Ocho personas se metieron como pudieron en la sala de reuniones del laboratorio, que era la mitad de grande que la que Zack había requisado para la investigación del Aniquilador. Olivia detestaba el apodo que la prensa le había puesto al asesino, pero el alias parecía haber tomado carta de naturaleza, y ya se lo había oído utilizar a más de un poli.
Doug Cohn estaba parado delante de todos, avergonzado por la audiencia mientras jugueteaba con las gafas que no paraba de ponerse y quitarse. Además de Doug, Zack y Olivia, en la sala estaban Nelson Boyd y Jan O’Neal, dos miembros del equipo de Doug presentados como Randy y Deb, y el propio jefe de policía, Lance Pierson.
Aunque Olivia pensó que estaría nerviosa, la familiaridad de las tablas e información sobre cuestiones científicas y forenses que cubrían la pared le proporcionaron seguridad y tranquilidad.
Doug carraspeó.
—Gracias por venir. Seré todo lo breve que pueda, aunque creo que es importante que todos comprendamos cómo he llegado a esta conclusión —dijo.
Zack terció.
—Para poner a todos al corriente lo más deprisa posible, nos centraremos primero en las camionetas que sabemos se utilizaron para transportar a la víctima. ¿Boyd?
El joven detective se irguió.
—La detective O’Neal y yo visitamos seis casas de King County que tenían registrados tanto un Ford Expedition como un Dodge Ram. Todos los propietarios se mostraron colaboradores, nos permitieron inspeccionar los vehículos y nos dieron cuenta del paradero de cada vehículo en los días en cuestión.
—¿Qué hay del Expedition cuyo robo se denunció la víspera del secuestro de la niña Benedict? —preguntó Zack.
—Ni rastro de él. Hemos alertado a todos los estados limítrofes para que estén ojo avizor.
—Por mi parte, me inclino a aceptar la teoría de la agente St. Martin, de que el sospechoso roba un vehículo cuando le conviene —dijo Zack— y lo restituye antes de que alguien se percate de su desaparición.
—Eso implicaría que el asesino tiene acceso a esos coches hasta durante tres días, durante los cuales nadie advertiría su desaparición, o durante los que es libre de utilizar distintos vehículos sin que nadie lo considerase extraño —dijo el jefe Peterson.
Nadie dijo nada durante unos segundos.
—Tenemos que hablar con todas las agencias de alquiler de coches, concesionarios y encargados de los estacionamientos prolongados de los aeropuertos —dijo Zack.
—Boyd y yo podemos encargarnos de eso —dijo Jan O’Neal tomando notas.
—He activado un control en la base de datos de robos de vehículos —terció Doug—, de manera que si se roba un todoterreno o una camioneta cubierta en King County, se me notifique. Durante los dos últimos días se han denunciado veintitrés robos, y el detective Travis ha alertado a las patrullas para que los pongan en su lista de prioridades.
—El asesino los utiliza fundamentalmente para transportar; no mata a sus víctimas en el vehículo —dijo Olivia—. Una cantidad así de sangre sería imposible de eliminar por completo.
—Pero nunca hemos encontrado el escenario del crimen —dijo Zack—. Los cuerpos son arrojados en otras partes.
Los presentes se miraron unos a otros.
—¿Y qué hay del sitio en el que vive? —terció Doug—. Necesitará intimidad, así que tendría que tratarse de una parcela grande. Tal vez en el extrarradio. Algún lugar que tenga poco o ningún tráfico y pocos vecinos.
—Viviría en una casa, no en un piso —dijo Olivia.
Doug asintió con la cabeza.
—Un lugar donde nadie pudiera verlo acarreando un cuerpo del coche a la casa y viceversa.
—Ha de tener un garaje junto a la casa o una parcela de al menos una hectárea.
—O quizá se lleva a la víctima a un lugar alejado para matarla y luego arroja el cuerpo en la ciudad —dijo Zack.
—En cualquier caso, lo que buscamos es una zona discreta —convino Pierson.
—¿Y por qué arroja el cuerpo en la ciudad? Podría abandonarlo en las montañas, donde es difícil encontrarlo. —Olivia pensó en la investigación del Carnicero de Bozeman, que duró años. Todavía no se habían recuperado todas las víctimas conocidas, y probablemente nunca se conseguiría.
—Excepto por lo que se refiere a las primeras víctimas —le recordó Zack a Olivia. El detective explicó a los presentes lo que él y Olivia habían hablado sobre la posible espontaneidad de los primeros asesinatos y el abandono del cuerpo en un lugar más alejado para hacer más improbable un descubrimiento rápido de la víctima.
Nadie tuvo una respuesta satisfactoria al hecho de que el asesino arrojara los cadáveres posteriores en la ciudad.
