Fue Guido quien quiso que trabajara con él en su nueva casa comercial. Yo me moría de deseo de participar, pero estoy seguro de no haberle dejado nunca adivinar tal deseo mío. Se comprende que, con mi inactividad, la propuesta de ese trabajo en compañía de un amigo me resultara simpática. Pero había algo más. Aún no había abandonado la esperanza de poder llegar a ser un buen negociante, y me parecía más fácil avanzar enseñando a Guido que aprendiendo de Olivi. En este mundo muchas personas aprenden sólo escuchándose a sí mismas o al menos no saben aprender escuchando a los demás.
Tenía, además, otras razones para desear esa asociación. ¡Quería ser útil a Guido! Ante todo, le tenía aprecio y, aunque él quería parecer fuerte y seguro, a mí me parecía inerme y necesitado de protección, que yo quería concederle de buen grado. Además, también en mi conciencia y no sólo ante Augusta, me parecía que cuanto más me vinculaba a Guido más clara resultaba mi absoluta indiferencia por Ada.
En resumen, sólo esperaba una palabra de Guido para ponerme a su disposición, y éste no la pronunció antes sólo porque no me creía muy inclinado al comercio, ya que no había querido saber nada del que me ofrecía mi familia.
Un día me dijo:
—Yo he hecho toda la Escuela Superior de Comercio, pero, aun así, me preocupa un poco tener que ocuparme de todos los detalles que garantizan el funcionamiento adecuado de una casa comercial. De acuerdo: el comerciante no necesita saber nada, porque, si necesita un balance, llama a un experto; si necesita saber algo de leyes, se dirige al abogado; y para la contabilidad recurre a un contable. Pero ¡es muy duro tener que poner desde el principio la contabilidad en manos de un extraño!
Fue la primera alusión clara a su propósito de tenerme a su lado. La verdad es que yo no había hecho otras prácticas de contabilidad que durante los pocos meses en que había llevado el libro mayor para Olivi, pero estaba seguro de ser el único contable que no habría sido un extraño para Guido.
Hablamos con claridad y por primera vez de la posibilidad de nuestra asociación, cuando fue a escoger los muebles para su oficina. Sin más ni más, encargó dos escritorios para la dirección. Le pregunté, al tiempo que me ruborizaba:
—¿Por qué dos?
Respondió:
—El otro es para ti.
Sentí tal agradecimiento hacia él, que casi lo habría besado.
Cuando hubimos salido de la tienda, Guido, un poco violento, me explicó que aún no estaba en condiciones de ofrecerme un empleo en su casa. Dejaba a mi disposición ese puesto en su despacho, sólo para animarme a acudir a hacerle compañía, siempre que me apeteciera. No quería obligarme a nada y también él quedaba en libertad. Si su comercio iba bien, me concedería un puesto en la dirección de su casa.
Hablando de su comercio, la hermosa cara morena de Guido se ponía muy seria. Parecía que hubiera pensado ya todas las operaciones a que quería dedicarse. Miraba a lo lejos, por encima de mi cabeza, y yo confié tanto en la seriedad de sus meditaciones, que me volví también yo a mirar lo que él veía, es decir, esas operaciones que debían aportarle la fortuna. No quería recorrer ni el camino seguido con tanto éxito por nuestro suegro ni el de la modestia y la seguridad, seguido por Oliví. Todos ésos, para él, eran comerciantes a la antigua. Había que seguir un camino muy distinto, y se asociaba conmigo de buen grado, porque yo no estaba aún estropeado por los viejos.
Todo eso me pareció cierto. Me regalaban mi primer éxito comercial y enrojecí de placer por segunda vez. Por eso y por gratitud ante la estima que me había demostrado, trabajé con él y para él, unas veces con mayor y otras con menor intensidad, durante dos buenos años, sin otra compensación que la gloría de ese puesto en el propio despacho de la dirección. Hasta entonces fue ése, sin lugar a dudas, el período más largo que yo hubiera dedicado a una misma ocupación. No puedo jactarme de ello, porque tal actividad mía no dio fruto alguno ni para mí ni para Guido y en el comercio —todo el mundo lo sabe— sólo se puede juzgar por el resultado.
Durante tres meses, el tiempo necesario para fundar aquella empresa, seguí convencido de ir camino de constituir un gran comercio. Supe que me iba a corresponder no sólo ocuparme de detalles como la correspondencia y la contabilidad, sino también de vigilar los asuntos. Sin embargo, Guido conservó un gran ascendiente sobre mí, tanto que habría podido incluso arruinarme y sólo mi buena suerte se lo impidió. Bastaba una señal suya para que corriese junto a él. Eso me provoca estupefacción aun ahora que escribo, después de haber tenido tiempo de reflexionar sobre ello durante buena parte de mi vida.
Y escribo sobre esos dos años porque mi apego a Guido me parece una clara manifestación de mi enfermedad. ¿Qué razón había para apegarse a él a fin de aprender el comercio en gran escala y poco después permanecer vinculado a él para enseñarle el de poca envergadura? ¿Qué razón había para sentirse bien en aquella posición sólo porque me parecía que mi gran amistad con Guido significaba una gran indiferencia hacia Ada? ¿Quién me exigía todo eso? ¿No bastaba para provocar nuestra indiferencia recíproca la existencia de todos esos mocosos que, asiduos, traíamos al mundo? Yo no tenía nada contra Guido, pero, desde luego, no habría sido el amigo que habría elegido libremente. Vi siempre con tanta claridad sus defectos, que con frecuencia sus ideas me irritaban, cuando no me conmovía algún acto suyo de debilidad. Durante mucho tiempo le sacrifiqué mi libertad y me dejé arrastrar por él a las situaciones más odiosas sólo para ayudarlo. Una auténtica manifestación de enfermedad o de gran bondad, dos cualidades que están en relación muy íntima entre sí.
No deja de ser cierto, aunque con el tiempo se desarrollara entre nosotros un gran afecto, como sucede siempre entre personas de bien que se ven todos los días. ¡Y fue un gran afecto, el mío! Cuando Guido desapareció, durante mucho tiempo sentí su falta e incluso mi vida entera me pareció vacía, porque una parte tan grande de ella había sido invadida por él y sus negocios.
Me dan ganas de reír al recordar que, sin ir más lejos, en nuestro primer negocio, la compra de los muebles, cometimos una equivocación. Ya teníamos los muebles y no nos decidíamos aún a la hora de escoger un local para el despacho. En relación con eso, entre Guido y yo había una diferencia de opinión, que fue la causa del retraso. Por lo que yo había visto con mi suegro y con Olivi, la oficina debía estar contigua al almacén, para permitir su vigilancia. Guido protestaba con una mueca de disgusto:
—¡Esas oficinas triestinas que apestan a bacalao o a pieles!
Guido aseguraba que sabría organizar la vigilancia incluso desde lejos, pero aun así vacilaba. Un buen día el vendedor de los muebles lo apremió a retirarlos, porque, de lo contrario, los arrojaría a la calle y entonces Guido corrió a alquilar un despacho, el último que le habían ofrecido, sin almacén cercano, pues se encontraba en el centro mismo de la ciudad. Por eso nunca tuvimos almacén.
La oficina se componía de dos grandes habitaciones bien iluminadas y de un cuartito sin ventanas. Sobre la puerta de ese cuartito inhabitable se fijó un cartelito con la inscripción en letras lapidarias: Contabilidad; luego, en una de las otras dos puertas se colocó el letrerito: Caja y la otra quedó adornada con la designación, tan inglesa, de Privado. También Guido había estudiado comercio en Inglaterra y había aprendido nociones útiles. La Caja fue provista, como Dios manda, de una magnífica caja de hierro y de la reja tradicional. Nuestra habitación Privada se convirtió en una cámara de lujo espléndidamente tapizada con color castaño aterciopelado y fue provista de dos escritorios, un sofá y varias butacas muy cómodas.
Luego vino la compra de los libros y de los diferentes utensilios. En eso mi autoridad de director fue indiscutible. Hacía encargos y las cosas llegaban. En realidad, habría preferido que no me hubiesen obedecido con tanta prontitud, pero era mi deber decir todas las cosas que hacían falta en una oficina. Entonces me pareció descubrir la gran diferencia que había entre Guido y yo. Lo que yo sabía me servía para hablar y a él para actuar. Cuando él llegaba a saber lo que yo sabía y no más, compraba. Es cierto que a veces, en las cuestiones comerciales, estuvo por completo decidido a no hacer nada, es decir, ni comprar ni vender, pero también ésa me pareció una resolución de persona que cree saber mucho. Yo habría tenido más dudas, incluso en la inactividad.
En esas compras fui muy prudente. Corrí a ver a Olivi a fin de tomar medidas para el copiador de cartas y para los libros de contabilidad. Después el joven Olivi me ayudó a abrir los libros y me explicó una vez más la contabilidad por partida doble, cosas todas fáciles de aprender, pero también de olvidar. Cuando llegáramos al balance, también me lo explicaría.
Aún no sabíamos lo que haríamos en aquella oficina (ahora sé que ni siquiera Guido lo sabía entonces) y discutíamos toda nuestra organización. Recuerdo que durante días hablamos de dónde colocaríamos a los otros empleados, si llegáramos a necesitarlos. Guido sugería que metiéramos a todos los que cupieran en la Caja. Pero el pequeño Luciano, nuestro único empleado de momento, dijo que allí donde estaba la caja no podía haber otras personas que las encargadas de la propia caja. ¡Era muy duro tener que aceptar lecciones de nuestro recadero! Yo tuve una inspiración:
—Me parece recordar que en Inglaterra se paga, todo con cheques.
Era una cosa que me habían dicho en Trieste.
—¡Muy bien! —dijo Guido—. También yo lo recuerdo ahora. ¡Es curioso que lo hubiera olvidado!
Se puso a explicar con toda clase de detalles a Luciano que ya no se acostumbraba a manejar tanto dinero. Los cheques circulaban de mano en mano por los importes que se deseara. Fue una bella victoria la nuestra, y Luciano calló.
Éste obtuvo gran provecho de lo que aprendió de Guido. Nuestro recadero es en la actualidad un comerciante de Trieste bastante respetado. Aún me saluda con cierta humildad, atenuada por una sonrisa. Guido pasaba siempre una parte de la jornada enseñando primero a Luciano, luego a mí y después a la empleada. Recuerdo que por mucho tiempo había acariciado la idea de hacer comercio a comisión para no arriesgar su dinero. Me explicó la esencia de ese comercio a mí y, en vista de que yo aprendía demasiado rápido, se puso a explicarlo a Luciano, que por mucho tiempo estuvo escuchándolo con muestras de la más viva atención, con sus grandes ojos brillantes en la cara aún imberbe. No se puede decir que Guido perdiera el tiempo, porque Luciano es el único de nosotros que ha tenido éxito en esa clase de comercio. ¡Y luego dicen que la ciencia es la que vence!
Mientras tanto, de Buenos Aires llegaron los pesos. ¡Fue un asunto serio! A mí al principio me había parecido cosa fácil, pero, en realidad, el mercado de Trieste no estaba preparado para esa moneda exótica. Volvimos a necesitar al joven Olivi, que nos enseñó a realizar esos cheques. Después, como en determinado momento Olivi nos dejó solos, por parecerle que nos había conducido a buen puerto, Guido se encontró durante varios días con los bolsillos llenos de coronas, hasta que encontramos el camino a un Banco, que nos libró del incómodo peso entregándonos un talonario de cheques, que pronto aprendimos a utilizar.
Guido sintió la necesidad de decir a Olivi, que le facilitaba la tarea:
—¡Le aseguro que nunca haré la competencia a la empresa de mi amigo!
Pero el joven, que tenía otra concepción del comercio, respondió:
—¡Ojalá hubiera más comerciantes dedicados a nuestros artículos! ¡Mejor nos iría!
Guido se quedó con la boca abierta, comprendió demasiado bien, como le sucedía siempre, y adoptó aquella teoría, que ofreció a quien la quisiera oír.
A pesar de sus estudios en la Escuela Superior, Guido tenía una idea poco precisa del debe y el haber. Miró con sorpresa cómo constituí la cuenta de capital y también cómo registré los gastos. Después supo tanta contabilidad, que, cuando le proponían un negocio, lo analizaba ante todo desde el punto de vista contable. Le parecía incluso que el conocimiento de la contabilidad confería un aspecto nuevo al mundo. Veía nacer deudores y acreedores por todos lados, hasta cuando dos se peleaban o se besaban.
Se puede decir que entró en el comercio armado de la máxima prudencia. Rechazó cantidad de negocios e incluso durante seis meses los rechazó todos con el aspecto tranquilo de quien sabe lo que hace.
—¡No! —decía, y el monosílabo parecía el resultado de un cálculo preciso, aun cuando se trataba de un artículo que nunca había visto. Pero toda esa reflexión había resultado desperdiciada viendo cómo el negocio y después su posible beneficio o su pérdida debería pasar a través de una contabilidad. Era lo último que había aprendido y se había superpuesto a todas sus nociones.
Me duele tener que hablar tan mal de mi pobre amigo, pero debo ser veraz, también para entenderme mejor a mí mismo. Recuerdo cuánta inteligencia empleó para atestar nuestra pequeña oficina de fantasías que nos impedían cualquier actividad sensata. En determinado momento, para iniciar el comercio a comisión, decidimos enviar por correo un millar de circulares. Guido hizo esta reflexión:
—¡Cuántos sellos ahorraríamos, si, antes de expedir estas circulares supiéramos cuáles de ellas llegarán a las personas que las tendrán en cuenta!
La frase sola no habría impedido nada, pero le complació demasiado y comenzó a lanzar al aire las circulares cerradas para expedir sólo las que caían con la dirección hacia arriba. El experimento recordaba a algo parecido que yo había hecho en el pasado, pero, de todos modos, me parece que nunca llegué a ese extremo. Como es natural, no recogí ni expedí las circulares eliminadas por él, porque no podía estar seguro de que no hubiese habido de verdad una seria inspiración que lo hubiera incitado a esa eliminación y de que debiese, por esa razón, no derrochar los sellos que correspondía pagar a él.
Mi buena suerte me impidió verme arruinado por Guido, pero la misma buena suerte me impidió también tomar parte demasiado activa en sus negocios. Lo digo en voz alta porque en Trieste hay quien piensa que no fue así: durante el tiempo que pasé con él, no intervine nunca con inspiración alguna, del tipo de la de los frutos secos. Nunca lo animé a hacer un negocio y nunca le impedí hacerlo. Me limitaba a advertirle. Lo incitaba a mostrarse activo y cauto. Pero nunca me habría atrevido a tirar a la mesa de juego su dinero.
A su lado me volví muy indolente. Intenté llevarlo hacia el buen camino y tal vez no lo conseguí por demasiada indolencia. Por lo demás, cuando dos se juntan, no corresponde a ellos decidir cuál de los dos debe ser Don Quijote y cuál Sancho Panza. Él hacía el negocio y yo, como buen Sancho, lo seguía muy lento en mis libros, tras haberlo examinado y criticado como debía.
El comercio a comisión fracasó por completo, pero sin causarnos perjuicios. El único que nos envió mercancías fue un papelero de Viena, y una parte de esos objetos de escritorio fue vendida por Luciano, que poco a/ poco se enteró de la comisión que nos correspondía y consiguió que Guido se la concediese casi entera. Guido acabó accediendo porque eran pequeñeces, y también porque el primer negocio liquidado así debía traer suerte. Ese primer negocio nos dejó en el cuartito de los trastos una cantidad de objetos de escritorio que tuvimos que pagar y quedarnos. Teníamos para el consumo de muchos años de una casa comercial mucho más activa que la nuestra.
Durante un par de meses, aquella pequeña oficina luminosa, en el centro de la ciudad, fue para nosotros un lugar de reunión agradable. En él trabajábamos muy poco (creo que en total concluimos dos negocios de embalajes usados y vacíos, para los cuales encontramos en el mismo día la oferta y la demanda, y con los que obtuvimos un pequeño beneficio) y charlábamos mucho, como buenos chicos, también con el inocente de Luciano, quien, cuando hablábamos de negocios, se agitaba como otros de su edad cuando oyen hablar de mujeres.
Entonces me resultaba fácil divertirme con inocencia con los inocentes, porque aún no había perdido a Carla. Y de aquella época recuerdo con placer toda la jornada. Por la noche, en casa, tenía muchas cosas que contar a Augusta y podía hablarle de todas las que se referían a la oficina, sin excepción alguna y sin tener que añadir nada para falsearlas.
No me preocupaba en absoluto, cuando Augusta pensativa exclamaba:
—Pero ¿cuándo empezaréis a ganar dinero?
¿Dinero? En eso no habíamos pensado siquiera. Sabíamos que primero había que detenerse a mirar, estudiar las mercancías, el país e incluso nuestro Hinterland. ¡Una casa comercial no se improvisaba así como así! Y también Augusta se tranquilizaba con mis explicaciones.
Después fue admitido en nuestra oficina un huésped muy ruidoso: un perro de caza de pocos meses, agitado e invidente. Guido lo amaba mucho y había organizado para él un aprovisionamiento regular de leche y carne. Cuando no tenía nada que hacer ni que pensar, también yo lo veía con gusto retozar por la oficina en esos cuatro o cinco gestos que sabemos interpretar en el perro y que nos hacen cogerle tanto cariño. Pero no me parecía que, siendo como era tan ruidoso y sucio, fuese aquél su lugar. Para mí, la presencia de aquel perro en nuestra oficina fue la primera prueba que Guido dio de no ser digno de dirigir una casa comercial. Eso demostraba una absoluta falta de seriedad. Intenté explicarle que el perro no podía favorecer nuestros negocios, pero no tuve valor para insistir y él me hizo callar con una respuesta cualquiera.
Por eso, me pareció que debía dedicarme a la educación de aquel colega mío y le asesté con gran placer alguna patada, cuando Guido no estaba. El perro chillaba y al principio volvía junto a mí creyendo que había chocado con él por error. Pero una segunda patada le explicaba mejor la primera y entonces se acurrucaba en un rincón y había paz en la oficina hasta que Guido llegaba. Después me arrepentí de haberme cebado con un inocente, pero demasiado tarde. Colmé al perro de atenciones, pero no volvió a fiarse de mí y delante de Guido daba claras señales de su antipatía.
—¡Qué extraño! —decía Guido—. Menos mal que sé quién eres, porque, si no, no me fiaría de ti. Los perros no suelen equivocarse en sus antipatías.
Para disipar las sospechas de Guido, casi le habría contado cómo había sabido conquistarme la antipatía del perro.
Pronto tuve una escaramuza con Guido sobre una cuestión que, en realidad, no debería haberme importado tanto. Como sentía tanta pasión por la contabilidad, se le metió en la cabeza la idea de colocar sus gastos familiares en la cuenta de los gastos generales. Tras haber consultado a Olivi, me opuse y defendí los intereses del viejo Cada. En efecto, no era posible colocar en esa cuenta todo lo que gastaban Guido y Ada y, además, lo que costaron los dos gemelos, cuando nacieron. Eran gastos que atañían personalmente a Guido y no a la empresa. Luego, como compensación, sugerí escribir a Buenos Aires para convenir la asignación de un salario para Guido. El padre se negó a concederlo con el comentario de que Guido percibía ya el setenta y cinco por ciento de los beneficios, mientras que a él sólo le correspondía el resto. A mí me pareció una respuesta justa; en cambio, Guido se puso a escribir largas cartas a su padre para discutir la cuestión desde un punto de vista superior, como él decía. Buenos Aires estaba muy lejos y así la correspondencia duró lo que duró nuestra empresa. Pero ¡se impuso mi punto de vista! La cuenta de gastos generales siguió pura y no se vio contaminada por los gastos particulares de Guido y el capital quedó comprometido del todo por el hundimiento de la empresa, pero del todo, sin deducciones.
La quinta persona admitida en nuestra oficina (contando también a Argo) fue Carmen. Yo asistí a su contratación. Había acudido a la oficina, después de haber estado con Carla y me sentía muy sereno, con esa serenidad de las ocho de la mañana del príncipe de Talleyrand. En el oscuro pasillo vi a una señorita y Luciano me dijo que quería hablar personalmente con Guido. Yo tenía algo que hacer y le rogué que esperara fuera. Poco después entró Guido en nuestro cuarto, evidentemente sin haber visto a la señorita, y Luciano vino a entregarle la tarjeta de presentación que aquélla traía. Guido la leyó y dijo, al tiempo que se quitaba la chaqueta porque hacía calor:
—¡No! —Pero en seguida vaciló—. Tendré que hablarle por consideración a quien la recomienda. La hizo entrar y yo la miré sólo cuando vi que Guido se había lanzado de un salto hacia su chaqueta para ponérsela y se había vuelto hacia la muchacha con la hermosa cara morena y ruborizada y los ojos chispeantes.
Ahora estoy seguro de haber visto muchachas tan bellas como Carmen, pero no de una belleza tan agresiva, es decir, tan evidente al primer vistazo. Por lo general, a las mujeres las creamos primero con nuestro deseo, mientras que aquélla no necesitaba esa primera fase. Al mirarla, sonreí e incluso reí. Me parecía semejante a un industrial que corriera por el mundo gritando la excelencia de sus productos. Se presentaba en busca de un empleo, pero a mí me habría gustado intervenir en los trámites para preguntarle: «¿Qué empleo? ¿Para una alcoba?».
Vi que no llevaba la cara pintada, pero sus colores eran tan precisos, tan azul su candor y tan semejante al de la fruta madura su rubor, que el artificio estaba simulado a la perfección. Sus grandes ojos castaños reflejaban tal cantidad de luz, que cualquiera de sus movimientos tenía gran importancia.
Guido la había hecho sentarse y ella, recatada, miraba la punta de su paraguas o, con mayor probabilidad, su botita de charol. Cuando Guido le habló, alzó los ojos con rapidez y se los dirigió a la cara, tan luminosos, que mi pobre jefe quedó anonadado. Vestía con recato, pero de nada le servía porque su cuerpo anulaba cualquier recato. Sólo las botas eran de lujo y recordaban un poco al papel blanquísimo que Velázquez colocaba bajo los pies de sus modelos. También Velázquez, para hacer destacar a Carmen del ambiente, la habría pintado sobre un fondo negro de laca.
Con mi serenidad, estuve escuchando serio. Guido le preguntó si sabía taquigrafía. Ella confesó que no, pero añadió que tenía mucha práctica de escribir al dictado. ¡Qué curioso! Aquella figura alta, esbelta y tan armónica, emitía una voz ronca. No pude ocultar mi sorpresa:
—¿Está resfriada? —le pregunté.
—¡No! —me respondió—. ¿Por qué me lo pregunta? —Y se sorprendió tanto, que la mirada con que me envolvió fue aún más intensa. No sabía que tenía una voz tan disonante y hube de suponer que hasta su orejita no era tan perfecta como parecía.
Guido le preguntó si sabía inglés, francés o alemán. Le dejaba escoger, ya que aún no sabíamos qué lengua íbamos a necesitar. Carmen respondió que sabía un poco de alemán, pero muy poco.
Guido no adoptaba nunca una decisión sin razonar:
—No necesitamos el alemán, porque yo lo sé muy bien.
La señorita esperaba la palabra decisiva que a mí me parecía ya se había pronunciado y, para apresurarla, contó que en el nuevo empleo buscaba también la posibilidad de hacer prácticas y, por esa razón, se contentaría con un sueldo muy modesto.
Uno de los primeros efectos de la belleza femenina en un hombre es el de hacerle perder la avaricia. Guido se encogió de hombros para dar a entender que no se ocupaba de cosas tan insignificantes, le fijó un sueldo que ella aceptó agradecida y le recomendó con gran seriedad que estudiara taquigrafía. Esa recomendación la hizo sólo por consideración hacia mí, con quien se había comprometido al declarar que el primer empleado que contrataría sería un taquígrafo perfecto.
Esa misma noche hablé de mi nuevo colega a mi mujer. No le gustó lo más mínimo. Sin que yo se lo hubiera dicho, pensó en seguida que Guido había tomado a su servicio a esa muchacha para hacer de ella su amante. Yo discutí con ella y, aun admitiendo que Guido se comportaba un poco como un enamorado, afirmé que podría recuperarse del flechazo sin otras consecuencias. En conjunto, la muchacha parecía buena persona.
Pocos días después —no sé si por casualidad—, Ada vino a visitarnos a la oficina. Guido no había llegado aún y Ada se quedó un instante conmigo para preguntarme a qué hora vendría. Después, con paso vacilante, se dirigió a la habitación contigua, en la que en ese momento sólo estaban Carmen y Luciano. Carmen estaba ejercitándose en la máquina de escribir, absorta en la búsqueda de las letras una a una. Alzó sus bellos ojos para mirar a Ada, que tenía los suyos clavados en ella. ¡Qué diferentes eran las dos mujeres! Se parecían un poco, pero Carmen parecía una caricatura de Ada. Yo pensé que una, a pesar de ir vestida con ropa más cara, estaba hecha para llegar a ser una esposa o una madre, mientras que a la otra, pese a llevar en ese momento un modesto delantal para no ensuciarse el vestido con la máquina, correspondía el papel de amante. No sé si en este mundo habría sabios que supieran decir por qué los bellísimos ojos de Ada recogían menos luz que los de Carmen y, por esa razón, eran auténticos órganos para mirar las cosas y a las personas y no para maravillarlas. Así, Carmen soportó con facilidad la mirada despreciativa, pero también curiosa; también había en ella un poco de envidia, ¿o se la atribuí yo?
Ésa fue la última vez que vi a Ada aún bella, exactamente como se me había negado. Después vino su desastroso embarazo y los dos gemelos necesitaron la intervención del cirujano para venir al mundo. Muy poco después la aquejó la enfermedad que le quitó toda la belleza. Por eso, recuerdo con tanto gusto aquella visita. Pero la recuerdo también porque en ese momento toda mi simpatía fue para ella, la de la belleza dulce y modesta, derrotada por otra tan diferente. Desde luego, yo no amaba a Carmen y no conocía de ella otra cosa que sus magníficos ojos, sus espléndidos colores, la voz ronca y, por último, el modo —de que era inocente— como había sido admitida allí dentro. En cambio, sentí cariño por Ada en ese momento, y es cosa bien extraña sentir cariño por una mujer a la que deseamos con ardor, no poseímos y ahora no nos importa nada. En conjunto, llegamos así a las mismas condiciones en que nos encontraríamos, en caso de que ella hubiera accedido a nuestros deseos, y resulta sorprendente poder comprobar una vez más que ciertas cosas por las que vivimos tienen una importancia mínima.
Quise abreviarle el dolor y la hice pasar a la otra habitación. Guido, que no tardó en entrar, se puso muy rojo al ver a su mujer. Ada le dio una razón muy plausible para su visita, pero al instante, y en el momento de dejarnos, le preguntó:
—¿Habéis contratado a una nueva empleada?
—¡Sí! —dijo Guido y, a fin de ocultar su confusión, no encontró cosa mejor que interrumpirse para preguntar si había venido alguien a buscarlo. Después, tras recibir mi respuesta negativa, hizo una mueca de desagrado, como si esperara una visita importante, cuando, en realidad, yo sabía que no esperábamos a nadie, y entonces fue cuando dijo a Ada con aire indiferente, que, por fin, consiguió adoptar:
—¡Necesitábamos a un taquígrafo!
Yo me divertí muchísimo al ver que se equivocaba hasta en el sexo de la persona que necesitaba.
La llegada de Carmen aportó mucha vida a nuestra oficina. No me refiero a la vivacidad procedente de sus ojos, de su bella figura y de los colores de su cara; me refiero a los simples negocios. La presencia de aquella muchacha incitó a Guido a trabajar. Ante todo quiso demostrarme a mí y a todos los demás que la nueva empleada era necesaria, y cada día inventaba nuevos trabajos en los que participaba también él. Después, por un largo período, su actividad fue un medio para cortejar con mayor eficacia a la muchacha. Alcanzó una eficacia inaudita. Tenía que enseñarle la forma de la carta que le dictaba y corregirle la ortografía de muchas, pero que muchas, palabras. Lo hacía siempre con dulzura. Cualquier compensación por parte de la muchacha no habría sido excesiva.
Pocos de los negocios que inventó inspirado por el amor le dieron fruto. En cierta ocasión trabajó por mucho tiempo para un negocio y resultó que el artículo estaba prohibido. En determinado momento nos encontramos ante un hombre de rostro contraído por el dolor, al que habíamos pisado sin saberlo. Quería saber qué teníamos nosotros que ver con ese artículo y suponía que éramos mandatarios de una potente competencia extranjera. La primera vez estaba inquieto y se temía lo peor. Cuando descubrió nuestra ingenuidad, se rió en nuestras narices y nos aseguró que no conseguiríamos nada. Acabó teniendo razón, pero antes de que nos conformáramos con la condena pasó no poco tiempo y Carmen escribió no pocas cartas. Descubrimos que el artículo era inalcanzable por estar rodeado de trincheras. Yo no dije nada de semejante asunto a Augusta, pero ésta me habló de él, porque Guido se lo había contado a Ada para demostrarle el mucho trabajo que tenía el nuevo taquígrafo. Pero el negocio que no llegó a hacerse siguió siendo muy importante para Guido. Todos los días hablaba de él. Estaba convencido de que en ninguna otra ciudad del mundo habría ocurrido una cosa así. Nuestro ambiente comercial era miserable y cualquier comerciante emprendedor resultaba estrangulado. Así le sucedía a él.
En la alocada y desordenada serie de negocios que en aquella época pasó por nuestras manos, hubo uno que hasta nos las quemó. No lo buscamos nosotros; fue el negocio el que nos asaltó. Nos metió en él un dálmata, un tal Tacich, cuyo padre había trabajado en Argentina con el padre de Guido. Primero vino a vernos sólo para recibir de nosotros informaciones comerciales, que pudimos conseguirle.
Tacich era un joven muy apuesto, demasiado apuesto incluso. Alto, fuerte, tenía un rostro aceitunado en el que se fundían en deliciosa entonación el azul oscuro de los ojos, las largas cejas y cortos y espesos bigotes color castaño de reflejos áureos. En resumen, había en él tal armonía de colores, que me pareció el hombre nacido para acompañar a Carmen. También a él le pareció así y vino a vernos todos los días. La conversación en nuestra oficina duraba todos los días horas, pero nunca fue aburrida. Los dos hombres luchaban para conquistar a la mujer, y como todos los animales en celo, ostentaban sus mejores cualidades. Guido se retraía un poco porque el dálmata iba a verlo a su casa y, por esa razón, conocía a Ada, pero ya nada podía perjudicarlo ante los ojos de Carmen; yo, que conocía bien esos ojos, lo supe al instante, mientras que Tacich tardó mucho más en enterarse y, para tener con mayor frecuencia pretexto para verla, compró a nosotros y no al fabricante varios vagones de jabón, que pagó algo más caro. Luego, también por amor, nos metió en el negocio desastroso.
Su padre había observado que, periódicamente, en determinadas épocas del año, el sulfato de cobre subía y en otras bajaba de precio. Por eso, decidió comprar en Inglaterra, para especular con él en el momento más favorable, unas sesenta toneladas. Hablamos por extenso de ese negocio e incluso lo preparamos entrando en relación con la casa inglesa. Después el padre telegrafió al hijo que le parecía había llegado el momento oportuno y dijo también el precio al que estaría dispuesto a concluir el negocio. Tacich, enamorado como estaba, vino corriendo a vernos y nos confió el negocio, a cambio de lo cual recibió como premio una bella mirada, larga y acariciadora, de Carmen. El pobre dálmata recibió agradecido la mirada sin saber que era una manifestación de amor a Guido.
