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INFANCIA VEGUERA

El Soto de Roma

De todas las vegas de España, la de Granada —fondo y trasfondo de la obra de Federico García Lorca— es, sin duda, la más bella, la más fértil y la que más elogios ha recibido de poetas, escritores y viajeros, desde los tiempos de la dominación musulmana, y acaso antes, hasta nuestros días.

Separada del Mediterráneo —que dista de ella sólo unos escasos cincuenta kilómetros a vuelo de pájaro— por la inmensa mole de Sierra Nevada, bordeada al norte y al oeste por una larga cadena de montañas y regada abundantemente por el río Genil y sus afluentes, la vega granadina, de unos mil kilómetros cuadrados, formó durante largos siglos un mundo propio y aparte. Un mundo donde la vida discurría apaciblemente por cauces tradicionales y el hombre vivía en estrecho contacto con la tierra.

Los árabes granadinos, expertos horticultores, crearon en la Vega un intrincado sistema de regadíos que, mejorando el dejado por los romanos, existe todavía en gran parte, y convirtieron en paraíso terrenal la extensa llanura.[1] Pero con la toma de la Granada nazarí —último reducto musulmán de la península— por los Reyes Católicos, Fernando e Isabel, en 1492, inició un prolongado proceso de decadencia. Los repobladores cristianos estaban acostumbrados a otras prácticas agrícolas más bastas, y se mostraban incapaces de adaptarse a las técnicas elaboradas y perfeccionadas durante siete siglos por los mahometanos. Aquel deterioro progresivo de la Vega culminó en 1610 con la expulsión de los moriscos, que se llevaron con ellos los últimos secretos de tan eficaces métodos de cultivo.

En el centro de la Vega, a dieciocho kilómetros de Granada, se extendía a ambos lados del Genil una espaciosa finca conocida como el Soto de Roma, que había pertenecido a los reyes moros. Existen discrepancias en cuanto al origen del nombre (que no tiene nada que ver con su homónimo italiano), aunque lo más probable parece ser que «Roma» proceda de una voz árabe que significa «cristiana».[2]

Esta etimología encuentra apoyo popular en el hecho de que, no lejos del Soto, en la ribera izquierda del Genil, hay un pueblecito llamado Romilla (o, a veces, Roma la chica) donde, según una tradición árabe, vivió la desafortunada Florinda, hija del conde don Julián, el traidor a quien se suele achacar el haber abierto las puertas de la península a la invasión musulmana de 711.[3] Entre Romilla y el Genil, además, se encuentran todavía las ruinas de una atalaya árabe denominada Torre de Roma —allí jugó García Lorca de niño—[4] que siempre fue considerada como mojón que marcaba el límite sur del Soto.[5] Como nota curiosa se puede añadir que los habitantes de Romilla se conocen como romerillos o romanos, explicándose así el origen geográfico, dentro del mundo veguero, del personaje Pepe el Romano de la obra de teatro de Lorca La casa de Bernarda Alba.

Si se acepta dicha etimología árabe de la palabra «Roma», pues, el nombre del latifundio viene a significar, pintorescamente, «El Soto de la Cristiana».

Fernando e Isabel distribuyeron entre sus caballeros las feraces tierras de la Vega de Granada. Pero tuvieron cuidado de reservar para la Corona las del Soto de Roma, a cuyo nombre se agregó a partir de entonces la designación de «Real Sitio».

Por aquellas fechas la dilatada finca formaba un bosque, resto, sin duda, de la vegetación original del área: encinares, alcornocales y quejigares y, por las riberas del Genil y del Cubillas, tarajales, choperas, alamedas, olmedas y saucedales.[6] Refiriéndose al Soto de Roma en la primera parte de su famoso libro Guerras civiles de Granada, publicada en 1595, Ginés Pérez de Hita, que conocía personalmente el terreno, apunta que éste es de «mucha espesura de árboles», añadiendo que «hoy día quien no tiene muy andadas las veredas se pierde en él» y que «hay dentro infinidad de caza volátil y terrestre».[7]

Cuatrocientos años después de escritas estas palabras, es todavía cosa fácil perderse entre las densas choperas del Soto de Roma.

El latifundio quedaría durante unos trescientos años en manos de la Corona, siendo apenas explotado agrícolamente. En su límite oeste, lamido por el río Cubillas, y posiblemente sobre los restos de una alquería árabe, se levantó, en fecha no determinada, un palacete, con jardines y árboles exóticos, conocido como la Casa Real. Allí paraban los monarcas del momento y su séquito en las raras ocasiones en que visitaban el Soto para cazar. La Casa Real cayó en abandono, y sería restaurada varias veces durante los siglos XVII, XVIII y XIX.[8]

En 1765, Carlos III regaló la finca a quien había sido su ministro de Estado, Ricardo Wall, hijo de exiliados irlandeses, caballero de Santiago y, durante un período, embajador español en Londres.[9] En el pequeño pueblo de Fuente Vaqueros, no lejos de la Casa Real, Wall empezó la construcción de la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Anunciación, pero murió en 1777, a los 83 años, antes de ver terminada la obra. Fue enterrado en el cementerio del lugar, abierto al lado de la iglesia y hoy desaparecido.[10]

A la muerte de Wall, el Soto volvió a la Corona, siendo regalado luego a Manuel Godoy, el Príncipe de la Paz, ministro de Carlos IV entre 1792 y 1797 y amante de María Luisa, esposa del rey.[11] Parece ser que jamás visitó la finca, aunque en 1806 hizo que se plantara un magnífico olivar al lado del camino de Pinos Puente[12] y se recuerda su nombre en el de uno de los pueblos del Soto, La Paz. Cuando cayó Godoy después de la derrota de Trafalgar, el latifundio volvió otra vez a la Corona.

Cuatro años más tarde el destino del Soto de Roma cambió brusca e inesperadamente de rumbo. En 1812 el primer duque de Wellington, sir Arthur Wellesley, vencedor en Salamanca de las tropas de Napoleón Bonaparte, se convirtió en ídolo de los españoles. Ya lo era de sus compatriotas. En señal de gratitud por haber contribuido decisivamente a liberar a España de las garras francesas, las Cortes de Cádiz le confirieron el título de duque de Ciudad Rodrigo y, por decreto del 22 de julio de 1813, le donaron en perpetuidad —ni en España ni en Gran Bretaña es concebible un duque sin tierras— el Soto de Roma, además de otra extensa finca, situada en los secanos que bordean la Vega, cerca de Illora, llamada Molino del Rey.[13] El regalo fue respetado por Fernando VII el Deseado, al ocupar el trono en 1814, y durante más de cien años el Soto pertenecería a los Wellesley.

Según una tradición de la familia —que todavía es dueña de la finca de Molino del Rey—, las Cortes de Cádiz le ofrecieron a sir Arthur, primero, la Alhambra de Granada, siendo rechazada la propuesta por el duque de Hierro. Pero parece ser que tal tradición no descansa sobre ninguna realidad histórica.[14]

Al pasar el Soto de Roma a manos de Wellington, el latifundio —de unas 2.500 o 3.000 hectáreas, cuyos límites exactos habían sido materia contenciosa desde tiempos de los Reyes Católicos— comprendía varios pequeños pueblos, 25 cortijos y 727 habitantes. De éstos, 98 vivían en Fuente Vaqueros.[15] En lo que hoy es plaza del pueblo, y entonces fue descampado, se había levantado, antes ya de la llegada de los ingleses, la llamada Casa Grande, centro de la administración del Real Sitio, y, enfrente de él, el almacén de la propiedad.[16] Ambos edificios han desaparecido: el primero, hace poco tiempo, para dar paso a una Caja de Ahorros, y el segundo a consecuencia de un devastador incendio ocurrido durante la década de los años veinte.

Sir Arthur Wellesley jamás se dignó visitar sus fincas granadinas, y durante el siglo XIX rigieron —teóricamente— los destinos del Soto de Roma una serie de apoderados, generalmente ingleses, nombrados por él y sus sucesores. Estos apoderados, casi siempre ausentes, nombraban a su vez a administradores locales que tampoco solían distinguirse por la asiduidad de su presencia en Fuente Vaqueros, o por la honradez de su gestión. Era una situación de franco abandono, y de despilfarro y corrupción constantes.

Excepción a la regla, sin embargo, parece haber sido el primer administrador, un tal general O’Lawlor, español, aunque, como Ricardo Wall, de origen irlandés. O’Lawlor había sido edecán de Wellington durante la campaña peninsular, era leal servidor del duque, y simultaneaba su puesto como agente suyo con el de capitán general de Granada. En 1831 el viajero inglés Richard Ford, autor de la mejor guía de España jamás publicada, pasó una temporada en Fuente Vaqueros con O’Lawlor, dejando para la posteridad algunos delicados dibujos a lápiz de la Casa Real.[17]

En el mencionado libro, editado en 1845, Ford incluía varias páginas bien documentadas sobre el Soto de Roma. Y, al comentar la beneficiosa labor de Wall y luego de O’Lawlor, observaba: «Dos veces, pues, el Soto debe su restauración al cuidado de irlandeses».[18]

Los colonos del duque de Wellington explotaban las tierras del Soto de Roma con arreglo al sistema jurídico conocido como enfiteusis, cesión perpetua o a largo plazo efectuada mediante el pago anual de un modestísimo canon en especie (siempre computado, en el Soto, en celemines de trigo), proporcional a la extensión y condiciones de los terrenos cedidos. No se trataba, estrictamente, de arrendamiento, pues los colonos podían vender o dividir sus parcelas libremente con tal de satisfacer a los administradores del duque el laudemio correspondiente. Las casas del Soto, a diferencia de los terrenos, sí podían pertenecer en propiedad a los colonos.[19]

Hasta finales del siglo XIX, cuando se llevaron a cabo una serie de obras de encauzamiento, las inundaciones eran habituales en el Soto. Cada otoño, al empezar las lluvias, el Genil y el Cubillas —que confluyen no lejos de Fuente Vaqueros— se desbordaban, así como la intrincada red de acequias del latifundio, heredada de los árabes, rompiéndose los frágiles puentes de madera y cortándose durante meses tanto las comunicaciones entre el Soto y el mundo exterior como el acceso de los colonos a sus terrenos. Uno de los pueblos más afectados por las inundaciones, Martinete, tuvo que ser finalmente abandonado.

El Genil corría antiguamente al norte de Fuente Vaqueros, juntándose con el Cubillas en el sitio conocido como Los Vados.[20] Pero en 1827, de resultas de fuertes lluvias, el río se salió de madre al norte del pueblo de Santa Fe, entrando por el sur de Fuente Vaqueros. «Destrozó todas las tierras de su tránsito —apunta Pascual Madoz en 1847— y, mudando de álveo, vino a desaguar al O del cortijo de Daimuz, cuyo curso sigue en el día».[21]

Madoz comenta que el clima de Fuente Vaqueros «no es muy sano por lo húmedo del terreno, padeciéndose más comúnmente fiebres intermitentes», a pesar de lo cual el lugar es «alegre y pintoresco, pues aunque sólo se descubre por la parte del S el pueblo de Chauchina, le rodea por los otros puntos un espeso arbolado de álamos blancos y peralejos».[22]

Fuente Vaqueros tenía entonces, según la misma autoridad, doscientas treinta y dos casas, una cárcel «poco segura» y una escuela de primera enseñanza, dotada con seis reales diarios, a la que acudían de cuarenta a cincuenta niños. «Hace unos ciento cincuenta años —añade Madoz— que este pueblo no era más que un bosque de arbolado con una casa y una fuente, llamadas de los Baqueros, la primera para encerrar el ganado vacuno, y la segunda para abrevadero del mismo, de la cual tomó nombre la actual población».[23]

Horacio Hammick, amigo y luego apoderado del segundo duque de Wellington, intentó visitar el Soto en el otoño de 1854, pero no pudo hacerlo por estar intransitables los caminos e invadeables los ríos.[24] En el otoño de 1858 tuvo mejor suerte y, después de numerosas dificultades, consiguió llegar hasta Fuente Vaqueros. Allí le llamó la atención el lamentable estado de abandono en que yacía el Soto, y la desesperada condición de muchos habitantes del pueblo. «Al cruzar el puente —escribe— nos abordó una muchedumbre de pobres, más de veinte o cuarenta de ellos, vestidos de poco menos que harapos, que se quejaron de no tener pan. Sus terrenos estaban inundados, no se podía trabajar en absoluto, y mucha gente se moría de fiebre. Nos pidieron encarecidamente que le informásemos al dueño, el duque de Ciudad Rodrigo, acerca de su deplorable situación».[25]

Pero si, durante el otoño y el invierno, las inundaciones acarreaban el hambre y la miseria al Soto de Roma, también era verdad que las tierras del latifundio —tierras muelles y fertilísimas— debían su riqueza a las capas de limo abundantemente depositadas sobre ellas durante siglos por el Genil y el Cubillas. Las tierras de Fuente Vaqueros, por estar situadas cerca y, a partir de 1827, entre ambos ríos, eran las que más se beneficiaban de esta circunstancia, recibiendo los habitantes del pueblo, en consecuencia, el mote de «los limosos».[26]

En 1813, como hemos visto, el Soto tenía sólo unos 700 habitantes. En 1868 los colonos suman 800. «Si calculamos que cada colono tiene una mujer y tres niños —comenta Hammick— tenemos ahora en las fincas del duque una población de unas 3.000 almas».[27] En 1840, según otra autoridad, Fuente Vaqueros tenía 400 habitantes y, en 1860, aproximadamente 1.300; luego, en 1887, unos 1.700 y, en 1900, unos 2.000.[28]

Esta rápida expansión demográfica de mediados de siglo se debía en parte a las innovaciones agrícolas de los ingleses, que, aunque no espectaculares, sí superaban en eficacia a los métodos tradicionales. Otro estímulo fue una fuerte demanda comercial por el cultivo de lino y cáñamo, demanda que luego decayó.[29] Y, si creemos a Hammick, el sistema de enfiteusis también contribuyó al crecimiento de la población, al permitir a los colonos la prolífica división y subdivisión de sus terrenos.[30]

Hacia 1880, otro factor mucho más decisivo vino a favorecer poderosamente el desarrollo y enriquecimiento, no sólo del Soto de Roma sino de gran parte de la Vega de Granada: el descubrimiento de que la remolacha de azúcar se podía criar con gran facilidad en aquellos suelos.[31]

La revolución azucarera —luego estimulada por la pérdida de Cuba en 1898, que acabó con la importación de azúcar de caña barato— cambió en poco tiempo la faz de la Vega y la economía de la región. Fue un auténtico boom que hizo la rápida fortuna de muchos terratenientes y colonos, y atrajo a numerosos inmigrantes a los pueblos vegueros. Otro cultivo recién estrenado que propició asimismo tal desarrollo fue el del tabaco.

