4. LA ESPOSA Y LA AMANTE

En mi vida hubo varios períodos en que creí estar en el camino de la felicidad. Sin embargo, esa confianza nunca fue tan fuerte como durante mi viaje de novios y durante unas semanas después de nuestro regreso a casa. Comenzó con un descubrimiento que me asombró: yo amaba a Augusta igual que ella a mí. Al principio desconfiaba: disfrutaba del día presente y me esperaba que el siguiente fuera muy distinto. Pero se parecía al anterior, luminoso: Augusta toda gentileza y —lo que era una sorpresa— yo también. Todas las mañanas descubría en ella el mismo afecto emocionado y en mí la misma gratitud que, si no era amor, se le parecía mucho. ¿Quién habría podido preverlo, cuando había rebotado de Ada a Alberta para llegar a Augusta? Comprendí que no había sido un zopenco ciego dirigido por los demás, sino un hombre habilísimo. Y, al verme asombrado, Augusta me decía:

—Pero ¿por qué te sorprendes? ¿No sabías que el matrimonio es así? ¡Si hasta yo, que sé mucho menos que tú, lo sabía!

Ya no sé si fue antes o después del afecto cuando nació en mi ánimo una esperanza, la gran esperanza de acabar pareciéndome a Augusta, que era la salud personificada. Durante el noviazgo yo no había vislumbrado siquiera esa salud, porque estuve absorto estudiándome a mí en primer lugar y después a Ada y a Guido. La lámpara de petróleo de aquel salón nunca había llegado a iluminar los escasos cabellos de Augusta.

Cuando su rubor desapareció con la sencillez con que los colores de la aurora desaparecen a la luz directa del sol, Augusta se lanzó segura por el camino por el que habían pasado sus hermanas en esta tierra, las que pueden encontrar todo en la ley y en el orden o, de lo contrario, renuncian a todo. Yo acoraba esa seguridad, si bien sabía que era precaria, porque se basaba en mí. Frente a ella yo debía comportarme al menos con la modestia que mostraba ante el espiritismo. Si éste podía existir, también podía existir la fe en la vida.

Pero me admiraba: en todas sus palabras, en todos sus actos se traslucía, en el fondo, su creencia en la vida eterna. No es que la llamara así: incluso le sorprendió que una vez yo, a quien los errores repugnaban antes de aprender a amar los suyos, hubiera sentido la necesidad de recordarle su brevedad. ¡Pues claro! Sabía que todos debíamos morir, pero eso no impedía que ahora que estábamos casados seguiríamos siempre, siempre, siempre juntos. Así, pues, ignoraba que, cuando en este mundo las personas se unían, lo hacían por un período tan breve, breve, breve, que no se entendía cómo habíamos llegado a hablarnos de tú después de habernos ignorado por un tiempo infinito y estando destinados a no volver a vernos nunca más durante otro tiempo infinito. Al final, cuando adiviné que para ella el presente era una verdad tangible en que podía uno retirarse y estar calentito, comprendí lo que era la salud humana perfecta. Intenté ser admitido a él y procuré vivir en él, decidido a no burlarme ni de mí ni de ella, pues esto no podía ser sino mi enfermedad y al menos debía procurar no contagiar a quien se me había confiado. También por eso, con el esfuerzo por protegerla, durante un tiempo fui capaz de comportarme como un hombre sano.

Ella conocía todas las cosas que provocan desesperación, pero en sus manos esas cosas cambiaban de naturaleza. Puesto que también la tierra giraba, ¡no había motivo para marearse! ¡Al contrario! La tierra giraba, pero todas las demás cosas permanecían en su sitio. Y esas cosas inmóviles tenían importancia: el anillo de matrimonio, todas las gemas y vestidos, el verde, el negro, el de paseo que acababa en el armario al llegar a casa y el de noche qué en ningún caso se podía llevar de día ni cuando yo no me resignaba a vestirme de frac. Y las horas de la comida se respetaban con rigidez y también las del sueño. Esas horas existían y se encontraban siempre en su sitio.

Los domingos iba a misa y yo la acompañé a veces para ver cómo soportaba la imagen del dolor y de la muerte. Para ella no había tal, y esa visita le infundía serenidad para toda la semana. Iba también algunos días festivos, que recordaba de memoria. Nada más, mientras que yo, si hubiera sido religioso, me habría garantizado la salvación pasando el día en la iglesia.

También aquí abajo había numerosas autoridades que la tranquilizaban. En primer lugar, la austríaca o italiana, que cuidaba de la seguridad en las calles y en las casas, y yo siempre hice lo posible para asociarme a su respeto hacia ella. Después los médicos, los que habían hecho los estudios oficiales para salvarnos cuando —Dios no lo quiera— cayésemos enfermos. Yo utilizaba esa autoridad todos los días; ella, en cambio, nunca. Pero, por eso, yo conocía mi atroz destino, cuando me sobreviniera la enfermedad mortal; en cambio, ella creía que aun entonces, con el sólido apoyo de allá arriba y aquí abajo, tendría salvación.

Estoy analizando su salud, pero no lo consigo porque me doy cuenta de que, al analizarla, la convierto en enfermedad. Y, al escribir sobre ella, empiezo a dudar si necesitaba dicha salud cura o instrucción para sanar. Pero, mientras viví junto a ella por tantos años, nunca lo dudé.

¡Qué importancia se me atribuía en su pequeño mundo! Debía expresar mi voluntad a propósito de cualquier cosa: la elección de las comidas y los vestidos, de las compañías y las lecturas. Me veía obligado a realizar una gran actividad que no me molestaba. Estaba colaborando en la construcción de una familia patriarcal y yo mismo me convertía en el patriarca que había odiado y que ahora me parecía el símbolo de la salud. Una cosa es ser el patriarca y otra muy distinta venerar a otro que se arrogue tal dignidad. Yo quería la salud para mí a costa de endilgar la enfermedad a quienes no eran patriarcas y, sobre todo durante el viaje, a veces adopté de buen grado la actitud de estatua ecuestre.

Pero ya en el viaje no siempre me fue fácil la imitación que me había propuesto. Augusta quería ver todo, como si se encontrara en viaje de estudios. No bastaba ni mucho menos con haber estado en el Palacio Pitti, sino que había que pasar por todas aquellas salas innumerables y detenerse por lo menos unos instantes ante todas las obras de arte. Yo me negué a abandonar la primera sala y no vi nada más y sólo me tomé la molestia de buscar pretextos para mi pereza. Pasé una media hora ante los retratos de los fundadores de la casa Médicis y descubrí que se parecían a Carnegie y a Vanderbilt. ¡Maravilloso! Y, sin embargo, ¡eran de mi raza! Augusta no compartía mi maravilla. Sabía lo que eran los yankees, pero aún no sabía bien lo que era yo.

En ese caso su salud no venció y tuvo que renunciar a los museos. Le conté que una vez en el Louvre me encolericé hasta tal punto entre tantas obras de arte, que estuve a punto de hacer pedazos la Venus. Augusta, resignada, dijo:

—¡Menos mal que los museos se visitan en los viajes de novios y luego nunca más!

En efecto, en la vida falta la monotonía de los museos. Pasan los días merecedores de marco, pero están llenos de sonidos que aturden y, además de líneas y colores, de luz auténtica, de la que quema y, por eso, no aburre.

La salud incita a la actividad y a cargar con multitud de molestias. Tras los museos vinieron las compras. Ella, que no había vivido nunca en nuestra casa la conocía mejor que yo y sabía que en una habitación faltaba un espejo y en otra una alfombra y que en una tercera había sitio para una estatuilla. Compró los muebles de un salón entero y, desde todas las ciudades en que vivimos, organizó al menos una expedición. A mí me parecía que habría sido más oportuno y menos fastidioso hacer todas esas compras en Trieste. Conque teníamos que pensar en la expedición, el seguro y las operaciones de Aduana.

—Pero ¿es que no sabes que todas las mercancías deben viajar? ¿Acaso no eres comerciante? —dijo, y se rió.

Casi tenía razón. Objeté:

—¡Se hace viajar a las mercancías para vender y ganar! Cuando no existe ese objeto, ¡se las deja en paz y se vive tranquilo!

Pero una de las cosas que más me gustaban de ella era su actividad. ¡Era deliciosa esa actividad tan ingenua! Ingenua porque había que desconocer la historia del mundo para poder considerar buen negocio la simple adquisición de un objeto; en la venta es cuando se puede juzgar la oportunidad de una adquisición.

Me parecía encontrarme en plena convalecencia. Mis lesiones se habían vuelto menos agudas. Entonces fue cuando mi actitud inmutable fue la de un hombre alegre. Era como un compromiso que en aquellos días inolvidables hubiera suscrito con Augusta y fue la única promesa que no violé sino por breves instantes, es decir, cuando la vida se rió con mayor fuerza que yo. Nuestra relación fue y continuó siendo risueña, porque yo siempre me sonreía ante ella, que, me parecía, no sabía, y ella ante mí, a quien atribuía mucha ciencia y muchos errores que ella —tal era su ilusión— corregiría. Yo seguí alegre en apariencia hasta cuando la enfermedad volvió a apoderarse de mí por entero. Alegre como si mi dolor no hubiera pasado de ser un cosquilleo.

En el largo recorrido a través de Italia, pese a mi nueva salud, no estuve inmune a muchos sufrimientos. Habíamos partido sin cartas de recomendación y, con mucha frecuencia, me pareció que muchos de los desconocidos entre los que nos movíamos me eran hostiles. Era un miedo ridículo, pero no conseguía vencerlo. Podía verme asaltado, insultado y sobre todo calumniado, ¿y quién habría podido protegerme?

También se produjo un auténtico ataque de ese miedo, que por fortuna nadie, ni siquiera Augusta, advirtió. Solía comprar casi todos los periódicos que me ofrecían por la calle. Un día, al detenerme ante un quiosco de periódicos, me asaltó la duda de que el vendedor, por odio, podría haberme hecho detener con facilidad por ladrón, pues yo sólo le había comprado un periódico y llevaba muchos otros bajo el brazo, comprados en otro sitio y aún sin abrir. Salí corriendo seguido de Augusta, a quien no expliqué la razón de mi apresuramiento.

Hice amistad con un cochero y un cicerone, en compañía de los cuales estaba seguro al menos de no poder verme acusado de hurtos ridículos.

Entre el cochero y yo había algún punto de contacto evidente. A él le gustaban mucho los vinos de los Castelli y me contó que a cada momento se le hinchaban los pies. Entonces iba al hospital y, cuando quedaba curado, le daban de alta con muchas recomendaciones de que renunciara al vino. Entonces él hacía el propósito que llamaba férreo, porque, para cumplirlo, lo acompañaba con un nudo que hacía en la cadena de metal de su reloj. Pero, cuando yo lo conocí la cadena le colgaba sobre el chaleco, sin nudo. Lo invité a venir a visitarme a Trieste. Le describí el sabor de nuestro vino, tan diferente del suyo, para asegurarle el éxito de su drástica cura. No quiso ni oír hablar de ello y se negó con una expresión en que ya iba grabada la nostalgia.

Con el cicerone hice amistad porque me pareció superior a sus colegas. No es difícil saber de historia mucho más que yo, pero hasta Augusta con su precisión y su Baedeker comprobó la exactitud de muchas de sus indicaciones. Además, era joven y pasábamos corriendo por los senderos salpicados de estatuas.

Cuando perdí esos dos amigos, abandoné Roma. El cochero, después de haberme sacado mucho dinero, me mostró que el vino le atacaba a veces a la cabeza y nos arrojó contra una construcción romana muy sólida. El cicerone aseguró un día que los antiguos romanos conocían muy bien la fuerza eléctrica y que su utilización estaba generalizada entre ellos. Incluso declamó unos versos latinos como testimonio.

Pero entonces contraje otra pequeña enfermedad, de la que no iba a curar nunca. Cosa de nada: el miedo a envejecer y, sobre todo, el miedo a morir. Yo creo que se originó en una forma especial de celos. El envejecimiento me daba miedo sólo porque me aproximaba a la muerte. Mientras estuviera vivo, Augusta no me traicionaría, desde luego, pero me imaginaba que, tan pronto hubiera muerto y me hubiesen sepultado, después de haber tomado las medidas para que mi tumba se conservara en orden y para que me dijesen las misas necesarias, al instante se miraría a su alrededor para darme el sucesor al que rodearía del mismo mundo sano y ordenado que ahora me hacía feliz a mí. No podía morir su salud, ni mucho menos, porque hubiera muerto yo. Yo tenía tal fe en dicha salud, que me parecía sólo podía perecer aplastada bajo todo un tren en plena carrera.

Recuerdo que una noche, en Venecia, paseábamos en góndola por uno de los canales, sumergido en profundo silencio que sólo interrumpía de vez en cuando la luz y el ruido de una calle que de repente se abre sobre él. Augusta, como siempre, miraba las cosas y las registraba con precisión: un jardín verde y fresco que surgía de una base sucia dejada al descubierto por el agua que se había retirado; un campanario que se reflejaba en el agua turbia; una callejuela larga y oscura con un río de luz y de gente al fondo. En cambio, yo, en la oscuridad, sentía, con absoluto desconsuelo, a mí mismo. Le hablé de que el tiempo pasaba y que pronto haría ella de nuevo ese viaje de novios con otro. Yo estaba tan seguro de ello, que me parecía contarle una historia ya sucedida. Y me pareció fuera de lugar que ella se echara a llorar para negar la verdad de dicha historia. ¡Tal vez me hubiera entendido mal y creyese que yo le atribuía la intención de matarme! ¡Al contrario! Para explicarme mejor, le describí una posible forma de mi muerte: mis piernas, en las que la circulación era pobre sin lugar a dudas, se gangrenarían y la gangrena, extendiéndose, alcanzaría a un órgano cualquiera indispensable para poder mantener los ojos abiertos. Entonces los cerraría, ¡y adiós patriarca! Sería necesario crear otro.

Ella siguió sollozando y a mí su llanto, en la enorme tristeza de aquel canal, me pareció muy importante. ¿Lo provocaría tal vez la desesperación por la visión exacta de su atroz salud? Entonces toda la humanidad habría sollozado en aquel llanto. En cambio, después supe que ella ni siquiera sabía qué fuese la salud. Ésta no se analiza a sí misma y ni siquiera se mira al espejo. Sólo nosotros, los enfermos, sabemos algo de nosotros mismos.

Entonces fue cuando me contó que me había amado antes de haberme conocido. Me había amado desde que había oído mi nombre, presentado por su padre de este modo: Zeno Cosini, un ingenuo, que ponía ojos como platos cuando oía hablar de cualquier argucia comercial y se apresuraba a apuntarla en una libreta, pero la perdía. Y si yo no había advertido su confusión en nuestro primer encuentro, debía de ser porque también estaría confuso yo.

Recordé que, al ver a Augusta, me había distraído su fealdad, en vista de que esperaba encontrar en aquella casa a las cuatro muchachas bellísimas cuyo nombre empezaba por a. Ahora me enteraba de que me amaba desde hacía mucho. Pero ¿qué probaba eso? No le di la satisfacción de desdecirme. Cuando me muriera, ella tomaría a otro. Tras calmársele el llanto, se apretó más contra mí y, echándose a reír de repente, me preguntó:

—¿Dónde encontraría a tu sucesor? ¿No ves lo fea que soy?

En efecto, probablemente disfrutaría yo de un tiempo de putrefacción tranquila.

Pero el miedo a envejecer ya no me abandonó nunca, siempre por miedo a entregar mi mujer a otros. No se atenuó el miedo cuando la traicioné ni aumentó siquiera con la idea de perder del mismo modo a la amante. Era una cosa muy distinta, que no tenía nada que ver con ella. Cuando me asaltaba el miedo a morir, recurría a Augusta para que me consolara, como esos niños que ofrecen a su mamá la manita herida para que se la bese. Ella siempre encontraba palabras nuevas para consolarme. En el viaje de novios me atribuía aún treinta años de juventud y hoy otros tantos. En cambio, yo sabía ya que las semanas de alegría del viaje de novios me habían acercado sensiblemente a las horribles muecas de la agonía. Augusta podía decir lo que quisiese, pero la cuenta era fácil de hacer: cada semana me acercaba una semana a la agonía.

Cuando advertí que el mismo dolor me atacaba con demasiada frecuencia, procuré no cansarla diciéndole siempre las mismas cosas y, para avisarla de mi necesidad de consuelo, bastaba murmurar: «¡Pobre Cosini!». Entonces ella sabía con exactitud lo que me trastornaba y corría a arroparme con su gran afecto. Así conseguí disfrutar de su consuelo también cuando me aquejaban otros dolores. Un día trastornado por el dolor de haberla traicionado, murmuré distraído: «¡Pobre Cosini!». Me sirvió de mucho, porque también entonces me fue precioso su consuelo.

De regreso del viaje de novios, advertí con sorpresa que nunca había vivido en una casa tan cómoda y cálida. Augusta introdujo en ella todas las comodidades que había tenido en la suya, pero también muchas otras que ella misma ideó. El cuarto de baño, que desde siempre había estado en el fondo de un pasillo a medio kilómetro de mi alcoba, fue trasladado junto a la nuestra y se le aumentaron los grifos. Después un cuartucho contiguo al comedor quedó convertido en cuarto del café. En ese cuarto, acolchado con tapices y amueblado con grandes sillones de cuero, pasábamos todos los días una hora tras la comida. Contra mi deseo, había en él todo lo necesario para fumar. Hasta mi pequeño estudio, a pesar de mi prohibición, sufrió modificaciones. Yo temía que los cambios me lo volvieran odioso, pero, en realidad, comprendí al instante que sólo entonces era posible vivir en él. Augusta dispuso su iluminación de modo que podía leer sentado a la mesa, arrellanado en la butaca o tumbado en el sofá. Incluso colocó un atril para el violín con una lamparita encantadora que iluminaba la música sin herir a los ojos. También allí, y contra mi voluntad, me vi acompañado de todos los utensilios necesarios para fumar tranquilo.

Por eso, siempre había obreros trabajando en casa y había cierto desorden que disminuía nuestra quietud. Para ella, que trabajaba para la eternidad, esa breve incomodidad podía no importar, pero para mí la cosa era muy distinta. Me opuse enérgico, cuando quiso instalar un pequeño lavadero en nuestro jardín, lo que entrañaba la construcción de una caseta. Augusta afirmaba que el lavadero en la casa era una garantía de salud para los niños. Pero de momento no había niños y yo no veía necesidad alguna de que me incomodaran antes de su llegada. En cambio, ella aportaba a mi vieja casa un instinto que procedía del aire libre y, en el amor, se parecía a la golondrina que en seguida piensa en el nido.

