niño poeta!”».[14]

Mora Guarnido ha recordado cómo, aquel mismo año, se empezó a editar en Granada una revista, de intenciones renovadoras, llamada Andalucía 1915, que pretendía ser una versión andaluza de la revista madrileña España 1915 (luego, sencillamente, España).[15] Ésta, fundada por José Ortega y Gasset, había iniciado su publicación en enero de 1915, y reflejaba las inquietudes de la llamada «Generación de 1914», varios de cuyos integrantes, entre ellos Fernando de los Ríos, habían estudiado fuera de España, como hemos dicho, y soñaban con una potente renovación nacional.

Mora se equivocó, parece —basándose tal vez en un error de Lorca en el mismo sentido—,[16] al consignar el título de la nueva revista, pues ni en Granada ni en las hemerotecas de Madrid u otras ha sido posible identificar una publicación llamada Andalucía 1915 (en cambio sí hubo, en 1918, una efímera revista granadina titulada Andalucía, continuación de Idearium). Las características de Granada. Revista mensual (de la cual se publicaron seis números entre mayo y octubre de 1915) corresponden tan estrechamente a los pormenores recordados años después por Mora que es imposible no llegar a la conclusión de que se trata de ésta. Los fundadores de la revista eran, además del propio Mora, Constantino Ruiz Carnero, Miguel Pizarro y José Fernández-Montesinos, junto a cuyas firmas encontramos las de Fernando de los Ríos —que abre el primer número con un artículo titulado «El paisaje granadino»—, Ramón Pérez de Ayala, Francisco Villaespesa, Gregorio Martínez Sierra, Alberto y José Álvarez Cienfuegos, Eduardo Marquina, Melchor Fernández Almagro y otros. El artista predilecto de la revista es Ismael González de la Serna, que contribuye con varias portadas; también figuran entre los colaboradores artísticos Manuel Ortiz, J. Carazo y Antonio López Sancho.

Constantino Ruiz Carnero recordaría en 1923 la ilusión con que se fundara la revista:

Bajo la emoción vibrante de la guerra, nosotros lanzábamos a los vientos andaluces nuestro programa. «Venimos a la vida periodística —escribíamos— con una voluntad firmísima e inquebrantable, capaz de todas las grandes empresas y de todas las nobles audacias…».[17]

José Mora Guarnido, desde su exilio de Montevideo, evocaba con parecida emoción la aparición de la revista, de la cual, pese a su corta vida, «quedó el testimonio de un estado de ánimo, una resolución de planear y puntualizar valorizaciones que, aunque frustrada, podía considerarse característica de una generación de inquieta conciencia y de aspiraciones elevadas».[18]

Entre el grupo de la revista y los socios más reaccionarios del Centro Artístico existían unas relaciones muy tensas y «una permanente rivalidad, nacida de la distinta postura que tenían ambos sectores frente a la interpretación y estimación de lo granadino».[19] Sin duda aquella fricción tenía su lado positivo, creando polémicas y discusiones, e incitando a los jóvenes, si no a los mayores, a someter a análisis sus posiciones tanto políticas como artísticas y literarias.

Trece años después, en 1928, en la velada fundacional de la revista granadina gallo, Lorca recordaría con afecto aquella efímera publicación de mal recordado título en la cual él no llegó a colaborar:

Desde que desgraciadamente murió la revista Andalucía [sic], que en aquellos años representó todo lo que había de puro y de juvenil en la ciudad, se empezó a sentir la falta de un periódico literario que expresara los ricos perfiles espirituales de este original y único pedazo de tierra andaluza.[20]

Los redactores de la revista y sus amigos se reunían cada noche en el céntrico Café Alameda, situado en una esquina de la plaza del Campillo al lado del palacio de Bitataubín, hoy Diputación Provincial. Mora Guarnido ha descrito insuperablemente aquel ambiente:

Por las mañanas y hasta las primeras horas de la tarde, sus clientes eran los bravucones de los Mataderos, la Pescadería y el Mercado de Abastos, gentes de «pelo en pecho» como se dice tontamente, que iban a sus negocios; por las tardes y noches, acudían allí los torerillos, los aficionados al flamenco, tocaores y cantaores del Café Cantante «La Montillana» situado en las cercanías, abastecedores de chulos y «amigos» de «La Manigua» (barrio galante), el público del frontero Teatro Cervantes, donde las compañías de género chico daban en las primeras horas de la noche zarzuelas morales para las familias, y en las últimas horas piezas pornográficas para los prudentes caballeros que se dan de cuando en cuando el lujo de lanzar una cana al aire. Lo curioso del caso es que, no obstante aquella heterogénea clientela, el Café mantenía permanentemente un quinteto de piano e instrumentos de cuerda que daba todas las noches, hasta las doce, conciertos con programas de música clásica, y, lo más curioso, que, contra todo lo que se dice respecto a la capacidad de recepción de los públicos, aquella clientela escuchaba con gusto y respeto los conciertos.

En el fondo del Café, detrás del tabladillo en donde actuaba el quinteto, había un amplio rincón donde cabían dos o tres mesas con confortables divanes contra la pared, y en aquel rincón, junto a la orquesta de cuyos componentes se hicieron rápidamente amigos, plantaron su sede nocturna aquel grupo de «intelectuales». Por razón de lugar, primero le llamaron a aquella reunión «La Araña», pero el mote no prosperó, y al cabo se le llamó simplemente «El Rinconcillo».[21]

A pesar de que nunca se lo propusieron los «rinconcillistas», había nacido otra Cuerda Granadina, cuyos nudos competirían muy ventajosamente, en calidad y variedad de talentos, con los de la agrupación del siglo anterior.

El Rinconcillo tendría sus días más gloriosos entre 1915 y, aproximadamente, 1922. Después, con el traslado a Madrid y otros lugares de la mayoría de sus componentes, se disgregaría paulatinamente. Aquella tertulia, según una acertada metáfora de discutida autoría, resultaría ser una palma real, y sus miembros —así como los cohetes de aquel espectacular fuego de artificio granadino— irían a caer en los sitios más diversos e inesperados.[22]

El máximo oficiante del Rinconcillo fue, sin duda, el brillante y excéntrico Francisco (Paquito) Soriano Lapresa (1893-1934), especie de Oscar Wilde granadino.

Soriano era un personaje ampliamente conocido y discutido en la ciudad. Alto, gordísimo (sufría, como otros miembros masculinos de su familia, de una progresiva y mortífera degeneración grasa del organismo), tenía el pelo lacio y muy negro, labios gruesos y sensuales y el semblante palidísimo: todo un aspecto decadente con su «aire cansado de dandy o de buda con chalina».[23]

Soriano disfrutaba, además, de una situación económica desahogada, lo cual le permitía entregarse sin restricciones a las múltiples aficiones que profesaba en los campos más variados y recónditos de la cultura universal.

La carrera académica de aquel «primer esperpento orondo de un retablo increíble»[24] había sido fulgurante. Después de terminar el Bachillerato estudió Filosofía y Letras y Derecho, licenciándose en ambas carreras con premio extraordinario y doctorándose luego en la primera. Ganó oposiciones al Cuerpo Consular, pero —por razones, se supone, de salud— nunca entró en aquel servicio. Luego sería, sucesivamente, maestro nacional, auxiliar en la Facultad de Filosofía y Letras de Granada y, al final de su breve vida, profesor de la Escuela de Estudios Árabes de la ciudad.[25]

Soriano Lapresa había heredado de un hermano mayor, muerto de la misma enfermedad que acabaría con él, una excelente biblioteca, que enriquecía constantemente con sus propias, y numerosísimas, adquisiciones. Esta biblioteca, instalada en el segundo piso de la casa familiar de la calle de Puentezuelas, número 9, se hizo célebre en la ciudad, y varios «rinconcillistas» recordarían con gratitud la generosidad de su dueño a la hora de prestar libros a sus amigos. «El gran Paquito Soriano Lapresa —diría el poeta en 1928—, el que nos ha dado lectura a todos con su gran biblioteca».[26] Francisco García Lorca ha recordado, por otro lado, que aquel simpático dilettante les inició en la lectura de Francis Jammes así como en la de otros autores franceses «inclinados hacia un erotismo más o menos exquisito».[27] Soriano se especializaba, efectivamente, en libros erótico-pornográficos (estaba particularmente orgulloso de su edición de las Memorias de Casanova),[28] y cabe suponer que éstos figurarían entre los más requeridos por sus contertulianos del Café Alameda. También se decía por Granada que en su casa se practicaban sesiones de sadomasoquismo e inversión.[29]

Mora Guarnido cuenta una anécdota que define nítidamente la personalidad de Soriano quien, a pesar de ser tildado de poseur por los que no le conocían bien, parece haber sido hombre transparentemente sincero:

Recuerdo que un día de verano hallándonos Lorca y yo en la calle sin rumbo ni orientación ninguna, resolvimos visitarlo a ver qué estaba haciendo. Como siempre, al llamar a la puerta de la casa, la sirvienta que nos abrió nos indicó la escalera con un mudo ademán de que su señor estaba arriba; por las escaleras escuchamos un sordo rumor de salmodia y ascendiendo con cuidado para no hacer ruido, lo vimos a través de los vidrios de la puerta de su biblioteca sentado ante un enorme facistol, tocado con una capa pluvial y leyendo con tono sacerdotal y devoto en un hermoso salterio. No había en aquella actitud la menor ostentación, el menor deseo de impresionar a nadie, sino una medida y rigurosa adaptación corporal al espíritu de la lectura.[30]

