APÉNDICE

Reseña de Un Chien andalou publicada por Eugenio Montes en La Gaceta Literaria, Madrid, n.° 60 (15 junio 1929), p. 1. ¿Sabía Montes, al referirse al cuadro de Salvador Dalí La miel es más dulce que la sangre, que en aquella espectral playa yace entre otros objetos (el famoso burro podrido, el maniquí, los «aparells»…) la cabeza de Lorca? Es muy posible, ya que el cuadro había sido expuesto en Madrid en marzo de 1929, sólo unos meses antes del estreno de la película (véanse pp. 616-617).

Un Chien andalou (film de Luis Buñuel y Salvador Dalí, estrenado en Le Studio des Ursulines, París).

El síntoma que delata a la vida es la presencia acusada de aparentes violaciones del principio de contradicción. En todo lo vivo crece la flora enmarañada de eso que llamamos absurdo. La vida orina absurdos en todas las esquinas, aunque los guardias dirigen porra al brazo. Ahí donde está intacta y sin uso —en el niño, en el primitivo, en el sueño— es irreductible a fórmulas y a amenazas de silogismos.

De esa vida pura decimos que no tiene sentido, porque no tiene uno solo sino varios. La vida despeinada es, para la lógica habitual, un contrasentido. Un sentido y su contrario. Un problema perenne.

La filosofía última comienza a darse cuenta de que al lado, o en frente, o arriba, o abajo de la lógica histórica, existen otras muchas, para las cuales no rige el principio de contradicción, exclusivo de la lógica «civilizada».

No hay una sola lógica, digo. Hay varias, habitantes en distintas alturas. Lo que para la lógica corriente es absurdo, es perfectamente racional dentro de otra lógica superior. El ruido misterioso que inquieta al inquilino del tercer piso lo producen los pies del inquilino del cuarto, en su suelo. Porque el techo de un piso es el suelo del siguiente.

¿Diré, pues, que el arte sea un carro de mudanzas? Yo no quisiera, pero ya está escrito. El arte nos muda de piso. Nos transporta. Nos saca de una realidad superficial para instalarnos en otra. Sí, un carro de mudanzas ágil como la luz. O la sombra. Imágenes del día y la noche.

Mas si esto es cierto, es evidente que el arte consiste en sorpresas necesarias.

Con sorpresas necesarias está tejido el primer film de Luis Buñuel que acaba de admirar y de aplaudir el público —¡qué pena, tener que escribir selecto!— de la sala de las Ursulinas de París, invitado a la presentación. En Un Chien andalou —argumento de Dalí y Buñuel, puesto por Buñuel en la escena— todo es sorprendente, pero todo es necesario. El gesto, el detalle indumentario, el objeto extraño se evaden de la llamada lógica, para situarse en una lógica más profunda. Lo que en la primera escena sabe a sorprendente aparece en la segunda como necesario y fatal. Todo es problema ahora, para ser solución después… De las soluciones surgen los problemas, nutriéndose de ellos y ofreciéndose, a la vez, como alimento. Las soluciones crean problemas que los devoran, como los gusanos de los minutos a la hora del reloj que los pare. Y así, el film se sostiene en una atmósfera de creciente dramatismo. Y tiene la angustia de un enigma que se va y reaparece y nos hace cachear todos los bolsillos interiores.

Dramatismo y lirismo. Buñuel, poeta con palabras, logra aquí con silencios su mejor poema. Yo creo aún que logra el mejor poema de la lírica española contemporánea (lírica sin drama y sin tradición. Porque la poesía española ha tendido siempre a lo dramático). En veinticinco minutos de film, Buñuel y Dalí borran la obra de sus compañeros de generación. Porque su film es eso: poesía. No lo otro: literatura.

Todo es poético en este film utilitario. Todo es español en este film, en donde ninguna anécdota como tal tiene cabida. Sólo el título, voluntariamente incongruente, alude directamente a España. Pero como en el film no aparecen perros, el título tiene un valor de broma, de falsa dirección. Todo, en cambio, habla de España indirectamente.

Buñuel y Dalí se han situado resueltamente al margen de lo que se llama buen gusto, al margen de lo bonito, de lo agradable, de lo sensual, de lo epidérmico, de lo frívolo, de lo francés. Sincronizado con un trozo del film el gramófono (lirismo, drama) tocaba Tristán. Debía tocar la jota de la Pilarica. La que no quería ser francesa. La que quería ser baturra. De España. De Aragón. Del Ebro, Nilo ibérico. (Aragón, tú eres un Egipto, tú elevas pirámides de jotas a la muerte).

La belleza bárbara, elemental —luna y tierra— del desierto, en donde «la sangre es más dulce que la miel», reaparece ante el mundo. No. No busquéis rosas de Francia. España no es un jardín, ni el español es jardinero. España es planeta. Las rosas del desierto son los burros podridos. Nada, pues, de sprit [sic]. Nada de decorativismos. Lo español es lo esencial. No lo refinado. España no refina. No falsifica. España no puede pintar tortugas ni disfrazar burros con cristal en vez de piel. Los Cristos en España sangran. Cuando salen a la calle van entre parejas de la Guardia Civil.

En el film de Buñuel y Dalí no hay espíritu. No hay psicologías. Buñuel sabe que el cine no puede ni debe dar matices del pensamiento. Sabe que el cine no da Hamlets, ni caballeros Swan [sic]. Porque el idioma del cuerpo no tiene diccionarios con palabras exquisitas. Porque el idioma del cuerpo es un idioma de gritos —timbres eléctricos del instinto— y de interrogaciones —dramas viscerales.

Con la seguridad infatigable de la intuición, Buñuel ha agarrado lo esencial, lo elemental, lo permanente. Comenzó por cortarnos los ojos con una navaja de afeitar, vaciándonoslos. Para que nos sintiésemos mero instinto. Vida y muerte.

El suyo es un film del instinto. Con lo cual expreso que no es un bateo.* El instinto no tantea jamás, aun cuando sea —ojos vaciados— ciego. Nace perfecto. Sin «ensayo ni error» Buñuel y Dalí acertaron plenamente en su primer film. En un primer film que marca, a juicio de muchos espectadores —Léger, Tzara, Tériade,** entre ellos—, una fecha en la historia del cine. Fecha escrita con sangre. Como Nietzsche quería. Como España ha hecho siempre.

Hemos aprendido en los manuales que Zaragoza supo resistir a los franceses. También hemos aprendido aquello de los peces. Y lo de la sinceridad baturra. Así, como un baturro, sin adulaciones, sin halagos, sin «camouflages», Buñuel ha entrado en París. Y en Cinelandia. En ese mar que el oleaje de los telones crea ya hay peces que llevan grabado el escudo de Aragón.

París, 9 de junio

EUGENIO MONTES

* Sic. ¿Por tanteo?

** E. Tériade fue crítico de la importante revista parisiense Cahiers d’Art y muy amigo del grupo de pintores que formaban la llamada Escuela Española de París.