Pero también manifestaba mi amor y llevaba a casa flores y gemas. Mi vida quedó cambiada por completo con mi matrimonio. Tras un débil intento de resistencia, renuncié a disponer como gustara del tiempo y me adapté al horario más rígido. A ese respecto mi educación se vio coronada por el éxito. Un día, poco después de nuestro viaje de novios, me entretuve y no me dio tiempo a ir a almorzar a casa y, tras haber comido algo en un bar, estuve fuera hasta la noche. A mi regreso, caída ya la noche, me encontré con que Augusta no había comido y estaba muerta de hambre. No me hizo ningún reproche, pero no se dejó convencer de que había hecho mal. Dulce, pero decidida, declaró que, si no la avisaba antes, me esperaría para comer hasta la hora que fuese. ¡No era cosa de broma! En otra ocasión me dejé convencer por un amigo para permanecer fuera de casa hasta las dos de la mañana. Me encontré a Augusta esperándome y castañeteando los dientes de frío, por haber descuidado la estufa. Resultado de eso fue también una leve indisposición de Augusta para que yo no olvidara la lección recibida.

Otro día quise hacerle otro gran regalo: ¡trabajar! Ella lo deseaba y yo mismo pensaba que el trabajo sería útil para mi salud. Está claro que está menos enfermo quien tiene poco tiempo para estarlo. Fui al trabajo y, si no continué, fue culpa mía, la verdad. Fui con los mejores propósitos y con auténtica humildad. No exigí participar en la dirección de los negocios; al contrario: pedí que me dejaran llevar de momento el libro mayor. Ante el enorme libro, en que los asientos estaban dispuestos con la regularidad de calles y casas, me sentí lleno de respeto y me puse a escribir con mano temblorosa.

El hijo de Olivi, un joven de sobria elegancia, con gafas y muy preparado en todas las ciencias comerciales, se encargó de mi instrucción y de él no tengo queja, la verdad. Me fastidió un poco con su ciencia económica y la teoría de la oferta y la demanda, que a mí me parecía más evidente de lo que él decía. Pero se veía en él un respeto indudable hacia el patrón, y yo se lo agradecía tanto más cuanto que no era de suponer que lo hubiese aprendido de su padre. El respeto a la propiedad debía de formar parte de su ciencia económica. Nunca me reprochó los errores de registro que yo cometía con frecuencia; los atribuía a la ignorancia y me daba explicaciones que eran superfluas, la verdad.

Lo malo fue que, a fuerza de observar los negocios, me dieron ganas de hacer alguno. Llegué a imaginar que el libro representaba con toda claridad mi propio bolsillo y, cuando registraba un monto en el «debe» de los clientes, me parecía tener en la mano, en lugar de la pluma, la raqueta del croupier que recoge el dinero esparcido por la mesa de juego.

El joven Olivi me enseñaba también el correo que llegaba y yo lo leía con atención y —debo decirlo— en principio con la esperanza de entenderlo mejor que los demás. Un día una oferta muy corriente conquistó mi atención apasionada. Aun antes de leerla sentí moverse en mi pecho algo que al instante reconocí como oscuro presentimiento de que tal vez me encontrara en la mesa de juego. Es difícil describir tal presentimiento. Consiste en una dilatación de los pulmones, por lo que se respira con voluptuosidad el aire, aun cuando esté cargado de humo. Pero después hay algo más: al instante sabes que cuando hayas doblado la apuesta te encontrarás aún mejor. Pero hace falta práctica para entender todo eso. Hay que haberse alejado de la mesa de juego con los bolsillos vacíos y el dolor de no haber seguido el presentimiento; entonces te obsesiona. Cuando no lo has seguido, ya no hay salvación para ese día, porque las cartas se vengan. Pero en la mesa verde es bastante más perdonable no haberlo sentido que ante el tranquilo libro mayor, y, en efecto, yo lo percibí con claridad, mientras gritaba en mi interior: «¡Compra en seguida esos frutos secos!».

Hablé de ello con toda modestia a Olivi, sin aludir, por supuesto, a mi inspiración. Olivi respondió que esos negocios sólo los hacía por cuenta de terceros, cuando podía conseguir un pequeño beneficio. Así eliminaba de mis negocios la posibilidad de la inspiración y la reservaba para los terceros.

La noche reforzó mi convicción: así, pues, el presentimiento estaba dentro de mí. Respiraba tan bien, que no podía dormir. Augusta sintió mi inquietud y tuve que explicarle el motivo. Ella tuvo al instante la misma inspiración que yo y llegó a murmurar en sueños:

—¿Acaso no eres el patrón?

Es cierto que por la mañana, antes de que yo saliera, me dijo pensativa:

—No te conviene enfadar a Olivi ¿Quieres que hable de eso a mi padre?

No quise, porque sabía que también Giovanni atribuía poca importancia a las inspiraciones.

Llegué al despacho decidido a batirme por mi idea, para vengarme también del insomnio sufrido. La batalla duró hasta el mediodía, cuando expiraba el plazo para aceptar la oferta. Olivi permaneció firme y me liquidó con la observación habitual:

—¿Es que quiere usted disminuir los poderes que me confirió su difunto padre?

Por el momento volví, resentido, a mi libro mayor, decidido a no inmiscuirme más en los negocios, pero me quedó en la boca el sabor de la uva pasa y todos los días me informaba de su precio en el Tergesteo. Por lo demás, no me importaba. Subió lento, lento como si necesitara concentrarse para lomar impulso. Después, en un solo día, dio un salto formidable hacia arriba. La cosecha había sido muy escasa y no se había sabido hasta ese momento. ¡Extraña cosa la inspiración! No había previsto la cosecha escasa, sino sólo el aumento del precio.

Las cartas se vengaron. Entretanto yo no podía permanecer ante el libro mayor y perdí todo el respeto a mis instructores, tanto más cuanto que ahora Olivi no parecía tan seguro de haber hecho bien. Yo me reí y me burlé; fue mi ocupación principal.

Llegó otra oferta con el precio aumentado casi al doble. Olivi, para apaciguarme, me pidió consejo y yo, triunfante, dije que no comería la uva a ese precio. Olivi, ofendido, murmuró:

—Yo me atengo al sistema que he seguido toda mi vida.

Y fue en busca del comprador. Encontró uno por una cantidad muy reducida y, también con la mejor intención, volvió a verme y me preguntó vacilante:

—¿Cubro esta pequeña venta?

Respondí, con la misma mala intención:

—Yo la habría cubierto antes de hacerla.

Olivi acabó por perder la fuerza de su convicción y dejó la venta descubierta. Las uvas siguieron subiendo y nosotros perdimos todo lo que se podía perder por la pequeña cantidad.

Pero Olivi se enojó conmigo y declaró que había jugado sólo para complacerme. El bribón olvidaba que yo le había aconsejado apostar al rojo y que él, para fastidiarme, había apostado al negro. Nuestra disputa fue interminable. Olivi recurrió a mi suegro diciéndole que entre él y yo la empresa resultaría perjudicada y que, si mi familia lo deseaba, él y su hijo se retirarían para dejarme el campo libre. Mi suegro decidió al instante en favor de Olivi. Me dijo:

—El asunto de los frutos secos es muy instructivo. Sois dos hombres que no podéis estar juntos. Ahora bien, ¿quién debe retirarse? ¿Quién habría hecho un buen negocio y nada más o quien desde hace medio siglo dirige solo la empresa?

El padre de Augusta indujo también a ésta a convencerme para que no me inmiscuyera nunca más en mis propios asuntos.

—Al parecer, tu bondad e ingenuidad —me dijo— te vuelven inapto para los negocios. Quédate en casa conmigo.

Yo, airado, me retiré a mi tienda, es decir, a mi estudio. Por un tiempo leí y toqué el violín, después sentí el deseo de una actividad más seria y poco faltó para que volviera a la química y después a la jurisprudencia. Por último, y la verdad es que no sé por qué, por un tiempo me dediqué a los estudios de religión. Me pareció reanudar el estudio que había iniciado a la muerte de mi padre. Tal vez fuera esa vez por un intento enérgico de aproximarme a Augusta y a su salud. No bastaba con acompañarla a misa; debía ir de otro modo, es decir, leyendo a Renan y a Strauss, al primero con deleite y al segundo soportándolo como un castigo. Lo digo aquí sólo para revelar el gran deseo que me unía a Augusta. Y ella no lo adivinó, cuando me vio en las manos los Evangelios en edición crítica. Prefería la indiferencia a la ciencia, por lo que no pudo apreciar la máxima señal de afecto que le había dado. Cuando, como acostumbraba, interrumpía su toilette o sus ocupaciones en la casa y se asomaba a la puerta de mi cuarto para saludarme, al verme inclinado sobre esos libros, torcía el gesto:

—¿Todavía con eso?

La religión que Augusta necesitaba no requería tiempo para adquirirse o practicarse. ¡Una genuflexión y el regreso inmediato a la vida! Nada más. Para mí la religión adquiría un aspecto muy distinto. Si hubiera tenido la fe auténtica, ninguna otra cosa en el mundo habría existido para mí.

Con el tiempo el aburrimiento vino a visitarme a veces a mi cuartito tan bien organizado. Era más que nada una angustia porque precisamente entonces me parecía sentirme con fuerzas para trabajar, pero estaba esperando a que la vida me impusiese alguna tarea. En la espera salía con frecuencia y pasaba muchas horas en el Tergesteo o en algún café.

Vivía simulando actividad. Una actividad aburridísima.

La visita de un amigo de la Universidad, que había tenido que regresar a toda prisa de un pueblo de Estiria para curarse de una enfermedad grave fue mi Némesis, aunque no lo pareciera. Vino a verme después de haber pasado en Trieste un mes en la cama, que había servido para convertir su enfermedad, una nefritis, de aguda en crónica y probablemente incurable. Pero creía encontrarse mejor y se disponía, alegre, a trasladarse en seguida, durante la primavera, a algún lugar de clima más suave que el nuestro, donde esperaba recuperar del todo la salud. Tal vez le fuera fatal haberse entretenido demasiado en su rústico lugar natal.

Considero la visita de aquel hombre tan enfermo, pero alegre y sonriente, nefasta para mí; pero tal vez me equivoque: sólo señala una fecha de mi vida, por la que necesitaba pasar.

Mi amigo, Enrico Copler, se asombró de que yo no hubiera sabido nada ni de él ni de su enfermedad, de la que Giovanni debía de estar enterado. Pero Giovanni, desde que estaba enfermo también él, no tenía tiempo para nadie y no me había contado nada, pese a venir a mi casa todos los días de sol para pasar unas horas dormido al aire libre.

Entre los dos enfermos pasaron una tarde de lo más alegre. Hablaron de sus enfermedades, lo que constituye la máxima distracción para un enfermo y no es cosa demasiado triste para los sanos que escuchan. Sólo hubo un desacuerdo, porque Giovanni necesitaba aire libre, que el otro tenía prohibido. Pero desapareció cuando se levantó un poco de viento, que indujo también a Giovanni a quedarse con nosotros, en el cuartito caliente.

Copler nos contó su enfermedad, que no daba dolor pero le quitaba las fuerzas. Sólo ahora que estaba mejor comprendía lo enfermo que había estado. Habló de las medicinas que le habían recetado y entonces mi interés se avivó. Su doctor le había aconsejado entre otras cosas un sistema eficaz para conseguir un sueño prolongado pero sin envenenarlo con somníferos. Pero ¡si eso era lo que yo más necesitaba!

Mi pobre amigo, al comprender mi necesidad de medicinas, se ilusionó por un instante con la idea de que yo estaba aquejado por la misma enfermedad que él y me aconsejó que fuera a reconocerme, auscultarme y analizarme.

Augusta se echó a reír con ganas y declaró que yo era un simple enfermo imaginario. Entonces en el demacrado rostro de Copler se dibujó algo parecido al resentimiento. De repente, se liberó, viril, del estado de inferioridad a que parecía estar condenado y me atacó con gran energía.

—¿Enfermo imaginario? Pues, bien, yo prefiero ser un enfermo real. Ante todo, un enfermo imaginario es una monstruosidad ridícula y, además, para éste no existen medicinas, mientras que, como se ve en mí, la farmacia siempre tiene algo eficaz para nosotros, los enfermos verdaderos.

Sus palabras parecían las de un hombre sano y a mí —quiero ser sincero— me hirieron.

Mi suegro se asoció a él con gran energía, pero sus palabras no llegaron a herir al enfermo imaginario, porque revelaban con demasiada claridad la envidia del hombre sano. Dijo que, si él hubiera estado sano como yo, en lugar de fastidiar al prójimo con lamentaciones, habría corrido a sus queridos negocios, sobre todo ahora que había conseguido disminuir su barriga. Ni siquiera sabía que su adelgazamiento no se consideraba síntoma favorable.

A causa del ataque de Copler yo tenía auténtico aspecto de enfermo, de enfermo mal tratado. Augusta sintió la necesidad de intervenir en mi ayuda. Al tiempo que me acariciaba la mano que yo había dejado descansar sobre la mesa, dijo que mi enfermedad no molestaba a nadie y que ni siquiera ella estaba convencida de que yo creyese estar enfermo, porque, de lo contrario, no habría tenido tanta alegría de vivir. Así Copler regresó al estado de inferioridad a que estaba condenado. Estaba totalmente solo en este mundo y, si bien podía luchar conmigo en materia de enfermedad, no podía presentar un afecto semejante al que Augusta me ofrecía. Por sentir una necesidad intensa de una enfermera, más adelante me confesó cuánto me había envidiado por eso.

La discusión continuó los días siguientes con tono más apacible, mientras Giovanni dormía en el jardín. Y Copler, tras haber reflexionado, afirmaba ahora que el enfermo imaginario era un enfermo real, pero de modo más íntimo que éste y también más radical. En efecto, sus nervios estaban deshechos hasta el punto de acusar una enfermedad que no existía, mientras que su función normal habría consistido en dar la alarma con el dolor e inducir a buscar remedio.

—Sí —decía yo—. Como en las muelas, donde el dolor se manifiesta sólo cuando el nervio está al descubierto y para curarlas es preciso destruirlo.

Acabamos de acuerdo en que un enfermo y otro eran semejantes. En su nefritis lo que había faltado y seguía faltando era un aviso de los nervios, mientras que los míos, en cambio, tal vez fueran tan sensibles, que me avisaban de la enfermedad de la que moriría dentro de unos veinte años. Así, pues, eran nervios perfectos y la única desventaja que tenían era que me concedían pocos días alegres en esta vida. Tras haber conseguido clasificarme entre los enfermos, Copler se sintió muy satisfecho.

No sé por qué tenía el pobre enfermo la manía de hablar de mujeres y, cuando no estaba mi esposa no hablábamos de otra cosa. Afirmaba que en el enfermo real, al menos en las enfermedades que nosotros conocíamos, el sexo se debilitaba, lo que era una buena defensa del organismo, mientras que en el enfermo imaginario, que sólo padecía por el desorden de unos nervios demasiado activos (ése era nuestro diagnóstico), tenía una vitalidad patológica. Corroboré su teoría con mi experiencia y nos compadecimos mutuamente. Ignoro por qué no quise decirle que mi conducta era normal desde hacía mucho tiempo. Al menos podría haberle confesado que me consideraba convaleciente, si no sano, para no ofenderlo demasiado y porque decir que uno está sano, cuando se conocen todas las complicaciones de nuestro organismo, es difícil.

—¿Tú deseas a todas las mujeres bellas que ves? —insistió Copler.

—¡A todas, no! —murmuré yo para darle a entender que no estaba tan enfermo. Por lo pronto, no deseaba a Ada, a la que veía todas las tardes. Para mí, ésa era la mujer prohibida por antonomasia. El crujido de sus faldas no me decía nada y, si me hubiera estado permitido levantarlas con mis propias manos, habría dado igual. Por fortuna no me había casado con ella. Esa indiferencia era, o me parecía, una manifestación de salud auténtica. Tal vez mi deseo por ella hubiese sido tan violento, que, se había agotado por sí solo. Pero mi indiferencia se extendía también a Alberta, a pesar de que estaba tan mona con su vestidito cuidado y serio de colegiala. ¿Habría bastado la posesión de Augusta para calmar mi deseo por toda la familia Malfenti? ¡Habría sido muy honesto, la verdad!

Tal vez no hablara de mi virtud porque con el pensamiento no dejaba de traicionar a Augusta, y aun entonces, al hablar con Copler, con un estremecimiento de deseo, pensé en todas las mujeres que por ella me perdía. Pensé en las mujeres que pasaban por las calles, todas tapadas, razón por la cual sus órganos sexuales secundarios se volvían tan importantes, mientras que en la mujer que uno poseía desaparecían, como si la posesión los hubiera atrofiado. Seguía vivo en mí el deseo de aventura, la aventura que comenzaba con la admiración de un botín, de un guante, de una falda, de todo lo que tapa y cambia la forma. Pero ese deseo no era aún una culpa. Sin embargo, Copler no hacía bien en analizarme. Explicar a alguien cómo está hecho es un modo de autorizarlo a actuar como desea. Pero Copler hizo algo aún peor, si bien con sus palabras y acciones no podía prever adonde me conduciría.

En mi memoria las palabras de Copler siguen siendo tan importantes, que, cuando las recuerdo, evocan de nuevo todas las sensaciones, cosas y personas que fueron asociadas con ellas. Había acompañado al jardín a mi amigo, que debía volver a casa antes de la puesta de sol. Desde mi casa, que se encuentra sobre una colina, se veía el puerto y el mar, tapados ahora por nuevas construcciones. Nos detuvimos a mirar largo rato el mar movido por una brisa ligera, que reflejaba en miríadas de luces rojas el tranquilo brillo del cielo. La península de Istria daba descanso a los ojos con su verde suavidad que se adentraba en el mar formando un arco enorme como una penumbra sólida. Los muelles y los diques eran pequeños e insignificantes con sus formas rígidas y lineales y el agua de los embalses aparecía oscura por su inmovilidad o tal vez por su turbiedad. En aquel vasto panorama las partes tranquilas eran pocas en comparación con todo aquel rojo intenso sobre el agua y nosotros, deslumbrados, no tardamos en volver la espalda al mar. Sobre la pequeña explanada de delante de la casa la caída de la noche era ya inminente.