Soriano amaba profundamente la música —sería elegido presidente del Conservatorio de Música de Granada—, y siempre acudía a los conciertos con una partitura en la mano; tenía fama de excelente conferenciante; estudiaba lenguas orientales; era dueño de amplios conocimientos en arqueología, pintura y literatura; apreciaba a Góngora y a los poetas culteranos del siglo XVII en una época en que pocos les hacían caso, anticipando con ello la «recuperación» del gran poeta cordobés en 1927; era excelente conversador, y atento observador de lo que pasaba a su alrededor, tanto en Granada como fuera de ella; y, esteta y todo, ingresó en el Partido Socialista Obrero Español, siendo uno de los que intervinieron en la organización de la sección cultural de la Casa del Pueblo granadina.[31]

Pocos hombres tan originales se habían conocido en Granada, y no es sorprendente que su influencia sobre muchos socios del Rinconcillo, entre ellos García Lorca —cuatro años menor que él—, fuera decisiva. La amistad que se entabló entre Lorca y Soriano fue entrañable, y Federico le dedicó el capítulo «Jardines» de Impresiones y paisajes con las palabras: «A Paquito Soriano. Espíritu exótico y admirable».[32]

Aquella amistad tuvo, sin embargo, sus altibajos. Según testimonio de Manuel Ángeles Ortiz, Soriano hacía por aquellos días de 1918 o 1919 la corte a la hermana de Federico, Concha, que entonces tenía unos dieciséis años. Los padres de la chica se opondrían a tales relaciones, echando Soriano la culpa de todo ello a Federico.[33] Parece ser que fue a partir de entonces cuando Soriano empezó a acusar a Federico —éste estaba ya en Madrid— de ser homosexual. Una tarde llegó Lorca al estudio madrileño de Ángeles Ortiz muy agitado. Casi llorando de angustia, y tirándose sobre un sofá, exclamó: «Me acaban de contar que Paquito Soriano dice por allí que soy invertido».[34]

Soriano Lapresa se casó con una joven desenfadada y bohemia, Concha Hidalgo Rodríguez, célebre en Granada por sus vistosos trajes y sus exagerados modales. En una ciudad tan conservadora, la exótica pareja tenía cierto aire de escándalo y era mirada de reojo por los buenos burgueses al topar con ella por la calle.

Pero Soriano tenía los días contados —nada se podía contra su fatal enfermedad— y se murió el 17 de julio de 1934, a los cuarenta años, dejando detrás de él una estela de anécdotas que el tiempo no ha disipado. Fue, sin duda, uno de los granadinos contemporáneos más raros.

Si la fama de Francisco Soriano Lapresa no logró, ni buscó, extenderse más allá de los confines de su ciudad natal, Melchor Fernández Almagro (1893-1966) llegaría a ser con el tiempo una figura destacada de la cultura española de la época.

Descendiente, acaso, de aquel aguerrido Diego de Almagro que conquistara el Perú al lado de Pizarro, Fernández Almagro había nacido en Granada en el seno de una familia liberal y culta, muy dada a hablar de política, historia y literatura. En su libro Viaje al siglo XX, el autor, miembro ya para entonces de la Real Academia Española de la Lengua, así como de la de la Historia, evocaría con ternura su infancia en Granada, el denso trasfondo de su familia, sus primeras lecturas, el ambiente creado en la ciudad en 1898 con la llegada de la noticia del «Desastre» cubano. Bajo la influencia de Ángel Ganivet, Melchor —todavía joven se había impregnado del espíritu de Granada la bella— se había ido convirtiendo en fervoroso investigador de las calles, edificios, rincones y alrededores de la ciudad nazarí, y era experto en historia local. «Dotado de una retentiva prodigiosa —refiere Francisco García Lorca—, no había anécdota, sucedido, imputación, chisme, lío amoroso que no tuviese, y tenga, en la cabeza, lo mismo de personajes vivos que muertos».[35]

Melchor trabajaba desde 1911 como funcionario de Correos, lo cual no impedía que a los veinte años hubiese adquirido por cuenta propia una impresionante cultura histórica y literaria. Asiduo «rinconcillista», sería uno de los primeros en estimular las dotes literarias de Lorca y, en su calidad de codirector del número extraordinario del Boletín del Centro Artístico de Granada dedicado a Zorrilla en 1917, cabe pensar que su influencia fuera decisiva para que diera a conocer allí su Fantasía simbólica, que hemos visto ya.

Fernández Almagro fue el primer «rinconcillista» —el primer nudo de aquella nueva «Cuerda Granadina»— en trasladarse definitivamente a Madrid, siendo destinado allí por Correos a principios de 1919.[36] En la capital se forjó poco a poco una sólida reputación como periodista, primero en el diario monárquico-conservador del marqués de Valdeiglesias, La Época, luego, a partir de 1927, en el rotativo liberal La Voz.[37]

Desde su llegada a Madrid, Melchor, a modo de un Juan Bautista literario, empezó a hablar del extraordinario poeta granadino que pronto haría su aparición en la Corte. Y cuando, en el otoño de 1918, se gestionaba la publicación de la revista granadina Renovación, de la cual Melchor sería colaborador, éste le escribió a Antonio Gallego Burín: «Siempre decías: ¡Si yo tuviera un periódico…! Pues bien, ya tienes un periódico… ¡A hacer cosas con él! ¡Que seas una llama, una luz, una fuente en la seca, oscura y fría Granada! Escribe tú en él…, que escriba Pizarro también y Federico».[38]

Y sería Renovación, efectivamente, la primera revista en publicar un poema de Lorca. Se titulaba «Crisantemos blancos» y saldría en el número correspondiente a mediados de diciembre de 1918.

Melchor, dueño de una extraordinaria simpatía, de un gran don de gentes, actuaría de cicerone de Federico en los primeros días pasados por éste en Madrid. Y la larga serie de cartas cruzadas entre ambos (1921-1934) demuestra hasta qué punto el poeta se fiaba del juicio y consejo, y apreciaba el apoyo, de Melchorete, que le llevaba cinco años y era para él casi como un hermano mayor.

Amarrado en Madrid por su trabajo en Correos, Melchor, a diferencia de Federico, no podía darse el lujo de volver con frecuencia a Granada, pero no por ello se desentendía, todo lo contrario, de cuanto pasaba en su ciudad natal, comentando en la prensa madrileña las iniciativas emprendidas, a veces con éxito, por el Rinconcillo («Cónsul General del Rinconcillo en Madrid», pensarían bautizarle los contertulios)[39] y editando, en 1925, un importante libro sobre Ángel Ganivet, cuya publicación coincidió con la vuelta a España, desde Finlandia, de los restos del pensador granadino.

Hemos aludido ya varias veces a Antonio Gallego Burín (18951961), que sería uno de los granadinos más ilustres del siglo XX. Todavía se habla en la ciudad, con gratitud, de la excelente labor que llevó a cabo allí siendo alcalde, y luego director general de Bellas Artes, en los años de la posguerra.

Gallego Burín fue un niño precoz, muy avispado, apasionado del arte y de la historia y que ya, a los catorce años, empezó a publicar sus primeras colaboraciones periodísticas en la prensa local. Melchor Fernández Almagro, dos años mayor que él, ha recordado en su Viaje al siglo XX la ocasión en que se conocieron —Gallego tendría entonces unos siete años—, y su compartido entusiasmo por las cosas de Granada:

Antoñito Gallego y yo dábamos largos paseos por Granada, llevados del afán de conocerla, que en él despuntaba con una precocidad que daría sus frutos, y recuerdo la tarde en que con otros niños de nuestra edad paseábamos por los jardinillos de la Bomba. Apartándonos del grupo, llegados hasta el Puente Verde, lo hicieron los franceses, dijo Antonio, sin presumir de saberlo, pero chocándome a mí que lo supiese. Y es que nada leía con tanto afán como las Guías de nuestra ciudad, y él me habló de Granada la bella de Ganivet.[40]

Años después Gallego escribiría él mismo una de las mejores guías de Granada jamás publicadas.

Gallego Burín estudió, con brillantez, la carrera de Filosofía y Letras en la universidad granadina, donde fue alumno predilecto de Martín Domínguez Berrueta, a quien acompañó, al final del curso 1913-1914, en un viaje de estudios a Baeza, conociendo allí —como lo haría dos años después Lorca— a Antonio Machado.[41]

En la primavera de 1915, Gallego fue nombrado oficial de tercer grado del Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, con destino en la Biblioteca Nacional en Madrid y a las órdenes del ya anciano don Francisco Rodríguez Marín, autor de numerosos estudios sobre Cervantes y de los cinco monumentales tomos de los Cantos populares españoles, publicados entre 1881 y 1883. Pero Gallego estuvo poco tiempo en la capital, siendo destinado en agosto de 1915 al Archivo de la Delegación de Hacienda de su ciudad natal.[42]

Gallego demostraría ser un granadino incapaz de vivir fuera del entorno en que naciera, a pesar de ser perfectamente consciente del peligro que constituía para él tal apego a su patria chica. En 1926, tras haber ganado la cátedra de Teoría de la Literatura y de las Artes de Salamanca, pidió en seguida la excedencia y volvió a Granada.[43] Como a muchos granadinos, el no haber podido desvincularse de la ciudad le producía, a veces, profunda angustia, como se desprende, por ejemplo, de la carta escrita a Fernández Almagro después de renunciar a afincarse en Salamanca:

Puedo decirte que es la primera vez de mi vida que no he sentido la emoción del retorno, sino la melancolia del retorno, aunque todo yo necesitase ahora de esta quietud que tan bien se nos da aquí. Pero es de tal modo fuerte la impresión que se recibe de que se hunde uno en un recinto chino que sólo tiene semejanza con la sensación que debe producir tirarse de cabeza a un pozo.[44]

En diciembre de 1918, como queda dicho, Gallego Burín había editado un pequeño librito, El poema del convento, escrito en 1916. La prosa de la obrita demuestra claramente la influencia de Juan Ramón Jiménez, entonces el poeta español más en boga, y de Maurice Maeterlinck, como el mismo autor reconoce en carta dirigida a Fernández Almagro, amigo a quien, además, imputa el haber recibido en sí, y luego fomentado, dichas influencias entre sus amigos granadinos.[45] El detalle no deja de tener interés, pues entre El poema del convento y el primer libro de Lorca, Impresiones y paisajes, editado en abril del mismo año, hay evidentes convergencias.