Entre los nuevos ricos de Fuente Vaqueros, a quienes la providencia les había brindado el acceso al bienestar, figuraba Federico García Rodríguez, padre de nuestro poeta. Y cuando Federico García Lorca nació en Fuente Vaqueros, en 1898, el pueblo estaba ya en plena expansión económica, y corría por el aire del Soto de Roma un optimismo jamás conocido por aquellos pagos.

José Mora Guarnido, granadino contemporáneo de García Lorca y amigo suyo, ha descrito en un importante libro sobre el poeta la transformación sufrida por la Vega a raíz de la nueva y lucrativa industria azucarera:

Para dar acceso a los nuevos cultivos, hubo que arrasar las huertas de frutales —de mucho menor rendimiento, anota la sabia estadística—; se talaron los bosquecillos de manzanos, naranjos, limoneros, perales, cerezos, durazneros, almendros, acerolos, almeses… Los almendros —¡ay los almendros!, habría lamentado el rey poeta de Sevilla, Motámid— que hasta entonces tuvieron la misión de anunciar a la primavera poniéndose de acuerdo para vestir en el mismo día su túnica de florecillas rosadas, se vieron desterrados a las laderas de los montes circundantes, en donde siguen fieles a su cometido de heraldos de la bella estación. Hasta las hortalizas padecieron fuerte persecución, obligadas a refugiarse, por necesidad, en los ejidos de los pueblos. Y no es necesario hablar de los jardines; toda la Vega, más que campo de labranza y riqueza, era jardín de contemplación y recreo, donde hasta las lechugas —cenicientas del agro— se cultivaban entre cercos de lirios y violetas.[32]

Pero, a pesar de tanto ultraje y de los malolientes residuos de las zafras otoñales, la Vega no perdió entonces toda su belleza, y tampoco la perdería después, ni con la llegada del automóvil, ni con la construcción, hace unos años y no lejos de Fuente Vaqueros, de un aeropuerto. La Vega sigue siendo uno de los parajes más bellos e insólitos de España.

La familia del poeta

El bisabuelo paterno de Federico García Lorca, Antonio García Vargas, era natural y vecino de Fuente Vaqueros, hijo de Manuel García y Antonia de Vargas que, probablemente, procedían de Santa Fe.[33] En 1831 se había casado el bisabuelo Antonio, en la iglesia parroquial de La Fuente —así se suele denominar familiarmente el pueblo—, con Josefa Paula Rodríguez Cantos, también natural y vecina del lugar, hija de Lucas Rodríguez y Ana María Cantos.[34]

A diferencia de la gran mayoría de los habitantes del Soto de Roma, Antonio García Vargas sabía leer y escribir. Durante muchos años ejerció de secretario del Ayuntamiento de Fuente Vaqueros, cargo que casi se convertiría en dinástico al pasar luego a su hijo mayor y después a otros miembros de la familia.[35] Su esposa era célebre por su belleza, y sería recordada años después por sus descendientes como «la abuela rubia», alusión a su pelo.[36] Según tradición de la familia del poeta, Josefa Paula era de raza gitana,[37] circunstancia no confirmada documentalmente. Más probable, tal vez, es que la tatarabuela Antonia de Vargas lo fuera, puesto que el apellido Vargas es frecuente entre ellos. Es difícil imaginar, de todas maneras, que la sospecha de tener sangre calé en las venas, aunque diluida, no influyera en la imaginación del futuro autor del Romancero gitano. Sea como fuera, Federico no pudo conocer a «la abuela rubia», pues ésta murió en 1892, a los ochenta y seis años.[38]

Los García tenían una inusual aptitud musical, que heredaría el poeta. El bisabuelo Antonio cantaba y era buen guitarrista, y enseñó a tocar el instrumento a sus hijos. «Por lo visto se divertía en hacer florituras e ilustraciones con la guitarra —refiere Francisco García Lorca, hermano del poeta, en su libro Federico y su mundo— dificultando el canto de los nietos, y se ha perpetuado en la memoria de mis tías la frase malhumorada de mi padre niño, que decía al abuelo: “Toca llano y no puntees…”».[39]

Un hermano de Antonio García, Juan de Dios, algo excéntrico, tocaba el violín y, como aquél, tenía un oído musical finísimo.[40]

Antonio García Vargas y Josefa Rodríguez Cantos trajeron al mundo cuatro hijos de indudable personalidad: Enrique, Federico, Narciso y Baldomero.

Enrique García Rodríguez (1834-1892), abuelo del poeta, nació, por razones que desconocemos, en el pueblo de Ventas de Huelma, a unos dieciséis kilómetros al sur de Fuente Vaqueros.[41] Heredó de su padre el cargo de secretario de La Fuente. Fue el único de los cuatro hermanos en fundar un hogar y, a diferencia de los otros tres, tenía fama de ser hombre prudente. Ninguno de ellos cursó estudios, pero su padre les transmitió, además de una auténtica afición por la música, el gusto por la lectura.[42]

El abuelo Enrique era, a la vez, liberal en política y ferviente católico, siendo presidente de la Cofradía de las Ánimas de Fuente Vaqueros, culto muy popular en toda Andalucía y tal vez, como apunta Francisco García Lorca, «el más arraigado en las entrañas del pueblo».[43]

Pero si al abuelo Enrique se le tenía en Fuente Vaqueros por «hombre de consejo», no se podía decir lo mismo —ya lo hemos insinuado— de sus hermanos.

Federico, el mayor de los cuatro, era «el más apuesto y caballeresco» de ellos.[44] Llegó a ser bandurrista profesional, asentándose en Málaga. Se dice que, siendo soldado en Granada, tocó ante la reina Isabel II. Y se sabe a ciencia cierta que dio conciertos en el famoso Café de Chinitas malagueño,[45] local evocado en una canción que García Lorca aprendió de niño de su tío Francisco García Rodríguez y que, años después, armonizó, haciéndola luego célebre en todo el mundo La Argentinita:

En el Café de Chinitas

dijo Paquiro a su hermano:

soy más valiente que tú

más torero y más gitano.

En el Café de Chinitas

dijo Paquiro a Frascuelo:

soy más valiente que tú,

más valiente y más torero.

Sacó Paquiro el reló

y dijo de esta manera:

este toro ha de morir

antes de las cuatro y media.

Al dar las cuatro en la torre

se salieron del Café,

y era Paquiro en la calle

un torero de cartel.[46]

El tío abuelo Federico volvió brevemente a Fuente Vaqueros en 1873, al proclamarse la Primera República. Estima Francisco García Lorca que la presencia de tan entrañable pariente en Málaga, «tan opuesta en su carácter a la melancólica Granada», pudo determinar en la familia del poeta un decidido afecto hacia la ciudad mediterránea, donde pasarían vacaciones y harían duraderas amistades.[47] El abuelo Enrique sentía hacia su hermano el bandurrista del Café de Chinitas un extraordinario cariño, por lo cual le puso Federico por nombre a su primogénito, padre del poeta, que a su vez bautizó con el mismo a su hijo mayor.[48] García Lorca se congratularía, cabe pensar, del nexo onomástico que le vinculaba a aquel personaje músico y bohemio.

Se ha repetido que el tío abuelo Federico murió en París, y que el padre del poeta visitó su tumba en el famoso cementerio de Père Lachaise, en 1900, durante una visita hecha a la capital francesa para asistir a la Exposición Universal.[49] Pero este dato, que acaso difundía el propio Lorca, no parece cierto. Sólo sabemos que el tío abuelo estaba ya muerto en 1892.[50]

De Narciso tenemos pocos datos. Era maestro, con talento para el dibujo, y se cuenta que iba de pueblo en pueblo enseñando a leer a la gente de la Vega.[51]

Baldomero, sin lugar a dudas, era el más excéntrico y bohemio de los cuatro hermanos y, en cierto modo, la oveja negra de la familia de quien los padres del poeta preferían no hablar.[52] Le gustaba empinar el codo y era cojo. Tenía un defecto congénito en los pies y necesitaba llevar un calzado ortopédico. Un día alguien le robó los zapatos. «La única maldición que le echo es que le vengan bien», exclamó.[53] Maestro de escuela ocasional, secretario, en 1892, del Ayuntamiento de Belicena (pueblo vecino a Santa Fe),[54] Baldomero tocaba varios instrumentos con maestría, entre ellos la guitarra y la bandurria, y, en palabras de la madre de Federico García Lorca, «cantaba como un serafín».[55] Entre su repertorio de cantes figuraban como especialidad suya las jaberas, variedad de flamenco. Una prima de Federico, Clotilde García Picossi, recordaba que le oyó decir una vez a un cantaor de Cádiz: «El mejor cantante de jaberas en toda Andalucía que yo he conocido es un tal Baldomero García, de Fuente Vaqueros».[56]

El personaje tenía mucho de juglar, y en la Vega eran famosas las coplas, muchas veces picantes o sarcásticas, que improvisaba con extraordinaria facilidad para lanzarlas en bodas, ferias y reuniones. Una de las que se recuerdan en la familia de Lorca refleja la reacción de un Baldomero ya algo mayor al ser abandonado por una novia suya en favor de un mozo mejor parecido que él:

Tengo una novia pura

que Purita se llama,

no porque fueran puras

ni sus acciones ni sus palabras.[57]

La prima Clotilde recordaba también un incidente ocurrido en Fuente Vaqueros al casarse un tal Juanico Ortiz, «feo y chiquirritajo», con una coja a quien llamaban Rosario la Capilla. Era costumbre en La Fuente que, a los que daban las serenatas, el novio, saliendo al balcón, les echara una botella de vino o de aguardiente. Pero en este caso, al salir Juanico Ortiz, Baldomero le espetó de improviso:

Amigo Juanico Ortiz:

una almendra de tu boda

y una copa de aguardiente

—bichucho recién casado—

es lo que quiere la gente.

«Pero el Juanico Ortiz no sacó el aguardiente —sigue Clotilde—, sino que salió con una escopeta soltando perdigones, que por poco los deja tuertos».[58]

Otra célebre copla del tío abuelo Baldomero iba dirigida contra un antipático guarda del duque de Wellington, y decía:

Amigo Manuel Rosón:

guarda de los más peores;

por eso te tiene Dios

bardaíto de dolores.[59]

Pero Baldomero no fue sólo juglar. En 1892 publicó en Granada, en la imprenta del periódico La Lealtad, un tomito titulado Siemprevivas. Pequeña colección de poesías religiosas y morales que, según indicación de la portada, se vendía a «dos reales».[60]

El tono del libro está reflejado en su «Introducción», dedicada «Al Todopoderoso»:

Señor, conmigo estás, si no estuvieras

mi humilde pluma en vano tomaría;

si luz a mi cerebro no me dieras,

la noche en mi cerebro reinaría;

si en buen camino tú no me pusieras,

nada bueno de mí nunca saldría;

y pues yo sin tu ayuda nada soy,

con tu ayuda, Señor, a escribir voy.

Y lo que Baldomero escribe es un canto a la bondad de Dios. En versos ingenuos y sentidos, el poeta elogia el maravilloso mundo hecho por el Todopoderoso y se lamenta de la ceguera del hombre, que se obstina en no conocer a su Creador. ¿Cómo puede ignorar la existencia de Dios, si a cada instante la Naturaleza la proclama? Baldomero se dirige «A la Primavera»:

¡Oh risueña primavera!

