6. PSICOANÁLISIS

3 de mayo de 1915

He cortado con el psicoanálisis. Tras haberlo practicado con asiduidad durante seis meses, estoy peor que antes. Aún no he despedido al doctor, pero mi decisión es irrevocable. Por lo pronto ayer le mandé recado de que no podía ir a verlo, y dejaré que me espere unos días. Si estuviera del todo seguro de poder reírme de él sin irritarme, sería capaz incluso de volver a verlo. Pero temo que acabaría poniéndole las manos encima.

En esta ciudad, tras el estallido de la guerra, nos aburrimos aún más que antes y, para sustituir el psicoanálisis, vuelvo a mis queridos cuadernos. Hacía un año que no había escrito una palabra, obediente en esto, como en todo lo demás, a las prescripciones del doctor, quien afirmaba que durante la cura debía concentrarme solo junto a él, porque, sin su vigilancia, la concentración reforzaría los frenos que me impiden mostrarme sincero, abandonarme. Pero ahora me encuentro más desequilibrado y enfermo que nunca y creo que escribiendo me limpiaré más fácilmente del mal que la cura me ha hecho. Al menos estoy seguro de que éste es el auténtico sistema para volver a dar importancia a un pasado que ya no duele y hacer pasar más rápido el fastidioso presente.

Me había abandonado al doctor con tanta confianza, que cuando me dijo que estaba curado, le creí enteramente y, en cambio, no creí mis dolores, que seguían asaltándome. Les decía: «¡No sois vosotros!». Pero ¡ahora no hay duda! ¡Son precisamente ellos! Los huesos de mis piernas se han convertido en espinas vibrantes que me hieren la carne y los músculos.

Pero eso no me importaría demasiado y no es ésa la razón por la que dejo la cura. Si las horas de concentración junto al doctor hubieran seguido siendo interesantes, me hubiesen seguido aportando sorpresas y emociones, no las habría abandonado o, para abandonarlas, habría esperado al final de la guerra, que me impide cualquier otra actividad. Pero ahora que sabía todo, es decir, que se trataba de una simple ilusión tonta, un truco válido para conmover a alguna vieja histérica, ¿cómo podía soportar la compañía de aquel hombre ridículo, con sus ojos, que pretendían ser escrutadores, y su presunción, que le permitía agrupar todos los fenómenos de este mundo en torno a su importante teoría? Voy a emplear el tiempo que me queda libre escribiendo. Por lo pronto voy a escribir con sinceridad la historia de mi cura. Entre el doctor y yo había desaparecido cualquier sinceridad y ahora respiro. Ya no se me impone ningún esfuerzo. No debo someterme a una fe ni debo simular profesarla. Precisamente para ocultar mejor mi pensamiento auténtico, me creía obligado a demostrarle una gran consideración y él aprovechaba para inventar cada día otras nuevas. Había que poner término a mi cura porque se había descubierto mi enfermedad. No había sido otra que la diagnosticada en su época por el difunto Sófocles al pobre Edipo: había amado a mi madre y había querido matar a mi padre.

¡Ni siquiera me enfadé! Escuché encantado. Era una enfermedad que me elevaba hasta la nobleza más alta. ¡Ilustre enfermedad, cuyos antepasados se remontaban a la época mitológica! Y no me enfado ahora que estoy solo con la pluma en la mano. Me río con ganas. La mejor prueba de que no he tenido esa enfermedad es que no he quedado curado. Esta prueba convencería incluso al doctor. Esté tranquilo: sus palabras no pudieron estropear el recuerdo de mi juventud. Cierro los ojos y veo al instante, puro, infantil, ingenuo, mi amor por mi madre, mi respeto y mi gran afecto por mi padre.

El doctor presta demasiada fe a esas dichosas confesiones mías, que no quiere devolverme para que las revise. ¡Dios mío! Él sólo estudió medicina y, por eso, ignora lo que significa escribir en italiano para nosotros, que hablamos y no sabemos escribir el dialecto. ¡Con cada una de nuestras palabras toscanas mentimos! Si supiera que contamos con predilección todas las cosas para las que tenemos dispuesta una frase y evitamos las que nos obligarían a recurrir al diccionario. Así es como elegimos los episodios de nuestra vida que vale la pena consignar por escrito. Ya se comprende que nuestra vida tendría aspecto muy distinto, si la contáramos en nuestro dialecto.

El doctor me confesó que, en toda su larga práctica, nunca había tenido ocasión de presenciar una emoción tan fuerte como la mía al toparme con las imágenes que él creía haber sabido provocarme. Por eso, me declaró curado tan pronto.

Y yo no simulé esa emoción. Es más: fue una de las más profundas que he sentido en toda mi vida. Empapado en sudor cuando creé la imagen, bañado en lágrimas cuando la tuve. Yo había acariciado ya la esperanza de poder revivir un día de inocencia y de ingenuidad. Durante meses y meses me sostuvo y me animó. ¿Acaso no se trataba de obtener con el recuerdo vivo las rosas de mayo en pleno invierno? El propio doctor aseguraba que el recuerdo sería brillante y completo, tal como para representar un día más de mi vida. Las rosas tendrían su efluvio pleno y hasta sus espinas también.

Así fue como a fuerza de correr tras esas imágenes las alcancé. Ahora sé que las inventé. Pero inventar es crear, no mentir. Las mías eran invenciones como las de la fiebre, que caminan por el cuarto para que las veas de todos lados y que después hasta te tocan. Tenían la solidez, el color, el descaro de las cosas vivas. A fuerza de deseo, proyecté las imágenes, que sólo existían en mi cerebro, en el espacio en que miraba, un espacio en que sentía el aire, la luz y hasta las esquinas angulosas que no han faltado en ningún espacio por el que yo haya pasado.

Cuando llegué al sopor que debía facilitar la ilusión y que no me parecía sino la asociación de un gran esfuerzo con una gran inercia, creía que aquellas imágenes eran reproducciones auténticas de días lejanos. Habría podido sospechar al instante que no eran tales porque, apenas disipadas, las recordaba, pero sin la menor excitación ni conmoción. Las recordaba como se recuerda algo contado que uno no ha presenciado. Si hubieran sido reproducciones auténticas, habría seguido riendo y llorando con ellas como cuando las había tenido. Y el doctor anotaba. Decía: «Hemos conseguido esto, hemos conseguido lo otro». En realidad sólo teníamos signos gráficos, esqueletos de imágenes.

Llegué a creer que se trataba de una reevocación de mi infancia, porque la primera de las imágenes me situó en época relativamente reciente, de la que antes había conservado un pálido recuerdo que pareció confirmar. Hubo un año en mi vida en que yo iba al colegio y mi hermano aún no. Y parecía pertenecer a aquel año el momento que reevoqué. Me vi salir de mi casa una mañana soleada de primavera, pasar por nuestro jardín para bajar a la ciudad de la mano de una anciana criada nuestra, Catina. Mi hermano, en la escena que soñé, no aparecía, pero era el héroe de ella. Lo sentía en casa libre y feliz, mientras yo iba a la escuela. Iba con sollozos en la garganta, el paso de mala gana e intenso rencor en el ánimo. Sólo vi uno de aquellos paseos hasta la escuela, pero el rencor de mi ánimo me decía que todos los días yo iba al colegio y que todos los días mi hermano se quedaba en casa. Hasta el infinito, cuando, en realidad, creo que, al cabo de poco tiempo, mi hermano, sólo un año menor, que yo fue al colegio también él. Pero entonces la verdad del sueño me pareció indiscutible: yo estaba condenado a ir siempre al colegio, mientras que mi hermano tenía permiso para quedarse en casa. Mientras caminaba junto a Catina, calculaba la duración de la tortura: ¡hasta el mediodía! ¡Mientras él estaba en casa! Y recordaba también que los días anteriores debían de haberme amenazado y regañado en el colegio y que entonces había pensado también: a él no pueden tocarlo. Había sido una visión de enorme evidencia. Catina, a quien yo había conocido de baja estatura, me había parecido alta sin duda porque yo era tan pequeño. Viejísima me había parecido incluso entonces, pero ya se sabe que los niños siempre ven muy viejos a los ancianos. Y, por el camino que debía recorrer para ir al colegio, vi también las extrañas columnitas que en aquella época bordeaban las aceras de nuestra ciudad. Cierto es que yo nací lo bastante pronto como para ver aún de adulto aquellas columnitas en nuestras calles céntricas. Pero en el camino que recorrí aquel día con Catina dejaron de existir en cuanto salí de la infancia.

La fe en la autenticidad de aquellas imágenes perduró en mi ánimo hasta cuando mi fría memoria, estimulada por aquel sueño, no tardó en descubrir también otros detalles de la época. El principal: también mi hermano me envidiaba porque yo iba a la escuela. Estoy seguro de haberlo notado, pero no bastó para invalidar al instante la verdad del sueño. Más adelante le quitó todo aspecto de verdad: en realidad, había habido envidia, pero en el sueño había quedado cambiada de sitio.

