GRANADA
Dale limosna, mujer,
Que no hay en la vida nada
Como la pena de ser
Ciego en Granada.
F. A. DE ICAZA
Un poco de historia
En el verano de 1909, cuando la familia García Lorca abandonó Asquerosa para instalarse en Granada —Acera del Darro, número 66, hoy 46—, la famosa ciudad de la Alhambra, último baluarte del Islam en España hasta su rendición en 1492, era una pequeña capital de provincia de setenta y cinco mil habitantes.[1]
Unos pocos años antes, en 1901, Karl Baedeker había descrito la ciudad como una «ruina viviente», observando no sin sarcasmo que, si algunas de sus calles principales se habían adecentado algo «para complacencia del visitante extranjero», las demás estaban llenas de suciedad y escombros. «La aristocracia local prefiere gastar sus rentas en Madrid —apunta el alemán—. Un importante sector de la población vive de mendigar nada más. Todavía es cuestionable si se obtendrán los resultados que se esperan de la apertura de varias grandes fábricas de remolacha de azúcar y de la mejora de la industria minera de Sierra Nevada».[2]
A principios del siglo, en realidad, la influencia de la revolución azucarera de la Vega sobre la vida de la capital era ya muy visible. Granada daba la impresión de haberse despertado de un letargo secular. De repente los empresarios granadinos habían decidido, estimulados por los beneficios del azúcar, que ya era hora de «modernizar» y «europeizar» la ciudad. Expresión de la nueva actitud fue la construcción de la Gran Vía de Colón, ancha y rectilínea avenida que desentona cruelmente con la personalidad auténtica de la ciudad, íntima y recoleta. Para construirla hubo que echar abajo, entre otros monumentos históricos, el barrio morisco y renacentista de la Catedral, los conventos de Santa Paula y del Ángel Custodio, y hasta la casa del mismo arquitecto de la Catedral, Diego de Siloé.[3] No es sorprendente que a alguien se le ocurriera bautizar a la despiadada calle —que, según escribiría García Lorca, «tanto ha contribuido a deformar el carácter de los actuales granadinos»—[4] con el mote de «Gran Vía del Azúcar».
«Quien dice Granada dice Reconquista», se ha afirmado. Y es cierto que, en Granada, resulta imposible olvidar la fecha del 2 de enero de 1492, en que se izaron en la Torre de la Vela de la Alcazaba las banderas reales cristianas.
Cuando se rindió Granada, el reino nazarí se encontraba ya en manifiesta decadencia, después de un largo período en que la familia real y la nobleza —dividida ésta en linajes rivales— se habían ido enzarzando en interminables luchas intestinas, circunstancia que supo aprovechar el rey Fernando. Caídas ya Málaga, Baza y Almería, la situación de Granada se había hecho intolerable, y la caída de la ciudad —exhausta y empobrecida después de tantas contiendas civiles, y llena de refugiados de otras regiones recién conquistadas por los cristianos— era inevitable.
Hacia finales de 1491 los Reyes Católicos ya preparaban las condiciones de la rendición. Escribe Julio Caro Baroja:
Estas condiciones eran bastante favorables para los vencidos. Se hallaban concebidas dentro de un espíritu de transigencia, dictadas aún por la vieja idea medieval de que había que «convivir», amistosamente casi, con el moro, puesto que en la península coexistían estados cristianos y musulmanes y no se podía romper cierto equilibrio. Desde el punto de vista religioso y jurídico no se diferenciaban mucho de las fijadas a otras ciudades conquistadas antes de esta época final. Nadie pretendería, según ellas, alterar los usos y costumbres de los vencidos: sus jueces, doctores y ejecutores de la ley religiosa; sus alfaquíes y ulemas seguirían siendo los jefes de las comunidades musulmanas. Las propiedades también serían respetadas en gran parte. Pero así como las capitulaciones antiguas se cumplieron con fidelidad, estas últimas se quebrantaron pronto.[5]
Con la toma de Granada, la situación del país había cambiado radicalmente, como apunta Caro Baroja a continuación. Ya no quedaba en la península ningún enclave islámico por conquistar y no pudo haber represalias de otro Estado musulmán afincado en ella. Además, la población morisca granadina constituía, evidentemente, un peligro para los cristianos, por su proximidad a sus aliados de las costas de África. Sigue Caro Baroja:
Había que asegurar que no se repetirían ataques como los acaecidos siglos antes, iniciados desde allí y favorecidos por los moros andaluces, nunca muy propensos a actos de solidaridad, pero más afines en cualquier caso a los marroquíes y berberiscos que a los castellanos.[6]
Y así, poco a poco, empezaron a romperse las promesas de los Reyes Católicos y a iniciarse las persecuciones de los moros granadinos, reducidos ya a la categoría de una población casi esclava. ¿Cuántos había en el reino de Granada en 1492? Los historiadores discrepan en sus apreciaciones, pero parece ser que la cifra pudo elevarse a unas 300.000 almas distribuidas por todo el territorio. Muchas familias nobles, presintiendo lo que iba a ocurrir, se fueron a África después, y aun antes, de la salida de Boabdil, último rey granadino, para La Alpujarra, pero la gran mayoría de la gente humilde y corriente se quedó, pensando que las condiciones de la rendición se respetarían.[7]
Hacia 1499 empiezan las actuaciones en Granada de fray Francisco Jiménez de Cisneros, de siniestro recuerdo en la ciudad, y se inician las conversiones forzosas.[8] Cuando, en 1501, los moriscos granadinos se sublevan, es ya más fácil que los Reyes Católicos hagan la vista gorda y se olviden de los acuerdos firmados diez años antes. Y los bautismos en masa se hacen cada vez más frecuentes. Durante los sesenta años siguientes las vejaciones aumentan; se publican duras pragmáticas contra los vestidos, costumbres y lengua de los moriscos, pragmáticas cuya aplicación se aplaza mediante la masiva entrega de dinero a las arcas reales. La situación se hace cada vez más difícil y, en 1568, estalla definitivamente la sublevación. Si ésta fracasa en Granada, se prolonga dos años entre las fragosidades de La Alpujarra. Consecuencia de la sublevación es la primera expulsión en masa. En 1568 los moriscos del Albaicín son echados, así como los de otras partes del reino, y repartidos por Andalucía baja y Castilla, y, en 1570, se expulsa de La Alpujarra a todos los moriscos que han sobrevivido a la guerra y se les reparte por otros territorios. Finalmente, en 1610, bajo el reinado de Felipe III, se inicia la expulsión general de todos los moriscos de España, cruel episodio que se refleja en las páginas de Don Quijote dedicadas a Ricote. Se trataba, según ha dicho Caro Baroja, de la «voluntad clarísima de extirpar todo elemento de origen islámico de la sociedad española».[9]
Entre los musulmanes exiliados siempre perduraría la memoria de las promesas reales rotas y de la conversión forzosa a que los cristianos les habían sometido.