Tú eres aquí en nuestro suelo

de los encantos del cielo

la gallarda mensajera.

Tú nos dices por doquiera:

«contemplad a Dios en mí;

yo a mostraros vengo aquí

que las riquezas que llevo

a Dios todas se las debo

pues de Dios las recibí».

Primavera, yo te creo;

yo en tu juguetona brisa

miro de Dios la sonrisa

y en mirarla me recreo.

Yo la mano de Dios veo

en tus galas y belleza;

y ante el poder y grandeza

del Creador Soberano,

rechazo del mundo vano

los placeres y riqueza.

No sabemos si Siemprevivas tuvo algún éxito en Granada, pero es difícil imaginarlo, a pesar de que, por aquellas fechas, la poesía religiosa gozaba de aceptación en las familias burguesas. El tomito había sido impreso a expensas de su autor, expensas que, a la hora de arreglar las cuentas, éste no pudo satisfacer. Según tradición de Fuente Vaqueros, Baldomero, viéndose en tal apuro, convenció a un sobrino suyo para que dirigiese una carta a la imprenta en la cual explicaba que su tío había tenido la desgracia de fallecer poco antes, recibiendo el sobrino a continuación el pésame de la empresa. Preguntado después por qué no publicaba más poemas, Baldomero solía responder que «rezaba por muerto».[61]

Hemos hablado hasta aquí de los hombres de la familia. También había entre los García mujeres de marcada personalidad, empezando por Isabel, la mujer del abuelo Enrique García.[62] Isabel Rodríguez Mazuecos (1834-1898) era liberal en política, como su marido, pero a diferencia de éste, algo anticlerical. Tenía un gran don de gentes y era adorada por su familia, hasta tal punto que, entre su descendencia y parientes, fue frecuentísimo el nombre de Isabel, lo cual dio origen a no pocos problemas de identificación.[63]

Isabel era hija de labradores acomodados de Fuente Vaqueros que vivían con una holgura superior a la de la mayoría de los vecinos del pueblo.[64] Su padre, Francisco de Paula Rodríguez, había luchado contra los carlistas y estuvo siete años encarcelado, prisionero del bando enemigo.[65] Federico García Lorca tenía noticias de este bisabuelo, que a sus ojos de niño revestía caracteres de héroe. En el «Prólogo» a la suite «En el jardín de las toronjas de luna», probablemente redactada en julio de 1923, el poeta describe sus preparativos para emprender un «corto pero dramático viaje»: viaje en busca de sí mismo y de su infancia perdida. Y escribe:

Yo, tranquilo pero melancólico, hago los últimos preparativos, embargado por sutilísimas emociones de alas y círculos concéntricos. Sobre la blanca pared del cuarto, yerta y rígida como una serpiente de museo, cuelga la espada gloriosa que llevó mi abuelo en la guerra contra el rey don Carlos de Borbón.

Piadosamente descuelgo esa espada, vestida de herrumbre amarillenta como un álamo blanco, y me la ciño recordando que tengo que sostener una gran lucha invisible antes de entrar en el jardín, lucha extática y violentísima con mi enemigo secular, el gigantesco dragón del Sentido Común.[66]

En La zapatera prodigiosa, cuya primera redacción se inicia, con toda probabilidad, en el verano de 1924, encontramos otra referencia parecida, puesta, esta vez, en boca del «Niño», que ofrece traer para la zapatera «el espadón grande de mi abuelo, el que se fue a la guerra».[67] Según Francisco García Lorca, Federico conocería el arma en cuestión, entre otros recuerdos del bisabuelo Francisco, en los aposentos de su tía Matilde.[68]

La abuela Isabel compartía el amor de su marido a los libros, e iba con cierta frecuencia a Granada para adquirirlos. Tenía, además, un especial talento para la lectura en viva voz, gustando de leer a sus hijos poemas de Zorrilla, Espronceda y Lamartine, las Rimas de Bécquer y, entre los novelistas, a Dumas y, especialmente, Victor Hugo, escritor reverenciado por ella y de quien poseía una cabeza de yeso tamaño natural.[69]

El amor de la abuela Isabel a Victor Hugo se transmitió a sus hijos y nietos. Algunos años después de la muerte de Hugo, en 1885, Federico García Rodríguez, padre del poeta —aún no nacido—, compró una edición de lujo de las obras completas del gran escritor francés, encuadernada en rojo. Francisco García Lorca recordaba que, en la primera página del primer tomo de la edición perteneciente a su padre, algún familiar, no identificado, había insertado un soneto autógrafo en el cual se elogiaba exageradamente a Hugo, pero se arremetía contra la mala traducción de sus obras ofrecida en dichos tomos, debida a don Jacinto Labaila.[70]

El hermano del poeta ha declarado, además, que las obras de Hugo, reunidas en aquellos pesados volúmenes, fueron la primera lectura suya y acaso también de Federico.[71] Y es un hecho que hay numerosas referencias a Hugo en las primeras poesías y prosas de Lorca y que, al evocar con nostalgia su infancia veguera en un poema fechado en 1921, surge otra vez el recuerdo del autor de La leyenda de los siglos:

Mi madre leía

un drama de Hugo.

Los troncos ardían.

En la negra sala

otro Sol moría,

como un cisne rubio,

de melancolía…[72]

En su apego a la lectura, la abuela Isabel no era única en Fuente Vaqueros, pues las gentes del pueblo eran conocidas por su afición a los libros, aun cuando, en muchísimos casos, no sabían leer. Francisco García Lorca ha recordado la grata sorpresa que le ocasionó, en los años veinte, a Fernando de los Ríos, el distinguido catedrático socialista de la Universidad de Granada, el buen conocimiento que demostraban tener los vecinos de La Fuente no sólo de los escritores políticos, sino de la literatura en general.[73]

¿Cómo se explicaba tal fenómeno? No sería inverosímil que algo tuviera que ver en ello el contacto con los ingleses del duque de Wellington, que hacía que los del pueblo se sintiesen distintos a los demás habitantes de la Vega, y, quizá, más abiertos al mundo. Parece ser, por otro lado, que el hecho de depender de los ingleses, de tener que pagarles un canon, aunque pequeño, en trigo, de ser, en definitiva, colonos de un duque inglés, duque por más señas ausente, creó entre ellos cierto espíritu de agudeza y rebeldía, cierta insumisión y tendencia discutidora y reivindicatoria. «Eres más exagerado que la gente de La Fuente», se solía decir en la Vega.[74]

Los ingleses, por su parte, tenían mala opinión de los habitantes de Fuente Vaqueros. No se fiaban de ellos. Hablaban de «la reputación dudosa del pueblo», de «agitadores izquierdistas» que operaban en él, de un «rasgo permanente de rebeldía que se reproduce de generación en generación».[75] «Eran siempre una gente difícil, siempre en contra de la autoridad», declaró un miembro de la familia Wellesley.[76] Los ingleses imputaban tales lacras al hecho de que, por lo visto, en el siglo XVIII, el rey Carlos III hubiera llevado a trabajar en el Soto a unos ex presos que habían cumplido su condena. Es decir, para los ingleses, los habitantes de La Fuente eran poco menos que descendientes de criminales.[77] Pero tal hipótesis histórica, en absoluto convincente, no explica la peculiar manera de ser de los del pueblo, y al aceptarla, los ingleses han evidenciado una incomprensión y una altanería tal vez características de la clase dirigente británica en su vertiente colonialista. Acaso no esté de más indicar que, en la Vega, la finca que todavía poseen los Wellesley cerca de Illora —Molino del Rey— se conoce como «el Gibraltar granadino».

Pero, explíquense como se expliquen los rasgos determinantes de la gente de Fuente Vaqueros, lo innegable es que el pueblo siempre ha gozado de renombre en la Vega como localidad abierta, alegre, liberal, izquierdista y poco religiosa. Allí la Iglesia nunca pudo cosechar grandes éxitos.

Enrique García e Isabel Rodríguez tuvieron nueve hijos: Federico (el primogénito, padre de Federico García Lorca), Francisco, Matilde, Luis, Francisca, Enrique, Eloísa, Enriqueta e Isabel.

A todos ellos Enrique García les transmitió su afición musical, y especialmente a Luis (el menor de los cuatro varones) quien, además de tocar la bandurria, la guitarra y la flauta, era excelente pianista.[78] «Yo recuerdo —escribe Francisco García Lorca— haber oído decir a una vecina que pasaba por la ventana de la habitación donde mi tío tocaba unas improvisaciones: “¡Qué bien toca don Luis! ¡Y lo que le cunde!”».[79]

Con Manuel de Falla establecería Luis después, en Granada, una buena amistad. El maestro apreciaba mucho la destreza de su amigo de Fuente Vaqueros como pianista, y admiraba especialmente su interpretación de la «jota» de las Siete canciones españolas, obra de Falla estrenada en Madrid en 1916.[80]

Pero Luis no sólo era músico. Hombre de sensibilidad exquisita, también hacía versos graciosísimos, pintaba cerámica y diseñaba el bordado de los mantos de las chicas de La Fuente.[81]

Cuando murió, aún joven, la mujer de Luis, éste no volvió jamás a tocar el piano, por mucho que se lo rogaran. Había aliviado con su música los últimos días de su compañera, y aquel recuerdo, para él sagrado, le impidió, hasta el fin de sus días, sentarse otra vez ante dicho instrumento.[82]

Isabel, hermana de Luis, «alta, esbelta, muy García»,[83] era mujer de extraordinaria personalidad que, hasta su muerte en 1973, conservó una vitalidad, un sentido del humor y un anecdotario que asombraban, y deleitaban, a cuantos tuvieron la suerte de conocerla. Como Luis, también tenía un notable talento musical (cantaba «con extraordinaria afinación y voz delicada»)[84] y fue ella quien le dio al joven Federico, que la adoraba, sus primeras clases de guitarra y cante. «A mi queridísima tita Isabel —le dedicaría un ejemplar de su primer libro, Impresiones y paisajes—, que me enseñó a cantar, siendo ella una maestra artística de mi niñez».[85]

Francisco (Frasquito), hombre «de tendencia insumisa, voluntariosa y personalista»,[86] ayudaba a su hermano Federico en la labor, y casó con una rica heredera, Salvadora Picossi. Entre 1900 y 1902 sería alcalde de Fuente Vaqueros.[87]

De Matilde, Francisca y Eloísa tenemos pocas noticias, aparte de que la primera era muy bien parecida.[88] Enriqueta, a quien el hermano del poeta califica de «una especie de Federico en faldas»,[89] era mujer de extrema simpatía, con el don de gentes que caracterizaba a toda la familia.

Enrique heredó de su padre talento administrativo y, como éste, sería durante muchos años secretario del Ayuntamiento de Fuente Vaqueros. Explotaba varios terrenos del Soto de Roma, como sus hermanos, y tenía —como veremos— un excelente estilo epistolar.[90]

Y llegamos a Federico García Rodríguez, padre del poeta, nacido en Fuente Vaqueros en 1859 y, como hemos dicho, el mayor de los nueve hermanos. Federico sería el jefe indiscutido de la numerosa familia, con algo de patriarca bíblico. Una fotografía suya, sacada cuando tenía veinte años, revela una personalidad en la cual se combinan seriedad, sensibilidad y determinación. Los ojos oscuros y las pobladas cejas los heredaría el poeta; también la frente ancha y los labios finamente modelados.

Tanto José Mora Guarnido como Francisco García Lorca hacen hincapié en la autoridad moral que emanaba de don Federico. Para Mora era hombre «de un cabal sentido de su fuerza y de su derecho», «que conocía bien sus alcances y sus deberes, que no iba más allá, medido y sensato, liberal sin exceso, tolerante sin debilidad, servicial sin servilismo».[91] En opinión de su hijo Francisco, tenía «una especie de idea romana de la autoridad, de la que nunca abusaba. Su propio señorío lo había labrado el amor por los suyos».[92] En otro momento Francisco afirma: «No he visto a nadie que con tanta espontaneidad se inhibiese de prejuicios de clase. Con sus ojos alegres y faz campesina había en su natural campechanía un verdadero señorío».[93]

La generosidad de don Federico llegaría a ser casi proverbial entre los colonos del Soto de Roma y los habitantes de los pueblos cercanos, pues siempre se mostró dispuesto a ayudar, no sólo a los suyos, sino a cualquier vecino necesitado.