—Gracias a la información proporcionada por la agente St. Martin, le pedí a Doug que trabajase con los laboratorios de las demás jurisdicciones donde se habían producido crímenes parecidos. Tanto a Doug tomo a mí nos intrigaba las marcas en los antebrazos de las víctimas. Ni el forense ni una somera búsqueda en la base de datos criminal arrojaron detalle alguno que se acercase a la solución —dijo Zack.
—Las marcas fueron realizadas post mortem —dijo Doug—. Doce pinchazos en los antebrazos de las víctimas, aparentemente uniformes.
—¿Significa algo el número doce? ¿Es un recuento de sus víctimas?
—Consideramos esa posibilidad, excepto que todas sus víctimas tenían los doce mismos pinchazos. El doce puede significar algo: doce son los apóstoles del Nuevo Testamento, doce es una docena, podría ser que fuera la edad que el asesino cree que tienen sus víctimas… Podría ser casi cualquier cosa —dijo Doug.
—Esa fue la razón de que le pidiera que se pusieras en contacto con la oficina de Seattle —le dijo Zack a Pierson—. La agente St. Martin dice que su departamento de investigación puede investigar para ver si encierran algún significado.
—Pero ya no necesitamos consultar con ellos —dijo Doug—, porque lo hemos resuelto. Al menos, eso creo.
—Y lo habéis hecho —le garantizó Zack.
Doug se apartó de un tablón de corcho donde estaban pegados tres juegos de dos fotos. Olivia se dio cuenta de inmediato de que la segunda foto estaba tomada con la cámara de un microscopio. Los cortes, que en la superficie parecían pinchazos —casi como unas comas— eran en realidad dos marcas diferentes.
—Las fotos superiores fueron obtenidas del cuerpo de Michelle Davidson, las del medio de Jennifer Benedict, y las de debajo de una víctima de Massachusetts. Como podéis ver, las marcas de ambas víctimas son virtualmente idénticas. A todas luces, esta «firma», a falta de una palabra mejor, vincula a nuestro asesino con el de Massachusetts. Y los otros laboratorios con los que he hablado tienen una documentación parecida, aunque mucha está almacenada, puesto que los casos ocurrieron hace veinte o treinta años.
—Doug ha hecho una trabajo fantástico al conseguir esta información —dijo Zack—. Hemos pedido a todas las demás jurisdicciones que se pongan a trabajar en esto con nosotros. Seguimos recibiendo información por fax y correo electrónico, y las cajas con las pruebas están en camino. Pero, debido a lo delicado de la situación que entraña tratar con Kansas y Kentucky, porque allí condenaron a alguien por estos delitos, decidimos no ponernos en contacto con ellos hasta que no hayamos detenido a un sospechoso. Luego, compartiremos nuestra información con esos departamentos de policía, y entonces podrán decidir qué hacer con los condenados. Puede haber información adicional de la que no tengamos conocimiento.
—Si podemos mantener a la prensa al margen mientras seguimos a este tipo, tanto mejor —dijo Pierson—. No quiero que enreden las cosas.
Olivia había estado mirando fijamente las marcas de los antebrazos. Tenían el aspecto de puntos y líneas pequeños. Punto, línea, línea, punto, línea, línea, punto. Luego, el dibujo cambiaba, si es que era un dibujo.
—Hay dos marcas características —dijo—. Son como unos puntos y unas líneas, pero no forman un dibujo.
—Muy bien. —Doug acompañó su expresión de aprobación con un movimiento de cabeza y cogió un puntero metálico—. En realidad fue su información la que me dio la pista.
—¿Mi información?
—Usted le contó al detective Travis lo del error judicial de California. El tipo tenía un tatuaje, parecido al identificado por nuestro testigo, Sean Miller, y había combatido en Vietnam. Así que llamé a mi padre. Tiene ochenta y cinco años y luchó en la Segunda Guerra Mundial, y lo sabe todo sobre el ejército. Es su obsesión. Estuvimos hablando sobre el tatuaje, y me dijo que el águila era un tatuaje frecuente entre los soldados. A continuación, le pregunté por las marcas que tanto me inquietaban; le dije que no parecían un dibujo y que, aunque uniformes, se asemejaban a unos puntos y unas líneas. Entonces, me pidió que le diera por orden los puntos y las líneas… tal y como aparecen aquí. «¿Me las puedes leer?», preguntó. Y eso hice. «Eso es código Morse», me dijo.
—¿Código Morse? —preguntó Olivia boquiabierta—. ¿Marca a sus víctimas con un mensaje en Morse?
—El código Morse es un sistema de puntos y rayas que se usaba para las transmisiones telegráficas, pero que ha ido perdiendo vigencia desde 1979. Hoy día está obsoleto.
—Pero en Vietnam se utilizaba habitualmente —dijo Pierson—. Encaja a la perfección.