Delante del porche, mi suegro dormía en un gran sillón, con la cabeza cubierta por una gorra, las piernas envueltas en una manta y protegido también por el cuello levantado del abrigo. Nos detuvimos a mirarlo. Tenía la boca abierta, el maxilar inferior colgando como una cosa muerta y la respiración ruidosa y demasiado frecuente. De vez en cuando se le caía la cabeza sobre el pecho, y sin despertarse, volvía a alzarla. Entonces se le movían los párpados, como si hubiera querido abrir los ojos para recuperar con mayor facilidad el equilibrio y su respiración cambiada de ritmo. Una auténtica interrupción del sueño.

Era la primera vez que la grave enfermedad de mi suegro se me presentaba con tal evidencia y sentí profunda pena.

Copler me dijo en voz baja:

—Habría que curarlo. Es probable que esté también enfermo de nefritis. El suyo no es sueño: yo conozco ese estado. ¡Pobre hombre!

Terminó aconsejándome que llamara a su médico.

Giovanni nos oyó y abrió los ojos. Al instante pareció menos enfermo y bromeó con Copler:

—¿Se atreve usted a estar al aire libre? ¿No le sentará mal?

Le parecía haber dormido profundamente y no pensaba que le había faltado aire frente al vasto mar, que le enviaba tanto. Pero su voz era débil y jadeaba al hablar; tenía la cara amarillenta y, al levantarse del sillón, se sintió helado. Tuvo que refugiarse en la casa. Aún lo veo avanzar por la explanada, jadeante pero riendo y enviándonos un saludo.

—¿Ves cómo es el enfermo real? —dijo Copler, que no podía librarse de su idea obsesiva—. Está moribundo y no sabe que está enfermo.

También a mí me pareció que el enfermo real sufría poco. Mi suegro y Copler descansan desde hace muchos años en Santa Anna, pero hubo un día que pasé junto a sus tumbas y no me pareció que la tesis propugnada por uno de ellos quedara invalidada por el hecho de que se encontraran bajo las piedras desde hacía tantos años.

Antes de dejar su antiguo domicilio, Copler había liquidado sus negocios, por lo que, como yo, se encontraba desocupado. Pero, en cuanto se levantó de la cama, no supo estar tranquilo y, al no tener negocios propios, empezó a ocuparse de los demás, que le parecían muy interesantes. En esa época me reí de eso, pero más adelante también yo iba a conocer el agradable sabor de los negocios ajenos. Copler se dedicaba a la beneficencia y, como se había propuesto vivir de los intereses de su capital, no podía permitirse el lujo de hacerla toda a su costa. Por eso, organizaba colectas e imponía una contribución a sus amigos y conocidos. Como buen hombre de negocios que era, llevaba un registro de todo, y yo pensé que ese libro era su viático y que, de estar en su caso, condenado a una vida breve y carente de familia, yo lo habría enriquecido consumiendo mi capital. Pero él era el sano imaginario y sólo tocaba los intereses que le correspondían, por no poder resignarme a admitir que el futuro era breve.

Un día me abordó con la petición de unos centenares de coronas para conseguir un piano a una pobre muchacha, a la que ya socorríamos yo y otros, por mediación de él, con una pequeña mensualidad. Había que apresurarse para aprovechar una buena ocasión. No supe negarme, pero, un poco malhumorado, observé que habría hecho buen negocio si ese día no hubiera salido de casa. De vez en cuando sufro ataques de avaricia.

Copler cogió el dinero y se fue tras decir unas pocas palabras de agradecimiento, pero el efecto de mis palabras se vio pocos días después y fue, por desgracia, importante. Vino a informarme de que el piano ya estaba en su sitio y de que la señorita Carla Gerco y su madre me rogaban que fuera a verlas para que me diesen las gracias. Copler temía perder a su cliente y quería vincularme haciéndome saborear el agradecimiento de las beneficiadas. Al principio intenté librarme de esa molestia asegurándole que estaba convencido de que él sabía hacer la beneficencia más adecuada, pero insistió tanto, que acabé accediendo.

—¿Es guapa? —le pregunté riendo.

—Guapísima —respondió—, pero no es pan para nuestros dientes.

Era curioso que pusiera mis dientes junto a los suyos con el peligro de contagiarme sus caries. Me habló de la honradez de esa desgraciada familia que hacía unos años había perdido al cabeza de familia y que en la más negra miseria había vivido con la honradez más estricta.

Era un día desagradable. Soplaba un viento helado y yo envidiada a Copler, que se había puesto el abrigo de piel. Había de sujetar el sombrero con la mano, pues, de lo contrario, habría volado. Pero me encontraba de buen humor, porque iba a recibir el agradecimiento debido a mi filantropía. Recorrimos a pie la Corsia Stadion, atravesamos el jardín público. Era una parte de la ciudad que yo no veía nunca. Entramos en una de esas casas que nuestros antepasados se habían puesto a fabricar cuarenta años antes en lugares alejados de la ciudad, que no tardó en invadirlos; tenía aspecto modesto, pero, aun así, mejor que el de las casas que se hacen hoy con las mismas intenciones. La escalera ocupaba poco espacio, por lo que era muy alta.

Nos detuvimos en el primer piso, donde llegué mucho antes que mi compañero, bastante más lento. Me asombró que de las tres puertas que daban al rellano, en dos, las laterales, figurara la tarjeta de Carla Gerco, clavada con chinchetas, mientras que en la tarjeta de la tercera puerta figuraba otro nombre. Copler me explicó que las Gerco tenían a la derecha la cocina y la alcoba, mientras que a la izquierda sólo había el estudio de la señorita Carla. Habían podido subarrendar una parte del piso en el centro, con lo que el alquiler les salía muy barato, pero tenían la incomodidad de tener que pasar por el rellano para ir de una habitación a otra.

Llamamos a la izquierda, en el estudio, donde madre e hija, avisadas de nuestra visita, nos esperaban. Copler hizo las presentaciones. La señora, una persona muy tímida con modesto vestido negro y la cabeza realzada por una blancura de nieve, me dirigió un breve discurso que debía de haber preparado: se sentían honradas por la visita y me agradecían el generoso donativo que les había hecho. Luego no volvió a abrir la boca.

Copler asistía como un profesor que en un examen oficial escuchaba las lecciones que con gran esfuerzo ha enseñado. Corrigió a la señora diciéndole que no sólo había concedido el dinero para el piano, sino que, además, había contribuido también al socorro mensual que él había ido recogiendo para ellas. Le gustaba la exactitud.

La señorita Carla se levantó de la silla en que estaba sentada junto al piano, me tendió la mano y me dijo simplemente:

—¡Gracias!

Al menos eso no era tan largo. Mi carga de filántropo empezaba a pesarme. ¡También yo me ocupaba de los asuntos ajenos como un enfermo real! ¿Por quién me tomaría aquella graciosa joven? ¡Una persona muy respetable, pero no un hombre! ¡Y era muy graciosa, la verdad! Creo que quería parecer más joven de lo que era, con su falda demasiado corta para la moda de aquella época, a no ser que para estar por casa usara una falda de cuando aún no había acabado de crecer. Sin embargo, su cabeza era de mujer y, por el peinado algo rebuscado, de mujer que quiere gustar. Llevaba sus espesas trenzas negras dispuestas de modo que le taparan las orejas y parte del cuello. Yo estaba tan consciente de mi dignidad y temía tanto a los inquisidores ojos de Copler, que al principio no miré bien a la muchacha; pero ahora la conozco bien. Su voz tenía algo de musical, cuando hablaba, y, con una afectación que ya había llegado a ser natural, se complacía en prolongar las sílabas, como si quisiera acariciar el sonido que conseguía darles. Por eso, y también por algunas vocales suyas excesivamente abiertas, incluso para Trieste, su forma de hablar tenía algo de extranjera. Después supe que algunos maestros para enseñar la emisión de la voz alteran el timbre de las vocales. Era una pronunciación muy distinta de la de Ada. Cada sonido me parecía hablar de amor.

Durante aquella visita la señorita Carla no dejó de sonreír, tal vez por creer que así tenía estereotipada en la cara la expresión de la gratitud. Era una sonrisa un poco forzada; el aspecto auténtico de la gratitud. Luego, cuando pocas horas después empecé a soñar con Carla, imaginé que en su cara había habido una lucha entre la alegría y el dolor. Nada de eso vi después en ella y una vez más comprendí que la belleza femenina simula sentimientos con los que no tiene nada que ver. Del mismo modo que la tela sobre la que está pintada una batalla no tiene el menor sentimiento heroico.

Copler parecía satisfecho con la presentación, como si las dos mujeres hubieran sido obra suya. Me las describía: estaban siempre contentas con su suerte y trabajaban. Decía palabras que parecían sacadas de un libro escolar y, al asentir maquinal, parecía que yo quisiera confirmar que había hecho mis estudios y por tanto, sabía cómo debían ser las pobres mujeres virtuosas y privadas de dinero.

Después pidió a Carla que nos cantara algo. Ella no quiso, porque, según declaró, estaba resfriada. Propuso hacerlo otro día. Yo notaba con simpatía que temía nuestro juicio, pero deseaba prolongar la visita y me uní a los ruegos de Copler. Dije también que no sabía si volvería a verla nunca más, porque estaba muy ocupado. Copler, a pesar de saber que yo no tenía nada que hacer en este mundo, confirmó muy serio lo que yo decía. Luego me resultó fácil entender que no deseaba que yo volviera a ver a Carla.

Ésta intentó negarse otra vez, pero Copler insistió con una palabra que se parecía a una orden y ella obedeció: ¡qué fácil era obligarla!

Cantó La mia bandiera. Desde mi blando sillón yo seguía su canto. Deseaba con ardor tener motivos para admirar. ¡Qué hermoso habría sido verla revestida de genialidad! Pero, en cambio, tuve la sorpresa de notar que su voz, cuando cantaba, perdía toda la musicalidad. El esfuerzo la alteraba. Carla no sabía siquiera tocar y su acompañamiento deficiente volvía aún más pobre aquella pobre música. Recordé que me encontraba ante una estudiante y analicé si el volumen de voz era suficiente. ¡Bastante abundante! En aquella habitación pequeña me hería el oído. Para poder seguir animándola, pensé que lo único malo era su escuela.

Cuando dejó de cantar, me uní al elogio generoso y locuaz de Copler. Decía:

—Figúrate qué efecto haría esta voz, cuando fuera acompañada por una buena orquesta.

Desde luego, eso era cierto. Sobre aquella voz hacía falta toda una orquesta potente. Yo dije con gran sinceridad que me reservaba mi opinión hasta volver a oír a la señorita unos meses después y que entonces me pronunciaría sobre el valor de su escuela. Menos sincero, añadí que esa voz merecía una escuela de primer orden, desde luego. Después, para atenuar lo que de desagradable hubieran tenido mis primeras palabras, filosofé sobre la necesidad de que una voz excelsa encuentre una escuela excelsa. Ése elogio superlativo cubrió todo. Pero después, al quedarme solo, me asombró haber sentido la necesidad de ser sincero con Carla. ¿Es que ya la amaba? Pero ¡si aún no la había visto bien!

Por la escalera, de olor dudoso, Copler dijo:

—Su voz es demasiado fuerte. Es una voz de teatro.

No sabía que en ese momento yo sabía algo más: esa voz pertenecía a un ambiente muy humilde en el que se podía saborear la impresión de ingenuidad de ese arte y soñar con llevar dentro el arte, es decir, la vida y el dolor.

Al dejarme, Copler me dijo que me avisaría cuando el maestro de Carla organizara un concierto público. Se trataba de un maestro poco conocido aún en la ciudad, pero, desde luego, llegaría a ser una gran celebridad futura. Copler no estaba seguro, pese a que el maestro era bastante viejo. Parecía que la celebridad iba a llegarle ahora, después de que Copler lo hubiera conocido. Dos debilidades de moribundos, la del maestro y la de Copler.

Lo curioso es que sentí la necesidad de contar esa visita a Augusta. Tal vez se podría creer que hubiera sido por prudencia, en vista de que Copler lo sabía y yo no me sentía capaz de rogarle que callara. Ahora bien, hablé con mucho gusto. Fue un gran desahogo. Hasta entonces no tenía que reprocharme otra cosa que haber callado con Augusta. Mira por dónde, ahora era del todo inocente.

Ella me preguntó por la muchacha y si era bella. Me resultó difícil responder: dije que la pobre muchacha me había parecido muy anémica. Después tuve una buena idea:

—¿Y si tú te ocuparas un poco de ella?

Augusta tenía tanto que hacer en su nueva casa y con su antigua familia, que la llamaba para que ayudara en la asistencia al enfermo, que no volvió a pensar en ello. Pero, por eso, la idea había sido buena de verdad.

Sin embargo, Copler supo por Augusta que yo le había contado a ésta nuestra visita y, por esa razón, también él olvidó las cualidades que había atribuido al enfermo imaginario. Me dijo delante de Augusta que dentro de poco haríamos otra visita a Carla. Me concedía su confianza plena.

A causa de mi inactividad, pronto sentí deseos de volver a ver a Carla. No me atreví a correr a visitarla por miedo a que Copler se enterara. Sin embargo, no me habrían faltado pretextos. Podía ir a verla para ofrecerle una ayuda mayor, sin que Copler lo supiera, pero primero debería haber estado seguro de que, por su propio bien, ella habría aceptado callar. ¿Y si ese enfermo real fuera ya el amante de la muchacha? Yo de los enfermos reales no sabía lo que se dice nada y podía muy bien ser que tuvieran la costumbre de hacerse pagar sus amantes por los demás. En ese caso habría bastado una sola visita a Carla para comprometerme. No podía poner en peligro la paz de mi familia; es decir: no la puse en peligro mientras no aumentó mi deseo por Carla.

Pero aumentó sin cesar. Ya conocía a esa muchacha mucho mejor que cuando le había estrechado la mano para despedirme de ella. Recordaba sobre todo la trenza negra que cubría su níveo cuello y que habría habido que apartar con la nariz para llegar a besar la piel que ocultaba. Para estimular mi deseo bastaba con que yo recordara que en determinado piso de una casa de mi pequeña ciudad se encontraba una bella muchacha y que con un corto paseo se podía ir a tomarla. En tales circunstancias la lucha con el pecado se vuelve dificilísima porque hay que renovarla a cada hora y a cada día, es decir, mientras la muchacha permanezca en ese piso. Las largas vocales de Carla me llamaban y tal vez su sonido precisamente me hubiera metido en el alma la convicción de que, cuando mi resistencia cediera, no habría otras. Pero yo tenía claro que podía engañarme y que tal vez Copler viera las cosas con mayor exactitud; también esa duda servía para disminuir mi resistencia, en vista de que la pobre Augusta podía verse salvada, en caso de que yo me viera traicionado por la propia Carla, que, como mujer, tenía la obligación de resistir.

¿Por qué había de provocarme remordimiento mi deseo, cuando parecía que había llegado a tiempo precisamente para salvarme del tedio que en aquella época me amenazaba? No perjudicaba en absoluto a mis relaciones con Augusta, sino todo lo contrario. Yo ahora le decía no sólo las palabras de afecto que siempre le había dirigido, sino también las que en mi ánimo iban formándose para la otra. Nunca había habido en mi casa semejante abundancia de dulzura y Augusta parecía encantada. Seguía cumpliendo con exactitud lo que yo llamaba el horario de la familia. Tengo una conciencia tan delicada, que ya entonces me preparaba para atenuar con mi conducta mi remordimiento futuro.

Prueba de que mi resistencia no cedió del todo es que llegara a Carla no de un solo impulso, sino por etapas. Al principio y durante varios días sólo llegué hasta el jardín público y con la sincera intención de gozar de ese verde que aparece tan puro en medio del gris de las calles y casas que lo circundan. Después, al no haber tenido la suerte de tropezarme, como esperaba, con ella por casualidad, salí del jardín para pasar justo por debajo de sus ventanas. Lo hice con gran emoción, que recordaba a la tan deliciosa del joven que se acerca por primera vez al amor. ¡Llevaba tanto tiempo privado, no de amor, sino de las cosas que conducen a él!

Acababa de salir del jardín público cuando me tropecé de frente con mi suegra. Al principio tuve la duda curiosa: ¿por la mañana, tan temprano, por aquel barrio tan lejano del nuestro? Tal vez también ella traicionara a su marido enfermo. Después me di cuenta en seguida de que era injusto con ella, porque había ido a ver al médico para tranquilizarse, después de haber pasado una mala noche junto a Giovanni. El médico le había dicho palabras tranquilizadoras, pero ella estaba tan agitada, que en seguida me dejó sin acordarse siquiera de sorprenderse por haberme encontrado en ese lugar visitado por lo general por viejos, niños y niñeras.

Pero me bastó verla para sentirme de nuevo apegado a mi familia. Me dirigí hacia casa con paso decidido, al tiempo que marcaba el ritmo murmurando: «¡Nunca más! ¡Nunca más!». En ese instante la madre de Augusta, con su dolor, me había devuelto la conciencia de todos mis deberes. Fue una buena lección y bastó durante todo aquel día.

Augusta no estaba en casa porque había ido corriendo a ver a su padre, con quien se quedó toda la noche. En la mesa me dijo que, dado el estado de Giovanni, habían hablado de si debían aplazar la boda de Ada, que estaba fijada para la semana siguiente. Giovanni estaba ya mejor. Al parecer, en la cena había comido demasiado y la indigestión había adquirido el aspecto de una agravación de la enfermedad.

Yo le dije que su madre me había dado ya esas noticias, cuando me había tropezado con ella en el jardín público. Tampoco Augusta se asombró de mi paseo, pero yo sentí la necesidad de darle explicaciones. Le conté que desde hacía algún tiempo prefería el jardín público para meta de mis paseos. Me sentaba en un banco y leía el periódico. Luego añadí:

—¡Ese Olivi! Me la ha hecho buena condenándome a esta inactividad.

Augusta, que se sentía un poco culpable en relación con eso, puso expresión de dolor y de sentimiento. Yo, entonces, me sentí muy bien. Pero tenía la conciencia de verdad tranquila porque pasé toda la tarde en mi estudio y podía creer de verdad que estaba curado definitivamente de cualquier deseo perverso. Ahora leía el Apocalipsis.

Y, aunque ahora estaba seguro de tener autorización para ir todas las mañanas al jardín público, mi resistencia a la tentación había llegado a ser tal, que, cuando el día siguiente salí, me encaminé justo en la dirección opuesta. Iba a buscar una partitura porque quería probar un nuevo método de violín que me habían aconsejado. Antes de salir me enteré de que mi suegro había pasado la noche perfectamente y que por la tarde iba a venir a vernos en coche. Me alegraba tanto por mi suegro como por Guido, que por fin podría casarse. Todo iba bien: yo estaba salvado y también lo estaba mi suegro.

