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EL POETA EN LA UNIVERSIDAD DE GRANADA

La Universidad de Granada, fundada por el emperador Carlos V en 1526 con la finalidad de imponer la cultura cristiana y europea allí donde, no hacía mucho tiempo, había tenido la musulmana una de sus floraciones más lozanas, languidecía a principios del siglo XX, aferrada a viejas fórmulas y dotadas de pocos recursos para la investigación.

Pese a ello enseñaban en ella algunos profesores excepcionales. Por lo que tocaba a la Facultad de Filosofía y Letras y a la de Derecho, hay que señalar a dos hombres excepcionales, ninguno de ellos granadino, cuya influencia sobre la vida cultural de la ciudad, y sobre García Lorca, sería considerable. Se trata de Martín Domínguez Berrueta, catedrático de Teoría de la Literatura y de las Artes, y de Fernando de los Ríos Urruti, titular de la cátedra de Derecho Político Español Comparado con el Extranjero.

Domínguez Berrueta había nacido en Salamanca en 1869. Su madre era de Burgos, y allí pasó muchas temporadas durante su infancia y juventud, enamorándose apasionadamente de la vieja ciudad castellana.[1] Su tío, Francisco Berrueta y Corona, provisor y secretario del arzobispado de Burgos, era un hombre culto y sensible que se había hecho autoridad sobre la famosa catedral gótica. Inició a su joven sobrino en las delicias de la historia, arte y arquitectura burgalesas, y con tanto éxito que, de allí en adelante, Berrueta se consideraría más hijo de Burgos que de su Salamanca natal.[2]

El futuro catedrático cursó Filosofía y Letras y, en 1893, publicó en Madrid su tesis doctoral, pequeño estudio titulado El misticismo de San Juan en sus poesías.[3]

A partir de 1907 Berrueta ocupó, sucesivamente, los puestos de auxiliar numerario y de auxiliar en la Facultad de Filosofía y Letras de Salamanca.[4] Entretanto había profundizado sus conocimientos de latín y griego. Siendo auxiliar fue nombrado director de El Lábaro, diario católico de tendencia progresista, por el obispo de Salamanca, padre Cámara, agustino benevolente y de amplias miras.[5] Berrueta, cuyo talento principal acaso fuera el de periodista, sostuvo en las columnas de El Lábaro, con vehemencia, sus convicciones. Tuvo numerosos adversarios, entre ellos Miguel de Unamuno. Aquellas polémicas acabaron por suscitar la inquina del sucesor del padre Cámara. Berrueta había ofendido a los dirigentes de la agrupación ultraconservadora Acción Católica con sus ideas sobre la separación del Estado y la Iglesia, que preconizaba; había escrito un fervoroso artículo en el cual defendía la política de José Canalejas; y había exclamado:

Con la Iglesia, sí, todos: con las juntas católicas-antiliberales, nacidas de sí mismas, los que sientan así el catolicismo y la Iglesia. Lo católico no es partido. Lo que hace falta son hombres católicos que se metan en política.[6]

Berrueta ya molestaba a las autoridades eclesiásticas, y en 1910 no tuvo más remedio que dimitir de su puesto de director de El Lábaro.[7]

En mayo de 1911 fue nombrado —probablemente por influencia de Canalejas, entonces presidente del Consejo de Ministros— catedrático de Teoría de la Literatura y de las Artes de la Universidad de Granada.[8] Ocuparía este cargo hasta su temprana muerte en 1920 a consecuencia de un cáncer.

Don Martín, en cuyas preocupaciones pedagógicas se puede apreciar la influencia de la Institución Libre de Enseñanza, tenía ideas claras acerca de la decadencia de la universidad española y de su posible regeneración. Ya antes de llegar a Granada había publicado una conferencia, «La universidad española» (Salamanca, 1910), en la cual expresaba sus inquietudes al respecto, y donde insistía en la necesidad de superar la tradicional frialdad que caracterizaba en España la relación del profesor con sus alumnos, y de crear un ambiente universitario fundado en la cooperación y la convivencia.