¿Y los judíos granadinos, que bajo la dominación musulmana formaban una nutrida minoría —acaso de 20.000 almas—, culta, rica y laboriosa? Su suerte fue aún peor que la de los moriscos pues, a pesar de las promesas hechas por los Reyes Católicos a la comunidad hebrea granadina en diciembre de 1491, y pese a que la campaña granadina había sido financiada en gran parte con dinero procedente de los sefardíes, el terrible edicto de expulsión de los judíos españoles, promulgado el 31 de marzo de 1492, no excluyó a los hebreos de Granada, que tuvieron que abandonar en masa —todos aquellos que no quisieron aceptar la conversión al cristianismo— su patria. En cuanto a aquellos «cristianos nuevos» que, secretamente, siguieron practicando los ritos hebreos —los criptojudíos—, la Inquisición, establecida en Granada en 1526, se encargaría de ir extirpándolos poco a poco.[10]
Entre los moros y judíos que se vieron forzados a abandonar Granada hubo quienes esperaban poder volver algún día a sus hogares. Todavía hay familias sefardíes en Tetuán, Orán o Salónica que guardan como un tesoro las llaves de la que fue su casa granadina. Pero no podría ser. Se había consumado la tragedia, y aquella Granada había muerto para siempre, dejando en su lugar un angustioso vacío. «Se dirá todo lo que se quiera en nombre de la unidad nacional, de los sagrados intereses de la fe —escribe José Mora Guarnido en su libro sobre Lorca—; se tratará de buscar justificación a aquel despojo, pero lo que no se pudo lograr nunca fue sustituir en la ciudad arrebatada a sus dueños el espíritu y la grandeza de los ausentes».[11] La caída de Granada supuso el fin de una etapa de casi ochocientos años. Y también una decadencia inevitable. «Lo que era reino pasó a ser provincia», escribe Mora Guarnido en otro momento de su obra, señalando que, en su opinión, si Córdoba y Sevilla adquirieron tras su toma —bastante anterior a la de Granada— una personalidad distinta pero válida, no fue así en la ciudad de la Alhambra, donde por doquier «se siente la ausencia de lo árabe».[12]
Símbolos preeminentes de la conquista de Granada por los cristianos serían la enorme catedral renacentista, construida justamente encima de la mezquita principal y cuya capilla real contiene los restos de Fernando e Isabel; el Palacio de Carlos V, nunca terminado, que se levantó en la Alhambra y cuya pesada y granítica fuerza contrasta notablemente con la sutileza de las construcciones árabes colindantes; y la Audiencia de la Plaza Nueva.
Si durante los años de la dominación musulmana los conflictos civiles habían sido constantes y violentos —recordemos Las guerras civiles de Granada, de Ginés Pérez de Hita, fuente de tantas obras posteriores sobre abencerrajes y zegríes—, se diría que, a partir de la toma de la ciudad, empezó en el alma de Granada otra guerra civil permanente, aún no concluida. Ha escrito José García Ladrón de Guevara:
Un clima de terror, de suspicacias, delaciones, traiciones, venganzas, represalias e insomnios atenazaba al granadino de entonces. En Granada persisten, evidentemente manifiesto, virulento y ostensible, aquel espíritu vigilante, aquellas angustiosas incertidumbres, aquellos convulsos retortijones que determinaron sus luchas intestinas, sus guerrillas, casi infantiles, pero con muertos de verdad, que dividieron y enfrentaron a los miembros de una misma familia…[13]
No sería ajena a todo ello la feroz represión llevada a cabo en Granada en 1936 por las fuerzas sublevadas contra la República, y que le costaría la vida a Federico García Lorca.
Por último, al repasar brevemente la suerte acaecida a la población granadina indígena a partir de 1492 no deberíamos olvidar a los gitanos. Los de Granada —o de Meligrana, como en caló se denomina la ciudad— llevaban desde el siglo XV viviendo en las cuevas del Sacromonte, al lado de la antigua carretera de Guadix. Allí supieron resistir todas las disposiciones represivas —y hubo muchas— dictadas a lo largo de los siglos con la intención de que esta raza perdiera su identidad, y cuyo prototipo fue la célebre pragmática de 1499, firmada por los Reyes Católicos en Medina del Campo; en ella, bajo amenaza de toda suerte de penas, incluida la de expulsión, se ordenaba que los «egipcianos» dejasen de vagar por España y se asentaran en sitios fijos.[14]
Es probable que el joven Lorca no leyese la amplia bibliografía existente sobre las peripecias de los moriscos, judíos y gitanos granadinos a partir de 1492, pero entre sus camaradas había algunos muy enterados en tales asuntos. Además, por lo tocante a los gitanos, Lorca había conocido en Fuente Vaqueros a varias familias de esta raza y, ya adolescente, subiría con frecuencia a las cuevas del Sacromonte donde, al margen de toda chabacanería y «color local» para consumo de turistas, sus amigos entre los gitanos le brindarían lo mejor de sus cantes y bailes. El Romancero gitano sería producto, en parte, del aprecio que el poeta sentía por los calés granadinos, venidos de lejos en el tiempo y en el espacio y dotados de rara aptitud musical.
Lorca se alinearía con aquellos que consideraban culturalmente desastrosa la caída de la Granada musulmana. Al serle solicitada en 1936 su opinión sobre tal acontecimiento histórico, no dudó en contestar:
Fue un momento malísimo, aunque digan lo contrario en las escuelas. Se perdieron una civilización admirable, una poesía, una astronomía, una arquitectura y una delicadeza únicas en el mundo, para dar paso a una ciudad pobre y acobardada, a una «tierra del chavico» donde se agita actualmente la peor burguesía de España.[15]
Eran palabras duras y definitivas. Cinco años antes, había hecho otra declaración importantísima acerca de la misma cuestión: «Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos. Del gitano, del negro, del judío…, del morisco, que todos llevamos dentro». Tal vez, al decir esto, no pensaba sólo en los negros que había conocido en Nueva York, sino también en los esclavos de color que no habían escaseado en la Granada musulmana.[16]
1492 fue fecha clave en la historia de Granada no sólo por ser la de la toma de la ciudad, sino porque aquel mismo año, como se sabe, los Reyes Católicos decidieron —después de algunos titubeos— apoyar la magna empresa de Cristóbal Colón, empeñado en llegar por mar a tierras de India. Las capitulaciones de Colón con Fernando e Isabel se firmaron el 17 de abril de 1492 en el campamento de Santa Fe, en la Vega; el 3 de agosto salían de Palos de la Frontera la Santa María, la Pinta y la Niña; y el 12 de octubre, el almirante y sus hombres pisaban el Nuevo Mundo. De todo ello se informaría tempranamente Federico García Lorca, pues Santa Fe («Cuna de la Hispanidad») —pueblo natural de sus abuelos maternos— dista sólo seis kilómetros de Fuente Vaqueros y por él pasaba la diligencia que unía La Fuente con la capital. Además, fue en otro pueblo cercano a Fuente Vaqueros, Pinos Puente, donde, según la tradición, un heraldo de Fernando e Isabel alcanzara a Colón, que ya se marchaba alicaído de Granada ante la inicial negativa de los monarcas.