Don Federico heredó la aptitud musical de su padre Enrique. Manejaba bien la guitarra, teniendo un oído muy desarrollado, y gustaba de tocar en reuniones familiares. Pero nunca cantaba.[94]

En 1880, cuando tenía veinte años, Federico García Rodríguez se había casado con Matilde Palacios Ríos, natural de Fuente Vaqueros y de la misma edad que su marido. El padre de Matilde, Manuel Palacios Caballero, concejal del pueblo, era un rico labrador y propietario que, además de tener en régimen de enfiteusis varios terrenos del Soto de Roma, poseía feraces tierras propias fuera del Real Sitio. Matilde era, pues, un buen partido. Los padres de la esposa levantaron para la pareja una espaciosa casa —calle de la Trinidad, número 4— y parece ser que, a partir de su enlace con Matilde, Federico García Rodríguez empezó a trabajar con su suegro.[95]

Aunque todo les parecía favorecer a los recién casados, el descubrimiento de que Matilde no podía tener hijos (por razones que desconocemos) empañó su felicidad conyugal. Federico, entretanto, heredó de su padre Enrique el cargo de secretario del alcalde de Fuente Vaqueros, que ya ejercía hacia 1890. Y en 1891 —año de la muerte de su padre— también es juez municipal temporal. No cabe duda, pues, que a los treinta años Federico García Rodríguez es un hombre de peso en Fuente Vaqueros.[96]

El 4 de octubre de 1894, catorce años después de casarse con García Rodríguez, murió repentinamente Matilde Palacios, de «obstrucción intestinal», pasando la casa de la calle de la Trinidad con carácter vitalicio al viudo quien, además, heredó de su esposa una cantidad considerable de dinero.[97] Años después, al escribir Yerma, tragedia de la mujer del campo que no puede tener hijos, ¿pensaría Federico García Lorca en Matilde Palacios? Lo cierto es que en una ocasión declararía el poeta: «Mi padre se casó viudo con mi madre. Mi infancia es la obsesión de unos cubiertos de plata y de unos retratos de aquella otra “que pudo ser mi madre”, Matilde de Palacios».[98] Sin duda reflexionaría también sobre el hecho de que, de no haber muerto la desafortunada Matilde, él no habría nacido.

Federico García Rodríguez era hombre de negocios nato, con una excelente cabeza para las cifras. A la muerte de su esposa, y con dinero en el bolsillo, vio la conveniencia de coger el toro por los cuernos y comprar terrenos. Había que aprovechar el momento. Así fue como, en 1895, adquirió una serie de fincas y cortijadas en los alrededores de Fuente Vaqueros.[99]

Entre estos terrenos figuraba el que sería la fundación de su riqueza, Daimuz Bajo, sito a poca distancia de la confluencia del Genil y del Cubillas, no lejos de Fuente Vaqueros pero fuera ya del Soto de Roma.

La extensa finca de Daimuz —el nombre significa en árabe «Alquería de la Cueva»— había pertenecido, a partir de la Reconquista, a un almirante de la Marina de los Reyes Católicos[100] y luego, durante siglos, a una familia granadina aristocrática, y comprendía abundantes tierras de regadío, secano laborable y, bordeando el Cubillas, grandes choperas de esas que caracterizan el Soto de Roma.

Don Federico compró Daimuz pensando no sólo en su propio provecho sino en el de sus numerosos hermanos, entre quienes repartiría parcelas de aquellas feraces tierras, reunidas, todas ellas, bajo un lindero.[101]

Entre los otros terrenos adquiridos en 1895 se hallaban tres cortijadas pertenecientes a Francisco Narváez, hijo del general que, en 1844, venció a Espartero y fue presidente del Consejo.[102]

Estas inversiones, y otras posteriores, hicieron la fortuna de don Federico —eran ya los tiempos de la prosperidad azucarera—, quien no tardó en convertirse en el rico del pueblo.

Es probable que, antes de morirse Matilde Palacios, don Federico conociera ya a quien habría de ser su segunda mujer, Vicenta Lorca Romero, natural de Granada y profesora de instrucción primaria de Fuente Vaqueros a partir de 1892 o 1893.[103] Poco sabemos del noviazgo. Se casaron el 27 de agosto de 1897 en la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Anunciación de Fuente Vaqueros.[104] Él tenía entonces treinta y siete años. Ella, veintiséis.[105] El enlace no fue visto con buenos ojos, según parece, por los hermanos del marido, pues Vicenta no aportaba capital al matrimonio y Federico era ya rico. «¿Por qué has ido a fijarte en una maestra —le dirían—, cuando tú le puedes quitar la novia a un príncipe».[106]

El nuevo matrimonio se instaló en la casa de la calle de la Trinidad, donde Federico viviera con Matilde Palacios, propietaria de la misma, y allí se quedaría hasta el año 1902 o 1903,[107] cuando la familia se mudó a otro domicilio más amplio, en la cercana calle de la Iglesia, número 2, comprado por el padre del poeta en 1895 y hoy desaparecido.[108]

La familia de Vicenta Lorca Romero no era ni tan numerosa, ni tan polifacética y original, como la de su marido. Ella era hija única, sin hermanos, de Vicente Lorca González, natural de Granada, y María de la Concepción Romero Lucena, de Santa Fe,[109] y desde su nacimiento había vivido en la capital provincial. Vicenta era, pues, granadina de Granada y no de la Vega.

Bernardo Lorca Alcón (1802-1883), padre de Vicente Lorca González, era natural de Totana, en la provincia de Murcia, e hijo de Pedro de Lorca e Isabel Alcón, naturales y vecinos ambos de la misma localidad así como los abuelos paternos de Bernardo, Pedro de Lorca y Ginesa Madrid, y los maternos, Lázaro Alcón y María de Cánovas.[110]

No sabemos cuándo Bernardo Lorca Alcón se trasladó desde Totana a Granada, donde se casó con Antonia Josefa González, nacida en esta ciudad en 1816.[111] Tanto ella como sus padres, Antonio González y Vicenta Martín, habían sido bautizados en la iglesia de Nuestra Señora de las Angustias, templo donde se venera la famosa imagen de la Virgen que, desde 1889, es patrona de Granada.[112]

Por tanto, si en las venas de Vicente Lorca González corría, por el lado de su padre, sangre de Totana, la que recibió de su madre era netamente granadina.

Según la partida de bautismo de María del Carmen Lorca González, hermana mayor de Vicente, fechada el 14 de agosto de 1840, su padre Bernardo Lorca Alcón ejercía en Granada como «trabajador de campo», categoría que, al contrario de la de «labrador», indica que no poseía tierras propias.[113]

Acaso habría que señalar aquí que el apellido Lorca podría indicar que aquella familia fuera de abolengo judío. Lorca, importante población murciana vecina de Totana, tenía antiguamente una densa colonia hebrea y, como se sabe, era corriente que los judíos conversos, temiendo ser perseguidos por la Inquisición, cambiasen su apellido por el del lugar del que procedían, en la esperanza de lograr encubrir su origen semita. No podemos poner en duda, de todos modos, que el poeta sería perfectamente consciente de llevar un apellido que le vinculaba con una población murciana muy identificada con el pasado judío de su país.[114]

Vicente Lorca González tenía otros tres hermanos: Antonio, nacido en 1845; Antonia, en 1847; y el último, cuyo nombre desconocemos, en 1851.[115]

Es probable que Vicente, como su padre, fuera «trabajador de campo», aunque no conocemos ningún documento que lo atestigüe. Hacia 1869 se casó con María de la Concepción Romero Lucena, y murió de erisipela el 13 de junio de 1870, a los veintisiete años, mes y medio antes de nacer su hija Vicenta.[116] Así pues, la madre de Federico García Lorca no conoció a su padre.

María de la Concepción había nacido, al igual que su malhadado marido Vicente, en 1843. Era natural de Santa Fe, como queda dicho, así como sus padres Melchor Romero Fernández y Concepción Lucena García y sus cuatro abuelos. Su padre, como su marido, era, según un documento de 1840, «de ejercicio del campo».[117] Se trataba, pues, de una familia humilde, sin tierras propias pero ligada a las faenas agrícolas de la Vega de Granada.

Vicenta Lorca Romero, futura madre del gran poeta, nació a las diez menos cuarto de la noche del 25 de julio de 1870, festividad de Santiago, en la casa número uno de la granadina calle de Solarillo de Santo Domingo, enclavada en el corazón del barrio artesanal y tabernero del Realejo. Calle pequeñísima, recoleta, situada a dos pasos del Cuarto Real de Santo Domingo, antes Palacio de Almanxarra, propiedad de las reinas moras de Granada.[118]

La niña fue bautizada Vicenta Jacoba María de la Concepción Carmen de la Santa Trinidad —nada menos— el 30 de julio de 1870, en la iglesia parroquial de Santa Escolástica.[119]

Poco tiempo después la familia se instaló con unos parientes en el cercano Callejón de las Campanas, número 11, detrás del mencionado Cuarto Real de Santo Domingo. Era una bonita casa con jardín que después pertenecería a Luis Seco de Lucena y Escalada, fundador y propietario de El Defensor de Granada.[120] La calle sería rebautizada, pasando el tiempo y en honor del hermano Francisco de aquel aguerrido periodista y hombre de acción, «Paco Seco de Lucena» y luego, sencillamente, «Seco de Lucena».

Detrás de la casa, que todavía existe (con el número 17), se levanta el convento de las Comendadoras de Santiago, construido en el siglo XVI sobre los restos de un palacio árabe donde, según la tradición, viviera Aixa, madre de Boabdil, último rey de Granada. Junto al convento había nacido fray Luis de Granada, autor de Introducción al símbolo de la fe, cuyo amor por las cosas pequeñas sería interpretado por García Lorca como cualidad específicamente granadina.[121]

De acuerdo con un padrón de 1880, y por motivos que desconocemos, Vicenta y su madre estaban de vuelta aquel año en la calle de Solarillo de Santo Domingo, donde vivían con el abuelo Bernardo.[122] Luego, en 1881, se trasladaron a la calle de Tundidores, número 5, cerca de la catedral, casa que, a su vez, tuvieron que abandonar en 1882.[123] Todo indica que la familia pasaba entonces por una situación económica apurada.

Tras la muerte, en 1883, de Bernardo Lorca Alcón, Vicenta, que entonces tenía trece años, aparece empadronada como interna en el Colegio de Calderón, sito en la calle de Recogidas, número 20.[124] Este establecimiento había sido fundado poco tiempo antes por don Carlos Calderón para la educación de niñas pobres,[125] lo cual confirma que la familia se encontraba entonces en circunstancias angustiosas.

Los años pasados en aquel colegio produjeron en Vicenta una fuerte reacción contra la vida conventual. Era entonces de salud delicada, y jamás olvidaría que, en una ocasión, las monjas, en su mayoría francesas, la forzaron a comer lentejas, plato que detestaba. Como resultado de tales tratos, nunca insistiría en que sus hijos comiesen cualquier cosa que no fuera de su gusto.[126]

Vicenta les contaría a éstos otros momentos desagradables pasados entre las monjas: nunca habría creído, decía, la cantidad de envidia y de malas lenguas que pudiesen albergar los muros conventuales.[127] Años después su hija Concha ingresaría en el mismo colegio y tendría que enfrentarse con problemas parecidos. García Lorca recogería algo de la experiencia de ambas mujeres a manos de las monjas en Los sueños de mi prima Aurelia, su última (e incompleta) obra de teatro. «Cuando yo estaba en el colegio de las madres calderonas —recuerda Aurelia— siempre me decía sor Timotea: “Si eres fina ganarás tu porvenir” … en el colegio teníamos las camas dos a dos, ¿no ha visto usted esos salones grandes que tienen arriba una cruz? ¡Ay el miedo que me daba a mí la cruz!».[128]

Doña Vicenta sería católica sincera y practicante toda su vida, pero nunca beata, y siempre mantuvo intacto su terror a los conventos. Es posible que esta actitud influyera en Federico, que, en su primer libro, Impresiones y paisajes, publicado en 1918, arremetería contra lo que consideraba la futilidad de la vida enclaustrada de ciertas órdenes religiosas.

Vicenta Lorca estuvo en el Colegio de Calderón hasta los dieciocho años. Pasó entonces a estudiar la carrera de maestra, figurando su nombre en el libro de matrículas del curso 1888-1889 de la Escuela Superior Normal de Maestras de Granada. Fue una alumna aventajada y aplicada, y terminó aquel primer curso con «sobresaliente» en Doctrina Cristiana, Práctica de Lectura, Práctica de Escritura, Lengua Castellana, Elementos de Aritmética, Dibujo Aplicado a Labores y Nociones de Geometría, y «notable» en Labores de Punto y Costura y Nociones de Geografía.[129]

Al terminar el segundo curso, recibió, con la nota de «sobresaliente», el título de maestra de primera enseñanza elemental —el diploma lleva la fecha del 27 de junio de 1890— y, el 4 de junio de 1892, se expidió su título definitivo.[130]

Poco tiempo después, Vicenta fue nombrada profesora de instrucción primaria en Fuente Vaqueros, llevando al pueblo a vivir con ella a su madre, Concepción Romero Lucena, que moriría allí pasados escasos meses, el 2 de octubre de 1893, a los cincuenta años.[131] Aquella muerte fue un duro golpe para la joven maestra. «Después de tanta lucha, de tantos esfuerzos, saco el título —le diría más de veinte años más tarde a una de sus sobrinas— y ¿qué pasa? Pues mi madre va y se muere».[132]

El niño mandón

El 27 de agosto de 1897, como hemos dicho, cuatro años después de perder a su madre, Vicenta Lorca se casaba con Federico García Rodríguez.