En Granada, Berrueta puso enérgicamente en práctica sus ideas, consideradas entonces avanzadas, formando con los estudiantes de su cátedra una relación muy personal, tanto en la clase como fuera de ella. La casa del maestro, en la calle de la Tinajilla, al final de la Gran Vía, era lugar de amistosas reuniones, amenizadas con la presencia de la bella y simpática esposa del catedrático, mientras sus múltiples iniciativas, entre ellas la creación en 1916 de Lucidarium, Revista de la Facultad de Letras de la Universidad de Granada, hicieron de él una figura conocidísima en la ciudad.

Máxima expresión del empeño de don Martín por impartir una enseñanza práctica serían los «viajes de estudio» organizados por él cada primavera y verano a partir de 1913,[9] y que llegarían a ser célebres en una época en que tales actividades eran casi desconocidas. Berrueta, gran conocedor de Castilla, era persona muy preparada para llevar por aquellas tierras a sus alumnos granadinos, y no cabe duda de que sus excursiones artísticas por España influyeron profundamente en muchos alumnos suyos, entre ellos García Lorca.

Entusiasta, emocional, algo retórico y ampuloso en la expresión de sus puntos de vista estéticos y capaz de reaccionar furiosamente contra quien se atreviera a disentir de él, Berrueta tenía, sin duda alguna, un don especial para despertar el fervor de sus discípulos por el arte. Y si tenía adversarios entre éstos, mucho más numerosos eran los que le profesaban sincero cariño y gratitud.

En marzo de 1911, unos meses antes que Berrueta, tomó posesión de su cátedra Fernando de los Ríos Urruti. Diez años más joven que aquél, había nacido en Ronda en 1879.[10]

La familia de Fernando de los Ríos pertenecía a la burguesía liberal de la ciudad malagueña, famosa por su escalofriante acantilado, y quiso el destino que su madre, Fernanda Urruti, fuera pariente de Francisco Giner de los Ríos, fundador de la madrileña Institución Libre de Enseñanza. Giner le aconsejó a doña Fernanda que se trasladara a la capital con su familia, para atender a los estudios de sus hijos. Y así lo hizo, ingresando Fernando en la célebre casa.

La influencia de Francisco Giner sobre Fernando sería contundente, y éste llegaría a considerarse «nieto espiritual» del gran maestro. La Institución le inculcó, como a tantos otros alumnos, la convicción de que España necesitaba una renovación moral e intelectual. Y le infundió la convicción de que él podía participar en aquella magna empresa.

Se vivían entonces las secuelas del «Desastre» de 1898, cuando España perdió sus últimas colonias americanas —Cuba y Puerto Rico— y las Filipinas en un enfrentamiento tan corto como ignominioso con los Estados Unidos. La derrota de 1898 produjo una profunda depresión en el ánimo de la juventud intelectual españolas. Diría Fernando de los Ríos años después, en el curso de una conferencia:

Difícilmente aquellos que me escuchan podrán darse cuenta del dolor enorme que sintió el alma española en 1898; difícilmente los jóvenes que me escuchan podrán apreciar la impresión que a nosotros, niños recién ingresados en las universidades, nos causó aquella enorme derrota que hoy bendecimos, porque en 1898 se encontró la clave psicológica del renacimiento intelectual, y aun del económico de España…[11]

Aquella clave, según don Fernando, la encontró Francisco Giner de los Ríos, quien comprendió mejor que nadie que la derrota podía tener un valor catártico y que, a partir de ella, se podría reconstruir, rehacer, renovar. Sacar fuerzas de flaqueza, en fin, y levantar al país de su postración.

De la Institución Libre salió Fernando de los Ríos para Alemania en 1909, becado por la Junta para Ampliación de Estudios, fundada dos años antes. Allí hizo amistad con otros jóvenes estudiosos españoles, y conoció el llamado «socialismo neokantiano», que tanta mella haría en su sensibilidad.[12] De los Ríos volvió a España convertido en «europeísta», y con la convicción de que el único modo de regenerar la sociedad española era por la vía de la enseñanza. «Cuando entre los años 1906 y 1909 retornaba mi Generación después de haber ampliado sus estudios en Francia, Inglaterra y Alemania —diría más tarde—, volvíamos con un fervor, con un entusiasmo tales que cada uno de nosotros nos considerábamos como un romero del ideal que habíamos de realizar dentro de nuestro país: la obra de reconstrucción cultural que ansiábamos acometer».[13] Aquella generación, que escribe con mayúscula, sería conocida como «la Generación del 14», rótulo inventado por analogía con el anterior de la «Generación del 98».