Los García Lorca en Granada. Alhambra, Generalife
En 1909, cuando llegan los García Lorca a Granada, todavía no se habían empezado a extender las calles de ésta hacia la Vega, con la cual la ciudad aún se fundía suave, casi insensiblemente, sin estridencias, entre olorosas huertas, vergeles y hazas de regadío. Nada más lejos del lamentable espectáculo de hoy, cuando el llamado Camino de Ronda, con sus ingentes bloques de viviendas —se trata de una vía ancha y recta, interpuesta entre la ciudad y la Vega— ha destruido perspectivas únicas en el mundo, y convertido en caos de tráfico rodado y humos lo que fue paraíso.
Del filisteísmo y la avaricia de la burguesía granadina —ya hemos visto la referencia del poeta a la «tierra del chavico» en que se había trocado Granada después de la conquista—, Lorca se iría dando paulatinamente cuenta, y en sus cartas, declaraciones y obras hay numerosas referencias que demuestran la poquísima estima en que tenía a tal grupo social.
La casa alquilada por don Federico en la Acera del Darro, y que ocuparía la familia hasta 1916, era de aquellas que se llamaban entonces «casas solas», no un piso. Tenía varias plantas, un patio y un jardín al fondo del cual había una pequeña cuadra y corral. «Era un jardín umbrío —recuerda Francisco García Lorca—, con una parra que cubría un espacio finamente empedrado donde había un pequeño surtidor. En el centro del jardín se levantaba un espléndido magnolio. En la pared del fondo crecían geranios y, en los macizos, violetas azules y blancas y siemprevivas».[17]
Casa, en fin, digna de un rico propietario, y propicia a los sueños de un futuro poeta.
Francisco subraya el hecho de que, al trasladarse la familia a Granada —él tenía entonces seis años—, no hubo una tajante ruptura con el campo. Llegaban con frecuencia parientes y amigos de Fuente Vaqueros, que solían hospedarse en la casa; en las salas bajas y en la despensa se amontonaban las frutas traídas de las fincas de don Federico; en verano la familia siempre pasaba una temporada en Asquerosa; y, más importante aún, en casa nunca faltaban criadas de la Vega. Entre éstas la más querida de todas, Dolores Cuesta, antigua nodriza de Francisco en Fuente Vaqueros, había acompañado a la familia a Granada.[18]
Dolores era conocida en su pueblo natal, Láchar, por dos apodos: La Colorina y La Mae Santa. El segundo se refería a su extrema bondad, cualidad que por lo visto había heredado de su padre, pues a éste le denominaban los del pueblo como El Pae Santo.[19] De Dolores, que era analfabeta, habla Francisco García Lorca con profunda ternura, asegurándonos que algunas de sus pintorescas expresiones pasaron luego al teatro de su hermano, y que hay un «vago eco» suyo en todas las criadas que aparecen en la obra de Federico. «Tenía cierta tendencia hacia una moral natural —dice Francisco—, poco severa en las extralimitaciones de moral sexual, rasgo que también recoge Federico, aunque acentuado, en la Vieja Pagana de Yerma y, con más comedimiento, en la criada granadina de Doña Rosita la soltera».[20]
Siendo analfabeta, todo lo que sabía Dolores la Colorina lo sabía por vía oral o por experiencia propia. Era un vivo, palpitante archivo de sabiduría, gracia e intuición populares. En su conferencia «Las nanas infantiles», el poeta demostraría su gratitud para con las criadas que, como Dolores, infundían en el alma y sensibilidad de los niños ricos de la ciudad unas gotas de salvadora poesía:
El niño rico tiene la nana de la mujer pobre, que le da al mismo tiempo, en su cándida leche silvestre, la médula del país.
Estas nodrizas, juntamente con las criadas y otras sirvientas más humildes, están realizando hace mucho tiempo la importantísima labor de llevar el romance, la canción y el cuento a las casas de los aristócratas y los burgueses. Los niños ricos saben de Gerineldo, de don Bernardo, de Tamar, de los amantes de Teruel, gracias a estas admirables criadas y nodrizas que bajan de los montes o vienen a lo largo de nuestros ríos para darnos la primera lección de historia de España y poner en nuestra carne el sello áspero de la divisa ibérica: «Solo estás y solo vivirás».[21]
Francisco estima que, al preparar esta conferencia, Federico pensaba especialmente en Dolores.[22] Es probable. Además, Lorca aludiría explícitamente a ella en el transcurso de una cena celebrada en Barcelona en 1935 con motivo del estreno de Doña Rosita la soltera. En aquella ocasión, según un testigo, «exaltó nada menos que a las “criadas”, esas criadas de su infancia, Dolores la Colorina, Anilla la Juanera, que le enseñaron oralmente los romances, leyendas y canciones que despertaron su alma de poeta».[23]
También se mudó a Granada con la familia la tía Isabel García Rodríguez, todavía no casada. Le había dado a Federico sus primeras lecciones de guitarra, y el niño sentía por ella una devoción que crecería con los años. Cuando nació la segunda hija de Vicenta Lorca, Isabel —el 24 de octubre de 1910—, la madre enfermó, y tuvo que ser internada en la clínica del doctor Gálvez, en Málaga.[24] Entonces Dolores la Colorina y la tía Isabel se encargaron entre ellas del gobierno de la casa de don Federico. «Durante esta larga ausencia de mi madre —recuerda Francisco—, la autoridad materna la compartían mi tía Isabel y Dolores. No sé si estos latentes conflictos de jurisdicción se reflejan en Doña Rosita entre la criada de esta obra y la dueña de la casa, también tía de la protagonista».[25]
Aunque poseemos pocos datos acerca de los primeros años pasados por García Lorca en Granada, podemos tener la seguridad de que niño tan curioso y observador no tardaría en familiarizarse con la geografía e historia de la ciudad.
Si decir Granada es decir Reconquista, es, también, decir Alhambra y Generalife, símbolos de la belleza tan universalmente reconocidos que resulta casi imposible hablar de ellos sin caer en el tópico.
La Alhambra había sido «descubierta» a principios del siglo XIX por los románticos europeos, ávidamente en busca de lo exótico y de lo oriental. La maravillosa construcción nazarí no podía por menos de fascinar —tanto por sus condiciones arquitectónicas y pintorescas como por la densa red de leyendas en que se envuelve— a aquella sensibilidad tan proclive a bucear en el misterio, a evocar pasadas grandezas y a meditar sobre la fugacidad de la vida.