La vida, por fin, le sonreía. Y el 5 de junio de 1898, en plena guerra de Cuba, daría a luz a su primer hijo, el futuro poeta, que, el 11 del mismo mes, en la iglesia parroquial de Fuente Vaqueros, fue bautizado Federico del Sagrado Corazón de Jesús.

La partida de nacimiento dice así:

En Fuente Vaqueros a seis de Junio de mil ochocientos noventa y ocho ante don Francisco González Hernández Juez municipal y de mí el secretario compareció D. Federico García Rodríguez desta naturaleza y vecindad, casado, labrador y propietario mayor de edad, solicitando la inscripción en el Registro civil de un niño que nació ayer a las doce de la noche y declara — Que es su hijo legítimo y de su esposa Doña Vicenta Lorca Romero, natural de Granada, de esta vecindad mayor de edad. — Que es nieto por la línea paterna de D. Enrique García Rodríguez natural de Ventas de Huelma y Doña Isabel Rodríguez Mazuecos de esta naturaleza difuntos. — Y por línea materna, de don Vicente Lorca González natural de Granada y Doña Concepción Romero Lucena, de Santafé, difuntos. — Y que dicho niño se ha de llamar Federico — Fueron testigos don José Peña González y don Luis García Rodríguez, de esta vecindad, mayores de edad. — Leída este acta se estampa en ella el sello del juzgado y la firma del señor juez, testigos y declarante de que certifico — El Juez: Ml. González — el declarante: F. García. Testigos: José Peña — Luis Palacios — Enrique García, secretario.[133]

Y la de bautismo:

En la Iglesia Parroquial de Nuestra Señora de la Anunciación de Fuente Vaqueros, en el Soto de Roma, Arzobispado y provincia de Granada en once de Junio de mil ochocientos noventa y ocho yo Don Gabriel López Barranco, Presbítero, Miembro de la Academia Pontificia de la Inmaculada Concepción de Roma, Capellán de honor y predicador de S. M. y cura ecónomo de la misma bauticé solemnemente en ella a Federico del Sagrado Corazón de Jesús, que nació el día cinco del mismo a las doce de la noche, hijo legítimo de Don Federico García Rodríguez, de esta Parroquia y Doña Vicenta Lorca Romero de Santa Escolástica, Granada. Abuelos paternos Don Enrique García Rodríguez de Ventas de Huelma e Isabel Rodríguez Mazuecos de Asquerosa.* Abuelos maternos Dn. Vicente Lorca González de Granada y Doña Concepción Romero Lucena de Santafé. Fueron sus padrinos Don Enrique García Rodríguez y Doña Ana María Palacios Rodríguez, su mujer, a los que advertí el parentesco espiritual y demás obligaciones contraídas. Siendo testigos Don Antonio Rodríguez Espinosa y Dn. Luis García Rodríguez mis feligreses. Y por ser así lo firmo. — Gabriel López Barranco.[134]

*Según la partida de nacimiento del poeta, como acabamos de ver, Isabel Rodríguez Mazuecos era natural de Fuente Vaqueros, no del vecino pueblo de Asquerosa. Al no haber podido ver la partida de nacimiento de la misma, este problema queda por el momento pendiente de resolución.

Es de especial interés constatar la presencia, entre los testigos del bautismo de García Lorca, de Antonio Rodríguez Espinosa, maestro de Fuente Vaqueros. Don Antonio sería profesor de Federico durante algún tiempo, y su leal y querido amigo en años posteriores.

Vicenta Lorca no gozaba entonces de la buena salud que más tarde, con algunas recaídas, la caracterizaría. Hubiera querido poder dar de mamar ella misma a su hijo, pero no tuvo fuerzas. Así que el niño fue confiado, en aquellos primeros meses de su vida, a una nodriza, esposa de José Ramos, capataz de Federico García Rodríguez, que vivía en la casa de enfrente.[135] Una hija de la nodriza, Carmen Ramos González, que tenía seis años más que Federico, sería gran amiga de éste y testigo cotidiano del desarrollo de su personalidad durante los días de Fuente Vaqueros. La Ramicos: así bautizaría Federico cariñosamente a Carmen, a quien, en sus visitas posteriores al pueblo, jamás dejaría de abrazar.[136]

Se ha dicho que, a los pocos meses de nacer, Federico sufrió una grave enfermedad que le impidió andar hasta los cuatro años.[137] Es probable que la información procediera del propio poeta, que solía explicar su incapacidad para correr como resultado de una lesión en las piernas ocurrida cuando era niño.[138] Sin embargo, de la enfermedad no hay ningún recuerdo en la familia del poeta, algo difícilmente imaginable en el caso de haber existido realmente.[139] Además, Carmen Ramos tampoco la recordaba, insistiendo en que Federico, aunque algo «blandillo para andar», se movía normalmente a los quince meses.[140]

Pero lo que sí es cierto es que el poeta tenía grandes pies planos, empeines muy altos,[141] y la pierna izquierda ligeramente más corta que la derecha, defectos sin duda congénitos y que, con el tiempo, prestarían a su manera de andar un característico balanceo o cimbreo corporal notado por todos los que le conocían bien.[142] En un poema temprano Lorca se queja de sus «torpes andares», posible alusión a este defecto, considerando que podrían ser motivo de rechazo amoroso. Un amigo ha recordado sus «cortos pasos torpes».[143] Y era proverbial el temor del poeta a cruzar la calle.[144] Poco ágil físicamente, Federico —a quien nadie parece haber visto jamás correr— se sentía a la merced de cualquier coche que apareciera repentina o inesperadamente.[145]

También se ha afirmado que tardó tres años en hablar.[146] Se trata, empero, de otra inexactitud, pues su hermano Francisco, quien sin duda recogería de su madre información fidedigna al respecto, declara que, al contrario, el poeta «fue precoz en el hablar».[147]

Aún más precoz fue la aparición y desarrollo de la aptitud musical del niño, aptitud que llevaba en la sangre. «Antes de hablar, Federico tarareaba ya las canciones populares y se entusiasmaba con la guitarra», declararía la madre.[148] Testimonio confirmado por el hermano de Federico: «La música precedió en él a la palabra. Entonaba canciones con singular afinación antes de poder articular sonidos».[149]

El poeta declararía en 1928: «Mi infancia es aprender letras y música con mi madre, ser un niño rico en el pueblo, un mandón».[150] Esta referencia a su aprendizaje musical habría que matizarla. Doña Vicenta no tocaba ningún instrumento, pero sí le gustaba extraordinariamente la música clásica. Hasta tal punto fue así que, cuando la familia se trasladó después a Granada, no se perdía un solo concierto y compró tempranamente un gramófono, escuchando asiduamente los discos que ella y sus hijos iban adquiriendo.[151] Parece lógico, por ello, que una persona de tales características hubiera alentado en su hijo el evidente talento musical con que nació, estimulándole a cantar o a tararear, cosa nada difícil en un niño que muy pronto se mostraría capaz de asimilar, con asombrosa facilidad, la música popular andaluza que diariamente escuchaba en labios de las gentes que le rodeaban.

Si bien el pequeño Federico no había sufrido ninguna lesión en las piernas, no cabe duda de que no se movía con la misma agilidad que los otros chiquillos del pueblo. Y esta torpeza se manifestaba, según su hermano, «como una inhibición en los juegos que pedían mayor destreza física».[152] Pero no por ello dejó Federico de jugar, y sería un error imaginarle como un niño solitario, insociable y sin compañeros. Doña Vicenta recordaba la popularidad de su hijo, que con gran frecuencia era invitado a comer en otras casas del pueblo.[153] Y por su parte el propio poeta, en uno de sus primeros escritos, Mi pueblo, se acuerda con nostalgia de los juegos que organizaba en los pisos altos de su casa de la calle de la Iglesia.

Se ve por su descripción de dichos juegos que quien llevaba la voz cantante era el propio Federico. Allí había que hacer lo que él ordenaba y así, acaso, compensaba sus «torpes andares». Casi todos los niños que acuden a la casa del «mandón» son pobres. Y, arriba en sus «cámaras», Federico es el dueño absoluto. Cuando juegan a las «ovejicas», él hace siempre de amo: «Yo, en este juego, me sentía señor grande y poderoso por tener aquel rebaño y, con un látigo en la mano, ordenaba las filas». Entre aperos de labranza, sacos, arados y frutas, dirige el juego de «lobicos», que a pequeños y a mayores les llena de escalofrío. Con las ventanas cerradas, aquellas estancias, sumidas en total oscuridad, se convierten en escenario de horror y espanto, y cuando sale el lobico de entre los sacos y se dirige lentamente hacia los niños, con los brazos en alto, «la emoción era tan grande que todos comenzábamos a chillar asustados y los pequeñines sollozaban muy apenados».[154]

El poeta jamás olvidaría los juegos, corros y canciones de su infancia, y muchos de ellos —pensamos en «El gavilán», «La pájara pinta», «La viudita», «El arroyo de Santa Clara», «Estrella del prado»,[155] «A la víbora del amor»,[156] «Tengo una choza en el campo»,[157] entre otros numerosos casos— reaparecen, transformados o levemente sugeridos, en su poesía y teatro. Forman otro elemento esencial de su mundo poético, y contribuyeron poderosamente a desarrollar su proclividad hacia lo dramático.

Es probable que los «torpes andares» del niño, al dificultar algo su trato con los otros chiquillos del pueblo, facilitasen el florecimiento de su imaginación y de su don de observación. Además, Federico parece haber heredado de su padre ciertas «tendencias sedentarias» que contribuirían al mismo proceso.[158] Desde muy joven se mostró atentísimo al mundo que le rodeaba, y cundió pronto en él un apasionado amor a la naturaleza que luego se haría patente a lo largo de su obra. En unas declaraciones hechas en Buenos Aires en 1934, el poeta aludiría a su identificación con el paisaje de la Vega, a su temprano sentirse unido a la palpitante vida natural que le rodeaba en aquel privilegiado rincón de Andalucía:

Siendo niño, viví en pleno ambiente de naturaleza. Como todos los niños, adjudicaba a cada cosa, mueble, objeto, árbol, piedra, su personalidad. Conversaba con ellos y los amaba En el patio de mi casa había unos chopos. Una tarde se me ocurrió que los chopos cantaban. El viento, al pasar por entre sus ramas, producía un ruido variado en tonos, que a mí se me antojó musical. Y yo solía pasarme las horas acompañando con mi voz la canción de los chopos. Otro día me detuve asombrado. Alguien pronunciaba mi nombre, separando las sílabas como si deletreara: «Fe… de… ri… co». Miré a todos lados y no vi a nadie. Sin embargo, en mis oídos seguía chicharreando mi nombre. Después de escuchar largo rato, encontré la razón. Eran las ramas de un chopo viejo, que, al rozarse entre ellas, producían un ruido monótono, quejumbroso, que a mí me pareció mi nombre.[159]

Los nueve hijos de los abuelos Enrique García e Isabel Rodríguez se casaron todos ellos, trajeron hijos al mundo y, con la excepción de la tía Isabel, vivieron simultáneamente en Fuente Vaqueros con su prole. Por ello llegaría a ser asunto de jolgorio el número de primos que tenía el poeta en La Fuente, en realidad más de cuarenta. Una copla, que todavía circulaba por Granada en los años sesenta, exageraba las dimensiones numéricas del caso, además de distorsionar maliciosamente las características temperamentales de aquel abundante parentesco:

A cuatrocientos primos de Federico

los llevan a fusilar

por ser de Fuente Vaqueros

y tener mala follá.[160]

Federico fue un miembro más del gran clan García de Fuente Vaqueros, y creció rodeado de cariño. Tenía varias primas preferidas, alguna de las cuales aparece en su obra. A Aurelia González García, por ejemplo, hija de su tía Francisca y chica «llena, saturada de nervios y de fantasías»,[161] la haría protagonista de su última obra dramática, Los sueños de mi prima Aurelia, obra que nunca vería estrenada. Tanto Aurelia como su madre tenían horror a las tormentas, y a Federico le divertía muchísimo visitarlas en aquellas ocasiones, bastante frecuentes en la Vega durante la canícula veraniega. «Me contaba Federico —refiere Francisco García Lorca— que la prima Aurelia, medio desmayada durante una tormenta, y no sin cierta teatralidad, decía, recostada en una mecedora: “¡Mirad cómo me muero!”».[162] Aurelia, como otros de la familia, se acompañaba estupendamente a la guitarra,[163] y se expresaba en un lenguaje rico en imágenes. «Echa los huevos cuando se ría el agua», dijo en una ocasión.[164]

Otra prima adorada de Federico era Clotilde García Picossi, hija del tío Francisco, ya mencionada. El «traje verde rabioso»[165] que lleva «la zapatera prodigiosa» al principio de la obra así titulada, y otro del mismo color puesto por Adela en La casa de Bernarda Alba,[166] aluden a uno, magnífico, que vestía Clotilde en días de fiesta.