Gallego Burín había ingresado, en 1915, en las Juventudes Mauristas, apasionándose luego, bajo la influencia del catalán Francesc Cambó, por todo lo relacionado con el regionalismo, y fundando, en diciembre de 1918 —el mismo mes en que publicó El poema del convento— la revista Renovación, subtitulada Periódico regional, político y literario, a que ya aludimos.[46]

Varios miembros del Rinconcillo contribuyeron con artículos a la revista de Gallego Burín, que pretendía aplicar a los problemas de Andalucía las ideas matrices propagadas por Cambó en Cataluña. En ella publicaría Lorca, además de «Crisantemos blancos», en diciembre de 1918,[47] otro poema, «Granada (Elegía humilde)», en junio de 1919. Renovación, cuyos 34 números abarcan casi un año completo, feneció en noviembre de 1919, habiendo adquirido, según El Noticiero Granadino, «una inmensa circulación en Andalucía».[48] Afirmación tal vez exagerada, pues no queda rastro de la revista en las hemerotecas de Sevilla, Córdoba o Málaga, así como tampoco en las de Madrid.

Gallego Burín, hombre de un extraordinario dinamismo que no lograba minar una salud precaria, era famoso en Granada por su capacidad de trabajo y por el número de cargos que era capaz de simultanear. «Acabo de ver en la Gaceta tu nombramiento para el cargo número 27 —le escribe Melchor Fernández Almagro en 1921—. Enhorabuena y salud para llegar hasta doblar el número».[49] En Granada esta actividad febril era mirada con asombro, tanto más cuanto que allí, como dijo el mismo Gallego, «se matan todas las energías y se procuran anular todos los esfuerzos».[50]

Fue una idea de Granada compartida por todos los miembros del Rinconcillo, y no menos por Lorca, para quien la ciudad «está llena de iniciativas, pero falta de acción».[51]

Con Antonio Gallego Burín, Lorca tenía una buena, aunque acaso no íntima, amistad, y siempre contaba el poeta con el apoyo suyo.

Otro «rinconcillista» que, como Gallego Burín, se quedó en Granada fue José Navarro Pardo (1890-1971), especialista en árabe y profesor de la Facultad de Filosofía y Letras. «¿Y el hebreo y el árabe son fáciles de camelo con Navarro? —le pregunta Lorca a Gallego en agosto de 1920, preocupado por terminar su carrera—. (¿Cuándo sabré hebreo ni árabe? ¡Me deben aprobar inmediatamente!)».[52]

En la primavera de 1923, Federico le informa a Melchor Fernández Almagro de un ambicioso proyecto del Rinconcillo. Se trata de construir, en unos terrenos de una finca de La Zubia cedidos por su propietario, Francisco Soriano Lapresa, un morabito árabe dedicado a Abentofail, médico y autor de una novela filosófica, «y dos o tres más genios de la cultura arábiga granadina». Navarro Pardo, dice Lorca, «casi lloraba anoche de alegría» mientras hablaban del proyecto. «Pensamos además invitar a sabios moros de todo el Oriente, que vendrán a Granada —continúa Federico—, y hacer una antología de Abentofail dirigida por Navarro, con cosas mías que yo haré para entonces».[53]

Aquel ambicioso proyecto no cuajó, como tampoco cuajaron otras muchas iniciativas del Rinconcillo. Pero cabe pensar que fue la semilla que germinaría después con la fundación, en 1932, de la Escuela de Estudios Árabes, albergada frente a la Alhambra en la albaicinera Casa del Chapiz. Allí profesarían Navarro Pardo y Francisco Soriano Lapresa y, luego, quien sería famoso arabista, Emilio García Gómez, llegado a Granada para encargarse de la dirección del flamante centro.

La relación entre Lorca y Navarro Pardo es difícil de valorar a estas alturas. Después de la guerra civil, Navarro llevaba una vida cada vez más privada, e incluso, en los años sesenta, rehuía hablar de Lorca con los investigadores. Si poseía cartas del poeta, lo cual es probable, nunca las dio a conocer, y sólo podemos medir la estrechez de su amistad con Federico por el hecho de que éste le dedicara uno de sus más conmovedores romances gitanos, el de la «pena negra».

De Miguel Pizarro Zambrano (1897-1956), uno de los fundadores de Granada. Revista mensual, ya mencionada, y firmante en mayo de 1916, con Lorca y otros compañeros de la cátedra de Berrueta, de la carta al poeta ciego de Salamanca, Cándido R. Pinilla, ha dicho Mora Guarnido que era «el eterno adolescente», un muchacho hipersensible que «experimentaba ardiente codicia lo mismo por todas las cosas del arte y de la cultura que por las golosinas y halagos sensuales».[54]

Pizarro se enamoraba diariamente de una chica diferente —casi siempre desde una prudente distancia—, y solía contar en el Rinconcillo las penas y gozos que le proporcionaban aquellas amorosas empresas.[55]

Como incumbía a una persona de su apellido, sería toda su vida viajero y aventurero, un espíritu inquieto en constante búsqueda de nuevos horizontes y de peregrinas sensaciones. En 1919 se trasladó a Madrid, donde practicó periodismo en el prestigioso diario El Sol.[56] Luego, en 1922, se fue al Japón como profesor de español, impulsado por una curiosidad hacia lo japonés que había aflorado unos años antes, como lo demuestra un trabajo suyo titulado Li-Tai-Pé y el Emperador aparecido en la revista Renovación en 1918.[57]

En la Universidad de Osaka vivió ocho años, escribiendo preciosas cartas a su familia y amigos, entre éstos Federico, e ingeniándoselas para pasar largas vacaciones en España.[58] En junio de 1925 está de vuelta en Granada, donde participa en la organización de las fiestas del Corpus.[59] En 1926, al enterarse por El Defensor de Granada, que le mandan al Japón desde su casa, de que Antonio Gallego Burín acaba de ganar las oposiciones a la cátedra de Teoría de la Literatura y de las Artes de Salamanca, Pizarro le escribe una carta en la cual muestra su desprecio —el desprecio genérico de los «rinconcillistas»— por la mentalidad burguesa granadina:

¡Cómo te habrán mimado inmediatamente de saber el triunfo; todos los granadinos se habrán sentido partícipes de él! ¡Gallego, un granadino!, como si todos te hubieran ayudado; como si todo lo que hay en ti de bueno lo hubieran formado ellos y no fuera, al contrario, su cerrilidad, su mal gusto, su insensibilidad, sus manías provincianas lo que hace a los jóvenes ocuparse en salir de allí y en ser lo menos posible como ellos son.[60]

En la prensa granadina de la época aparecía de vez en cuando alguna noticia referente a las actividades de Pizarro en el lejano Japón. Así, por ejemplo, en marzo de 1927, sus amigos podían leer en El Defensor que, contrariamente a los rumores que desde hacía varios días circulaban por la ciudad, no había sufrido ningún accidente a raíz del fuerte terremoto que acababa de sacudir Osaka.[61]

En 1930, después de una visita a París en compañía de Antonio Gallego Burín, Pizarro iría a parar a Bucarest, siempre como profesor de español. Años después le diría a Jorge Guillén, bromeando: «Tuve que abandonar el Japón porque empezaban a volvérseme oblicuos los ojos».[62] Ya consumada la guerra civil, se pondría en marcha otra vez, dirigiéndose a Estados Unidos, donde terminaría sus días de nómada en 1956.[63]

La desenfadada actitud de Miguel Pizarro ante la vida parece haberle fascinado a Lorca, quien el 12 de abril de 1918 le dedicó un ejemplar de su recién publicado Impresiones y paisajes con estas palabras:

A mi queridísimo amigo

Miguel Pizarro, enorme sensual, exquisito enamorado, espíritu que tiembla ante los cuatro vientos del espíritu, que tiene un alma inquieta plena de apasionamientos constantes que se apagan y se encienden como luces nocturnas perdidas en una vega de ensueño.

Con todo mi corazón,

FEDERICO[64]

Un mes después, otra dedicatoria, de un poema titulado «Albaicín», reza así: «A Miguel Pizarro, amigo raro lleno de pasión».[65]

El cariño fue recíproco. El 31 de agosto de 1920, Pizarro le ruega a Federico desde Madrid:

Escríbeme una carta muy cariñosa y yo te contestaré poniendo el corazón en la mía. Te amo siempre. Háblame de Fuentevaqueros, de Padre Pastor.*

Un abrazo,

MIGUEL[66]

* La alusión de Pizarro puede revelar una confusión entre el «compadre pastor» (Salvador Cobos), amigo de la infancia de Lorca en Fuente Vaqueros, de quien hablamos antes, y el llamado Padre Pastor (José Castillo Bravo), fundador de la comunidad religiosa «Los Pastoreros», a quien Lorca pudo conocer en Granada. Sobre la posibilidad de que Lorca viera en Castillo Bravo una suerte de reencarnación de su querido «compadre pastor», véase Eutimio Martín, Federico García Lorca, heterodoxo y mártir, 221-236.