Pero ¡fue la música precisamente la que me condujo de nuevo hasta Carla! Entre los métodos que el vendedor me ofreció había por error uno que no era de violín, sino de canto. Leí con atención el título: «Tratado completo del arte del Canto (Escuela de García) de E. García (hijo), con una Relación sobre la memoria respecto a la voz humana, presentada a la Academia de Ciencias de París».

Dejé que el vendedor se ocupara de otros clientes y me puse a leer la obrita. Debo decir que leía con una agitación que tal vez se pareciera a aquella con la que el joven depravado se acerca a las obras pornográficas. Exacto: ése era el camino para llegar hasta Carla; ésta necesitaba esa obra y habría sido un crimen por mi parte no dársela a conocer. La compré y volví a casa.

La obra de García constaba de dos partes, una teórica y otra práctica. Continué la lectura con la intención de entenderla tan bien como para poder dar mis consejos a Carla, cuando fuera a verla con Copler. Entretanto ganaría tiempo y podría seguir con mis sueños tranquilos, aunque sin dejar de solazarme pensando en la aventura que me esperaba.

Pero la propia Augusta precipitó los acontecimientos. Me interrumpió en mi lectura para venir a saludarme, se inclinó hacia mí y me rozó la mejilla con los labios. Me preguntó qué hacía y, al oír que se trataba de un nuevo método, pensó que sería para violín y no se preocupó de mirar con mayor atención. Yo, cuando me dejó, exageré el peligro que había corrido y pensé que, para mi seguridad, haría bien en no tener ese libro en mi estudio. Había que llevarlo en seguida a su destino, y así fue como me vi obligado a ir derecho hacia mi aventura. Había encontrado algo más que un pretexto para poder hacer lo que deseaba.

No volví a vacilar. Al llegar al rellano, me dirigí al instante a la puerta de la izquierda. Pero ante ella me detuve por un instante a escuchar los sonidos de la balada La mia bandiera, que resonaban gloriosos en la escalera. Parecía que durante todo ese tiempo Carla hubiese seguido cantando la misma cosa. Sonreí lleno de afecto y de deseo ante tal infantilismo. Después abrí la puerta con cautela sin llamar y entré en la habitación de puntillas. Quería verla al instante. En la pequeña habitación su voz resultaba desagradable de verdad. Cantaba con gran entusiasmo y mayor calor que cuando la primera visita. Se había echado incluso contra el respaldo de la silla para poder emitir el sonido con toda la fuerza de sus pulmones. Yo vi sólo su cabecita rodeada por las trencitas y me retiré presa de profunda emoción por haberme atrevido a tanto. Entretanto ella había llegado a la última nota, que no terminaba nunca, y yo pude regresar al rellano y cerrar la puerta tras mí sin ser visto. Hasta esa nota había oscilado hacia arriba y hacia abajo antes de afirmarse segura. Así, pues, Carla sabía reconocer la nota exacta y ahora correspondía intervenir a García para enseñarle a encontrarla más rápido.

Llamé cuando me sentí más tranquilo. Acudió al instante a abrir la puerta y yo no olvidaré nunca su graciosa figurita, apoyada en el marco, mientras me miraba con sus grandes ojos oscuros antes de poder reconocerme en la oscuridad.

Pera, entretanto, yo me había calmado hasta el punto de verme asaltado por todas mis vacilaciones. Iba camino de traicionar a Augusta, pero pensaba que, igual que los días anteriores había podido contentarme con llegar hasta el jardín público, con tanta mayor facilidad podría detenerme ahora en aquella puerta, entregar aquel libro comprometedor y marcharme satisfecho. Fue un breve instante lleno de buenos propósitos. Recordé incluso un consejo extraño que me habían dado para librarme del tabaco y que podía valer en esa ocasión: a veces, para quedar satisfecho, bastaba con encender la cerilla y después tirar el cigarrillo y la cerilla.

También me habría resultado hacer eso, porque la propia Carla, cuando me reconoció, enrojeció e hizo ademán de huir avergonzada —como supe más adelante— de que la vieran vestida con un pobre y raído vestidito de andar por casa.

Una vez reconocido, sentí la necesidad de excusarme:

—Le he traído este libro que creo le interesará. Si quiere, puedo dejárselo y marcharme en seguida.

El sonido de las palabras era —o así me pareció— bastante brusco, pero no el significado, porque a fin de cuentas le dejaba la libertad de decidir si debía marcharme o quedarme y traicionar a Augusta.

Ella decidió al instante, porque me cogió de la mano para retenerme con mayor seguridad y me hizo entrar. La emoción me nubló la vista y considero que la provocó no tanto el dulce contacto de aquella mano cuanto aquella familiaridad que, me pareció, decidía mi destino y el de Augusta. Por eso, creo que entré con cierta renuencia y, cuando vuelvo a evocar la historia de mi primera traición, tengo la sensación de haberla cometido porque me vi arrastrado a ello.

El rostro de Carla estaba bello de verdad así ruborizado. Fue una sorpresa deliciosa para mí advertir que, si bien no me esperaba, aguardaba mi visita. Me dijo con gran complacencia:

—Entonces, ¿ha sentido usted la necesidad de volver a verme? ¿De volver a ver a esa pobrecita qué tanto le debe?

Desde luego, si hubiera querido, habría podido estrecharla al instante entre mis brazos, pero ni siquiera se me ocurrió. Hasta el punto de que ni siquiera respondí a sus palabras, que me parecían comprometedoras, y volví a hablarle de García y de la necesidad de aquel libro para ella. Hablé de ello con una vehemencia, que me llevó a decir algunas palabras poco consideradas. García le enseñaría el modo de dar a las notas la solidez del metal y la dulzura del aire. Le explicaría que una nota sólo puede representar una línea recta o, mejor dicho, un plano, pero un plano pulido.

Mi fervor no se disipó hasta que ella me interrumpió para manifestarme una duda dolorosa:

—Pero, entonces, ¿a usted no le gusta cómo canto?

Su pregunta me asombró. Había hecho una crítica dura, pero no era consciente de ello y protesté con toda buena fe. Protesté tan bien, que me pareció haber vuelto, sin dejar de hablar de su canto, al amor que tan imperioso me había arrastrado hasta aquella casa. Y mis palabras fueron tan amorosas, que, de todos modos, dejaron traslucir una parte de sinceridad.

—¿Cómo puede creer semejante cosa? ¿Estaría acaso aquí, si así fuera? He pasado un largo rato en el rellano escuchando extasiado su canto, delicioso y excelso en su ingenuidad. Sólo que para la perfección necesita, creo, algo más y he venido a traérselo.

Ahora bien, ¡qué fuerza tenía en mi ánimo el recuerdo de Augusta, si seguía protestando obstinado que no me había arrastrado mi deseo!

Carla escuchó mis palabras lisonjeras, que ni siquiera estaba en condiciones de analizar. No era demasiado culta, pero, con gran sorpresa, comprendí que no carecía de sentido común. Me contó que ella misma tenía grandes dudas sobre su talento y su voz: sentía que no progresaba. Con frecuencia, tras unas horas de estudio, se concedía la distracción y el premio de cantar La mia bandiera con la esperanza de descubrir en su voz alguna cualidad nueva. Pero siempre era lo mismo: no peor y tal vez bastante bien, como le aseguraban quienes la oían y yo también (y entonces me lanzó con sus bellos ojos oscuros un destello ligeramente interrogativo que demostraba hasta qué punto necesitaba verse tranquilizada con respecto al sentido de mis palabras, que aún le parecía dudoso), pero progreso auténtico no había. El maestro decía que en arte no había progresos lentos, sino grandes saltos que conducían a la meta y que un buen día se levantaría y sería una gran artista.

—Pero, requiere mucho tiempo —añadió mirando al vacío y tal vez volviendo a ver todas sus horas de aburrimiento y dolor.

Se llama honrado antes que nada a quien es sincero y por mi parte habría sido de lo más honrado aconsejar a la pobre muchacha que dejara el estudio del canto y se convirtiera en mi amante. Pero aún no había llegado tan lejos del jardín público y, además, no estaba demasiado seguro de mi juicio en el arte del canto. Desde hacía unos instantes sólo me preocupaba profundamente una sola persona: aquel pesado de Copler, que pasaba todas las fiestas en casa conmigo y mi mujer. Ese habría sido el momento de encontrar un pretexto para rogar a la muchacha que no contara a Copler mi visita. Pero no lo hice, por no saber cómo disimular mi petición, y fue una suerte porque pocos días después mi pobre amigo enfermó y al poco murió.

De momento le dije que encontraría en el García todo lo que buscaba y por un instante, pero sólo por un instante, esperó ansiosa milagros de ese libro. Pero no tardó, al encontrarse ante tantas palabras, en dudar de la eficacia de la magia. Yo leía las teorías de García en italiano, después se las explicaba también en italiano y, cuando no bastaba, se lo traducía a dialecto triestino, pero ella no sentía moverse nada en su garganta y sólo habría podido reconocer auténtica eficacia en ese libro si se hubiera manifestado en ese punto. Lo malo es que poco después también yo tuve la convicción de que en mis manos ese libro no valía demasiado. Repitiendo por tres veces aquellas frases y no sabiendo qué hacer con ellas, me vengué de mi incapacidad criticándola con libertad. Mira por dónde. García perdía su tiempo y el mío para demostrar que, como la voz humana podía producir diversos sonidos, no era correcto considerarla como un solo instrumento. En ese caso también habría habido que considerar el violín como un conglomerado de instrumentos. Tal vez no hiciera bien al comunicar a Carla mi crítica, pero ante una mujer a la que se quiere conquistar es difícil no aprovechar una ocasión que se presente de demostrar la superioridad de uno. En efecto, ella me admiró, pero alejó físicamente de sí el libro que era nuestro Galeotto, si bien no nos acompañó hasta la culpa. Yo no me resigné aún a renunciar a él y lo dejé para otra visita. Cuando Copler murió, ya no volví a necesitarlo. Se había roto cualquier nexo entre aquella casa y la mía y así mi conducta sólo podía verse frenada por mi conciencia.

Pero, entretanto, habíamos llegado a sentirnos bastante íntimos, con una intimidad mayor de lo que habría sido de esperar de esa media hora de conversación. Yo creo que el acuerdo respecto a un juicio crítico une íntimamente. La pobre Carla aprovechó tal intimidad para comunicarme sus tristezas. Desde la intervención de Copler, en aquella casa se vivía modestamente pero sin grandes privaciones. El mayor peso para las dos pobres mujeres era pensar en el futuro. Porque Copler les llevaba en fechas precisas su socorro, pero no les permitía calcularlo con seguridad; no quería preocupaciones y prefería que las tuvieran ellas. Además, no les daba gratis el dinero: era el auténtico patrón de la casa y quería que lo informaran de hasta el menor detalle. ¡Pobres de ellas si se permitían un gasto que no hubiera aprobado él antes! Hacía poco, la madre de Carla había estado indispuesta y Carla, para poder atender los asuntos domésticos, había dejado de cantar unos días. Copler, informado de ello por el maestro, hizo una escena y se marchó declarando que entonces no valía la pena molestar a personas de bien para que las socorrieran. Durante unos días vivieron aterradas temiendo verse abandonadas a su suerte. Después, cuando regresó, renovó los pactos y las condiciones y fijó las horas exactas al día que Carla debía pasar sentada al piano y las que podía dedicar a la casa. Amenazó incluso con ir a sorprenderlas a cualquier hora del día.

—Desde luego —concluía la muchacha—, sólo quiere nuestro bien, pero se enfada tanto por cosas sin importancia, que un día u otro, de ira, acabará por echarnos al arroyo. Pero ahora que también usted se ocupa de nosotras, ya no existe ese peligro, ¿verdad? Y volvió a apretarme la mano. Como no respondí al instante, temió que me sintiera solidario de Copler y añadió:

—¡También el señor Copler dice que usted es tan bueno!

Esa frase pretendía ser un cumplido directo para mí, pero también para Copler.

La figura de éste, presentada por Carla con tanta antipatía, era nueva para mí y hasta despertaba mi simpatía. Me habría gustado parecerme a él, cuando, en realidad, ¡el deseo que me había llevado a aquella casa me volvía tan distinto! Era cierto que él llevaba a aquellas mujeres dinero ajeno, pero les daba toda su dedicación, una parte de su vida. Ese enfado que sentía era realmente paterno. Sin embargo, tuvo una duda: ¿y si lo hubiera inducido a esa obra el deseo? Sin vacilar pregunté a Carla:

—¿Le ha pedido Copler un beso alguna vez?

—¡Nunca! —respondió Carla con vivacidad—. Cuando está satisfecho de mi comportamiento, da, seco, su aprobación, me estrecha ligeramente la mano y se va. Otras veces, cuando está enfadado, me niega hasta el apretón de manos y ni siquiera advierte que del espanto lloro. Un beso en ese momento sería una liberación para mí.

Como me eché a reír, Carla se explicó mejor:

—¡Aceptaría agradecida el beso de un hombre tan viejo y al que debo tanto!

Ésa es la ventaja de los enfermos reales; parecen más viejos de lo que son.

Hice un débil intento de parecerme a Copler. Sonriendo, para no espantar demasiado a la pobre muchacha, le dije que también yo, cuando me ocupaba de alguien, acababa volviéndome muy imperioso. También a mí me parecía que, cuando se estudiaba un arte, debía hacerse en serio. Después representé tan bien mi papel, que hasta dejé de sonreír. Copler tenía razón al mostrarse severo con una joven que no podía entender el valor del tiempo: había que recordar también a las muchas personas que hacían sacrificios para ayudarla. Me había puesto serio y severo de verdad.

Así llegó la hora de ir a comer y sobre todo ese día no habría querido hacer esperar a Augusta. Tendí la mano a Carla y entonces advertí lo pálida que estaba. Quise consolarla:

—Esté segura de que yo haré siempre lo posible para apoyarla ante Copler y todos los demás.

Me dio las gracias, pero aún parecía abatida. Más adelante me enteré de que, al verme llegar, había adivinado casi la verdad y había pensado que yo estaba enamorado de ella y que, por tanto, estaba salvada. En cambio, después —justo cuando me dispuse a marcharme— creyó que también yo estaba enamorado del arte y del canto y que, por eso, si no cantaba bien ni hacía progresos, yo la abandonaría.

Me pareció muy abatida. Sentí compasión y, en vista de que no había tiempo que perder, la tranquilicé con el medio más eficaz, según había señalado ella misma. Estaba ya en la puerta, cuando la atraje hacia mí, aparté cuidadosamente con la nariz la gruesa trenza del cuello, al que así llegué con los labios, y lo rocé con los dientes. Parecía una broma y también ella acabó riendo, pero sólo cuando la solté. Hasta ese momento había permanecido inerte y atónita entre mis brazos.

Me siguió por el rellano y, cuando empecé a bajar, me preguntó riendo:

—¿Cuándo vuelve?

—¡Mañana o tal vez otro día! —respondí ya vacilante. Luego añadí más decidido—: ¡Vendré mañana seguro! —Después para no comprometerme demasiado añadí—: Continuaremos la lectura del García.

Ella no cambió de expresión en ese breve lapso de tiempo: asintió a la primera promesa insegura, asintió agradecida a la segunda y asintió también a mi propósito, sin dejar de reír. Las mujeres siempre saben lo que quieren. Ni Ada, que me rechazó, ni Augusta, que me aceptó, ni Carla siquiera, que me dejó hacer, vacilaron.

En la calle me encontré de repente más cerca de Augusta que de Carla. Respiré el aire fresco, abierto, y tuve la sensación plena de mi libertad. Yo no había hecho sino una broma, que no podía perder su carácter por haber acabado en el cuello y bajo la trenza. En fin, Carla había aceptado ese beso como una promesa de afecto y sobre todo de ayuda.

Sin embargo, ese día en la mesa empecé a sufrir de verdad. Entre Augusta y yo se encontraba mi aventura, como una gran sombra que me parecía imposible que no viera también ella. Me sentía pequeño, culpable y enfermo, y sentía el dolor en el costado como un dolor simpático que se reflejara desde la gran herida de mi conciencia. Mientras intentaba comer distraído, busqué alivio en un propósito férreo: «No volveré a verla —pensé— y si, por cortesía, tengo que verla, será por última vez». Además, no se me exigía tanto: un solo esfuerzo, el de no volver a ver a Carla.

Augusta, riendo, me preguntó:

—¿Has ido a ver a Olivi, que te veo tan preocupado?

Me eché a reír yo también. Era un gran alivio el de poder hablar. Las palabras no eran las que habrían podido apaciguar del todo, porque para decir ésas habría habido que confesar y además prometer, pero, al no poder hacer otra cosa, era un gran alivio decir otras palabras. Hablé por los codos, siempre alegre y afable. Después encontré un tema mejor: hablé del pequeño lavadero que ella tanto deseaba y que hasta entonces yo le había negado, y le di al instante permiso para construirlo. La emocionó tanto mi permiso no solicitado, que se levantó y vino a darme un beso. Mira por dónde, ese beso borraba, evidentemente, el otro, y al instante me sentí mejor.

Así fue como tuvimos el lavadero y aún hoy, cuando paso delante de la minúscula construcción, recuerdo que Augusta la quiso y Carla la autorizó.

Siguió una tarde encantadora, colmada con nuestro afecto. En la soledad mi conciencia era más fastidiosa. Las palabras y el afecto de Augusta tenían la virtud de calmarla. Salimos juntos. Luego la acompañé a casa de su madre y pasé además toda la velada con ella.

Antes de meterme en la cama, me quedé, como suelo hacer, largo rato mirando a mi mujer, que dormía absorta en su ligera respiración. Aun dormida era ordenada, con las mantas hasta la barbilla y sus escasos cabellos reunidos en una pequeña trenza anudada a la nuca. Pensé: «No quiero hacerle daño. ¡Nunca!». Me dormí tranquilo. El día siguiente aclararía mi relación con Carla y encontraría el modo de tranquilizar a la pobre muchacha sobre su porvenir, sin por ello verme obligado a darle besos.