—En el código Morse, cada letra tiene asignados unos puntos y unas rayas. Por ejemplo, la letra «A» es puntoraya, la «B», rayapuntopuntopunto, etcétera. Puesto que no hay ninguna pausa ni interrupción entre las marcas de nuestras víctimas, mi padre tardó unos cuantos minutos en resolverlo, pero tenemos una palabra.
Doug hizo una pausa.
—Ángel.
«¿Ángel?». Olivia pronunció la palabra. El corazón le golpeaba el pecho cuando preguntó:
—¿Y qué significa eso? ¿Está firmando los cuerpos? ¿Lo de «ángel» se refiere a él? ¿O está diciendo que su víctima es ya un ángel? ¿U otra cosa completamente diferente?
—Bingo —dijo Zack—. Esa es la pregunta del millón de dólares. Jefe, ¿ha llamado ya al FBI de Seattle?
—El jefe de la oficina estaba en los juzgados, pero le dejé todos mis números. Responderá a mi llamada; he trabajado con él anteriormente.
—Tenemos que averiguar qué significa lo de «ángel» —dijo Zack—. Si es su firma, la manera en que se ve a sí mismo o si hace referencia a la víctima. También tenemos que conseguir el registro de todos los licenciamientos militares, honrosos y deshonrosos, hasta el primer asesinato. Olivia, ¿qué ha pasado con su conversación sobre aquel viejo caso?
—El fiscal del distrito ha muerto recientemente, pero he hablado con el detective encargado de la investigación original, y va a localizar al abogado de Hall para ver cuándo puede usted hablar con él —dijo Olivia—. Le he proporcionado sus números de contacto y le he dicho que era fundamental que hablásemos con Hall lo antes posible.
Zack puso al corriente al resto del equipo sobre la posible conexión entre aquel error judicial y el asesino.
—No nos queda mucho tiempo —dijo Zack dirigiéndose a todos—. Si mantiene su patrón, matará una vez más y luego desaparecerá. Si no lo cogemos ahora, puede que tarde años en reaparecer.
• • •
Había desempeñado una diversidad de trabajos con diferentes nombres a lo largo de los años, pero su mejor fuente de información procedía del trabajo en los restaurantes.
Cuando vivía en Atlanta, su nombre era Tom Ullman y trabajaba de barman. Trabajar en un bar le suministraba la mejor información personal, y le permitía encontrar la camioneta adecuada con absoluta facilidad. Pero también tenía que escuchar muchas gilipolleces, y todo el mundo quería conversación.
Él no quería hablar; sólo le interesaba escuchar.
En Colorado y en Kentucky no había trabajado en ningún restaurante ni bar, pero cuando atacó en Massachusetts, se llamaba Andrew Richardson y había encontrado trabajo en un restaurante grande y agradable situado en el sector de clase media de Boston. Y puesto que era un hombre paciente, fue capaz de esperar hasta conseguir la información necesaria.
El trabajo en los restaurantes también le permitía observar fácilmente y con discreción el aparcamiento. Cuando conseguía lo que necesitaba saber, observaba la partida de los clientes. Si tenían el tipo adecuado de vehículo, era un augurio de que era el momento adecuado para entrar en acción.
En ese momento respondía al nombre de Steve Williams.
Todo estaba saliendo a la perfección, como si estuviese predestinado. Ya había encontrado al ángel; esa noche, encontraría la camioneta.
Llevaba en Vashon bastante más de un año y no sólo había llegado a reconocer a los clientes habituales, sino que también conocía sus vehículos y horarios. Kart y Flo Burgess estaban jubilados y vivían en West Seattle. Iban a Vashon a comer al menos una vez por semana, y generalmente se sentaban en la zona de barra que él atendía, porque no tenían que recordarle que a la señora Burgess le gustaba su martini con vodka con cuatro aceitunas.
Tenían un Ford150 acondicionado como caravana.
Colocó la bandeja con el cambio de la pareja sobre la mesa.
—Gracias por venir. Hasta la semana que viene.
Estaba a punto de alejarse, cuando la señora Burgess dijo:
—Mañana nos vamos a visitar a nuestra hija. No volveremos hasta dentro de un par de semanas.
El corazón se le aceleró, y sonrió.
—Tengan cuidado en la carretera.
Karl Burgess negó con la cabeza.
—Este año no me siento con fuerzas de conducir hasta Phoenix.
—Su espalda —dijo la señora Burgess en un medio susurro—. Se está haciendo viejo. —Sonrió y le dio una palmadita en la mano a su esposa.
—Entonces los veré cuando vuelvan —dijo él, y se alejó.
Estaba tan impaciente por terminar su plan, que apenas se sintió capaz de acabar su turno, pero se obligó a ser paciente. Todo estaba saliendo a la perfección. Al día siguiente era viernes; sabía dónde se encontraría exactamente su ángel.