Federico ensayaría, en el delicado poema «Miguel Pizarro», una definición lírica de su amigo:

¡Miguel Pizarro!

¡Flecha sin blanco!

¿Dónde está el agua

para su cisne blanco?

El Japón es un barco

de marineros antipáticos.

Una luna y mil faroles.

Sueño de papel pintado…[67]

Jorge Guillén ha dejado constancia de que el poema de Federico «se le clavó… en el corazón» a Pizarro,[68] que lo glosaría así:

Flecha sin blanco,

volando voy sin tino.

Volar será mi blanco,

mi destino,

eterno en el instante del camino.

Saeta de Zenón,

quieta en el aire,

sin herir ni caer,

sin dar en otra parte.[69]

Pocos años antes de morir, y a consecuencia de una aguda crisis emocional, Pizarro había encontrado su vocación de poeta, escribiendo entre 1952 y 1954 unos poemas admirables que, bajo el título de Versos, serían editados póstumamente, en 1962, en una bellísima edición impresa en Málaga.

«Muchas cosas a Pizarrín. Dile que lo amo», le escribe Federico a Melchor Fernández Almagro en febrero de 1922, poco antes de emprender viaje Pizarro al Japón.[70] Es indudable que el poeta sentía hacia aquel casi siempre lejano compañero del Rinconcillo un profundo cariño.

La figura de Constantino Ruiz Carnero (1890-1936) ha aparecido ya en estas páginas. Periodista desde los catorce o quince años, pequeño de cuerpo, gordo y entusiasta, Ruiz Carnero, según su gran amigo José Mora Guarnido —con quien colaboró en la redacción de El libro de Granada, publicado a finales de 1915— «odia el trabajo de noche y tan se ha hecho a él que no sabe trabajar de día».[71] Uno de los periodistas de más talento de Granada —y de España—, Ruiz Carnero sería, a partir de mediados de la década de los años veinte, director de El Defensor de Granada. Acendrado demócrata, enemigo del régimen de Primo de Rivera y de la monarquía borbónica, convertiría El Defensor, a partir de 1931, en portavoz del republicanismo moderado. Desde las páginas del diario, seguirá —con agudeza e ironía— las campañas e iniciativas del Rinconcillo y, en particular, nunca faltará su apoyo a Lorca, por quien siente sincera amistad. Como Federico, Ruiz Carnero será víctima, en 1936, de la represión nacionalista desencadenada en los primeros días de la guerra civil.

José Fernández-Montesinos Lustau (1897-1972), otro de los fundadores de Granada. Revista mensual, fue el «filólogo» de la tertulia, y sentía un enorme entusiasmo por Lope de Vega, que contagiaba a sus compañeros, entre ellos Lorca. «Personaje extraño— escribe Mora Guarnido—, impregnado de tal forma en la técnica del dialogado teatral clásico que improvisaba en romance, octavillas o quintillas, diálogos y glosas pintorescas, parodiando escenas y situaciones dramáticas con una gracia insuperable».[72]

Fernández-Montesinos abandonó pronto Granada. Estuvo primero en el madrileño Centro de Estudios Históricos, luego —en 1920— en el Instituto Ibero-Americano de Hamburgo. Allí publicaría, en 1927, una valiosa antología de la poesía española contemporánea —con introducción y notas en alemán—, y en la que, curiosamente, insiste en calificar a Lorca de poeta poco leído. Vale la pena citar lo que dice al respecto, porque estas palabras inexactas, publicadas en 1927 y luego desmentidas por otros estudiosos, ayudarían a forjar la leyenda de un Lorca magnífico poeta popular («gitano»), pero carente de raíces literarias cultas:

Entre los poetas españoles de los últimos años no hay ninguno que haya tenido una formación literaria tan escasa pero que, al mismo tiempo, haya revelado un talento poético tan extraordinario como García Lorca. Entre los poetas contemporáneos es sin duda el que menos libros ha leído, y esta carencia de formación cultural es evidente en sus poemas; por todas partes destacan desequilibrios y ambigüedades estilísticos. Pero, ¡qué importa esto al lado de las sorpresas que nos brinda su poesía! Los versos, que manan de los recuerdos de su infancia, los temas, que provienen de su experiencia de la Naturaleza, sus espléndidas imágenes, sus romances, tan ricos en elementos folklóricos, ofrecen, en su fuerza y encanto, un eficaz contraste a los juegos poéticos de los ultraístas.[73]

En 1946 Fernández-Montesinos se trasladó a Estados Unidos, iniciando una larga y distinguida carrera académica en Berkeley. Al morir allí en 1972 tenía ya una bien merecida reputación internacional como destacado especialista en el teatro español del Siglo de Oro, así como en la novela del siglo XIX.

Años atrás, en 1929, su hermano Manuel, médico, también «rinconcillista», aunque menos asiduo que él, se había casado con la hermana de Lorca, Concha. Como Federico, Manuel moriría fusilado al principio de la guerra.

El Rinconcillo tenía dos pintores excelentes: Ismael González de la Serna y Manuel Ortiz.

González de la Serna (1898-1968) era un tipo bohemio, indiferente ante las convenciones de una sociedad harto tradicionalista —en esto se parecía a su hermano Ángel, poeta y periodista—, y había tenido varias exposiciones en el Centro Artístico a partir de marzo de 1914. Ismael, a diferencia de los pintores costumbristas locales, que siempre han abundado en Granada, no se especializaba en temas alhambreños o generalifeños. «Sus paisajes —escribió el poeta José Murciano, al comentar la exposición del artista de marzo de 1918— son trozos de un mundo ignorado de ensueño, jirones arrancados de los momentos más interesantes de la naturaleza, que son cuando ella está triste y misteriosa y nos impresiona hondamente».[74]

La portada, verde, del primer libro de Lorca, Impresiones y paisajes, se debía al arte de Ismael. Composición ingenua, donde se aprecia la influencia del Art Nouveau finisecular, tiene la singularidad de presentar a nuestra atención un cuadro dentro de un cuadro, representando aquél una choza blanca cuya chimenea echa una densa humareda que se envuelve entre las copas de dos altos pinos.

«Ismael no encontrará ambiente aquí», sentenció José Murciano. Y, en efecto, ya preparaba el pintor su salida hacia nuevos y más anchos horizontes. Después de un período en Madrid, Ismael fue a parar a París, al París del cubismo y de Picasso, y allí se quedaría, alcanzando una notoriedad que el tiempo se ha encargado de ir disipando.[75]

Manuel Ortiz (1895-1984), natural de Jaén, se trasladó todavía niño a Granada con su madre, Isabel Ángeles Ortiz Gallardo, cuyo segundo nombre y primer apellido —era hijo ilegítimo— luego adoptaría.[76]

La vocación artística de Manuel Ortiz se hizo sentir temprano, y entró en abierta pugna con sus estudios de Bachillerato. Venciendo la resistencia de su madre, Manuel comenzó a frecuentar las clases del maestro José Larrocha, profesor de dos pintores granadinos entonces célebres, José María López Mezquita y José María Rodríguez Acosta, el primero hijo de los dueños de una pastelería de mucha nombradía en Granada y el segundo de la conocida familia de banqueros. Con Larrocha hizo rápidos progresos el joven alumno.[77]

Unos años antes, Manuel había conocido en Asquerosa a Federico García Lorca —éste llevaba todavía pantalón corto—, durante las ferias del pueblo. Ha recordado el pintor:

Fue una fiesta muy alegre y simpática, familiares y amigos que eran un ciento y la madre cantábamos a coro romanzas y fragmentos de zarzuelas. Una de las cosas era aquello tan popular de: «Por fin te veo, Ebro famoso…». Pero como yo era muy tímido, empezaba a cantar y miraba a unos y a otros, me daba vergüenza y me callaba. Entonces mi madre me decía: «¡Niño, canta! ¡Pero canta, niño!». Y esto no lo olvidó nunca Federico y ya, para siempre, de vez en cuando, me decía con aquella ironía suya: «¡Niño, canta!».[78]

La amistad iniciada aquel día en Asquerosa se haría, con el tiempo, entrañable.

En 1912, Ortiz se trasladó a Madrid para estudiar con el maestro valenciano Cecilio Pla.[79] A la capital ya empezaban a llegar noticias de las nuevas corrientes artísticas que soplaban por París, y el nombre de Picasso estaba en el aire. ¡Un pintor español, andaluz por más señas, que triunfaba en Francia! Todavía, sin embargo, nadie practicaba en Madrid técnicas innovadoras, y los consagrados —Zuloaga, Sorolla, Gutiérrez Solana— aún se debatían, pese a su innegable calidad, dentro de un realismo de procedencia novecentista.