Tuve un sueño extraño: no sólo besaba el cuello de Carla, sino que, además, me lo comía. Ahora bien, era un cuello al que las heridas que yo le infligía con furiosa voluptuosidad no hacían sangrar, por lo que seguía cubierto por su blanca piel e inalterado en su forma levemente arqueada. Carla, abandonada entre mis brazos, no parecía sufrir de mis mordiscos. En cambio, quien sufría era Augusta, que había aparecido de improviso. Para tranquilizarla le decía: «No me lo comeré todo: dejaré un poco para ti».

El sueño tuvo el aspecto de una pesadilla sólo cuando a medianoche me desperté y mi cabeza, despejada, pudo recordarlo, pero antes no, porque mientras duró ni siquiera la presencia de Augusta me había privado de la sensación de satisfacción que me procuraba.

En cuanto me desperté, tuve plena conciencia de la fuerza de mi deseo y del peligro que representaba para Augusta y también para mí. Tal vez en el regazo de la mujer que dormía a mi lado se iniciara ya otra vida de la que yo sería responsable. ¿Quién sabía lo que pretendería Carla, cuando fuera mi amante? A mí me parecía deseosa del goce que hasta entonces le había estado vedado: ¿y cómo habría podido yo mantener a dos familias? Augusta pedía el lavadero, tan útil; la otra pediría cualquier otra cosa, pero no menos costosa. Volvía a ver a Carla saludándome desde el rellano y riendo tras haber sido besada. Ya sabía que yo iba a ser su presa. Me sentí espantado y allí, solo y en la oscuridad, no pude contener un gemido.

Mi mujer, que se despertó al instante, me preguntó qué me ocurría y yo respondí con una breve frase, la primera que se me ocurrió, cuando conseguí reponerme del espanto de verme interrogado en un momento en que me parecía haber gritado una confesión:

—¡Pienso en la vejez inminente!

Ella se rió e intentó consolarme, sin por ello salir del sueño a que se aferraba. Pronunció la misma frase que siempre me decía, cuando me veía espantado ante el paso del tiempo:

—No pienses en eso ahora que somos jóvenes… ¡el sueño es tan bueno!

Su exhortación surtió efecto: no pensé más y volví a quedarme dormido. La palabra en la noche es como un rayo de luz. Ilumina un retazo de realidad ante el cual se desdibujan las construcciones de la fantasía. ¿Por qué había de temer yo tanto a la pobre Carla, de la que aún no era amante? Era evidente que había hecho todo lo posible para espantarme ante mi situación. En fin, el niño que había evocado en el regazo de Augusta no había dado hasta entonces otra señal de vida que la construcción del lavadero.

Me levanté acompañado aún de mis mejores propósitos. Corrí a mi estudio y preparé en un sobre un poco de dinero que quería ofrecer a Carla en el instante mismo en que le anunciaría mi abandono. Pero me declararía dispuesto a mandarle por correo más dinero siempre que me lo pidiera escribiéndome a una dirección que le comunicaría. Justo cuando me disponía a salir, Augusta me invitó con una dulce sonrisa a acompañarla a casa de su padre. Había llegado de Buenos Aires el padre de Guido para asistir a la boda y había que ir a conocerlo. Desde luego, le importaba menos el padre de Guido que yo. Quería renovar la dulzura del día anterior. Pero ya no era lo mismo: me parecía mal dejar transcurrir tiempo entre mi buen propósito y su ejecución. Mientras caminábamos por la calle uno junto a otro y, en apariencia, seguros de nuestro afecto, la otra se consideraba ya amada por mí. Eso estaba mal. Sentí aquel paseo como un auténtico suplicio.

Encontramos a Giovanni mucho mejor. Sólo que no podía ponerse los botines a causa de una hinchazón en los pies a la que no daba importancia y yo entonces tampoco. Se encontraba en el salón con el padre de Guido, al que me presentó. Augusta nos dejó en seguida para ir a reunirse con su madre y su hermana.

El señor Francesco Speier me pareció un hombre mucho menos instruido que su hijo. Era pequeño, rechoncho, de unos sesenta años, de pocas ideas y poca vivacidad, tal vez porque a consecuencia de una enfermedad tenía muy debilitado el oído. Metía alguna palabra española en su italiano:

Cada vez que vengo a Trieste…

Los dos viejos hablaban de negocios, y Giovanni escuchaba atento porque aquellos negocios eran muy importantes para el destino de Ada. Estuve escuchando distraído. Oí que el viejo Speier había decidido liquidar sus negocios en Argentina y entregar a Guido todos sus duros para que los emplease en la fundación de una empresa en Trieste; después regresaría a Buenos Aires para vivir con su mujer y su hija de una pequeña hacienda que le quedaba. No comprendí por qué contaba todo eso a Giovanni delante de mí, ni lo sé tampoco hoy.

Me pareció que en un momento dado los dos dejaron de hablar y me miraron como si esperaran de mí un consejo y yo, para mostrarme amable, observé:

—¡No debe de ser pequeña esa hacienda, si le basta para vivir!

Giovanni gritó al instante:

—Pero ¿qué dices? —El estallido de su voz recordaba a sus mejores tiempos, pero es cierto que, si no hubiera gritado tanto, el señor Francesco no habría advertido mi observación.

Así, en cambio, empalideció y dijo:

—Espero que Guido no deje de pagarme los intereses de mi capital.

Giovanni, sin dejar de gritar, intentó tranquilizarlo:

—¡Más que los intereses! ¡Hasta el doble, si lo necesita! ¿Acaso no es su hijo?

Sin embargo, el señor Francesco no pareció del todo tranquilo y esperaba de mí precisamente unas palabras que lo tranquilizasen. Se las ofrecí al instante y con profusión, porque ahora el viejo oía menos que antes.

Después continuó la conversación entre los dos hombres de negocios, pero yo me guardé de volver a intervenir. Giovanni me miraba de vez en cuando por encima de las gafas para vigilarme y su pesada respiración parecía una amenaza. Después habló largo rato y en un momento dado me preguntó:

—¿No te parece?

Yo asentí con fervor.

Tanto más fervoroso debió de parecer mi asentimiento cuanto que todos mis actos resultaban más expresivos por la rabia que se iba apoderando de mí. ¿Qué estaba haciendo en aquel lugar, dejando pasar el tiempo útil para llevar a cabo mis buenos propósitos? ¡Me obligaban a dejar para otro día una acción tan útil para Augusta y para mí! Estaba preparando una excusa para marcharme, pero en ese momento el salón fue invadido por las mujeres acompañadas de Guido. Éste, justo después de la llegada de su padre, había regalado a su prometida un anillo magnífico. Nadie me miró ni me saludó, ni siquiera la pequeña Anna. Ada llevaba ya en el dedo la gema reluciente y, sin dejar de apoyar el brazo en el hombro de su prometido, se la enseñaba a su padre. Las mujeres miraban, también extasiadas.

Ni siquiera los anillos me interesaban. ¡Si ni siquiera llevaba puesto el mío de matrimonio porque me impedía la circulación de la sangre! Sin despedirme, atravesé la puerta del salón, me dirigí a la puerta de la calle y me dispuse a salir. Pero Augusta advirtió mi fuga y me alcanzó a tiempo. Me asombró su aspecto alterado. Tenía los labios pálidos como el día de nuestra boda, poco antes de que nos dirigiéramos a la iglesia. Le dije que tenía que hacer un recado urgente. Después, al recordar que pocos días antes, por un capricho, había comprado unas gafas muy ligeras de miope que no me había probado después de haberlas metido en el bolsillo del chaleco, donde las sentía, dije que tenía una cita con el oculista para que me examinara la vista, que desde hacía un tiempo me parecía debilitada. Respondió que podía irme en seguida, pero que me rogaba me despidiera primero del padre de Guido. Me encogí de hombros con impaciencia, pero la complací.

Volví a entrar en el salón y todos me saludaron corteses. En cuanto a mí, seguro de que ahora me echaban, tuve incluso un momento de buen humor. El padre de Guido, que con tanta familia se confundía, me preguntó:

—¿Volveremos a vernos antes de mi marcha para Buenos Aires?

—¡Oh! —dije yo—. ¡Cada vez que venga a esta casa, probablemente me encontrará!

Todos se rieron y yo me fui triunfal y acompañado incluso de un saludo bastante alegre de parte de Augusta. Me iba con tanta formalidad, tras haber correspondido a todos los trámites legales, que podía caminar seguro. Pero había otro motivo que me liberaba de las dudas que hasta aquel momento me habían contenido: me iba corriendo de la casa de mi suegro para alejarme de ella lo más posible, es decir, hasta la de Carla. En esa casa y no por la primera vez (así me parecía) sospechaban que yo conspiraba, vil, contra los intereses de Guido. Inocente y por completo distraído, yo había hablado de esa hacienda que se encontraba en Argentina, y al instante Giovanni había interpretado mis palabras como si las hubiera meditado para perjudicar a Guido en relación con su padre. Con Guido me habría resultado fácil explicarme, si hubiera sido necesario: con Giovanni y los demás, que me creían capaz de semejantes maquinaciones, bastaba la venganza. No es que yo me hubiera propuesto correr a traicionar a Augusta. Sin embargo, hacía lo que deseaba a la luz del sol. Una visita a Carla no significaba entonces nada malo y si me hubiera tropezado otra vez con mi suegra por ese barrio y si ella me hubiese preguntado qué había ido a hacer allí, le habría respondido al instante:

—Hombre, pues, ¡voy a casa de Carla! —Por eso, aquélla fue la única vez que fui a casa de Carla sin recordar a Augusta. ¡Hasta tal punto me había ofendido la actitud de mi suegro!

En el rellano no oí resonar la voz de Carla. Por un instante sentí terror: ¿habría salido? Llamé y al instante entré antes de que me dieran permiso. Carla estaba, pero con ella se encontraba su madre. Cosían juntas en una asociación que puede ser frecuente pero que yo no había visto nunca. Trabajaban las dos en una misma sábana grande, en los extremos, muy alejadas una de otra. Mira por dónde, había corrido a casa de Carla y me la encontraba acompañada de su madre. Era algo muy distinto. No podía poner en práctica ni los propósitos buenos ni los malos. Todo seguía en suspenso.

Carla, muy colorada, se puso en pie, mientras la vieja se quitaba despacio las gafas, que guardó en un estuche. Por mi parte, me pareció que podía estar indignado por otra razón que la de verme imposibilitado de decir al instante lo que sentía. ¿No eran ésas las horas que Copler había destinado al estudio? Saludé, cortés, a la anciana señora y me resultó difícil incluso ese acto de cortesía. Saludé también a Carla, casi sin mirarla. Le dije:

—He venido a ver si podemos sacar de este libro —y señalé el García, que se encontraba sin tocar en la mesa, tal como lo habíamos dejado— alguna otra cosa útil.

Me senté en el sitio que había ocupado el día anterior y en seguida abrí el libro. Al principio, Carla intentó sonreírme, pero, en vista de que no correspondí a su amabilidad, se sentó con solícita obediencia junto a mí, para mirar. Vacilaba; no comprendía. Yo la miré y vi que en su cara se dibujaba algo que podía significar desdén y obstinación. Me imaginé que así acogía los reproches de Copler. Sólo que aún no estaba segura de que mis reproches fueran como los de éste, porque —como me dijo más adelante— recordaba que el día anterior yo la había besado y, por eso, creía poder estar tranquila par siempre respecto a mi ira. Por esa razón estaba aún lista para convertir dicho desdén en una sonrisa amable. Debo decir aquí, porque después no tendré ocasión, que esa confianza suya en haberme domesticado definitivamente con aquel único beso que me había concedido me desagradó sobremanera: una mujer que piensa así es muy peligrosa.

Pero en aquel momento mi estado de ánimo era exacto al de Copler, cargado de reproches y de resentimiento. Me puse a leer en voz alta precisamente la parte que ya habíamos leído el día anterior y que yo mismo había criticado con tanta pedantería, sin añadir nuevos comentarios y recalcando algunas palabras que me parecían más significativas.

Con voz algo trémula, Carla me interrumpió:

—¡Me parece que eso ya lo hemos leído!

Así me vi, al fin, obligado a decir unas palabras mías. También las palabras propias pueden aportar un poco de salud. Las mías no sólo fueron más suaves que mi ánimo y mi comportamiento, sino que, además, me devolvieron la sociabilidad:

—Mire, señorita —y al instante acompañé el apelativo afectuoso con una sonrisa que también podía ser de amante—, me gustaría volver a ver esta parte antes de continuar. Tal vez ayer la juzgamos un poco precipitadamente, y hace poco un amigo mío me advirtió que, para entender lo que dice García, hay que estudiarlo todo.

Por último, sentí también la necesidad de tener una cortesía para con la pobre señora anciana, quien seguro que en su vida, por poco afortunada que hubiera sido, se había encontrado en semejante aprieto. Le dirigí también una sonrisa, que me costó más trabajo que la dedicada a Carla, y le dije:

—No es algo demasiado divertido, pero incluso quien no se dedique al canto puede escucharlo con provecho.

Seguí leyendo obstinado. Desde luego, Carla se encontraba mejor, y por sus carnosos labios erraba algo que se parecía a una sonrisa. En cambio, la anciana seguía pareciendo un pobre animal atrapado y permanecía en aquella habitación sólo porque su timidez le impedía encontrar el modo de marcharse. Además, por nada del mundo habría manifestado yo mi deseo de expulsarla. Habría sido algo grave y comprometedor.

Carla fue más decidida: con mucho respeto me rogó que suspendiera por un momento la lectura y, dirigiéndose a su madre, le dijo que podía marcharse y que por la tarde continuarían con el trabajo de esa sábana.

La señora se me acercó cavilando sobre si tenderme la mano o no. Yo se la estreché afectuoso y le dije:

—Comprendo que esta lectura no es demasiado divertida.

Parecía deplorar que nos dejase. La señora se marchó después de haber dejado sobre una silla la sábana que hasta entonces había tenido sobre el regazo. Después Carla la siguió por un instante hasta el rellano para decirle algo, mientras yo me deshacía en deseo de tenerla por fin a mi lado. Volvió a entrar, cerró tras sí la puerta y, al volver a su sitio, tenía de nuevo en torno a la boca una rigidez que recordaba a la obstinación en un rostro infantil. Dijo:

—Todos los días a esta hora estudio. ¡Precisamente ahora tenía que surgir ese trabajo urgente!

—Pero ¿no ve que no me importa nada su canto? —grité y la abordé con un abrazo violento que me condujo a besarla primero en la boca y un instante después en el punto exacto en que la había besado el día anterior.

¡Qué curioso! Se echó a llorar y se apartó de mí. Dijo entre sollozos que había sufrido demasiado al verme entrar de aquel modo. Lloraba por la acostumbrada compasión de sí mismo que asalta a quien ve compadecido su dolor. Las lágrimas no expresan el dolor, sino su historia. Se llora cuando se grita por una injusticia. En efecto, era injusto obligar a estudiar a aquella bella muchacha pudiendo besarla.

En resumen, que las cosas iban peor de lo que me había imaginado. Tuve que explicarme y, para abreviar, no me tomé el tiempo necesario para inventar y conté la verdad exacta. Le hablé de mi impaciencia por verla y besarla. Me había propuesto en seguida ir a visitarla; incluso había pasado la noche pensando en eso. Por supuesto, no le dije lo que me proponía hacer al ir a su casa, pero eso era poco importante. Era cierto que cuando había querido ir a verla para decirle que quería abandonarla para siempre y cuando había acudido para estrecharla en mis brazos había sentido la misma impaciencia dolorosa. Después le conté lo que había sucedido por la mañana y que mi mujer me había obligado a salir con ella y me había llevado a casa de mi suegro, donde había quedado inmovilizado oyendo hablar de asuntos que no me atañían. Por último, con grandes esfuerzos consigo librarme, recorro el largo camino a la carrera y… ¿qué me encuentro? ¡La habitación atestada con aquella sábana!

Carla rompió a reír porque comprendió que yo no me parecía en nada a Copler. La risa en su bella cara parecía el arco iris y volví a besarla. No respondía a mis caricias, pero las soportaba sumisa, actitud que adoro tal vez porque amo al sexo débil en proporción directa a su debilidad. Por primera vez me contó que había sabido por Copler que yo amaba mucho a mi mujer:

—Por eso —añadió y vi pasar por su bella cara la sombra de un propósito serio—, entre nosotros dos sólo puede haber una buena amistad y nada más. Yo no creí demasiado en ese propósito tan prudente porque la misma boca que lo expresaba no podía siquiera substraerse a mis besos.

Carla habló por extenso. Evidentemente, quería despertar mi compasión. Recuerdo todo lo que me dijo y que no sólo creí, cuando ella desapareció de mi vida. Mientras la tuve a mi lado, siempre la temí como mujer que tarde o temprano aprovecharía su ascendiente sobre mí para arruinarme a mí y a mi familia. No la creí cuando me aseguró que no pedía otra cosa que tener seguridad respecto a su vida y a la de su madre. Ahora sé con certeza que nunca tuvo el propósito de conseguir de mí más de lo que necesitaba, y, cuando pienso en ella, enrojezco del vergüenza por haberla entendido y amado tan mal. Ella, la pobre, no obtuvo nada de mí. Yo le habría dado todo, porque soy de los que pagan sus deudas. Pero esperaba que me lo pidiese.

Me contó el estado de desesperación en que se había encontrado a la muerte de su padre. Durante meses y meses ella y la anciana se habían visto obligadas a trabajar día y noche en unos bordados que les encargaba un comerciante. Creía, ingenua, que la ayuda había de venir de la providencia divina, hasta el punto de haber pasado a veces horas enteras a la ventana mirando a la calle, de donde tenía que llegar. En cambio, llegó Copler. Ahora se declaraba contenta de su estado, pero ella y su madre pasaban las noches inquietas porque la ayuda que recibían era muy precaria. ¿Y si un día resultaba que no tenía ni voz ni talento para cantar? Copler las abandonaría. Además, éste hablaba de presentarla en un teatro de allí a pocos meses. ¿Y si fuera un auténtico fracaso?

Con el mismo esfuerzo por despertar mi compasión, me contó que la desgracia financiera de su familia había destrozado un sueño de amor suyo: su prometido la había dejado.

Yo seguía lejano de la compasión. Le dije:

—¿Ese prometido suyo la besaba mucho? ¿Como hago yo?

Se rió porque la impedía hablar. Así vi a un hombre ante mí que me señalaba el camino.