Mercedes Delgado García, hija de la tía Matilde, fue una de las primas más queridas del futuro poeta. Vivía enfrente de la casa de los García Lorca y le llevaba ocho o diez años a Federico. Por ser tan bonita éste la llamaba La Guapada. «Cuando mi primo Federico tenía dos años —ha recordado Mercedes— era para mí como un juguete con el que yo me divertía y retozaba mimándole y queriéndole. Luego, cuando era más mayorcillo, jugábamos a todo lo habido y por haber. Pero ya entonces era él el que se lo inventaba todo».[167] Mercedes no olvidaba la timidez física de aquel niño tan sensible:

Que por cierto era muy miedoso, y cuando llegaba a mi casa, que no tenía más que cruzar la calle, se quedaba en la puerta sin querer pasar. «Pero pasa, Federico, lucero, pasa», le decíamos, y contestaba, aún sin levantar un palmo del suelo: «No, no voy a pasar, porque le temo mucho al peligro». Lo que nos reíamos de sus cosas. El «peligro» era el escaloncillo que hay a la entrada de las casas de pueblo.[168]

Hemos dicho que Vicenta Lorca fue creyente sincera. Federico la acompañaba frecuentemente a la iglesia, y sobre su sensibilidad ejercieron una decisiva influencia la liturgia, procesiones y fiestas católicas. Ya en Granada, el poeta evocaría, en el temprano escrito Mi pueblo, citado antes, aquel ambiente, recordando con cariño la torre del templo, «tan baja que no sobresale del caserío y cuando suenan las campanas parece que lo hacen desde el corazón de la tierra». Coronando la fachada del edificio —hoy casi totalmente reformado— estaba la «Virgen de las paridas», con su niño en brazos, hacia quien las gentes del pueblo, en general poco fervorosas en materia religiosa, sentían una especial devoción. Detrás del altar mayor se alzaba la imagen risueña de la Virgen del Amor Hermoso. Escribe el poeta:

Cuando sonaba el órgano mi alma se extasiaba y mis ojos miraban, muy cariñosos, al niño Jesús y a la Virgen del Amor Hermoso que estaba siempre riyendo y bobalicona con su corona de lata y sus estrellas de espejos. Cuando sonaba el órgano, me emocionaba el humo del incienso y el sonar de las campanillas, y me aterraba de los pecados [de] que hoy no me aterro. Cuando sonaba el órgano y veía a mi madre rezar muy devota, rezaba yo también sin dejar de mirar a la Virgen que siempre se ríe y al niño que bendice con las manitas sin dedos…[169]

El poeta no olvidaría jamás a aquella Virgen tan dulce, tan simple, de su pueblo. En este texto juvenil recuerda que, desde los balcones de su casa, en la calle de la Iglesia, las niñas le dirigían versos y cantares a su paso en días de fiesta. Y sabemos que, al conocer Federico en 1924 a Rafael Alberti, le encargó a éste «un cuadro en el que se le viera dormido a orillas de un arroyo y arriba, allá en lo alto de un olivo, la imagen de la Virgen, ondeando en una cinta la siguiente leyenda: “Aparición de Nuestra Señora del Amor Hermoso al poeta Federico García Lorca”».[170] Alberti accedió al ruego de su «primo», llevándole poco tiempo después el cuadro, que Lorca colgó inmediatamente sobre la cabecera de su cama.[171]

Fascinado por los ritos y procesiones de la iglesia de La Fuente, el niño no tardó en recrearlos a su manera. «¿A qué te gustaba de jugar de chico?», le preguntaron en 1929. «A eso que juegan los niños que van a salir “tontos puros”, poetas», contestó.[172] Y, efectivamente, varios testimonios dan fe de la afición del niño a tales actividades. Recordaba Carmen Ramos:

Su juego favorito entonces consistía en «decir misa». Había en el patio una tapia pequeña sobre la que colocaba una imagen de la Virgen y algunas rosas del jardín. Y delante de este altar improvisado hacía que nos sentáramos —su hermano Francisco, mi madre, algunos niños del pueblo y yo— y luego, envuelto en raros vestidos rameados, «decía misa» con enorme convicción. Imponía una condición antes de empezar la ceremonia: teníamos que llorar durante el sermón. ¡Mi madre no dejaba jamás de cumplir! [173]

Hemos mencionado la compra por Federico García Rodríguez, en 1895, de la extensa finca llamada Daimuz, en las afueras de Fuente Vaqueros. «Los primeros recuerdos de mi vida son de Daimuz —escribe Francisco García Lorca—, así como la primera imagen que guardo de mí mismo, de Federico y de mis padres».[174] Más tarde, los hermanos se divertirían escudriñando los títulos de propiedad de la finca, «para observar cómo cambiaban los nombres de pila de los titulares; a veces como si fueran de damas de comedia: doña Sol, doña Elvira, don Lope; y más arcaicos, como doña Mencía. Los documentos más antiguos, si es que eran títulos de propiedad, estaban en letra árabe».[175]

Sería con toda probabilidad en Daimuz donde ocurriera un incidente que, según el poeta, fue decisivo para el desarrollo de su sensibilidad. Se trata de un inesperado encuentro con la milenaria historia de Andalucía, que refirió en estos términos:

Fue por el año 1906. Mi tierra, tierra de agricultores, había sido arada por los viejos arados de madera, que apenas arañaban la superficie. Y en aquel año, algunos labradores adquirieron los nuevos arados Bravant —el nombre me ha quedado para siempre en el recuerdo—, que habían sido premiados por su eficacia en la Exposición de París del año 1900. Yo, niño curioso, seguía por todo el campo al vigoroso arado de mi casa. Me gustaba ver cómo la enorme púa de acero abría un tajo en la tierra, tajo del que brotaban raíces en lugar de sangre. Una vez el arado se detuvo. Había tropezado en algo consistente. Un segundo más tarde, la hoja brillante de acero sacaba de la tierra un mosaico romano. Tenía una inscripción que ahora no recuerdo, aunque no sé por qué acude a mi memoria el nombre de los pastores Dafnis y Cloe.

Ese mi primer asombro artístico está unido a la tierra. Los nombres de Dafnis y Cloe tienen también sabor a tierra y a amor.[176]

Pero ¿ocurrió realmente aquella escena? Francisco, cuatro años menor que Federico, lo ha dudado, alegando que, si en la cercana finca de Daragoleja se habían encontrado restos romanos, en Daimuz no se sabía de ninguno. Sin embargo, la memoria del poeta no le traicionaba, ni se trataba de una fabulación. Hace unos años se descubrió, bajo las fértiles tierras de Daimuz, una alquería romana. Y allí se han encontrado no sólo miles de monedas romanas, casi todas ellas de la época de Constantino (algunas muestran la loba romana dándoles de mamar a Rómulo y a Remo), sino una gran cantidad de mosaicos.[177]

Parece cierto, pues, que al evocar aquel «primer asombro artístico», Lorca describe una experiencia realmente vivida además de hondamente reveladora. Así, en una imprevista lección de historia, el niño se dio cuenta de lo antiguo de la civilización de Andalucía. ¡En la propia finca de su familia habían vivido labradores romanos! Y, después de éstos —también lo sabía—, los árabes. Imposible no relacionar el incidente narrado con tanta sencillez por el poeta con la Andalucía de su Romancero gitano, Andalucía mítica de complicada alma romana, cristiana, judía, tartesia, mora, gitana y de Dios sabe qué otros componentes, por donde parecen haber pasado todas las razas de la tierra.

En una entrevista que le hizo Giménez Caballero en 1928, el poeta, al evocar su infancia, no alude a sus hermanos.[178]

El primero de éstos, Luis, había nacido el 29 de julio de 1900, cuando Federico acababa de cumplir dos años.[179] Moriría el 30 de mayo de 1902, víctima de una «pneumonía gripal».[180] En un poema de 1922, Lorca alude al hermanito perdido:

Adiós pájaro verde

Ya estarás en el Limbo

Visita de mi parte

a mi hermano Luisillo

en la pradera

con los mamoncillos

¡Adiós pájaro verde

tan grande y tan chico!

¡Admirable quimera

del limón y el narciso![181]

Uno de los primeros poemas de Lorca, compuesto cinco años antes, lleva la firma «Federico Luis».[182] Ello tiende a confirmar que aquella muerte, acaecida cuando el futuro poeta tenía cuatro años, le afectó hondamente.

A Francisco (nacido el 21 de junio de 1902 en la casa de la calle de la Trinidad)[183] y a María de la Concepción (el 14 de agosto de 1903,[184] en la de la calle de la Iglesia, donde se trasladara la familia en 1902 después del nacimiento de Francisco), no los relaciona Federico estrechamente en Mi pueblo con sus recuerdos de La Fuente. Era normal, pues el poeta les llevaba, respectivamente, cuatro y cinco años, y ellos apenas participarían entonces en el mundo suyo.

Parece ser que la casi obsesión de don Federico por la salud de sus hijos se puede vincular con la muerte de Luis en 1902. «El médico estaba en nuestra casa en cuanto nos dolía un dedo», ha testimoniado Francisco,[185] mientras que su hermana Isabel, nacida en Granada en 1910, ha recordado el miedo de su padre, casi patológico, a la enfermedad y a la muerte. Cuando la familia se iba en excursión al campo, don Federico, pensando en víboras y serpientes, llevaba siempre un preparado de suero. Y si algún pariente caía enfermo, era un constante llamar por teléfono.[186] Esta preocupación la heredaría el hijo, para quien la más leve indisposición suya era capaz de llenarle de pavor ante la posibilidad de morir.

Al alcanzar los cuatro o cinco años, el niño se daría plena cuenta de que su padre era uno de los hombres más poderosos de Fuente Vaqueros y que él, como su hijo mayor, era un ser privilegiado. Todo ello queda reflejado en Mi pueblo. Recordando la escena que tenía lugar cada mañana en el hogar, cuando don Federico partía para ocuparse de sus numerosas fincas, escribe:

Apenas salía el sol ya sentía yo en mi casa el trajín de la labor y las pisadas fuertes de los gañanes en el patio. Entre sueños percibía el sonar de balidos de oveja y el ordeñar cálido de las vacas… Algunas veces un fru-frú de faldas muy suave… Era mi madre que vigilaba, amorosa, nuestro sueño. Después entraba mi padre en el cuarto y nos besaba con cariño, muy despacio y aguantando la respiración, como si no quisiera despertarnos. Mis hermanos menores se movían inquietos y él, mirándonos apasionadamente, se salía sin hacer ruido. Lo sentía hablar después, dando órdenes a los criados, y se marchaba a caballo al campo del que no volvía hasta la noche…[187]

Y, complementando la imagen dinámica del padre, la de la madre que, salidos ya al campo su marido y los hombres del pueblo, entra a despertar a los niños, abriendo el balcón y entonando: «Que entre la gracia de Dios». Doña Vicenta aparece, en esta evocación de su hijo mayor, como persona que sabe combinar cariño y severidad. No es la clásica imagen de la madre indulgente. Maestra de profesión y tal vez de vocación, Vicenta Lorca Romero era una mujer activa, enérgica, voluntariosa. Y ambiciosa para sus hijos. ¡Nada de quedarse en la cama, pues!:

Mi madre lo dirigía todo, y haciendo la señal de la cruz, nos hacía que rezáramos la oración matinal: «Ángel de mi guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día». ¡Qué dulzura y qué candor rosado tiene esa oración! ¡Qué pureza y qué inocencia los labios que la dicen! ¡Qué grande el corazón que la sienta! Mis hermanos y yo repetíamos lo que madre decía y por el balcón abierto se veían los pájaros cantando con el sol, y se oían las campanas de la iglesia que llamaban, cansadas, a la misa rezada…[188]

La feria de Fuente Vaqueros se celebra el 1, 2 y 3 de septiembre. Durante ella se saca de la iglesia parroquial, en procesión, la imagen del patrono del pueblo, el Cristo de la Victoria, cuyo paso por las calles se acompaña de explosiones de petardos y el fulgor de brillantes fuegos artificiales. Tanto entusiasmaba a Federico la feria que, en años posteriores, siempre procuraría visitar el pueblo en aquellas fechas.[189] Según afirmaba la prima de Lorca, María García Palacios, el poema «Saeta», de Poema del cante jondo, es un homenaje a su patrono:

Cristo moreno

pasa

de lirio de Judea

a clavel de España.

¡Miradlo por dónde viene!

De España.

Cielo limpio y oscuro,

tierra tostada,

y cauces donde corre

muy lenta el agua.

Cristo moreno,

con las guedejas quemadas,

los pómulos salientes

y las pupilas blancas.