En diciembre de 1915 se celebró en el Centro Artístico de Granada la primera exposición de Ortiz, compartida con su amigo Ramón Carazo, también alumno de Cecilio Pla. La exposición fue un éxito rotundo. La mayoría de las obras de Ortiz eran retratos, suscitando uno de ellos, de Francisco Soriano Lapresa, especial curiosidad entre los granadinos.[80]

En la primavera de 1918, cuando Lorca editó Impresiones y paisajes, Ortiz estudiaba su último curso con Pla en Madrid. La publicación del libro coincidió con una visita del joven pintor a Granada, donde, al topar nada más llegar con Ismael González de la Serna, éste, que estaba entonces en vísperas de salir para París, le preguntó: «¿Sabes quién acaba de editar un libro, con una portada mía? Pues Federico». Ortiz se quedó perplejo, pues no sabía nada del viraje artístico dado por Lorca, quien siempre había sido considerado exclusivamente como el músico de aquel grupo de jóvenes.[81]

Federico le dedicó en seguida un ejemplar del libro. «A mi queridísimo amigo Manolo Ortiz —decía—, maravillosamente lleno de vida y de fortaleza que está enamorado y que olerá la rosa inmortal. Con toda mi alma, Federico, 7 de abril de 1918».[82]

Ortiz estaba, efectivamente, enamorado, de una preciosa gitana, Francisca Alarcón Cortés, que había conocido años antes en el estudio albaicinero de José Larrocha, y que había recibido de las monjas del Colegio Calderón —colegio de la madre de Federico— una educación «burguesa», insólita en el caso de una gitana.[83] El matrimonio de Ortiz y Francisca tuvo lugar el 19 de noviembre de 1919.[84] La felicidad de la pareja sería breve, sin embargo, pues Francisca murió en enero de 1922, no antes de haber dado luz a una niña, Isabel Clara, ahijada de Lorca, quien le dedicaría el poema «Primera página» de Primeras canciones, y «Canción china en Europa» de Canciones.[85]

Ortiz, deshecho por la pérdida de su mujer, pasó una temporada en Granada, coincidiendo con la celebración, en junio de 1922, del Concurso de Cante Jondo organizado por Manuel de Falla, Lorca y otros amigos del Rinconcillo, y para el cual grabó un cartel vanguardista. Luego, en noviembre de 1922, se trasladó a París, aguijoneado por una entusiasta carta de Ismael González de la Serna. Pocos días después de su llegada a la capital francesa el pintor le escribía a Falla: «Dígale a Federico que con jóvenes literatos franceses hablo del joven y gran poeta español».[86]

En París, la amistad de Ortiz con Pablo Picasso, a quien conoció en seguida y bajo cuya arrolladora influencia se convirtió al cubismo, su gran don de gentes —la contagiosa risa de Ortiz era una obra de arte andaluza—, y su indudable talento como pintor, le abrirían pronto las puertas de la sociedad parisina, además de los corazones de numerosas francesas. Eran los años de la dorada bohemia del pintor, cuando se le conocía como uno de los miembros más destacados de la llamada Escuela Española de París, que integraban, además de Picasso e Ismael González de la Serna, Joan Miró, Francisco Bores, Hernando Viñes, Joaquín Peinado, Apeles Fenosa y varios más.[87]

Entre los éxitos de Ortiz registrados por aquellos años en París habría que incluir el de los decorados y figurines que realizó para la obra de Falla El retablo de maese Pedro, estrenada en el salón de la princesa de Polignac en 1923.[88]

Si la gran mayoría de los «rinconcillistas» procedían de familias burguesas granadinas, éste no fue el caso de Juan Cristóbal González Quesada (1898-1961), único escultor del grupo.

Nacido en Ohanes (Almería), Juan Cristóbal —así sería conocido profesionalmente— se había revelado muy joven como artista, modelando pequeños muñecos con el barro de la fuente de aquel pueblo. Al trasladarse su familia a Granada, entró como chico de recados en el Centro Artístico con el propósito de poder asistir gratuitamente a las clases de modelado dirigidas allí por el escultor Nicolás Prades Benítez. Éste quedó asombrado al constatar el talento de González Quesada.[89]

La primera exposición de Juan Cristóbal en el Centro Artístico —verano de 1913— tuvo un éxito arrollador. La visitó el escultor francés Daniel Vaqué, acompañado del cacique político (y luego ministro de Instrucción Pública) Natalio Rivas, y, enterándose de lo joven que era el artista, no sólo expresó su admiración por la labor de éste sino que compró varios de los siete bustos expuestos.[90]

A Natalio Rivas también le impresionó fuertemente el talento del escultor, y desde aquel momento patrocinó su carrera. Utilizó su influencia para que, en el otoño de 1913, el joven entrara en el madrileño taller de Mariano Benlliure, entonces escultor de enorme prestigio, y en 1914 Juan Cristóbal consiguió su primer estudio propio: una buhardilla en la calle de Atocha.[91]

Pronto adquirió gran celebridad en la capital, compartiendo su primera exposición madrileña, celebrada en el Ateneo en 1917, con su paisano Ismael González de la Serna y siendo el arte de ambos muy aplaudido.[92]

Entre las obras de Cristóbal de interés granadino, habría que destacar el busto del deán de la Catedral, Martínez Izquierdo (colección del Centro Artístico de Granada), el retrato en bronce de Natalio Rivas (Casa de los Tiros, Granada), el busto de Manuel de Falla (Gran Teatro Falla de Cádiz), la cabeza de Ángel Barrios (colección de la familia del escultor) y, especialmente, el famoso conjunto dedicado a Ángel Ganivet, que se instaló en el bosque de la Alhambra el 3 de octubre de 1921.[93]

Este último grupo tiene una interesante conexión con Lorca, que veía a Cristóbal con frecuencia en Madrid. Cuenta José Mora Guarnido: «Un domingo de mañana, con el escultor Juan Cristóbal, habíamos ido los tres a la Dehesa de la Villa, con el objeto de que aquél tomase apuntes de unos machos cabríos para el grupo decorativo del monumento a Ganivet que estaba preparando y que más tarde se erigió en los jardines de la Alhambra.* Habían desfilado ante nosotros varios hermosos ejemplares, con sus barbas de sátiros, su profunda mirada, su prestigio, su grave majestad de ídolos; toda aquella mañana de sol entre pinares, habíamos estado hablando de aquel tema —sátiros, centauros, brillante imaginería greco-francesa de Rubén— y el tema golpeó con premura irresistible y forma prefijada en la mente del poeta, que al día siguiente nos buscó para recitarnos lo que había compuesto».[94]

*En realidad, en el bosque de la Alhambra.

Aquella composición, titulada «El macho cabrío» y fechada «1919», cerraría el Libro de poemas de Lorca:

El rebaño de cabras ha pasado

Junto al agua del río.

En la tarde de rosa y de zafiro,

Llena de paz romántica,

Yo miro

El gran macho cabrío.

¡Salve, demonio mudo!

Eres el más

Intenso animal.

Místico eterno

Del infierno Carnal…[95]

Hermenegildo Lanz (1893-1949), aguafortista y dibujante, no puede faltar en esta relación de los principales contertulianos del grupo del Café Alameda. Intimo amigo de Manuel de Falla, Lanz, cuya vida entera fue entrega desinteresada al arte, era, en los primeros años del Rinconcillo, profesor de dibujo en la Normal granadina.

En 1923, como veremos, construiría, en colaboración con Falla y Lorca, un teatro de guiñol para niños, pintando los decorados, tallando en madera las cabezas de los títeres y diseñando numerosas figuras planas articuladas. El verano de aquel año pintaría los decorados y realizaría las cabezas para el estreno de El retablo de maese Pedro de Falla en París.[96] Después, entre otras múltiples actividades artísticas, publicaría, en 1926, una colección de grabados en madera, Estampas de Granada, muy elogiada por la crítica,[97] y, en 1927, realizaría los decorados y figurines del auto de Calderón El gran teatro del mundo, montado al aire libre con gran éxito por Antonio Gallego Burín en la plaza de los Aljibes de la Alhambra durante las fiestas del Corpus.[98]

Hombre bondadoso, siempre dispuesto a rehuir cualquier protagonismo, la sensibilidad de Lanz, según confesión propia, debía mucho a la influencia de Manuel de Falla, su «segundo padre»,[99] cuya modestia y dedicación a su «oficio» de músico fue viva lección para todos los «rinconcillistas».

El compositor granadino Ángel Barrios Fernández (1882-1964) había sido alumno, como ya dijimos, de Antonio Segura Mesa, profesor de piano de Lorca, y era hijo de un personaje famoso en Granada, Antonio Barrios, conocido como El Polinario. Barrios padre era dueño de una célebre taberna de la calle Real de la Alhambra, construida alrededor de los restos de unos baños árabes del siglo XIV. La taberna, hoy demolida (en su lugar se encuentra el «Museo Ángel Barrios»), fue lugar de encuentro de los artistas granadinos y, a su paso por la ciudad, de escritores, músicos y pintores tanto nacionales como extranjeros, los cuales solían dejar para el propietario algún recuerdo. En la colección privada del tabernero había, entre otras muchas obras y curiosidades, un cuadro dedicado del inglés Sargent y un pergamino de Santiago Rusiñol, firmado por Maurice Ravel, Richard Strauss, Jacinto Benavente y otros, en el cual el pintor catalán nombraba a Barrios «Cónsul del Arte en la Alhambra».[100]

Según Rusiñol, Antonio Barrios poseía tres virtudes poco habituales en un tabernero: era excelente cantaor de flamenco; entendía de pintura; y no echaba agua al vino.[101] Escribe Eduardo Molina Fajardo:

El tabernero era un gran tipo humano. Grueso, fuerte, barrigoncillo, pero con cara de pájaro, y párpados caídos. Llevaba siempre una gorrilla encasquetada. Pintaba, y sabía extraer de su corazón antiquísimas canciones andaluzas. Tocaba la guitarra con viejo estilo, y, sin dejar sus actividades, despachaba en el mostrador con gracia fina.[102]

En aquel ambiente de copas, tertulias y música se crió Ángel Barrios, que heredó el talento musical de su padre, aprendiendo primero a tocar el violín, luego el piano y la guitarra.