Hacía mucho rato que había pasado la hora en que debería encontrarme en casa almorzando. Me habría gustado irme. Por ese día era suficiente. Me sentía muy alejado de aquel remordimiento que me había mantenido despierto durante la noche, y la inquietud que me había impelido hasta la casa de Carla había desaparecido del todo. Pero no estaba tranquilo. Tal vez sea mi destino no estarlo nunca. No tenía remordimientos porque Carla me había prometido todos los besos que quisiera en nombre de una amistad que no podía ofender a Augusta. Me pareció descubrir la razón del descontento que, como de costumbre, hacía correr vagos dolores por todo mi organismo. ¡Carla no me veía como era! ¡Carla podía despreciarme al verme tan deseoso de sus besos, cuando, en realidad, yo amaba a Augusta! ¡Aquella misma Carla que daba muestras de estimarme tanto porque tanto me necesitaba!

Decidí conquistarme su estima y dije palabras que iban a dolerme como el recuerdo de un crimen vil, como una traición cometida por libre elección, sin necesidad y sin beneficio alguno.

Estaba casi en la puerta y con expresión de persona serena que se confiesa de mala gana, dije a Carla:

—Copler le ha hablado del afecto que siento por mi mujer. Es cierto: estimo mucho a mi mujer.

Después le conté con pelos y señales la historia de mi matrimonio: que me había enamorado de la hermana mayor de Augusta, quien no había querido saber nada de mí por estar enamorada de otro, después había intentado casarme con otra de sus hermanas, que también me rechazó, y, al final, me había resignado a casarme con ella.

Carla creyó al instante en la exactitud de ese relato. Después supe que Copler se había enterado de algunos detalles en mi casa y le había contado algunos no del todo ciertos, pero casi, que ahora yo había rectificado y confirmado.

—¿Es bella su esposa? —preguntó pensativa.

—Depende de los gustos —dije yo.

Había algún centro inhibitorio que aún actuaba en mí. Había dicho que estimaba a mi mujer, pero en absoluto había dicho que la amase. No había dicho que me gustara, pero tampoco que no pudiera gustarme. En aquel momento me parecía ser muy sincero; ahora sé que con aquellas palabras traicioné a las dos mujeres y todo el amor, el mío y el suyo.

A decir verdad, aún no estaba tranquilo; así, pues, todavía faltaba algo. Recordé el sobre de los buenos propósitos y se lo ofrecí a Carla. Lo abrió y me lo devolvió diciendo que pocos días antes Copler le había llevado la mensualidad y que de momento no necesitaba dinero. Mi inquietud aumentó por una antigua idea que yo tenía de que las mujeres de verdad peligrosas no aceptan poco dinero. Advirtió mi malestar y con deliciosa ingenuidad, que sólo ahora que escribo aprecio, me pidió unas pocas coronas para comprar unos platos que se les habían roto. Pero después sucedió una cosa que dejó una señal indeleble en mi memoria. En el momento de irme la besé, pero esa vez respondió a mi beso con toda intensidad. Mi veneno había hecho efecto. Dijo con toda ingenuidad:

—Yo lo quiero porque usted es tan bueno, que ni siquiera la riqueza ha podido estropearlo. Después añadió maliciosa:

—Ahora sé que no hay que hacerle esperar y que, aparte de ese peligro, no hay otro con usted. En el rellano me preguntó también: —¿Podré enviar a freír espárragos al maestro de canto junto con Copler?

Al tiempo que bajaba veloz las escaleras le dije:

—¡Ya veremos!

Así, pues, algo quedaba aún en suspenso en nuestras relaciones; todo lo demás había quedado claro.

Sentí tal malestar en relación con ello, que, cuando salí al aire libre, me dirigí indeciso en sentido opuesto al de mi casa. Casi habría deseado regresar al instante a casa de Carla para explicarle otra cosa: mi amor por Augusta. Podía hacerlo, porque no había dicho que no la amara. Sólo había olvidado decirle, como conclusión a la vaga historia que había contado, que ahora amaba de verdad a Augusta. Por su parte, Carla había sacado la conclusión de que no la amaba y, por eso, había correspondido con tanto fervor a mi beso y lo había subrayado con una declaración de amor. Me parecía que, si no se hubiera dado ese episodio, yo habría podido soportar más fácilmente la mirada confiada de Augusta. ¡Y pensar que poco antes me había alegrado al enterarme de que Carla sabía de mi amor por mi esposa y que así, por decisión suya, la aventura que había buscado me venía ofrecida en forma de una amistad sazonada con besos!

En el jardín público me senté en un banco y con el bastón escribí distraído en la arena la fecha de aquel día. Después me reí con amargura: sabía que aquélla no era la fecha que señalaría el final de mis traiciones. Al contrario, se iniciaban aquel día. ¿Dónde podría encontrar la fuerza para no regresar a casa de aquella mujer tan deseable, que me esperaba? Además, ya había contraído compromisos, compromisos de honor. Había conseguido besos y no había podido dar otra cosa a cambio que el valor de unos platos de loza. Lo que ahora me ligaba a Carla era una cuenta sin saldar precisamente.

El almuerzo fue triste. Augusta no había pedido explicaciones por mi retraso y yo no se las di. Temía traicionarme, tanto más cuanto que en el breve recorrido del jardín a casa me había entretenido con la idea de contarle todo y, por esa razón, la historia de mi traición podía ir impresa en mi cara de honradez. Ese habría sido el único medio de salvarme. Al contarle todo, me habría colocado bajo su protección y bajo su vigilancia. Habría sido un acto de tal decisión, que de buena fe habría podido escribir la fecha de aquel día como disposición hacia la honradez y la salud.

Hablamos de muchas cosas sin importancia. Intenté parecer alegre, pero ni siquiera pude intentar mostrarme afectuoso. A ella le faltaba el aliento; desde luego, esperaba una explicación que no llegó.

Después se fue a continuar su tremenda tarea de guardar la ropa de invierno en armarios especiales. Por la tarde la vi muchas veces absorta en su trabajo allí, en el fondo del largo pasillo, ayudada por la criada. Su profundo dolor no interrumpía su sana actividad.

Pasé inquieto muchas veces de mi alcoba al cuarto de baño. Me habría gustado llamar a Augusta y decirle al menos que la amaba, porque a ella —¡pobre inocente!— eso le habría bastado. Pero, en cambio, seguí meditando y fumando.

Como es natural, pasé por varias fases. Hubo un momento incluso en que el acceso de virtud se vio interrumpido por una viva impaciencia de ver llegar el día siguiente para poder correr a casa de Carla. Puede que ese deseo hubiera estado inspirado por algún buen propósito. En el fondo, la gran dificultad consistía en poder así, solo, entregarse al deber. No había ni que pensar en la confesión que me habría valido la colaboración de mi mujer; así, pues, quedaba Carla, sobre cuya boca podría jurar con un último beso. ¿Quién era Carla? ¡Ni siquiera el chantaje era el máximo peligro que con ella corría! El día siguiente sería mi amante: ¡quién sabe lo que seguiría después! Yo sólo la conocía por lo que me había dicho de ella ese imbécil de Copler, y, a partir de informaciones procedentes de éste, un hombre más avisado que yo, como, por ejemplo, Olivi, no habría siquiera aceptado concluir un trato comercial.

Toda la hermosa y sana actividad de Augusta por mi casa estaba desaprovechada. La drástica cura del matrimonio que había emprendido en mi afanosa búsqueda de la salud había fracasado. Seguía más enfermo que nunca y casado, para mi mal y el de los demás.

Más adelante, cuando fui en efecto el amante de Carla, al rememorar aquella triste tarde, no logré entender por qué antes de comprometerme más no me había detenido con un propósito viril. Había lamentado tanto mi traición antes de cometerla, que era como para pensar que sería fácil de evitar. Pero del juicio de después siempre se puede reír y también del de antes, porque no sirve. En aquellas horas angustiosas quedó marcada con mayúsculas en la letra C de mi vocabulario la fecha de aquel día con la anotación: «última traición». Pero la primera traición efectiva, que obligaba a traiciones posteriores, siguió el propio día siguiente.

Ya tarde, no sabiendo qué hacer, me di un baño. Sentía suciedad en mi cuerpo y quería lavarme. Pero cuando estuve en el agua pensé: «Para limpiarme debería ser capaz de disolverme del todo en esta agua». Después me vestí, tan carente de voluntad, que ni siquiera me sequé con cuidado. El día se fue y yo me quedé en la ventana mirando las nuevas hojas verdes de los árboles de mi jardín. Me dieron escalofríos y con cierta satisfacción pensé que serían de fiebre. No deseaba la muerte, sino la enfermedad, una enfermedad que me sirviera de pretexto para hacer lo que quería o que me lo impidiese.

Tras haber vacilado por tanto tiempo, Augusta vino a buscarme. Al verla tan dulce y carente de rencor, me aumentaron los escalofríos hasta hacerme castañetear los dientes. Ella, espantada, me obligó a meterme en la cama. Seguía castañeteando los dientes de frío, pero ya sabía que no tenía fiebre y le impedí llamar al médico. Le rogué que apagara la lámpara, se sentase a mi lado y no hablara. No sé cuánto tiempo permanecimos así: recuperé el calor necesario y también algo de confianza. Sin embargo, tenía la cabeza tan ofuscada, que cuando ella volvió a hablar de llamar al médico, le dije que sabía la razón de mi malestar y que se lo diría más adelante. Volvía al propósito de confesar. No me quedaba abierto otro camino para librarme de tamaña opresión.

Permanecimos así, mudos, durante algún tiempo más. Después advertí que Augusta se había levantado de su sillón y se me acercaba. Tuve miedo: tal vez hubiera adivinado todo. Me cogió la mano, la acarició, después, apoyó suave su mano en mi cabeza para sentir si ardía y al final me dijo:

—¡Debías haberlo supuesto! ¿Por qué esta sorpresa dolorosa?

Me asombré de aquellas extrañas palabras y, al mismo tiempo, de que pasaran a través de un sollozo sofocado. Era evidente que no aludía a mi aventura. ¿Cómo habría podido yo prever que ésa era mi forma de ser? Con cierta rudeza le pregunté:

—Pero ¿qué quieres decir? ¿Qué debía prever? Murmuró confusa:

—La llegada del padre de Guido para la boda de Ada…

Por fin comprendí: creía que yo sufría por la inminencia del matrimonio de Ada. Me pareció que me ofendía de verdad: yo no era culpable de semejante delito. Me sentí puro e inocente como un recién nacido y liberado de repente de toda opresión. Salté de la cama:

—¿Tú crees que sufro por el matrimonio de Ada? ¡Estás loca! Desde que me casé, no he vuelto a pensar en ella. ¡Ni siquiera recordaba que había llegado hoy el señor Cada!

La besé y abracé presa del deseo y en mi tono de voz había tal sinceridad, que ella se avergonzó de su sospecha.

Las nubes desaparecieron también de su ingenuo rostro, en seguida nos fuimos a cenar, los dos con mucho apetito. En esa misma mesa, donde habíamos sufrido tanto pocas horas antes, estábamos sentados ahora como dos buenos compañeros de vacaciones. Ella me recordó que había prometido decirle la razón de mi malestar. Fingí una enfermedad, la que debía darme la facultad de hacer sin culpa todo lo que me placía. Le conté que ya en compañía de los dos señores ancianos, por la mañana, había sentido un profundo desánimo. Después había ido a recoger las gafas que el oculista me había prescrito. Tal vez esa señal de vejez me hubiera desalentado en gran medida. Y había caminado por las calles de la ciudad horas y horas. Le conté también algo sobre las imaginaciones que tanto me habían hecho sufrir y recuerdo que hasta contenían un esbozo de confesión. No sé en qué relación con la enfermedad imaginaria, hablé también de nuestra sangre, que gira y gira, nos mantiene erguidos, dispuestos para el pensamiento y la acción y, por tanto, para la culpa y el remordimiento. Ella no comprendió que se trataba de Carla, pero a mí me pareció haberlo dicho.

Después de la cena, me puse las gafas y fingí largo rato leer el periódico, pero aquellos cristales me nublaban la vista. Eso me produjo un aumento de mi turbación alegre como por efecto del alcohol. Dije que no podía entender lo que leía. Seguía haciéndome el enfermo.

Pasé la noche casi en vela. Esperaba el abrazo de Carla presa del mayor deseo. La deseaba a ella, a la muchacha de las pobladas trenzas fuera de sitio y la voz tan musical, cuando no se le imponían las notas. También la volvía deseable todo lo que por ella había sufrido yo. Me acompañó toda la noche un propósito férreo. Sería sincero con Carla antes de hacerla mía y le diría toda la verdad sobre mis relaciones con Augusta. En mi soledad me eché a reír: era muy original ir a la conquista de una mujer con la declaración de amor por otra en los labios. ¡Tal vez Carla volviera a su pasividad! Bueno, ¿y qué? Por el momento, ninguna acción suya habría podido disminuir el mérito de su sumisión, de la que me parecía poder estar seguro.

La mañana siguiente, mientras me vestía, murmuraba las palabras que iba a decirle. Antes de ser mía, Carla debía saber que Augusta con su carácter y también con su salud (habría necesitado muchas palabras para explicar lo que entendía por salud, lo que habría servido también para educar a Carla) había sabido conquistar mi respeto, pero también mi amor.

Mientras tomaba el café, estaba tan absorto preparando un discurso tan elaborado, que Augusta no recibió de mí otra señal de efecto que un ligero beso antes de salir. Pero ¡si era del todo suyo! Iba a casa de Carla para volver a encender mi pasión por ella.

Apenas entré en el estudio de Carla, sentí tal alivio al encontrarla sola y dispuesta, que al instante la atraje hacia mí y la abracé apasionado. Me espantó la energía con que me rechazó. ¡Auténtica violencia! Ella no quería saber nada de eso y yo me quedé boquiabierto en medio de la habitación, dolorosamente desilusionado.

Pero Carla, que se recobró en seguida, murmuró:

—¿No ve que la puerta se ha quedado abierta y alguien está bajando las escaleras?

Adopté el aspecto de un visitante ceremonioso hasta que el inoportuno pasó. Después cerramos la puerta. Ella palideció al ver que yo cerraba con llave. Así todo estaba claro. Poco después murmuró entre mis brazos con voz ahogada:

—¿Lo quieres? ¿De verdad lo quieres? Me había hablado de tú, y eso fue decisivo. Yo respondí al instante:

—Pero ¡si no deseo otra cosa! Había olvidado que antes me habría gustado aclarar algo.

Inmediatamente después me habría gustado empezar a hablar de mis relaciones con Augusta, por haberlo olvidado antes. Pero de momento era difícil. Hablar con Carla de otras cosas en aquel momento habría sido como disminuir la importancia de su entrega. Hasta el hombre más insensible sabe que no se puede hacer una cosa así, aun cuando todos sepamos que no hay comparación entre la importancia de la entrega antes e inmediatamente después de que se produzca. Sería una gran ofensa para una mujer, que abriese los brazos por primera vez, oír que le decían: «Antes que nada debo aclarar esas palabras que te dije ayer…» ¡Cómo que ayer! Todo lo sucedido el día anterior debe parecer indigno de ser citado y si un caballero no lo siente así, tanto peor para él: debe procurar que nadie lo advierta. Es cierto que yo era ese caballero que no lo sentía así, porque al simular me equivoqué de modo distinto a como lo habría hecho sinceramente. Le pregunté:

—¿Cómo es que te has entregado a mí? ¿Cómo he merecido algo así?

¿Quería mostrarme agradecido o reprochárselo? Probablemente fuera un simple intento de iniciar explicaciones.

Ella, un poco asombrada, miró hacia arriba para ver mi expresión.

—A mí me parece que me has tomado tú —dijo, y sonrió afectuosa para probarme que no tenía intención de hacerme reproches.

Recordé que las mujeres exigen que se diga que las han tomado. Después ella misma se dio cuenta de haberse equivocado, pues las cosas se toman y las personas se entregan, y murmuró:

—¡Yo te esperaba! Eras el caballero que debía venir a liberarme. Desde luego, es malo que estés casado, pero, en vista de que no amas a tu mujer, al menos sé que mi felicidad no destruye la de otra persona.

El dolor en el costado me atacó con tal intensidad, que tuve que dejar de abrazarla. Así, pues, ¿no había exagerado la importancia de mis palabras imprudentes? ¿Había sido precisamente mi mentira lo que había inducido a Carla a entregarse a mí? Mira por dónde, si ahora le hablaba de mi amor por Augusta, ¡Carla habría tenido derecho a reprocharme nada menos que una trampa! De momento no era posible rectificar ni explicar. Pero más adelante habría oportunidad de explicarse y aclarar. En espera de que se presentase, mira por dónde, se formaba un nuevo lazo entre Carla y yo.

Allí, junto a Carla, renació por completo mi pasión por Augusta. Ahora sólo tenía un deseo: correr junto a mi mujer auténtica, sólo para verla absorta en su trabajo de hormiga constante, mientras ponía a salvo nuestras cosas en una atmósfera de alcanfor y naftalina.

Pero cumplí con mi deber, que fue gravísimo a causa de un episodio que me turbó mucho al principio porque me pareció otra amenaza de la esfinge con la que me enfrentaba. Carla me contó que nada más marcharme el día anterior había llegado el maestro de canto y ella lo había puesto en la puerta sencillamente.

No pude ocultar un gesto de contrariedad. ¡Era lo mismo que avisar a Copler de nuestra aventura amorosa!

—¿Qué va a decir Copler? —exclamé.

Ella se echó a reír y se refugió —esa vez por iniciativa propia— entre mis brazos:

—¿No habíamos dicho que lo echaríamos a él también?

Era mona, pero ya no podía conquistarme. También yo encontré en seguida una actitud adecuada, la de pedagogo, porque me daba también la posibilidad de desahogar el rencor que había en el fondo de mi alma hacia la mujer que no me permitía hablar de mi mujer como rae habría gustado. Le dije que en este mundo había que trabajar, porque, como ya debía de saber, era un mundo perverso, donde sólo los fuertes sobrevivían. ¿Y si yo me muriera? ¿Qué sería de ella? Yo había hablado de la posibilidad de mi abandono de tal modo, que no pudiera ofenderse, pero, en realidad, se sintió conmovida. Después, con la evidente intención de humillarla, le dije que con mi mujer bastaba que yo manifestara un deseo para verme complacido al instante.

—¡Muy bien! —dijo, resignada—. ¡Mandaremos decir al maestro que vuelva!

Después intentó comunicarme su antipatía hacia el maestro. Todos los días tenía que soportar la compañía de aquel viejo odioso que la hacía repetir infinitas veces los mismos ejercicios que no servían para nada, pero es que para nada. Los únicos días agradables que recordaba eran aquellos en que el maestro había estado enfermo. Había concebido incluso la esperanza de que se muriera, pero no tenía suerte.