La segunda visión me trasladó también a una época reciente, aunque muy anterior a la de la primera: una habitación de mi casa, pero no sé cuál, por ser mucho mayor que cualquiera de las que hay en la realidad. Es extraño que me viese encerrado en esa habitación y que al instante conociera un detalle que no podía averiguar simplemente mediante la visión: la habitación quedaba lejos del lugar donde se encontraban mi madre y Catina. Y otro más: aún no había ido al colegio.

La habitación era toda blanca; es más, nunca vi una habitación tan blanca ni tan iluminada por el sol. ¿Atravesaría el sol de entonces las paredes? Desde luego, ya estaba alto, pero yo me encontraba aún en mi cama con una mano en una taza, de la que había sorbido todo el café con leche y en la que seguía sacando el azúcar con una cuchara. En un momento dado la cuchara no sacó más y entonces yo intenté llegar al fondo de la taza con la lengua. Pero no lo conseguí. Por eso acabé sujetando la taza en la mano y la cuchara en la otra y me quedé mirando a mi hermano, acostado en la cama contigua a la mía, que, más lento, estaba bebiendo su café con la nariz en la taza. Cuando por fin levantó la cabeza, la vi contraerse con los rayos del sol, que la bañaron de lleno, mientras que la mía (Dios sabrá por qué) se encontraba en la sombra. Tenía la cara pálida y algo afeada por un leve prognatismo. Me dijo:

—¿Me prestas tu cuchara?

Entonces advertí que Catina había olvidado traerle la cuchara; al instante y sin vacilación le respondí:

—¡Sí! Si a cambio me das un poco de tu azúcar.

Mantuve en alto la cuchara para realzar su valor. Pero en seguida resonó en la habitación la voz de Catina:

—¡Qué vergüenza! ¡Usurero!

El espanto y la vergüenza me hicieron recaer en el presente. Me habría gustado discutir con Catina, pero ella, mi hermano y yo, tal como era entonces, pequeño, inocente y usurero, desaparecimos y volvimos a caer en el abismo.

Lamenté haber sentido tan fuerte la vergüenza, como para destruir la imagen a que había llegado con tanto esfuerzo. Habría hecho mejor ofreciendo, en cambio, la cuchara con amabilidad y gratis y no discutiendo aquella mala acción mía que probablemente fuera la primera que cometí. Tal vez Catina habría invocado la ayuda de mi madre para infligirme un castigo y yo la habría vuelto a ver por fin.

Sin embargo, la vi o creí verla varios días después. Habría podido entender al instante que era una ilusión, porque la imagen de mi madre, como la había evocado, se parecía demasiado a su retrato, que tengo encima de mi cama. Pero debo confesar que en la aparición mi madre se movió como una persona viva.

Mucho, pero que mucho sol, ¡hasta el punto de que cegaba! De la que yo creía mi juventud me llegaba tanto de aquel sol, que resultaba difícil dudar que lo fuera. Nuestro comedor por la tarde: mi padre ha vuelto a casa y está sentado en un sofá junto a mamá, que está grabando con tinta indeleble iniciales en piezas de ropa interior distribuidas por la mesa a que está sentada. Yo me encuentro bajo la mesa, donde juego con bolitas. Cada vez me acerco más a mamá. Probablemente deseo que ella se asocie a mis juegos. En un momento dado, para ponerme en pie entre ellos, me agarro a la ropa que cuelga de la mesa y entonces se produce un desastre. El frasco de tinta me cae sobre la cabeza, me baña la cara y la ropa, la falda de mamá, y deja también una ligera mancha en los pantalones de papá. Mi padre levanta una pierna para darme una patada…

Pero yo había vuelto a tiempo de mi lejano viaje y me encontraba seguro aquí, adulto, viejo. Debo decirlo: por un instante sufrí por el castigo con que se me había amenazado y en seguida lamenté no haber podido presenciar la protección que sin duda me ofrecería mamá. Pero ¿quién puede detener esas imágenes cuando huyen a través de ese tiempo, que nunca se pareció tanto al espacio? ¡Esa era mi idea mientras creí en la autenticidad de aquellas imágenes! Ahora, por desgracia (¡oh, cuánto lo siento!), ya no creo en ellas y sé que no eran las imágenes las que se escapaban, sino mis ojos despejados que miraban de nuevo en el espacio auténtico, en el que no hay sitio para fantasmas.

Voy a contar imágenes de otro día, a las que el doctor atribuyó tal importancia, que me declaró curado.

En el duermevela a que me abandoné tuve un sueño de la inmovilidad de una pesadilla. Soñé que había vuelto a ser niño y sólo para ver cómo soñaba aquel niño. Yacía mudo con su menudo organismo invadido por la alegría. Le parecía haber visto realizado por fin su antiguo deseo. Y, sin embargo, ¡yacía ahí solo y abandonado! Pero veía y sentía con la evidencia con que se ven y se sienten en el sueño hasta las cosas lejanas. El niño, que yacía en una habitación de mi casa, veía (Dios sabe cómo) que sobre la cama había una jaula apoyada sobre bases muy sólidas, sin puertas ni ventanas, pero iluminada por toda la luz deseable y llena de aire puro y perfumado. Y el niño sabía que él solo podría llegar a ella y sin moverse siquiera, porque tal vez la jaula vendría hasta él. En aquella jaula había un solo mueble: una butaca, y en ella estaba sentada una mujer hermosa, de formas maravillosas, vestida de negro, rubia, de ojos grandes y azules, manos blanquísimas y pies pequeños enfundados en zapatillas lacadas, de las cuales, bajo las faldas, sólo se veía un ligero resplandor. Debo decir que aquella mujer me parecía una sola cosa con su vestido negro y sus zapatillas de laca. ¡Todo era ella! Y el niño soñaba con poseer a aquella mujer, pero del modo más extraño: es decir, estaba seguro de poder comerla a bocaditos de la cabeza a los pies.

Ahora, al pensarlo, me asombra que el doctor que ha leído, según dice, con tanta atención, mi manuscrito, no haya recordado el sueño que tuve antes de ir a reunirme con Carla. A mí algún tiempo después, cuando volví a pensar en él, me pareció que aquel sueño no era sino el otro un poco variado, un poco más infantil.

En cambio, el doctor anotó todo con detalle y después me preguntó con aire un poco bobo:

—La madre de usted, ¿era rubia y hermosa?

La pregunta me asombró y respondí que también mi abuela había sido así. Pero para él estaba curado, del todo curado. Abrí la boca para alegrarme con él y me resigné a lo que debía seguir, es decir, ya no investigaciones ni meditaciones, sino una auténtica y asidua reeducación.

Desde entonces aquellas sesiones fueron una auténtica tortura y yo las continué sólo porque siempre me ha resultado difícil detenerme cuando me muevo o ponerme en movimiento cuando me detengo. A veces, cuando él me decía una auténtica barbaridad yo aventuraba alguna objeción. No era cierto en absoluto —como creía él— que todas mis palabras, todos mis pensamientos fueran propios de delincuente. Entonces ponía unos ojos como platos. ¡Estaba curado y no quería verlo! Era auténtica ceguera: me había enterado de haber deseado quitar la esposa —¡mi madre!— a mi padre, ¿y no me sentía curado? Inaudita obstinación, la mía: pero el doctor reconocía que estaría aún más curado cuando hubiera acabado mi reeducación, después de la cual me acostumbraría a considerar esas cosas (el deseo de matar al padre y de besar a la madre) de lo más inocentes, cosas por las que no había que sufrir remordimiento, porque ocurrían con frecuencia en las mejores familias. En el fondo, ¿qué perdía? Un día me dijo que ahora yo era como un convaleciente que aún no se había habituado a vivir sin fiebre. Pues bien: esperaría a habituarme.

Él sentía que yo no estaba aún del todo en sus manos y además de la reeducación, de vez en cuando volvía a la cura. Intentaba de nuevo hacerme soñar, pero no volvimos a tener ningún sueño auténtico. Cansado de tanto esperar, acabé inventando uno. Si hubiera podido prever las dificultades de semejante simulación, no lo habría hecho. No es nada fácil balbucear como si se encontrara uno en pleno duermevela, cubrirse de sudores o empalidecer, no traicionarse, ponerse rojo por el esfuerzo y no ruborizarse: hablé como si hubiera vuelto a ver a la mujer de la jaula y la hubiese inducido a ofrecerme por un agujero, aparecido de improviso en la pared del cuartito, un pie para que lo chupara y me lo comiese. «¡El izquierdo, el izquierdo!», murmuré, dando un detalle curioso, que podía hacerla parecerse mejor a los sueños anteriores. Así demostraba también haber comprendido perfectamente la enfermedad que el doctor me exigía. Edipo niño era así: chupaba el pie izquierdo de su madre para dejar el derecho a su padre. En mi esfuerzo por imaginar realmente (lo que no era una contradicción, sino todo lo contrario), me engañé a mí mismo incluso al sentir el sabor de aquel pie. Casi tuve que vomitar.