Barrios amplió estudios en París con Gédalge, profesor de composición de Ravel. En la capital francesa conoció a Albéniz, Granados, Falla y Dukas, fundando luego, con Bezunarta y Devalque, el Trío Iberia (guitarra, laúd y bandurria), que recorrió Europa y consiguió gran celebridad.[103] El crítico musical inglés John Brande Trend, después catedrático de Español de la Universidad de Cambridge, quedó asombrado ante la calidad de aquel trío. De su interpretación del Menuet de la Petite Suite à quatre mains de Debussy escribió: «Fue tocado tan transparentemente como si lo mantuvieran contra la luz, casi como en rayos equis, de tal modo que su factura se reveló más claramente de lo que es posible en el piano».[104] En años posteriores le divertiría a Barrios recordar haber actuado ante el rey Eduardo VII de Inglaterra.[105]

De regreso en Madrid hacia 1916, Barrios había continuado sus estudios con Conrado del Campo, con quien compondría la música de varias obras, entre ellas la zarzuela La romería (1917) y una ópera de auténtico éxito, El Avapiés, estrenada en el Teatro Real de Madrid en 1919.[106] A estas obras seguirían otras muchas: zarzuelas como La suerte, Granada mía, Seguidilla gitana (esta última, de 1926, sobre un libreto de Pedro Muñoz Seca); piezas orquestales como Zambra en el Albayzin; ballets como La gruta y el mago y Preciosa y el aire (éste sobre el romance lorquiano).[107] El último gran triunfo de Barrios lo obtuvo con una ópera sobre la comedia de los hermanos Machado, La Lola se va a los puertos, estrenada en Barcelona en 1955, diecinueve años después de la muerte de Lorca.[108]

Antes de la guerra civil, Ángel Barrios dividiría su vida entre Madrid (donde le retrató, hacia 1918, Manuel Ortiz) y la casa-taberna de la Calle Real de la Alhambra (que heredaría a la muerte de su padre). En la capital alternaba frecuentemente con Lorca y los otros amigos de Granada residentes allí, entre ellos varios «rinconcillistas», y en sus visitas a su ciudad natal acudiría con frecuencia a la tertulia del Café Alameda. Aunque bastante mayor que casi todos los componentes del Rinconcillo, la gran simpatía personal de Barrios, sus anécdotas y su desprendimiento, además de su maestría como guitarrista, hacían que se desvaneciera cualquier barrera que hubieran podido interponer los años entre él y sus jóvenes amigos granadinos.

Lorca tenía para Barrios un sincero cariño. Le escribe en noviembre de 1919:

No te he contestado antes porque he estado preparando mi viaje a Madrid y darte una sorpresa, pero ya parece definitivo que el domingo o el lunes próximo me presente ante tu vista… Manuel Ortiz se casa el miércoles, y ese mismo día parte para Madrid con su esposa… Ahora mismo empieza a llover. Miro por el balcón y veo los cipreses de los Escolapios al pie de la Sierra llena de nubes. Yo estoy algo triste. El salón del Centro está lleno de sastres, de carpinteros y de horteras.[109]

Con Federico García Lorca y Antonio Gallego Burín, Luis Mariscal Paradas (1895-1941) —ya lo hemos visto— era uno de los alumnos predilectos del catedrático Martín Domínguez Berrueta. Simultaneó las carreras de Letras y de Derecho, y se le auguraba un brillante porvenir profesional. Participó activamente en todas las iniciativas de Berrueta, y fue el «cronista oficial» de los viajes de estudios de 1916 y 1917, publicando detallados artículos sobre éstos en varios periódicos.

Mariscal fue, luego, asiduo colaborador de Renovación, la revista regionalista de Antonio Gallego Burín, acerca de la cual mantenía informado a Melchor Fernández Almagro en Madrid. A éste le escribe en 1919:

Gallego sigue con su periódico, su archivo y su novia. ¿Para qué quiere más? Yo creo que Gallego será un novio perpetuo y un director perpetuo de periódicos más o menos duraderos. ¿Qué va a hacer Gallego el día que no tenga que pelar la pava? Aquel día Gallego habrá muerto como el hermano Azorín.

Y a continuación añade Mariscal un pequeño comentario sobre Federico:

Lorca está en la sierra unos días; ése ya ha orientado su vida, y en verdad que es una admirable orientación: capitalista y poeta por sport. ¡No está mal![110]

El hecho de tener Federico un padre rico molestaba a más de uno y sería, en realidad, un aspecto fundamental de su biografía.

En 1922, abandonada ya Granada, Mariscal se casa en Budapest con una rumana, Aranka Szabó, y luego fija su residencia en Salónica, en cuyo consulado estaba destinado.[111] Desde allí —así como Pizarro desde el Japón— escribe a los amigos del Rinconcillo. Salónica le impresiona por su suciedad, su afán de imitar las costumbres y los estilos occidentales, su ineficacia. «Tú ves que en Granada se hacen enormidades arquitectónicas, pues eso es nada —le asegura a Gallego Burín por aquellas fechas—; ¡cómo se enardecerían en su celo renovador nuestros paisanos si viesen ejemplos como éste!».[112]

Mariscal desaparece luego de vista. Fue uno más de aquel alegre grupo de muchachos talentosos, de aquella palma real granadina, dispersados por el mundo y luego, con la guerra civil, olvidados.

Francisco García Lorca (1902-1976), cuatro años menor que Federico, era, a diferencia de éste, alumno excelente y aplicado, tanto durante los años de segunda enseñanza como en la Universidad de Granada, donde se licenció en Derecho en 1922, poco antes de que lo hiciera finalmente el poeta.[113] «Paquito» —así lo llamaría siempre Federico— también tenía talento literario. En la revista estudiantil granadina El Eco del Aula publicó, el 15 de enero de 1918, bajo el seudónimo Helios, un breve poema, «Albayzín», antes de que Federico se hubiera decidido a publicar verso alguno.[114] Y proyectó una novela, Encuentro, un fragmento de la cual aparecería en 1928 en la revista, también granadina, gallo.[115] Pero más que como poeta —como tal se sentía sin duda cohibido por la fuerte personalidad de Federico—, el talento literario de Francisco le empujaba hacia la crítica. En esta capacidad ayudó eficazmente a Federico, participando en la criba de versos para Libro de poemas (1921) —tomo que el poeta le dedica— y encargándose de la corrección de las pruebas de Canciones, en 1927, durante la ausencia en Barcelona de su hermano.[116]

Una vez terminada la licenciatura de Derecho, y aconsejado por su maestro Fernando de los Ríos, Francisco pasará dos años (1925 y 1926) en Francia, becado por la Junta para Ampliación de Estudios, para profundizar sus conocimientos de Derecho Público. Desde Toulouse, Burdeos y París mantendrá informado a Federico de las nuevas corrientes artísticas. En la capital francesa llega a conocer a los pintores de la Escuela Española de París. En 1927, de vuelta en España, se doctora en Derecho, pasando temporadas en la Residencia de Estudiantes, así como Federico. Y, en 1929, prepara oposiciones al Cuerpo Diplomático, en el cual ingresará en 1931. Después de ser vicecónsul en Túnez pasará a ocupar el puesto de secretario de la Legación de España en El Cairo, donde, en julio de 1936, recibirá la noticia del inicio de la sublevación. Ocupará varios puestos de importancia durante la contienda y, en 1939, se exiliará en Nueva York, donde, desde 1936, es embajador de la República Fernando de los Ríos. En la Universidad de Columbia, Francisco será profesor de Literatura Española hasta su jubilación en 1966.[117]

No cabe duda de que entre Francisco y su hermano existían lazos de cariño y admiración mutuos aunque, después de volver Federico de Estados Unidos y Cuba en 1930, y de ingresar Francisco en el Cuerpo Diplomático, no se veían con frecuencia. Además, según varios testimonios, la homosexualidad de Federico, que éste asumiría con más naturalidad al volver de Nueva York, fue motivo de cierto distanciamiento entre los hermanos.[118] En este contexto vale la pena señalar que, en su obra póstuma Federico y su mundo (1980) —libro fundamental para el estudio de la infancia y juventud de Federico—, no alude ni una sola vez a la homosexualidad del poeta.

Francisco, que en 1942 se casaría con Laura de los Ríos, hija de don Fernando, era muy bien parecido, simpático y excelente conversador, gustaba a las mujeres y tuvo en París numerosas aventuras amorosas, de acuerdo con las declaraciones en este sentido del pintor Manuel Ángeles Ortiz, otro gran entendido en la materia.[119] Por todo ello no sería sorprendente que, a pesar del indudable afecto que los unía, los caminos de Francisco y Federico tendiesen a bifurcarse durante los años de la República.

Si de Juan de Dios Egea, otro diplomático del Rinconcillo, luego cónsul en Danzig, tenemos pocas noticias,[120] algo más sabemos de Francisco Campos Aravaca (1892-1948).[121] Campos estuvo destinado primero en Yokohama, desde donde mantuvo con Lorca una correspondencia, hoy, por lo visto, perdida.[122] Luego, en 1930, fue cónsul de España en La Habana, coincidiendo allí con Lorca en el verano de aquel año, para mutuo regocijo de ambos «rinconcillistas».