La influencia de Fernando de los Ríos en Granada —y luego en toda España— sería extraordinaria. En la época en que toma posesión de su cátedra granadina ya colabora con el Partido Reformista y se mueve en la órbita de Ortega y Gasset. Le atrae cada vez más el socialismo, estudiado en el extranjero, y en 1912 publica Los orígenes del socialismo español. En 1917, a raíz de los sucesos ocurridos durante la huelga de agosto, se aproxima al Partido Socialista Obrero Español y, en 1919, vivamente impresionado por las protestas obreras contra el cacique Juan Ramón La Chica que tienen lugar en Granada, ingresa en aquel partido, siendo elegido diputado socialista por Granada a las Cortes el mismo año.[14] A partir de aquel momento, De los Ríos será símbolo del socialismo granadino y de la lucha del pueblo contra el caciquismo. Magnífico profesor, ateo malgré lui, excelente conferenciante, afable y generoso —la biblioteca de su casa estará siempre a la disposición de sus alumnos, así como su amistad—, Fernando de los Ríos no tardará en ser blanco preferido del odio de las derechas granadinas, papel confirmado cuando, en 1931, fue nombrado ministro de Justicia y luego de Instrucción Pública.

En 1911, en resumen, llegan a Granada dos catedráticos originales, de enérgica personalidad, empeñados ambos —desde posturas distintas— en la lucha por la renovación de la vida intelectual y política de España. Y si, como se verá, la influencia de Martín Domínguez Berrueta sobre Lorca será decisiva en un momento crítico del desarrollo artístico de éste, la de don Fernando —hombre de estatura intelectual muy superior a la de Berrueta— será probablemente más duradera.

Aparte de estos dos «maestros» —así los consideraba Lorca—, ningún profesor de la Universidad de Granada parece haber influido notablemente en el poeta. Había uno que sí le divertía. Se trata de Ramón Guixé y Mexía, catedrático de Economía y Política, que aparece en Doña Rosita la soltera como «El Señor X», alusión a las equis de los apellidos del modelo. Guixé y Mexía era de una pedantería insoportable. Sus clases, según Mora Guarnido, se convertían en «un torneo de cursilerías en el que se intercambiaban amables salutaciones —“cultísimo profesor”, “querido alumno”, “beso a usted la mano”, “saludos a su esposa”— en una algazara permanente de estulticias, genuflexiones y picardías».[15] Lorca solía contar que un día tuvo un tal acceso de risa ante el espectáculo que ofrecía aquel maestro que fue expulsado de la clase. A pesar de ello obtuvo la calificación de «notable» en su examen de fin de curso (1916).[16]

En el bibliotecario de la Universidad, Federico encontró a un excelente amigo y guía. A tan simpático personaje le dedica Mora Guarnido varias páginas. Era un excelente orientador de lecturas, y entre él y Lorca se creó en seguida una amistad entrañable, recordada en estos términos por Mora:

Transitar por aquella gran biblioteca intensa y abundantemente nutrida, si no de contemporáneos, de clásicos, y de la mano de un guía tan inteligente como entusiasta, significó una gran ventaja para el joven poeta. Se quedaban por las tardes hasta después de la hora de cerrar; por los grandes ventanales que daban al Jardín Botánico entraba la rosada luz del crepúsculo, el aroma de arrayanes, mirtos, magnolios y jazmineros, y el canto de los innumerables ruiseñores que tenían en aquella espesura sus nidos. Pues el Jardín Botánico, pese a su nombre y como ocurre con casi todos los jardines así rotulados, era más recreo para el espíritu que muestrario de especies para el estudioso. En la paz y tranquilidad de aquel refugio y aquella hora, ¡qué conversaciones tendrían el viejo cargado de la experiencia de cuarenta años de profesión —«cuarenta años, hijo, encadenado como Prometeo en este antro del saber»— y el adolescente ilusionado![17]

Del primer año de Federico en la universidad granadina tenemos pocas noticias documentadas. Entre éstas figuran los resultados de los exámenes de fin de curso. El futuro poeta aprobó las tres asignaturas estudiadas, recibiendo en Lengua y Literatura Españolas la calificación de «notable» y en Lógica Fundamental e Historia de España la de «aprobado».[18]