¡Miradlo por dónde va![190]

Hay una anécdota, referida a la feria de Fuente Vaqueros, que demuestra otra vez la viva imaginación del futuro poeta. Don Federico tenía acciones en la fábrica de azúcar «La Nueva Rosario», de Pinos Puente, y era muy amigo de las familias Torres y López que, entre ellas, dominaban tanto el Consejo de Administración de la empresa que éste era conocido como el «Consejo de Familia». Durante la feria de 1905, o tal vez de 1906, Rafael López Sáenz, gerente de «La Nueva Rosario», visitó a su colega García Rodríguez en La Fuente, acompañado de su esposa e hijas. Apareció Federico, que entonces tendría siete u ocho años, y pidió en seguida permiso a la señora de López para examinar los pies de sus hijas. Extrañeza entre los reunidos. El niño llevó a cabo su investigación, y, dirigiéndose satisfecho a las dos chicas, exclamó: «¡Estaréis mataícas! ¡Os han puesto los zapatos nuevos como me han hecho a mí porque es la fiesta del pueblo! ¡Y no podéis ni andar! ¡Y a mí me han vestido además con el trajecillo nuevo, y no me dejan ni comer tejeringos ni hacer nada! ¡Estoy ya aburrío!».[191]

Las «cosas de Federico», que después se harían famosas, ya impresionaban a la gente.

Tal vez sería por la misma época cuando llegó a Fuente Vaqueros un teatro de guiñol. Era al parecer la primera vez que el niño había podido asistir a una función de títeres, poco habituales en el pueblo. «Federico, que volvía de la iglesia con su madre, vio a los comediantes que levantaban su teatro —contaba Carmen Ramos—, y a partir de aquel momento no abandonó la plaza del pueblo. Por la noche no quiso cenar, y se moría por asistir al espectáculo. Volvió a casa en un terrible estado de excitación. Al día siguiente el teatro de títeres sustituyó al “altar” de la tapia del jardín».[192]

La madre de la Ramicos, antigua nodriza de Federico, como queda dicho, fue la encargada de confeccionar los muñequitos de trapo y cartón. En el granero de la amplia casa de la calle de la Iglesia —allí donde Federico jugaba a ovejicas y lobicos—, había unos baúles llenos de vestidos abandonados. El niño sacó los que le gustaban, y la madre de Carmen pasó horas y horas adaptándolos a los requerimientos del novel titiritero. «Todas nosotras nos encontrábamos entre los títeres —decía Carmen—, así como nos encontraríamos después en una u otra de sus obras de teatro. Mi madre, especialmente, que sirvió varias veces de modelo para las sirvientas de sus dramas».[193]

Carmen Ramos recordaba que, por esas fechas, Vicenta Lorca volvió un día de Granada con un regalo especial para Federico, comprado en «La Estrella del Norte», la tienda de juguetes más reputada de la ciudad. Se trataba de un auténtico teatrico de títeres.[194]

En aquel primer encuentro de Federico con la vieja tradición andaluza del guiñol podemos ver el origen, no sólo de su bien conocida pasión por el género —él mismo compondría varias obras de títeres—, sino de su posterior entusiasmo por la labor de La Barraca, el teatro universitario ambulante fundado durante la República en 1932 y que, dirigido por Lorca y Eduardo Ugarte, recorrería durante los próximos cuatro años —hasta la guerra— los caminos de España, levantando su tablado en las plazas de los pueblos ante el asombro de gentes que raras veces o jamás habían visto una representación dramática.

Federico, «un niño rico en el pueblo, un mandón», descubrió pronto que también había pobreza, dolor y sufrimiento en el mundo. En Mi pueblo hay, en este sentido, una viñeta muy elocuente.

En Fuente Vaqueros había entonces familias que vivían todavía en una pobreza tan abyecta como la encontrada cuarenta años antes por Horacio Hammick, el amigo y apoderado del duque de Wellington. Entre ellas, la de la «amiguita rubia» de Federico.

El padre de la chiquilla era un decrépito jornalero reumático; la madre una «mártir de la vida y del trabajo», víctima de innumerables partos. Federico visitaba con frecuencia aquella casa «toda de negrura y de suciedad», aquel «antro de miseria y honradez». A veces se le hacía saber que no podía ir, porque entonces la madre lavaba la única ropa que tenían, y se quedaba desnuda la familia. «Por eso —refiere—, cuando volvía a mi casa y miraba al ropero, cargado de ropas limpias y fragantes, sentía gran inquietud y un peso frío en el corazón».

El joven Lorca afirma que conocer a aquella familia fue «la primera impresión trágica que tuve de la miseria», añadiendo que en los pueblos de Andalucía, tan aparentemente bonitos y alegres, todas las mujeres pobres mueren de lo mismo, «de dar vidas y más vidas». Recordando a su «amiguita rubia», y meditando sobre el destino que la esperaba, ineluctablemente, se rebela. «Nadie se atreve a pedir lo que necesita —exclama—. Nadie osa rogar el pan por dignidad y por cortedad de espíritu. Yo lo digo, que me he criado entre esas vidas de dolor. Yo protesto contra ese abandono del obrero del campo».[195]

Esta nota de protesta, esta preocupación por la injusticia social, se percibe en toda la obra lorquiana, normalmente de manera soterrada e implícita pero, a partir de la estancia en Nueva York de 1929-1930, cada vez más abiertamente. Tal preocupación será una de las características más destacadas del poeta.

De los personajes de Fuente Vaqueros evocados en Mi pueblo el más entrañable es el «compadre pastor» o «viejo pastor», compendio de bondad, experiencia del campo y sabiduría popular. Lorca no identifica con nombre y apellidos a este gran amigo de su infancia. Se trata de Salvador Cobos Rueda, «compadre» de Federico García Rodríguez por ser éste padrino de uno, y tal vez varios, hijos suyos.[196] Cobos no ejercía de pastor en La Fuente, pero Lorca apunta en Mi pueblo que había sido «zagal» en las Alpujarras: ello sugiere que el personaje —natural de Alomartes, pueblo situado a unos dieciocho kilómetros de Fuente Vaqueros en los montes que bordean la Vega y donde abundan corderos y ovejas— había sido pastor en su juventud, y que pasaría temporadas en aquellos altos valles granadinos con los rebaños transhumantes.

Cobos era vecino de los García Lorca —vivía en la calle de la Trinidad— y casi un miembro de la familia.[197] Federico García Rodríguez le respetaba profundamente, y parece ser que fue el «compadre pastor» quien le recomendó la compra de la amplia finca de Daimuz, finca que, como queda dicho, formaría la base de la riqueza del padre del futuro poeta.[198]

En Mi pueblo, Lorca recuerda que el «viejo pastor» le contaba historias de «cosas religiosas», duendes, santos y hadas, además de narrarle sus aventuras con lobos en las Alpujarras. Cuando el compadre hablaba, «todo en la cocina se callaba y tan sólo se oía respirar. Cuando él recetaba una cosa como buena para cualquier enfermedad, se desechaba el médico. Él poseía el secreto de las hierbas. Él hacía con tomillo y malvarrosa ungüentos que calmaban el dolor. Él leía en las estrellas las lluvias y las nieblas futuras».

Pero un día el viejo cae gravemente enfermo. No pueden nada los médicos, ni los de La Fuente ni los traídos, a instancias de don Federico, desde fuera. Al moribundo le tienen que quitar de la vista un cuadro del Purgatorio, «porque lo mira de una manera que da miedo». Llevan a Federico a verle, y la escena es desoladora. Aquella noche se muere el pastor.

Al día siguiente, transido de pena, el niño ve cerrar la caja, se contagia del ambiente lastimero y sigue al féretro hacia la plaza del pueblo. Su padre preside el duelo, «muy pálido y muy triste».

Delante de la iglesia, en el umbral, se ha colocado un catafalco en donde reposa brevemente el ataúd. Cantan lúgubremente el cura y el sacristán, y la comitiva se pone otra vez en marcha, hacia el cementerio (se trata del cementerio nuevo, construido en las afueras del pueblo).

Se detiene otra vez el entierro, destapan el féretro y el cura rocía con agua bendita al cadáver. «Mi pobre compadre pastor estaba rígido y con las manos cruzadas —sigue narrando Lorca—. Un pañuelo de seda le cubría, piadoso, la cara. Uno de sus amigos se lo quitó pero yo no pude verle el rostro porque mi padre me tapó los ojos con las manos». Luego suben el féretro en un carro y se lo llevan al camposanto.

Federico termina la evocación del «compadre pastor» con una declaración tajante: «Tú fuiste el que me hizo amar a la Naturaleza». Son diez palabras contundentes de cuya sinceridad no hay motivos para dudar.

La contemplación de aquel cadáver, y del brusco cambio operado en su amigo por la muerte, parece haber dejado una huella permanente en la sensibilidad lorquiana. Y tal vez no sería aventurado descubrir, en la descripción hecha por el poeta, unos treinta años después, del cadáver del torero Ignacio Sánchez Mejías una reminiscencia, consciente o no, del mismo:

¿Qué dicen? Un silencio con hedores reposa.

Estamos con un cuerpo presente que se esfuma,

con una forma clara que tuvo ruiseñores

y la vemos llenarse de agujeros sin fondo.[199]

En la obra de Lorca la muerte es una presencia constante, y según todos sus amigos le atenazaba el terror a su propio encuentro con ella. Las referencias a la muerte contenidas en su poesía tienden a insistir en los aspectos de putrefacción y descomposición del cuerpo, y es probable que la contemplación del cadáver del viejo pastor, y el choque que esta experiencia le produjo, fuese determinante al respecto. Además cabe deducir que, en una sociedad donde la muerte no era tapada sino aceptada como parte normal de la existencia, el niño viera otros cadáveres y asistiera desde muy joven a entierros. El poeta llegaría a establecer, en su famosa conferencia «Juego y teoría del duende», una nítida diferencia entre la forma de sentir la muerte en España y en otros países. «En todos los países la muerte es un fin —diría, cargando demasiado las tintas—. Llega y se corren las cortinas. En España, no. En España se levantan… Un muerto en España está más vivo como muerto que en ningún sitio del mundo: hiere su perfil como el filo de una navaja barbera».[200] Si es así, Lorca se compenetró muy joven con este peculiar modo de vivir y sentir la muerte, allí en su pueblo de la Vega granadina.

Francisco García Lorca refiere la extrañeza de su madre al oírle decir a Federico, años después de la muerte del «compadre pastor», que recordaba ésta perfectamente: «No es posible, hijo mío —diría doña Vicenta—, si tú eras muy chico y te llevé en brazos». Pero ante la detallada descripción proporcionada a continuación por Federico, tuvo que rendirse a la evidencia. «¡Calla, calla, hijo, qué memoria te ha dado Dios!», exclamaría, asombrada.[201] Pero en realidad la hazaña de Federico al recordar aquellos detalles no era tan extraordinaria, pues había cumplido ya siete años cuando, el 23 de octubre de 1905, murió Cobos. Éste tenía entonces cincuenta y cinco, aunque aparentaba bastantes más. Una nieta suya ha declarado que, cuando era niña, se solía recordar en su familia la pena de Federico en aquella ocasión, y cómo había logrado, pese a la vigilancia de su madre, ver el cadáver de su amigo. «¡El compadre tiene dos luces puestas!», habría exclamado el niño al volver a casa, refiriéndose con ello a las velas colocadas a cada lado de la cama del muerto.[202]

Hablamos antes del tío abuelo Baldomero García Rodríguez, bohemio y poeta y, sin duda, el personaje más pintoresco de toda la familia. Francisco García Lorca recuerda en su libro sobre su hermano cómo toparon Federico, él y su padre con Baldomero una mañana que iban a Granada desde la Vega en un coche de mulas. Era la última vez que vieron a la entrañable «oveja negra» de los García, y la escena, rememorada en la lejanía del tiempo, reviste un tierno patetismo:

El trote vivo de las mulas se detuvo ante la figura de un hombre montado sobre un burro limpiamente aparejado que venía en dirección contraria. Mi padre se apeó para estrechar la mano del viejo, que no era otro que mi tío Baldomero: el pelo canoso, casi blanco, la cabeza fina … La gruesa suela del zapato ortopédico destacaba la torcida postura de la pierna. Aquella voz delgada argüía con la de mi padre, que le decía, los dos a cierta distancia del coche: «¿Por qué has venido sin avisar? Ya ves, nos vamos a Granada». Tengo la sensación de que las primeras palabras eran las que se cargaban de intención. Baldomero hablaba de una despedida para siempre: era ya tan viejo, y estaba, además, enfermo; ahora se encontraba bien, no quería posponer la visita. Y a mí me seguía sonando el «¿por qué has venido?». La voz de mi padre acusaba cariño y reproche, la de Baldomero, agradecimiento —«¿qué sería de mí sin vosotros?»— y excusa. Tengo ahora la sensación de que los dos hablaban como heridos; más, mi padre. Después he sabido que Baldomero murió en Santa Fe entre extraños, por propia elección, rodeado de gente de condición humildísima con quienes compartía lo que mi padre le mandaba.[203]

Pero el tío abuelo Baldomero no murió en Santa Fe sino en Granada, en el Hospital de San Juan de Dios, el 4 de noviembre de 1911, dos años después de establecerse la familia García Lorca en la ciudad. Tenía 71 años y falleció a consecuencia de nefritis. La escasez de datos personales en el acta de defunción, las indicaciones para su entierro («a su cadáver se habrá de dar sepultura en el cementerio de esta ciudad») y los fallos y lagunas de la memoria de Francisco García Lorca —que entonces tenía nueve años— con respecto a los últimos días del viejo, todo hace pensar que la «oveja negra» de los García murió solo y sin que la familia se enterara de que estuviera entonces en Granada su anciano y bohemio pariente.[204]

¿Conocía Federico el libro de Baldomero, Siemprevivas, del cual se citaron antes unos versos? Es probable, aunque nunca se refiere a él directamente en las entrevistas o cartas recogidas hasta la fecha, ni en ningún otro documento. Sí sabemos, empero, que admiraba profundamente a Baldomero y sabía de memoria coplas suyas.[205] Además la tradición familiar consigna que, en una ocasión, la madre del poeta, ante una salida ingeniosa de su hijo, exclamó. «¡Aquí tenemos a otro Baldomero!». A lo cual contestaría Federico en seguida: «¡Sería un honor para mí ser como él!».[206]

Años después, en 1929, y ya en vías de ser famoso, Lorca declararía en Fuente Vaqueros, recordando a su tío abuelo cojo y juglar: «Mis abuelos sirvieron a este pueblo con verdadero espíritu y hasta muchas de las músicas y canciones que habéis cantado han sido compuestas por algún viejo poeta de mi familia».[207]

Hemos visto que uno de los testigos del bautizo de Federico fue Antonio Rodríguez Espinosa, maestro de Fuente Vaqueros. Sobre este personaje, importante en la biografía de Lorca, se han publicado muchas inexactitudes.