En 1826 Chateaubriand, que había visitado la Alhambra en 1807, publicó su novela Le Dernier Abencérage, con éxito arrollador. Tres años después, Victor Hugo incluyó en Les Orientales un poema, «Grenade», que, influido por la novela de Chateaubriand, estimuló sin duda a muchos lectores norteños a emprender un viaje por tierras andaluzas:
L’Alhambra! L’Alhambra! Palais que les Génies
Ont doré comme un rêve et rempli d’harmonies,
Forteresse aux créneaux festonnés et croulants,
Où l’on entend la nuit de magiques syllabes,
Quand la lune à travers les milles arceaux arabes,
Sème les murs de trèfles blancs![26]
Poco tiempo después se estableció en Granada el norteamericano Washington Irving, cuyas Leyendas de la Alhambra, editadas en 1832, tuvieron una acogida internacional extraordinaria y convirtieron el palacio árabe —en realidad, conjunto de fortaleza y varios palacios—, en uno de los monumentos más admirados de Europa. Es un libro que todavía se puede leer con placer.
La Alhambra estaba ya de moda. A Irving le siguieron numerosos escritores y visitantes aristocráticos, muchos de los cuales publicaron, al volver a casa, sus impresiones de Granada y sus encantos. Entre ellos podríamos señalar a Henry David Inglis, Théophile Gautier, George Borrow, Alejandro Dumas padre, el barón Charles Davillier, Thomas Roscoe, Prosper Mérimée y Richard Ford.
El 7 de junio de 1831, recién instalado en las habitaciones del gobernador de la Alhambra, puestas a su disposición por el amable general O’Lawlor, Ford le escribe una entusiasta carta a su amigo Henry Unwin Addington, embajador británico en Madrid. El conjunto árabe le encanta al inglés, pese al lamentable estado de abandono en que yace. «Ninguna idea preconcebida alcanza la exquisita belleza de la Alhambra», le asegura al diplomático.[27] Las brisas que descienden de Sierra Nevada son realmente deliciosas. Por una desmoronada escalera, Ford tiene acceso inmediato, desde su cocina, a la Sala de los Embajadores de los reyes de Granada. Aromatizan al viajero infinidad de jardines poblados de viñas, naranjos y granados. Le arrullan día y noche los ruiseñores, cuyo canto se acompaña del constante murmullo de arroyos y fuentes. El paraíso árabe no ha decepcionado al brioso y erudito Ford, quien, en su Hand-Book, publicado en Londres en 1845 por el famoso editor John Murray, incluirá una excelente descripción de Granada y sus monumentos.[28]
Granada también estimuló el entusiasmo de músicos extranjeros. Durante el invierno de 1845, el ruso Mijail Ivanovich Glinka pasó varios meses en la ciudad. Entabló amistad con el célebre guitarrista granadino Francisco Rodríguez Murciano, que le inició en el aprecio del «cante jondo» de los gitanos del Sacromonte. Aquella música, de claras resonancias orientales, y otras que escuchó Glinka en sus andanzas por España, influyeron de manera decisiva en el espíritu del compositor. Y así nacieron la Jota aragonesa (1845) y Noche de verano en Madrid (1849), piezas que despertaron en Rusia no sólo un gran interés por los cantos indígenas, sino un torrente de obras inspiradas en la música popular española, la mayoría de ellas, hay que decirlo, tan superficiales como brillantes.[29]
Fue Claude Debussy quien, sin duda, se aproximó más a la esencia de la música española, alejándose de los peligros del pastiche o de la mera reproducción del documento folklórico (peligros no salvados por un Rimsky-Korsakov, por ejemplo, en su deslumbrante Capriccio Espagnol).[30] Debussy sentía por Granada —que nunca conocería— gran predilección. En 1900, durante la Exposición Universal de París, había escuchado, fascinado, a un grupo de gitanos andaluces, tal vez granadinos, interpretar «cante jondo».[31] Fruto de aquel encuentro con la tradición musical andaluza fue, en primer lugar, la obra para dos pianos Lindaraja (1901), cuyo título encierra una evidente alusión a la Alhambra. Luego vino la obra para piano La Soirée dans Grenade, publicada en 1903. El año 1910 vio el estreno de Iberia, «imagen para orquesta», con referencias predominantemente andaluzas, y la publicación, en el primer libro de los Preludios, de La Sérénade interrompue, de tema netamente español. El segundo libro de los Preludios, publicado en 1913, contenía otra obra de inspiración granadina, La puerta del Vino, que debía su origen a una tarjeta postal de la Alhambra y se basaba, como La Soirée dans Grenade, en un ritmo de habanera.
Hablaremos después, con más detenimiento, de la influencia de la música «española» de Debussy en Falla y Lorca, pero anticipemos aquí el comentario del poeta a La Soirée dans Grenade, en cuya obra, según él, «están acusados … todos los temas emocionales de la noche granadina, la lejanía azul de la vega, la Sierra saludando al tembloroso Mediterráneo, las enormes púas de niebla clavadas en las lontananzas, el rubato admirable de la ciudad y los alucinantes juegos del agua subterránea».[32] Comentario, acaso, exagerado, pero indicativo del fervor que sentía por Debussy.
De los compositores españoles amantes de Granada, el más fiel, antes que Falla, fue el catalán Isaac Albéniz, que compuso veinte obras de piano de inspiración granadina. En 1897 escribió La Vega, pieza delicadísima que iba a iniciar una suite titulada Alhambra, nunca terminada, y en 1898 —año del suicidio del pensador granadino Ángel Ganivet y del nacimiento de Lorca, además del «desastre» de la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas—, visitó por última vez Granada, pasando el verano en una pensión de la calle Real de la Alhambra. Diez años después, en 1908, y a punto de morir, Albéniz le diría a Manuel de Falla en París: «Si yo pudiera volver a España, ¿sabe usted dónde viviría? Sólo en Granada sería mi sueño».[33]
Albéniz no pudo realizar aquel sueño. Pero en 1920, como veremos, Falla lo haría por él.
Granada ha sido también, inevitablemente, paraíso de pintores. Durante el siglo XIX se publicaron innumerables grabados de la Alhambra, alcanzando las obras de Gustave Doré, David Roberts y otros enorme difusión en Europa. De los pintores que afluían a Granada a finales del siglo, fue el catalán Santiago Rusiñol quien mejor captó los colores y luz de los jardines de la Colina Roja. «Rusiñol es el pintor de nuestros cipreses, el devoto de la melancolía de nuestra ciudad», escribió su amigo Ángel Ganivet.[34] Entre el pintor y el autor de Granada la bella y sus respectivos cenáculos —el del Cau Ferrat de Sitges y la granadina Cofradía del Avellano— se forjaron vínculos de amistad y respeto que hoy, con la perspectiva que da el tiempo, se nos aparecen como antecedentes de aquellos que, a partir de 1926, unirían al grupo de García Lorca con Salvador Dalí y los artistas y escritores que animaban la revista L’Amic de les Arts, de la misma localidad mediterránea.
Ríos, terremotos, agua
Granada, como Fuente Vaqueros, se sitúa en la confluencia de dos ríos cuya presencia no falta en la obra de García Lorca: el pequeño Darro, que tiene un recorrido de sólo dieciocho kilómetros, y el largo y señorial Genil —el Singulis de los romanos—, que lame la ciudad por el sur.