Recuerdo la tranquilidad y seguridad con que Guido se dispuso a realizar el negocio que, en realidad, se presentaba muy fácil, porque en Inglaterra se podía embarcar la mercancía con destino a nuestro puerto, donde sería cedida, sin tocarla, a nuestro comprador. Fijó con exactitud el importe exacto que quería ganar y con mi ayuda estableció el límite que debía señalar a nuestro amigo inglés para la compra. Con ayuda del diccionario escribimos juntos el telegrama en inglés. Una vez expedido, Guido se frotó las manos y se puso a calcular cuántas coronas le lloverían a la caja a cambio de ese leve y breve esfuerzo. Para conservar el favor de los dioses, consideró justo prometerme una pequeña comisión a mí y luego, con algo de malicia, también a Carmen, que había colaborado en el negocio con los ojos. Los dos quisimos negarnos, pero él nos suplicó que al menos fingiéramos aceptar. De lo contrario, temía nuestro mal de ojo y yo lo complací al instante para tranquilizarlo. Yo sabía con certeza matemática que de mí sólo podían llegarle los mejores augurios, pero comprendía que él pudiera ponerlo en duda. Aquí abajo, cuando no nos odiamos, nos amamos todos, pero nuestros vivos deseos acompañan sólo a los negocios en que participamos.
El asunto fue examinado en todos los sentidos e incluso recuerdo que Guido calculó hasta cuántos meses podría mantener, con el beneficio que obtendría, su familia y la oficina, es decir, sus dos familias, como decía unas veces, o sus dos oficinas, como decía otras, cuando se aburría mucho en casa. Fue examinado demasiado aquel asunto, y tal vez por eso no saliera bien. De Londres llegó un telegrama breve: Tomada nota, y luego la indicación del precio del sulfato ese día, mucho más elevado que el concedido por nuestro comprador. Adiós negocio. Tacich fue informado de ello y poco después abandonó Trieste.
En aquella época yo estuve casi un mes sin frecuentar la oficina, razón por la que no pasó por mis manos una carta que llegó a la empresa, de aspecto inofensivo, pero que iba a tener graves consecuencias para Guido. Con ella la empresa inglesa nos confirmaba su telegrama y acababa informándonos de que tomaba nota de nuestra petición, válida salvo contraorden. Guido no pensó en dar la contraorden y yo, cuando volví a la oficina, ya no recordaba ese asunto. Así, varios meses después, una noche Guido vino a buscarme a casa con un telegrama que no entendía y que creía nos habían dirigido por error, pese a llevar clara nuestra dirección telegráfica, que yo había hecho registrar, en cuanto instalamos nuestra oficina. El telegrama contenía sólo tres palabras: 60 tons settled, y yo lo entendí al instante, lo que no era difícil porque ese del sulfato de cobre era el único negocio de importancia que habíamos tratado. Se lo dije: se comprendía por aquel telegrama que se había alcanzado el precio que habíamos fijado para la ejecución de nuestra petición y, por esa razón, éramos los felices propietarios de sesenta toneladas de sulfato de cobre.
Guido protestó:
—¿Cómo se puede pensar que yo vaya a aceptar con tanto retraso la ejecución de mi encargo?
Yo pensé en seguida que en nuestra oficina debía de estar la carta de confirmación del primer telegrama, mientras que Guido no recordaba haberla recibido. Él, inquieto, me propuso correr al instante a la oficina para ver si estaba allí, idea que me pareció excelente, porque me fastidiaba esa discusión delante de Augusta, quien ignoraba que yo no habla aparecido por la oficina durante un mes.
Corrimos a la oficina. A Guido le desagradaba tanto verse obligado a realizar aquel primer gran negocio, que, para librarse de él, habría ido corriendo a Londres. Abrimos la oficina; después, a tientas en la oscuridad, encontramos el camino hasta nuestra habitación y encendimos el gas. Entonces encontramos en seguida la carta, que estaba redactada como yo había supuesto. Es decir, que nos informaba de que nuestra petición válida salvo contraorden se había ejecutado.
Guido guardó la carta con la frente arrugada no sé si del desagrado o del esfuerzo para anular con su mirada lo que se anunciaba con tanta simplicidad de palabra.
—¡Y pensar —observó— que habría bastado escribir dos palabras para librarnos de semejante perjuicio!
Desde luego, no era un reproche dirigido a mí, porque yo había estado ausente de la oficina y, aunque había sabido encontrar en seguida la carta, por saber ahora dónde debía encontrarse, no la había visto nunca antes. Pero para salvarme más radicalmente de cualquier reproche, le dirigí, decidido, uno a él:
—¡Durante mi ausencia habrías podido leer atentamente todas las cartas!
La frente de Guido perdió las arrugas. Se encogió de hombros y murmuró:
—Puede acabar siendo una suerte este asunto.
Poco después me dejó y yo volví a mi casa.
Pero Tacich tuvo razón: en ciertas épocas el sulfato de cobre bajaba y bajaba, cada día más, y nosotros, con la ejecución de nuestra petición y la posibilidad inmediata de ceder la mercancía a ese precio a otros, teníamos la oportunidad de estudiar el fenómeno en conjunto. Nuestra pérdida aumentó. El primer día Guido me pidió consejo. Habría podido vender con una pérdida pequeña en comparación con la que tuvo que soportar después. Yo no quise dar consejos, pero no dejé de recordarle la convicción de Tacich, según la cual la bajada debería continuar durante más de cinco meses. Guido dijo riendo:
—¡Ahora sólo faltaría dejar que dirija mis asuntos un provinciano!
Recuerdo que intenté corregirlo, diciéndole que ese provinciano desde hacía muchos años pasaba el tiempo en la pequeña ciudad dálmata observando el sulfato de cobre. Yo no puedo tener el menor remordimiento por la pérdida que sufrió en aquel negocio. Si me hubiera escuchado, se habría librado de ella.
Más adelante discutimos el asunto del sulfato de cobre con un agente, un hombre pequeño, rechoncho, vivo y astuto, que nos reconvino por haber hecho la compra, pero que no parecía compartir la opinión de Tacich. Según él, el sulfato de cobre, aunque constituía un mercado propio, acusaba la fluctuación del precio del metal. Guido salió de aquella entrevista con cierta seguridad. Rogó al agente que lo mantuviera informado de cualquier movimiento del precio; esperaría, ya que quería vender no sólo sin pérdida, sino con un pequeño beneficio. El agente rió, discreto, y después, durante la conversación, dijo unas palabras que yo anoté porque me parecieron muy ciertas:
—Es curioso cómo en este mundo hay poca gente que se resigne ante las pérdidas pequeñas; las grandes son las que inducen de inmediato a la gran resignación.
Guido no hizo caso. Sin embargo, lo admiré también a él, porque no contó al agente por qué camino habíamos llegado a la compra. Se lo dije y él se sintió halagado. Temía, dijo, desacreditar a nosotros y también nuestra mercancía contando la historia de la compra.
Después, por algún tiempo, no volvimos a hablar del sulfato, hasta que llegó de Londres una carta con la que nos invitaban al pago y a dar instrucciones para la expedición. ¡Recibir, almacenar sesenta toneladas! A Guido empezó a darle vueltas la cabeza. Hicimos los cálculos de lo que gastaríamos para conservar esa mercancía durante varios meses. ¡Una suma enorme! Yo no dije nada, pero el corredor, que con gusto habría visto llegar la mercancía a Trieste porque entonces tarde o temprano habría recibido el encargo de venderla, hizo observar a Guido que esa suma que a él le parecía enorme no era gran cosa, si se expresaba en «porcentajes» sobre el valor de la mercancía.
Guido se echó a reír porque la observación le parecía extraña:
—Yo no tengo sólo cien kilos de sulfato: por desgracia, ¡tengo sesenta toneladas!
Habría acabado dejándose convencer por el cálculo del agente, evidentemente correcto, ya que con un pequeño movimiento al alza del precio, se habrían cubierto los gastos con creces, si en ese momento no se lo hubiera impedido una de sus llamadas inspiraciones. Cuando se le ocurría una idea comercial, se sentía alucinado y no había sitio en su mente para otras consideraciones. Su idea era la siguiente: quien le había vendido la mercancía, franca de porte, debía pagar su transporte desde Inglaterra. Si ahora cedía su mercancía a sus propios vendedores, que así se ahorrarían los gastos del transporte, podría disfrutar de un precio más ventajoso que el que le ofrecían en Trieste. No era del todo cierto, pero, para contentarlo, nadie se lo discutió. Una vez liquidado el asunto, sonrió con amargura y, con cara de pensador pesimista, dijo:
—No se hable más del asunto. La lección ha sido algo cara: ahora hay que saber aprovecharla.
Sin embargo, siguió hablándose del asunto. No volvió a tener nunca esa gran seguridad a la hora de rechazar los negocios y, cuando al final del año, le mostré el dinero que habíamos perdido, murmuró:
—¡Ese maldito sulfato de cobre fue mi desgracia! ¡Siempre sentía la necesidad de recuperarme de aquella pérdida!
Mi ausencia de la oficina había sido provocada por el abandono de Carla. No había podido presenciar los amores de Carmen y Guido. Se miraban, se sonreían, delante de mí. Me marché indignado, con una decisión que adopté por la noche, en el momento de cerrar la oficina, y sin decir nada a nadie. Esperaba que Guido me preguntara la razón de tal abandono y me preparaba a cantarle las cuarenta. Yo podía ser muy severo con él, ya que no sabía absolutamente nada de mis excursiones al Jardín Público.
Lo mío era una especie de celos, porque Carmen me parecía la Carla de Guido, una Carla más apacible y sumisa. También con la segunda mujer, como con la primera, había sido él más afortunado que yo. Pero tal vez —y eso me proporcionaba una razón para un nuevo reproche— debiera tal fortuna a esas cualidades suyas que yo le envidiaba y que seguía considerando inferiores: paralela a su seguridad con el violín corría su desenvoltura en la vida. Yo ahora sabía con certeza que había sacrificado a Carla por Augusta. Cuando recorría con el pensamiento los dos años de felicidad que Carla me había concedido, me resultaba difícil entender que —siendo como ahora sabía yo que era— hubiese podido soportarme por tanto tiempo. ¿Acaso no la había yo ofendido todos los días por amor a Augusta? En cambio, de Guido sabía con certeza que sabría gozar de Carmen sin acordarse siquiera de Ada. Para su ánimo desenvuelto, dos mujeres no eran demasiado. Al compararme con él, me parecía ser incluso inocente. Me había casado con Augusta sin amor y, sin embargo, no podía traicionarla sin sufrir. Tal vez él también se hubiera casado con Ada sin amor, pero —aun cuando ahora no me importara Ada en absoluto— recordaba el amor que ésta me había inspirado y me parecía, ya que la había amado tanto, que en su lugar me habría comportado con mayor delicadeza que en el mío.
No fue Guido quien vino a buscarme. Fui yo quien por mí mismo volví a aquella oficina a buscar el alivio a un gran aburrimiento. Él se comportó de acuerdo con los convenios de nuestro contrato, según los cuales yo no tenía obligación de realizar una actividad regular en sus negocios y, cuando se tropezaba conmigo en casa o en otro sitio, me demostraba la gran amistad habitual, que yo siempre le agradecía, y no parecía recordar que yo había dejado vacío el puesto en aquella mesa, que él había comprado para mí. Entre nosotros dos sólo había una turbación: la mía. Cuando volví a mi puesto, me recibió como si sólo hubiera faltado un día de la oficina, me expresó con calor su placer por haber recuperado mi compañía y, al oír mi propósito de reanudar mi trabajo, exclamó:
—Así, pues, ¡he hecho bien de no permitir que nadie tocara tus libros!
En efecto, encontré el mayor y el diario igual que los había dejado. Luciano me dijo:
—Esperemos que ahora que está usted aquí nos pongamos de nuevo en movimiento. Creo que el señor Guido está desalentado por un par de negocios que ha intentado y que no le han salido bien. No le diga que yo se lo he dicho, pero mire a ver si puede animarlo.
En efecto, advertí que en aquella oficina se trabajaba muy poco y, hasta que la pérdida sufrida con él sulfato de cobre nos enardeció, llevamos una vida idílica, la verdad. Yo saqué la conclusión en seguida de que Guido ya no sentía la urgente necesidad de trabajar para mover a Carmen bajo su dirección y también que el período de la corte había pasado y que ahora ella había pasado a ser su amante. La acogida de Carmen me reservó una sorpresa porque al instante sintió la necesidad de recordarme una cosa que yo había olvidado por completo. Al parecer, antes de abandonar la oficina, en aquella época en que yo había corrido tras tantas mujeres, porque no había podido volver a ver a Carla, había ofendido también a Carmen. Ella me habló con gran seriedad y con cierto embarazo: estaba encantada de volver a verme, porque pensaba que yo estimaba a Guido y que mis consejos podrían serle útiles, y quería mantener conmigo —si yo accedía— una hermosa amistad fraternal. Me dijo algo así, al tiempo que me tendía la mano derecha con un gesto amplio. En su cara tan bella, que siempre parecía dulce, apareció una expresión muy severa para recalcar la mera fraternidad de la relación que me ofrecía.
Entonces recordé y me ruboricé. Tal vez si hubiera recordado antes, no habría vuelto nunca a la oficina. Había sido algo tan breve, y mezclado con tantas otras acciones del mismo valor, que si no me lo hubieran recordado habría podido creerse que nunca había existido. Pocos días después del abandono de Carla, me había puesto a examinar los libros con ayuda de Carmen y poco a poco, para ver mejor en la misma página, le había pasado el brazo en torno a la cintura, que después había estrechado cada vez más. De un salto Carmen se había apartado de mí y yo había abandonado entonces la oficina.
Habría podido defenderme con una sonrisa induciéndola a sonreír conmigo, porque las mujeres son muy propensas a sonreír de delitos semejantes. Podría haberle dicho:
—Intenté algo que no me salió bien y me duele, pero no le guardo rencor y quiero ser amigo suyo, si le parece bien.
O habría podido responder también como una persona seria, disculpándome ante ella y ante Guido:
—Discúlpeme y no me juzgue antes de saber en qué condiciones me encontraba entonces.
En cambio, me faltaron las palabras. Tenía —creo— la garganta cerrada por el rencor que se había solidificado en ella y no podía hablar. Todas esas mujeres que me rechazaban con decisión daban un auténtico tinte trágico a mi vida. Nunca había vivido una época tan desgraciada. En vez de darle una respuesta, sólo me sentía capaz de rechinar los dientes, cosa poco cómoda, al tener que ocultarla. Tal vez me faltaran las palabras también por el dolor de ver excluida con tanta decisión una esperanza que aún acariciaba. No puedo por menos de confesarlo: con nadie mejor que con Carmen habría podido sustituir a la amante que había perdido, esa muchacha tan poco comprometedora, que no me había pedido sino el permiso de vivir junto a mí hasta que pidió el de no volver a verme. Una amante para dos es la menos comprometedora. Desde luego, entonces no había aclarado tan bien mis ideas, pero las sentía y ahora las conozco. Al pasar a ser el amante de Carmen, habría hecho un bien a Ada y no habría perjudicado demasiado a Augusta. Ambas se habrían visto traicionadas mucho menos que si Guido y yo hubiéramos tenido una mujer entera para cada uno.
Di la respuesta a Carmen varios días después, pero aún me produce rubor. La excitación a que me había arrojado el abandono de Carla debía de subsistir todavía para hacerme llegar hasta tal extremo. Me arrepiento de aquella acción como de ninguna otra de mi vida. Las palabras bestiales que dejamos escapar nos remuerden la conciencia con mayor fuerza que las acciones más abominables a que nos induzca la pasión. Por supuesto, llamo palabras sólo a las que no son acciones, porque sé muy bien que las palabras de Yago, por ejemplo, son auténticas acciones. Pero las acciones, incluidas las palabras de Yago, se realizan para obtener un placer o un beneficio y entonces todo el organismo, incluso la parte que después debería erigirse en juez, participa en ellas y, en consecuencia, se convierte en un juez muy benévolo. Pero la estúpida lengua actúa por sí misma y para satisfacción de alguna pequeña parte del organismo que sin ella se siente vencida y procede a la simulación de una lucha, cuando la lucha está acabada y perdida. Quiere herir o quiere acariciar. Se mueve siempre en medio de metáforas mastodónticas. Y cuando son ardientes, las palabras queman a quien las ha pronunciado.
Había yo observado que Carmen ya no tenía los colores que le habían abierto con tanta rapidez las puertas de nuestra oficina. Pero me imaginé que los habría perdido por un sufrimiento que no creí fuera físico y lo atribuí al amor por Guido. Por lo demás, nosotros, los hombres, somos muy propensos a compadecer a las mujeres que se entregan a los otros. No vemos nunca qué ventaja puede reportarles esa entrega. Podemos hasta apreciar al hombre de que se trate —como ocurría en mi caso—, pero ni siquiera entonces podemos olvidar cómo suelen acabar en este mundo las aventuras amorosas. Sentí una compasión sincera por Carmen, como no la había sentido nunca por Augusta o por Carla. Le dije:
—Ya que ha tenido la amabilidad de invitarme a ser su amigo, ¿me permitiría hacerle unas advertencias?
No me lo permitió, porque, como todas las mujeres en esos trances, también ella creyó que cualquier advertencia es una agresión. Enrojeció y balbució:
—¡No comprendo! ¿Por qué me dice eso? —y al instante añadió para hacerme callar—: Si necesitara consejos, desde luego que recurriría a usted, señor Cosini.
Por eso, no tuve oportunidad de predicarle la moral, por desgracia para mí. Desde luego, predicándole la moral habría llegado a un grado superior de sinceridad, aun intentando tomarla de nuevo entre mis brazos. No volvería a irritarme por haber querido adoptar el hipócrita aspecto de un mentor.
Varios días de todas las semanas, Guido ni siquiera aparecía por la oficina, porque se había apasionado por la caza y la pesca. En cambio, yo, desde mi regreso y durante un tiempo, acudí con asiduidad, pues estaba muy ocupado poniendo al día los libros. Con frecuencia me encontraba a solas con Carmen y Luciano, que me consideraban su jefe. No me parecía que Carmen sufriera por la ausencia de Guido y me imaginé que lo amaba tanto, que era feliz al saber que estaba divirtiéndose. Debía de saber incluso qué días iba a faltar, porque no daba señales de estar angustiada por la espera. En cambio, sabía por Augusta que Ada no era así, porque se quejaba amargamente de las frecuentes ausencias de su marido. Por lo demás, no era ésa su única queja. Como todas las mujeres no amadas, se quejaba con la misma intensidad de las ofensas grandes que de las pequeñas. No sólo la traicionaba Guido, sino que, además, cuando estaba en casa no dejaba de tocar el violín. Aquel violín, que tanto me había hecho sufrir, era una especie de lanza de Aquiles por la variedad de sus prestaciones. Supe que había pasado también por nuestra oficina, donde había contribuido a la corte a Carmen con bellísimas variaciones sobre el Barbero. Después había desaparecido porque ya no era necesario en la oficina y había vuelto a casa, donde libraba a Guido del aburrimiento que era hablar con su mujer.
Entre Carmen y yo no volvió a haber nunca nada más. No tardé en sentir por ella una indiferencia absoluta, como si hubiera cambiado de sexo, algo semejante a lo que había sentido por Ada. Una viva compasión por las dos. Eso y nada más.
Guido me colmaba de amabilidades. Creo que en los meses en que lo había dejado solo había aprendido a apreciar mi compañía. Una mujercita como Carmen puede ser agradable de vez en cuando, pero no se la puede soportar durante días enteros. Guido me invitó a ir a cazar y a pescar. Detesto la caza y me negué, decidido, a acompañarlo. Sin embargo, una noche, impulsado por el aburrimiento, acabé yendo con él a pescar. Al pez le falta cualquier medio de comunicación con nosotros y no puede inspirarnos compasión. Pero ¡si da boqueadas incluso cuando está sano y salvo en el agua! Ni siquiera la muerte altera su aspecto. Su dolor, si existe, está perfectamente oculto bajo sus escamas.
Cuando un día Guido me invitó a ir a pescar por la noche, esperé a ver si Augusta me permitiría salir esa noche y permanecer fuera hasta tan tarde. Le dije que recordaría que su barquita saldría del muelle Sartorio a las nueve de la noche y que, si podía, me encontraría con él allí. Por eso, pensé que también él debía de saber que esa noche no volvería a verme y que, como había hecho tantas otras veces, no acudiría a la cita.
Sin embargo, esa noche me echaron de casa los chillidos de mi pequeña Antonia. Cuanto más la acariciaba la madre, más chillaba la niña. Entonces probé un sistema mío, que consistía en gritar insolencias al oidito de aquella mónita chillona. El único resultado fue que cambió el ritmo de sus gritos, porque se puso a aullar de espanto. Después me habría gustado probar otro sistema un poco más enérgico, pero Augusta recordó a tiempo la invitación de Guido y me acompañó hasta la puerta, al tiempo que me prometía acostarse sola, si yo volvía tarde. Más aún: con tal de que me marchara, se resignaría incluso a tomar sin mí el café de la mañana siguiente, si yo permanecía fuera hasta esa hora. Entre Augusta y yo existe una pequeña divergencia —la única— sobre el modo de tratar a los niños fastidiosos: a mí me parece que el dolor del niño es menos importante que el nuestro y que vale la pena infligírselo con tal de evitar un gran trastorno al adulto; en cambio, a ella le parece que nosotros, que hemos hecho a los niños, debemos también sufrirlos.
Tenía tiempo de sobra para llegar a la cita y atravesé despacio la ciudad mirando a las mujeres, al tiempo que ideaba un instrumento especial que impediría que existieran divergencias entre Augusta y yo. Pero ¡la humanidad no había evolucionado lo suficiente como para que fuera realizable mi instrumento! Estaba destinado al futuro lejano y a mí sólo podía servirme para demostrarme qué nimia era la razón por la que eran posibles mis disputas con Augusta: ¡la falta de un pequeño instrumento! Habría sido sencillo: un tranvía doméstico, una silla provista de ruedas y carriles sobre la que mi niña pasaría el día; además, un botón eléctrico, pulsando el cual la chillona niña se pondría en movimiento hasta llegar al punto más alejado de la casa, donde su voz, debilitada por la distancia, nos habría parecido hasta agradable. Y Augusta y yo habríamos permanecido juntos, tranquilos y afectuosos.
Era una noche rica en estrellas y carente de luna, una de esas noches en que se ve a mucha distancia y que, por esa razón, calma y aquieta. Miré las estrellas que podrían llevar aún la señal de la mirada de adiós de mi padre moribundo. Pasaría la época horrible en que mis hijos ensuciaban y chillaban. Después serian semejantes a mí; yo los amaría según mi deber y sin esfuerzo. En la bella y vasta noche me serené del todo y sin necesidad de concebir propósitos.
En la punta del muelle Sartorio las luces procedentes de la ciudad quedaban interceptadas por la antigua caseta, de la que sobresale la propia punta como una corta calle veneciana. La oscuridad era perfecta y el agua, alta, negra y quieta, me parecía perezosamente hinchada.
No volví a mirar ni al cielo ni al mar. A pocos pasos de mí había una mujer que despertó mi curiosidad por sus botitas de charol, que por un instante brillaron en la oscuridad. En el breve espacio y en la oscuridad, me pareció que aquella mujer alta y tal vez elegante se encontraba encerrada en una la habitación conmigo. Las aventuras más agradables pueden presentarse cuando menos se piensa, y, al ver que aquella mujer de repente se acercaba deliberadamente, tuve por un instante una sensación agradabilísima, que al momento desapareció cuando oí la voz ronca de Carmen. Quería fingir que le encantaba descubrir que yo también iba a participar en la excursión. Pero en la oscuridad y con aquella clase de voz no se podía fingir. Le dije con rudeza:
—Guido me ha invitado. Pero, si lo desea, ¡los dejo solos!
Ella protestó diciendo que, al contrario, se alegraba de verme por tercera vez aquel día. Me contó que en aquella barquita se iba a encontrar reunida la oficina entera, porque también venía Luciano. ¡Ay de nuestros negocios, si se iba a pique! Desde luego, me había dicho que también venía Luciano para demostrarme la inocencia del encuentro. Después siguió charlando con volubilidad: primero me dijo que era la primera vez que iba de pesca con Guido y después confesó que era la segunda. Se le había escapado decir que no le desagradaba ir sentada sobre «el pañol» de una barquita y a mí me había parecido extraño que conociera ese término. Así, hubo de confesarme que lo había aprendido la primera vez que había ido de pesca con Guido.
—Ese día —añadió para recalcar la completa inocencia de aquella primera excursión— fuimos a pescar caballas y no doradas. Por la mañana.
Lástima que no tuve tiempo para hacerla charlar más, porque habría podido enterarme de todo lo que me interesaba, pero de la oscuridad de la Sacchetta salió y se acercó a nosotros la barquita de Guido. Yo seguía vacilando: puesto que iba Carmen, ¿no debería alejarme? Tal vez Guido no tuviese siquiera la intención de invitarnos a los dos, porque yo recordaba haber casi rechazado su invitación. Entretanto, la barca atracó y, juvenilmente segura hasta en la oscuridad, Carmen descendió hasta ella sin apoyarse en la mano que Luciano le había ofrecido. Como yo vacilaba, Guido gritó:
—¡No nos hagas perder tiempo!
De un salto me encontré también yo en la barquita. Mi salto fue casi involuntario: consecuencia del grito de Guido. Yo miraba la tierra con nostalgia, pero bastó un instante de vacilación para volverme imposible el desembarco. Acabé sentándome a proa de la estrecha barca. Cuando me habitué a la oscuridad, vi que a popa, frente a mí, iba sentado Guido y a sus pies, en el pañol, Carmen. Luciano, que iba remando, nos separaba. Yo no me sentí ni demasiado seguro ni demasiado cómodo en barca tan pequeña, pero pronto me acostumbré y miré a las estrellas, que de nuevo me calmaron. Era cierto que delante de Luciano —un siervo devoto de las familias de nuestras mujeres— Guido no se habría arriesgado a traicionar a Ada y, por esa razón, no tenía nada de malo que yo fuera con ellos. Deseaba vivamente poder gozar de aquel cielo, aquel mar y aquella gran paz. Si hubiera tenido que sentir remordimiento y, por tanto, sufrir, habría hecho mejor quedándome en casa y dejándome torturar por la pequeña Antonia. El fresco aire nocturno me hinchó los pulmones y comprendí que podía divertirme en compañía de Guido y Carmen, a quien en el fondo apreciaba.
Pasamos por delante del faro y llegamos a mar abierta. Unas millas más allá brillaban las luces de innumerables veleros: allí acechaban a los peces peligros mayores. Desde el Presidio Militar —una mole poderosa que aparecía negruzca sobre sus pilones— comenzamos a movernos arriba y abajo a lo largo de la ribera de Sant’Andrea. Era el lugar predilecto de los pescadores. Junto a nosotros, silenciosas, muchas otras barcas hacían la misma maniobra. Guido preparó los tres sedales y cebó los anzuelos clavando en ellos gambas por la cola. Entregó un sedal a cada uno de nosotros diciendo que el mío a proa —el único provisto de plomo— sería el que preferirían los peces. Divisé en la oscuridad mi gamba con la cola traspasada y me pareció que movía la parte superior del cuerpo, la parte que no se había convertido en una vaina. Ese movimiento me pareció más de meditación que de dolor. Tal vez lo que produce el dolor en los organismos grandes en los muy pequeños pueda reducirse hasta convertirse en una experiencia nueva, un estímulo para el pensamiento. Lo metí en el agua hundiéndolo, como me dijo Guido, diez brazas. Después de mí, Carmen y Guido sumergieron sus sedales. Guido tenía ahora a popa un remo con el que impulsaba la barca con la habilidad necesaria para que los sedales no se enredaran. Al parecer, Luciano no estaba aún en condiciones de dirigir la barca de ese modo. Por lo demás, Luciano estaba encargado ahora de la pequeña red con la que sacaría del agua los peces traídos a la superficie por los anzuelos. Durante mucho tiempo no tuvo nada que hacer. Guido charlaba mucho. Quién sabe si no se había aficionado a Carmen la causa de su pasión por la enseñanza más que por amor. A mí me habría gustado no tener que oírlo para seguir pensando en el animalito que tenía expuesto a la voracidad de los peces, suspendido en el agua, y que con los gestos de la cabecita —si los continuaba en el agua— atraería mejor a los peces. Pero Guido me llamó repetidas veces y tuve que escuchar su teoría sobre la pesca. El pez tocaría varias veces el cebo y nosotros lo sentiríamos, pero no debíamos tirar del sedal hasta que no estuviera tenso. Entonces debíamos estar preparados para dar el tirón que ensartaría con seguridad el anzuelo en la boca del pez. Guido, como de costumbre, alargó en exceso sus explicaciones. Quería explicarnos con claridad lo que sentiríamos en la mano, cuando el pez olisqueara el anzuelo. Y continuaba sus explicaciones, cuando, en realidad, Carmen y yo conocíamos ya por experiencia la casi sonora repercusión en la mano de cualquier contacto que sufría el anzuelo. Varias veces tuvimos que recoger el sedal para renovar el cebo. El animalito pensativo acababa, impune, en las fauces de algún pez astuto que sabía evitar el anzuelo.
A bordo había cerveza y bocadillos. Guido sazonaba todo eso con su cháchara inagotable. Ahora hablaba de las enormes riquezas que yacían en el mar. No se trataba, como creía Luciano, ni de los peces ni de las riquezas sumergidas en él por el hombre. En el agua del mar había oro disuelto. De improviso recordó que yo había estudiado química y me dijo:
—También tú debes de saber algo de ese oro.
Yo no recordaba gran cosa sobre eso, pero asentí, al tiempo que aventuraba una observación de cuya verdad no podía estar seguro. Dije:
—El oro del mar es el más costoso de todos. Para conseguir uno de los napoleones que yacen aquí disueltos habría que gastar cinco.
Luciano, que se había vuelto ansioso hacia mí para oírme confirmar las riquezas sobre las que flotábamos, me volvió la espalda desilusionado. A él ese oro ya no le importaba. En cambio, Guido me dio la razón creyendo recordar que el precio de ese oro era exactamente cinco veces su valor, como yo había dicho. Me elogiaba al confirmar mi afirmación, que, como yo sabía, era del todo estrambótica. Se veía que me consideraba poco peligroso y que en él no había ni sombra de celos por la mujer que tenía tumbada a sus pies. Pensé por un instante ponerlo en evidencia diciendo que ahora recordaba mejor y que para sacar del mar uno de esos napoleones bastarían tres o que serían necesarios incluso diez.
Pero en ese instante me llamó mi sedal, que de improviso se había puesto tenso a causa de un tirón vigoroso. Tiré yo también y grité. Guido se me acercó y me quitó de la mano el sedal. Se lo entregué de buen grado. Se puso a sacarlo, primero poco a poco y después, al haber disminuido la resistencia, muy aprisa. Y en el agua oscura se vio brillar el argénteo cuerpo del gran animal. Ahora corría rápido y sin resistencia tras su dolor. Por eso comprendí también el dolor del animal mudo, porque lo gritaba la prisa con que corría hacia la muerte. No tardé en tenerlo dando boqueadas a mis pies. Luciano lo había sacado del agua con la red y, arrebatándomelo sin miramiento, le había quitado el anzuelo de la boca.
Palpó el grueso pez y dijo:
—¡Una dorada de tres kilos!
Mientras lo admiraba, dijo el precio que habrían pedido por él en la pescadería. Después Guido observó que el agua estaba quieta a esa hora y que sería difícil atrapar más peces. Contó que los pescadores consideraban que, cuando el agua no subía ni bajaba, los peces no picaban y, por esa razón, no se los podía pescar. Hizo filosofía sobre el peligro que hacía correr a los animales su apetito. Después, echándose a reír, sin advertir que se comprometía, dijo:
—Tú eres el único que sabe pescar esta noche.