Llegó incluso a volverse violenta de desesperación. Repitió, con mayor fuerza, su lamento por no tener suerte: era desgraciada, desgraciada sin remedio. Cuando recordaba que me había amado en seguida porque le había parecido ver en mis acciones, en mis palabras, en mis ojos, una promesa de vida menos dura, menos sometida, menos aburrida, no podía contener las lágrimas.

Así conocí en seguida sus sollozos, que me fastidiaron; eran tan violentos, que agitaban su débil organismo. Me parecía sufrir un brusco asalto a mi bolsillo y a mi vida. Le pregunté:

—Pero ¿crees tú que mi mujer está cruzada de brazos? Mientras ahora hablamos tú y yo, se está destrozando los pulmones con alcanfor y naftalina.

Carla dijo sollozando:

—Los enseres de la casa, los vestidos… ¡feliz ella!

Pensé irritado que quería que yo corriera a comprarle todas esas cosas, sólo para proporcionarle su ocupación preferida. No di muestras de ira, gracias al cielo, y obedecí a la voz del deber que gritaba: «¡acaricia a la muchacha que se te ha entregado!». La acaricié. Le pasé la mano con suavidad por los cabellos. El resultado fue que sus sollozos se calmaron y sus lágrimas fluyeron abundantes y sin retención, como la lluvia que sigue a un temporal.

—Tú eres mi primer amante —dijo—, ¡y espero que sigas amándome!

Esa expresión, «primer amante», que preparaba el lugar para un segundo, no me conmovió demasiado. Era una declaración que llegaba tarde porque hacía por lo menos media hora que habíamos abandonado ese tema. Y, además, era una nueva amenaza. Una mujer cree tener todos los derechos para con su primer amante. Le murmuré al oído con dulzura:

—También tú eres mi primer amante… desde que me casé.

La dulzura de la voz disfrazaba el intento de equilibrar las dos partidas.

Poco después la dejé porque por nada del mundo quena llegar tarde al almuerzo. Antes de marcharme volví a sacar del bolsillo el sobre que yo llamaba de los buenos propósitos, porque era consecuencia de un buen propósito. Sentía la necesidad de pagar para sentirme más libre. Carla rechazó de nuevo con dulzura ese dinero y yo entonces me enfurecí, pero supe contenerme y no manifesté mi furia, salvo gritando palabras dulcísimas. Gritaba para no pegarle, pero nadie habría podido advertirlo. Dije que había colmado mis deseos poseyéndola y que ahora quería tener la sensación de poseerla aún más manteniéndola del todo. Por eso, debía procurar no enojarme, porque me hacía sufrir demasiado. Con el deseo de marcharme en seguida, resumí en pocas palabras mi visión que —gritada así— pareció muy brusca.

—Eres mi amante, ¿no? Pues entonces tu manutención me incumbe a mí.

Ella, espantada, abandonó la resistencia y cogió el sobre, al tiempo que me miraba ansiosa para intentar saber cuál era la verdad: mi grito de odio o las palabras de amor que le concedían todo lo que había deseado. Se tranquilizó un poco, cuando, antes de marcharme, le rocé la frente con los labios. En la escalera me asaltó la duda: ahora que disponía de ese dinero y me había oído decir que me encargaba de su porvenir, ¿no pondría en la puerta también a Copler, en caso de que éste fuera á visitarla por la tarde? Me dieron ganas de volver a subir aquellas escaleras para exhortarla a no comprometerme con una acción así. Pero no había tiempo y tuve que salir corriendo.

Temo que el doctor que leerá este manuscrito mío vaya a pensar que también Carla habría sido un sujeto interesante para el psicoanálisis. Le parecerá que esa entrega, precedida del despido del maestro de canto, fue demasiado rápida. También a mí me parecía que, como premio a su amor, había esperado demasiadas concesiones de mí. Fueron necesarios muchos, pero que muchos, meses para que yo entendiera mejor a la pobre muchacha. Probablemente se hubiera dejado tomar para liberarse de la inquietante tutela de Copler y debió de ser una sorpresa muy dolorosa comprender que se había entregado en vano, porque volvían a exigirle precisamente lo que tanto le costaba, es decir, el canto. Aún se encontraba entre mis brazos y se enteraba de que debía seguir cantando. Eso explicaba la ira y el dolor, que no encontraban la expresión adecuada. Así, por razones diferentes dijimos los dos palabras extrañísimas. Cuando me amó, recuperó toda la naturalidad que el cálculo le había quitado. Yo nunca tuve naturalidad con ella.

Al marcharme apresurado, pensé también: «Si supiera cuánto amo a mi mujer, se comportaría de otro modo». Cuando lo supo, se comportó de otro modo, en efecto.

Al aire libre respiré la libertad y no sentí el dolor de haberla comprometido. Hasta el día siguiente había tiempo y tal vez encontraría una protección contra las dificultades que me amenazaban. Mientras corría hacia casa, tuve incluso el valor de irritarme con el orden social, como si hubiera tenido la culpa de mis faltas. Me parecía que debía ser tal, que permitiera de vez en cuando (no siempre) hacer el amor, sin tener que temer las consecuencias, hasta con las mujeres a las que no se ama. No había ni rastro de remordimiento en mí. Por eso, creo que el remordimiento no nace del pesar por una mala acción ya cometida, sino de ver la disposición culpable propia. La parte superior del cuerpo se inclina a mirar y juzgar a la otra parte y la encuentra deforme. Siente horror y eso se llama remordimiento. Tampoco en la tragedia antigua regresaba la víctima con vida y, sin embargo, el remordimiento pasaba. Eso significaba que la deformidad quedaba curada y que el llanto ajeno ya no tenía la menor importancia. ¿Cómo iba a haber sitio en mí para el remordimiento, si corría con tanta alegría y afecto a encontrarme de nuevo con mi legítima esposa? Hacía mucho tiempo que no me sentía tan puro.

En el almuerzo, sin esfuerzo alguno, estuve alegre y afectuoso con Augusta. Ese día no hubo ninguna nota disonante entre nosotros. Nada excesivo: yo era como debía ser con la mujer honrada y mía con seguridad. Otras veces hubo excesos de afectuosidad por mi parte, pero sólo cuando en mi ánimo se libraba una batalla entre las dos mujeres y con las manifestaciones de afecto exageradas me resultaba más fácil ocultar a Augusta que entre nosotros existía la sombra, de momento bastante imponente, de otra mujer. Puedo decir incluso que por esa razón Augusta me prefería cuando no era suyo total y sinceramente.

Yo mismo estaba un poco asombrado de mi calma y la atribuía a haber conseguido que Carla aceptara aquel sobre de los buenos propósitos. No es que creyera haber saldado una indulgencia, pero me parecía haber empezado a pagarla. Por desgracia, durante toda mi relación con Carla, el dinero siguió siendo mi preocupación principal. En cualquier ocasión guardaba dinero en un lugar bien oculto de mi biblioteca, a fin de estar preparado para hacer frente a cualquier exigencia de la amante a la que tanto temía. Así, ese dinero, cuando Carla me abandonó y me lo dejó, sirvió para pagar algo muy distinto.

Por la noche teníamos que ir a una cena en casa de mi suegro, a la que sólo estaban invitados los miembros de la familia y que debía sustituir al tradicional banquete, preludio de la boda que iba a celebrarse dos días después. Guido quería aprovechar la mejoría, que, según pensaba, no iba a durar, para casarse.

Fui con Augusta por la tarde temprano a casa de mi suegro. Por el camino le recordé que el día antes ella había sospechado que yo sufría aún por esa boda. Se avergonzó de su sospecha y yo hablé por extenso de esa inocencia mía. Pero ¡si había vuelto a casa sin recordar siquiera que esa misma noche se celebraba la solemnidad que debía preparar la boda!

Aunque no había otros invitados que los miembros de la familia, los viejos Malfenti querían que el banquete se preparara con solemnidad. Habían pedido a Alberta que ayudase a preparar la sala y la mesa. Alberta no quería ni oír hablar de eso. Poco tiempo antes había obtenido un premio en un concurso para lina comedia en un acto y se disponía, alegre, a reformar el teatro nacional. Así, que quedamos en torno a aquella mesa Augusta y yo, ayudados por una camarera y Luciano, un muchacho de la oficina de Giovanni, que demostraba tanto talento para el orden en casa como en la oficina.

Ayudé a transportar flores a la mesa y a distribuirlas con primor.

—¿Ves —dije en broma a Augusta— cómo contribuyo yo también a su felicidad? Si me pidiesen que les preparara también el lecho nupcial, ¡lo haría con el mismo aspecto sereno!

Después fuimos a reunimos con los prometidos que acababan de volver de una visita oficial. Se habían colocado en el rincón más recóndito del salón y supongo que hasta nuestra llegada habrían estado besuqueándose. La prometida no se había quitado siquiera el abrigo y estaba muy guapa, con los colores subidos por el calor.

Creo que los novios, para ocultar cualquier vestigio de los besos que se habían dado, quisieron darnos a entender que habían estado hablando de cosas científicas. Era una tontería, tal vez una inconveniencia incluso. ¿Querían alejarnos de su intimidad o creían que sus besos podían doler a alguien? Sin embargo, eso no me agrió el buen humor. Guido me había dicho que Ada no quería creer que ciertas avispas sabían paralizar con una picadura a otros insectos más fuertes incluso que ellas para mantenerlos así, paralizados, vivos y frescos, como alimento para su descendencia. Yo creía recordar que en la naturaleza existía algo así de monstruoso, pero en aquel momento no quise conceder una satisfacción a Guido.

—¿Me crees una avispa para dirigirte a mí? —le dije riendo.

Dejamos a los novios para permitirles ocuparse de cosas más alegres. Sin embargo, a mí me empezaba a parecer algo larga la tarde y me habría gustado ir a casa a esperar en mi estudio la hora de la cena.

En la antecámara nos encontramos al doctor Paoli, que salía de la alcoba de mi suegro. Era un médico joven, pero ya había sabido hacerse una buena clientela. Era muy rubio y blanco y rojo como un muchacho. Sin embargo, en su corpachón los ojos eran tan importantes, que daban un aspecto serio e imponente a toda su persona. Las gafas le hacían parecer mayor y su mirada se pegaba a las cosas como una caricia. Ahora que conozco bien tanto a él como al doctor S. —el del psicoanálisis—, me parece que los ojos de éste son indagadores por intención, mientras que los del doctor Paoli lo son por su incansable curiosidad. Paoli ve con exactitud a su cliente, pero también a la esposa de éste y la silla en que se apoya. ¡Sólo Dios sabe cuál de los dos cura mejor a sus clientes! Durante la enfermedad de mi suegro fui con frecuencia a ver a Paoli para inducirle a no dar a entender a la familia que la catástrofe que la amenazaba era inminente, y recuerdo que un día, tras mirarme por más tiempo de lo que me agradaba, me dijo sonriendo:

—Pero ¡usted adora a su mujer!

Era buen observador, porque, en efecto, en aquel momento yo adoraba a mi mujer, quien sufría tanto por la enfermedad de su padre y a quien yo traicionaba a diario.

Nos dijo que Giovanni estaba aún mejor que el día anterior. Ahora no tenía otras preocupaciones porque la estación era muy favorable y consideraba que los novios podían salir de viaje tranquilos.

—Naturalmente —añadió, cauto—, salvo complicaciones imprevisibles.

Su pronóstico se cumplió, porque se produjeron las complicaciones imprevisibles.

En el momento de despedirse recordó que conocíamos a un tal Copler, a cuya cama lo habían llamado a consulta ese mismo día. Lo había encontrado víctima de una parálisis renal. Contó que la parálisis se había anunciado con un dolor de muelas horrible. Entonces hizo un pronóstico grave, pero, como de costumbre, atenuado por una duda:

—Su vida puede prolongarse, con tal de que llegue a ver el sol de mañana.

A Augusta se le saltaron las lágrimas de compasión y me rogó que corriera al instante junto a nuestro pobre amigo. Tras una vacilación, accedí a su deseo, y con mucho gusto, porque mi alma se vio embargada de improviso al pensar en Carla. ¡Qué duro había estado con la pobre muchacha! Ahora, desaparecido Copler, se quedaba allí, solitaria en aquel piso, nada comprometedora por carecer de comunicación alguna con mi mundo. Era necesario correr a verla para borrar la impresión que debía de haberle causado mi dura actitud de por la mañana.

Pero, antes que nada, fui, prudente, a ver a Copler. Tenía que poder decir a Augusta que lo había visto.

Ya conocía el pisito modesto, pero cómodo y decente, que habitaba Copler en Corsia Stadion. Un anciano jubilado le había cedido tres de sus cinco habitaciones. Fui recibido por éste, hombre grueso, jadeante, de ojos enrojecidos, que iba y venía inquieto por un corto pasillo oscuro. Me contó que el médico de cabecera acababa de marcharse, tras haber comprobado que Copler estaba agonizando. El viejo hablaba en voz baja, sin dejar de jadear, como si temiera turbar la quietud del moribundo. También yo bajé la mía. Es una forma de respeto, tal como lo sentimos nosotros, los hombres, mientras que nadie sabe si al moribundo no le gustaría más verse acompañado por el último trecho del camino de voces claras y fuertes, que le recordarían a la vida.

El viejo me dijo que una monja asistía al moribundo. Lleno de respeto, me detuve un tiempo delante de la puerta de aquella habitación, en la que el pobre Copler con su estertor, de ritmo tan exacto, medía su último tiempo. Su ruidosa respiración se componía de dos sonidos: vacilante parecía el producido por el aire que inspiraba; precipitado, el que nacía del aire expirado. ¿Prisa por morir? Una pausa seguía a los dos sonidos y yo pensé que, cuando esa pausa se alargara, se iniciaría la nueva vida.

El viejo quería que yo entrara en aquella habitación, pero me negué. Demasiados moribundos me habían mirado con expresión de reproche.

No esperé a que aquella pausa se alargara y corrí junto a Carla. Llamé a la puerta de su estudio, que estaba cerrada con llave, pero nadie respondió. Impacientado, di patadas a la puerta y entonces se abrió detrás de mí la puerta del piso. La voz de la madre de Carla preguntó:

—¿Quién es?

Después se asomó la anciana temerosa y, cuando a la luz amarilla procedente de la cocina me hubo reconocido, advertí que su rostro se había cubierto de un intenso rubor realzado por la blancura de los cabellos. Carla no estaba, y la madre se ofreció a ir a buscar la llave del estudio para recibirme en esa habitación que consideraba la única digna de la casa. Pero yo le dije que no se molestara, entré en la cocina y me senté en una silla de madera. En el fogón, bajo una olla, ardía un modesto montoncito de carbón. Le dije que no descuidara por mi causa la preparación de la cena. Me dijo que no me preocupara. Estaba cocinando judías, que nunca acababan de hacerse del todo. La pobreza de la comida que se preparaba en aquella casa, cuyos gastos debía soportar yo solo en adelante, me ablandó y atenuó el enfado que sentía por no haber encontrado a mi amante.

La señora permaneció de pie, pese a que yo la invité repetidas veces a sentarse. De repente, le conté que había acudido para comunicar a la señorita Carla, una noticia muy mala: Copler estaba agonizando.

La vieja dejó caer los brazos y al instante sintió necesidad de sentarse.

—¡Dios mío! —murmuró—. ¿Qué vamos a hacer ahora nosotras?

Después recordó que lo que afectaba a Copler era peor que lo que afectaba a ella y añadió una lamentación:

—¡Pobre señor! ¡Tan bueno!

Tenía ya la cara bañada en lágrimas. Evidentemente, no sabía que si el pobre hombre no hubiera muerto a tiempo lo habrían echado de aquella casa. También eso me tranquilizó. ¡Estaba rodeado de la discreción más absoluta!

Quise tranquilizarla y le dije que lo que Copler había hecho hasta entonces seguiría haciéndolo yo. Protestó que no era por sí por quien lloraba, en vista de que sabía que estaban rodeadas de tanta gente buena, sino por el destino de su gran benefactor.

Me preguntó de qué enfermedad moría. Al contarle cómo se había anunciado la catástrofe, recordé la discusión que había tenido con Copler sobre la utilidad del dolor. Mira por dónde, los nervios de sus dientes se habían agitado y se habían puesto a pedir ayuda porque, a un metro de distancia de ellos, los riñones habían dejado de funcionar. Me sentía tan indiferente a la suerte de mi amigo, cuyo estertor había oído poco antes, que seguía jugueteando con sus ideas. Si hubiera podido oírme todavía, le habría dicho que así se entendía que en el caso del enfermo imaginario los nervios pudieran dolerle legítimamente por una enfermedad manifestada a unos kilómetros de distancia.

Entre la vieja y yo había ya muy poco que hablar y acepté ir a esperar a Carla en su estudio. Cogí el García e intenté leer algunas páginas. Pero el arte del canto me interesaba poco.

La vieja volvió a reunirse conmigo. Estaba inquieta porque no llegaba Carla. Me contó que había ido a comprar unos platos, que necesitaban con urgencia.

Mi paciencia estaba a punto de agotarse. Le pregunté airado:

—¿Han roto platos? ¿No podrían tener más cuidado?

Así me libré de la vieja que farfulló al marcharse:

—Sólo dos… los he roto yo…

Eso me proporcionó un momento de hilaridad, porque ya sabía que se habían roto todos los que había en la casa y que no había sido la vieja, sino Carla. Más adelante me enteré de que Carla no era nada dulce con su madre y que, por eso, ésta tenía un miedo cerval a hablar demasiado con sus protectores de lo que hacía su hija. Al parecer, una vez, había contado, ingenua, a Copler el fastidio que eran para Carla las clases de canto. Copler se irritó con Carla y ésta lo pagó con su madre.

De modo, que, cuando mi deliciosa amante llegó por fin, la amé violento y airado. Ella, encantada, balbucía:

—¡Y yo que dudaba de tu amor! ¡Me ha perseguido todo el día el deseo de matarme por haberme entregado a un hombre que un instante después me había tratado tan mal!

Le expliqué que con frecuencia me daban fuertes dolores de cabeza y, cuando volví a encontrarme en el estado que, de no haberme resistido con valor, me habría hecho volver corriendo junto a Augusta, volví a hablar de esos dolores y pude dominarme. Iba acostumbrándome. Nos echamos a llorar juntos por el pobre Copler; ¡lo que se dice juntos!