Habiendo salido bien del curso preparatorio, decidió probar suerte y se inscribió simultáneamente en la Facultad de Filosofía y Letras y la de Derecho. Era una solución adoptada por muchos estudiantes entonces, pues dejaba abiertas más posibilidades profesionales para el futuro. «Trampa a la decisión vocacional», «compromiso dilatorio para tranquilizar y conformar a la familia», la llama por otro lado Mora Guarnido.[19]

La carrera universitaria del poeta sería poco brillante, y si durante el curso 1915-1916 estudió con relativa seriedad en ambas facultades, en años posteriores apenas se presentaría a un examen. No es sorprendente, pues, que su madre se enfadara frecuentemente con él y sus amigos.[20] Ni que don Federico, muy satisfecho de los progresos académicos de su segundo vástago, Francisco, excelente estudiante, desesperara de ver bien encaminado a su hijo mayor.[21]

En esa etapa de su vida, Federico era por encima de todo pianista, al que tanto su maestro Antonio Segura como sus amigos auguraban un brillante porvenir profesional. También hacía sus pinitos de compositor, y varias obritas suyas, hoy desgraciadamente perdidas, entusiasmaban a sus oyentes. Ninguno de los compañeros de Federico parece haber sospechado entonces que se fuera a convertir en escritor. Mora Guarnido nos informa acerca de uno de los proyectos musicales que ocupaba entonces a su amigo:

Recuerdo que en aquellos tiempos yo era como he dicho periodista cuya firma aparecía casi diariamente en las columnas de un diario, y esa condición le había instado a cierto acercamiento especial con la idea de poner en mis manos el libreto de la zarzuela que estaba componiendo y de la que tenía totalmente concluidas una «serenata en la Alhambra» y un coral gitano. Como desconocíamos ambos la técnica para la cómoda adaptación de la letra a la música sin necesidad de que el escritor se supiera ésta de memoria, la empresa se tomó poco menos que imposible y la abandonamos, lo que cito simplemente como un testimonio más de lo ajeno que estaba mi amigo a entrometerse en la actividad literaria.[22]

Pero la pasión de Federico por la música, su convicción de que tenía una poderosa vocación musical, no impidieron que durante el curso 1915-1916 se desarrollase su afición a las letras. Todo lo contrario.

En dicho curso le tocó a Federico estudiar Teoría de la Literatura y de las Artes con Martín Domínguez Berrueta. Podemos tener una idea de las actividades de la cátedra durante aquel año al hojear el primer número de Lucidarium, publicado en junio de 1916. Dicha revista, dirigida por Domínguez Berrueta y redactada por profesores y alumnos, era ambiciosa. «Esta publicación responderá, es su ideal —advertía la redacción—, a la ansiedad de un resurgimiento universitario que es sentida por cuantos se interesan, en espíritu y en verdad, por la cultura patria. Para esa labor el ambiente ha de ser una comunidad de vida entre maestros y discípulos».[23] Y es cierto que sus tres números —el segundo y tercero salieron juntos en enero de 1917— significaron un esfuerzo poco común en aquellos tiempos. Antonio Machado, amigo de Berrueta y colaborador en el segundo número de Lucidarium, calificaría de «admirable» la revista.[24]

Federico García Lorca no participó en Lucidarium. Si él era entonces el músico, el único músico, del grupo de Berrueta, el principal literato del mismo, sin lugar a dudas, era Luis Mariscal Paradas. Hijo de panadero, Mariscal fue alumno brillante —simultaneó con éxito las carreras de Filosofía y Letras y Derecho— y escribía con soltura, agudeza y precisión. El primer número de Lucidarium contenía dos trabajos suyos, «Problemas lógicos. Notas sobre el juicio» y «El centenario de Cervantes», donde se aprecia la claridad de su mente. Otro trabajo suyo, más ameno, «Espíritu del convento. Una visita a la clausura de Santa Isabel la Real de Granada», publicado en el segundo número de Lucidarium, sería elogiado, con razón, por Machado.[25]

Berrueta solía llevar a sus alumnos, durante el curso, a visitar los monumentos granadinos más destacados y, romántico incurable, sentía especial predilección por los conventos de clausura. En la visita a Santa Isabel la Real participaron, además de Mariscal, el propio don Martín, Lorca y otros dos aventajados discípulos de Berrueta, Ricardo Gómez Ortega y Antonio Gallego Burín. Todos quedaron fuertemente impresionados por lo que vieron aquella mañana.