Mi presa se debatía aún en la barca, cuando Carmen dio un chillido. Guido preguntó sin moverse y con mucho deseo de reír en la voz:
—¿Otra dorada?
Carmen respondió confusa:
—¡Me lo parecía! Pero ¡ya ha abandonado el anzuelo!
Estoy seguro de que, impulsado por su deseo, le había dado un pellizco.
Ahora me encontraba a disgusto en esa barca. Ya no acompañaba con el deseo la obra de mi anzuelo e incluso agitaba el sedal de modo que los pobres animales no pudieran picar. Dije que tenía sueño y rogué a Guido que me desembarcara en Sant’Andrea. Después procuré disipar la sospecha de que me iba porque me sentía fastidiado por lo que debía de haberme revelado el chillido de Carmen y le conté la escena que había hecho mi pequeña aquella noche y mi deseo de asegurarme pronto de que no se encontraba mal.
Guido, complaciente como siempre, acercó la barca a la orilla. Me ofreció la dorada que yo había pescado, pero yo la rechacé. Propuse devolverle la libertad arrojándola al mar, lo que hizo lanzar un grito de protesta a Luciano, mientras que Guido dijo, afable:
—Si supiera que podría devolverle la vida y la salud, lo haría. Pero ¡a estas horas el pobre animal sólo puede servir en el plato!
Los seguí con los ojos y pude cerciorarme de que no aprovecharon el espacio dejado libre por mí. Se encontraban bien apretados y la barquita se alejó un poco elevada a proa por el demasiado peso que llevaba a popa.
Al enterarme de que a la niña le había dado fiebre, me pareció un castigo divino. ¿No la habría puesto enferma yo al simular ante Guido una preocupación que no sentía por su salud? Augusta no se había acostado aún, pero poco antes había acudido el doctor Paoli, que la había tranquilizado diciendo que estaba seguro de que una fiebre repentina y tan violenta no podía anunciar una enfermedad grave. Permanecimos largo rato mirando a Antonia, que yacía abandonada en su camita, con la carita de piel seca intensamente colorada bajo sus despeinados rizos castaños. No gritaba, pero se lamentaba de vez en cuando con un quejido breve que interrumpía un sopor irresistible. ¡Dios mío! ¡Cómo me aproximaba a ella la enfermedad! Habría dado una parte de mi vida para aliviarle la respiración. ¿Cómo librarme del remordimiento por haber pensado que no podía amarla y, además, por haber pasado todo ese tiempo, en que ella sufría, lejos y en aquella compañía?
—¡Se parece a Ada! —dijo Augusta con un sollozo. ¡Era verdad! Lo advertimos entonces por primera vez y esa semejanza se volvió cada vez más evidente a medida que Antonia creció, hasta el punto de que a veces yo sentía que el corazón me daba un vuelco al pensar que podría corresponderle el destino de la pobrecita a la que se parecía.
Nos acostamos después de haber colocado la cama de la niña junto a la de Augusta. Pero yo no podía dormir: tenía un peso en el corazón como aquellos días en que mis faltas de la jornada se reflejaban en imágenes nocturnas de dolor y de remordimiento. La enfermedad de la niña me pesaba como si fuera obra mía. ¡Me rebelé! Yo era puro y podía hablar, podía contarlo todo. Y conté todo. Conté a Augusta el encuentro con Carmen, la posición que ésta ocupaba en la barca y después su chillido, que sospeché había sido provocado por una caricia brutal de Guido, pero sin que pudiera estar seguro de ello. Pero Augusta estaba segura de ello. ¿Por qué, si no, se habría visto inmediatamente después alterada la voz de Guido por la hilaridad? Intenté atenuar su convicción, pero luego tuve que seguir contando. Hice una confesión también en lo relativo a mí y describí el aburrimiento que me había sacado de casa y mi remordimiento por no amar mejor a Antonia. Al instante me sentí mejor y me quedé profundamente dormido.
La mañana siguiente, Antonia estaba mejor: casi no tenía fiebre. Yacía tranquila y respiraba bien, pero estaba pálida y cansada, como si se hubiera consumido en un esfuerzo desproporcionado para su pequeño organismo; evidentemente, ya había salido victoriosa de la breve batalla. En la calma que eso me produjo a mí también, recordé, apesadumbrado, haber comprometido horriblemente a Guido y exigí a Augusta la promesa de que no comunicaría a nadie mis sospechas. Ella protestó que no se trataba de sospechas, sino de evidencia cierta, lo que yo negué sin conseguir convencerla. Después me prometió todo lo que quise y yo me fui tranquilo a la oficina.
Guido no había llegado aún y Carmen me contó que habían tenido mucha suerte después de mi marcha. Habían atrapado otras dos doradas, más pequeñas que la mía, pero de considerable peso. Yo no quise creerlo y pensé que quería convencerme de que tras mi marcha habían abandonado la ocupación a que se habían dedicado mientras yo había estado con ellos. ¿No se había calmado el agua? ¿Hasta qué hora habían estado en el mar?
Carmen, para convencerme, hizo que Luciano me confirmara también la pesca de las dos doradas y yo, desde entonces, pensé que Luciano, para ganarse el favor de Guido, era capaz de cualquier acción.
Durante la idílica calma que precedió al negocio del sulfato de cobre, sucedió en aquella oficina una cosa bastante extraña que no puedo olvidar, tanto porque revela con claridad la desmesurada presunción de Guido como porque arroja una luz sobre mí mismo en la que me resulta difícil reconocerme.
Un día estábamos los cuatro en la oficina y el único de nosotros que hablaba de negocios era, como siempre, Luciano. Algo que dijo sonó en el oído de Guido como una censura que, delante de Carmen, le resultaba difícil soportar. Pero igualmente difícil era defenderse, porque Luciano tenía pruebas de que un negocio que había aconsejado meses antes y que Guido había rechazado había acabado produciendo una cantidad de dinero a quien lo había emprendido. Guido acabó declarando que despreciaba el comercio y afirmando que, si la fortuna no lo acompañaba en ese terreno, encontraría el medio de ganar dinero con otras actividades mucho más inteligentes. Con el violín, por ejemplo. Todos estuvieron de acuerdo con él y yo también, pero con la siguiente reserva:
—A condición de estudiar mucho.
Mi reserva le desagradó y dijo al instante que, si se trataba de estudiar, él podría hacer muchas otras cosas: por ejemplo, literatura. También en eso los otros estuvieron de acuerdo y yo también, pero con cierta vacilación. No recordaba bien las fisonomías de nuestros grandes literatos y las evocaba para encontrar una que se pareciera a Guido. Entonces él gritó:
—¿Queréis fábulas bonitas? ¡Ahora os improviso fábulas como las de Esopo!
Todos se rieron, menos él. Hizo que le trajeran la máquina de escribir y, de un tirón, como si escribiese al dictado, con gestos más ampulosos de lo que exigiría un trabajo útil a máquina, redactó la primera fábula. Ya estaba tendiendo la hoja a Luciano, cuando cambió de opinión y escribió otra fábula, pero ésa le costó más trabajo que la primera, hasta el extremo de que olvidó seguir simulando con gestos la inspiración y tuvo que corregir su escrito varias veces. Por eso, yo considero que la primera de las dos fábulas no era suya y que, en cambio, la segunda salió de verdad de su cerebro, del que me parece digna. La primera fábula hablaba de un pajarito que advirtió que la puertecita de su jaula había quedado abierta. Al principio pensó aprovechar para escapar volando, pero después cambió de opinión temiendo perder su libertad, si, durante su ausencia, volvía a cerrarse la puertecita. La segunda trataba de un elefante y era elefantina, la verdad. Por sufrir de debilidad en las patas, el enorme animal iba a consultar a un hombre, médico célebre, el cual, al ver sus poderosas extremidades, gritaba: «Nunca he visto piernas tan fuertes».
A Luciano no le hicieron impresión esas fábulas, entre otras razones porque no las entendía. Se reía mucho, pero evidentemente le parecía cómico que le presentaran una cosa así como comerciable. Después se rió también, por cortesía, cuando se le explicó que el pajarito temía verse privado de la libertad de volver a la jaula y que el hombre admiraba las patas del elefante, a pesar de estar débiles. Pero luego preguntó:
—¿Cuánto se saca con dos fábulas así?
Guido se las dio de hombre superior:
—El placer de haberlas hecho y, además, si se quiere, mucho dinero.
En cambio, Carmen estaba agitada por la emoción. Pidió permiso para copiar esas dos fábulas y, cuando Guido le regaló la hoja en que había escrito, después de firmarla, le dio las gracias agradecida.
¿Qué tenía yo que ver con aquello? No tenía que batirme por la admiración de Carmen, que, como ya he dicho, no me importaba, pero, al recordar mi modo de actuar, debo creer que incluso una mujer a la que no deseamos puede impulsarnos a la lucha. ¿Acaso no se batían los héroes medievales incluso por mujeres que no habían visto? A mí aquel día me ocurrió que los dolores lancinantes de mi pobre organismo se agudizaron de improviso y me pareció que no podía calmarlos de otro modo que rivalizando con Guido al instante en la invención de fábulas.
Pedí la máquina y yo sí que improvisé. Cierto es que la primera de las fábulas que compuse se basaba en algo en lo que llevaba días pensando. Improvisé el título «Himno a la vida». Después, tras breve reflexión, escribí debajo: «Diálogo». Me parecía más fácil hacer hablar a los animales que describirlos. Así nació mi fábula, de diálogo muy breve:
La gamba meditabunda. La vida es bella, pero hay que tener cuidado con el lugar donde se sienta uno.
La dorada, corriendo a casa del dentista: La vida es bella pero habría que eliminar a esos animalitos traidores que ocultan en su sabrosa carne el metal agudo.
Ahora había que componer la segunda fábula, pero me faltaban los animales. Miré al perro, que estaba tendido en su rincón, y también él me miró. Aquellos ojos tímidos me recordaron una cosa: pocos días antes Guido había vuelto de la caza cubierto de pulgas y había ido a lavarse a nuestro cuarto trastero. Al instante se me ocurrió la fábula y la escribí de un tirón: «Érase una vez un príncipe al que picaban muchas pulgas. Pidió a los dioses que sustituyeran todas por una sola pulga, grande y famélica, pero una sola, y destinasen las otras a los demás hombres. Pero ninguna de las pulgas aceptó quedarse sola con aquella bestia de hombre, y éste tuvo que soportarlas todas».
En aquel momento mis fábulas me parecieron espléndidas. Las cosas que salen de nuestro cerebro tienen un aspecto en extremo amable, sobre todo cuando las examinamos recién creadas. A decir verdad, mi diálogo me sigue gustando ahora que tengo tanta práctica de composición. El himno a la vida entonado por el moribundo es algo muy simpático para quienes lo miran morir y, además, es cierto que muchos moribundos emplean su último aliento para decir lo que les parece la causa de su muerte, con lo que entonan un himno a la vida de los demás, que así sabrán evitar ese accidente. En cuanto a la segunda fábula, no quiero hablar de ella y el propio Guido la comentó con agudeza, al gritar riendo:
—No es una fábula, sino un modo de llamarme imbécil.
Me reí con él y los dolores que me habían impulsado a escribir se calmaron al instante. Luciano se rió cuando le expliqué lo que había querido decir y le pareció que nadie pagaría nada por mis fábulas ni por las de Guido. Pero a Carmen no le gustaron las mías. Me lanzó una mirada indagadora que yo nunca había visto en aquellos ojos y que interpreté como si hubiera dicho:
—¡Tú no amas a Guido!
Me turbó, porque, desde luego, en ese momento no se equivocaba. Pensé que hacía mal en comportarme como si no amara a Guido, yo que, por lo demás, trabajaba, desinteresado, para él. Tenía que tener cuidado con mi modo de comportarme.
Dije afable a Guido:
—Reconozco de buena gana que tus fábulas son mejores que las mías. Sin embargo, no hay que olvidar que son las primeras fábulas que he compuesto en mi vida.
Él no se rindió:
—¿Acaso crees que yo he escrito otras?
La mirada de Carmen ya se había suavizado y, para suavizarla aún más, dije a Guido:
—Desde luego, tú tienes un talento especial para las fábulas.
Pero el cumplido hizo reír a los dos y poco después también a mí, pero a todos de buena fe, porque se veía que había hablado sin mala intención.
El negocio del sulfato de cobre dio mayor seriedad a nuestra oficina. Ya no había tiempo para fábulas. Ahora aceptábamos casi todos los negocios que se nos proponían. Algunos dieron algún beneficio, pero pequeño; otros, pérdidas, pero grandes. Una extraña avaricia era el principal defecto de Guido, que fuera de los negocios era tan generoso. Cuando un negocio resultaba bueno, se apresuraba a liquidarlo con avidez por percibir el pequeño beneficio que le proporcionaba. En cambio, cuando se encontraba envuelto en un negocio desfavorable, no se decidía nunca a salir de él, con tal de retrasar el momento en que debía rascarse el bolsillo. Por eso, creo que sus pérdidas fueron cada vez más importantes y sus beneficios pequeños. Las cualidades de un comerciante no son sino el resultado de todo su organismo, de la punta de los cabellos a las uñas de los pies. A Guido habría sido aplicable una expresión de los griegos: «astuto imbécil». Astuto de verdad, pero también un auténtico estúpido. Tenía toda clase de astucias que no servían para otra cosa que para engrasar aún más el plano inclinado sobre el que resbalaba cada vez más.
Junto con el sulfato de cobre, le cayeron encima los dos gemelos. Su primera impresión fue de sorpresa cualquier cosa menos agradable, pero inmediatamente después de haberme anunciado el acontecimiento, consiguió decir un chiste que me hizo reír mucho, por lo que, al complacerse por el éxito, no pudo conservar el ceño. Asociando los dos niños a las sesenta toneladas de sulfato, dijo:
—¡Estoy condenado a trabajar al por mayor!
Para consolarlo le recordé que Augusta estaba de nuevo otra vez de siete meses y que muy pronto, en materia de niños, yo alcanzaría su tonelaje. Respondió también con agudeza:
—Yo, como buen contable que soy, no creo que sea lo mismo.
Al cabo de unos días, y por algún tiempo, empezó a sentir un gran afecto por los dos niños. Augusta, que pasaba parte del día en casa de su hermana, me contó que Guido les dedicaba varias horas al día. Los acariciaba y acunaba y Ada le estaba tan agradecida, que parecía volver a florecer un nuevo afecto, entre ellos. Por aquellos días pagó una buena cantidad a una sociedad de seguros para que a los veinte años sus hijos tuvieran un pequeño capital. Lo recuerdo por haber registrado yo esa cantidad en su debe.
Me invitaron también a mí a ver a los dos gemelos; más aún: Augusta me había dicho que podría saludar también a Ada, quien, sin embargo, no pudo recibirme porque debía guardar cama, pese a que ya habían pasado diez días desde el parto.
Los dos niños yacían en dos cunas de un cuartito contiguo a la alcoba de sus padres. Ada, desde su cama, me gritó:
—¿Son guapos, Zeno?
El sonido de aquella voz me sorprendió. Me pareció más dulce: era un auténtico grito, porque se sentía un esfuerzo en él, y, sin embargo, no dejaba de ser dulce. Seguro que la dulzura de aquella voz se debía a la maternidad, pero a mí me conmovió porque la descubría justo cuando iba dirigida a mí. Esa dulzura me dio la sensación de que Ada no me hubiera llamado sólo por mi nombre, sino anteponiéndole algún calificativo afectuoso como «querido» o «hermano mío». Sentí un profundo agradecimiento y me comporté con bondad y afecto. Respondí alegre:
—Guapos, monísimos, parecidos, dos maravillas. En realidad, me parecían dos pequeños cadáveres descoloridos. Daban vagidos los dos y no se ponían de acuerdo.
Guido no tardó en volver a la vida de antes. Tras el negocio del sulfato, venía con mayor asiduidad a la oficina, pero todos los sábados se marchaba de caza y no volvía hasta el lunes a últimas horas de la mañana, justo a tiempo para echar un vistazo a la oficina antes de comer. A pescar iba por la noche y muchas veces pasaba la noche en el mar. Augusta me contaba los disgustos de Ada, que sufría de unos celos frenéticos y de pasar tantas horas del día sola. Augusta intentaba calmarla recordándole que a cazar y a pescar no iban mujeres. Pero habían informado a Ada —no se sabía quién— de que a veces Carmen había ido a pescar con Guido. Después éste lo había confesado y había añadido que no había nada malo en una cortesía hacia una empleada que le era tan útil. Y, además, ¿no había estado presente siempre Luciano? Acabó prometiendo que no la invitaría más, ya que eso desagradaba a Ada. Declaraba que no quería renunciar ni a la caza a la pesca. Decía que trabajaba mucho (y, en efecto, en aquella época había mucho trabajo en nuestra oficina) y le parecía que tenía derecho a un poco de distracción. Ada no era de esa opinión y le parecía que la mejor distracción la tendría en familia, y en eso contaba con la aprobación incondicional de Augusta, mientras que a mí me parecía una distracción demasiado sonora.
Entonces Augusta exclamaba:
—¿Es que tú no estás en casa todos los días a las horas debidas?
Era cierto y yo debía confesar que entre Guido y yo había una gran diferencia, pero no podía jactarme de ello. Decía a. Augusta, al tiempo que la acariciaba:
—El mérito es tuyo porque has utilizado métodos muy drásticos de educación.
Por otro lado, para el pobre Guido las cosas iban empeorando cada día más: primero había habido dos gemelos, pero una sola nodriza, porque se esperaba que Ada podría alimentar a uno de los dos niños. Sin embargo, no pudo y tuvieron que recurrir a otra nodriza. Cuando Guido quería hacerme reír, se paseaba para arriba y para abajo por la oficina llevando el compás con las palabras:
—¡Una mujer… dos niños… dos nodrizas!
Había una cosa que Ada detestaba en particular: el violín de Guido. Soportaba los vagidos de los niños, pero sufría horrores con el sonido del violín. Había dicho a Augusta:
—¡Me entran ganas de ladrar como un perro para acallar esos sonidos!
¡Qué extraño! En cambio, ¡Augusta era feliz, cuando al pasar delante de mi estudio, oía mis arrítmicos sonidos!
—Y, sin embargo, el de Ada fue un matrimonio por amor —decía yo, asombrado—. ¿Acaso no es el violín lo mejor de Guido?
Olvidé del todo esos comentarios, cuando volví a ver por primera vez a Ada. Precisamente fui yo el primero en advertir su enfermedad. Uno de los primeros días de noviembre —un día frío, sin sol, húmedo— abandoné excepcionalmente la oficina a las tres de la tarde y corrí a casa con idea de descansar y soñar unas horas en mi estudio calentito. Para llegar a él debía pasar por el largo pasillo y, delante de la habitación de trabajo de Augusta, me detuve porque oí la voz de Ada. Era dulce o insegura (equivale a lo mismo, yo creo) como el día en que me la había dirigido a mí. Entré en esa habitación impulsado por la extraña curiosidad de ver cómo podía la serena, la tranquila Ada cubrirse con aquella voz, que recordaba un poco a la de una de nuestras actrices, cuando quiere hacer llorar sin saber, por su parte, llorar. En efecto, era una voz falsa y yo la sentía así, sólo porque, sin haber visto siquiera a quien la emitía, la percibía por segunda vez después de tantos días igualmente conmovida y conmovedora. Pensé que hablaban de Guido, porque, ¿qué otro tema habría podido conmover de aquel modo a Ada?
En cambio, las dos mujeres, que estaban tomando una taza de café juntas, hablaban de cosas domésticas: ropa, criadas, etc. Pero me bastó ver a Ada para entender que aquella voz no era falsa. También era conmovedora su cara, que por primera vez descubría yo tan alterada, y, aunque no revelaba sentimiento alguno, reflejaba con exactitud todo un organismo, y, por esa razón, era auténtica y sincera. Eso lo sentí al instante. No soy médico y, por eso, no pensé en una enfermedad, pero intenté explicarme la alteración en el aspecto de Ada como un efecto de la convalecencia después del parto. Pero ¿cómo se podía explicar que Guido no hubiera advertido tamaño cambio en su mujer? Por lo pronto, yo, que conocía de memoria aquellos ojos que tanto había temido, porque no había tardado en advertir que examinaban con frialdad las cosas y a las personas para admitirlas o rechazarlas, pude comprobar al instante que habían cambiado, habían crecido, como si, para ver mejor, hubiesen forzado la órbita. Aquellos ojos grandes desentonaban en la carita debilitada y descolorida.
Me tendió muy afectuosa la mano:
—Ya sé —me dijo— que tú aprovechas cualquier instante para venir a ver de nuevo a tu mujer y a tu hija.
Tenía la mano bañada en sudor y yo sé que eso denota debilidad. Con mayor razón me imaginé que, cuando se repusiera, recuperaría los antiguos colores y las líneas seguras de las mejillas y de las órbitas de los ojos.
Interpreté las palabras que me habían dirigido como un reproche a Guido y respondí afable que Guido, como propietario de la empresa que era, tenía responsabilidades mayores, que lo ataban a la oficina.
Me lanzó una mirada escrutadora para asegurarse de que yo hablaba en serio.
—Pero, aun así —dijo—, me parece que podría encontrar un poco de tiempo para su mujer y sus hijos —y su voz estaba llena de lágrimas.
Se recobró con una sonrisa, que pedía indulgencia, y añadió:
—Además de los negocios, ¡la caza y la pesca! Eso, eso es lo que le roba el tiempo.
Con una volubilidad que me asombró, habló de los manjares exquisitos que se comían en su mesa, después de las excursiones de caza y de pesca de Guido.
—Aun así, ¡con gusto renunciaría a ellos! —añadió después con un suspiro y una lágrima. Sin embargo, no se consideraba infeliz, ¡al contrario! Contaba que ahora no podía imaginar lo que habría sido de ella, si no le hubieran nacido los dos niños, que adoraba. Con un poco de malicia, añadió sonriendo que los amaba más ahora que cada uno tenía su nodriza. No dormía mucho, pero, al menos, cuando llegaba a conciliar el sueño, nadie la molestaba. Y cuando le pregunté si de verdad dormía tan poco, volvió a ponerse seria para decirme conmovida que era su mayor problema. Después, añadió, alegre:
—Pero ¡ya va mejor!
Poco después nos dejó por dos razones: antes de la noche debía ir a saludar a su madre y, además, no podía soportar la temperatura de nuestras habitaciones, provistas de grandes estufas. Yo, que consideraba aquella temperatura, como máximo agradable, pensé que era señal de fuerza sentirla excesivamente caliente:
—No parece que estés tan débil —dije sonriendo—; ya verás cómo a mi edad te sentirás de otro modo.
Le gustó mucho oír que la consideraban demasiado joven.
Augusta y yo la acompañamos hasta el rellano. Parecía sentir una gran necesidad de nuestra amistad porque para dar esos pocos pasos caminó entre nosotros y se cogió primero al brazo de Augusta y después al mío, que yo puse rígido al instante por miedo a ceder a una antigua costumbre de apretar cualquier brazo femenino que se ofreciera a mi contacto. En el rellano habló aún mucho y, al recordar a su padre, volvieron a humedecérsele los ojos, por tercera vez en un cuarto de hora. Cuando se hubo marchado, dije a Augusta que ésa no era una mujer, sino una fuente. Pese a haber visto la enfermedad de Ada, no le atribuí la menor importancia. Tenía los ojos agrandados, la cara flaca; su voz se había transformado y también el carácter con esa afectuosidad, que no era propia de ella, pero yo atribuía todo aquello a la doble maternidad y a la debilidad. En resumen, yo demostraba ser un magnífico observador porque lo vi todo, pero un gran ignorante, porque no dije la palabra correspondiente: ¡enfermedad!
El día siguiente el ginecólogo que atendía a Ada pidió ayuda al doctor Paoli, quien al instante pronunció la palabra que yo no había podido decir: Morbus Basedowii. Guido me lo contó describiéndome con gran conocimiento la enfermedad y compadeciendo a Ada, que sufría mucho. Sin mala intención, creo que ni su compasión ni su ciencia eran excesivas. Adoptaba una actitud de congoja, cuando hablaba de su esposa, pero cuando dictaba cartas a Carmen manifestaba toda la alegría de vivir y enseñar. Además, creía que quien había dado nombre a la enfermedad había sido Basedow, amigo de Goethe, mientras que, cuando yo estudié dicha enfermedad en una enciclopedia, me enteré de que había sido otro.
¡Grande e importante enfermedad, la de Basedow! Para mí fue importantísimo haberla conocido. La estudié en varias monografías y creí descubrir justo entonces el secreto esencial de nuestro organismo. Creo que en muchos como yo hay períodos de tiempo en que ciertas ideas ocupan y atestan el cerebro y lo cierran a todas las demás, ¡si a la colectividad le sucede lo mismo! Vive de Darwin, tras haber vivido de Robespierre, y de Napoleón, tras haber vivido de Liebig o incluso de Leopardi, ¡eso cuando no prevalece sobre todo el cosmos Bismarck!
Pero ¡de Basedow viví sólo yo! Me pareció que había sacado a la luz las raíces de la vida, que está hecha así: todos los organismos se distribuyen sobre una línea, en uno de cuyos extremos se encuentra la enfermedad de Basedow, que entraña el consumo generosísimo, loco, de la fuerza vital y a un ritmo rapidísimo, el latido de un corazón desenfrenado, mientras que el otro lo ocupan los organismos debilitados por avaricia orgánica, destinados a perecer de una enfermedad que parece de agotamiento y, en realidad, es de pereza. El justo medio entre esas dos enfermedades se encuentra en el centro y se llama impropiamente salud, que no es sino un reposo. Y entre el centro y una extremidad —la de Basedow— están todos los que exasperan y consumen la vida en grandes deseos, ambiciones, goces y también trabajo; por la otra, quienes no echan al plato de la vida sino migajas y economizan preparándose para ser esos abyectos longevos que constituyen una carga para la sociedad. Al parecer, esa carga también es necesaria. La sociedad avanza porque los basedowianos la impulsan y no se desploma porque los otros la retienen. Estoy convencido de que, si se quisiera construir una sociedad, se podría hacer de modo más sencillo, pero está hecha así, con el bocio en uno de sus extremos y el edema en el otro, y no hay remedio. En medio están quienes tienen el bocio o el edema incipientes y en toda la línea, en toda la humanidad, falta la salud absoluta.
También a Ada le faltaba el bocio, por lo que me decía Augusta, pero presentaba todos los demás síntomas de la enfermedad. ¡Pobre Ada! Me había parecido la representación de la salud y el equilibrio, hasta el punto de que por mucho tiempo pensé que había elegido a su marido con el mismo ánimo frío con el que su padre elegía las mercancías, ahora era víctima de una enfermedad que la arrastraba a un régimen muy distinto: ¡las perversiones psíquicas! Pero yo enfermé con ella de una enfermedad leve, pero larga. Durante demasiado tiempo pensé en Basedow. Ahora creo que en cualquier punto del universo en que se establezca acaba uno corrompiéndose. La vida tiene venenos, pero tiene también los otros venenos, que hacen de contravenenos. Sólo corriendo podemos sustraernos a los primeros y disfrutar de los otros.
Mi enfermedad fue un pensamiento dominante, un sueño y también un espanto. Debió de nacer de un razonamiento: con el término de perversión se pretende entender una desviación de la salud, esa especie de salud que nos acompañó por un lapso de nuestra vida. Ahora sabía yo lo que había sido la salud de Ada. ¿No podría impulsarla su perversión a amarme, si estando sana me había rechazado?
¡No sé cómo nació ese terror (o esperanza) en mi cerebro!
¿Tal vez porque la voz dulce y quebrada de Ada me pareció de amor, cuando se dirigió a mí? La pobre Ada se había vuelto muy fea y yo ya no podía desearla. Pero iba repasando nuestras relaciones pasadas y me parecía que, si se hubiera enamorado de mí de repente, yo me habría encontrado en una grave situación, que recordaba un poco a la de Guido respecto del amigo inglés de las sesenta toneladas de sulfato de cobre. ¡El mismo caso exactamente! Pocos años antes, yo le había declarado mi amor y el único acto de renovación que había hecho había sido el de casarme con su hermana. En ese contrato no estaba protegida por la ley, sino por la caballerosidad. Me parecía estar tan comprometido con ella, que, si se hubiera presentado ante mí muchos años después, perfeccionada incluso por un hermoso bocio de la enfermedad de Basedow, yo habría tenido que hacer honor a mi firma.
Sin embargo, recuerdo que aquella perspectiva hizo que pensara en Ada con mayor afecto. Hasta entonces, cuando me habían informado de los dolores de Ada causados por Guido, no me había alegrado, desde luego, pero había dirigido el pensamiento con cierta satisfacción hacia mi casa, en la que Ada se había negado a entrar y en la que no se sufría nada. Ahora las cosas habían cambiado: aquella Ada que me había rechazado con desdén ya no existía, a no ser que mis textos de medicina se equivocaran.
La enfermedad de Ada era grave. El doctor Paoli, pocos días después, aconsejó alejarla de la familia y mandarla a una casa de salud de Bolonia. Supe eso por Guido, pero después Augusta me contó que en ese momento la pobre Ada no se libró de grandes disgustos. Guido había tenido la desfachatez de proponer que Carmen se encargara de la dirección de la familia durante la ausencia de su esposa. Ada no tuvo valor para decir con claridad lo que pensaba de semejante propuesta, pero declaró que no se movería de casa, si no se le permitía confiar la dirección a su tía María, y Guido accedió sin más. Sin embargó, siguió acariciando la idea de poder tener a Carmen a su disposición en el puesto dejado libre por Ada. Un día dijo a Carmen que, si no hubiera estado tan ocupada en la oficina, con gusto le habría confiado la dirección de su casa. Luciano y yo nos miramos y, desde luego, descubrimos los dos en la cara del otro una expresión maliciosa. Carmen se ruborizó y murmuró que no habría podido aceptar.
—Claro —dijo Guido irritado—. ¡Por el qué dirán no se puede hacer algo que vendría tan bien!
Pero también él calló y fue sorprendente que abreviara un sermón tan interesante.
Toda la familia acompañó a Ada a la estación. Augusta me había rogado que llevara flores para su hermana. Llegué un poco tarde con un hermoso ramo de orquídeas, que ofrecí a Augusta. Ada nos contemplaba y, cuando Augusta le ofreció las flores, nos dijo:
—¡Os lo agradezco de corazón!
Quería dar a entender que había recibido las flores también de mí, pero yo lo sentí como una manifestación de afecto fraternal, dulce y también un poco fría. Desde luego, Basedow no tenía nada que ver.
Parecía una recién casada, la pobre Ada, con esos ojos agrandados por la felicidad. Su enfermedad sabía simular todas las emociones.
Guido marchaba con ella para acompañarla y regresar al cabo de pocos días. Esperamos en el banco la salida del tren. Ada permaneció asomada a la ventana de su vagón y siguió agitando el pañuelo, mientras pudo vernos.
Después acompañamos a casa a la señora Malfenti, que no cesaba de llorar. En el momento de separarnos, mi suegra, tras haber besado a Augusta, me besó a mí también.
—¡Disculpa! —dijo riendo entre las lágrimas—. Lo he hecho sin pensar, pero, si me lo permites, te doy otro beso.
También la pequeña Anna, que ahora contaba doce años, quiso besarme. Alberta, que estaba a punto de abandonar el teatro nacional para casarse, y que solía ser un poco reservada conmigo, ese día me tendió la mano con calor. Todas me querían porque mi esposa estaba lozana, con lo que hacían manifestaciones de antipatía hacia Guido, cuya esposa le comuniqué con inocencia.