No sólo el doctor, sino también yo habría deseado que hubieran vuelto a visitarme aquellas queridas imágenes de mi juventud, auténticas o no, pero que no había necesitado construir. En vista de que junto al doctor yo no venían, intenté evocarlas lejos de él. A solas corría el peligro de olvidarlas, pero ¡ya no aspiraba a una cura! Seguía queriendo rosas de mayo en diciembre. Ya las había tenido una vez. ¿Por qué no habría podido tenerlas de nuevo?

También en la soledad me aburrí bastante, pero después, en lugar de las imágenes, vino algo que por algún tiempo las sustituyó. Simplemente creí haber hecho un importante descubrimiento científico. Me creí llamado a completar toda la teoría de los colores fisiológicos. Mis predecesores, Goethe y Schopenhauer, nunca habían imaginado adonde se podía llegar manejando con habilidad los colores complementarios.

Conviene saber que yo pasaba el tiempo tumbado en el sofá de cara a la ventana de mi estudio, donde veía un trozo de mar y de horizonte. Durante un crepúsculo de ricos colores me entretuve largo rato admirando en el cielo tachonado de nubes un color magnífico, verde, puro y suave, que aparecía en un claro límpido. En el cielo había también mucho color rojo en los márgenes de las nubes por poniente, pero era un rojo aún pálido, descolorido por los directos y blancos rayos del sol. Al cabo de un rato, cerré los ojos, deslumbrado, y se vio que había dedicado mi atención y mi afecto al verde porque en mi retina se produjo su color complementario, un rojo brillante que no tenía nada que ver con el rojo luminoso, pero pálido, del cielo. Contemplé y acaricié aquel color fabricado por mí. La gran sorpresa me la llevé cuando, tras abrir los ojos, vi que el rojo llameante invadía todo el cielo y cubría también el verde esmeralda, que por largo rato no volví a ver. Pero ¡yo había descubierto el modo de teñir la naturaleza! Por supuesto, repetí varias veces el experimento. Lo más curioso es que también había movimiento en aquella coloración. Cuando volvía a abrir los ojos, el cielo no aceptaba al instante el color de mi retina. Había un instante de vacilación, en el que llegaba a ver de nuevo el verde esmeralda que había prohijado aquel rojo, el cual lo destruiría. Éste surgía del fondo, inesperado y se extendía como un incendio espantoso.

Cuando estuve seguro de la exactitud de mi observación, la llevé al doctor con la esperanza de reavivar nuestras aburridas sesiones. El doctor sacó la conclusión de que yo tenía la retina más sensible a causa de la nicotina. Estuve a punto de objetar que, en ese caso, también las imágenes, que nosotros habíamos atribuido a reproducciones de acontecimientos de mi juventud, podían ser efecto del mismo veneno. Pero así le habría revelado que no estaba curado y él habría intentado inducirme a empezar de nuevo la cura desde el principio.

Y, sin embargo, aquel bruto no siempre me creyó tan envenenado. Prueba de ello fue también la reeducación que intentó para curarme de la que llamaba mi enfermedad del tabaco. Éstas fueron sus palabras: el tabaco no me hacía daño y cuando me hubiera convencido de que era inocuo lo sería de verdad. Y, sin embargo, continuaba: ahora que se habían sacado a la luz del día las relaciones con mi padre y se las había presentado ante mi juicio de adulto, podía entender que había adoptado ese vicio para rivalizar con mi padre y había atribuido un efecto venenoso al tabaco a causa del sentimiento moral íntimo que quería castigarme por mi rivalidad respecto a él.

Aquel día abandoné la casa del doctor fumando como un carretero. Se trataba de hacer una prueba y yo me presté a ella de buen grado. Durante todo el día fumé sin interrupción. Siguió una noche, que pasé del todo en vela. Mi bronquitis crónica había resurgido y no se podía poner en duda, porque era fácil descubrir sus consecuencias en la escupidera. El día siguiente conté al doctor que había fumado mucho y que ahora no me importaba nada. El doctor me miró sonriendo y adiviné que el pecho se le inflaba de orgullo. Reanudó mi reeducación con calma. Avanzaba con la seguridad de ver florecer cada terrón sobre el que ponía el pie.

Recuerdo muy poco de aquella reeducación. La soportaba, y cuando salía de aquella habitación me sacudía como un perro al salir del agua y también yo permanecía húmedo, pero no mojado.

Sin embargo, recuerdo con indignación que, según mi educador, el doctor Coprosich había tenido razón al dirigirme las palabras que habían provocado tanto resentimiento en mí. Pero en ese caso, ¿habría merecido también la bofetada que mi padre quiso darme al morir? No sé si dijo también esto. En cambio, sé con certeza que, según él, yo había odiado también al viejo Malfenti, a quien había colocado en el lugar de mi padre. En este mundo muchos creen no poder vivir sin un afecto determinado; en cambio yo, según él, perdía el equilibrio si me faltaba determinado odio. Me casé con una u otra de las hijas y era indiferente cuál, porque de lo que se trataba era de colocar a su padre en un lugar en que mi odio pudiera alcanzarlo. Y después mancillé como mejor pude la casa que había hecho mía. Traicioné a mi mujer y es evidente que si lo hubiera conseguido habría seducido a Ada y también a Alberta. Por supuesto, no se me ocurre negar esto; es más: me hizo reír, cuando, al decírmelo, el doctor adoptó el aspecto de Cristóbal Colón, al llegar a América. Sin embargo, creo que debe de ser el único en este mundo que, al oír que quería acostarme con dos mujeres bellísimas, se preguntó: Vamos a ver por qué quiere éste acostarse con ellas.

Aún más difícil me resultó soportar lo que creyó poder decirme sobre mis relaciones con Guido. Por mi propio relato había sabido la antipatía que había acompañado al comienzo de mi relación con él. Según él, esa antipatía no dejó de existir nunca, y Ada había tenido razón al ver su última manifestación en mi ausencia del entierro. No recordó que entonces yo estaba entregado a mi amorosa tarea de salvar el patrimonio de Ada ni me digné recordárselo.

Al parecer, el doctor hizo investigaciones sobre Guido. Afirmaba que, habiéndolo elegido Ada, no podía ser como yo lo describí. Descubrió que un enorme depósito de maderas, muy cerca de la casa en que nosotros practicábamos el psicoanálisis, había pertenecido a la empresa Guido Speier & Cía. ¿Por qué no había yo hablado de eso?

Si lo hubiera hecho, habría sido una nueva dificultad en mi exposición, ya tan difícil. Esa eliminación no es sino la prueba de que una confesión hecha por mí en italiano no podía ser ni completa ni sincera. En un depósito de maderas hay una enorme variedad de calidades que nosotros en Trieste llamamos con términos bárbaros tomados del dialecto, del croata, del alemán y a veces hasta del francés (zapin no equivale en absoluto a sapin). ¿Quién me habría facilitado el vocabulario adecuado? A mi edad, ¿habría tenido que tomar un empleo en una empresa de maderas toscana? Por lo demás, el depósito de maderas de la empresa Guido Speier & Cía sólo dio pérdidas. Y, además, no tenía por qué hablar de él, porque permaneció siempre inactivo, salvo cuando intervinieron los ladrones e hicieron desaparecer esas maderas de nombres bárbaros, como si hubieran estado destinadas a construir mesitas para experimentos espiritistas.

Propuse al doctor que se informara sobre Guido por mi mujer, por Carmen o por Luciano, que es un gran comerciante de todos conocido. Que yo sepa, no se dirigió a ninguno de ellos y debo creer que no lo hizo por miedo a ver desplomarse, ante esas informaciones, todo su edificio de acusaciones y sospechas. ¿Por qué llegaría a sentir semejante odio hacia mí? También él debe de ser un histérico de aúpa, que por haber deseado en vano a su madre se venga con quien no tiene nada que ver.

Acabé sintiéndome muy cansado de aquella lucha que debía sostener con el doctor al que pagaba. Creo incluso que aquellos sueños no me sentaron bien y, además, la libertad de fumar cuanto quisiera acabó destruyéndome del todo. Tuve una buena idea: fui a ver al doctor Paoli.

Hacía muchos años que no lo veía. Había encanecido un poco pero la edad no había doblado ni redondeado demasiado su figura de granadero. Seguía contemplando las cosas con una mirada que parecía una caricia. Esa vez descubrí por qué me parecía así. Evidentemente, le da placer mirar y mira las cosas bellas y las feas con la complacencia con que los otros acarician.