Uno de los auténticos «raros» del Rinconcillo fue, sin duda, Ramón Pérez Roda (1887-1943). «Extraño y nervioso», le describe Mora Guarnido, recordando el prestigio de que Pérez gozaba entre los contertulianos por haber sido expulsado del Colegio de Jesuitas de Málaga, acusado nada menos que de herejía.[123]

Pérez Roda, amante de las matemáticas, iba a ser ingeniero, pero, cuando sólo le faltaba un curso, tuvo un violento altercado con uno de los catedráticos y abandonó para siempre aquella carrera.[124] Durante la Gran Guerra pasó una larga temporada en Inglaterra, trabajando como traductor para la Encyclopaedia Britannica. A su vuelta a Granada inició a los «rinconcillistas», según la nostálgica evocación de Mora Guarnido, en los «ritos excitantes» del whisky y del ajenjo, recitaba en inglés a Byron y a Shelley, y les hablaba de Oscar Wilde y de los nuevos escritores británicos.[125] Pérez Roda admiraba profundamente a Rubén Darío, como casi todos aquellos muchachos, además de a ValleInclán y a Unamuno. Y era también, como Francisco Soriano Lapresa y Lorca, aficionado a la música moderna —Debussy, Ravel—, y «el primero —siempre según Mora— al que oímos hablar de la música rusa, todavía poco conocida en España y menos en Granada».[126]

Cuando se fundó, en 1926, el Ateneo de Granada, Pérez Roda sería presidente de su sección de música.[127]

John B. Trend le conoció en Granada —o tal vez en Inglaterra—, y habló de él a su gran amigo Manuel de Falla como «probable futuro traductor» de su libro The Music of Spanish History.[128]

En casa de Pérez Roda se improvisó la primera «exposición» de dibujos de García Lorca, en 1922 o 1923, que fue seguida al poco tiempo por otra más ambiciosa. Eran muestras íntimas, hechas para los amigos, y no trascendieron a la prensa local.[129]

Pérez Roda y su bonita mujer Eugenia Gómez Contreras se hicieron íntimos amigos de Manuel de Falla y, para vivir cerca de él, compraron, al final de la Antequeruela Alta, el carmen de Santa Rita. La única carta de Lorca a Pérez Roda publicada hasta la fecha se relaciona, precisamente, con Falla, y demuestra la amistad y confianza que existían entre el poeta y el ingeniero renegado. Pérez Roda estaba descansando en Albuñol —pueblo de la costa granadina donde nació—, mientras Lorca se encontraba en Lanjarón, en las Alpujarras. «Verdaderamente te envidio a la orilla del mar —le confiesa Federico en febrero de 1927—. Yo tengo la desgracia de que mi padre sea un montañés excesivo y no guste de pasar temporadas junto a las olas, pero para mí no hay mayor placer en la vida que la contemplación y el goce deste [sic] alegre misterio». La carta va acompañada de un «Soneto de homenaje a Manuel de Falla ofreciendo unas flores», y de dos dibujos, uno de los cuales representa un barquito mecido por aquellas olas que tanto añoraba entonces el poeta.[130]

Es de justicia terminar esta relación de los principales miembros del Rinconcillo añadiendo unas palabras acerca de José Mora Guarnido (1896-1969), cuyo bello e imprescindible libro Federico García Lorca y su mundo nos ha venido sirviendo a lo largo de este capítulo, y también de los anteriores, como fuente primaria de información sobre aquella Granada. Mora se ausentó definitivamente de España en el otoño de 1923, asentándose en Montevideo, de modo que sus recuerdos granadinos son necesariamente anteriores a aquella fecha. Y ello no es baladí, pues, como veremos, nos ayuda a fijar cronológicamente varios momentos de la biografía de Lorca que, de otra forma, hubieran podido parecer de época más tardía.

La influencia de Mora, dos años mayor que Lorca, fue importante durante la etapa en que la vocación literaria de éste se iba afirmando. De ello se tratará en el próximo capítulo. Y el agresivo periodista, uno de los primeros «rinconcillistas» en tomar contacto con Madrid, le serviría en la capital, así como Melchor Fernández Almagro, a modo de heraldo del poeta granadino.

Hemos visto el núcleo, el meollo, del Rinconcillo. Otros muchos jóvenes llegaban, se iban, se asociaban pasajeramente al grupo. Era una tertulia abierta, informal, sin inscripciones de socios y sin dogmas.

A ella arribaba de vez en cuando algún extranjero. Allí cayó una noche, despistado, el sueco Carl Sam Osberg, profesor de Literatura en la Universidad de Upsala, traductor de Ángel Ganivet y autor del libro Spanska nöjen. Bilder och stämningar från Spanien («Diversiones españolas. Estampas e impresiones de España»), en que, por desgracia, el autor no habla de sus experiencias en Granada.[131] Los «rinconcillistas» le hicieron todos los honores al simpático profesor venido del Norte. Escribe Mora Guarnido:

Bebió en nuestra compañía el agua fresca de la fuente del Avellano, recorrió el Albayzín a todas las horas del día y de la noche, habló con los gitanos, a los que con tan intensa curiosidad miró siempre Ángel Ganivet y que habían de inspirar a García Lorca. Como todo viajero de espíritu que se encuentra en un ambiente grato, sintió y exteriorizó entusiastamente dos grandes anhelos igualmente imposibles: quedarse entre nosotros, o llevarnos con él.[132]

Asistió asiduamente a la tertulia el japonés Nakayama Koichi —joven estudiante de Diplomacia— que, apasionado de la corrida, se había hecho unas tarjetas de visita donde se autodenominaba «Torero de emoción», lema aplicado por aquellos días a Juan Belmonte. A Nakayama los «rinconcillistas» le asediaban con preguntas acerca de las costumbres sexuales japonesas, a las que difícilmente podía contestar por sus todavía nulos conocimientos en la materia. Componía hai kais para sus amigos granadinos, «que nos escribía —recuerda José Mora Guarnido— con una hermosa caligrafía en signos japoneses y, al pie, su traducción al castellano», les ofrecía deliciosos dibujos de flores y paisajes, y a veces interpretaba para ellos, en una flautita de bambú, melodías populares de su tierra.[133]

También formó parte del grupo durante varios meses un estudiante británico, Charles Montague Evans, que, en 1922, tradujo al inglés varios folletos impresos con motivo del Concurso de Cante Jondo. Años después Montague Evans recordaba con emoción aquellos días granadinos y las apasionantes discusiones del Café Alameda.[134]

Había «rinconcillistas de honor», personas ya algo mayores que visitaban esporádicamente la tertulia. Entre ellos habría que destacar a Manuel de Falla, que a veces bajaba al café desde su carmen de la Antequeruela Alta, y a Fernando de los Ríos. Hacia ambos el Rinconcillo sentía una profunda admiración. También eran amigos del grupo Fernando Vílchez —«artista todo bondad y simpatía»[135] lo llamaría Federico en una dedicatoria—, propietario del espléndido carmen de Alonso Cano en el Albaicín, y el culto Miguel Cerón Rubio, férvido amante de la música e íntimo de Falla.

Luego había «rinconcillistas transeúntes» o «de paso», como los críticos Guillermo de Torre y Enrique Díez-Canedo, el novelista Ramón Gómez de la Serna, inventor de la «greguería», el pintor Gustavo Bacarisas o el gran guitarrista —célebre ya por aquel entonces— Andrés Segovia.[136]

Y había, a veces, conocidos artistas y literatos extranjeros a quienes los «rinconcillistas» servían ocasionalmente de cicerones por Granada. H. G. Wells, Rudyard Kipling, John B. Trend, Arturo Rubinstein y Wanda Landovska pudieron disfrutar así de aspectos insólitos de la ciudad de la Alhambra.[137]

Un reportaje aparecido el 4 de julio de 1922 en El Noticiero Granadino nos comunica el espíritu que animaba a aquel entusiasta grupo de jóvenes:

UN BANQUETE: EL RINCONCILLO DEL CAFÉ ALAMEDA

El sábado por la noche se reunieron en banquete amistoso en el patio del «Último Ventorrillo» los literatos, periodistas, artistas e intelectuales que, desde hace muchos años, viven en franca camaradería y asisten, mientras están en Granada, a la tertulia literaria del «rinconcillo» del Café Alameda… Era el objeto inmediato de la reunión festejar a Luis Mariscal por su nombramiento de vice-cónsul de España en Salónica, y a Miguel Pizarro por el de profesor de castellano de la Universidad de Osaka (Japón), antes de la partida de ambos compañeros hacia sus destinos respectivos.

Durante la comida se expusieron por los concurrentes, especialmente por don Francisco Soriano Lapresa, algunos proyectos de empresas que el Rinconcillo ha de realizar más o menos pronto, y que concurrirán con las obras que cada uno realice personalmente, a levantar en el mundo el prestigio artístico e histórico de Granada. La primera de tales empresas consiste en dedicar una lápida de recuerdo al gran escritor francés Teófilo Gautier, el extranjero que más bellas páginas ha dedicado a Granada y que ha sido injustamente olvidado por nuestra ciudad y aún combatido por creérsele culpable del tópico europeo de nuestra vida pintoresca. Dicha lápida será colocada en la calle Párraga, donde vivió el gran literato.

De otras iniciativas y proyectos de más importancia y más laboriosa realización daremos cuenta oportunamente en Noticiero.

Se brindó por los amigos ausentes del Rinconcillo: Carl Sam Osberg, profesor de la Universidad de Upsala, Suecia; Juan de Dios Egea, cónsul de España en Danzig; José Fernández-Montesinos, profesor de español en la Universidad de Hamburgo; Carlos Montague Evans, estudiante inglés; Melchor Fernández Almagro, Juan Cristóbal, Ismael González de la Serna, Arturo González Nieto, Manuel y José Góngora, Ramón Gómez de la Serna, Luis Guarmendio y otros.