El Darro cruza por el corazón de Granada después de bajar hacia ella por las fértiles praderas ribereñas de Jesús del Valle y luego, entre las colinas de la Alhambra y del Albaicín, de Valparaíso. Y lo insólito del caso es que el río, desde el siglo XIX, ha sido condenado a pasar por Granada subterráneamente, bajo Plaza Nueva, la calle de Reyes Católicos, Puerta Real y, posteriormente, la Acera del Darro. «Yo conozco muchas ciudades atravesadas por ríos grandes y pequeños —se lamentaba Ángel Ganivet—, desde el Sena, el Támesis o el Spree hasta el humilde y sediento Manzanares; pero no he visto ríos cubiertos como nuestro aurífero Darro y afirmo que el que concibió la idea de embovedarlo la concibió de noche, en una noche funesta para nuestra ciudad».[35]
Pero ¿por qué cubrió Granada su río? Ganivet no es el único que ha visto en aquel acto una prueba más del reputado filisteísmo de la burguesía local. Sin embargo, hubo otra causa. Y es que el Darro, normalmente poco caudaloso, se torna fiero en tiempos de grandes tormentas. Varias veces en su historia, convertido en devastador tumulto, ha dado lugar a espectaculares destrozos. Las avenidas de 1478 (todavía no conquistada la ciudad por los cristianos) y de 1600 habían quedado grabadas en la memoria colectiva de los ciudadanos. Mientras que la de 1835, violentísima, provocó la composición de una ingeniosa copla que pronto se haría famosa, y que Gautier recoge en su Voyage en Espagne (1843):
El nombre árabe del río —Hadarro— había dado en castellano dos versiones distintas, Darro y Dauro. «Darro» llegaría a significar «alcantarilla» en Granada, pues el río era poco más que una cloaca y vertedero de basura, infestado de ratas. La derivación «Dauro», etimología popular, correspondía a la coincidencia de que el río es, literalmente, aurífero, aunque nunca se ha sacado mucho oro de sus aguas. El nombre Darro prevaleció, inevitablemente, sobre el otro, y cuando el conde de Montijo, capitán general de Granada, tomó la decisión de cubrir el río a principios del siglo XIX, sin duda esperaba con ello no sólo amaestrar la corriente e impedir nuevos desastres, sino también mejorar la salubridad de la ciudad.* Sea como sea, las obras se llevaron finalmente a cabo entre 1854 y 1884 y el río, que cruzaban numerosos puentes, desapareció de vista.[37]
*En el siglo XVII ya tenía fama de maloliente el «río de oro» granadino. A ello alude Góngora en uno de sus romances burlescos:
Dio pares luego, y no a Francia,
que estaba lejos de allí,
sino al Darro, al Dauro digo,
y aun huele mal en latín.[38]
Cuando la familia García Lorca se estableció en Granada en 1909, el Darro emergía otra vez al aire libre al final de la Carrera del Genil, a unos cien metros de la Puerta Real. Este último tramo era conocido como el Embovedado por cubrir el río allí una bóveda (hoy desaparecida) que, en medio de la ancha calle, hacía que sólo se pudiesen ver las cabezas de la gente que transitaba por la otra acera. Los vecinos de la Acera del Darro, entre ellos los García Lorca, podían contemplar entonces el río desde sus balcones, y pasar a la ribera izquierda de éste por los últimos puentes existentes, el de Castañeda y el de la Virgen. Aquella escena pintoresca fue tema de un bello cuadro de Darío de Regoyos, ejecutado en 1912. Pero no tardaría en desaparecer, pues, al terminarse la contienda de 1936-1939, se completó el cubrimiento de la corriente. Hoy el Darro es totalmente invisible —e inaudible— desde la plaza de Santa Ana hasta salir de su oscuro túnel al lado mismo del Genil, con cuyas aguas se funde casi furtivamente.
A pesar de su subterraneidad, el Darro les dio un buen susto a los granadinos otra vez el 13 de septiembre de 1951, cuando, después de lluvias torrenciales, el túnel se bloqueó de árboles descuajados, subió con fuerza irresistible el agua y el torrente rompió en Puerta Real el techo de su cárcel, inundando las vecinas casas y calles. Cabe deducir que el peligro que representa este río, normalmente tan pacífico, es algo que nunca olvidan los granadinos.
Hay otra amenaza mucho más grave para los ciudadanos, sin embargo, y es el hecho de encontrarse Granada y su provincia en la zona de mayor actividad sísmica de España. Durante el siglo XIX hubo varios terremotos importantes en distintas localidades de la provincia y, en abril de 1956, uno muy inquietante en la capital que causó varias muertes y numerosos destrozos. Por el número de seísmos registrados durante el verano de 1979, éste se recuerda en Granada como «el verano de los terremotos». Casi a diario, en realidad, se registran seísmos en la provincia, aunque éstos, habitualmente, son imperceptibles para los habitantes. Muchos granadinos tienen la convicción de que un día se abrirán las fauces de la tierra y tragarán la ciudad entera, Alhambra y Generalife incluidos. Parece ser que compartía esta opinión Washington Irving. Contemplando una fisura aparecida en la maciza Torre de Comares del palacio nazarí, comenta el escritor norteamericano que los terremotos «que de tiempo en tiempo han creado consternación en Granada… reducirán este decrépito edificio, tarde o temprano, a un simple montón de escombros».[39]
En su comentario sobre La Soirée dans Grenade de Debussy, Lorca habla, como hemos visto, de «los alucinantes juegos de agua subterránea» que caracterizan la colina de la Alhambra. A tales juegos se refiere también el poeta sevillano Manuel Machado al definir a Granada, escuetamente: «Agua oculta que llora».[40] Y es cierto que la Alhambra y el Generalife serían inconcebibles sin la abundancia de agua de que los surten Sierra Nevada y el Darro y que, habiendo animado jardines, patios y miradores, baja rumorosa, en infinitos canalillos invisibles, hacia la ciudad.
Pero el agua granadina no sólo es subterránea. Tiene otras muchas expresiones. Lorca diría que en Granada hay «dos ríos, ochenta campanarios, cuatro mil acequias, cincuenta fuentes, mil y un surtidores y cien mil habitantes»,[41] y ya, en 1843, Théophile Gautier había descrito la magia del bosque de la Alhambra en estos términos:
El ruido del agua que murmulla se mezcla con el ronco zumbido de cien mil cigarras o grillos cuya música no se silencia nunca y que te hace volver bruscamente, a pesar de la frescura del sitio, a las ideas meridionales y tórridas. El agua brota de todas partes, bajo los troncos de los árboles, a través de las rendijas de los viejos muros. Cuanto más calor hace, más son abundantes los manantiales, pues es la nieve lo que los alimenta. Esta mezcla de agua, de nieve y de fuego hace de Granada un clima sin comparación en el mundo, un verdadero paraíso terrenal.[42] *
*Le bruit de l’eau qui gazouille se mêle au bourdonnement enroué de cent mille cigales ou grillons dont la musique ne se taît jamais et vous rappelle fortement, malgré la fraîcheur du lieu, aux idées méridionales et torrides. L’eau jaillit de toutes parts, sous le tronc des arbres, à travers les fentes des vieux murs. Plus il fait chaud, plus les sources sont abondantes, car c’est la neige qui les alimente. Ce mélange d’eau, de neige et de feu fait de Grenade un climat sans pareil au monde, un véritable paradis terrestre.