Había ido a verlo con el propósito de preguntarle si creía que debía continuar con el psicoanálisis, Pero cuando me encontré ante sus ojos, fríamente escrutadores, no tuve valor para ello. Tal vez me sintiera ridículo contándole que a mi edad me había dejado engañar por semejante charlatanería. Me desagradó tener que callar, porque si Paoli me hubiera prohibido el psicoanálisis, mi posición se habría simplificado mucho, pero habría sido muy desagradable para mí verme acariciado por sus enormes ojos durante demasiado tiempo.

Le conté mis insomnios, mi bronquitis crónica, una erupción en las mejillas que entonces me atormentaba, ciertos dolores lancinantes en las piernas y, por último, extrañas pérdidas de memoria.

Paoli analizó mi orina delante de mí. La mezcla se coloreó de negro y Paoli se puso pensativo. Ahí tenía, por fin, un análisis auténtico y no un psicoanálisis. Recordé con simpatía y emoción mi lejano pasado de químico y los análisis auténticos: ¡yo, un tubito y un reactivo! Lo otro, lo analizado, duerme hasta que el reactivo lo despierta imperiosamente. No hay resistencia en el tubito o cede a la mínima elevación de la temperatura y no hay la menor simulación. En aquel tubito no sucedía nada que pudiera recordar mi comportamiento cuando, para agradar al doctor S., inventaba nuevos detalles de mi infancia, que debían confirmar el diagnóstico de Sófocles. En cambio, aquí todo era verdad. Lo que había que analizar estaba encerrado en la probeta, y, siempre igual a sí mismo, esperaba al reactivo. Cuando éste llegaba, decía la misma palabra. En el psicoanálisis no se repiten nunca ni las mismas imágenes ni las mismas palabras. Habría que llamarlo de otro modo. Llamémoslo aventura psíquica. Exactamente eso: cuando se inicia semejante análisis, es como si nos dirigiéramos a un bosque sin saber si toparemos con un bandido o con un amigo. Y ni siquiera lo sabemos, una vez pasada la aventura. En eso el psicoanálisis recuerda al espiritismo.

Pero Paoli no creía que se tratara de azúcar. Quería volver a verme el día siguiente, tras haber analizado aquel líquido por polarización.

Entretanto yo me fui radiante, cargado de diabetes. Estuve a punto de ir a ver al doctor S. para preguntarle cómo analizaría en mi interior las causas de esa enfermedad a fin de anularlas. Pero yo estaba harto de aquel individuo y no quería volver a verlo ni siquiera para burlarme de él.

Debo confesar que la diabetes fue para mí un gran solaz. Se lo dije a Augusta, cuyos ojos se llenaron de lágrimas al instante:

—Has hablado tanto de enfermedades en toda tu vida, que debías acabar contrayendo una —dijo, y luego intentó consolarme.

Me gustaba mi enfermedad. Recordé con simpatía al pobre Copler, que prefería la enfermedad real a la imaginaria. Ahora yo estaba de acuerdo con él. La enfermedad real era muy sencilla: bastaba dejarla hacer. En efecto, cuando leí en un libro de medicina la descripción de mi dulce enfermedad, descubrí en ella una especie de programa de vida (¡no de muerte!) en sus diferentes etapas. Adiós propósitos: por fin estaba libre de ellos. Todo iba a seguir su camino sin intervención mía.

Descubrí que mi enfermedad era siempre o casi siempre muy dulce. El enfermo come o bebe mucho, y no produce grandes sufrimientos, ni se procura evitar los bubones. Después muere en un coma dulcísimo.

Poco después Paoli me llamó por teléfono. Me comunicó que no había ni rastro de azúcar. Fui a verlo el día siguiente y me prescribió una dieta, que sólo seguí unos pocos días, y un mejunje que describió en una receta ilegible y que me hizo beber durante todo un mes.

—¿Le dio mucho miedo la diabetes? —me preguntó sonriendo.

Protesté, pero no le dije que, ahora que la diabetes me había abandonado, me sentía muy solo. No me habría creído.

Por aquella época me cayó en las manos la célebre obra del doctor Beard sobre la neurastenia. Seguí su consejo y cambié de medicina cada ocho días con sus recetas, que copié con escritura clara. Por algunos meses la cura me pareció buena. Ni siquiera Copler había tenido en su vida tan abundante consuelo de medicinas como yo entonces. Después pasó también aquella fe, pero entretanto yo había aplazado día tras día mi regreso al psicoanálisis.

Un día me tropecé con el doctor S. Me preguntó si había decidido abandonar la cura. Pero se mostró muy cortés, mucho más que cuando me tenía en sus manos. Evidentemente, quería recuperarme. Yo le dije que tenía asuntos urgentes, cuestiones de familia que me ocupaban y preocupaban y que, en cuanto tuviera calma, volvería a verlo. Me habría gustado rogarle que me devolviera mi manuscrito, pero no me atreví; habría equivalido a confesarle que no quería saber nada más de la cura. Reservé el intento para otra época, cuando hubiera comprendido que yo no pensaba más en la cura y se hubiese resignado.

Antes de dejarme, me dijo algunas palabras destinadas a recuperarme:

—Si examina su ánimo, lo encontrará cambiado. Ya verá cómo volverá a verme en seguida, en cuanto comprenda que yo supe acercarlo a la salud en un tiempo relativamente breve.

Pero, en realidad, yo creo que con su ayuda, a fuerza de estudiar mi ánimo, metió en él nuevas enfermedades.

Me dedico a curar de su cura. Evito los sueños y los recuerdos. Por ellos mi pobre cabeza se transformó hasta el punto de no sentirse segura sobre el cuello. Tengo distracciones espantosas. Hablo con la gente y mientras digo una cosa intento involuntariamente recordar otras que poco antes he dicho o hecho y que ya no recuerdo o incluso un pensamiento mío que me parece de enorme importancia, de la importancia que mi padre atribuyó a los pensamientos que tuvo poco antes de morir y que tampoco él consiguió recordar.

Si no quiero acabar en el manicomio, tengo que abandonar estos jueguecitos.

15 de mayo de 1915

Hemos pasado dos días de fiesta en nuestra casa de Lucinico. Mi hijo Alfio tiene que reponerse de una gripe y se va a quedar aquí con su hermana unas semanas. Nosotros volveremos por Pascua.

Por fin he conseguido volver a mis queridas costumbres y a dejar de fumar. Estoy ya mucho mejor, desde que he sabido eliminar la libertad que ese estúpido de doctor había querido concederme. Hoy que estamos a mitad de mes me he quedado asombrado ante las dificultades que ofrece nuestro calendario para una resolución regular y ordenada. Ningún mes es igual a otro. Para afirmar mejor la resolución habría que dejar de fumar junto con algo más, el mes, por ejemplo. Pero, salvo julio y agosto y diciembre y enero, no hay otros meses que se sigan y tengan el mismo número de días. ¡Un auténtico desorden en el tiempo!

Para concentrarme mejor, pasé la tarde del segundo día en soledad a orillas del Isonzo. No hay mejor concentración que contemplar el agua corriente. Te quedas quieto y el agua corriente te proporciona la distracción necesaria, porque no es igual a sí misma en el color y en la forma ni siquiera por un instante.

Era un día extraño. Desde luego, en lo alto soplaba un viento fuerte, porque las nubes cambiaban continuamente de forma, pero abajo la atmósfera no se movía. De vez en cuando, a través de las nubes en movimiento, el sol, que ya calentaba, encontraba un agujero para inundar con sus rayos tal o cual trecho de colina o una cima de montaña, con lo que resaltaba el dulce verde de mayo en medio de la sombra que cubría todo el paisaje. La temperatura era suave y hasta aquella fuga de nubes en el cielo tenía algo de primaveral. No había duda: ¡el tiempo estaba sanando!

Fue una auténtica concentración, la mía, uno de esos raros instantes que la avara vida concede de auténtica y gran objetividad, en que por fin deja uno de creerse y sentirse víctima. En medio de aquel verde tan deliciosamente resaltado por aquellos haces de rayos de sol, supe sonreír ante mi vida y mi enfermedad. La mujer había tenido en ella una importancia enorme. Tal vez a pedazos, sus piececitos, su cintura, su boca, llenaron mis días. Y, al repasar mi vida y también mi enfermedad, ¡las amé, las entendí! Cuánto más bella había sido mi vida que la de los llamados sanos, los que pegaban y quisieron pegar a su mujer todos los días, salvo en ciertos momentos. En cambio, yo había estado acompañado siempre por el amor. Cuando no pensaba en mi mujer, pensaba en ella también para hacerme perdonar haber pensado en las otras. Los otros abandonaban a la mujer decepcionados y desesperados de la vida. En mí la vida nunca estuvo privada del deseo y después de cada naufragio renació en seguida la ilusión, con sueños de miembros, de voces, de actitudes más perfectas.