Escuchó a escondidas la conversación de los Burgess, mientras estos terminaban sus cafés. Su vuelo salía temprano, e irían en coche hasta el aeropuerto. Eso significaba el aparcamiento de larga duración.
Había entrado y salido del aparcamiento de larga duración en Atlanta, Kansas City y Austin. Seattle sería pan comido.
Se había acostumbrado a quedarse unos minutos en el local después de acabar el turno, porque la mayoría de los camareros así lo hacía. No quería destacar. Sabía lo que la gente pensaba de él: un tipo agradable al que le gustaba su oficio y que se esforzaba en fomentar sus dotes artísticas. Tenía cierto talento, y se preocupaba de llevar algún dibujo para enseñárselo al personal. Eso le proporcionaba la excusa necesaria para que nadie pensara demasiado en él.
Había dicho que estaba divorciado, y que se había trasladado y establecido en la isla de Vashon en busca de un cambio apacible. También había hecho creer que tenía una hija mayor en la universidad, así que, si alguna vez llegaba tarde o tenía que desaparecer durante algunos días, decía que había ido a visitar a su hija a Oregon. Lo bastante cerca para un viaje de fin de semana, pero no tan cerca como para que alguien esperase que ella lo visitara.
El éxito radicaba en los detalles. Lo planificaba todo con cuidado, de manera que la gente creyera lo que él quería que creyera. Y dado que la historia era parecida en todos los estados, nunca perdía el hilo de quién fingía ser.
Pero esa noche, dijo que estaba cansado, y se marchó del restaurante en cuanto terminó; caminó hasta su cabaña, distante unos ochocientos metros, y fue directamente al dormitorio. Sacó el mapa y el bloc y planeó cada paso para el día siguiente.
El día siguiente sería el último. El pensamiento tenía un regusto agridulce. Le gustaba la costa noroccidental del Pacífico; en especial le gustaba vivir junto al mar. Le recordaba su primera infancia, antes de que todo cambiara; cuando sólo estaban él y su madre, y vivían, inseparables, en la costa de un estado que apenas recordaba. Antes de que Bruce Carmichael apareciese en sus vidas y les robase su inocencia y la vida de su madre. Antes de Angel.
Se encontró sentado en el pequeño porche de la cabaña contemplando el cambiante color del cielo. El sol ya se había ocultado, pero no era la puesta del sol lo que le atraía, sino las diferentes capas de colores del cielo. El azul celeste, el morado y el verde esmeralda. Se entretuvo contemplando la forma de degradarse cada color hasta convertirse en otro cada vez más oscuro, mientras la línea del horizonte de Seattle adquiría vida.
A Angel le habría encantado estar allí.
—Sácame de aquí, por favor.
Él y Angel estaban sentados en el estrecho balcón de un edificio de tres plantas sin ascensor, apretujados porque el balcón apenas era lo bastante grande para contener una maceta de flores. La anciana del piso de al lado tenía seis tiestos que se tambaleaban en el borde de una verja de hierro; en tres meses que llevaban viviendo allí, ya se habían caído dos tiestos, haciéndose añicos contra la acera de cemento de abajo.
—¿Y adónde podemos ir? —preguntó él.
Estaba asustado. Aborrecía estar asustado, pero el miedo lo devoraba hasta el punto de impedirle pensar. No era el miedo a lo desconocido, ni el temor a morirse de hambre, ni a que lo mataran.
Era el miedo a parecerse a Bruce más de lo que él querría.
—A cualquier parte —susurró ella abrazándose las rodillas, con el hermoso pelo rubio colgándole, resplandeciente para él, centelleando incluso allí, en aquel roñoso balcón encima de una calle rebosante de basura. Él alargó la mano y lo tocó. Era tan suave—. Me hace daño cuando me toca. Me hace mucho daño. A veces, puedo escapar, y me invento historias para poder pensar en otras cosas. Pero a veces no puedo, y entonces es peor.
Angel había cumplido los nueve años la semana anterior. Y algo que había pasado aquella noche la había cambiado.
Bruce había estado haciendo daño a Angel en la cama de esta durante dos años, desde que su madre muriese y Bruce se los llevara con él. Pero la semana anterior había sido peor.
—Me va a matar —susurró ella—. Igual que a mamá.
—No le dejaré que te mate.
—No puedes detenerlo.
La ira borboteó dentro de él. Ella pensaba que no podría protegerla, que no sería capaz de defenderla. ¿Es que no sabía lo mucho que la quería?
—Voy a escaparme —dijo ella—. Si no me ayudas, me iré yo sola. —Trató de no llorar al decirlo.
—No puedes abandonarme.
—No quiero hacerlo. Estoy asustada. —Ella se recostó contra él y dejó que la abrazara. La ira había desaparecido, pero el miedo era mayor que nunca.
—Encontraré la manera. Encontraré la manera de alejarlo de ti para siempre.