El convento e iglesia de Santa Isabel la Real habían sido levantados en el Albaicín durante el siglo XVI a instancias de la Reina Católica, sobre un solar que ocupara anteriormente un palacio de los reyes moros, Dar al-Horra (Casa de la Sultana).[26] Tratándose de un convento de clausura, pocos granadinos conocían —o conocen hoy— el recinto, la esbeltísima torre de cuya iglesia, en opinión de Mariscal, es «la más bonita de Granada». Lo que más les cautivó al grupo de Berrueta durante su visita fue encontrarse, de repente, en «un patizuelo húmedo, con una fuente verdosa a un lado», conocido como el «Patio árabe» o «del Toronjo». Continúa Mariscal:

Las monjitas se quedan abajo, junto a la fuente, y nosotros rebuscamos todos los aposentos con arabescos, con huellas de haber servido de vivienda no ha mucho tiempo. Y en la galería tres hermosos arcos de herradura ricamente decorados, que en el silencio umbroso del patizuelo producen una impresión indefinible. ¡Un palacio árabe dentro de un convento![27]

En el poema «Patio húmedo» de Lorca, fechado «1920» y publicado en Libro de poemas, puede haber una reminiscencia del patio árabe de Santa Isabel la Real, y aún más probable es que el escenario del romance «La monja gitana» algo deba a la misma visita:

Silencio de cal y mirto.

Malvas en las hierbas finas.

La monja borda alhelíes

sobre una tela pajiza…[28]

La clausura evocada en el romance es de inconfundible sello albaicinero. Y allí donde el poeta pone mirtos y malvas, Mariscal, varios años antes, había apuntado en Lucidarium la presencia de «malvalocas al lado de las hierbas mustias» y de «oloroso arrayán» (sinónimo de mirto).[29] En los patios de El poema del convento de Antonio Gallego Burín —fechado en agosto de 1916 y publicado en diciembre de 1918— encontramos casi los mismos elementos.

Durante el curso 1915-1916, Berrueta llevó a sus alumnos a visitar otros monumentos granadinos, especialmente la catedral. Con el cabildo el maestro mantenía estrechos contactos, habiendo iniciado en la cripta, en 1914, una apasionada e infructuosa búsqueda de los restos del famoso pintor, escultor y arquitecto Alonso Cano (1601-1667), uno de sus artistas predilectos. Berrueta conocía muy bien la colección de cuadros primitivos de la Capilla Real (donde están enterrados tanto los Reyes Católicos como su hija Juana la Loca y el marido de ésta, Felipe el Hermoso), y Gómez Ortega recordaba las muchas horas que pasaron él, Lorca y Mariscal allí con el maestro, embebidos en la contemplación de las magníficas obras de Memling y Van der Weyden, y de La oración del Huerto, atribuido a Botticelli.[30]

Berrueta sabía dirigir el fervor de sus discípulos hacia los temas que a él le interesaban. Por esas fechas andaba entusiasmado con la obra de su amigo Cándido Rodríguez Pinilla, poeta salmantino ciego, cantor —hoy olvidado— del paisaje charro, y publicó un poema suyo, «¡Hermano árbol!», en el primer número de Lucidarium. Durante el curso 1915-1916, los alumnos de Berrueta estudiaron con detenimiento la obra de Pinilla y, en junio de 1916, le enviaron una carta, publicada en la prensa granadina, que nos evoca lo que fue el ambiente de aquellas clases de la cátedra de Teoría de Arte y de la Literatura, además de demostrar la influencia que ejercía Berrueta sobre sus discípulos:

Señor don Cándido Rodríguez Pinilla. — Salamanca.

Realmente le ha de extrañar —muy distinguido señor— esta carta firmada por una serie de nombres desconocidos; no lo crea así. Le conocemos muy íntimamente, con el conocimiento más profundo —por sus obras.