Pero precisamente entonces corrí el peligro de convertirme en un marido menos bueno. Di un gran disgusto a mi mujer, sin querer, por un sueño que le comuniqué inocentemente.
Este era el sueño: estábamos los tres, Augusta, Ada y yo, asomados a una ventana y precisamente la más pequeña que había en nuestras tres habitaciones, es decir, la mía, la de mi suegra y la de Ada. Es decir, que estábamos en la ventana de la cocina de mi suegra, que en la realidad da a un pequeño patio, mientras que en el sueño daba al Corso. En el pequeño alféizar había tan poco espacio que Ada, que estaba en el centro y se sostenía en nuestros brazos, se pegaba a mí. Yo la miré y vi que sus ojos habían recuperado su frialdad y precisión y las líneas de su cara purísimas hasta la nuca, que yo había visto tantas veces, cuando me daba la espalda. Pese a tamaña frialdad (tal me parecía su salud), seguía pegada a mí, como había creído que lo estaba la noche de mi compromiso con Augusta en torno al velador parlante. Dije, alegre, a Augusta (haciendo, desde luego, un esfuerzo para ocuparme también de ella): «¿Ves cómo se ha curado? Pero ¿dónde está Basedow?». «¿No lo ves?», preguntó Augusta, que era la única de los tres que conseguía ver la calle. Con esfuerzo nos asomamos también nosotros y divisamos una gran multitud, que avanzaba amenazante y gritando. «Pero ¿dónde está Basedow?», volví a preguntar. Después lo vi. Era él quien avanzaba tras aquella multitud: un viejo harapiento, cubierto con un gran abrigo hecho jirones, pero de brocado rígido, con su gran cabeza cubierta de una melena blanca y desordenada, agitada por el viento y los ojos salidos de las órbitas, que miraban ansiosos, con una mirada, que yo había visto en animales perseguidos, de miedo y amenaza. Y la multitud gritaba: «¡Matad al apestado!».
Después hubo un intervalo de noche vacía. Luego Ada y yo nos encontrábamos solos en la escalera más empinada que había en nuestras tres casas, la que conduce al desván de mi villa. Ada estaba situada unos escalones más arriba, pero vuelta hacia mí, que estaba a punto de subir, mientras que ella parecía querer bajar. Yo le abrazaba las piernas y ella se inclinaba no sé si por debilidad o para estar más cerca de mí. Por un instante me pareció desfigurada por la enfermedad, pero después, tras mirarla con angustia, conseguí volver a verla como me había aparecido en la ventana, bella y sana. Me decía con su voz dura: «¡Ve delante, que en seguida te sigo!». Yo, rápido, me volvía para precederla corriendo, pero no con suficiente rapidez como para no ver que la puerta de mi desván se abría poco a poco y asomaba por ella la cabeza melenuda y blanca de Basedow con su cara entre temerosa y amenazante. Vi también sus piernas inseguras y el pobre cuerpo infeliz, que el abrigo no llegaba a ocultar. Llegué a salir corriendo, pero no sé si para preceder a Ada o para huir de ella.
Ahora bien, al parecer, me desperté, jadeante en plena noche, y conté, adormilado, todo o parte del sueño a Augusta para después seguir durmiendo más tranquilo. Creo que en mi inconsciencia seguí ciegamente el antiguo deseo de confesar mis faltas.
Por la mañana, en la cara de Augusta había la cérea palidez de las grandes ocasiones. Yo recordaba con claridad el sueño, pero no lo que de él le había contado exactamente. Con aspecto de dolorosa resignación me dijo:
—Te sientes infeliz porque ella está enferma y se ha marchado y, por eso, sueñas con ella.
Yo me defendí riendo y burlándome de ella. No era Ada lo importante para mí, sino Basedow y le conté mis estudios y también las aplicaciones que había hecho. Pero no sé si conseguí convencerla. Cuando te sorprenden en el sueño, te resulta difícil defenderte. Es algo muy distinto de llegar junto a tu esposa después de haberla traicionado con plena conciencia. Por lo demás yo no tenía nada que temer de aquellos celos de Augusta, porque ésta amaba tanto a Ada, que, por su parte, los celos no arrojaban sombra alguna y, en cuanto a mí, me trataba aún con mayor afecto y se sentía aún más agradecida por la más leve manifestación mía de afecto.
Pocos días después, Guido volvió de Bolonia con las mejores noticias. El director de la casa de salud garantizaba una curación definitiva, con tal de que Ada encontrara después en su casa una gran calma. Guido contó con simplicidad y bastante inconsciencia el pronóstico del médico, sin advertir que en la familia Malfenti ese veredicto venía a confirmar muchas sospechas respecto de él. Y yo dije a Augusta:
—Ya veo que me amenazan otros besos de tu madre.
Al parecer, Guido no se encontraba demasiado bien en la casa dirigida por la tía María. A veces se paseaba para arriba y para abajo por la oficina murmurando:
—Dos niños… tres nodrizas… ninguna mujer.
También faltaba con mayor frecuencia a la oficina porque desahogaba su malhumor haciendo estragos entre los animales en la caza y en la pesca. Pero, cuando hacia finales de año llegó de Bolonia la noticia de que daban por curada a Ada y ésta se disponía a regresar a casa, no me pareció que se alegrara demasiado. ¿Se habría acostumbrado a la tía María o bien la veía tan poco, que le resultaba fácil y agradable soportarla? Por supuesto, conmigo no manifestó su mal humor de otro modo que expresando la duda de que tal vez Ada se precipitaba al abandonar la casa de salud antes de haberse asegurado contra una recaída. En efecto, cuando, al cabo de poco tiempo, Ada tuvo que regresar a Bolonia él me dijo triunfante:
—¿No te lo había dicho yo?
Sin embargo, no creo que en aquel triunfo hubiera sino la alegría que siempre sentía, tan intensa, por haber sido capaz de prever algo. No deseaba ningún mal a Ada, pero con gusto la habría mantenido mucho tiempo en Bolonia.
Cuando Ada volvió, Augusta estaba en cama por el nacimiento del pequeño Alfio y en esa ocasión fue de verdad conmovedora. Quiso que yo fuera a la estación con flores y dijese a Ada que quería verla ese mismo día. Y si Ada no podía venir derecha desde la estación, me rogaba que volviese en seguida a casa para describir a Ada y decirle si había recuperado toda su belleza, de que tan orgullosa estaba su familia.
En la estación estábamos Guido y yo y, por parte de la familia Malfenti, sólo Alberta, porque mi suegra pasaba gran parte del tiempo junto a Augusta. En el banco Guido intentaba convencernos de su gran alegría por la llegada de Ada, pero Alberta lo escuchaba fingiendo gran distracción con el fin —como después me dijo— de no tener que responderle. En cuanto a mí, ya me costaba poco trabajo simular con Guido. Me había acostumbrado a fingir que no advertía sus preferencias por Carmen y nunca me había atrevido a aludir a sus culpas respecto a su esposa. Por eso, no me resultaba difícil adoptar una actitud de atención, como si admirara su alegría por el regreso de su amada esposa.
Cuando el tren entró en la estación a las doce en punto, nos precedió para llegar hasta su esposa, que descendía. La tomó entre los brazos y la besó con afecto. Yo que le veía la espalda doblada para llegar a besar a su esposa, más baja que él, pensé: «¡Un actor excelente!». Después cogió de la mano a Ada y la condujo hasta nosotros:
—¡Aquí la tenemos reconquistada para nuestro afecto!
Entonces se reveló como era, es decir, falso y simulador, porque si hubiera mirado mejor en la cara a la pobre mujer habría advertido que en lugar de a nuestro afecto iba destinada a nuestra indiferencia. La cara de Ada estaba mal construida, porque había recuperado las mejillas, pero fuera de su sitio, como si la carne, al regresar, hubiera olvidado el lugar que le correspondía y se hubiese acumulado demasiado abajo. Por eso, tenían el aspecto de hinchazones y no de mejillas. Había descolocado o destruido líneas precisas e importantes. Cuando nos despedimos fuera de la estación, al cegador sol invernal vi que el colorido de aquella cara ya no era el que yo había amado tanto. Estaba pálido y en las partes carnosas aparecían manchitas rojas. Parecía que la salud ya no perteneciera a aquella cara y hubiesen conseguido simularla.
Conté en seguida a Augusta que Ada estaba bellísima, justo como había sido de muchacha, y se puso muy contenta. Después, tras haberla visto, confirmó para mi sorpresa mis piadosas mentiras, como si hubieran sido verdades evidentes. Decía:
—¡Está tan bella como cuando era una muchacha y como lo será mi hija!
Se ve que los ojos de una hermana no son demasiado penetrantes.
Durante mucho tiempo no volví a ver a Ada. Ella tenía demasiados hijos y nosotros también. Sin embargo, Ada y Augusta se las arreglaban para encontrarse varias veces a la semana, pero siempre a horas en que yo no estaba en casa.
Se acercaba la época del balance y yo tenía mucho que hacer. Mejor dicho: aquélla fue la época de mi vida en que más trabajé. Hubo días que permanecí diez horas sentado ante mi escritorio. Guido me había ofrecido la ayuda de un contable, pero no la acepté. Había asumido un encargo y debía cumplirlo. Quería compensar a Guido por mi funesta ausencia de un mes y también me agradaba demostrar a Carmen mi diligencia, que no podía sino ir inspirada por mi afecto hacia Guido.
Pero, a medida que avanzaba en la revisión de las cuentas, empecé a descubrir la gran pérdida que habíamos sufrido en aquel primer año de ejercicio. Se lo conté preocupado a Guido estando a solas, pero él, que se disponía a marcharse de caza, no quiso escucharme:
—Ya verás como no es tan grave como te parece, y, además el año no ha acabado aún.
En efecto, faltaban ocho días para el comienzo del nuevo año.
Entonces me confié a Augusta. Al principio, ella sólo vio en aquel asunto el daño que podía causarme a mí. Las mujeres son así, pero Augusta era extraordinaria, cuando lamentaba el perjuicio para nuestros intereses. ¿No acabaría recayendo también sobre mí —se preguntaba— alguna responsabilidad de las pérdidas sufridas por Guido? Quería que consultáramos en seguida a un abogado. Entretanto, debía separarme de Guido y dejar de frecuentar aquella oficina.
No me fue fácil convencerla de que a mí no se me podía considerar responsable de nada, al no ser yo sino un empleado de Guido.
Ella sostenía que a quien no recibía un emolumento fijo no se lo podía considerar empleado, sino algo semejante a un dueño. Cuando quedó del todo convencida, siguió opinando lo mismo, por supuesto, porque entonces descubrió que no perdería nada dejando de frecuentar aquella oficina, donde con toda seguridad acabaría perdiendo mi fama comercial. Diantre: ¡mi fama comercial! También yo convine en que era importante salvarla y, pese a que ella se había equivocado en los argumentos, llegamos a la conclusión de que yo debía hacer lo que ella quería. Consintió en que acabara el balance, ya que lo había iniciado, pero después debía encontrar el modo de volver a mi estudio, en el cual no se ganaba dinero, pero tampoco se perdía.
Ahora bien, tuve entonces una experiencia curiosa de mí mismo. No fui capaz de abandonar aquella actividad, pese a haberlo decidido. ¡Me quedé atónito! Para entender bien las cosas, hay que utilizar imágenes. Entonces recordé que en tiempos la condena a trabajos forzados se aplicaba en Inglaterra colgando al condenado encima de una rueda accionada por agua, con lo que se obligaba a la víctima a mover con determinado ritmo las piernas que, si no, resultarían aplastadas. Cuando se trabaja, se tiene siempre la sensación de una obligación de ese tipo. Cierto es que cuando no se trabaja la posición es la misma y me parece correcto afirmar que Olivi y yo estuvimos siempre colgados así; sólo que yo, tal como estaba, no debía mover las piernas. Nuestra posición daba un resultado diferente, desde luego, pero ahora sé con certeza que no justificaba ni la censura ni la exaltación. En resumen, depende del azar que estemos atados a una rueda móvil o a una inmóvil. Siempre es difícil desatarse.
Tras cerrar el balance, durante varios días seguí yendo a la oficina, pese a haber decidido no hacerlo. Salía de casa indeciso; indeciso tomaba una dirección, que casi siempre era la de la oficina, y, a medida que avanzaba, dicha dirección se concretaba hasta que volvía a encontrarme sentado en la silla habitual frente a Guido. Por fortuna, en determinado momento este me pidió que no dejara el puesto y al instante accedí, ya que entretanto había comprendido que estaba clavado a él.
El 15 de enero mi balance estaba concluido. ¡Un auténtico desastre! Cerrábamos con la pérdida de la mitad del capital. Guido no quería enseñárselo al joven Olivi, por miedo a una indiscreción, pero yo insistí con la esperanza de que éste, con su gran experiencia, encontrara algún error capaz de cambiar toda la situación. Podía haber alguna cantidad registrada por error en el debe en lugar de en el haber, y la rectificación daría una diferencia importante. Olivi prometió, sonriendo, a Guido la máxima discreción y después estuvo trabajando conmigo una jornada entera. Por desgracia, no encontró error alguno. Debo decir que con aquella revisión yo aprendí mucho y que ahora sabría abordar y cerrar incluso un balance más importante que aquél.
—¿Y qué harán ahora? —preguntó el joven antes de marcharse. Yo ya sabía lo que sugeriría. Mi padre, que me había hablado a menudo de cuestiones comerciales en mi infancia, ya me lo había enseñado. Según las leyes vigentes, dada la pérdida de la mitad del capital, tendríamos que liquidar la empresa y tal vez reconstituirla sobre nuevas bases.
Le dejé repetirme el consejo. Añadió:
—Se trata de una formalidad. —Después añadió sonriendo—: ¡Puede costar caro no respetarla!
Por la noche Guido se puso a repasar el balance, al que aún no se resignaba. Lo hizo sin método alguno, verificando tal o cual cantidad al azar. Para interrumpir aquel trabajo inútil, le comuniqué el consejo de Olivi y de liquidar en seguida, pero por forma, la empresa.
Hasta ese momento Guido había tenido la cara contraída por el esfuerzo de buscar en aquellas cuentas la equivocación liberadora: un ceño complicado por la contracción de quien tiene mal sabor de boca. Al oír lo que le decía, alzó la cara, que perdió las arrugas al concentrarse. Tardó un poco en comprender pero cuando así fue, se echó a reír a carcajadas. Yo interpreté así la expresión de su cara: áspera, acida, mientras se encontraba ante aquellas cifras, que no se podían cambiar; alegre y decidida, cuando desechó el doloroso problema con una propuesta que le permitía volver a sentirse dueño y árbitro. No comprendía. Le parecía el consejo de un enemigo. Le expliqué que el consejo de Olivi era valioso en particular por el peligro, que amenazaba de modo evidente a la empresa, de perder más dinero y quebrar. La posible bancarrota habría sido un delito, si después de ese balance, ya consignado en los libros, no se adoptaban las medidas aconsejadas por Olivi. Y añadí:
—¡La pena prevista por nuestras leyes por quiebra fraudulenta es la cárcel!
La cara de Guido se puso tan roja, que temí que le amenazara una congestión cerebral. Gritó:
—En ese caso, ¡Olivi no tiene por qué darme consejos! Si llegara a suceder, ¡sabría resolverlo yo solo!
Su decisión me impresionó y tuve la sensación de encontrarme ante una persona con perfecta conciencia de su responsabilidad. Bajé el tono de voz. Después me puse de su lado y, olvidando haber presentado ya el consejo de Olivi como digno de consideración, le dije:
—Ésa es la objeción que yo también le puse a Olivi. La responsabilidad es tuya y nosotros no tenemos nada que ver, cuando tú decides algo sobre el destino de la empresa que pertenece a ti y a tu padre.
La verdad es que eso se lo había dicho a mi mujer y no a Olivi, pero, en resumen, era cierto que se lo había dicho a alguien. Ahora, tras haber oído la viril declaración de Guido, habría sido capaz de decírselo también a Olivi, porque la decisión y el valor siempre me han conquistado. Pero ¡si ya me gustaba mucho la simple desenvoltura que puede resultar de esas cualidades, pero también de otras muy inferiores!
Como quería referir todas sus palabras a Augusta para tranquilizarla, insistí:
—Ya sabes que de mí dicen, y probablemente con razón, que no tengo el menor talento para el comercio. Puedo ejecutar lo que tú me ordenas, pero de ningún modo puedo asumir una responsabilidad por lo que haces tú.
Asintió vivamente. Se sentía tan a gusto en el papel que yo le atribuía, que olvidaba su dolor por el balance negativo. Dijo:
—Yo soy el responsable. Todo lleva mi nombre y no admitiría siquiera que otros cercanos a mí quisieran asumir las responsabilidades.
Eso era perfecto para contárselo a Augusta, pero mucho más de lo que yo había esperado. Y había que ver el aspecto que tenía al hacer esa declaración: ¡en vez de un empresario casi en quiebra parecía un apóstol! Se había arrellanado en su balance pasivo y desde él se convertía en mi dueño y señor. Esa vez, como tantas otras a lo largo de nuestra vida en común, mi arranque de afecto hacia él quedó sofocado por sus expresiones, que revelaban la desmesurada estima que sentía hacia sí mismo. Desafinaba. Sí, había que decírselo exactamente así: ¡aquel gran músico desafinaba!
Le pregunté con brusquedad:
—¿Quieres que haga mañana una copia del balance para tu padre?
Por un momento había estado a punto de hacer una declaración mucho más ruda y decirle que inmediatamente después de cerrar el balance me abstendría de frecuentar su oficina. No lo hice, por no saber cómo emplear las muchas horas libres de que dispondría. Pero mi pregunta sustituía casi perfectamente a la declaración que me había tragado. Por lo pronto, le había recordado que él no era el dueño de aquella empresa.
Se mostró sorprendido de mis palabras, porque le pareció que no concordaban con lo que hasta entonces, con mi evidente consentimiento, habíamos hablado y, con el tono de antes, me dijo:
—Yo te diré cómo se debe hacer esa copia.
Protesté gritando. En toda mi vida no grité tanto como con Guido porque a veces me parecía sordo. Le dije que también la ley preveía una responsabilidad del contable y yo no estaba dispuesto a dar por copias exactas agrupaciones caprichosas de cifras.
Empalideció y reconoció que tenía razón, pero añadió que él era dueño de ordenar que no se dieran extractos de sus libros. En eso reconocí de buen grado que tenía razón y entonces, más animado, dijo que sería él quien escribiese a su padre. Pareció incluso que fuera a ponerse a escribir al instante, pero después cambió de idea y me propuso ir a tomar el aire. Quise complacerlo. Supuse que aún no había digerido bien el balance y quería moverse para hacerlo bajar.
El paseo me recordó aquella otra noche después de mi compromiso matrimonial. Faltaba la luna por: que en lo alto había mucha niebla, pero abajo era igual, porque caminábamos seguros a través de un aire límpido. También Guido recordó aquella noche memorable:
—Es la primera vez que volvemos a dar juntos un paseo de noche. ¿Recuerdas? Tú entonces me explicaste que en la luna se besan como aquí abajo. En cambio, ahora en la luna continúan el beso eterno; estoy seguro de ello, aunque esta noche no se vea. En cambio, aquí abajo…
¿Quería ponerse a hablar mal de Ada otra vez? ¿De la pobre enferma? Lo interrumpí, pero sin brusquedad, casi asociándome a él (¿acaso no lo había acompañado para ayudarlo a olvidar?):
—¡Claro! ¡Aquí abajo no se puede siempre besar! Pero allá arriba sólo hay la imagen del beso. El beso es sobre todo movimiento.
Intentaba alejarme de todos sus problemas, es decir, el balance y Ada, hasta el punto de que fui capaz de eliminar a tiempo una frase que había estado a punto de decir, a saber, que aquí abajo el beso no producía gemelos. Pero él, para liberarse del balance, no encontraba solución mejor que quejarse de sus demás desgracias. Como había yo presentido, habló mal de Ada. Comenzó quejándose de que aquel primer año de matrimonio hubiera sido para él tan desastroso. No se refería a los dos gemelos, que eran tan monos y a los que tanto quería, sino a la enfermedad de Ada. Pensaba que la enfermedad la volvía irascible, celosa y, al mismo tiempo, poco afectuosa. Acabó exclamando desconsolado:
—¡La vida es injusta y dura! A mí me parecía que no me estaba permitido en absoluto decir una sola palabra que entrañara un juicio sobre Ada y él. Pero me parecía que, aun así, debía decir algo. Él había acabado aplicando a la vida dos objetivos que no pecaban de excesiva originalidad. Yo descubrí algo mejor precisamente porque me había puesto a hacer la crítica de lo que él había dicho. Muchas veces decimos cosas siguiendo el sonido de las palabras, como si se asociaran por casualidad. Después examinamos lo que decimos para ver si valía el esfuerzo que hemos hecho y a veces descubrimos que la asociación casual ha engendrando una idea. Dije:
—¡La vida no es ni fea ni bella, sino original!
Cuando lo pensé, me pareció haber dicho algo importante. Así designada, la vida me pareció tan nueva, que me quedé observándola como si la viese por primera vez con sus cuerpos gaseosos, líquidos y sólidos. Si se lo hubiera contado a alguien que no estuviese acostumbrado a ella y, por esa razón, careciera de nuestro sentido común, se habría quedado sin aliento ante la enorme construcción sin objeto. Me habría preguntado: «Pero ¿cómo la habéis soportado?». Y, tras informarse de todos los detalles, desde esos cuerpos celestes colgados ahí arriba para que se vean pero no se toquen, hasta el misterio que rodea a la muerte, habría exclamado sin duda: «¡Muy original!».
—¡Original, la vida! —dijo Guido riendo—. ¿Dónde lo has leído?
No me importó asegurarle que no lo había leído en ninguna parte, porque, si no, mis palabras habrían tenido menos importancia para él. Pero, cuanto más pensaba en eso, más original me parecía la vida. Y no hacía falta llegar de fuera para reconocer su extravagante carácter. Bastaba recordar todo lo que nosotros, los hombres, hemos esperado de la vida, para verla tan extraña como para llegar a la conclusión de que tal vez se ha incluido en ella al hombre por error y que está fuera de lugar.
Sin habernos puesto de acuerdo sobre la dirección de nuestro paseo, habíamos acabado, como la otra vez, en la cuesta de via Belvedere. Al encontrar el pequeño muro sobre el que se había tendido aquella noche, Guido subió a él y se tumbó, exactamente igual que la otra vez. Estaba canturreando, tal vez sin poder abandonar sus pensamientos, y seguramente meditando sobre las inexorables cifras de su contabilidad. En cambio, yo recordé que en aquel lugar había querido matarlo y, al comparar mis sentimientos de entonces con los de ahora, volví a admirar la incomparable originalidad de la vida. Pero de improviso recordé que poco antes, y por un arranque de persona ambiciosa, había arremetido contra el pobre Guido y eso uno de los peores días de su vida. Me dediqué a una indagación: presenciaba sin sufrir demasiado la tortura que infligía a Guido el balance realizado con tanto cuidado por mí y me asaltó una duda curiosa e inmediatamente después un recuerdo muy curioso. La duda: ¿era yo bueno o malo? El recuerdo, provocado de repente por la duda, que no era nueva: me veía de niño y vestido (estoy seguro de ello) aún con pantalón corto, cuando alzaba la cara para preguntar a mi madre sonriente: «¿Yo soy bueno o malo?». Entonces debían haber inspirado la duda al niño las muchas personas que lo habían llamado bueno y las muchas que lo habían calificado, en broma, de malo. No tenía nada de sorprendente que ese dilema hubiera preocupado al niño. ¡Oh, incomparable originalidad de la vida! Era maravilloso que el adulto, tras haber rebasado la mitad de su vida, no hubiera despejado la duda que aquélla había planteado al niño de forma tan pueril.
En la oscura noche, en aquel mismo lugar en que yo había querido matar ya una vez, aquella duda me angustió profundamente. Desde luego, el niño, cuando había sentido vagar esa duda por su cabeza, liberada hacía poco de la chichonera, no había sufrido por ese motivo, porque a los niños se les cuenta que la maldad se cura. Para librarme de tamaña angustia, quise creerlo de nuevo así y lo conseguí.
Si no lo hubiera logrado, tendría que haber llorado por mí, por Guido y por nuestra tristísima vida. ¡El propósito renovó la ilusión! El propósito de colocarme junto a Guido y colaborar con él en el desarrollo de su comercio, del que dependía su vida y la de los suyos, y eso sin beneficio alguno para mí. Vislumbré la posibilidad de correr, afanarme y estudiar para él y admití la eventualidad de llegar a ser, para ayudarlo, un gran negociante, emprendedor y genial. ¡Exactamente así pensé aquella oscura noche de esta vida tan original!
Entretanto, Guido dejó de pensar en el balance. Abandonó su puesto y pareció más sereno. Como si hubiera sacado una conclusión de un razonamiento del que no sabía nada, me dijo que no iba a decir nada a su padre, porque, si no, el pobre viejo emprendería ese tremendo viaje desde su sol estival hasta nuestra niebla invernal. Después me dijo que a primera vista la pérdida parecía ingente, pero que, en realidad, no lo era tanto, si no tenía que soportarla toda él solo. Rogaría a Ada que se hiciera cargo de la mitad y, en compensación, le concedería una parte de los beneficios del año siguiente. La otra mitad de la pérdida la soportaría él.
Yo no dije nada. Pensé también que no me estaba permitido darle consejos, porque, de lo contrario, acabaría sucediendo lo que no deseaba en absoluto: erigirme en juez entre dos cónyuges. Por lo demás, en aquel momento estaba tan lleno de buenos propósitos, que me parecía que Ada habría hecho un buen negocio participando en una empresa dirigida por nosotros.
Acompañé a Guido hasta la puerta de su casa y le estreché la mano largo rato para renovar en silencio el propósito de quererlo. Luego procuré decirle algo amable y acabé encontrando esta frase:
—Que tus gemelos tengan buena noche y te dejen dormir, porque, desde luego, necesitas descansar.
Al marcharme, me mordí los labios por no haber encontrado nada mejor. Pero ¡si sabía que, ahora que tenían cada uno su nodriza, los gemelos dormían a medio kilómetro de él y no habrían podido quitarle el sueño! En cualquier caso, él había comprendido la intención del augurio, porque la había aceptado agradecido.
Al llegar a casa, me encontré con que Augusta se había retirado a la alcoba con los niños. Alfio estaba pegado a su pecho, mientras que Antonia dormía en su camita volviéndonos la nuca rizada. Tuve que explicar la razón de mi retraso y, por eso, le conté el medio ideado por Guido para liberarse de su pasivo. A Augusta la propuesta de Guido le pareció indigna:
—Si yo fuera Ada, me negaría —exclamó con violencia, aunque en voz baja, para no despertar al niño.
Animado por mis propósitos de bondad, objeté:
—Entonces, si yo me encontrara en las mismas dificultades que Guido, ¿tú no me ayudarías?
Se echó a reír:
—¡Eso es muy distinto! ¡Entre los dos veríamos lo que fuera más ventajoso para ellos! —y señaló al niño que tenía en brazos y a Antonia. Después, tras un momento de reflexión, continuó—: Y si ahora nosotros aconsejásemos a Ada entregar su dinero para continuar con ese negocio del que en breve tú dejarás de formar parte, ¿no estaríamos obligados después a indemnizarla, si llegara a perderlo?
Era una idea de ignorante, pero, con mi nuevo altruismo, exclamé:
—¿Y por qué no?
—Pero ¿no ves que tenemos dos niños en los que debemos pensar?
¡Vaya si los veía! La pregunta era retórica y, en verdad, carente de sentido.
—¿Es que no tienen también ellos dos niños? —pregunté con aire triunfal.
Ella se echó a reír clamorosamente, con lo que asustó a Alfio, que dejó de mamar para ponerse a llorar. Augusta se ocupó de él, pero sin dejar de reír, y yo acepté su risa como si me la hubiera ganado con mi ingenio, mientras que, en realidad, en el momento en que le había hecho esa pregunta había sentido en mi interior un gran amor por todos los padres de todos los niños y por los hijos de todos los padres. Tras haberme reído, no quedó nada de ese afecto.
Pero incluso hasta el dolor por saber que no era esencialmente bueno se mitigó. Me parecía haber resuelto el angustioso problema. No éramos ni buenos ni malos como no éramos tantas otras cosas. La bondad era la luz que en ciertos momentos iluminaba con sus destellos el oscuro espíritu humano. Hacía falta una antorcha encendida para dar la luz (en mi espíritu la había habido y no dejaría de volver) y el ser pensante con esa luz podía escoger la dirección para moverse en la oscuridad. Por eso, podíamos mostrarnos buenos, muy buenos, siempre buenos, y eso era lo importante. Cuando hubiera vuelto la luz, no sorprendería ni cegaría. Yo soplaría para apagarla, ya que no la necesitaría. Porque habría sabido conservar el propósito, es decir, la dirección.
El propósito de bondad es plácido y práctico y ahora me encontraba tranquilo y sereno. ¡Qué curioso! El acceso de bondad me había hecho exceder en la valoración de mí mismo y de mi poder. ¿Qué podía yo hacer por Guido? Era cierto que en su oficina yo destacaba sobre los demás tanto como en mi oficina Olivi estaba por encima de mí. Pero eso no probaba gran cosa. Y para ser práctico: ¿qué aconsejaría a Guido el día siguiente? ¿Tal vez una de mis inspiraciones? Pero ¡si ni siquiera en la mesa de juego se seguían las inspiraciones, cuando se jugaba con el dinero ajeno! Para dar vida a una casa comercial hay que crear un trabajo diario y a eso se puede llegar trabajando en todo momento en torno a una organización. No era yo quien podía hacer algo semejante ni me parecía justo someterme a fuerza de bondad a la condena del aburrimiento de por vida.
Sin embargo, sentía la impresión que me había hecho mi arranque de bondad como un compromiso que hubiera aceptado para con Guido, y no podía dormirme. Suspiré varias veces profundamente y una vez hasta gemí, sin duda en el momento en que me parecía verme obligado a atarme a la oficina de Guido como lo estaba Olivi a la mía.
En duermevela, Augusta murmuró:
—¿Qué te pasa? ¿Has discutido de nuevo con Olivi?
¡Ésa era la idea que buscaba! ¡Aconsejaría a Guido que tomara de director al joven Olivi! Evidentemente, ese joven tan serio y tan trabajador y que yo veía con tan malos ojos en mis asuntos porque parecía prepararse para suceder a su padre en su dirección a fin de tenerme definitivamente apartado de ellos, debía estar, para bien de todos, en la oficina de Guido. Ofreciéndole una posición en su casa, Guido se salvaría y el joven Olivi sería más útil en esa oficina que en la mía.
La idea me exaltó y desperté a Augusta para comunicársela. También a ella la entusiasmó tanto, que se despertó del todo. Le parecía que así yo podría abandonar con mayor facilidad los comprometedores negocios de Guido. Me quedé dormido con la conciencia tranquila. Había encontrado el modo de salvar a Guido sin condenarme; muy al contrario.
No hay nada más desagradable que ver rechazado un consejo que se ha estudiado con sinceridad y que ha costado incluso horas de sueño. A mí me había costado, además, otro esfuerzo: el de abandonar la ilusión de poder ser útil yo mismo a los negocios de Guido. Un esfuerzo gigantesco. Primero había llegado a tener una auténtica bondad y después una absoluta objetividad, ¡y me mandaban a freír espárragos!