La afición de los granadinos al agua, se ha llegado a sugerir, es legado directo de sus antepasados musulmanes que, procedentes de los desiertos de África, encontraron en este privilegiado lugar todos los elementos necesarios para crear un paraíso terrenal. Las múltiples modalidades del agua granadina se reflejan en un rico vocabulario, en gran parte de origen árabe: a los surtidores, fuentes y acequias mencionados por Lorca podemos añadir azarbes, azacayas, azudes, cauchiles, pilarillos, albercas, carcadillas, escalerillas de agua…[43]
Paradójicamente, el sistema de alcantarillado del agua de Granada, heredado de los árabes, era hasta hace poco tiempo notoriamente defectuoso, con el resultado de que el tifus llegó a ser casi endémico en la ciudad. Ante el peligro de beber aquella agua envenenada, los granadinos recurrían a los numerosos aguaduchos instalados en las plazas, o compraban a los vendedores ambulantes el agua pura de que éstos se proveían en las fuentes incontaminadas de la ciudad. Ángel Ganivet analiza en Granada la bella la sabiduría de los «catadores de agua» de su ciudad natal:
Un hijo legítimo de Granada no se contenta con llamar al primer aguador que pasa: le busca él, yendo a donde sepa lo que bebe. Hay aficionados al agua de Alfacar, a la de las fuentes de la Salud o de la Culebra, a la del Carmen de la Fuente y hasta a la de los pozos del barrio de San Lázaro; pero los grandes grupos, como quien dice los partidos de gobierno, son alhambristas y avellanistas. Las personas débiles, viejos prematuros y niñas cloróticas, así como los «enfermos de conveniencia», beben el agua fortaleciente del Avellano. Refuerzan temporalmente este grupo los que beben después de comer y temen los recrudecimientos que suele producir el agua de la Alhambra; los melindrosos, en cuanto llega a sus oídos la noticia, falsa casi siempre, de que en los aljibes de la Alhambra se ha encontrado el cadáver de algún ser humano, canino o felino, y, por último, los aficionados a llevar la contraria. Por donde se viene a afirmar indirectamente, como es cierto con entera certeza, que la mayoría es partidaria del agua fresca y clara de la Alhambra.[44]
Hay una excelente fotografía del joven Lorca, acompañado de su amigo el pintor Manuel Ángeles Ortiz, que demuestra que él también gustaba de tomar un buen vaso de agua alhambreña, aunque sabemos por su hermano que, en casa, la familia optaba por la del Avellano, de la cual se surtía el aljibe del hogar de los García.[45]
Cosas de Granada. Ganivet y Zorrilla
Granada, a diferencia de Sevilla y Córdoba, es una ciudad alta, siendo de unos setecientos metros la media de su elevación sobre el nivel del mar. A veces es fácil olvidar esto, dada la exuberante vegetación de la Vega, que hace pensar más bien en una llanura de tierras bajas. Pero lo que no se puede olvidar jamás en Granada es la presencia de Sierra Nevada, cuya inmensa mole domina la ciudad y la Vega. El escritor granadino José Fernández Castro ha definido mejor que nadie la sensación de «ilusión ascendente» que produce la contemplación del paisaje granadino, y que sin duda incide de forma contundente en el modo de ser de sus habitantes:
Desde las planicies de la vega hasta los altos picos de la Sierra se ofrece un laberinto de simas, cumbres y gargantas en inexplicable contraste de valles profundos, cerros verticalmente cortados, colinas suaves y ríos que se buscan con cierto empeño trágico. Todo ello se enlaza en maravillosa confusión, de la que surge la fuerza expresiva de sus contornos, que tienen la nota característica de que siempre, desde cualquier lugar, se divisa algún punto más alto. Desde la vega nos atrae la Alhambra. Si estamos en ésta creemos más alto San Miguel; desde aquí, el cerro del Sol, que corona al Generalife; desde ésta el Llano de la Perdiz, y si lo escalamos veremos una serie de montañas hasta llegar al Veleta. Luego el Muley Hacén. Y desde éste parece más alto el Veleta, de modo que la ilusión ascendente, ese continuo crescendo hacia las alturas, es una de las impresiones que más huella dejan.[46]
Varios escritores han discurrido sobre la tradicional apatía de los granadinos, sobre su poco interés por viajar, incluso por subir a la Alhambra o a la Sierra. Hugo había notado, con el gusto de los románticos por las ruinas, que las murallas de la Alhambra se estaban desmoronando, y Ford nos cuenta que se permitió que el palacio cayese en un completo abandono después de su ocupación por los franceses al mando de Sebastiani. «Pocos granadinos van allí alguna vez o comprenden el enorme interés, la recogida devoción, que suscita en el extranjero —observó—. La familiaridad ha nutrido en ellos el desdén con que los beduinos contemplan las ruinas de Palmira, insensibles a su actual belleza así como a sus pasadas poesía e historia».[47] Posiblemente sea la causa de tal actitud la extraordinaria belleza del paisaje granadino y el gozo que produce en quien la tiene delante de los ojos. Bajo los cambios de luz, la Sierra y sus estribaciones, la Vega y la ciudad, dan la impresión de estar constantemente en movimiento. La tentación de sentarse y, simplemente, mirar, es casi irresistible. Por ello, muchos artistas han huido de Granada, viendo en su belleza un mortal enemigo.