Se brindó igualmente por el amigo de honor del Rinconcillo, gran músico español, don Manuel de Falla, y por Ángel Barrios, el gran músico granadino.

El banquete fue una gran manifestación de juventud y entusiasmo, un acto simpático de cordialidad y camaradería desinteresadas del que todos los asistentes guardarán un perdurable y grato recuerdo.[138]

En las columnas de El Noticiero Granadino, entre agosto y octubre de 1922, se aireó el asunto del proyectado azulejo en honor de Gautier, contribuyendo con varios artículos al debate tanto José Mora Guarnido como, desde Madrid, Melchor Fernández Almagro.[139] Finalmente se fijó la lápida en la fachada de la casa de la calle de la Párraga donde viviera el autor de Voyage en Espagne, libro que contiene, efectivamente, bellísimas páginas sobre Granada.

Posteriormente se rindieron parecidos honores a la memoria de Isaac Albéniz, colocándose una placa en la «Casa del Arquitecto» —hoy desaparecida— de la Alhambra, donde, según Mora, «el gran músico, enamorado de una de las hijas del arquitecto, había sufrido un grave contraste sentimental».[140] El encargado de pintar la lápida de cerámica de Fajalauza —que decía, sencillamente, «A Isaac Albéniz, que vivió en la Alhambra. Primavera de 1882»— fue Hermenegildo Lanz.[141]

Luego, en una antigua casa del Albaicín, el Rinconcillo fijaría otra lápida, asimismo debida al arte de Lanz, dedicada al músico ruso Glinka, que, como queda dicho, pasó una temporada en la ciudad en 1845.[142]

Finalmente, para cerrar este ciclo de homenajes, se colocaría, el 28 de octubre de 1926, una placa conmemorativa del poeta barroco granadino Pedro Soto de Rojas en la fachada de su casa del Albaicín, la de los «Mascarones». En esta iniciativa participó el Ateneo de Granada, asociación entre cuyos fundadores y animadores figuraban numerosos «rinconcillistas». Otra vez sería autor del azulejo Hermenegildo Lanz y, según El Defensor de Granada, la placa había sido ejecutada «con exquisito gusto».[143]

Ambicioso proyecto del Rinconcillo, que ocupó a sus contertulios durante el otoño de 1922, fue la fundación de una revista. La idea parece haber partido de José Mora Guarnido, quien propuso que la misma —se eligió el nombre de Sur— tuviera carácter no periódico y que en el primer número se fueran insertando «todas las cosas interesantes que cada uno tenga», entre ellas poemas de Federico, un artículo de Melchor Fernández sobre Pedro Soto de Rojas, colaboraciones de Miguel Pizarro, José Fernández-Montesinos, Juan de Dios Egea, Francisco Campos Aravaca, etc.[144] A Fernández Almagro le escribe Mora:

Para estas publicaciones, y para los azulejos que pensábamos hacer, se necesita contar ya con el emblema del Rinconcillo, cuya creación tú nos proponías. Federico ha propuesto tres emblemas: un candil y una estrella encima, la rosa de los vientos, o la constelación Lira con las estrellas unidas por líneas de puntos en azul. A mí no se me ocurre nada, y todos me gustan. Dinos tu opinión, o si a ti se te ocurre algún otro para que cuanto antes decidamos y que Manolo Ortiz nos lo dibuje.[145]

Se optó finalmente por la rosa de los vientos, llegando a imprimirse papel de la revista con viñeta de la misma. Pero Sur nunca salió. A juzgar por las cartas cruzadas entre Fernández Almagro y sus compañeros del Rinconcillo, la publicación habría sido netamente antiburguesa, afirmando Mora que, para el segundo número, se pensaba hacer «un llamamiento al mundo sobre las barbaridades que la Beotia burguesa ha hecho, está haciendo y hará en Granada».[146] Dicho grupo social, según el aguerrido periodista, estaba llevando a cabo la «sistemática destrucción» de la ciudad.[147]

La malograda revista Sur sería la semilla de la que brotaría, en 1928, gallo.

Los «rinconcillistas» arremetían, con afán renovador, contra todo lo que consideraban, en arte, falso, trasnochado, sentimental o caduco. Un día surgió la idea de encarnar, en un poeta granadino inventado, apócrifo, los tópicos, sentimientos y retórica que la reunión deploraba. El vate fue bautizado Isidoro Capdepón Fernández, siendo el primer apellido, tal vez, alusión, consciente o no, a cierto Mariano Capdepón, general del Ejército que a finales de siglo había publicado en la revista La Alhambra algunos poemas de corte burgués y andalucista. Tanto José Mora Guarnido como Francisco García Lorca han recordado con nostalgia a Isidoro Capdepón quien, nacido, según la cuidadosamente elaborada ficción, en Granada, había emigrado joven a América donde su obra poética le hizo célebre y quien, en la madurez, regresó gloriosamente a su patria. «Fue Capdepón resumen y “exponente” de toda la retórica al uso en los comienzos del siglo —escribe Mora—, del latiguillo y el sonsonete, del floripondio retórico, el versito de abanico, la oda conmemorativa».[148] Un bardo, pues, dentro de la línea poética de Campoamor o Núñez de Arce, y poco amigo de las nuevas corrientes modernistas.

Los «rinconcillistas» recitaban en todas partes versos de Capdepón y le proclamaban gran poeta de la «raza». Mandaban sus composiciones —elaboradas corporativamente en las mesas del Café Alameda—, a diversos periódicos y revistas locales, donde se publicaban como auténticas. Y por fin su fama llegó a la Corte, donde el crítico Enrique Díez-Canedo, «rinconcillista de paso», se encargó de publicar en España (26 mayo 1923) un artículo en el cual se proponía a Capdepón para un sillón vacante de la Real Academia. Mora Guarnido le contestó en otro artículo por el estilo, añadiendo, además, una bibliografía «exhaustiva» de la obra del poeta.[149]

A Capdepón se le ocurrió un día dedicar un soneto elogioso al poeta sevillano, poeta de carne y hueso, Juan Antonio Cavestany (1861-1924), con cuya vena lírica se identificaba. En el soneto aludía a su amistad en América:

Amigos fuimos en el Uruguay;

lustros pasaron desde entonces, ¡ay!,

que en acíbar trocaron nuestras mieles.

Hoy, en Madrid, en tu presencia mudo,

te hago una reverencia y te saludo

frente al carro triunfal de la Cibeles.[150]

Mora cree recordar que dicho soneto se publicó en una revista malagueña, provocando una respuesta iracunda del propio Cavestany, que protestaba no haber conocido jamás, ni en el Uruguay ni en ningún sitio, a un poeta llamado Capdepón.[151] Según Francisco García Lorca, sin embargo, lo que pasó fue que, al lado del soneto a Cavestany, se había publicado otro, atribuido al propio poeta sevillano, en el cual éste contestaba agradecido a su compañero granadino.[152]

En el libro de Francisco sobre su hermano se reproducen varios sonetos completos de Capdepón, en cuya confección colaboraron ambos hermanos, y en los cuales el vate medita desde Guatemala sobre diversos aspectos de la madre patria. Uno de estos sonetos, con estrambote, satiriza el estilo arquitectónico representado por el Círculo de Bellas Artes de Madrid, inaugurado en noviembre de 1926 y obra de Antonio Palacios:

¡Oh, qué bello edificio! ¡Qué portento!

¡Qué grandeza! ¡Qué estilo! ¡Qué armonía!

¡Qué masa de blancura al firmamento

para hacer competencia con el día!

La ciencia con el arte aquí se alía

con tanta perfección, según yo siento,

que en aqueste soneto solo intento

tras mil enhorabuenas, dar la mía.

En Guatemala existe un edificio

de menor importancia en mi concepto,

y no obstante tuvieron el buen juicio

de nombrar general al arquitecto.

Mas en Madrid yo no he encontrado indicio

de que piensen honrar a tu intelecto.

Ya lo sabes, Palacios, ¡gran patricio!

que a Babilonia antigua has resurrecto.[153]

Otro soneto, debido esta vez exclusivamente a Federico, celebraba un segundo viaje de Capdepón a su ciudad natal:

Heme otra vez. Segunda vez mi frente

recibe los efluvios de Granada,

odalisca que sueña recostada

sobre la falda de la mole ingente.

Pebeteros y aromas del Oriente

envuelven tu belleza nacarada

y el suspiro del ave en la enramada

al compás del sollozo de la fuente.

Deja a este bardo triste y sin ventura

al regresar de su postrer viaje

que en tu suelo reclame sepultura.

Que si en Colombia dejo mi linaje,

yo vuelvo a ti con mi emoción más

pura para morir como un Abencerraje.[154]

El grupo del Rinconcillo reunió, durante varios años, a la juventud más vital y prometedora de Granada, y si algunos participantes en la tertulia nunca abandonarían la ciudad, otros, como ya se ha dicho, irían a parar a los sitios más diversos del mundo.

La fecha de nacimiento media de los diecisiete contertulios más destacados del Rinconcillo se sitúa alrededor de 1893, y en los primeros años del desarrollo artístico de Lorca el apoyo y estímulo de estos camaradas, en general algo mayores que él, serían decisivos. Por todo ello hemos creído conveniente evocar aquí algo de lo que fue aquel fraternal ambiente del Café Alameda de la plaza del Campillo, aun a riesgo de violentar, con ello, la estricta ordenación cronológica de este relato. En el curso del mismo volverán a aparecer los nombres de numerosos «rinconcillistas» con quienes, durante su breve vida, Lorca seguiría manteniendo estrecha amistad.