Guido rechazó mi consejo con desdén incluso. No consideraba capaz al joven Olivi y, además, le desagradaba su aspecto de joven viejo y más aún le desagradaban sus gafas tan brillantes en su pálido rostro. Los argumentos parecían elegidos para hacerme creer que sólo había un motivo: el deseo de hacerme rabiar. Acabó diciéndome que aceptaría para director de su oficina no al joven sino al viejo Olivi. Pero a mí no me parecía que pudiera proporcionarle la colaboración de éste, y, además, no me consideraba preparado para asumir de un día para otro la dirección de mis negocios. Cometí el error de discutir y le dije que Olivi no valía demasiado. Le conté la cantidad de dinero que me había costado su obstinación de no querer comprar a tiempo aquellos frutos secos.
—Bueno —exclamó Guido—, pues, si el viejo vale tan poco, ¿qué valor podrá tener el joven, que río es sino un discípulo suyo?
Ése sí que era un buen argumento, y tanto más desagradable para mí cuanto que lo había aportado yo con mi cháchara imprudente.
Pocos días después, Augusta me contó que Guido había propuesto a Ada soportar con su dinero la mitad de la pérdida del balance. Ada se negaba y decía a Augusta:
—¡Me traiciona y, encima, quiere mi dinero!
Augusta no había tenido valor para aconsejarle que se lo diera, pero aseguraba que había hecho lo posible para hacer cambiar de opinión a Ada sobre la fidelidad de su marido. Por la respuesta de Ada, había comprendido que ésta sabía más de lo que creíamos. Y Augusta razonaba conmigo así:
—Por el marido hay que saber soportar cualquier sacrificio. Pero ¿era valido ese axioma también para el caso de Guido?
Los días siguientes el comportamiento de Guido llegó a ser extraordinario de verdad. Venía a la oficina de vez en cuando y nunca se quedaba en ella más de media hora. Se marchaba corriendo como quien ha olvidado el pañuelo en casa. Más adelante supe que iba a presentar nuevos argumentos a Ada, que le parecían decisivos para inducirla a hacer lo que él quería. Realmente, tenía el aspecto de una persona que ha llorado o gritado mucho o que incluso se ha peleado y ni siquiera delante de nosotros conseguía dominar la emoción que le contraía la garganta y le hacía venir las lágrimas a los ojos. Le pregunté qué le pasaba. Me respondió con una sonrisa triste pero amistosa para demostrarme que no tenía nada contra mí. Después se concentró para poder hablarme sin demasiada agitación. Por último, dijo pocas palabras: Ada lo hacía sufrir con sus celos.
Así, pues, me contaba que discutían sus historias íntimas, cuando, en realidad, yo sabía que entre ellos existía además aquella historia de la cuenta de pérdidas y ganancias.
Pero parecía que eso no tuviera importancia. Me lo decía él y se lo decía también Ada a Augusta, pues no le hablaba de otra cosa que de los celos. También la violencia de esas discusiones, que dejaban huellas tan profundas en la cara de Guido, hacía creer que decían la verdad.
En cambio, después resultó que entre los dos cónyuges no hablaban sino de la cuestión del dinero. Ada, por soberbia y pese a dejarse llevar por sus dolores pasionales, no los había sacado a relucir nunca, y Guido, tal vez por conciencia de su culpa y pese a sentir que en Ada hacía estragos la ira femenina, siguió discutiendo de los negocios, como si el resto no existiera. Se afanó cada vez más corriendo tras ese dinero, mientras que ella, a la que preocupaban poco los negocios en realidad, protestaba contra la propuesta de Guido con un solo argumento: el dinero debía ser para los niños. Y cuando él encontraba otros argumentos —su paz, los beneficios que habrían resultado para los propios niños de su trabajo, la seguridad de encontrarse en regla con las prescripciones de la ley— ella los liquidaba con un «No». Eso exasperaba a Guido y —como entre niños— también su deseo. Pero los dos —cuando se lo contaban a otras personas— creían haber estado discutiendo por amor y celos.
Fue una especie de malentendido que me impidió intervenir a tiempo para acabar con la desagradable cuestión del dinero. Yo podía demostrar a Guido que carecía de importancia. Como contable, soy un poco lento y no comprendo las cosas hasta haberlas distribuido en los libros, pero me parece que no tardé en comprender que la entrega de dinero que Guido exigía a Ada no cambiaría demasiado las cosas. En efecto, ¿de qué servía recibir una entrega de dinero? No por ello parecía menor la pérdida, a menos que Ada aceptara desperdiciar ese dinero en la contabilidad, cosa que Guido no pedía. La ley no se habría dejado engañar en absoluto al descubrir que, después de haber perdido tanto, se pretendía arriesgar un poco más atrayendo hasta la empresa a nuevos capitalistas.
Una mañana Guido no se presentó a la oficina, lo que nos sorprendió porque sabíamos que la noche anterior no había ido de caza. A la hora de comer me enteré por Augusta, conmovida y agitada, que la noche anterior Guido había atentado contra su propia vida. Ahora estaba fuera de peligro. Debo confesar que la noticia, que a Augusta le parecía trágica, a mí me dio rabia.
¡Había recurrido a ese medio drástico para vencer la resistencia de su mujer! También me enteré en seguida de que lo había hecho con todas las precauciones, porque antes de tomar la morfina se había mostrado con el frasco destapado en la mano. Así, en cuanto cayó en el sopor, Ada llamó al médico y al instante estuvo fuera de peligro. Ada había pasado una noche horrible, porque el doctor se creyó en el deber de expresar sus reservas sobre las consecuencias del envenenamiento, y después su agitación se vio prolongada por Guido, que, cuando volvió en sí, tal vez no del todo consciente aún, la colmó de reproches llamándola su enemiga, su perseguidora, la que le impedía ejercer el sano trabajo al que quería dedicarse.
Ada le concedió al instante el préstamo que pedía pero después, con intención de defenderse, habló claro, por fin, y le hizo todos los reproches que había callado tanto tiempo. Así llegaron a entenderse porque él consiguió —así creía Augusta— disipar cualquier sospecha de Ada sobre su fidelidad. Se mostró enérgico y cuando ella le habló de Carmen, él gritó:
—¿Estás celosa de ella? Pues bien, si quieres, la despido hoy mismo.
Ada no había contestado nada, creyendo haber aceptado así la propuesta y que él se había comprometido.
Me asombró que Guido hubiera sabido comportarse así en duermevela y llegué a creer incluso que no había tomado siquiera la pequeña dosis de morfina que decía. Me parecía que uno de los efectos del ofuscamiento del cerebro por el sueño era el de ablandar el ánimo más endurecido induciéndolo a las confesiones más ingenuas. ¿Acaso no había tenido yo una experiencia reciente en ese sentido? Eso aumentó mi desdén y mi desprecio hacia Guido.
Augusta lloraba al contar el estado en que había encontrado a Ada. ¡No! Ada no estaba más bella con aquellos ojos que parecían abiertos de terror.
Entre mi mujer y yo hubo una larga discusión sobre si debía yo hacer en seguida una visita a Guido y Ada o si no sería mejor fingir no saber nada y esperar a volver a verlo en la oficina. A mí esa visita me parecía un fastidio insoportable. ¿Cómo iba a poder no decirle, al verlo, lo que pensaba? Decía:
—¡Es una acción indigna para un hombre! Yo no tengo ningún deseo de matarme, pero ¡no hay duda de que si decidiese hacerlo lo lograría al instante!
Eso era lo que sentía y quería decírselo a Augusta. Pero me parecía hacer demasiado honor a Guido comparándolo conmigo:
—No es necesario ser químico para saber destruir este organismo nuestro, que es hasta demasiado sensible. ¿Acaso no hay casi cada semana en nuestra ciudad una modistilla que ingiera una solución de fósforo preparada en secreto en su pobre cuartito, y ese veneno rudimentario, a pesar de la intervención médica, le produce la muerte con la carita aún contraída por el dolor físico y el moral que sufrió su almita inocente?
Augusta no admitía que el alma de la modistilla suicida fuera tan inocente, pero, tras una débil protesta, volvió a intentar convencerme de que hiciese esa visita. Me contó que no debía temer encontrarme violento. Ella había hablado con Guido, quien había conversado con ella con tanta serenidad como si hubiese realizado la acción más corriente.
Salí de casa sin dar a Augusta la satisfacción de mostrarme convencido de sus razones. Tras una ligera vacilación, me dispuse a complacer a mi mujer. Aunque el recorrida era breve, el ritmo de mis pasos me llevó a mitigar mi juicio sobre Guido. Recordé la dirección señalada por la luz que pocos días antes había iluminado mi espíritu. Guido era un muchacho, un muchacho a quien había prometido mi indulgencia. Si no acababa matándose, tarde o temprano llegaría también él a la madurez.
La criada me hizo entrar en un cuartito, que debía de ser el estudio de Ada. El día era oscuro y la pequeña habitación, con la ventana cubierta por visillos tupidos, estaba en penumbra. En la pared había retratos de los padres de Ada y de Guido. Permanecí poco tiempo en ella, porque la criada volvió a llamarme y me llevó junto a Guido y Ada, en su alcoba. Ésta era vasta y luminosa incluso aquel día, gracias a sus dos ventanas amplias y a la tapicería y los muebles claros. Guido yacía en la cama con la cabeza vendada y Ada estaba sentada a su lado.
Guido me recibió sin el menor embarazo y con d mayor agradecimiento. Parecía adormilado, pero, para saludarme y dictarme sus disposiciones, pudo despertarse del todo. Después reclinó la cabeza en la almohada y cerró los ojos. ¿Recordaría que debía simular el tremendo efecto de la morfina? En cualquier caso, inspiraba piedad y no ira y yo me sentí muy bueno.
No miré en seguida a Ada: tenía miedo de la fisonomía de Basedow. Cuando lo hice, tuve una sorpresa agradable, porque me esperaba algo peor. Tenía los ojos desmesuradamente agrandados, desde luego, pero las hinchazones que habían sustituido en su cara a las mejillas habían desaparecido y me pareció más bella. Llevaba un ancho vestido rojo, cerrado hasta la barbilla, en el que se perdía su pobre cuerpecito. Había en ella un halo de castidad y, a causa de los ojos, de gran severidad. No pude aclarar del todo mis sentimientos, pero pensé que tenía a mi lado a una mujer parecida a la Ada que yo había amado.
En determinado momento Guido abrió los ojos, sacó de debajo de la almohada un cheque en el que al instante vi la firma de Ada, me lo entregó y me rogó que lo cobrara e ingresase el importe en una cuenta que debía abrir a nombre de Ada.
—¿A nombre de Ada Malfenti o de Ada Speier? —preguntó en broma Ada.
Ella se encogió de hombros y dijo:
—Vosotros dos lo sabréis mejor que yo.
—Luego te diré cómo debes hacer los demás asientos —añadió Guido con una brevedad que me ofendió.
Yo estaba a punto de interrumpir la somnolencia a que se había abandonado al instante, para decirle que si quería registrar otros asientos, lo hiciera él mismo.
Entretanto, trajeron una gran taza de café puro, que Ada le ofreció. Sacó la boca de debajo de la manta y con las dos manos se llevó la taza a la boca. Ahora, con la nariz dentro de la taza, parecía un niño enteramente.
Cuando me despedí, me aseguró que el día siguiente vendría a la oficina.
Yo ya me había despedido de Ada, por lo que me sorprendió mucho, cuando me alcanzó junto a la puerta de la casa. Dijo jadeante:
—¡Zeno, ven aquí un momento, por favor! Necesito decirte una cosa.
La seguí al saloncito donde había yo estado poco antes y desde el que ahora se oía el llanto de uno de los gemelos.
Permanecimos de pie mirándonos a la cara. Ella seguía jadeando y por eso, y sólo por esa razón, pensé por un momento que me había hecho entrar en ese cuartito oscuro para reclamarme el amor que yo le había ofrecido.
En la oscuridad sus grandes ojos eran terribles. Lleno de angustia, me preguntaba qué debería hacer. ¿No sería mi deber cogerla entre mis brazos y evitarle así tener que pedirme algo? En un instante, ¡qué sucesión de propósitos! Una de las grandes dificultades de la vida es adivinar lo que quiere una mujer. Escuchar sus palabras no sirve, porque todo un discurso puede quedar anulado por una mirada y ni siquiera eso es indicación válida, cuando nos encontramos con ella, por su propia voluntad, en un cómodo cuartito oscuro.
Al no poder adivinar sus intenciones, intentaba entenderme a mí mismo. ¿Cuál era mi deseo? ¿Quería besar aquellos ojos y aquel cuerpo esquelético? No podía dar una respuesta precisa, porque poco antes la había visto con la severa castidad de aquel vestido suelto, deseable como la muchacha a la que yo había amado.
Entretanto, a su angustia se había asociado el llanto y así se prolongó el tiempo en que yo no sabía lo que ella quería y lo que yo deseaba. Al final, con voz rota, volvió a manifestarme su amor por Guido, por lo que dejé de tener deberes y derechos respecto a ella. Balbució:
—Augusta me ha dicho que quieres dejar a Guido y no ocuparte más de sus asuntos. Debo rogarte que sigas ayudándolo. No creo que esté en condiciones de actuar solo.
Me pedía seguir haciendo lo que ya hacía. Era poco, muy poco y yo intenté conceder algo más:
—Ya que lo deseas, seguiré ayudando a Guido; es más, haré todo lo posible para ayudarlo con mayor eficacia que hasta ahora.
¡Otra vez la exageración! La advertí en el momento mismo en que caía en ella, pero no pude evitarla. Yo quería decir a Ada (o tal vez mentirle) que era importante para mí. Ella no quería mi amor, sino mi ayuda y yo le hablaba de modo que pudiera creer que estaba dispuesto a concederle ambas cosas.
Al instante Ada me cogió la mano con fuerza. Me estremecí. ¡Ofrece mucho una mujer tendiendo la mano! Siempre lo he sentido. Cuando se me concedió una mano, me pareció coger a una mujer entera. Sentí su estatura y en la evidente comparación entre la mía y la suya me pareció hacer algo semejante a un abrazo. Desde luego, fue un contacto íntimo.
Ella añadió:
—Yo debo regresar en seguida a la casa de salud de Bolonia y me sentiré muy tranquila al saberte con él.
—¡Me quedaré con él! —respondí con aspecto resignado. Ada debió de creer que mi aspecto resignado significaba el sacrificio que yo aceptaba hacerle. En realidad, estaba resignándome a regresar a una vida mucho más corriente, en vista de que ella no pensaba en seguirme por la excepcional que yo había soñado.
Hice un esfuerzo para bajar del todo a tierra y descubrí en seguida en mi cabeza un problema arduo de contabilidad. Debía abrir la cuenta de Ada con el importe del cheque que llevaba en el bolsillo. Eso estaba claro y, sin embargo, no estaba nada claro cómo podría modificar ese registro la cuenta de pérdidas y ganancias. No dije nada ante la posibilidad de que Ada no supiera que en este mundo había un libro mayor con cuentas de naturaleza tan diversa.
Pero no quise salir de aquel cuarto sin antes haber dicho otra cosa. Así, en lugar de hablar de contabilidad, dije una frase que en aquel momento solté con negligencia sólo por decir algo, pero que después comprendí era de gran importancia para mí, para Ada y para Guido, pero ante todo para mí mismo, pues me comprometí una vez más. Tan importante fue aquella frase, que durante muchos años recordé cómo, con descuido, moví los labios para decirla en aquel cuartito oscuro delante de los padres de Ada y de Guido, casados entre sí también ellos allí, en la pared. Dije:
—¡Acabaste casándote con un hombre aún más extraño que yo, Ada!
¡Cómo sabe la palabra cruzar el tiempo! ¡Acontecimiento ella misma que vuelve a enlazar con los acontecimientos! Se convertía en un acontecimiento, trágico acontecimiento, por ir dirigida a Ada. Con el pensamiento no habría podido nunca evocar con tanta vivacidad el momento en que Ada había elegido entre Guido y yo por aquella calle soleada, donde, tras días de espera, había podido encontrarla para caminar a su lado y esforzarme por conquistar su risa, que, como un tonto, consideré una promesa. Y recordé también que en aquella ocasión me sentía ya inferior por la inhibición que me causaban los músculos de las piernas, mientras Guido se movía aún con mayor desenvoltura que la propia Ada y no padecía inferioridad alguna, si no debía considerarse tal el extraño bastón que llevaba.
Ella dijo en voz baja:
—¡Es cierto!
Después, sonriendo con afecto, añadió:
—Pero me alegro por Augusta de que tú hayas resultado mucho mejor de lo que yo creía. —Y prosiguió, con un suspiro—: Tanto, que me compensa un poco por el dolor de que Guido no sea tal como yo esperaba.
Yo seguía callado, aún indeciso. Me parecía haber entendido que yo me habría convertido en lo que, según esperaba ella, debía Guido llegar a ser. ¿Sería, pues, amor? Y añadió:
—Eres el mejor hombre de nuestra familia, nuestra fe, nuestra esperanza. —Volvió a cogerme la mano y yo la apreté tal vez demasiado. Pero ella la retiró tan rápido, que no me quedó la menor duda. Y en aquel cuartito oscuro supe de nuevo cómo debía comportarme. Tal vez para atenuar ese gesto, volvió a halagarme—: Por saber ahora cómo eres, me duele tanto haberte hecho sufrir. ¿De verdad sufriste tanto?
Yo dirigí al instante los ojos hacia la oscuridad de mi pasado para dar de nuevo con aquel dolor y murmuré:
—¡Sí!
Poco a poco recordé el violín de Guido y también que me habrían expulsado de aquel salón, si no me hubiera aferrado a Augusta, y también el salón de la casa de los Malfenti, donde en torno a la mesita Luis XIV había unos besándose, mientras los de la otra mesita miraban. De improviso recordé también a Carla, porque también con ella había estado Ada. Entonces oí la enérgica voz de Carla, diciéndome que yo pertenecía a mi mujer, es decir, a Ada. Repetí, mientras se me llenaban los ojos de lágrimas:
—¡Mucho! ¡Sí! ¡Mucho!
Ada estaba ya sollozando:
—¡Lo siento tanto, tanto!
Cobró ánimos y dijo:
—Pero ¡ahora amas a Augusta!
Un sollozo la interrumpió por un instante y yo me estremecí, por no saber si se había detenido para oírme afirmar o negar aquel amor. Por fortuna para mí, no me dio tiempo a hablar, porque continuó:
—Ahora entre nosotros hay y debe haber un auténtico afecto fraterno. Yo te necesito. Para ese muchacho, deberé ser en adelante una madre, deberé protegerlo. ¿Quieres ayudarme en mi difícil tarea?
Con su enorme emoción, casi se apoyaba en mí, como en el sueño. Pero yo me atuve a sus palabras. Me pedía un afecto fraterno; el compromiso de amor, que, según creía yo, me vinculaba a ella, se transformaba así en otro derecho suyo; sin embargo, le prometí al instante ayudar a Guido, ayudarla a ella, hacer lo que deseara. Si hubiera estado más sereno, debería haber hablado de mi incapacidad para la tarea que me asignaba, pero habría destruido toda la inolvidable emoción de aquel momento. Por lo demás, estaba tan conmovido, que no podía sentir mi incapacidad. En aquel momento pensaba que en realidad no existían incapacidades para nadie. Hasta la de Guido podía eliminarse con algunas palabras que le dieran el entusiasmo necesario.
Ada me acompañó hasta el rellano y se quedó en él, apoyada a la barandilla viéndome bajar. Así había hecho siempre Carla, pero era extraño que lo hiciera Ada, que amaba a Guido, y yo se lo agradecí tanto que, antes de pasar al segundo tramo de la escalera, volví a alzar la cabeza para verla y despedirme de ella. Así se hacía cuando se sentía amor, pero, al parecer, también cuando se trataba de amor fraterno.
Así me marché alegre. Me había acompañado hasta el rellano, y no más allá. No había dudas. Quedábamos así: yo la había amado y ahora amaba a Augusta, pero mi antiguo amor le daba derecho a mi devoción. Ella seguía amando a aquel muchacho, pero reservaba para mí un gran afecto fraterno y no sólo porque me hubiera casado con su hermana, sino para compensarme por los dolores que me había causado y que constituían un vínculo secreto entre nosotros. Todo aquello era muy agradable, de un sabor raro en esta vida. ¿No podría tanta dulzura darme una auténtica salud? En efecto, aquel día caminé sin dificultad ni dolores, me sentí magnánimo y fuerte y con una sensación de seguridad en el corazón que era nueva para mí. Olvidé haber traicionado a mi mujer, y además del modo más indecente, o bien me propuse no volver a hacerlo, lo que equivale a lo mismo, y me sentí de verdad como Ada me veía, el hombre mejor de la familia.
Cuando tamaño heroísmo se debilitó, me habría gustado avivarlo, pero entretanto Ada había marchado a Bolonia y resultaba vano cualquier esfuerzo mío para sacar un nuevo estímulo de lo que me había dicho. ¡Sí! Haría lo poco que podía por Guido, pero semejante propósito no aumentaba ni el aire en los pulmones ni la sangre en las venas. Por Ada seguí sintiendo en el corazón una nueva y grande dulzura, renovada siempre que en sus cartas a Augusta me recordaba con algunas palabras afectuosas. Le devolvía de corazón su afecto y acompañaba su cura con mis mejores votos. ¡Ojalá consiguiera recuperar toda su salud y toda su belleza!
El día siguiente, Guido vino a la oficina y al instante se puso a estudiar los asientos que quería hacer. Propuse:
—Enjuguemos la mitad de las pérdidas con la aportación de Ada a la cuenta de pérdidas y ganancias.
Eso era lo que él quería y que no servía para nada. Si yo hubiera sido el ejecutor indiferente de su voluntad, como lo había sido hasta pocos días antes, me habría limitado a hacer esos asientos y no habría pensado más en la cuestión. En cambio, sentí la necesidad de decirle todo; me parecía que al hacerle saber que no era tan fácil borrar la pérdida que habíamos sufrido, lo estimulaba a trabajar.
Le expliqué que, por lo que yo sabía, Ada había dado ese dinero para que se ingresara en su cuenta, y no sería así, si la saldábamos en parte, deduciendo la mitad de la pérdida del balance. Le expliqué también que la parte de la pérdida que él quería pasar a su cuenta pertenecía a ella, igual que la deuda entera, pero eso no era su anulación, sino, al contrario, su evidencia. Había pensado tanto en eso, que me resultaba fácil explicarle todo, y concluí:
—Suponiendo que nos encontráramos —¡no lo quiera Dios!— en las circunstancias previstas por Olivi, la pérdida resultaría evidente de nuestros libros, en cuanto los examinara un perito experimentado.
Me miraba atónito. Sabía bastante de contabilidad para entenderme, pero no lo conseguía, porque el deseo le impedía resignarse a la evidencia. Después añadí, para hacerle ver todo con claridad:
—¿Ves cómo no tenía objeto que Ada hiciera esa aportación de dinero?
Cuando, al final, comprendió, empalideció profundamente y se puso a roerse las uñas nervioso. Se quedó anonadado, pero procuró dominarse y, con su cómica actitud de jefe, dispuso que, aun así, se hicieran esos asientos y añadió:
—¡Para exonerarte de cualquier responsabilidad estoy dispuesto a escribir yo en los libros e incluso a firmar!
¡Comprendí! Quería seguir soñando donde no hay lugar para los sueños: ¡la contabilidad por partida doble!
Recordé lo que me había prometido a mí mismo en la cuesta de via Belvedere, y después a Ada, en el cuartito oscuro de su casa y hablé con generosidad:
—Voy a hacer al instante los asientos que deseas: no siento la necesidad de verme defendido por tu firma. ¡Estoy aquí para ayudarte, no para ponerte obstáculos!
Me estrechó la mano con afecto:
—La vida es difícil —dijo— y es un gran consuelo tener junto a mí a un amigo como tú.
Nos miramos conmovidos a los ojos. Los suyos brillaban. Para sustraerme a la emoción que me amenazaba también a mí, dije riendo:
—La vida no es difícil, sino muy original.
Y también él se rió con ganas.
Después se quedó a mi lado para ver cómo saldaba esa cuenta de pérdidas y ganancias. Lo hice en pocos minutos. Aquella cuenta murió, pero arrastró a la nada también la cuenta de Ada, cuyo crédito anotamos, sin embargo, en una libreta, para tener, en caso de que cualquier otro testimonio desapareciera a consecuencia de algún cataclismo, la prueba de que debíamos pagarle los intereses. La otra mitad de la cuenta de pérdidas y ganancias fue a aumentar el debe, ya elevado, de la cuenta de Guido.
Los contables son, por naturaleza, un género de animales muy dispuestos a la ironía. Al hacer aquellos asientos, yo pensaba: «Una cuenta —la llamada de pérdidas y ganancias— había muerto asesinada, la otra —la de Ada— había muerto de muerte natural, porque no conseguíamos mantenerla con vida y, en cambio, no podíamos matar la de Guido, que, al ser de un deudor dudoso, constituía una auténtica tumba abierta en nuestra empresa».
Seguimos hablando de contabilidad durante mucho tiempo, en aquella oficina. Guido se afanaba para encontrar otro modo que pudiera protegerlo mejor de posibles insidias (así las llamaba él) de la ley. Creo que consultó incluso a algún contable, porque un día vino a la oficina a proponerme que destruyéramos los libros viejos tras haber hecho otros nuevos en los que registraríamos una venta falsa con un nombre cualquiera, que figuraría haberla pagado con la cantidad prestada por Ada. ¡Era doloroso tener que disuadirlo, porque había corrido a la oficina con tanta esperanza! Proponía una falsificación que me repugnaba. Hasta entonces no habíamos hecho otra cosa que cambiar cosas de sitio, amenazando con perjudicar a quien nos había dado su consentimiento. En cambio, ahora quería inventar movimientos de mercancías. También yo veía que así, y sólo así, se podía borrar cualquier huella de la pérdida sufrida, pero ¡a qué precio! Había que inventar también el nombre del comprador o conseguir el consentimiento de la persona a la que queríamos hacer figurar como tal. Yo no tenía nada en contra de la destrucción de los libros, pese a haberlos escrito con tanto cuidado, pero era un fastidio tener que hacer otros nuevos. Puse objeciones, que acabaron convenciendo a Guido. No es fácil simular una factura. Habría que saber falsificar también los documentos comprobantes de la existencia y de la propiedad de la mercancía.
Renunció a su plan, pero el día siguiente apareció en la oficina con otro plan que también entrañaba la destrucción de los libros viejos. Cansado de ver obstaculizado cualquier otro trabajo con discusiones semejantes, protesté:
—Al verte cavilar tanto en eso, ¡dan ganas de pensar que quieres prepararte precisamente para la quiebra! De lo contrario, ¿qué importancia puede tener una disminución tan exigua de tu capital? Hasta ahora nadie tiene derecho a examinar tus libros. Ahora hay que trabajar, trabajar y no ocuparse de tonterías.
Me confesó que esa idea era su obsesión. ¿Y cómo no iba a ser así? ¡Con un poco de mala suerte podía incurrir en esa sanción penal y acabar en la cárcel!
Por mis estudios de derecho, yo sabía que Olivi había expuesto con toda exactitud los deberes de un comerciante con semejante balance, pero, para liberar a Guido y también a mí de esa obsesión, le aconsejé que consultara a un abogado amigo.
Me respondió que ya lo había hecho, es decir, que no había ido a propósito a ver a un abogado con ese objeto, porque no quería confiar ni siquiera a un abogado su secreto, sino que había sacado información a un abogado amigo suyo con el que se había encontrado en la caza. Por eso, sabía que Olivi no se había equivocado ni había exagerado… ¡por desgracia!
Al ver la inutilidad, cesó de hacer descubrimientos para falsear su contabilidad, pero no por ello recuperó la calma. Siempre que venía a la oficina se enfurecía al mirar sus librotes. Un día, me confesó que, al entrar en nuestra habitación, le había parecido encontrarse en la antecámara de la cárcel y le habían dado ganas de salir corriendo.
Un día preguntó:
—¿Augusta sabe todo lo relativo a nuestro balance?
Enrojecí porque me pareció sentir un reproche en la pregunta. Pero, evidentemente, si Ada estaba enterada, también podía saberlo Augusta. No lo pensé en seguida así, sino que me pareció merecer el reproche que pretendía dirigirme. Por eso, murmuré:
—¡Lo habrá sabido por Ada o tal vez por Alberta, a quien se lo habrá dicho Ada!
Repasé todos los conductos que podían conducir a Augusta y no me parecía negar con ello que hubiera sabido todo por la primera fuente, es decir, por mí, sino afirmar que habría sido inútil por mi parte callar. ¡Qué lástima! En cambio, si hubiera confesado al instante que no tenía secretos con Augusta, ¡me habría sentido mucho más leal y honrado! Un simple hecho semejante, es decir, la simulación de un acto que habría sido mejor confesar y proclamar inocente, basta para crear problemas en la amistad más sincera.
Consigno aquí, pese a no haber tenido la menor importancia ni para Guido ni para mi historia, el hecho de que algunos días después el chismoso agente con el que habíamos tratado en relación con el sulfato de cobre me detuvo por la calle y, mirándome de abajo arriba, a lo que le obligaba su baja estatura que sabía exagerar doblando las piernas, me dijo con ironía:
—¡Dicen que han hecho ustedes otros buenos negocios como el del sulfato!
Después, al verme palidecer, me estrechó la mano y añadió:
—Por mi parte, les deseo los mejores negocios. ¡Espero que no lo dude!
Y me dejó. Supongo que se habría enterado de nuestros asuntos por su hija, que iba a la misma clase que la pequeña Anna en el instituto. No conté a Guido esa pequeña indiscreción. Mi misión principal era defenderlo de angustias inútiles.
Me asombró que Guido no adoptara disposición alguna respecto a Carmen, pues sabía que había prometido formalmente a su mujer despedirla. Yo creía que Ada volvería a casa al cabo de algunos meses, como la primera vez. Pero, en cambio, se dirigió, sin pasar por Trieste, a un hotelito junto al lago Maggiore, donde poco después Guido le llevó los niños.
De vuelta de aquel viaje —y no sé si habría recordado la promesa o si se la habría recordado Ada— me preguntó si no sería posible emplear a Carmen en mi oficina, es decir, en la de Olivi. Yo ya sabía que en esa oficina todos los puestos estaban ocupados, pero, en vista de que Guido me lo rogaba tan encarecidamente, accedí a hablar del asunto con el administrador. Por suerte, un empleado de Olivi se iba precisamente esos días, pero tenía un sueldo inferior al que Carmen había recibido en los últimos meses de la liberalidad de Guido, quien, en mi opinión, pagaba a sus mujeres con cargo a la cuenta de gastos generales. El viejo Olivi me preguntó por la capacidad de Carmen y, pese a que le di los mejores informes, se ofreció a aceptarla en las mismas condiciones que su empleado despedido. Se lo conté a Guido, quien afligido y azorado se rascó la cabeza.
—¿Cómo vamos a ofrecerle un sueldo inferior al que percibe? ¿No se podría convencer a Olivi para que le conceda el que ya tiene?
Yo sabía que era imposible y, además, Olivi no solía considerarse casado con sus empleados, como hacíamos nosotros. Cuando advirtiera que Carmen merecía una corona menos, se la quitaría sin misericordia. Y seguimos así: Olivi no recibió ni pidió tampoco una respuesta decisiva y Carmen siguió moviendo sus bellos ojos en nuestra oficina.
Entre Ada y yo había un secreto y era importante precisamente porque seguía siéndolo. Ella escribía con asiduidad a Augusta, pero nunca le contó haber tenido explicaciones conmigo ni haberme pedido siquiera que siguiese con Guido. Tampoco yo lo comenté. Un día Augusta me enseñó una carta de Ada, con palabras dirigidas a mí. Primero me pedía noticias mías y acababa apelando a mi bondad para que le dijera algo sobre la marcha de los negocios de Guido. Me turbé cuando oí que se dirigía a mí y me tranquilicé cuando vi que, como de costumbre, era para informarse sobre Guido. Una vez más yo no tenía motivos para intentar nada.