En aquel momento recordé que, entre las muchas mentiras que había dicho a aquel profundo observador que era el doctor S., figuraba también la de que después de la marcha de Ada yo no había vuelto a traicionar a mi mujer. También sobre esa mentira fabricó sus teorías. Pero allí, a la orilla de aquel río, recordé de improviso y con espanto que era cierto que desde hacía unos días, tal vez desde que había abandonado la cura, no había vuelto a buscar la compañía de otras mujeres. ¿Estaría curado, como afirmaba el doctor S.? Como soy viejo, ya hace tiempo que las mujeres no me miran. Si yo dejo de mirarlas a ellas, quedará cortada toda relación entre nosotros.

Si semejante duda se me hubiera presentado en Trieste, habría sabido resolverla en seguida. Allí era algo más difícil.

Pocos días antes había tenido en las manos el libro de memorias de Da Ponte, el aventurero contemporáneo de Casanova. También él había pasado sin duda por Lucinico y yo soñé con toparme con alguna de sus mujeres empolvadas y con los miembros ocultos con miriñaque. ¡Dios mío! ¿Cómo conseguían aquellas mujeres rendirse tan pronto y con tanta frecuencia, estando defendidas con todos aquellos trapos?

Me pareció que el recuerdo del miriñaque, a pesar de la cura, era bastante excitante. Pero el mío era un deseo algo alterado y no bastó para tranquilizarme.

Poco después tuve la experiencia que buscaba y fue suficiente para tranquilizarme, pero me costó lo mío. Para tenerla, enturbié y eché a perder la relación más pura que había tenido en mi vida.

Me tropecé con Teresina, la hija mayor del colono de una finca situada junto a mi casa. El padre se había quedado viudo dos años antes y su numerosa prole había recuperado a la madre en Teresina, una muchacha robusta que se levantaba por la mañana para trabajar y dejaba el trabajo a la hora de acostarse y recobrar fuerzas para poder reanudar el trabajo. Aquel día conducía el burrito, tarea confiada por lo general a su hermanito, y caminaba junto al carrito cargado de hierba fresca, porque el pequeño animal no habría podido arrastrar también por aquella ligera cuesta el peso de la muchacha.

El año anterior Teresina me había carecido aún una niña y sólo había sentido por ella una simpatía sonriente y paternal. Pero incluso el día anterior, cuando había vuelto a verla por primera vez, pese a haberla encontrado crecida, con carita morena más seria, y los delgados hombros ensanchados sobre el pecho, que iban arqueándose con el parco desarrollo de aquel cuerpecito fatigado, había seguido viendo en ella una niña inmadura, en la que sólo podía admirar su extraordinaria actividad y el instinto maternal de que disfrutaban sus hermanitos. Si no hubiera sido por aquella maldita cura y por la necesidad de comprobar en seguida en qué estado se encontraba mi enfermedad, también aquella vez habría podido dejar Lucinico sin haber turbado tamaña inocencia.

Teresina no llevaba miriñaque. Y su carita regordeta y sonriente no conocía los polvos. Iba descalza y enseñaba también media pierna. La carita, los piececitos y la pierna no consiguieron excitarme. La cara y los miembros que Teresina dejaba ver eran del mismo color; todos pertenecían al aire y no había nada de malo en que fueran abandonados al aire. Tal vez por eso no conseguían excitarme. Pero al sentirme tan frío me asusté. ¿Acaso necesitaba el miriñaque, después de la cura?

Empecé acariciando al burrito, al que había procurado un poco de descanso. ¡Después intenté volverme hacia Teresina y le puse en la mano nada menos que diez coronas! ¡Era el primer atentado! El año anterior había puesto en las manitas de ella y de sus hermanitos unos céntimos para expresarles mi afecto paternal. Pero ya se sabe que el afecto paternal es otra cosa. Teresina se quedó estupefacta ante tan generoso don. Se levantó con cuidado la faldita para guardar en no sé qué bolsillo oculto el precioso pedazo de papel. Así vi otro trozo de pierna, pero también moreno y casto.

Me volví hacia el burrito y le di un beso en la cabeza. Mi afectuosidad despertó la suya. Alargó el hocico y emitió su potente grito de amor, que yo escuché con respeto. Cómo cruza las distancias y qué cargado de sentido está, con ese primer gritó que invoca y se repite y luego se atenúa y termina en un llanto desesperado. Pero, oído desde tan cerca, me hizo daño en el tímpano.

Teresina se reía y su risa me animó. Me volví hacia ella y de repente la cogí por el antebrazo y fui subiendo la mano, despacio, hacia el hombro, estudiando mis sensaciones. ¡Gracias al cielo aún no estaba curado! Había dejado la cura a tiempo.

Pero Teresina, con un palo, hizo avanzar al burro para seguirlo y dejarme.

Riendo con ganas, porque quedaba contento aunque la zagalilla no quisiera saber nada conmigo, le dije:

—¿Tienes novio? Deberías tenerlo. ¡Es una lástima que no tengas ya!

Sin dejar de alejarse de mí, me dijo:

—Si me echo uno, ¡será más joven que usted, desde luego!

Aquello no empañó mi alegría. Me habría gustado dar una leccioncita a Teresina e intenté recordar cómo en Bocaccio «Maese Alberto de Bolonia honestamente avergüenza a una mujer que a él quería avergonzar por haberse enamorado de ella». Pero el razonamiento de Maese Alberto no surtió efecto, porque Madonna Malgherida de Ghisolieri le dijo: «Aprecio vuestro amor, como de hombre valiente y sabio ha de ser; y por eso, siempre que no toque a mi honestidad, haré todo lo que de mí dependa para agradaros con seguridad».

Intenté hacerlo mejor:

—¿Cuándo te dedicarás a los viejos, Teresina? —grité para que me oyera, pues ya estaba lejos.

—Cuando sea vieja yo también —gritó riendo de gusto y sin detenerse.

—Pero entonces los viejos no querrán saber nada contigo. ¡Escúchame! ¡Yo los conozco!

Gritaba complaciéndome con mi ingenio, que procedía derecho de mi sexo.

En aquel momento se abrieron las nubes en un punto del cielo y dejaron pasar rayos de sol que cayeron sobre Teresina, quien ahora estaba a unos cuarenta metros de mí y unos diez más alta. ¡Era morena, pequeña, pero luminosa!

¡El sol no me iluminó a mí! Cuando se es viejo, se queda uno a la sombra, aun teniendo ingenio.

26 de junio de 1915

¡La guerra me ha alcanzado! Yo que escuchaba las historias de guerra como si se tratara de una de otra época de la que resultaba divertido hablar, pero por la que sería absurdo preocuparme, mira por dónde, me he visto en ella estupefacto y al mismo tiempo asombrado de no haber comprendido antes que tarde o temprano me vería envuelto en ella. Había vivido en plena calma en un edificio cuya planta baja ardía y no había previsto que tarde o temprano todo el edificio se desplomaría, y yo con él, pasto de las llamas.

La guerra me ha hecho presa, me ha sacudido como un trapo y me ha privado de golpe de toda mi familia y también de mi administrador. De la noche a la mañana me he convertido en un hombre del todo nuevo; mejor dicho, para ser más exactos, cada hora del día es del todo nueva para mí. Desde ayer estoy un poco más tranquilo, porque, por fin, tras la espera de un mes, tuve las primeras noticias de mi familia. Se encuentran sanos y salvos en Turín, cuando yo ya había perdido cualquier esperanza de volver a verlos.

Debo pasar el día entero en mi oficina. No tengo nada que hacer en ella, pero los Olivi, por ser ciudadanos italianos, han tenido que marcharse y todos mis escasos buenos empleados han ido a luchar de una parte o de otra, por lo que debo permanecer en mi puesto de vigilante. Por la noche voy a casa cargado con las enormes llaves del almacén. Hoy que me siento mucho más tranquilo, me he traído a la oficina este manuscrito con la idea de que me hiciera pasar mejor el lento transcurrir de las horas del tiempo. En realidad, me ha proporcionado un cuarto de hora maravilloso en el que me he enterado de que en este mundo hubo una época de tanta quietud y silencio que permitía ocuparse de semejantes juegos.

La guerra y yo nos hemos encontrado de modo violento, pero que ahora me parece un poco cómico.

Estaría bien que alguien me invitase en serio a caer en un estado de semiinconsciencia que me permitiera revivir aunque sólo fuese una hora de mi vida anterior. Me echaría a reír en sus narices. ¿Cómo se puede abandonar un presente semejante para ir en busca de cosas carentes de la menor importancia? Me parece que sólo ahora me he alejado definitivamente de mi salud y de mi enfermedad. Camino por las calles de nuestra desdichada ciudad y siento que soy un privilegiado que no va a la guerra y que cada día encuentra lo que necesita para comer. En comparación con todos los demás me siento tan feliz —sobre todo desde que tuve noticias de los míos—, que rae parecería provocar la ira de los dioses, si, además, me encontrara perfectamente.