A Granada se la conoce a menudo como «la ciudad de los cármenes», y es cierto que en las características casas del Albaicín y de la colina de la Alhambra podemos cifrar su íntima personalidad. La palabra, de origen árabe, designa una casa con jardín, jardín rodeado de tapias altas que lo protegen de las miradas ajenas. Desde la calle no se ve nada. Dentro, todo son flores, árboles frutales, macetas y juego de luz, agua y sombra. Pero si esta arquitectura corresponde a la noción islámica del paraíso interior —reflejo del celestial— también, desde una torre o mirador del carmen, se obtienen vistas sobre el mundo exterior. García Lorca encontraría en el título de una obra de Pedro Soto de Rojas, poeta granadino barroco del siglo XVII, la mejor definición de Granada: Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos. Y declararía en 1924: «Me gusta Granada con delirio pero para vivir en otro plan, vivir en un carmen, y lo demás es tontería; vivir cerca de lo que uno ama y siente. Cal, mirto y surtidor».[48]
Lorca, que nunca dejará de meditar sobre la personalidad de Granada, llegará a identificar en lo que llama «la estética del diminutivo» —primor y apego a las cosas pequeñas— la esencia del arte granadino, consecuencia de la peculiar psicología atávica de las gentes del lugar, del «alma íntima y recatada de la ciudad, alma de interior y jardín pequeño».[49] Para el poeta, Granada, ciudad alta, aislada, sin salida al mar —a diferencia de Sevilla y Málaga, extravertidas y abiertas al mundo—, no tiene sed de viajes y aventura. La ciudad está «llena de iniciativas pero falta de acción»,[50] y prefiere contemplar el mundo, «con los gemelos al revés»,[51] desde la seguridad de su casa o de un mirador «de bellas y reducidas proporciones».[52] «El granadino está rodeado de la naturaleza más espléndida —observa Lorca, confirmando a Richard Ford—, pero no va a ella. Los paisajes son extraordinarios; pero el granadino prefiere mirarlos desde su ventana».[53] Es éste un puro contemplativo, en realidad, un «enamorado de la Sierra como forma sin que jamás se acerque a ella».[54] Granada viene a ser como «la narración de lo que ya pasó en Sevilla»,[55] y se percibe en ella «un vacío de cosa definitivamente acabada».[56] Dicho de otro modo, «la voz más pura de Granada» es una voz elegíaca que expresa «el choque de Oriente con Occidente en dos palacios, solos y llenos de fantasmas. El de Carlos V y la Alhambra».[57]
Por todo ello, según el poeta, Granada «se dobla sobre sí misma y usa del diminutivo para recoger su imaginación»,[58] entregándose sus artistas —hombres solitarios, reservados y de pocos amigos— a crear obras pequeñas, de proporciones reducidas. Símbolo del primor granadino, a juicio del poeta, es el arabesco de la Alhambra, «complicado y de pequeño ámbito», cuya tradición «pesa en todos los grandes artistas de aquella tierra».[59] Otros ejemplos de la misma tendencia, no mencionados por Lorca, son la taracea, la cerámica de Fajalauza y el bordado.
En Granada nunca han faltado las iniciativas artísticas corporativas, aunque éstas han resultado casi siempre, confirmando las tesis de Lorca, poco duraderas.
Una excepción fue el Liceo Artístico y Literario, fundado en 1833 y durante medio siglo, en opinión —tal vez algo exagerada— de Luis Seco de Lucena, cronista de la ciudad y propietario de El Defensor de Granada, «el foco de cultura más fecundo de España».[60]
Hacia 1850 surgió en estrecha relación con el Liceo el grupo de escritores y artistas conocido como «La Cuerda Granadina», el origen de cuyo nombre es el siguiente. Ocho o diez amigos habían ido una noche al teatro, y se encontraron con que el local estaba ya casi lleno. Escribiría un miembro de la Cuerda, Manuel del Palacio:
Era grande la concurrencia y estrecho el callejón de las butacas y, al penetrar por él, lo hicimos en fila y agarrados de la ropa como si temiéramos perdernos. Entonces, de uno de los palcos plateas ocupado por señoras, salió una voz que, dominando los rumores de la sala, exclamó: «Ahí va la Cuerda». Estas palabras corrieron de boca en boca y quedó bautizada nuestra agrupación.[61]
Lógicamente, a partir de la corazonada de aquella dama, los socios de la Cuerda se llamarían nudos.
Entre los nudos célebres —la mayoría de los miembros de la Cuerda nunca alcanzaron fama, y han pasado al más completo de los silencios— habría que señalar al cantante veneciano de ópera, Giorgio Ronconi, muy popular en toda España y que vivía en un fastuoso carmen cerca de la Alhambra; al novelista guadijeño Pedro Antonio de Alarcón, autor de El sombrero de tres picos, novela que luego inspiraría el ballet de Manuel de Falla y, tal vez, algunos aspectos de La zapatera prodigiosa de Lorca; y a Manuel Fernández y González, cuyas novelas históricas, entre ellas Los Monjes de la Alpujarra, El laurel de los siete siglos y El pastelero de Madrigal, consiguieron una notable difusión en todo el país.
Uno de los últimos actos organizados por un Liceo ya agonizante fue la coronación, en 1889, del poeta José Zorrilla, entre cuyas obras hay numerosas de inspiración granadina.
Zorrilla ya tenía para entonces sus setenta y dos años a cuestas, y la ocasión de su coronación, celebrada en el palacio de Carlos V, fue lucidísima. La estancia en Granada del «Poeta Nacional» dio lugar a muchas anécdotas. Según una de ellas, que todavía se cuenta en la ciudad, al volver Zorrilla a Madrid fue a empeñar su corona de oro, y descubrió entonces que se trataba de una barata imitación sin valor crematístico alguno. La anécdota, aun cuando no corresponda a la estricta verdad, viene a confirmar la opinión, tan difundida a lo largo y a lo ancho de España, de que Granada es, por antonomasia, «la tierra del chavico».
Después de la coronación de Zorrilla, el Liceo cayó en franca decadencia. El 15 de enero de 1908 —año anterior a la llegada de los García Lorca a la ciudad— se publicó en El Defensor de Granada una composición satírica, titulada «Ruinas del Liceo», que así lo indica. Empezaba así:
¡Qué solo está el Parnaso granadino!
Solo, y en calma inerte;
sombras entenebrecen su camino,
negras sombras de muerte.
En la brillante sala del Liceo
ni el arte ni la ciencia
tienen asiento ya; tan sólo veo
perezosa indolencia.
En los últimos años del siglo XIX, y al margen del Liceo, se había formado en torno a la figura de Ángel Ganivet el grupo de literatos conocidos como la Cofradía del Avellano, la mayoría de ellos gente de poca monta (¿quién se acuerda hoy de Nicolás María López o de Matías Méndez Vellido?). Fue esta cofradía una especie de tertulia deambulante, socrática, donde se hablaba de todo lo divino y lo humano, y que solía terminar su paseo a la vera de la famosa fuente del Avellano, situada cerca del Darro en el bellísimo y apacible lugar conocido, sin gran exageración, como Valparaíso.
El inquieto Ganivet, diplomático destinado primero a Amberes, luego a Helsingfors y Riga —en esta última ciudad se suicidaría en 1898, arrojándose, a los treinta y tres años, a las aguas del Duina—, publicó en 1896 su librito Granada la bella, ya mencionado, cuyos doce capítulos aparecieran primero, como serie de artículos, en El Defensor de Granada.
En esta obrita, cuyo título algo debe, sin duda, a la novela de Georges Rodenbach, Bruges la Morte (ciudad, ésta, que conocía y admiraba Ganivet), el autor expresa su preocupación ante los desmanes urbanísticos que se están cometiendo en Granada, ante «la epidemia del ensanche» y «el amor a la línea recta» que se han apoderado de los nuevos empresarios y que, a su juicio, están radicalmente en desacuerdo con el íntimo espíritu de la ciudad.