De acuerdo con Augusta y sin decir nada a Guido, escribí a Ada. Me senté a la mesa con el propósito de escribirle una carta de negocios y le comuniqué que estaba contento del modo como Guido dirigía ahora los negocios, es decir, con asiduidad y prudencia. Eso era cierto o, al menos, yo estaba contento con él aquel día, porque había conseguido ganar dinero vendiendo mercancías que tenía depositadas en la ciudad desde hacía varios meses. También era cierto que parecía más asiduo, si bien se iba de caza y de pesca todas las semanas. Yo exageraba de buen grado mis elogios porque así me parecía favorecer la curación de Ada.
Releí la carta y no me bastó. Faltaba algo. Ada se había dirigido a mí y estaba seguro que también deseaba noticias mías. Por eso, era una falta de cortesía no dárselas. Y poco a poco —lo recuerdo como si me ocurriera ahora— me sentí violento en aquella mesa como si me encontrara de nuevo frente a Ada, en aquel cuartito oscuro. ¿Debía apretar mucho la manita que me habían ofrecido?
Escribí, pero luego tuve que rehacer la carta porque se me habían escapado palabras comprometedoras: anhelaba volver a verla y esperaba que recuperara toda su salud y toda su belleza. Eso significaba coger de la cintura a la mujer que sólo me había ofrecido la mano. Mi deber era estrechar sólo aquella manita, estrecharla con suavidad y por largo rato para indicar que entendía todo, todo lo que no debía decirse nunca.
No voy a repetir todo el repertorio de frases a que pasé revista para dar con algo que pudiera sustituir a ese apretón de mano largo, suave y significativo, sino sólo las frases que luego escribí. Hablé por extenso de mi vejez inminente. No podía estar un momento tranquilo sin envejecer. A cada recorrido de mi sangre, algo se añadía a mis huesos y a mis venas que significaba vejez. Todas las mañanas, cuando me despertaba, el mundo aparecía más gris y yo no lo advertía porque nada desentonaba; en el nuevo día no había una pincelada siquiera del color del día anterior; de lo contrario, la habría advertido y la nostalgia me habría hecho desesperar.
Recuerdo muy bien que envié la carta con plena satisfacción. No me había comprometido lo más mínimo con aquellas palabras, pero me parecía también que, si el pensamiento de Ada era igual al mío, habría comprendido ese amoroso apretón de mano. No hacía falta demasiada agudeza para adivinar que esa larga disquisición sobre la vejez no significaba sino mi temor de que, al encontrarme en la carrera a través del tiempo, no pudiera ser alcanzado nunca más por el amor. Parecía gritar al amor: «¡Ven, ven!». Sin embargo, no estoy seguro de haber deseado ese amor y, si tengo alguna duda, se debe sólo a que sé que escribí más o menos eso.
Para Augusta hice una copia de aquella carta suprimiendo la disquisición sobre la vejez. No la habría entendido, pero la prudencia no está de más. ¡Habría podido enrojecer al sentir que me miraba mientras estrechaba la mano de su hermana! ¡Sí! Yo podía enrojecer aún. Y también enrojecí cuando recibí una nota de agradecimiento de Ada, en la que no mencionaba para nada mi cháchara sobre la vejez. Me parecía que ella se comprometía mucho más conmigo de lo que yo me había comprometido con ella. No sustraía su manita a mi presión. La dejaba yacer inerte en la mía y, en el caso de la mujer, la inercia es un modo de consentir.
Pocos días después de haber escrito aquella carta, descubrí que Guido se había puesto a jugar a la Bolsa. Lo supe por una indiscreción del agente Nilini.
Yo conocía a éste desde hacía muchos años porque habíamos sido condiscípulos en el instituto, que él había tenido que abandonar para entrar en seguida en la oficina de un tío suyo. Después nos habíamos visto algunas veces, y recuerdo que la diferencia de nuestros destinos había constituido una superioridad mía en nuestras relaciones. Entonces él me saludaba primero y a veces intentaba acercárseme. Eso me parecía natural, y, en cambio, me pareció menos explicable que en una época que no puedo precisar se volviera muy altanero. Ya no me saludaba y apenas respondía a mi saludo. Me preocupó un poco porque mi piel es muy sensible y es fácil de arañar. Pero ¿qué hacer? Tal vez me hubiera descubierto en la oficina de Guido, donde le parecía que ocupaba un puesto de subalterno, y me despreciaba por ello o, con la misma probabilidad, se podía suponer que por haber muerto un tío suyo, había pasado a ser un agente de Bolsa independiente y se había ensoberbecido. En las ciudades pequeñas son frecuentes esa clase de relaciones. Sin que haya habido un gesto de enemistad, un día alguien te mira con aversión y desprecio.
Por eso, me sorprendió verlo entrar en la oficina, donde me encontraba solo, y preguntar por Guido. Se había quitado el sombrero y me había tendido la mano. Después se había arrellanado al instante, con gran libertad, en una de nuestras grandes butacas. Yo lo miré con interés. Hacía años que no lo veía desde tan cerca y ahora, con la aversión que me manifestaba, se había conquistado mi atención más intensa.
Tenía entonces unos cuarenta años y era muy feo, por una calvicie casi general interrumpida por un oasis de cabellos negros y espesos en la nuca y otro en las sienes, y una cara amarilla y de piel demasiado abundante, pese a su gran nariz. Era pequeño y flaco y se erguía como podía, hasta el punto de que cuando hablaba con él yo sentía un ligero dolor simpático en el cuello, la única simpatía que sentía hacia él. Aquel día me pareció que contenía la risa y que su rostro tenía la cara contraída por una ironía o un desprecio, que no podía herirme a mí, en vista de que me había saludado con tanta amabilidad. Después descubrí que la extraña madre naturaleza le había grabado en la cara esa ironía. Sus pequeñas mandíbulas no ajustaban exactamente y entre ellas, en una parte de la boca, había quedado un agujero en el que habitaba estereotipada su ironía. Tal vez para adaptarse a la máscara de la que no podía librarse salvo cuando bostezaba, le gustaba burlarse del prójimo. No era ningún tonto y lanzaba flechas envenenadas, pero con preferencia a los ausentes.
Charlaba mucho y tenía imaginación, en particular para las operaciones de Bolsa. Hablaba de la Bolsa como si se tratara de una sola persona, a la que describía angustiada por una amenaza o adormilada en la inactividad y con una cara que podía reír y también llorar. Él la veía subir la escalera de las cotizaciones bailando o bajar con riesgo de caerse y también la admiraba cuando acariciaba un valor, estrangulaba a otro o enseñaba a la gente la moderación y la actividad. Porque sólo quien tenía juicio podía tratar con ella. Había tanto de aquel dinero esparcido por el suelo en la Bolsa, pero no era fácil inclinarse para recogerlo.
Lo dejé esperando tras haberle ofrecido un cigarrillo y me ocupé de la correspondencia. Al cabo de un rato, se cansó y dijo que no podía esperar más. Por lo demás, sólo había venido para contar a Guido que ciertas acciones con el extraño nombre de Río Tinto y que él había aconsejado comprar a Guido el día anterior —sí, exactamente veinticuatro horas antes— habían subido ese día cerca del diez por ciento. Se echó a reír con ganas.
—Mientras nosotros hablamos aquí, es decir, mientras yo espero, la Bolsa habrá hecho lo demás. Si el señor Speier quisiera comprar ahora esas acciones, quién sabe a qué precio tendría que pagarlas. —Se interrumpió para preguntarme—: ¿Quién cree usted que instruye mejor: la Universidad o la Bolsa?
Su mandíbula cayó un poco más y el agujero de la ironía se agrandó.
—Evidentemente, ¡la Bolsa! —dije yo con convicción. Eso me valió un apretón de mano afectuoso, cuando me dejó.
Conque, ¡Guido jugaba a la Bolsa! Si yo hubiera estado más atento, debería haberlo adivinado antes, porque cuando le había presentado una cuenta exacta de las cantidades no insignificantes que habíamos ganado con nuestros últimos negocios, él la había mirado sonriendo, pero con cierto desprecio. Le parecía que habíamos debido trabajar demasiado para ganar aquel dinero. ¡Y nótese que con algunas decenas de aquellos negocios habríamos podido cubrir la pérdida que habíamos sufrido el año anterior! ¿Qué debía yo hacer ahora, yo que pocos días antes había escrito elogios sobre él?
Poco después Guido vino a la oficina y yo le referí con fidelidad las palabras de Nilini. Escuchó con tanta ansiedad, que ni siquiera advirtió que así había sabido yo que él jugaba, y se marchó corriendo.
Por la noche hablé de ello con Augusta, que consideró debíamos dejar en paz a Ada y avisar, en cambio, a la señora Malfenti de los peligros a que se exponía Guido. Me pidió que también yo hiciera todo lo posible para impedirle cometer algún disparate.
Pasé largo rato preparando las palabras que debía decirle. Por fin ponía en práctica mis propósitos de bondad activa y mantenía la promesa que había hecho a Ada. Sabía cómo debía abordar a Guido para inducirlo a obedecerme. Todo el mundo comete alguna imprudencia —le explicaría— jugando a la Bolsa, pero más que nadie un comerciante que tenga tras sí un balance semejante.
El día siguiente empecé muy bien:
—Conque, ¡ahora juegas a la Bolsa! ¿Quieres acabar en la cárcel? —le pregunté con severidad. Estaba preparado para una escena y tenía también en reserva la declaración de que, puesto que él actuaba de un modo que comprometía la empresa, yo abandonaría sin más la oficina.
Guido supo desarmarme al instante. Había mantenido el secreto hasta entonces, pero ahora, con actitud de buen muchacho, me contó con todo detalle sus asuntos. Trabajaba con valores mineros de no recuerdo qué país, que ya le habían dado un beneficio que casi bastaría para cubrir la pérdida de nuestro balance. Ahora habían desaparecido los riesgos y podía contármelo todo. Cuando tuviera la mala suerte de perder lo que había ganado, sencillamente dejaría de jugar. En cambio, si la fortuna seguía ayudándolo, se apresuraría a poner en regla mis libros, cuya amenaza no dejaba de sentir ni por un momento.
Vi que no había motivo para enfadarse y que, al contrario, había que congratularse con él. En cuanto a las cuestiones de contabilidad, le dije que ahora podía estar tranquilo, porque donde había dinero contante disponible era facilísimo regular la contabilidad más fastidiosa. Cuando se hubiera reintegrado en nuestros libros la cuenta de Ada y hubiésemos disminuido al menos la que yo llamaba el abismo de nuestra empresa, es decir, la cuenta de Guido, nuestra contabilidad estaría perfecta.
Después le propuse al instante hacer esa regulación y poner en la cuenta de la empresa las operaciones de Bolsa. Por fortuna, no aceptó, porque, si no, yo me habría convertido en el contable del jugador y habría cargado con una responsabilidad mayor. En cambio, así las cosas siguieron como si yo no existiera. Él rechazó mi propuesta con razones que me parecieron válidas. Era de mal agüero pagar así en seguida las deudas y en todas las mesas de juego está muy divulgada la superstición de que el dinero ajeno da suerte. Yo no creo en eso, pero cuando juego no dejo de tomar alguna preocupación, a mi vez.
Por un tiempo me reproché a mí mismo haber acogido las declaraciones de Guido sin protestar. Pero cuando vi comportarse del mismo modo a la señora Malfenti, quien me contó que su marido había sabido ganar grandes sumas en la Bolsa, y también a Ada, a quien oí decir que el juego era un género de comercio como cualquier otro, comprendí que a ese respecto nadie podría reprocharme nada. Para detener a Guido en aquella pendiente no bastaría mi protesta, que no tendría la menor eficacia, si no iba apoyada por todos los miembros de la familia.
Así, Guido siguió jugando y toda su familia con él. Yo también formaba parte de la comitiva, hasta el punto de que entré en una relación de amistad bastante curiosa con Nilini. No hay duda de que yo no podía soportarlo porque sabía que era ignorante y presuntuoso, pero parece que, por el bien de Guido, que esperaba buenos consejos de él, supe ocultar mis sentimientos y él acabó creyendo que tenía en mí a un amigo fiel. No niego que tal vez mi amabilidad con él se debiera también al deseo de evitar el malestar que me había producido su enemistad, tan fuerte a causa del rictus de ironía que llevaba en su fea cara. Pero no tuve con él otra amabilidad que la de tenderle la mano y despedirlo, cuando venía y se iba. En cambio, él estuvo amabilísimo conmigo y yo no pude dejar de aceptar sus cortesías con gratitud, lo que es en verdad la máxima amabilidad que se puede tener con alguien en este mundo. Me conseguía cigarrillos de contrabando y me los cobraba al precio que le costaban, es decir, muy baratos. Si me hubiera caído más simpático, habría podido inducirme a utilizarlo de intermediario en el juego; no lo hice nunca, sólo para no verlo con mayor frecuencia.
¡Lo veía demasiado incluso! Pasaba horas en nuestra oficina, pese a que —como era fácil de advertir— no estaba enamorado de Carmen. Venía a hacerme compañía precisamente a mí. Al parecer, se había propuesto instruirme en la política, que conocía muy bien a causa de la Bolsa. Me presentaba a las grandes potencias un día estrechándose la mano y el siguiente dándose de bofetadas. No sé si adivinaba el futuro, porque yo, por antipatía, nunca lo escuchaba. Conservaba una sonrisa imbécil, estereotipada. Desde luego, nuestro malentendido debió de depender de una interpretación equivocada de mi sonrisa que debió parecerle de admiración. Yo no tengo la culpa.
Sólo sé las cosas que repetía cada día. Pude advertir que era un italiano de color dudoso, porque le parecía que era mejor que Trieste siguiera siendo austríaca. Adoraba a Alemania y sobre todo los ferrocarriles alemanes que llegaban con tanta puntualidad. Era socialista a su modo y le habría gustado prohibir que una persona sola poseyera más de cien mil coronas. No me reí un día que, hablando con Guido, confesó poseer precisamente cien mil coronas y ni un céntimo más. No me reí y ni siquiera le pregunté si modificaría su teoría, en caso de ganar más dinero. Nuestra relación era en verdad extraña. Yo no podía reír ni con él ni de él.
Cuando había soltado alguna de sus sentencias, se erguía tanto en su butaca, que sus ojos miraban al techo, mientras que a mí me dirigía el agujero que yo llamaba mandibular. ¡Y veía con aquel agujero! Yo intentaba aprovechar su posición para pensar en otra cosa, pero él reclamaba mi atención preguntándome al instante:
—¿Me escuchas?
Después de esa simpática efusión, Guido pasó mucho tiempo sin hablarme de sus asuntos. Al principio, me contaba algo Nilini, pero después también él se volvió reservado. Por la propia Ada supe que Guido seguía ganando.
Cuando ella regresó, la encontré de nuevo bastante afeada. Más que gorda, estaba fofa. Sus mejillas, que habían vuelto a aumentar, también esa vez estaban fuera de su lugar y le daban forma casi cuadrada a la cara. En los ojos se había acentuado la deformación de las órbitas. Mi sorpresa fue grande, porque por Guido y otros que habían ido a verla había oído decir que cada día que pasaba le aportaba nuevas fuerzas y salud. Pero la salud de la mujer es en primer lugar su belleza.
Con Ada tuve también otras sorpresas. Me saludó con afecto, pero no de modo distinto a como habría saludado a Augusta. Entre nosotros ya no había ningún secreto y, desde luego, ya no recordaba haber llorado ante el recuerdo de haberme hecho sufrir. ¡Tanto mejor! Por último, ¡olvidaba sus derechos sobre mí! Yo era su buen cuñado y me amaba sólo porque volvía a ver las mismas relaciones afectuosas entre mi mujer y yo, que seguían constituyendo la admiración de los Malfenti.
Un día hice un descubrimiento que sorprendió bastante. ¡Ada se creía aún bella! Allí lejos, al borde del lago, le habían hecho la corte y era evidente que gozaba con sus éxitos. Probablemente los exageraba porque me parecía excesivo pretender que había tenido que abandonar el veraneo para librarse de las persecuciones de un enamorado. Admito que algo de cierto pueda haber habido, porque probablemente podía parecer menos fea a quien no la hubiera conocido antes. Pero ya no mucho, ¡con aquellos ojos, aquel color y la forma de aquella cara! A nosotros nos parecía más fea porque, al recordar cómo había sido, veíamos más evidentes las devastaciones realizadas por la enfermedad.
Una noche invitamos a Guido y a ella a nuestra casa. Fue una reunión agradable, de familia. Parecía la continuación del noviazgo de los cuatro. Pero la melena de Ada ya no estaba iluminada por luz alguna.
En el momento de separarnos, me quedé un instante a solas con ella, para ayudarla a ponerse el abrigo. Tuve al instante una sensación algo diferente de nuestras relaciones. Nos habían dejado solos y tal vez podíamos decirnos lo que delante de otros no queríamos. Mientras la ayudaba, reflexioné y acabé encontrando lo que debía decirle:
—¿Sabes que ahora juega? —le dije con voz seria. A veces tengo la sospecha de que con esas palabras quería evocar de nuevo nuestro último encuentro, pues no me resignaba a que hubiera quedado tan olvidado.
—Sí —dijo ella sonriendo— y hace muy bien. Según dicen, ha aprendido mucho.
Me reí con ella, a carcajadas. Me sentí libre de cualquier responsabilidad. Al marcharme, murmuró:
—¿Esa Carmen sigue en vuestra oficina? No llegué a responder porque se marchó corriendo. Entre nosotros ya no se interponía nuestro pasado, pero sí sus celos. Estaban vivos como en nuestro último encuentro.
Ahora, al volver a pensarlo, me parece que debería haber advertido, mucho antes de que me lo anunciaran expresamente, que Guido había empezado a perder en la Bolsa. Desapareció de su cara el aire de triunfo que la había iluminado y manifestó de nuevo su gran ansiedad por el balance, cerrado de aquel modo.
—¿Por qué te preocupas —le pregunté yo, con mi inocencia—, cuando tienes ya en el bolsillo lo necesario para hacer del todo reales esos asientos? Teniendo tanto dinero no se va a la cárcel. —Entonces, como supe más adelante, ya no le quedaba nada en el bolsillo.
Creí con tanta firmeza que tenía la fortuna de su parte, que no tuve en cuenta los numerosos indicios que habrían podido convencerme de lo contrario.
Una noche de agosto me convenció para que lo acompañara a pescar. A la luz deslumbrante de una luna casi llena había poca probabilidad de pescar nada. Pero insistió diciendo que en el mar encontraríamos algún alivio para el calor. En efecto, no encontramos otra cosa. Tras un solo intento, no volvimos a cebar siquiera los anzuelos y dejamos los sedales colgando de la barquita, que Luciano dirigió hacia alta mar. Cierto es que los rayos de la luna llegaban hasta el fondo del mar, con lo que permitían a los peces grandes afinar la vista y advertir la insidia y también a los pequeños capaces de roer el cebo, pero no de llegar con la boquita al anzuelo. Nuestros cebos no eran sino regalos para los pececillos.
Guido se tumbó a popa y yo a proa. Poco después murmuró:
—¡Qué tristeza toda esta luz!
Probablemente lo dijera porque la luz le impedía dormir y yo asentí para complacerlo y también para no turbar concuna discusión tonta la solemne quietud en que nos movíamos lentamente. Pero Luciano protestó diciendo que a él aquella luz le gustaba muchísimo. En vista de que Guido no respondía, quise hacerle callar diciéndole que la luz era sin duda algo triste, porque se veían las cosas de este mundo. Y, además, impedía la pesca. Luciano se rió y calló.
Permanecimos en silencio largo rato. Yo bostecé varias veces mirando a la luna. Lamentaba haberme dejado convencer de subir a aquella barquita.
De improviso Guido me preguntó:
—Tú que eres químico, ¿sabrías decirme si es más eficaz el veronal puro o el veronal al sodio?
La verdad es que yo no sabía siquiera que existiese un veronal al sodio. No se puede pretender, ni mucho menos, que un químico sepa todo de memoria. Yo de química sé lo suficiente como para poder encontrar al instante en mis libros cualquier información y además, poder hablar —como se vio en aquel caso— hasta de las cosas que ignoro.
¿Al sodio? Pero si todo el mundo sabía que las combinaciones al sodio eran las que se asimilaban con mayor facilidad. Más aún, a propósito del sodio recordé —y reproduje con mayor o menor exactitud— un himno a ese elemento entonado por un profesor mío en la única clase suya a la que había yo asistido. El sodio era un vehículo sobre el que se montaban los elementos para moverse con mayor rapidez. Y el profesor había recordado que el cloruro de sodio pasaba de organismo a organismo y que iba acumulándose por efecto exclusivo de la gravedad en el agujero más profundo de la tierra, el mar. No sé si reproduje con exactitud el pensamiento de mi profesor, pero en aquel momento, ante aquella enorme extensión de cloruro de sodio, hablé del sodio con un respeto infinito.
Tras una vacilación, Guido me preguntó también:
—Así, pues, ¿quién quiera matarse debe tomar veronal al sodio?
—Sí —respondí.
Después, recordando que hay casos en que se puede querer simular un suicidio y sin advertir al instante que estaba rememorando a Guido un episodio desagradable de su vida, añadí:
—Y quien no quiera morir debe tomar veronal puro.
Los estudios de Guido sobre el veronal habrían podido darme que pensar. Sin embargo, no comprendí nada, preocupado como estaba por el sodio. Los días siguientes estuve en condiciones de aportar a Guido nuevas pruebas de las cualidades que yo había atribuido al sodio: también para acelerar las mezclas, que no son sino abrazos intensos entre dos cuerpos, abrazos que sustituyen a la combinación o la asimilación, se añadía sodio al mercurio. Éste era el intermedio entre el oro y el mercurio. Pero a Guido ya no le importaba el veronal, y yo ahora pienso que en cualquier momento las cosas debían de irle mejor en la Bolsa.
En el transcurso de una semana, Ada vino a la oficina sus buenas tres veces. Hasta después de la segunda no se me ocurrió que quería hablarme.
La primera se topó con Nilini, que una vez más se había puesto a educarme. Esperó una hora a que se fuera, pero cometió el error de charlar con él, con lo que le hizo creer que debía quedarse. Después de hacer las presentaciones, respiré, aliviado porque el agujero mandibular ya no estuviera dirigido hacia mí. No participé en su conversación.
Nilini estuvo ingenioso incluso y sorprendió a Ada contando que en el Tergesteo se decían tantas maledicencias como en el salón de una señora. Sólo que, según él, en la Bolsa, como siempre, estaban mejor informados que en otros sitios. A Ada le pareció que calumniaba a las mujeres. Dijo que ni siquiera sabía lo que era la maledicencia. En ese momento intervine yo para confirmar que, durante los muchos años que la conocía, nunca había oído una palabra de su boca que recordara siquiera a la maledicencia. Sonreí al decir eso, porque me pareció dirigirle un reproche. Ella no murmuraba porque no se ocupaba de los asuntos ajenos. Al principio, en plena salud, había pensado en sus asuntos y, cuando la enfermedad la invadió, sólo quedó en ella un pequeño sitio libre, ocupado por sus celos. Era una auténtica egoísta, pero acogió mi testimonio con gratitud.
Nilini fingió no creernos ni a ella ni a mí. Dijo que me conocía desde hacía muchos años y que me consideraba muy ingenuo. Eso me divirtió y divirtió también a Ada. En cambio, me fastidió mucho, cuando —por primera vez delante de terceros— proclamó que yo era uno de sus mejores amigos y que, por eso, me conocía a fondo. No me atreví a protestar, pero me sentí ofendido en mi pudor por aquella declaración desvergonzada, como una muchacha a la que hubieran reprochado en público haber fornicado.
Yo era tan ingenuo, decía Nilini, que Ada, con la habitual astucia de las mujeres, habría podido decir maledicencias delante de mí sin que yo lo advirtiera. A mí me pareció que Ada seguía divirtiéndose con aquellos cumplidos de carácter dudoso, pero más adelante supe que le dejaba hablar esperando que se agotara y se fuera. Pero de nada le sirvió esperar.
Cuando Ada regresó la segunda vez, me encontró con Guido. Entonces leí en su cara una expresión de impaciencia y adiviné que con quien quería hablar era conmigo. Hasta que volvió, yo me entretuve con mis sueños habituales. En el fondo, ella no me pedía amor, pero con demasiada frecuencia quería encontrarse a solas conmigo. Para los hombres era difícil entender lo que las mujeres querían también porque a veces ellas mismas lo ignoraban.
Sin embargo, sus palabras no me inspiraron un sentimiento nuevo. En cuanto pudo hablarme, se le alteró la voz con la emoción, pero no porque me dirigiera la palabra a mí. Quería saber por qué razón no se había despedido a Carmen. Yo le conté todo lo que sabía al respecto, incluido nuestro intento de conseguirle un nuevo empleo con Olivi.
Al instante, se calmó porque lo que le dije coincidía exactamente con lo que le había dicho Guido. Después sus accesos de celos se seguían periódicamente. Sobrevenían sin motivo aparente y se iban ante una palabra que la convenciera.
Me hizo dos preguntas más: si de verdad era tan difícil encontrar un puesto para una empleada y si la familia de Carmen dependía del sueldo de la muchacha.
Le expliqué que, en efecto, en Trieste era difícil entonces encontrar trabajo para las mujeres, en las oficinas. En cuanto a la segunda pregunta, no podía responderle, porque no sabía nada de la familia de Carmen.
—En cambio, Guido conoce a todos los de esa casa —murmuró Ada con ira y las lágrimas bañaron de nuevo sus mejillas.
Después me estrechó la mano para despedirse y me dio las gracias. Sonriendo a través de las lágrimas, dijo que sabía que podía contar conmigo. La sonrisa me gustó, porque, desde luego, no iba dirigida al cuñado, sino a quien estaba unido a ella por vínculos secretos. Intenté dar prueba de merecer aquella sonrisa y murmuré:
—Lo que temo por Guido no es Carmen, ¡sino su juego en la Bolsa!
Ella se encogió de hombros:
—Eso no tiene importancia. He hablado de eso también con mamá. También papá jugaba a la Bolsa y ganó mucho dinero.
Yo quedé desconcertado ante esa respuesta e insistí:
—Ese Nilini no me gusta. ¡No es cierto ni mucho menos que yo sea amigo suyo!
Ella me miró sorprendida:
—A mí me parece un caballero. También Guido lo aprecia. Además, creo que ahora Guido está muy atento a sus negocios.
Estaba decidido a no hablar mal de Guido y callé. Cuando me encontré solo, no pensé en Guido, sino en mí. Tal vez estuviera bien que, al final, Ada me pareciese una hermana y nada más. No prometía amor ni amenazaba con él. Durante varios días recorrí la ciudad inquieto y desequilibrado. No lograba entenderme. ¿Por qué me sentía como si Carla me hubiese dejado en aquel instante? No me había sucedido nada nuevo. Sinceramente, creo que siempre he necesitado la aventura o alguna complicación que se le asemeje. Mis relaciones con Ada ya no eran complicadas, ni mucho menos.
Un día Nilini, desde su sillón, predicó más que de costumbre: por el horizonte avanzaba un nubarrón, nada menos que el encarecimiento del dinero. De repente la Bolsa estaba saturada y no podía absorber.
—¡Echémosle sodio! —propuse yo.
La interrupción no le gustó, pero para no enojarse la pasó por alto; de súbito el dinero en este mundo se había vuelto escaso y, por tanto, caro. Le sorprendía que sucediese entonces, cuando él lo había previsto para un mes después.
—¡Habrán enviado todo el dinero a la Luna! —dije yo.
—Son cosas serias con las que no hay que bromear —afirmó Nilini, sin dejar de mirar al techo—. Ahora se va a ver quién tiene espíritu de auténtico luchador y quién sucumbe, en cambio, al primer golpe.
Como no entendí por qué en este mundo podía volverse el dinero más escaso, tampoco adiviné que Nilini colocaba a Guido entre los luchadores cuyo valor había que probar. Estaba tan acostumbrado a defenderme de sus prédicas con la falta de atención, que hasta aquélla, a pesar de oírla, pasó sin rozarme siquiera.
Pero pocos días después Nilini entonó una canción muy distinta. Había ocurrido un fenómeno nuevo. Había descubierto que Guido había hecho negocios con otro agente de cambio. Nilini comenzó protestando con tono excitado que él nunca había faltado en nada a Guido, ni siquiera en la discreción debida. Quería mi testimonio de ello. ¿Acaso no había mantenido ocultos los negocios de Guido incluso a mí, a quien seguía considerando su mejor amigo? Pero ahora ya no estaba obligado a mantener la reserva y podía gritarme al oído que Guido estaba perdiendo hasta las pestañas. En relación con los negocios hechos por mediación de él, aseguraba que a la más ligera mejoría se podría resistir y esperar a tiempos mejores. Sin embargo, era increíble que a la primera adversidad Guido lo hubiese engañado.
¡Igualito que Ada! Los celos de Nilini eran indomables. Yo quería recibir noticias de él y, en cambio, él se exasperaba cada vez más y continuaba hablando del engaño de que había sido víctima. Por eso, a pesar de sus propósitos, siguió siendo discreto.
Por la tarde encontré a Guido en la oficina. Estaba tumbado en nuestro sofá en un curioso estado intermedio entre la desesperación y el sueño. Le pregunté:
—¿Ahora estás perdiendo hasta las pestañas?
No me respondió al instante. Alzó el brazo con el que se cubría el rostro desencajado y dijo:
—¿Has visto alguna vez a un hombre más desgraciado que yo?
Volvió a bajar el brazo y cambió de posición, poniéndose boca arriba. Cerró los ojos de nuevo y pareció haber olvidado ya mi presencia.
Yo no supe ofrecerle consuelo alguno. En verdad, me ofendía que creyese ser el hombre más desgraciado del mundo. No era una exageración; era una auténtica mentira. Lo habría socorrido, si hubiera podido, pero resultaba imposible consolarlo. En mi opinión, ni siquiera quienes son más inocentes y más desgraciados que Guido merecen compasión, porque, si no, en nuestra vida sólo habría sitio para ese sentimiento, lo que sería un gran tedio. La ley natural no da el derecho a la felicidad, sino que, al contrario, prescribe la miseria y el dolor. Cuando se expone algo comestible, acuden de todas partes los parásitos y, si faltan, se apresuran a nacer. Pronto la presa apenas basta, y poco después, ya no basta, porque la naturaleza no hace cálculos, sino experimentos. Cuando ya no basta, los consumidores deben disminuir a fuerza de muerte precedida del dolor y así se restablece el equilibrio por un instante. ¿Por qué quejarse? Y, sin embargo, todos se quejan. Quienes no han conseguido nada de la presa, mueren gritando injusticia y quienes han conseguido una parte les parece que tenían derecho a una parte mayor. ¿Por qué viven y mueren en silencio? En cambio, es simpática la alegría de quien ha sabido conseguir una parte abundante de la presa y se manifiesta al sol entre los aplausos. El único grito admisible es el del triunfador.
Volviendo a Guido: a éste le faltaban todas las cualidades para conquistar o incluso para conservar la riqueza. Venía de la mesa de juego y lloraba por haber perdido. Así, pues, ni siquiera se comportaba como un caballero y a mí me daba náuseas. Por eso, y sólo por eso, en el momento en que Guido habría necesitado tanto mi afecto, no lo tuvo. Ni siquiera mis repetidos propósitos pudieron acompañarme hasta allí.
Entretanto la respiración de Guido se iba volviendo cada vez más regular y ruidosa. ¡Se estaba quedando dormido! ¡Qué poco viril era en la desventura! Le habían quitado el comestible y cerraba los ojos tal vez para soñar con que aún lo poseía en lugar de abrirlos bien para ver si podía arrancar una pequeña parte.