La guerra y yo nos encontramos de modo violento, pero que ahora me parece un poco cómico.

Augusta y yo habíamos regresado a Lucinico a pasar la Pascua con nuestros hijos. El 23 de mayo me levanté temprano. Tenía que tomar las sales de Carlsbad y también dar un paseo antes de tomar el café. Durante esa cura en Lucinico advertí que el corazón, cuando estás en ayunas, trabaja más activamente e irradia a todo el organismo un gran bienestar.

Augusta, para decirme adiós, alzó la cabeza enteramente blanca de la almohada y me recordó que había prometido a mi hija buscarle rosas. Nuestro único rosal estaba seco, por lo que había que salir a comprarlas. Mi hija ya está hecha una bella muchacha y se parece a Ada. Por momentos me había olvidado hacer de educador huraño con ella y había pasado a ser el caballero que respeta la feminidad hasta en su propia hija. En seguida advirtió su poder y abusó de él, lo que divertía mucho a Augusta y a mí. Quería rosas y había que comprárselas.

Me propuse caminar por dos horitas. Hacía un sol espléndido y, como mi propósito era caminar todo el tiempo y no detenerme hasta volver a casa, no me llevé la chaqueta ni el sombrero. Por fortuna, recordé que tenía que pagar las rosas y no dejé la cartera en casa con la chaqueta.

Ante todo me dirigí al campo de al lado, del padre de Teresina, para rogarle que cortara las rosas que iría a recoger a mi regreso. Entré en el gran patio rodeado de un muro algo ruinoso y no encontré a nadie. Grité el nombre de Teresina. Salió de la casa el más pequeño de los niños que entonces debía tener seis años. Le puse en la manita unos céntimos y él me contó que toda la familia había ido a trabajar al otro lado del Isonzo en un campo de patatas cuya tierra había que remover.

Eso no me desagradaba. Conocía ese campo y sabía que para llegar a él había que caminar cerca de una hora. Como había decidido caminar durante unas dos horas, me agradaba poder dar a mi paseo una meta determinada. Así no había miedo de interrumpirlo por un ataque repentino de pereza. Me puse en camino a través de la llanura, que es más alta que la carretera, por lo que sólo veía los márgenes de ésta y alguna copa de árbol en flor. Estaba alegre de verdad: así, en mangas de camisa y sin sombrero, me sentía ligero. Aspiraba aquel aire tan puro y, como solía desde hacía un tiempo, mientras caminaba hacia la gimnasia pulmonar de Niemeyer, que me había enseñado un amigo alemán, cosa utilísima para quien lleva vida bastante sedentaria.

Al llegar a aquel campo, vi a Teresina que trabajaba justo hacia la parte de la carretera. Me acerqué a ella y entonces advertí que más acá trabajaban junto al padre los dos hermanitos de Teresina, de una edad que no habría podido precisar: entre diez y catorce años. Con la fatiga los viejos se sienten tal vez exhaustos, pero, por la excitación que la acompaña, siempre más jóvenes que en la inactividad. Me acerqué riendo a Teresina:

—Aún estás a tiempo, Teresina. No tardes.

No me entendió y yo no le expliqué nada. No era necesario. Puesto que no recordaba, podíamos volver a nuestras relaciones anteriores. Ya había repetido el experimento y había tenido también esa vez un resultado favorable. Al dirigirle aquellas pocas palabras, la había acariciado de otro modo y no sólo con los ojos.

Con el padre de Teresina quedé de acuerdo en seguida respecto a las rosas. Me permitía cortar las que quisiera; después no habría problema respecto al precio. Él quería regresar al instante al trabajo, mientras yo me disponía a tomar el camino de regreso, pero después se arrepintió y se me acercó corriendo. Al alcanzarme, me preguntó en voz muy baja:

—¿No ha oído usted nada? Dicen que ha estallado la guerra.

—¡Sí! ¡Todo el mundo lo sabe! Hace un año más o menos —respondí.

—No hablo de ésa —dijo impaciente—. Hablo de la otra con… —y señaló a la cercana frontera italiana—. ¿No sabe usted nada? —Me miró ansioso esperando la respuesta.

—Como comprenderá —le dije con plena seguridad—, si yo no sé nada quiere decir que nada pasa. Yo vengo de Triste y las últimas palabras que he oído allí significan que la amenaza de guerra ha quedado conjurada definitivamente. En Roma han depuesto al ministro que quería la guerra y ahora está Giolitti.

Se tranquilizó al instante.

—Entonces, ¡estas patatas que estamos sembrando y que prometen tan buena cosecha serán nuestras! ¡Hay tantos charlatanes en este mundo! —Con la manga de la camisa se secó el sudor que le chorreaba por la frente.

Al verlo tan contento, intenté ponerlo más contento aún. Me gustan tanto las personas felices. Por eso, dije cosas que no me gusta recordar, la verdad. Afirmé que, aun cuando estallara la guerra, allí no se lucharía. Primero estaba el mar, donde ya era hora de que combatiesen, y, además, ahora en Europa no faltaban los campos de batalla para quien quisiera batirse. Estaba Flandes y varios departamentos de Francia. Además, había oído decir —ya no sabía a quién— que en este mundo había ahora tal necesidad de patatas, que las recogían cuidadosamente incluso en los campos de batalla. Hablé mucho, sin dejar de mirar a Teresina, pequeña, menuda, que se había acurrucado sobre la tierra para palparla antes de clavarle la azada.

El campesino, del todo tranquilizado, volvió a su trabajo. En cambio, yo le había transmitido parte de mi tranquilidad a él y a mí me quedaba mucha menos. Era evidente que en Lucinico estábamos demasiado cerca de la frontera. Hablaría de ello con Augusta. Quizá debiéramos regresar a Trieste o tal vez ir más allá o más acá. Desde luego, Giolitti había vuelto al poder, pero no se podía saber si, una vez arriba, seguiría viendo las cosas igual que cuando allá arriba estaba otro.

Me puso aún más nervioso el encuentro casual con un pelotón de soldados, que avanzaba por la carretera en dirección a Lucinico. No eran soldados jóvenes e iban vestidos y pertrechados muy mal. Colgada al costado llevaban lo que en Trieste llamábamos la Durlindana, esa bayoneta larga que durante el verano de 1915 habían tenido que sacar de los viejos depósitos en Austria.

Por un tiempo caminé tras ellos, inquieto por llegar pronto a casa. Después me fastidió un olor a salvajina que despedían y aminoré el paso. Mi inquietud y mi prisa eran absurdas. También era absurdo inquietarse por haber visto la inquietud de un campesino. Ahora veía de lejos mi casa y el pelotón ya no estaba en la carretera. Aceleré el paso para llegar por fin ante mi café con leche.

Allí comenzó mi aventura. En un recodo del camino, me detuvo un centinela que gritó:

Zurück! —Y se puso incluso en posición de tiro. Quise hablarle en alemán, ya que había gritado en alemán, pero de alemán sólo sabía esa palabra, que repitió en tono cada vez más amenazador.

Había que ir zurück y yo, sin dejar de mirar atrás por miedo a que el otro, para hacerse entender mejor, disparara, me apresuré a retirarme y ni siquiera aminoré el paso cuando dejé de ver al soldado.

Pero aún no había renunciado a llegar en seguida a mi casa. Pensé que, atravesando la colina de mi derecha, llegaría hasta detrás del centinela amenazador.

El ascenso no fue difícil sobre todo porque mucha gente debía de haber pasado por allí antes que yo y la hierba estaba aplanada. Seguro que se había visto obligada a hacerlo ante la prohibición de pasar por la carretera. Caminando recobré la seguridad y pensé que a mi llegada a Lucinico iría en seguida a protestar ante el alcalde por el trato que había sufrido. Si permitía que trataran así a los veraneantes, ¡pronto no iría nadie a Lucinico!

Pero, al llegar a la cima de la colina, tuve la desagradable sorpresa de encontrarla ocupada por aquel pelotón de soldados que olían a salvajina. Muchos soldados reposaban a la sombra de una casita de campesinos que yo conocía desde hacía mucho tiempo y que ahora estaba totalmente vacía; tres de ellos parecían hacer guardia, pero no hacia la ladera por la que yo había llegado, y otros estaban en semicírculo delante de un oficial que les daba instrucciones ilustrándolas con un mapa que sostenía en la mano.

Yo no llevaba ni siquiera un sombrero que me permitiese saludar. Inclinándome varias veces y con mi mejor sonrisa, me acerqué al oficial, quien, al verme, dejó de hablar con sus soldados y se puso a mirarme. También los cinco mamelucos que lo rodeaban tenían puesta toda su atención en mí. Bajo aquellas miradas y por terreno irregular, era muy difícil moverse.