Somos amigos de un muy su amigo: don Martín D. Berrueta. Nuestro profesor nos ha presentado a usted. Ya nos es familiar su figura veneranda, sufrida, dolorosa … sus poesías han traído a nuestras almas jóvenes un momento de placer espiritual y un dejo de serenidad, de melancolía … a veces un verso vibrante ha conmovido nuestro corazón, algún relámpago de amor ha confortado nuestro espíritu; las más veces, nos ha hecho pensar …

Conocemos también su ambiente, como a usted, por reflejo, reflejo más veraz que la realidad misma. La suprema visión sintética del paisaje en la creación monumental salmantina y la realísima visión artística de Gabriel y Galán —su compañero en la heroica empresa de dar a nuestra Literatura una poesía charra— monumentos y poesías nos han hecho familiares.

«La dulce quietud del campo

en la paz de la rústica alquería».

— — — —

«El guarda del ganado

el rudo montaraz, charro de raza,

y aquella bonachona montaraza

de amas y servidoras fiel dechado».

Conocíamos su escenario; poseíamos la disposición más adecuada para adentramos en su poesía y —perdónenos la inmodestia— creemos haberlo conseguido.

Nuestro buen don Martín evocó su figura; nos ha leído también su Poema de la tierra, poniendo en su poesía el fuego del amor. ¿Qué extraño que sus versos se nos hayan convertido en carne y en médula y en alma?…

La carta, fechada en mayo de 1916, lleva las siguientes firmas, entre las cuales encontramos las de varios íntimos amigos del poeta: Luis Mariscal, Ricardo Gómez Ortega, Luis Martínez, Juan Tamayo, Ángel G. de la Serna, Federico García Lorca, Francisco Ávila de los Reyes, Gustavo Gómez Moya, Rafael Martínez Ibáñez, Francisco Romero, José Aguilera Márquez, Antonio Noguerol, Luis Díaz y Díaz, Antonio Castilla, Francisco López Rodríguez, Luis Capel, José F. Montesinos, Miguel Pizarro y Manuel Mozas Mesa.[31]

El 26 de mayo de 1916, unas pocas semanas antes de la publicación de esta misiva, había muerto Antonio Segura Mesa, profesor de piano de Federico, de una hemorragia cerebral, siendo enterrado al día siguiente en el cementerio municipal. Tenía setenta y cuatro años.[32] «Don Antonio Segura era conocidísimo en Granada, donde, por su trato afable y cariñoso, se captó las simpatías y el aprecio de todos —rezaba el 27 de mayo una nota necrológica publicada en La Gaceta del Sur—. Su muerte, al ser conocida, ha de llevar hondo pesar a muchas familias granadinas y los pobres pierden con ella un constante amparador de su desgracia».

No sabemos si Federico asistió al entierro de su querido maestro, pero es casi cierto que sí. Había perdido a un gran amigo, y en un momento crítico, pues todo indica que seguía pensando entonces en dedicarse profesionalmente a la música, para lo cual el apoyo de don Antonio habría sido tal vez definitivo. Trece años después, el poeta apuntaría: «Como sus padres no permitieron que se trasladase a París para continuar sus estudios iniciales, y su maestro de música murió, García Lorca dirigió su (dramático) patético afán creativo a la poesía».[33]

El testimonio del pianista Francisco García Carrillo, que entonces vivía al lado de los García Lorca en la Acera del Darro, confirma estas palabras del poeta:

Federico tenía una mano izquierda especialmente ágil, y no cabe duda de que hubiera podido ser excelente pianista. Pero, a la muerte de don Antonio, su padre se opuso tajantemente a que fuera a París para ampliar sus estudios. Probablemente no estaba convencido de que Federico tuviera una auténtica vocación musical y, además, habría sido muy difícil entonces que un padre permitiera que un hijo suyo de dieciocho años se fuera así por las buenas a Francia —y más para dedicarse a la música.[34]

Cuando Federico publicó su primer libro, Impresiones y paisajes, en la primavera de 1918, iba dedicado al maestro y amigo desaparecido dos años antes:

A la venerada memoria de mi viejo maestro de música, que pasaba sus sarmentosas manos, que tanto habían pulsado pianos y escrito ritmos sobre el aire, por sus cabellos de plata crepuscular, con aire de galán enamorado y que sufría sus antiguas pasiones al conjuro de una sonata beethoveniana. ¡Era un santo!

Con toda la piedad de mi devoción.

EL AUTOR[35]