Sentí curiosidad por saber si había informado a Ada de la desgracia que había caído sobre ella. Se lo pregunté en voz alta. Se estremeció y necesitó una pausa para habituarse a su desgracia, que de improviso volvió a ver por entero.
—¡No! —murmuró. Después cerró los ojos.
Desde luego, todos los que han recibido golpes duros son propensos al sueño. El sueño hace recuperar las fuerzas. Entonces me quedé mirándolo vacilante. Pero ¿cómo se podía ayudarlo, si dormía? No era ése el momento de dormir. Lo agarré con rudeza de un hombro y lo sacudí:
—¡Guido!
Se había quedado dormido de verdad. Me miró inseguro, con los ojos aún velados por el suelo y después me preguntó:
—¿Qué quieres? —Poco después, enojado, repitió su pregunta—: Pero ¿qué quieres?
Yo quería ayudarlo; si no, ni siquiera habría tenido derecho a despertarlo. Me enojé yo también y grité que no era el momento de dormir porque había que apresurarse a ver cómo se podía poner remedio a la catástrofe. Había que calcular y discutir con todos los miembros de nuestra familia y los de la suya de Buenos Aires.
Guido se sentó. Estaba aún un poco aturdido por haber sido despertado de ese modo. Me dijo con amargura:
—Habrías hecho mejor dejándome dormir. ¿Quién quieres que me ayude ahora? ¿No recuerdas a qué extremo tuve que recurrir la otra vez para conseguir lo poco que necesitaba para salvarme? ¡Ahora se trata de sumas considerables! ¿A quién quieres que me dirija?
Sin el menor afecto y con la ira de tener que dar y privar a mí y los míos, exclamé:
—¿Y para qué estoy yo, entonces? —Después la avaricia me sugirió atenuar desde el principio mi sacrificio:
—¿Para qué está Ada? ¿Para qué está nuestra suegra? ¿Es que no podemos unirnos para salvarte?
Se levantó y se me acercó con la evidente intención de abrazarme. Pero precisamente eso era lo que yo no quería. Tras haberle ofrecido mi ayuda, tenía derecho a censurarlo y lo usé sin miramiento. Le reproché su actual debilidad y también su presunción, que había conservado hasta aquel momento y lo había conducido a la ruina. Había actuado por su cuenta, sin consultar a nadie. Muchas veces yo había intentado que me contara sus actividades para retenerlo y salvarlo y él se había negado conservando la confianza exclusiva en Nilini.
En ese momento, Guido sonrió. ¡Sí, sonrió, el desgraciado! Me dijo que desde hacía quince días ya no trabajaba con Nilini porque se le había metido en la jeta que le traía mala suerte.
Aquel sueño y aquella sonrisa eran muy propios de él: arruinaba a todos los que lo rodeaban y sonreía. Adopté el papel de juez severo, porque para salvar a Guido había que educarlo. Le pregunté cuánto había perdido y me enojé cuando me dijo que no lo sabía exactamente. Me enojé también cuando me citó una cifra relativamente pequeña, que después resultó representar el importe que había que pagar en la liquidación del quince del mes, para el que sólo faltaban dos días. Pero Guido afirmaba que hasta final de mes había tiempo y que las cosas podían cambiar. La escasez de dinero en el mercado no iba a durar eternamente.
Grité:
—Si en este mundo falta el dinero, ¿quieres recibirlo de la Luna? —añadí que no debía jugar ni un día más. No podía arriesgarse a ver aumentar la deuda, que ya era enorme. Dije también que dividiríamos la pérdida en cuatro partes, que pagaríamos yo, él (es decir, su padre), la señora Malfenti y Ada, que había que volver a nuestro comercio carente de riesgos y que no quería volver a ver en nuestra oficina ni a Nilini ni a ningún otro agente de cambio.
Él, con mucha suavidad, me rogó que no gritara tanto, porque podrían oírnos los vecinos.
Hice un gran esfuerzo para calmarme y lo conseguí, aunque seguí diciéndole en voz baja otras insolencias. Su pérdida era sencillamente consecuencia de un crimen. Había que ser muy bruto para meterse en semejantes líos. Me parecía que debía soportar la elección entera.
Entonces Guido protestó suavemente. ¿Quién no había jugado a la Bolsa? Nuestro suegro, que había sido un comerciante tan sólido, no había pasado ni un día de su vida sin contraer un compromiso. Y, además —Guido lo sabía—, también yo había jugado.
Alegué que había formas y formas de jugar. Él había arriesgado en la Bolsa todo su patrimonio; yo, las rentas de un mes.
Me causó una impresión triste que Guido intentara, pueril, librarse de su responsabilidad. Afirmó que Nilini lo había inducido a jugar más de lo que él había querido, haciéndole creer que lo ponía en camino de conseguir una gran fortuna.
Yo reí y me burlé de él. No había que censurar a Nilini, porque cumplía con su profesión. Y, por lo demás, tras haber dejado a Nilini, ¿acaso no se había precipitado a aumentar la cantidad comprometida por mediación de otro agente? Habría podido jactarse de la nueva relación, si con ella se hubiera puesto a jugar a la baja, a escondidas de Nilini. Para poner remedio, no bastaba, desde luego, con cambiar de representante y seguir por el mismo camino y perseguido por la misma mala suerte. Al final, quiso inducirme a dejarlo en paz y, con un sollozo en la garganta, reconoció que se había equivocado.
Cesé de censurarlo. Ahora me daba compasión de verdad y, si él hubiera querido, hasta lo habría abrazado. Le dije que me ocuparía al instante de reunir el dinero que debía aportar y que también podría ocuparme de hablar con nuestra suegra. Él, en cambio, se encargaría de Ada.
—¡Ya sabes cómo son las mujeres! ¡No entienden los negocios o sólo cuando acaban bien! —No iba a hablar con Ada, sino que rogaría a la señora Malfenti que la informara de todo.
Esa decisión fue un gran alivio para él y salimos juntos. Lo veía caminar junto a mí con la cabeza baja y me sentía arrepentido de haberlo tratado con tanta rudeza. Pero ¿qué otra cosa podía haber hecho, si lo amaba? Tenía que enmendarse, si no quería ir derecho a la ruina. ¡De qué naturaleza debían de ser las relaciones con su mujer, si temía hablar con ella!
Pero, entretanto, descubrió un modo de enojarme de nuevo. Mientras caminábamos, fue perfeccionando el plan que tanto le había gustado. No sólo no iba a hablar con su mujer, sino que, además, evitaría verla esa noche, porque se iba a ir de caza en seguida. Después de ese propósito, se sintió libre de cualquier preocupación. Parecía que había bastado la perspectiva de salir al aire libre, lejos de las preocupaciones, para que pareciera como si ya se encontrara allí y gozase plenamente. ¡Me sentí indignado! Desde luego, con el mismo aspecto habría podido volver a la Bolsa para reanudar el juego en el que arriesgaba la fortuna de la familia e incluso la mía.
Me dijo:
—Quiero concederme esta última diversión y te invito a venir conmigo, con la condición de que prometas no decir ni una sola palabra sobre los acontecimientos de hoy.
Hasta entonces había hablado sonriendo. Ante la seriedad de mi cara, se puso más serio también él. Añadió:
—Como tú mismo comprenderás, necesito descansar ante un golpe semejante. Después me será más fácil recuperar mi puesto en la lucha.
Su voz se había elevado con una emoción de cuya sinceridad no pude dudar. Por eso, pude contener mi despecho o manifestarlo sólo con el rechazo de su invitación, diciéndole que debía quedarme en la ciudad para reunir el dinero necesario. ¡Menudo reproche! Yo, inocente, me quedaba en mi puesto, mientras que él, culpable, podía ir a divertirse.
Habíamos llegado ante la puerta de la casa de la señora Malfenti. Guido no había recuperado el aspecto de alegría ante la diversión de algunas horas que le esperaba y, mientras permaneció conmigo, conservó estereotipada en la cara la expresión del dolor que yo le había devuelto. Pero, antes de dejarme, encontró desahogo en una manifestación de independencia y —así me pareció— de rencor. Me dijo que estaba de verdad asombrado al descubrir en mí a semejante amigo. Vacilaba a la hora de aceptar el sacrificio que le ofrecía y exigía (exactamente eso: exigía) que yo no me considerase comprometido en modo alguno y que, por esa razón, estaba en libertad para dar o no.
Estoy seguro de haber enrojecido. Para disipar la turbación, le dije:
—¿Por qué quieres que desee retirarme, cuando hace pocos minutos, sin que tú me hayas pedido nada, me he ofrecido a ayudarte?
Me miró un poco desconcertado y después, dijo:
—Ya que lo deseas, acepto sin más y lo agradezco. Pero haremos un contrato de sociedad totalmente nuevo, para que cada uno tenga la parte correspondiente. Más aún: si hay trabajo y quieres seguir ocupándote de él, deberías recibir tu sueldo. Pondremos la nueva sociedad sobre nuevas bases. Así ya no tendremos que temer otros daños por haber ocultado la pérdida de nuestro primer ejercicio.
Respondí:
—Esa pérdida ya no tiene la menor importancia y no debes pensar más en ella. Intenta ahora poner de tu parte a nuestra suegra. Eso y nada más es lo que importa ahora.
Así nos separamos. Creo que sonreí ante la ingenuidad con que Guido manifestaba sus sentimientos más íntimos. Había pronunciado ese largo discurso sólo para poder aceptar mi donación sin tener que manifestarme gratitud. Pero yo no pretendía nada. Me bastaba saber que sencillamente me debía dicha gratitud.
Por lo demás, al separarme de él, también yo sentí un alivio, como si en ese preciso momento hubiera salido al aire libre. Sentía realmente la libertad de que me había privado con los propósitos de educarlo y hacerle volver al buen camino. En el fondo, el pedagogo está más encadenado que el alumno. Estaba del todo decidido a conseguirle ese dinero. Por supuesto, no sé si lo hacía por afecto hacia él o hacia Ada, o tal vez para liberarme de la pequeña parte de responsabilidad que podía corresponderme por haber trabajado en su oficina. En resumen, había decidido sacrificar una parte de mi patrimonio y aún hoy contemplo aquel día de mi vida con gran satisfacción. Ese dinero salvaba a Guido y a mí me garantizaba una tranquilidad de conciencia.
Caminé hasta la noche con la mayor tranquilidad y así perdí el tiempo útil para ir a la Bolsa a buscar a Olivi, a quien debía dirigirme para procurarme una suma tan elevada. Después pensé que no era tan urgente. Yo tenía algún dinero a mi disposición y bastaba de momento para participar en la regulación que había que hacer el quince del mes. Para la de final de mes, ya lo buscaría más adelante.
Por aquella noche no pensé más en Guido. Más tarde, es decir, cuando estuvieron acostados los niños, me dispuse varias veces a contar a Augusta el desastre financiero de Guido y el daño que iba a repercutir en mí, pero después no quise pasar por el fastidio de las discusiones y pensé que sería mejor que me reservara para convencer a Augusta en el momento en que la regulación de aquellos negocios fuera decidida por todos. Y, además, habría sido curioso que, mientras Guido estaba divirtiéndose, yo hubiera tenido que fastidiarme.
Dormí muy bien y, por la mañana, con el bolsillo no demasiado cargado de dinero (llevaba en él el antiguo sobre que había rechazado Carla y que hasta entonces había conservado religiosamente para ella o para cualquier heredero suyo y un poco de otro dinero que había podido sacar de un banco) me dirigí a la oficina. Pasé la mañana leyendo periódicos, entre Carmen, que cosía, y Luciano, que practicaba con multiplicaciones y sumas.
Cuando regresé a casa, encontré a Augusta perpleja y abatida. Tenía la cara cubierta con esa gran palidez que sólo producían las penas que yo le causaba. Me dijo con suavidad:
—He sabido que has decidido sacrificar una parte de tu patrimonio para salvar a Guido. Yo sé que no tenía derecho a ser informada de ello…
Dudaba tanto de su derecho, que vaciló. Después siguió reprochándome mi silencio.
—Pero es cierto que yo no soy como Ada, porque nunca me he opuesto a tu voluntad.
Fue necesario tiempo para saber lo que había ocurrido. Augusta había ido a casa de Ada, cuando estaba discutiendo la cuestión de Guido con su madre. Al verla, Ada se había abandonado a un llanto intenso y le había hablado de mi generosidad que no quería aceptar en modo alguno. Al contrario, había rogado a Augusta que me incitara a desistir de mi ofrecimiento.
Al instante advertí que Augusta sufría de su antigua enfermedad, los celos de su hermana, pero no le di demasiada importancia. Me sorprendía la actitud adoptada por Ada.
—¿Te ha parecido resentida? —pregunté con los ojos muy abiertos por la sorpresa.
—¡No! ¡No! Ofendida, no —gritó la sincera Augusta—. Me ha besado y abrazado… tal vez para que yo te abrace a ti.
Parecía un modo de expresarse bastante cómico. Me miraba, estudiándome, desconfiada.
Protesté.
—¿Crees que Ada está enamorada de mí? ¿Cómo se te puede ocurrir una cosa así?
Pero no conseguí calmar a Augusta, cuyos celos me fastidiaban horriblemente. De acuerdo. Guido en ese momento ya no estaba divirtiéndose, sino que estaba pasando un mal rato entre su suegra y su mujer, pero también yo estaba muy fastidiado y me parecía que estaba sufriendo demasiado, siendo como era del todo inocente.
Intenté calmar a Augusta haciéndole caricias. Apartó su cara de la mía para verme mejor y me hizo con dulzura un suave reproche, que me conmovió mucho:
—Sé que también me amas a mí —me dijo.
Evidentemente, el estado de ánimo de Ada no tenía importancia para ella, sino el mío, y tuve una inspiración para probar mi inocencia:
—Así, pues. ¿Ada está enamorada de mí? —dije riendo.
Después, tras apartarme de Augusta para que me viera mejor, hinché un poco las mejillas y abrí de modo exagerado los ojos para parecerme a la Ada enferma. Augusta me miró asombrada, pero no tardó en adivinar mi intención. Fue presa de un ataque de hilaridad, del que al instante se avergonzó.
—¡No! —me dijo—. Te ruego que no te burles de ella. —Después confesó, sin dejar de reír, que yo había conseguido imitar exactamente las protuberancias que daban a la cara de Ada un aspecto tan sorprendente. Y yo lo sabía porque, al imitarla, me había parecido abrazar a Ada. Y cuando estuve solo, repetí varias veces ese esfuerzo con deseo y disgusto.
Por la tarde fui a la oficina con la esperanza de encontrarme con Guido. Lo esperé un tiempo y después decidí dirigirme a su casa. Tenía que enterarme de si era necesario pedir dinero a Olivi. Tenía que cumplir con mi deber, aun cuando me fastidiara volver a ver otra vez a Ada alterada por el agradecimiento. ¡Quién sabe qué sorpresas podía darme aún esa mujer!
En las escaleras de la casa de Guido me tropecé con la señora Malfenti, que las subía con esfuerzo. Me contó con pelos y señales lo que hasta entonces se había decidido en el asunto de Guido. La noche anterior se habían separado más o menos de acuerdo, con el convencimiento de que había que salvar a aquel hombre, que tenía una mala suerte desastrosa. Hasta la mañana no se había enterado Ada de que yo iba a colaborar para cubrir la pérdida de Guido y se había negado, decidida a aceptar. La señora Malfenti la excusaba:
—¿Qué quieres? No quiere cargar con el remordimiento de haber empobrecido a su hermana predilecta.
En el rellano, la señora se detuvo para respirar y también para hablar y me dijo riendo que la cosa iba a acabar sin perjuicio para nadie. Antes de comer, ella, Ada y Guido se habían ido a pedir consejo a un abogado, viejo amigo de la familia y aún tutor de la pequeña Anna. El abogado había dicho que no era necesario pagar, porque la ley no obligaba a ello. Guido se había opuesto vivamente, hablando de honor y de deber, pero sin lugar a dudas, una vez que todos, incluida Ada, decidían no pagar, también él debería resignarse.
—Pero ¿será declarada en bancarrota su firma en la Bolsa? —pregunté perplejo.
—¡Probablemente! —dijo la señora Malfenti con un suspiro antes de emprender la subida del último tramo.
Después de comer, Guido solía hacer siesta, por lo que nos recibió Ada sola en aquel saloncito que yo conocía tan bien. Al verme, se mostró confusa por un instante, por un solo instante, al que yo me aferré y retuve, claro, evidente, como si me hubiera expresado su confusión. Después se sobrepuso y me tendió la mano con gesto decidido, viril, destinado a borrar la vacilación femenina que lo había precedido.
Me dijo:
—Augusta te habrá dicho lo agradecida que te estoy. No sabría decirte ahora lo que siento, porque estoy confusa. Además, estoy enferma. ¡Sí, muy enferma! ¡Debería ir de nuevo a la casa de salud de Bolonia!
Un sollozo la interrumpió:
—Ahora te pido un favor. Te ruego que digas a Guido que ni siquiera tú estás en condiciones de darle ese dinero. Así nos será más fácil inducirlo a hacer lo que debe.
Antes había lanzado un sollozo al recordar su enfermedad; después sollozó de nuevo antes de seguir hablando de su marido:
—Es un niño, y como tal hay que tratarlo. Si sabe que tú consientes en darle ese dinero, se obstinará más aún en su idea de sacrificar también a los demás en vano. En vano, porque ahora sabemos con absoluta certeza que la quiebra está permitida en la Bolsa. Lo ha dicho el abogado.
Me comunicaba la opinión de una alta autoridad sin preguntarme la mía. Como antiguo frecuentador de la Bolsa, mi opinión, aun junto a la del abogado, habría podido tener su peso, pero ni siquiera recordé mi opinión, en caso de que la tuviera. En cambio, recordé que se me colocaba en una posición difícil. No podía dejar de cumplir la promesa que había hecho a Guido: gracias a ella me había creído autorizado a gritarle al oído tantas insolencias, con lo que me había embolsado una especie de intereses sobre el capital que ahora ya no podía negarle.
—¡Ada! —dije vacilante—. Yo no creo que pueda desdecirme así de un día para otro. ¿No sería mejor que tú convencieses a Guido de hacer las cosas como lo deseas tú?
La señora Malfenti, con la gran simpatía que siempre me demostraba, dijo que entendía perfectamente mi posición y que, por lo demás, cuando Guido encontrara a su disposición sólo la cuarta parte de la cantidad que necesitaba, tendría que resignarse a la voluntad de los demás.
Pero Ada no había agotado sus lágrimas. Llorando con la cara oculta en el pañuelo, dijo:
—¡Has hecho mal, muy mal en hacer esa oferta tan extraordinaria! ¡Ahora se ve qué mal has hecho!
Me parecía que vacilaba entre una gran gratitud y un gran rencor. Después añadió que no quería que se volviera a hablar nunca más de mi oferta y me rogaba que no reuniera ese dinero, porque ella me impediría darlo o impediría a Guido aceptarlo.
Yo estaba tan turbado, que acabé diciendo una mentira. Le dije que ya había reunido ese dinero y me señalé el bolsillo del pecho, donde se encontraba el sobre, de peso tan ligero. Ada me miró esa vez con una expresión de auténtica admiración, que tal vez me habría complacido, si no hubiera sabido que no la merecía. En cualquier caso, esa mentira, que sólo puedo explicar por mi extraña tendencia a representarme delante de Ada mayor de lo que soy, fue lo que impidió esperar a Guido y me echó de aquella casa. Habría podido suceder también que en un momento dado, contrariamente a lo que parecía, me hubieran pedido que entregara el dinero que decía llevar, y entonces, ¿qué papel habría hecho? Dije que tenía asuntos urgentes en la oficina y me marché.
Ada me acompañó a la puerta y me aseguró que induciría a Guido a ir a verme para agradecerme mi ofrecimiento y rechazarlo. Hizo esa declaración con tal resolución, que yo me estremecí. Me pareció que aquel firme propósito me hería también a mí en parte. ¡No! En aquel momento no me amaba. Mi bondadoso acto era demasiado grande. Aplastaba a las personas sobre las que caía y no era de extrañar que los beneficiarios protestaran. Camino de la oficina, intenté liberarme del malestar que me había producido la actitud de Ada, recordando que yo me sacrificaba por Guido y por nadie más. ¿Qué tenía que ver Ada? Me prometí hacérselo saber a la propia Ada a la primera ocasión.
Fui a la oficina para no tener el remordimiento de haber mentido una vez más. No tenía nada que hacer allí. Desde la mañana caía una llovizna continua que había refrescado mucho el aire de aquella primavera vacilante. En dos pasos me encontraría en casa, mientras que para ir a la oficina tenía que recorrer una calle mucho más larga, lo que era bastante fastidioso. Pero me parecía que debía cumplir una promesa.
Poco después llegó Guido. Alejó de la oficina a Luciano para quedarse a solas conmigo. Tenía el aspecto alterado que lo ayudaba en sus luchas con su mujer y que yo conocía tan bien. Debía de haber llorado y gritado.
Me preguntó qué me parecían los proyectos de su mujer y de nuestra suegra, que, según sabía, me habían comunicado. Vacilé. No quería decir mi opinión, que no coincidía con la de las dos mujeres y sabía que si adoptaba la suya, provocaría nuevas escenas por parte de Guido. Además, me desagradaba sobremanera que pareciese vacilar a la hora de ayudarlo y, por último, Ada y yo habíamos quedado de acuerdo en que la decisión debía proceder de Guido y no de mí. Le dije que necesitaba calcular, ver, escuchar a otras personas. Yo no era un hombre de negocios tan experto como para poder dar un consejo en cuestión tan importante. Y, para ganar tiempo, le pregunté si quería que consultara a Olivi.
Eso bastó para hacerle gritar:
—¡Qué imbécil! —gritó—. Te lo ruego: no lo mezcles en esto.
No estaba dispuesto en absoluto a acalorarme defendiendo a Olivi, pero mi calma no bastó para tranquilizar a Guido. Estábamos en situación idéntica a la del día anterior, pero ahora era él quien gritaba y a mí me correspondía callar. Es una cuestión de disposición. Yo estaba tan cohibido, que no podía ni moverme.
Pero él se empeñó en que dijera mi opinión. Por inspiración divina, creo yo, hablé muy bien, tan bien, que, si mis palabras hubieran surtido algún efecto, la catástrofe que sobrevino después, se habría evitado. Le dije que, por lo pronto, yo separaría las dos cuestiones: la de la liquidación del día quince y la de fines de mes. En conjunto, el quince no había que pagar una cantidad demasiado elevada y entretanto había que inducir a las mujeres a soportar esa pérdida relativamente ligera. Después tendríamos el tiempo necesario para encargarnos de la otra liquidación.
Guido me interrumpió para preguntarme:
—Ada me ha dicho que tú ya tienes preparado el dinero en el bolsillo. ¿Lo tienes aquí?
Enrojecí. Al instante encontré otra mentira, que me salvó:
—En vista de que en tu casa no aceptaban ese dinero, hace poco lo he depositado en el banco. Pero podemos sacarlo, cuando queramos, mañana mismo incluso.
Entonces me reprochó haber cambiado de opinión. Pero ¡si yo mismo había declarado el día anterior que no quería esperar a la otra declaración para poner todo en regla! Y entonces tuvo un estallido de ira violenta, que acabó arrojándolo sin fuerzas sobre el sofá. Iba a echar de la oficina a Nilini y a los demás agentes que lo habían arrastrado al juego. ¡Oh! Desde luego, al jugar había vislumbrado la posibilidad de la ruina, pero nunca el sometimiento a mujeres que no entendían nada de nada.
Fui a estrecharle la mano y, si me lo hubiera permitido, lo habría abrazado. Lo único que deseaba yo era verlo adoptar esa decisión: ¡dejar el juego y entregarse al trabajo!
Eso sería nuestro porvenir y su independencia. Ahora se trataba de pasar aquel período breve, pero después todo sería fácil y simple.
Abatido, pero más sereno, poco después me dejó. También él, pese a su debilidad, se sentía invadido por una firme decisión.
—¡Vuelvo con Ada! —murmuró y sonrió con amargura, pero con seguridad.
Lo acompañé hasta la puerta y lo habría acompañado hasta su casa, si no hubiera tenido el coche esperándolo a la puerta.
La Némesis perseguía a Guido. Media hora después de que me hubiera dejado, pensé que sería prudente por mi parte dirigirme a su casa para ayudarlo. No es que sospechara que le amenazaba un peligro, pero ahora yo estaba enteramente de su parte y podría contribuir a convencer a Ada y a la señora Malfenti para que lo ayudaran. La quiebra en la Bolsa no era algo que me gustara y, en conjunto, la pérdida repartida entre nosotros cuatro no era insignificante, pero no representaba la ruina para ninguno de nosotros.
Después recordé que mi mayor deber ahora no era ayudar a Guido, sino tener preparado el día siguiente la cantidad que le había prometido. Fui en seguida a buscar a Olivi y me preparé para una nueva lucha. Había ideado un sistema para reembolsar a mi empresa la elevada cantidad en varios años, pero ingresando al cabo de pocos meses todo lo que quedaba de la herencia de mi madre. Sabía que Olivi no pondría dificultades, porque hasta entonces yo no le había pedido nunca más de lo que me correspondiera por beneficios e intereses y, además, podía prometerle no molestarlo nunca más con semejantes peticiones. Era evidente que hasta podía esperar que Guido me devolviera al menos parte de aquella cantidad.
Aquella noche no pude encontrar a Olivi. Acababa de salir de la oficina, cuando yo llegué. Suponían que se habría dirigido a la Bolsa. No lo encontré tampoco allí y entonces me dirigí a su casa, donde me dijeron que se encontraba en una sesión de una asociación económica en la que ocupaba un puesto honorífico. Podría haber ido a buscarlo allí, pero ya se había hecho de noche y caía sin parar una lluvia abundante que convertía las calles en arroyos.
Fue un diluvio que duró toda la noche y que se recordó durante muchos años. La lluvia caía muy tranquila y perpendicular, siempre con la misma abundancia. De las alturas que circundan la ciudad bajó el fango que, asociado a los desechos de nuestra vida ciudadana, obstruyó nuestros escasos sumideros. Cuando me decidí a regresar a casa, tras haber esperado en vano en un refugio a que la lluvia cesase, y cuando comprendí claramente que el tiempo estaba metido en lluvia y que era inútil esperar un cambio, el agua cubría incluso las aceras. Corrí a casa renegando y empapado hasta los huesos. Renegaba también porque había perdido tanto tiempo buscando a Olivi. Puede que mi tiempo no sea tan precioso, pero lo que es seguro es que sufro horriblemente cuando compruebo que he trabajado en vano. Y mientras corría pensaba: «Dejemos todo para mañana, cuando haga buen tiempo y no llueva. Mañana iré a ver a Olivi y a Guido. Puede que me levante temprano, pero hará buen tiempo y no lloverá». Estaba tan convencido de la exactitud de mi decisión, que dije a Augusta que habíamos convenido todos en dejar la decisión para el día siguiente. Me cambié, me sequé y, con los pies enfundados en las cómodas y calientes zapatillas, cené y después me acosté para dormir profundamente hasta la mañana, mientras la lluvia golpeaba con fuerza los cristales de mi ventana.
Por eso tardé en enterarme de los acontecimientos de la noche. Primero supimos que la lluvia había acabado provocando inundaciones en varias zonas de la ciudad y después que Guido había muerto.
Mucho después me enteré de cómo había podido suceder una cosa así. Hacia las once de la noche, cuando la señora Malfenti se hubo marchado, Guido advirtió a su mujer que había ingerido una gran cantidad de veronal. Quiso convencerla de que estaba condenado. La abrazó, la besó, le pidió perdón por haberla hecho sufrir. Después, antes de que sus palabras se convirtieran en un balbuceo, le aseguró que había sido el único amor de su vida. Ella no creyó en ese momento esa afirmación ni que hubiese ingerido tanto veneno como para morir. No creyó siquiera que hubiese perdido el sentido, sino que se imaginó fingía para sacarle dinero de nuevo.
Después, transcurrida casi una hora, al ver que seguía durmiendo profundamente, fue presa del terror y envió una nota a un médico que no vivía lejos de su casa. En la nota escribió que su marido necesitaba ayuda urgente por haber ingerido gran cantidad de veronal.
Hasta ese momento no había habido en aquella casa emoción alguna que hubiera podido anunciar a la criada, una anciana que estaba en la casa desde hacía poco, la gravedad de su misión.
La lluvia hizo el resto. La criada se encontró con el agua hasta las pantorrillas y perdió la nota. No lo advirtió hasta encontrarse delante del doctor. Pero supo decirle que era urgente y lo indujo a seguirla.
El doctor Mali era un hombre de unos cincuenta años, nada genial, pero médico práctico que siempre había cumplido con su deber como mejor había podido. No tenía una gran clientela propia, pero, en cambio, tenía mucho trabajo por cuenta de una sociedad con muchos miembros, que lo retribuía con parquedad. Hacía poco que había vuelto a casa y había logrado por fin entrar en calor y secarse junto al fuego. Es fácil imaginar con qué ánimo abandonaría su calentito rincón. Cuando yo me puse a investigar mejor las causas de la muerte de mi pobre amigo, me preocupé también de conocer al doctor Mali. Por él supe sólo esto: cuando salió a la calle y se sintió empapado por la lluvia a través del paraguas, se arrepintió de haber estudiado medicina en lugar de agricultura, recordando que el campesino, cuando llueve, se queda en casa.
Al llegar junto a la cama de Guido, encontró a Ada muy tranquila. Ahora que tenía a su lado al doctor, recordaba mejor la mala pasada que le había jugado Guido meses antes simulando un suicidio. Ya no le correspondía a ella asumir una responsabilidad, sino al doctor, quien debía ser informado de todo, incluso de las razones que debían hacer creer en una simulación de suicidio. Y esas razones el doctor las supo todas mientras prestaba oído a las olas que barrían la calle. Como no le habían avisado de que lo llamaban para curar un caso de envenenamiento, no llevaba ninguno de los instrumentos necesarios para la cura. Lo deploró balbuciendo palabras que Ada no entendió. Lo peor era que, para poder emprender un lavado de estómago, no iba a poder enviar a nadie a recoger las cosas necesarias, sino que debería ir a cogerlas él en persona atravesando dos veces la calle. Tomó el pulso a Guido y lo encontró magnífico. Preguntó a Ada si Guido había tenido siempre un sueño muy profundo. Ada respondió que sí, pero no hasta ese punto. El doctor examinó los ojos de Guido: ¡reaccionaban rápido ante la luz! Se fue recomendando que le dieran de vez en cuando cucharadas de café muy fuerte.
Supe también que, al llegar a la calle, murmuró con rabia:
—¡No debería estar permitido simular un suicidio con este tiempo!
Y, cuando lo conocí, no me atreví a hacerle un reproche por su negligencia, pero él adivinó y se defendió: me dijo que se quedó asombrado al enterarse por la mañana de que Guido había muerto, hasta el punto de que sospechó que se había despertado y había tomado más veronal. Después añadió que los profanos en cuestiones médicas no podían imaginar cómo en el ejercicio de su profesión el doctor se veía obligado a defender su vida contra los clientes que atentaban contra ella por pensar sólo en la suya.
Algo más de una hora después, Ada se cansó de meter a Guido la cuchara entre los dientes y viendo que cada vez sorbía menos y que el resto bañaba la almohada, se espantó de nuevo y rogó a la criada que fuera a casa del doctor Paoli. Esa vez la criada no perdió la nota. Pero tardó más de una hora en llegar a la casa del médico. Es natural que cuando llueve tanto se sienta de vez en cuando la necesidad de detenerse bajo un soportal. Una lluvia así no sólo baña, sino que, además, azota.