El oficial, gritó:

Was will der dumme Kerl hier? (¿Qué quiere ese estúpido?).

Asombrado ante el hecho de que me ofendieran así sin provocación alguna, quise mostrarme virilmente ofendido, pero aun así, con la discreción que requerían las circunstancias, intenté llegar a la ladera que me conduciría a Lucinico. El oficial se puso a gritar que, si daba un paso más, ordenaría que me dispararan. Al instante me volví muy cortés y desde aquel día hasta éste en que escribo he seguido siendo igual de cortés. Era una barbaridad verse obligado a tratar a semejante tipo, pero por lo menos tenía la ventaja de que hablaba alemán correctamente. Era tal ventaja que, al recordarlo, me resultaba aún más fácil hablarle con dulzura. Pobre de mí si, con lo bestia que era, no hubiera comprendido alemán siquiera. Habría estado perdido.

Lástima que yo no hablaba con suficiente corrección esa lengua, porque, si no, me habría resultado fácil hacer reír a aquel señor tan grosero. Le conté que en Lucinico me esperaba mi café con leche, del que sólo me separaba su pelotón.

Se rió. Sí, sí: se rió sin dejar de blasfemar y no tuvo paciencia para dejarme acabar. Dijo que el café con leche de Lucinico se lo beberían otros y, cuando oyó que además del café me esperaba mi mujer, gritó:

Auch Ihre Frau wird von anderen gegessen werden. (También a su mujer se la comerán otros).

Ahora él estaba de mejor humor que yo. Pareció arrepentirse de haberme dicho aquellas palabras que, subrayadas por la risa ruidosa de los cinco mamelucos, podían parecer ofensivas: se puso serio y me explicó que debía abandonar por unos días la esperanza de volver a ver Lucinico y que, en confianza, me aconsejaba incluso no insistir, porque bastaría eso sólo para comprometerme.

Haben Sie verstanden? (¿Ha entendido usted?).

Había entendido, pero no era nada fácil resignarse a renunciar al café con leche, del que me separaba no más de medio kilómetro. Sólo por eso vacilaba en irme, pues era evidente que, cuando hubiera bajado de aquella colina, no llegaría a mi casa ese día. Y, para ganar tiempo, pregunté amable al oficial:

—Pero ¿a quién debería dirigirme para poder volver a Lucinico a coger al menos la chaqueta y el sombrero?

Debería haber comprendido que el oficial estaba impaciente por quedarse solo con su mapa y sus hombres, pero no esperaba provocar su ira tanto.

Gritó, hasta el punto de ensordecerme, que, como ya me había dicho, no debía preguntárselo. Después me ordenó ir adonde el diablo quisiera llevarme (wo der Teufel Sie tragen will). La idea de hacerme llevar no me desagradaba demasiado, porque estaba muy cansado, pero aún vacilaba. Pero el oficial, a fuerza de gritar, se fue acalorando cada vez más y en tono muy amenazador convocó a uno de los cinco hombres que lo rodeaban y llamándolo señor cabo le dio la orden de conducirme al pie de la colina y vigilarme hasta que desapareciera por el camino que conduce a Gorizia y dispararme si vacilaba en obedecerlo.

Por eso, bajé de aquella cima de buen grado:

Danke schön —dije incluso, sin la menor intención irónica.

El cabo era un eslavo que hablaba bastante bien italiano. Le pareció que debía mostrarse brutal delante del oficial y, para inducirme a precederlo en la bajada, me gritó:

Marsch! —Pero cuando estuvimos un poco más lejos, se mostró amable y cortés. Me preguntó si tenía noticias sobre la guerra y si era cierto que la intervención italiana era inminente. Me miraba ansioso esperando la respuesta.

Así pues, ¡ni siquiera ellos que la hacían sabían (si había guerra o no! Quise hacerlo lo más feliz posible y le di las noticias que había comunicado también al padre de Teresina. Después me pesaron en la conciencia. En la horrible tempestad que estalló, probablemente perecieran todas las personas a las que tranquilicé. Quién sabe qué expresión de sorpresa quedaría cristalizada en su cara por la muerte. El mío era un optimismo irreprimible. ¿Es que no había reconocido la guerra en las palabras del oficial y mejor aún en su sonido?

El cabo se alegró mucho y, para recompensarme, me aconsejó también él que no volviera a intentar llegar a Lucinico. En vista de las noticias que yo le daba, consideraba que el día siguiente anularían las disposiciones que me impedían volver a casa. Pero entretanto me aconsejaba ir a Trieste al Platzkommando, en el que tal vez pudiera conseguir un permiso especial.

—¿Hasta Trieste? —pregunté espantado. ¿A Trieste sin chaqueta, sin sombrero y sin café con leche?

Por lo que el cabo sabía, mientras hablábamos, un denso cordón de infantería cerraba el paso a Italia, con lo que creaba una nueva frontera insuperable. Con sonrisa de superioridad me dijo que, según él, el camino más corto para Lucinico era el que pasaba por Trieste.

A fuerza de oírlo decir, me resigné y me dirigí hacia Gorizia pensando en tomar el tren del mediodía para dirigirme a Trieste. Estaba agitado, pero debo decir que me encontraba muy bien. Había fumado poco y no había comido nada. Sentía una ligereza que me faltaba desde hacía mucho. No me desagradaba tener que seguir andando. Me dolían un poco las piernas, pero me parecía que podrían sostenerme hasta Gorizia, pues mi respiración era libre y profunda. En efecto, tras calentar las piernas con el ejercicio, no me pesó caminar. Y con ese bienestar, marcando el compás con mis pasos y alegre por la insólita velocidad con que caminaba, recobré mi optimismo. Amenazaban por aquí, amenazaban por allá, pero no llegarían hasta la guerra. Y por eso, cuando llegué a Gorizia, vacilé, pensando si debería coger una habitación en el hotel para pasar la noche en ella y regresar al día siguiente a Lucinico a fin de presentar mis quejas al alcalde.

Por lo pronto, corrí a la oficina de correos para telefonear a Augusta. Pero de mi casa no contestaban.

El empleado, un hombrecillo de barbita rala, que con su pequeñez y rigidez parecía algo ridículo y obstinado —lo único que recuerdo de él—, al sentirme renegar furibundo ante el teléfono mudo, se me acercó y me dijo:

—Ya es la cuarta vez que Lucinico no responde.

Cuando me volví para mirarlo, en sus ojos brilló una gran maldad alegre (¡me equivocaba! ¡También eso lo recuerdo ahora!) y aquellos ojos brillantes buscaron los míos para ver si estaba tan sorprendido y enojado. Tardé diez minutos en comprender. Entonces no me cupieron dudas. Lucinico se encontraba o dentro de pocos instantes se encontraría en la línea de fuego. Cuando entendí perfectamente aquella mirada elocuente, me dirigía al café para tomar, en espera del almuerzo, la taza de café que debía haber bebido por la mañana. Cambié de rumbo al instante y fui a la estación. Quería encontrarme más cerca de los míos y —siguiendo las indicaciones de mi amigo cabo— me iba a Trieste.

Durante aquel breve viaje mío fue cuando estalló la guerra.

Pensando en llegar cuanto antes a Trieste, en la estación de Gorizia, y pese a tener tiempo, no tomé la taza de café que anhelaba desde hacía tantas horas. Subí al vagón y, al encontrarme solo, dirigí el pensamiento a los míos, de quienes me habían separado de forma tan extraña. El tren marchó bien hasta más allá de Monfalcone.

Parecía que la guerra no hubiera llegado aún hasta allí. Recobré la tranquilidad pensando que probablemente en Lucinico las cosas se habrían desarrollado como de este lado de la frontera. A aquella hora Augusta y mis hijos se encontrarían de viaje hacia el interior de Italia. Esa tranquilidad, asociada a la enorme y sorprendente que me procuraba el hambre, me sumió en un largo sueño.

Probablemente fuera el propio hambre lo que me despertara. Mi tren se había detenido en medio de la llamada Sajonia de Trieste. No se veía el mar, si bien debía de estar muy cerca, porque una ligera calina impedía divisar a lo lejos. La región de Carso tiene gran dulzura en mayo, pero sólo puede entenderlo quien no esté viciado por las primaveras exuberantes de color y vida de otros campos. Aquí la piedra que sobresale por todas partes está rodeada de un verde suave, que no es humilde, porque pronto se convierte en la nota predominante del paisaje.