Antonio Rodríguez Espinosa nació en Gabia la Grande, pueblo situado en las estribaciones de Sierra Nevada, no lejos de Granada, en 1867. Estudió la carrera de Magisterio en la Escuela Normal de Granada, recibiendo el título de Maestro Elemental en 1894. El 27 de diciembre del mismo año obtiene por oposición la escuela elemental de niños de Fuente Vaqueros, tomando posesión el 10 de enero de 1895. En La Fuente quedará hasta el 10 de enero de 1901, fecha en que obtiene un puesto en Jaén.[208]

Durante su estancia en Fuente Vaqueros, don Antonio trabó una sólida amistad con la familia del futuro poeta, y especialmente con el padre de éste. Además sabemos que era muy apreciado en todos los centros donde ejerció su magisterio. Pertenecía a una nueva promoción de maestros influidos por las ideas progresistas de la Institución Libre de Enseñanza de Madrid, y creía en una pedagogía práctica, ligada a las necesidades reales de sus alumnos. Éstos sabían responder al cariño con que les trataba el maestro, y los resultados de su método eran excelentes.[209]

Una simple confrontación de fechas demuestra que don Antonio y Federico sólo coincidieron en Fuente Vaqueros dos años y medio. Difícilmente, pues, podía Rodríguez Espinosa ser «maestro» de aquel niño, aunque es posible que, de acuerdo con el testimonio del hermano del poeta, le impartiera, como amigo de la familia, algunas «primeras letras».[210] Podría confirmarlo una fotografía de la clase de Rodríguez Espinosa: en ella se ve al maestro, muy orgulloso, al lado de sus alumnos, y entre éstos, en el centro de la primera fila, al pequeño Federico, que lleva un sombrero de paja y parece tener un aspecto un poco asustado. El elegante vestido que lleva el niño contrasta con el pobre atuendo de la mayoría de aquellos chicos, y nos recuerda otra vez que don Federico, el padre, era el hombre más acomodado del pueblo.

La relación entre Federico y don Antonio, durante los tres primeros años del niño, fue, inevitablemente, tenue, y es muy dudoso que, al marcharse Rodríguez Espinosa del pueblo en 1901, el futuro poeta ya hubiera aprendido bien sus primeras letras. Sólo más tarde, como veremos, se convertiría Federico en discípulo de aquel maestro liberal y amable.

La descripción dada por Lorca de la escuela de Fuente Vaqueros no es nada halagadora. Los sucesores de don Antonio en el puesto de maestro fueron José Rubio y, luego, Juan Medina.[211] No hemos podido comprobar a cuál de ellos se refiere al consignar que los chicos le pusieron el apodo de Tío Camuñas. El poeta recuerda así al maestro:

Era alto y encorvado y tenía unas barbas tan pobladas que ponían el alma en suspenso cuando nos miraba de frente. Su voz era grave y potente pero sus ojos eran dulces y expresivos… Era hosco por naturaleza y le gustaba pegar en las manos con su palmeta. Estaba casi baldado y se movía con dificultad… Estaba casado con una mujer toda de huesos y tenía un niño que siempre contestaba las preguntas de su padre.[212]

Aquel maestro no tenía, evidentemente, el talento de don Antonio, y la imagen de la escuela que nos da el poeta es de extremo aburrimiento y monotonía.

Pero había una compensación: la amistad con los otros chiquillos del pueblo, entre ellos dos chavales pobres, Pepe y Carlos, con quienes Federico —entonces «fabulosamente goloso»—[213] intercambia dulces y chocolate, y que le defienden «en los momentos de mayor apuro». También hay la proximidad de la escuela de chiquillas. En el pesado silencio de aquel espacioso salón, donde colgaban «grandes carteles conteniendo máximas morales y religiosas», se oía a veces cantar a las niñas, y entonces los chicos se ponían inquietos. Y recuerda el poeta:

Carlos, que era ya muy mayor, se acercaba a mi oído y me decía:

«Mira, que si pusieran a todas las niñas desnudas y nosotros todos desnudos, ¿te gustaría, Quico?»… Y yo, tembloroso y aturdido, decía: «Sí, sí, que me gustaría mucho». Y todos hacían comentarios hasta que el profesor, dando con la palmeta muy fuerte sobre la mesa, imponía el silencio y, entre el rás-rás de las plumas sobre el papel y el respirar fatigoso del maestro, se oía a las niñas cantar con voces de vírgenes: «Habiendo abrazado Santa Elena la religión cristiana…».

¡Horas de tedio y fastidio que pasé en la escuela de mi pueblo!

¡Qué alegres erais comparadas con las que me quedan! Los niños compañeros míos sentían dentro de sí los misterios de la carne y ellos abrieron mis ojos a las verdades y a los desengaños.[214]

Federico nunca sería buen estudiante, a diferencia de su hermano Francisco, y cabe pensar que tuvo que ver con ello el aburrimiento experimentado en la escuela de Fuente Vaqueros, bajo la tutela de un maestro poco inspirado.

Pero iban pasando los años. En 1895, don Federico había comprado una casa en Asquerosa —después Valderrubio—, situado a cuatro kilómetros de Fuente Vaqueros al otro lado del Cubillas, fuera ya del Soto de Roma.[215] Allí cerca, en la vega de Zujaira, adquirió ricas tierras y, hacia 1907, trasladó a su familia a aquel pueblo de nombre tan poco poético y del cual luego hablaremos.

Detrás quedaba la infancia de Federico en Fuente Vaqueros. Había empezado otra etapa de su breve vida y, poco tiempo después, la familia se instalaría en Granada. Nunca volvería a vivir en Fuente Vaqueros y, a partir de entonces, pasaría sus vacaciones en Asquerosa o en alguna finca de su padre.

No importaba. La Fuente y sus gentes ya le habían dado todo lo necesario para que se alimentara su vocación de poeta: inmersión temprana y total en la cultura popular de la Vega; música, habla viva y espontánea, imágenes, sentido de la tierra e intuición del alma antiquísima de Andalucía, amor a la Naturaleza, leyendas, calor humano… y todo un archivo de recuerdos palpitantes y vivísimos. ¿Qué más se podía pedir?

En sus referencias a Fuente Vaqueros, el poeta siempre recordaría la abundancia de agua que define el lugar donde pasó su infancia. La Fuente no sólo se sitúa, como hemos señalado, entre el Genil y el Cubillas, a poca distancia de su confluencia, sino que el pueblo está construido, casi literalmente, sobre el agua, pues tiene debajo unos surtidísimos veneros que, según los habitantes del lugar, arrancan de Sierra Nevada. Este manto subterráneo, cubierto a unos seis metros de profundidad por una durísima capa freática conocida localmente como «las herrizas», provee de agua dulce las casas del pueblo que poseen, casi todas ellas, su propio pozo. Se da la particularidad de que estos veneros sólo afloran en Fuente Vaqueros, lo cual ha sido motivo de envidia entre los vecinos de otros pueblos de la Vega. Si se tiene en cuenta, además, que las inundaciones eran habituales en el Soto de Roma hasta finales del siglo XIX, cuando se encauzó la corriente del Genil, y que, cuando llueve fuertemente, el nivel del agua que reposa sobre la impermeable capa freática sube, impregnando de humedad las paredes de las casas del pueblo, fácil será comprender la influencia que han tenido esas circunstancias sobre la personalidad de Fuente Vaqueros y sus habitantes, entre ellos nuestro poeta.

En septiembre de 1931, Fuente Vaqueros rindió un fervoroso homenaje a Lorca en un acto público celebrado en la plaza del pueblo. En su discurso de agradecimiento elogió a La Fuente, «que siempre ha sido un pueblo de imaginación viva y de alma clara y risueña como el agua que fluye de su fuente», y demostró hasta qué punto consideraba que aquella infancia suya le había formado como poeta. Sus palabras tienen sabor de sinceridad:

Tengo un deber de gratitud con este hermoso pueblo donde nací y donde transcurrió mi dichosa niñez, por el inmerecido homenaje de que he sido objeto al dar mi nombre a la antigua calle de la Iglesia.

Todos podéis creer que os lo agradezco de corazón y que yo, cuando en Madrid o en otro sitio me preguntan el lugar de mi nacimiento, en encuestas periodísticas o en cualquier parte, digo que nací en Fuente Vaqueros para que la gloria o la fama que haya de caer en mí caiga también sobre este simpatiquísimo, sobre este modernísimo, sobre este jugoso y liberal pueblo de La Fuente. Y sabed todos que yo inmediatamente hago su elogio como poeta y como hijo de él, porque en toda la Vega de Granada, y no es pasión, no hay otro más hermoso ni más rico, ni con más capacidad emotiva que este pueblecito. No quiero ofender a ninguno de los bellos pueblos de la Vega de Granada, pero yo tengo ojos en la cara y la suficiente inteligencia para decir el elogio de mi pueblo natal.

Está edificado sobre el agua. Por todas partes cantan las acequias y crecen los altos chopos donde el viento hace resonar sus músicas suaves en el verano. En su corazón tiene una fuente que mana sin cesar y por encima de sus tejados asoman las montañas azules de la Vega, pero lejanas, apartadas, como si no quisieran que sus rocas llegaran aquí, donde una tierra muelle y riquísima hace florecer toda clase de frutos…[216]

Gustavo Adolfo Bécquer, con la fina intuición que le caracterizaba, escribió un día: «Todo el mundo siente. Sólo a algunos seres les es dado el guardar como un tesoro la memoria viva de lo que han sentido. Yo creo que éstos son los poetas».[217] Esta «memoria viva» de lo que había sentido era una de las cualidades más destacadas de García Lorca, y, en su fuero interno, el poeta siempre seguiría viviendo en el Fuente Vaqueros de su infancia, en un eterno presente. Una vez lo explicó así:

Amo a la tierra. Me siento ligado a ella en todas mis emociones. Mis más lejanos recuerdos de niño tienen sabor a tierra. La tierra, el campo, han hecho grandes cosas en mi vida. Los bichos de la tierra, los animales, las gentes campesinas, tienen sugestiones que llegan a muy pocos. Yo las capto ahora con el mismo espíritu de mis años infantiles. De lo contrario, no hubiera podido escribir Bodas de sangre

… Mis primeras emociones están ligadas a la tierra y a los trabajos del campo. Por eso hay en mi vida un complejo agrario, que llamarían los psicoanalistas.[218]

Y otra:

Toda mi infancia es pueblo. Pastores, campos, cielo, soledad. Sencillez en suma. Yo me sorprendo mucho cuando creen que esas cosas que hay en mis obras son atrevimientos míos, audacias de poeta. No. Son detalles auténticos, que a mucha gente le parecen raros porque es raro también acercarse a la vida con esta actitud tan simple y tan poco practicada: ver y oír … Yo tengo un gran archivo en los recuerdos de mi niñez de oír hablar a la gente. Es la memoria poética y a ella me atengo.[219]

No puede caber duda alguna. La infancia de Federico García Lorca en Fuente Vaqueros forma el sustrato de toda su obra. Y si al poeta le encantaba proclamar que era del Reino de Granada, especificando que procedía «del corazón de la Vega», no hacía sino afirmar su profunda deuda para con el pueblo donde, aquel 5 de junio de 1898, le había tocado venir al mundo.