El doctor Paoli no estaba en casa. Poco antes lo había llamado un cliente y se había ido diciendo que esperaba volver pronto. Pero después parece ser que prefirió esperar en casa del cliente a que la lluvia cesara. Su criada, una persona excelente y ya mayor, hizo sentar a la criada de Ada junto al fuego y procuró hacerla entrar en calor.
El doctor no había dejado la dirección de su cliente y así las dos mujeres pasaron juntas varías horas junto al fuego. El doctor no regresó hasta que cesó la lluvia. Cuando después llegó a casa de Ada con todos los instrumentos que ya había experimentado otra vez con Guido, amanecía. Ante aquella cama sólo le cupo una misión: ocultar a Ada que Guido ya estaba muerto y mandar llamar a la señora Malfenti antes de que Ada lo advirtiera, para que la asistiese en sus primeros momentos de dolor. Por eso la noticia nos llegó muy tarde e imprecisa.
Al levantarme de la cama, tuve por última vez un arranque de ira contra el pobre Guido: ¡complicaba todas las desgracias con sus comedias! Salí sin Augusta, que no podía separarse de los niños. Fuera, me asaltó una duda. ¿No podría esperar a que abrieran los bancos y Olivi estuviese en su oficina para aparecer delante de Guido con el dinero que había prometido? ¡Eso da idea de lo poco que creía en la noticia de la gravedad del estado de Guido, pese a que me la habían anunciado!
La verdad me la reveló el doctor Paoli, con quien me tropecé por la escalera. Me sobresaltó tanto, que estuve a punto de caer. Desde que trabajaba con él, Guido se había convertido para mí en un personaje de gran importancia. Mientras vivió, lo vi con una luz que formaba parte de mi vida diaria. Al morir, esa luz se modificaba como si de improviso hubiera pasado por un prisma. Precisamente eso era lo que me deslumbraba. Se había equivocado, pero al instante comprendí que, tras su muerte, no quedaba nada de sus errores. En mi opinión, el bufón que en un cementerio cubierto de epitafios laudatorios preguntó dónde se enterraba en aquel país a los pecadores era un imbécil. Los muertos no han sido nunca pecadores. ¡Ahora Guido era puro! La muerte lo había purificado.
El doctor estaba conmovido por haber presenciado el dolor de Ada. Me dijo algo sobre la horrible noche que ésta había pasado. Ahora habían conseguido hacerle creer que la cantidad de veneno ingerida por Guido había sido tal, que ningún socorro habría servido. ¡Pobrecilla si hubiera sabido la verdad!
—En cambio —añadió el doctor desconsolado—, si yo hubiera llegado unas horas antes lo habría salvado. He encontrado las ampollas vacías del veneno.
Las examiné. Una dosis fuerte, pero poco más que la otra vez. Me enseñó algunas ampollas en las que estaba escrito: «Veronal». Así, pues, veronal al sodio, no. Ahora yo podía estar seguro más que nadie de que Guido no había querido morir. Sin embargo, no se lo dije a nadie.
Paoli me dejó, tras haberme dicho que por el momento no intentara ver a Ada. Le había administrado calmantes fuertes y no dudaba que pronto harían efecto.
En el pasillo oí su llanto apagado, procedente del cuartito donde Ada me había recibido dos veces. Eran palabras sueltas, que yo no entendía. Repitió varias veces la palabra él e imaginé lo que decía. Estaba reconstruyendo su relación con el pobre muerto. No debía parecerse en absoluto a la que había tenido con el vivo. Para mí era evidente que con su marido vivo se había equivocado. Él moría por un delito cometido por todos juntos, porque él había jugado a la Bolsa con el consenso de todos. A la hora de pagar lo habían dejado solo. Y él se había apresurado a pagar. Yo, que no tenía nada que ver, la verdad, había sido el único de los parientes que había sentido el deber de socorrerlo.
En la alcoba matrimonial el pobre Guido yacía abandonado, cubierto con el sudario. La rigidez ya avanzada no expresaba en ese caso fuerza, sino la tremenda estupefacción de haber muerto sin haberlo deseado. En su hermosa cara morena había un reproche grabado. Desde luego, no dirigido a mí.
Fui a ver a Augusta para pedirle que fuera a asistir a su hermana. Yo estaba muy conmovido y Augusta me abrazó y murmuró llorando:
—Tú has sido un hermano para él. Ahora es cuando estoy de acuerdo contigo en sacrificar una parte de nuestro patrimonio para purificar su memoria.
Me preocupé de rendir todos los honores a mi pobre amigo. Clavé en la puerta de la oficina un cartel que anunciaba su clausura por defunción del propietario. Yo mismo compuse el anuncio mortuorio. Pero hasta el día siguiente, de acuerdo con Ada, no se adoptaron las disposiciones para el entierro. Entonces supe que Ada había decidido seguir el féretro hasta el cementerio. Quería darle todas las pruebas de afecto que podía. ¡Pobrecilla! Yo sabía qué clase de dolor era el del remordimiento junto a una tumba. También yo había sufrido mucho a la muerte de mi padre.
Pasé la tarde encerrado en la oficina en compañía de Nilini. Llegamos a hacer un pequeño balance de la situación de Guido. ¡Espantosa! No sólo había desaparecido el capital de la empresa, sino que, además, Guido debía otro tanto, en caso de que debiera responder de todo.
Yo debía trabajar en beneficio de mi pobre amigo difunto, pero no sabía hacer otra cosa que soñar. La primera idea fue sacrificar toda mi vida en aquella oficina y trabajar en beneficio de Ada y de sus hijos, ¿estaba seguro de hacerlo bien?
Nilini, como de costumbre, charlaba, mientras yo miraba lejos, muy lejos. También él sentía la necesidad de cambiar radicalmente sus relaciones con Guido. ¡Ahora comprendía todo! El pobre Guido, cuando lo había engañado, ya era víctima de la enfermedad que iba a conducirlo al suicidio. Pero ahora todo estaba olvidado. Y predicó que él era así: no podía guardar rencor a nadie. Siempre había apreciado a Guido y aún lo estimaba.
Los sueños de Nilini acabaron asociándose a los míos y se superpusieron a ellos. No era en el comercio lento en el que se podía encontrar remedio para una catástrofe semejante, sino en la Bolsa misma. Y Nilini me contó el caso de un amigo suyo que en el último momento había sabido salvarse doblando la apuesta.
Estuvimos hablando durante muchas horas, pero la propuesta de Nilini de continuar el juego iniciado por Guido llegó al final, poco antes del mediodía, y yo la acepté al instante. La acepté con la misma alegría que si con ella hubiera podido resucitar a mi amigo. Acabé comprando en nombre del pobre Guido una serie de otras acciones de nombre extraño: Rio Tinto, South French, etc.
Así se iniciaron para mí las cincuenta horas del mayor trabajo de que me haya ocupado en toda mi vida. Primero, y hasta la noche, me quedé paseándome a grandes pasos por la oficina en espera de saber si habían cumplido mis órdenes. Temía que en la Bolsa se hubiera sabido el suicidio de Guido y que su nombre dejara de considerarse adecuado para contraer nuevos compromisos. En cambio, durante varios días no se atribuyó esa muerte al suicidio.
Después, cuando, por fin, Nilini pudo avisarme de que se habían cumplido todas mis órdenes, comenzó para mí una auténtica agitación, aumentada por el hecho de que en el momento de recibir los comprobantes me informaron de que en todos perdía ya alguna fracción bastante importante. En mi recuerdo tengo la curiosa sensación de haber pasado cincuenta horas ininterrumpidas sentado a la mesa de juego levantando cartas. No conozco a nadie que hay podido resistir semejante fatiga durante tantas horas. Registré y vigilé todos los movimientos de los precios y luego (¿por qué no decirlo?) ora los impulsaba ora los detenía como a mí, es decir, a mi pobre amigo, convenía. Hasta pasé las noches sin dormir.
Temiendo que alguno de la familia interviniera para impedirme realizar la tarea de salvamento a la que me disponía, no hablé a nadie de la liquidación de mediados de mes, cuando llegó. Pagué todo yo, porque nadie más recordó aquellas obligaciones, ya que todos estaban en torno al cadáver que esperaba el entierro. Por lo demás, en aquella liquidación había que pagar menos de lo fijado en su momento porque la fortuna me había favorecido en seguida. Mi dolor por la muerte de Guido era tal, que me parecía atenuarlo comprometiéndome de cualquier modo, tanto con mi empresa como con la exposición de mi dinero. Hasta entonces me acompañaba el sueño de bondad que había mucho antes junto a él. Sufrí tanto de aquella agitación, que no volví a jugar nunca en la Bolsa por mi cuenta.
A fuerza de «levantar cartas» (ésa era mi ocupación principal) acabé no asistiendo al entierro de Guido. Sucedió así. Precisamente ese día los valores con que operábamos dieron un salto hacia arriba. Nilini y yo habíamos pasado el tiempo calculando lo que habíamos recuperado de la pérdida. ¡El patrimonio del viejo Speier aparecía ahora disminuido sólo en la mitad! Un resultado magnífico que me llenaba de orgullo. Sucedía justo lo que Nilini había previsto en tono muy dubitativo, pero que ahora, por supuesto, cuando repetía las palabras que había dicho, desaparecía y se presentaba como un profeta seguro. No podía fallar nunca, pero no se lo dije porque me convenía que siguiera en el negocio con su ambición. Más aún: su deseo podía influir en los precios.
Salimos de la oficina a las tres y corrimos, porque entonces recordamos que el entierro debía celebrarse a las tres menos cuarto.
A la altura de los soportales de Chioazza, vi a lo lejos el cortejo y me pareció reconocer incluso el coche de un amigo enviado al entierro por Ada. Subí con Nilini a un coche de alquiler y ordené al cochero que siguiera el entierro. Y en ese coche Nilini y yo seguimos levantando cartas. Estábamos tan lejanos en el pensamiento del pobre difunto, que nos quejábamos de lo lento que iba al coche. ¿Quién sabe lo que estaría sucediendo entretanto en la Bolsa, sin nuestra vigilancia? En un momento dado, Nilini me miró a los ojos y me preguntó por qué no hacía algo en la Bolsa por mi cuenta.
—Por el momento —dije yo, y no sé por qué enrojecí— sólo trabajo por cuenta de mi pobre amigo.
Después, tras una ligera vacilación, añadí:
—Después pensaré en mí. —Quería dejarle la esperanza de que podría inducirme a jugar para conservar su amistad. Pero para mis adentros formulé precisamente las palabras que no me atrevía a decir: «¡Nunca me pondré en tus manos!». Él se puso a predicar.
—¡Quién sabe si tendremos otra ocasión así! —Olvidaba haberme enseñado que en la Bolsa había ocasiones a todas horas.
Cuando llegamos al lugar en que solían detenerse los coches, Nilini sacó la cabeza por la ventanilla y dio un grito de sorpresa. El coche seguía avanzando detrás del entierro, que se dirigía al cementerio griego.
—¿Era griego el señor Guido? —preguntó sorprendido.
En efecto, el entierro pasaba de largo ante el cementerio católico y se dirigía a otro cementerio, judío, griego, protestante o servio.
—¡Puede que fuera protestante! —dije yo al principio, pero en seguida recordé haber asistido a su matrimonio en la iglesia católica.
—¡Debe de ser un error! —exclamé, pensando al principio que querían enterrarlo donde no debían.
De improviso Nilini se echó a reír con carcajadas irrefrenables que le hicieron caer sin fuerzas en el fondo del coche con su bocaza abierta en la carita.
—¡Nos hemos equivocado! —exclamó. Cuando consiguió reprimir su estallido de hilaridad, me colmó de reproches. Yo debía haber visto adónde íbamos porque debía haber sabido la hora y las personas, etc. ¡Era el entierro de otro!
Yo, irritado, no lo había acompañado en la risa y ahora me resultaba difícil soportar sus reproches. ¿Por qué no había mirado mejor también él? Reprimí mi mal humor sólo porque me importaba más la Bolsa que el entierro. Bajamos del coche para orientarnos mejor y nos dirigimos hacia la entrada del cementerio católico. El coche nos siguió. Advertí que los supervivientes del otro difunto nos miraban sorprendidos sin saber explicarse por qué, tras haber honrado hasta ese punto a aquel pobrecito, lo abandonábamos en lo mejor.
Nilini, impaciente, me precedía. Tras una breve vacilación, preguntó al portero:
—¿Ha llegado ya el entierro del señor Guido Speier?
El portero me pareció sorprendido de la pregunta, que a mí me pareció cómica. Respondió que no lo sabía. Sólo podía decir que en la última media hora habían entrado en el recinto dos entierros.
Nos consultamos perplejos. Evidentemente no podíamos saber si el entierro se encontraba ya dentro o fuera. Entonces decidí por mi cuenta. No podía intervenir en la función tal vez ya empezada y perturbarla. Así, pues, no entraría en el cementerio. Pero, por otro lado, no podía arriesgarme a tropezar con el entierro, al volver. Por eso, renuncié a asistir al entierro y decidí volver a la ciudad dando un largo rodeo por Servóla. Dejé el coche a Nilini, que no quería renunciar a hacer acto de presencia por consideración hacia Ada, a la que conocía.
Con paso rápido, para escapar a cualquier encuentro, subí el camino que conducía al pueblo. Ahora no me pesaba nada haberme equivocado de entierro y no haber rendido los últimos honores al pobre Guido. No podía entretenerme con esas prácticas religiosas. Otro era mi deber: debía salvar el honor de mi amigo y defender su patrimonio para beneficio de la viuda y los hijos. Cuando informara a Ada de que había conseguido recuperar tres cuartas partes de la pérdida (y recorría mentalmente toda la cuenta, tantas veces calculada: Guido había perdido el doble del patrimonio de su padre y, después de mi intervención, la pérdida se reducía a la mitad de dicho patrimonio; así, pues, era exacto: había recuperado las tres cuartas partes), me perdonaría sin duda no haber asistido a su entierro.
Ese día el tiempo había mejorado. Brillaba un magnífico sol primaveral y, en el campo aún mojado, el aire era nítido y sano. Mis pulmones, con el ejercicio que no me había concedido desde hacía varios días, se dilataban. Era todo salud y fuerza. Me comparaba con el pobre Guido y subía con mi victoria en la misma lucha en la que él había sucumbido. Todo era salud y fuerza a mi alrededor. También el campo cubierto de hierba joven. La abundante lluvia caída, la catástrofe del día anterior, daban ahora sólo efectos benéficos y el luminoso sol era la tibieza deseada por la tierra aún helada. Estaba seguro de que cuanto más nos alejáramos de la catástrofe tanto menos agradable resultaría aquel cielo azul, si no se oscurecía a tiempo. Pero ésa era la previsión de la experiencia y yo no la recordé; me asalta ahora que escribo. En aquel momento en mi ánimo sólo había un himno a mi salud y a la de toda la naturaleza: salud perenne.
Mi paso se aceleró. Me complacía sentirlo tan ligero. Al bajar la colina de Servóla, llegó a casi la carrera. Al llegar al pasaje de Sant Andrea, en el llano, se volvió más lento, pero seguía teniendo la sensación de una gran facilidad. El aire me llevaba. Había olvidado por completo que venía del entierro de mi amigo más íntimo. Llevaba el paso y la respiración de quien ha conseguido la victoria. Pero mi alegría por la victoria era un homenaje al pobre amigo en cuyo interés había bajado a la lid.
Fui a la oficina para ver los cursos a la hora de cierre. Eran un poco más débiles, pero no fue eso lo que me quitó la confianza. Volvería a «leyantar cartas» y no dudaba que alcanzaría mi objetivo.
Al final tuve que dirigirme a la casa de Ada. Vino a abrirme Augusta. Me preguntó al instante:
—¿Cómo has podido faltar al entierro, tú, el único hombre de nuestra familia?
Dejé el sombrero y el paraguas, y un poco perplejo le dije que quería hablar en seguida con Ada también para no tener que repetirme. Entretanto podía asegurarle que había tenido mis razones, y de peso, para faltar al entierro. Ya no estaba tan seguro y de improviso la cadera empezó a dolerme, tal vez de cansancio. Debía de ser esa observación de Augusta lo que me hacía dudar de la posibilidad de disculpar mi ausencia, que había causado gran escándalo; veía ante mí a todos los participantes en la triste función distrayéndose de su dolor para preguntarse dónde podía estar yo.
Ada no vino. Después supe que ni siquiera le habían avisado de que yo la esperaba. Me recibió la señora Malfenti, que empezó a hablarme con una severidad como nunca le había conocido. Empecé a disculparme, pero la seguridad con que había volado del cementerio a la ciudad había quedado muy lejos. Balbuceaba. Además de la verdad, que era mi valiente iniciativa en la Bolsa a favor de Guido, le conté algo menos cierto: que poco antes de la hora del entierro había tenido que expedir un despacho a París para dar una orden y que no me había atrevido a alejarme de la oficina antes de recibir la respuesta. Era cierto que Nilini y yo habíamos tenido que telegrafiar a París, pero dos días antes, y dos días antes habíamos recibido la respuesta. En resumen comprendía que la verdad no bastaba para excusarme, tal vez porque no podía contarla entera: no podía contar la operación muy importante que esperaba desde hacía días: regular con mi deseo los cambios mundiales. Pero la señora Malfenti me disculpó, cuando oyó la cantidad a que ahora ascendía la pérdida de Guido. Me dio las gracias con los ojos bañados en lágrimas. De nuevo era no sólo el único hombre de la familia, sino el mejor.
Me pidió que fuera por la tarde con Augusta a saludar a Ada, a quien entretanto ella contaría todo. De momento Ada no estaba en condiciones de recibir a nadie. Y yo me fui de buena gana con mi mujer. Ni siquiera ésta sintió, antes de abandonar la casa, la necesidad de despedirse de Ada, quien pasaba del llanto desesperado al abatimiento, que le impedía incluso advertir la presencia de quien le hablaba. Tuve una esperanza:
—Entonces, ¿no ha sido Ada quien ha advertido mi ausencia?
Augusta me confesó que habría preferido callar, por lo excesiva que le había parecido la manifestación de resentimiento de Ada por mi ausencia. Ada le exigió explicaciones a ella y, cuando Augusta hubo de decirle que no sabía nada, pues aún no me había visto, aquélla se abandonó de nuevo a su desesperación, al tiempo que gritaba que Guido había tenido que acabar así porque toda la familia lo odiaba.
A mí me pareció que Augusta debería haberme defendido y recordar a Ada que sólo yo había estado dispuesto a socorrer a Guido como hacía falta. Si me hubieran escuchado, Guido no habría tenido motivo alguno para intentar o simular un suicidio.
En cambio, Augusta había callado. Estaba tan conmovida por la desesperación de Ada, que había temido ofenderla poniéndose a discutir. Por lo demás, confiaba en que las explicaciones de la señora Malfenti convencerían a Ada de la injusticia con que me juzgaba. Debo decir que también yo tenía esa confianza y, es más, debo confesar que desde aquel momento saboreé la certeza de presenciar la sorpresa de Ada y sus manifestaciones de gratitud. Ya en ella, a causa del Basedow, todo era excesivo.
Regresé a la oficina, donde me enteré de que en la Bolsa había de nuevo un leve indicio de subida, levísimo, pero ya tal, que se podía confiar en recuperar el día siguiente, a la apertura, los cursos de la mañana.
Después de cenar tuve que ir a casa de Ada solo, porque Augusta no pudo acompañarme a causa de una indisposición de la niña. Me recibió la señora Malfenti, quien me dijo que debía ocuparse de un trabajo en la cocina, por lo que tenía que dejarme solo con Ada. Después confesó que Ada le había rogado la dejara sola conmigo, porque quería decirme algo que nadie más debía oír. Antes de dejarme en aquel saloncito, donde ya me había encontrado por dos veces con Ada, la señora Malfenti me dijo sonriendo:
—Mira, aún no está dispuesta a perdonar tu ausencia del entierro de Guido, pero… ¡casi!
En aquel cuartito me latía siempre el corazón. Aquella vez no por temor a verme amado por alguien a quien yo no amaba. Pocos instantes, y en virtud exclusivamente de las palabras de la señora Malfenti, yo había reconocido haber cometido una grave falta hacia la memoria del pobre Guido. La propia Ada, ahora que sabía que para disculpar dicha falta le ofrecía un patrimonio, no podía perdonarme al instante. Me había sentado y miraba los retratos de los padres de Guido. El viejo Cada tenía un aire de satisfacción que me parecía debido a mi operación, mientras que la madre de Guido, una mujer delgada y vestida con un traje de mangas grandes y un sombrerito que hacía equilibrio sobre una montaña de cabellos, tenía aspecto muy severo. Pero ¡claro! Todo el mundo adopta ante la máquina fotográfica otro aspecto y yo miré para otro lado, enojado conmigo mismo por indagar en aquellas caras. Desde luego, ¡la madre no podía haber previsto que yo no asistiría al entierro de su hijo!
Pero el modo como Ada me habló fue una sorpresa dolorosa. Debía de haber estudiado por extenso lo que quería decirme y no tuvo en cuenta mis explicaciones, mis protestas ni mis rectificaciones, que no podía haber previsto y para las cuales, por esa razón, no estaba preparada. Corrió por su camino hasta el final como un caballo espantado.
Entró vestida con una sencilla bata negra y la melena en desorden: cabellos revueltos y tal vez arrancados incluso por manos ansiosas de actividad, al no poder calmarse de otro modo. Llegó hasta la mesa ante la que estaba yo sentado y se apoyó en ella con las manos para verme mejor. Su carita volvía a estar enflaquecida y libre de aquella extraña salud que le creía fuera de su sitio. No estaba bella como cuando Guido la había conquistado, pero nadie, al mirarla, habría recordado la enfermedad. ¡No existía! En cambio, había un dolor tan grande, que ponía de relieve todas sus facciones. Yo comprendí tan bien aquel dolor enorme, que no pude hablar. Mientras la miraba pensaba: «¿Qué palabras podría decirle que equivalieran a tomarla fraternalmente entre mis brazos para consolarla e inducirla a llorar y desahogarse?». Después, cuando me sentí agredido, quise reaccionar pero con demasiada debilidad y ella no me oyó.
Habló, habló y habló y yo no puedo repetir todas sus palabras. Si no me equivoco, comenzó dándome las gracias en serio, pero sin calor, por haber hecho tanto por ella y por los niños. Después me reprochó de repente:
—¡Con tu comportamiento has conseguido que muriera precisamente por algo que no valía la pena!
Después bajó la voz, como si quisiera mantener secreto lo que me decía, y en su voz hubo más calor, un calor que resultaba de su afecto por Guido y (¿o me pareció?) también por mí:
—Y yo te acuso de no haber venido a su entierro. No podías hacerlo y te disculpo. También él te disculparía, si estuviera aún vivo. ¿Qué habrías hecho tú en su entierro? ¡Tú que no lo amabas! Siendo, como eres, bueno, habrías podido llorar por mí, por mis lágrimas, pero no por él a quién tú… ¡odiabas! ¡Pobre Zeno! ¡Hermano mío!
Era tremendo que se me pudiera decir algo semejante alterando de tal modo la verdad. Creo que grité o al menos sentí el esfuerzo de gritar en la garganta:
—Pero es un error, una mentira, una calumnia. ¿Cómo puedes creer una cosa así?
Prosiguió en voz baja:
—Pero tampoco yo supe amarlo. No lo traicioné ni siquiera con el pensamiento, pero mi sentimiento no tuvo fuerza para protegerlo. Miraba tus relaciones con tu mujer y las envidiaba. Me parecían mejores que las que Guido me ofrecía. Te agradezco que no hayas asistido al entierro, porque, de lo contrario, yo no habría comprendido nada ni siquiera hoy. En cambio, así veo y entiendo todo. Incluso que no lo amé: si no, ¿cómo habría podido odiar incluso su violín, la expresión más completa de su gran espíritu?
Entonces apoyé la cabeza en el brazo y escondí la cara. Las acusaciones que me dirigía eran tan injustas, que no se podían discutir y, además, su irracionalidad estaba tan mitigada con su tono afectuoso, que la reacción no podía ser áspera como habría hecho falta para resultar victoriosa. Por otro lado, ya Augusta me había dado el ejemplo de un silencio respetuoso para no ofender y exasperar tamaño dolor. Sin embargo, cuando cerré los ojos, en la oscuridad vi que sus palabras habían creado un mundo nuevo, como todas las palabras que no dicen la verdad. Me pareció entender que también había odiado siempre a Guido y que había estado a su lado, asiduo, en espera de poder golpearlo. Además, ella había puesto a Guido junto a su violín. Si yo no hubiera sabido que andaba a tientas con su dolor y su remordimiento, habría podido creer que habían desenfundado dicho violín como parte de Guido para convencer a mi ánimo de la acusación de odio.
Después volví a ver en la oscuridad el cadáver de Guido y en su cara seguía gravado el estupor de estar ahí, privado de la vida. Alcé la cabeza espantado. Era preferible afrontar la acusación de Ada, que sabía injusta, a mirar en la oscuridad.
Pero ella seguía hablando de mí y de Guido:
—Y tú, pobre Zeno, sin saberlo, seguías viviendo a su lado y odiándolo. Le hacías bien por amor a mí. ¡Era imposible! ¡Debía acabar así! También yo creí en un momento dado poder aprovechar el amor que seguías sintiendo por mí para aumentar a su alrededor la protección que podía serle útil. Sólo podía protegerlo quien lo amara y ninguno de nosotros lo amó.
—¿Qué más habría yo podido hacer por él? —le pregunté llorando con cálidas lágrimas para hacerle sentir a ella y a mí mi inocencia. A veces las lágrimas sustituyen a un grito. Yo no quería gritar y hasta dudaba si debía hablar. Pero debía rechazar las afirmaciones y me eché a llorar.
—¡Salvarlo, querido hermano! Tú o yo deberíamos haberlo salvado. En cambio, yo estuve a su lado y no supe hacerlo por falta de afecto auténtico y tú permaneciste lejano, ausente, siempre ausente hasta que lo sepultaron. Después apareciste seguro y armado de todo tu afecto. Pero, antes, no te preocupaste de él. Y, sin embargo, estuvo contigo hasta la noche. Y habrías podido imaginar, si te hubieras preocupado de él, que algo grave iba a sucederle.
Las lágrimas me impedían hablar, pero farfullé algo en el sentido de que la noche anterior la había pasado divirtiéndose en la caza, por lo que nadie en este mundo habría podido prever lo que iba a hacer la noche siguiente.
—¡Necesitaba la caza, la necesitaba! —me reprochó Ada en voz alta. Y después, como si el esfuerzo de aquel grito hubiera sido sobrehumano, de repente se desplomó sin sentido en el suelo.
Recuerdo que por un instante vacilé a la hora de llamar a la señora Malfenti. Me parecía que aquel desvanecimiento revelaba algo de lo que había dicho.
Acudieron la señora Malfenti y Alberta. La señora Malfenti me preguntó, al tiempo que sostenía a Ada:
—¿Ha hablado contigo de esas malditas operaciones de Bolsa? —Y añadió—: ¡Es su segundo desvanecimiento de hoy!
Me rogó que me alejara un instante y yo fui al pasillo, donde esperé para saber si debía volver a entrar o marcharme. Me preparaba para otras explicaciones con Ada. Ella olvidaba que si se hubiera actuado como yo había propuesto seguramente se habría evitado la desgracia. Bastaba con decirle eso para convencerla de su error.
Poco después, la señora Malfenti se reunió conmigo y me dijo que Ada había vuelto en sí y quería decirme adiós. Reposaba sobre el diván en el que hasta poco antes había estado sentado yo. Al verme, se echó a llorar y ésas fueron las primeras lágrimas que la vi derramar. Me tendió la manita empapada de sudor:
—¡Adiós, querido Zeno! ¡Te lo ruego, recuerda! ¡Recuerda siempre! ¡No lo olvides!
Intervino la señora Malfenti para preguntar qué debía recordar y yo le dije que Ada deseaba que se liquidaran en seguida todos los asuntos de Guido en la Bolsa. Enrojecí por mi mentira y temí un mentís por parte de Ada. En lugar de desmentir, se puso a gritar:
—¡Sí! ¡Sí! ¡Hay que liquidarlo todo! ¡No quiero volver a oír hablar de esa horrible Bolsa!
Estaba de nuevo más pálida y la señora Malfenti, para calmarla, le aseguró que en seguida se haría lo que deseaba.
Después la señora Malfenti me acompañó a la puerta y me rogó que no precipitara las cosas: que hiciese lo que mejor me pareciera para los intereses de Guido. Pero yo respondí que ya no tenía confianza. El riesgo era enorme y ya no me atrevía a tratar de ese modo los intereses ajenos. Ya no creía en el juego de la Bolsa o al menos me faltaba la confianza en que mi «levantar cartas» pudiera regular los cambios. Por eso, debía liquidar al instante, contento de que las cosas hubieran salido así.
No repetí a Augusta las palabras de Ada. ¿Para qué afligirla? Pero aquellas palabras, incluso por no haberlas referido a nadie, siguieron martilleándome en los oídos, y me acompañaron durante largos años. Aún resuenan en mi alma. Aún hoy sigo analizándolas una y otra vez. No puedo decir que amara a Guido, pero sólo porque había sido un hombre extraño. Pero estuve, fraternal, a su lado y lo ayudé como pude. El reproche de Ada no lo merezco.
Nunca volví a encontrarme a solas con ella. No sintió la necesidad de decirme nada más ni yo me atreví a exigir una explicación, tal vez para no renovar su dolor.
En la Bolsa la cosa acabó como yo había previsto y el padre de Guido, después de que en el primer despacho se le avisara de la pérdida de todo su capital, tuvo sin duda la alegría de encontrarse con la mitad intacta. Obra mía de la que no pude disfrutar como había esperado.
Ada me trató con afecto todo el tiempo hasta su marcha para Buenos Aires, donde fue con sus hijos a reunirse con la familia de su marido. Le gustaba reunirse con Augusta y conmigo. A veces quise creer que sus palabras se debieron a un estallido de dolor y auténtica locura y que ni siquiera las recordaba. Pero una vez que volvió a hablarse en nuestra presencia de Guido, repitió y confirmó en dos palabras todo lo que aquel día me había dicho:
—¡Al pobre nadie lo amó!
En el momento de embarcar con uno de los niños, ligeramente indispuesto, al brazo, me besó. Después, en un momento en que no había nadie a nuestro lado, me dijo:
—Adiós, Zeno, hermano mío. Recordaré siempre que no supiste amarlo bastante. ¡Debes saberlo! Abandono de buen grado mi país. ¡Me parece que me alejo de mis remordimientos!
Le reproché que se atormentara así. Le dije que había sido una buena esposa y que yo lo sabía y podría atestiguarlo. No sé si conseguí convencerla. No habló más, vencida por los sollozos. Después, mucho tiempo después, sentí que, al despedirse de mí, había querido renovar también con aquellas palabras los reproches que me había dirigido. Pero sé que me juzgó erróneamente. Desde luego, no tengo por qué reprocharme no haber querido a Guido.
El día era revuelto y oscuro. Parecía que una sola nube extendida y nada amenazadora oscurecía el cielo. Del puerto intentaba salir a fuerza de remos una gran barca cuyas velas colgaban fuertes de los palos. Dos únicos hombres bogaban y, con innumerables esfuerzos, apenas conseguían mover la enorme nave. Tal vez en alta mar encontraran una brisa favorable.
Ada, desde la cubierta del piróscafo, saludaba agitando su pañuelito. Después nos volvió la espalda. Sin duda miraba hacia Sant’Anna, donde reposaba Guido. Su figurita elegante se volvía tanto más perfecta cuanto más se alejaba. Los ojos se me nublaron con las lágrimas. Así, pues, nos abandonaba y nunca más podría probarle mi inocencia.