En otras condiciones me habría irritado enormemente no poder comer teniendo hambre. En cambio, aquel día la grandeza del acontecimiento histórico a que había asistido me imponía y me inducía a la resignación. El revisor, al que regalé cigarrillos, no pudo conseguirme ni siquiera un pedazo de pan. No conté a nadie mis experiencias de la mañana. En Trieste hablaría con algún amigo íntimo. De la frontera, hacia la que tendía el oído, no llegaba ningún sonido de combate. Estábamos parados en aquel sitio para dejar pasar a ocho o nueve trenes que bajaban como exhalaciones hacia Italia. La llaga gangrenosa (como pronto se llamó en Austria el frente italiano) se había abierto y necesitaba material para alimentar su purulencia. Y los pobres hombres iban hacia ella sonriendo y cantando. De todos aquellos trenes salían los mismos sonidos de alegría o de embriaguez.

Cuando llegué a Trieste, la noche ya había caído sobre la ciudad.

La noche estaba iluminada por el resplandor de muchos incendios y un amigo que me vio ir hacia casa en mangas de camisa me gritó:

—¿Has participado en los saqueos?

Por fin conseguí comer algo y en seguida me acosté.

Un cansancio tremendo me empujaba hacia la cama. Creo que lo habían producido las esperanzas y las dudas que luchaban en mi cabeza. Seguía encontrándome muy bien y en el breve período que precedió al sueño, cuyas imágenes me había ejercitado en retener con el psicoanálisis, recuerdo que acabé el día con una última idea optimista e infantil: en la frontera aún no había muerto nadie, por lo que podía volver la paz.

Ahora que sé que mi familia está sana y salva, la vida que hago no me desagrada. No tengo demasiado que hacer, pero no se puede decir que permanezca inactivo. No se debe ni comprar ni vender. El comercio recobrará la salud, cuando haya paz. Olivi, desde Suiza, me hace llegar consejos. ¡Si supiera cómo desentonan sus consejos en este ambiente, que ha cambiado tan radicalmente!

Entretanto, yo no hago nada de momento.

24 de marzo de 1916

Desde mayo del año pasado no había tocado este cuaderno. Mira por dónde, el doctor S. me escribe desde Suiza y me ruega que le envíe todo lo que haya anotado. Es una petición curiosa, pero no tengo inconveniente alguno en enviarle también este cuaderno, por el que verá con claridad lo que pienso de él y de su cura. Ya que tiene en su poder todas mis confesiones, que tenga también estas pocas páginas y alguna más que de buena gana añado para su edificación. Dispongo de poco tiempo, porque mi negocio me ocupa toda la jornada. Pero quiero cantarle las cuarenta al señor doctor S. He pensado tanto en ello, que ahora tengo las ideas muy claras.

Por lo pronto, cree que va a recibir otras confesiones mías sobre enfermedad y debilidad y, en cambio, va a recibir la descripción de una salud todo lo sólida y perfecta que mi avanzada edad permite. ¡Estoy curado! No sólo no quiero seguir con el psicoanálisis, sino que, además, ni siquiera lo necesito. Y mi salud no se debe sólo a que me siento un privilegiado en medio de tantos mártires.

No me siento sano por comparación. Estoy absolutamente sano. Desde hace mucho tiempo sabía que mi salud no podía ser sino mi convicción y que era una tontería digna de un soñador hipnagógico quererla curar en lugar de persuadir. Desde luego, sufro ciertos dolores, pero carecen de importancia ante mi gran salud. Puedo ponerme un emplasto aquí o allá, pero el resto ha de moverse, luchar y nunca detenerse en la inmovilidad, como los gangrenados. Además, el dolor y el amor, la vida, en suma, no pueden considerarse una enfermedad porque duelan.

Reconozco que, para llegar a convencerme de mi salud, mi destino tuvo que cambiar y avivar mi organismo con la lucha y sobre todo con el triunfo. Fue mi negocio el que me curó y quiero que el doctor S. lo sepa.

Atónito e inerte, estuve contemplando el mundo trastornado hasta principios de agosto del año pasado. Entonces empecé a comprar. Subrayo este verbo porque tiene un significado más elevado que antes de la guerra. Entonces, en boca de un comerciante, significaba que estaba dispuesto a comprar un artículo determinado. Pero cuando yo lo dije, me refería a que compraba cualquier mercancía que se me ofreciera. Como todas las personas fuertes, tenía en la cabeza una sola idea y de ella viví y fue mi fortuna. Olivi no estaba en Trieste, pero es cierto que no habría permitido un riesgo semejante y lo habría dejado para los demás. En cambio, para mí no era un riesgo. Yo sabía el resultado con absoluta certeza. Primero había convertido, según la antigua costumbre en época de guerra, todo el patrimonio en oro, pero había cierta dificultad para comprar y vender oro. El oro, por así decir, líquido, por ser más móvil, era la mercancía y la acaparé. De vez en cuando hago ventas, pero siempre en medida inferior a las compras. Como comencé en el momento adecuado, mis compras y mis ventas fueron tan afortunadas, que éstas me proporcionaban los elevados medios que necesitaba para aquéllas.

Con mucho orgullo recuerdo que mi primera compra fue incluso una tontería en apariencia y estuvo destinada únicamente a poner en práctica al instante mi idea: una pequeña partida de incienso. El vendedor me hacía propaganda sobre la posibilidad de emplear el incienso como sucedáneo de la resina, que ya empezaba a faltar, pero yo, como químico que soy, sabía con absoluta certeza que el incienso nunca podría sustituir a la resina, de la que era diferente toto genere. Según mi idea, el mundo llegaría a una miseria tal, que habría que aceptar el incienso como sucedáneo de la resina. ¡Y compré! Hace pocos días vendí una pequeña parte y obtuve lo que me había costado la partida entera. En el momento en que cobré ese dinero, se me ensanchó el pecho, al sentir mi fuerza y mi salud.

El doctor, cuando haya recibido esta última parte de mi manuscrito, debería devolvérmelo entero. Lo reharé con auténtica claridad, porque, ¿cómo podía entender mi vida, cuando no conocía este último período? Tal vez viviera tantos años sólo con el fin de prepararme para él.

Por supuesto, no soy un ingenuo y disculpo al doctor por ver en mi propia vida una manifestación de enfermedad. La vida se parece un poco a la enfermedad, porque avanza por crisis y lisis y tiene mejorías y empeoramientos diarios. A diferencia de las demás enfermedades, la vida siempre es mortal. No tolera curas. Sería como querer tapar los agujeros que tenemos en el cuerpo por considerarlos heridas. Moriríamos estrangulados, nada más curarnos.

La vida actual está envenenada hasta las raíces. El hombre ha ocupado el lugar de los árboles y de los animales y ha envenenado el aire, ha impedido el libre espacio. Pueden ocurrir cosas peores. El triste y activo animal podría descubrir y poner a su servicio otras fuerzas. Hay una amenaza de esa clase en el aire. El resultado será una gran riqueza… en el número de hombres. Cada metro cuadrado estará ocupado por un hombre. ¿Quién nos curará de la falta de aire y de espacio? ¡Sólo de pensarlo me asfixio!

Pero no es eso, no es eso sólo.

Cualquier esfuerzo por conseguir la salud es vano. Ésta sólo puede pertenecer a los animales que conocen un único progreso: el de su organismo. Cuando la golondrina comprendió que su única posibilidad de vida era la emigración, aumentó el músculo que mueve sus alas y que se convirtió en la parte más importante de su organismo. El topo se metió bajo tierra y todo su cuerpo se adaptó a su necesidad. El caballo creció y transformó su pie. No conocemos el progreso de algunos animales, pero habrá existido y nunca habrá perjudicado a su salud.

En cambio, el hombre, el animal con gafas, inventa instrumentos fuera de su cuerpo y, si quien los inventó gozó de salud y nobleza, quien los usa casi siempre carece de ellas. Los instrumentos se compran, se venden y se roban y el hombre se vuelve cada vez más astuto y más débil. Es más: se comprende que su astucia crezca en proporción a su debilidad. Sus primeros instrumentos parecían prolongaciones de su brazo y sólo podían ser eficaces por la fuerza de éste, pero ahora el instrumento ya no guarda relación con el miembro. Y el instrumento es el que crea la enfermedad con el abandono de la ley, que fue la creadora en toda la tierra. La ley del más fuerte desapareció y perdimos la saludable selección. Necesitaríamos algo muy distinto del psicoanálisis: bajo la ley del posesor del mayor número de instrumentos prosperarán enfermedades y enfermos.

Tal vez gracias a una catástrofe inaudita, producida por los instrumentos, volvamos a la salud. Cuando no basten los gases venenosos, un hombre hecho como los demás, en el secreto de una habitación de este mundo, inventará un explosivo inigualable, en comparación con el cual los explosivos existentes en la actualidad serán considerados juguetes inofensivos. Y otro hombre hecho también como todos los demás, pero un poco más enfermo que ellos, robará dicho explosivo y se situará en el centro de la tierra para colocarlo en el punto en que su efecto pueda ser máximo. Habrá una explosión enorme que nadie oirá y la tierra, tras recuperar la forma de nebulosa, errará en los cielos libre de parásitos y enfermedades.