Hemos visto que Federico García Lorca compartía esta opinión de Ganivet. Además, es cierto que Granada la bella influyó poderosamente en el poeta, conformando otras reacciones suyas respecto a la ciudad. Ganivet, como luego Lorca, cifraba en lo pequeño, en lo recoleto, en lo recatado, en el primor, la personalidad de Granada. Rehuía, como lo haría Lorca, el fácil, empalagoso y trasnochado orientalismo literario. Y soñaba con una Granada que supiera armonizar lo mejor de sus costumbres y tradiciones con las exigencias de la vida contemporánea. «Mi Granada no es la de hoy —afirma en la primera página de su libro—, es la que pudiera y debiera ser, la que ignoro si algún día será».[62]
La generación de Lorca, voluntariosa y trabajadora, oiría el mensaje de Ganivet, y procuraría, con su esfuerzo y su ejemplo, que la Granada que «pudiera y debiera ser» se hiciera realidad. Lorca y sus amigos lucharían, en definitiva, por crear un «granadinismo universal», definición acuñada por el poeta.[63]
Francisco García Lorca ha declarado que, en su opinión, el único libro de Ganivet conocido por su hermano era Granada la bella.[64] Es probable, sin embargo, que Federico hubiera leído también la novela inacabada de Ganivet Los trabajos del infatigable creador Pío Cid o, por lo menos, parte de ésta, pues tiene varios puntos de contacto con su visión de Granada.
Mencionemos uno de ellos. En el capítulo IV de Los trabajos, Pío Cid —fiel trasunto del propio Ganivet y apasionado amante de Granada y su paisaje— sube al Picacho del Veleta, en Sierra Nevada, desde donde, en días claros, se vislumbran las montañas de África, además de obtenerse vistas insuperables de la Vega. Está despuntando el día:
No tardó el sol en coronar la cúspide del Picacho, surgiendo majestuosamente como una evocación, y esparciendo su cabellera rubia sobre las faldas nevadas de la Sierra. Pío Cid sintió nuevos deseos de encaramarse en la cima para contemplar el vasto y confuso panorama de la lejana ciudad, entregada aún al sueño, y la ancha vega granadina, cercada por fuerte anillo de montañas, recinto infranqueable como el huerto cerrado del cantar bíblico. Luego se sentó y se quedó largo tiempo absorto, con los ojos fijos en las costas africanas, tras de cuya apenas perceptible silueta creía adivinar todo el inmenso continente con sus infinitos pueblos y razas; soñó que pasaba volando sobre el mar, y reunía gran golpe de gente árabe, con la cual atravesaba el desierto, y después de larguísima y oscura odisea llegaba a un pueblo escondido, donde le acogían con inmenso júbilo. Este pueblo y noble espíritu atraía a sí a todos los demás pueblos africanos, y conseguía por fin libertar a África del yugo corruptor de Europa.
—¡África! —gritó de repente; y conforme el eco de su voz, alejándose hacia el Sur, desde las costas vecinas parecía repetir: «¡África!», se le iba pasando aquella especie de desvarío.
Muy entrado ya el día, dejó su empinado observatorio. El sol picaba de lo lindo, y la vega, que antes era un tranquilo Edén, ahora semejaba un lago de luz, en el que, como barcos en el mar, se columpiaban blancos pueblecillos, remontando ligeras columnas de humo.[65]
Nos parece difícil que Lorca —que, además, conocía aquel panorama—[66] no hubiera leído con fruición este pasaje de Los trabajos del infatigable creador Pío Cid. Y si el poeta nunca expresó un anhelo ganivetiano por la liberación política de África, sí era parecida a la de su antecesor su visión «marina» de la Vega de Granada. «El Otoño convierte a la vega en una bahía sumergida —le escribe a Melchor Fernández Almagro en 1921—. En el cubo de la Alhambra, ¿no has sentido ganas de embarcarte? ¿No has visto las barcas ideales que cabecean dormidas al pie de las torres? Hoy me doy cuenta, en medio de este crepúsculo gris y nácar, de que vivo en una Atlántida maravillosa».[67] *
*Sesenta años antes de la muerte de Ganivet, Théophile Gautier había subido a las crestas de Sierra Nevada y recibido una visión parecida: «La Vega de Granada y toda Andalucía se desplegaban bajo el aspecto de un mar azulado donde algunos puntos blancos, iluminados por el sol, figuraban velas» (traducimos de Voyage en Espagne, ed. cit., p. 252). Probablemente tanto Ganivet como Lorca conocían esta descripción del escritor francés.
La admiración de Lorca por Ganivet se haría explícita en el curso de unas declaraciones de 1935. Allí dice el poeta: «Granada es una ciudad encerrada, maravillosa, pero encerrada. Y debe ser así. Ángel Ganivet, el más ilustre granadino del siglo diecinueve, decía: “Cuando voy a Granada, me saluda el aire”».[68]
El suicidio de Ganivet, acaecido en diciembre de 1898, a los pocos meses del «Desastre» cubano, y, por ello, doblemente simbólico; su callada, estoica vida; la extraordinaria calidad de su prosa; su amor a una Granada soñada, futura; el prestigio de su obra literaria truncada: todo ello hizo que el autor de Los trabajos del infatigable creador Pío Cid fuera figura predilecta de la generación granadina que nació al amor del arte y de las letras a principios del siglo XX.
En enero de 1908, el mismo mes en que la composición satírica de El Defensor de Granada, de la cual hemos citado una estrofa, se lamentaba de la decadencia del Liceo, un grupo de jóvenes granadinos se reunió para procurar encontrar la manera de resucitar el Centro Artístico, asociación que había fenecido a finales del ochocientos después de pasar, como el Liceo, por momentos fecundos. Aquellos jóvenes deseaban crear un nuevo ateneo donde los artistas y literatos granadinos pudiesen juntarse y tener «un lazo de unión y de compañerismo para defender y favorecer, colectivamente, sus medios de lucha en este ambiente de indiferentismo y desamor a las artes».[69]
Dos meses después, el Centro Artístico entró en la segunda fase de su historia, abriendo las puertas de su primer local en una modesta casa sita en la calle del Ángel, número 7. A raíz de la velada inaugural del centro, celebrada el 23 de marzo de 1908, escribía en El Defensor de Granada el periodista Aureliano del Castillo, que luego sería admirador del joven Lorca: «Ni en Granada faltan hoy literatos, artistas, ni son éstos mejores ni peores que los de antaño; lo que sí cuenta hoy, más que ayer, es con una pléyade numerosa de jóvenes de verdad, por dentro y por fuera, que saben mirar muy alto y marchan esperanzados tras del Ideal».[70]
Tenía razón Aureliano del Castillo, pues se formaba entonces en Granada, de hecho, una pléyade extraordinariamente dotada para el arte. Pléyade de la cual Federico García Lorca iba a ser el representante más genial.