Por lo demás, Carla no era indiferente al final atroz de su benefactor. Al hablar de él, palideció:

—¡Yo me conozco! —dijo—. Por mucho tiempo voy a tener miedo de quedarme sola. Cuando vivía, ¡ya me daba mucho miedo!

Y por primera vez, tímida, me propuso quedarme con ella toda la noche. Yo ni siquiera pensaba en eso y no habría sabido prolongar media hora siquiera mi estancia en aquella habitación. Pero, pendiente como estaba siempre de no revelar a la pobre muchacha mi ánimo, del que yo era el primero en lamentarme, objeté que una cosa así no era posible porque en aquella casa estaba también su madre. Con auténtico desdén, arqueó los labios:

—Traeríamos aquí la cama. Mamá no se atreve a espiarme.

Entonces le conté el banquete de boda que me esperaba en casa, pero después sentí la necesidad de decirle que nunca podría pasar una noche con ella. Con el propósito de bondad que había concebido poco antes, conseguí dominar mi tono de voz, que no dejó de ser afectuoso, pero me parecía que cualquier otra concesión que le hiciera o le anunciase equivaldría a una nueva traición a Augusta, que yo no quería cometer.

En aquel momento sentía cuáles eran mis vínculos más fuertes con Carla: mi propósito de mostrarme afectuoso y las mentiras que había dicho sobre mis relaciones con Augusta y que, poco a poco, con el paso del tiempo tenía que atenuar o, mejor dicho, anular. Por eso, inicié aquella misma noche esa empresa, con la debida prudencia, por supuesto, porque aún era demasiado fácil recordar el fruto que había dado mi mentira. Le dije que sentía con fuerza mis obligaciones para con mi mujer, que era una mujer tan apreciable, que, desde luego, merecía ser amada mejor y a la que nunca comunicaría mis traiciones.

Carla me abrazó:

—Así me gustas: bueno y dulce como te sentí al instante la primera vez. Nunca intentaré hacer daño a esa pobrecita.

Me desagradaba oír llamar pobrecita a Augusta, pero sentía gratitud, hacia Carla por su bondad. Era buena cosa que no odiara a mi mujer. Quise demostrarle mi agradecimiento y miré a mi alrededor en busca de una señal de afecto. Acabé encontrándola. También a ella le regalé su lavadero: le permití que no volviera a llamar al maestro de canto.

Carla tuvo un arranque de afecto que me fastidió bastante, pero lo soporté con valor. Después declaró que no abandonaría nunca el canto. Cantaba todo el día, pero a su modo. Es más, quería que yo oyera al instante una canción suya. Pero yo no quise ni oír hablar de eso y me marché corriendo, con bastante grosería. Por eso, creo que también aquella noche debió de pensar en el suicidio, pero nunca le dejé tiempo para decírmelo.

Volví a casa de Copler, porque tenía que llevar a Augusta las últimas noticias del enfermo para hacerla creer que había pasado esas horas con él. Hacía dos horas que Copler había muerto, instantes después de que yo me hubiera marchado. Acompañado por el anciano jubilado, que había continuado midiendo con sus pasos el corto pasillo, entré en la habitación mortuoria. El cadáver, ya vestido, yacía sobre el colchón de la cama. Tenía en las manos el crucifijo. En voz baja el jubilado me contó que se habían cumplido todas las formalidades y que una sobrina del difunto iba a venir a pasar la noche junto al cadáver.

Así, habría podido marcharme, sabiendo que no faltaba a mi pobre amigo todo lo poco que aún podía necesitar, pero me quedé unos minutos mirándolo. Me habría gustado sentir que me brotaban en los ojos lágrimas sinceras de pena por el pobrecito que tanto había luchado con la enfermedad hasta intentar llegar a un acuerdo con ella.

—¡Es doloroso! —dije.

La enfermedad para la que existían tantos fármacos lo había matado brutalmente. Parecía una burla. Pero mis lágrimas no salieron. La cara demacrada de Copler no había parecido nunca tan fuerte como en la rigidez de la muerte. Parecía producida por el cincel en un mármol de color y nadie habría podido prever que lo amenazara, inminente, la putrefacción. No obstante, aquella cara manifestaba aún una vida auténtica: desaprobaba, desdeñosa, tal vez a mí, el enfermo imaginario, o tal vez también a Clara, que no quería cantar. Me estremecí un momento, al parecerme que el muerto volvía a iniciar su estertor. En seguida recuperé mi calma de crítico, cuando comprendí que lo que me había parecido un estertor no era sino el jadear, aumentado por la emoción, del jubilado.

Éste me acompañó hasta la puerta y me rogó que, si conocía a alguien que pudiera necesitar un pisito como ése, se lo dijera:

—¡Ya ve que hasta en una circunstancia semejante he sabido cumplir con mi deber y aún más, mucho más!

Por primera vez alzó la voz, en la que resonó un resentimiento destinado sin duda al pobre Copler, que le había dejado libre el piso sin avisarlo con la debida antelación. Me marché corriendo y le prometí todo lo que deseaba.

Llegué a casa de mi suegro en el momento en que acababan de sentarse a la mesa. Me pidieron noticias y yo, para no comprometer la alegría del convite, dije que Copler vivía aún y que, por tanto, quedaba alguna esperanza todavía.

Me pareció triste aquella reunión. Tal vez me produjera esa impresión el espectáculo de mi suegro condenado a una sopita y a un vaso de leche, mientras a su alrededor todos se atiborraban de los manjares más exquisitos. Como no tenía nada que hacer, empleaba el tiempo en mirar comer a los demás. Al ver que el señor Francesco atacaba con ganas los entremeses, murmuró:

—¡Y pensar que tiene dos años más que yo!

Después, cuando el señor Francesco se sirvió el tercer vaso de vino blanco, refunfuñó en voz baja:

—¡Es el tercero! ¡Ojalá se le convierta en hiel!

El augurio no me habría molestado, si no hubiera yo comido y bebido también en aquella mesa y no hubiese sabido que la misma metamorfosis deseaba para el vino que pasaba por mi boca. Por eso, me puse a comer y a beber a escondidas. Aprovechaba algún momento en que mi suegro metía la narizota en la taza de leche o respondía a alguien que le había hablado para engullir grandes bocados o para trincarme grandes vasos de vino. Alberto, sólo por deseo de hacer reír, avisó a Augusta de que yo estaba bebiendo demasiado. Mi mujer, en broma, me amenazó con el índice. Normalmente, no habría tenido importancia, pero en aquel momento sí, porque ya no valía la pena comer a escondidas. Giovanni, que hasta entonces casi no se había acordado de mí, me lanzó por encima de las gafas una mirada de auténtico odio. Dijo:

—Yo no he abusado nunca del vino ni de la comida. Quien abusa de ellos no es un hombre auténtico, sino un… —y repitió varias veces la última palabra, que no era un cumplido precisamente.

Por efecto del vino, aquella palabra ofensiva, a la que acompañó una risotada general, me inspiró un auténtico deseo de venganza irracional. Ataqué a mi suegro por su flanco más débil: su enfermedad. Grité que no era un hombre auténtico, no quien abusaba de las comidas, sino quien se sometía sumiso a las prescripciones del médico. Yo, en su caso, habría sido mucho más independiente. En la boda de mi hija —aunque sólo fuera por afecto— no habría permitido en absoluto que me impidieran comer y beber.

Giovanni observó con ira:

—¡Me gustaría verte en mi pellejo!

—¿Y no te basta con verme en el mío? ¿Acaso dejo yo de fumar?

Era la primera vez que conseguía jactarme de mi debilidad, y al instante encendí un cigarrillo para ilustrar mis palabras. Todos reían y contaban al señor Francesco que mi vida estaba llena de últimos cigarrillos. Pero aquél no era el último y me sentía fuerte y combativo. Pero en seguida perdí el apoyo de los demás, cuando serví vino a Giovanni en su gran vaso de agua. Temían que Giovanni bebiera y gritaban para impedírselo hasta que la señora Malfenti pudo coger el vaso y alejarlo.

—Entonces, ¿te gustaría matarme? —preguntó con voz dulce Giovanni, al tiempo que me miraba con curiosidad—. ¡Tienes mal vino tú! —No había hecho ni un ademán de aprovechar el vino que yo le había ofrecido.

Me sentí envilecido y vencido de verdad. Casi habría sido capaz de arrojarme a los pies de mi suegro para pedirle perdón. Pero también ésa me pareció una sugerencia del vino y la deseché. Pidiendo perdón habría confesado mi culpa, cuando, en realidad, el banquete continuaba y duraría bastante para ofrecerme la oportunidad de remediar aquella primera broma, que tan mal había sentado. En este mundo hay tiempo para todo. No todos los borrachos son presa de inmediato de cualquier sugerencia del vino. Cuando he bebido demasiado, yo analizo mis impulsos como cuando estoy sereno y probablemente con el mismo resultado. Continué observándome para entender cómo era que se me había ocurrido esa idea malvada de perjudicar a mi suegro. Y advertí que estaba cansado, mortalmente cansado. Si hubieran sabido qué día había tenido yo, me habrían disculpado. Había tomado y abandonado con violencia y por dos veces a una mujer y había regresado dos veces junto a mi esposa para renegar también de ella por dos veces. Quiso la suerte que entonces, por asociación, en mi recuerdo apareciera aquel cadáver que en vano había intentado llorar, y dejé de pensar en las dos mujeres; si no, habría acabado hablando de Carla. ¿Acaso no tenía siempre el deseo de confesarme, hasta cuando el efecto del vino no me volvía más magnánimo? Acabé hablando de Copler. Quería que todos supieran que aquel día había perdido a mi gran amigo. Habrían disculpado mi conducta.

Grité que Copler había muerto, de verdad, y que hasta entonces había yo callado para no entristecerlos. Y —¡anda, anda!—, mira por dónde, sentí que por fin, me subían las lágrimas a los ojos y tuve que apartar la vista para ocultarlas.

Todos se rieron porque no me creyeron y entonces intervino la obstinación, que es el rasgo más evidente de la persona bebida. Describí al muerto:

—Parecía esculpido por Miguel Ángel, tan rígido, en la piedra más incorruptible.

Hubo un silencio general interrumpido por Guido, que exclamó:

—¿Y ahora ya no sientes la necesidad de no entristecernos?

La observación era correcta. ¡Había incumplido un propósito que recordaba! ¿Habría algún medio de remediarlo? Me eché a reír a carcajadas:

—¡Cómo os lo habéis creído! Está vivo y se encuentra mejor.

Todos me miraban para saber a qué atenerse.

—Está mejor —añadí serio—. Me ha reconocido e incluso me ha sonreído.

Todos me creyeron, pero la indignación fue general. Giovanni declaró que, si no hubiera temido perjudicarse haciendo un esfuerzo, me habría tirado un plato a la cabeza. En efecto, era imperdonable que hubiese perturbado la fiesta con semejante noticia inventada. Si hubiera sido cierta, no habría habido nada malo. ¿No habría sido mejor decirles de nuevo la verdad? Copler había muerto y, en cuanto me quedara solo, encontraría las lágrimas listas para llorarlo, espontáneas y abundantes. Busqué las palabras, pero la señora Malfenti, con su seriedad de gran señora me interrumpió:

—Dejemos en paz por ahora a ese pobre enfermo. ¡Mañana pensaremos en él!

Obedecí al instante incluso con el pensamiento, que se separó definitivamente del muerto: «¡Adiós! ¡Espérame! ¡Volveré junto a ti después!».

Había llegado el momento del brindis. Giovanni había conseguido del médico la concesión de sorber a esa hora un vaso de champán. Contempló con gravedad cómo le sirvieron el vino y se negó a llevarse el vaso a los labios hasta que estuviera rebosante. Tras haber hecho un voto de felicidad serio y sencillo por Ada y Guido, lo vació despacio hasta la última gota. Al tiempo que me miraba torvo, me dijo que el último sorbo lo había tomado a mi salud. Para invalidar el augurio, que yo sabía negativo, toqué madera con las dos manos bajo el mantel.

No recuerdo con claridad el resto de la velada. Sé que, por iniciativa de Augusta, poco después dijeron en aquella mesa multitud de elogios de mí y se me citó como modelo de marido. Se me perdonó todo y hasta mi suegro se volvió más amable. Sin embargo, añadió que esperaba que el marido de Ada resultara tan bueno como yo, pero al mismo tiempo mejor negociante y, sobre todo, persona… y buscaba la palabra. No la encontró y nadie se la reclamó; ni siquiera el señor Francesco, quien, por haberme visto por primera vez aquella mañana, poco podía conocerme. Por mi parte, yo no me ofendí. ¡Cómo aplaca el ánimo la sensación de tener grandes culpas que reparar! Aceptaba de buen grado todas las insolencias, con tal de que fueran acompañadas de ese afecto que no merecía. En mi cabeza, confusa por el cansancio y el vino, acaricié, del todo sereno, mi imagen de marido bueno, que no por adúltero deja de serlo. Había que ser bueno, bueno, bueno, y lo demás no importaba. Envié con la mano un beso a Augusta, que lo recibió con una sonrisa de agradecimiento.

Después hubo en aquella mesa quien quiso aprovechar mi ebriedad para reír y me vi obligado a pronunciar un brindis. Había acabado aceptando porque en aquel momento me parecía que habría sido decisivo poder hacer así, en público, buenos propósitos. No es que dudara en aquel momento de mí, porque me sentía exactamente como me habían descrito, pero llegaría a ser aún mejor cuando hubiera afirmado un propósito delante de tantas personas, que en cierto modo lo suscribirían.

Y así fue como en el brindis hablé sólo de mí y de Augusta. Hice por segunda vez en aquellos días la historia de mi matrimonio. La había falsificado para Carla al no hablar de mi enamoramiento por mi mujer; en aquella ocasión la falsifiqué de otro modo, porque no hablé de las dos personas tan importantes en la historia de mi matrimonio, es decir, Ada y Alberta. Conté mis vacilaciones, de las que no podía consolarme, porque me habían privado de tanto tiempo de felicidad. Después, con caballerosidad, atribuí vacilaciones también a Augusta. Pero ella negó riendo con ganas.

Recuperé el hilo del discurso con algunas dificultades. Conté que, al fin, habíamos llegado a nuestro viaje de novios y que habíamos paseado nuestro amor por todos los museos de Italia. Me encontraba tan a gusto inmerso hasta el cuello en la mentira, que añadí incluso algún detalle falso que no servía para nada. Y después dicen que el vino revela la verdad.

Augusta me interrumpió por segunda vez para poner las cosas en su sitio y contó que había tenido que evitar los museos por el peligro que, por mi causa, corrían las obras maestras. ¡No se daba cuenta de que así revelaba la falsedad de toda la historia! Si hubiera habido en aquella mesa un observador, no habría tardado en descubrir la naturaleza de aquel amor que yo presentaba en un ambiente en el que no había podido desarrollarse.

Reanudé, el largo y desvaído discurso y conté la llegada a nuestra casa y cómo la fuimos mejorando los dos haciendo esto y lo otro y, entre otras cosas, un lavadero.

Sin dejar de reír, Augusta me interrumpió de nuevo:

—Pero ¡ésta no es una fiesta dada en nuestro honor, sino en honor de Ada y Guido! ¡Habla de ellos!

Todos asintieron ruidosos. También yo me reí al advertir que, gracias a mí, se había producido una auténtica alegría bulliciosa, como es de rigor en semejantes ocasiones. Pero ya no se me ocurrió nada más. Me parecía haber hablado durante horas. Tragué varios vasos más de vino uno tras otro:

—¡Por Ada! —Me alcé un momento para ver si había tocado madera bajo la mesa—: ¡Por Guido! —Y añadí, tras haber tragado con avidez el vino—: ¡De todo corazón! —olvidando que en el primer brindis no había añadido esa declaración—: ¡Por vuestro hijo mayor! Y habría bebido varios de aquellos vasos por sus hijos, si al final no me lo hubieran impedido. Por aquellos pobres inocentes yo habría bebido todo el vino que se encontraba sobre la mesa.

Después todo se volvió aún más oscuro. Recuerdo con claridad una cosa: mi principal preocupación era no parecer borracho. Me mantenía erguido y hablaba poco. Me desafiaba a mí mismo, sentí la necesidad de analizar cada palabra antes de decirla. Mientras se desarrollaba la conversación general, tenía que renunciar a participar porque no me dejaba tiempo para aclarar mi turbio pensamiento. Quise iniciar una conversación por mi parte y dije a mi suegro:

—¿Te has enterado de que el Extérieur ha bajado dos enteros?

Había dicho algo que no me concernía en absoluto y que había oído decir en la Bolsa; sólo quería hablar de negocios, cosas serias de las que no suele acordarse un borracho. Pero, al parecer, para mi suegro era menos indiferente y me llamó pájaro de mal agüero. Con él no acertaba una.

Entonces me ocupé de mi vecina, Alberta. Hablamos de amor. A ella le interesaba en teoría y a mí, por el momento, no me interesaba nada en la práctica. Por eso, era hermoso hablar de ello. Me preguntó lo que yo pensaba y yo descubrí al instante una idea que parecía resultar evidente por mi experiencia de aquel mismo día. Una mujer era un objeto que variaba de precio mucho más que valor alguno de la Bolsa. Alberta no me entendió bien y creyó que yo quería decir una cosa sabida de todos: que una mujer de cierta edad tenía un valor muy distinto de otra. Me expliqué con mayor claridad: una mujer podía tener cierto valor a una hora determinada de la mañana y ninguno a mediodía, para valer por la tarde el doble que por la mañana y acabar por la noche con valor del todo negativo. Expliqué el concepto de valor negativo: una mujer tenía tal valor cuando un hombre calculaba la suma que estaría dispuesto a pagar para enviarla muy lejos, pero es que muy lejos, de él.

No obstante, la pobre comediógrafa no veía la exactitud de mi descubrimiento, mientras que yo, recordando el cambio de valor que aquel día mismo habían experimentado Carla y Augusta, estaba seguro de ello. Intervino el vino, cuando quise explicarme mejor y me extravié por completo.

—Mira —le dije—; suponiendo que tú ahora tengas el valor X y yo me permita apretar tu piececito con el mío, aumentas de inmediato por lo menos otra X.

Acompañé al instante las palabras con el acto.

Alberta, muy roja, retiró el pie y, queriendo parecer graciosa, dijo:

—Pero eso es práctica y ya no teoría. Voy a reclamar a Augusta.

Debo confesar que también yo sentía aquel piececito como algo muy distinto de una árida teoría, pero protesté gritando con la expresión más cándida del mundo:

—Es pura teoría, purísima, y haces mal en interpretarlo de otro modo.

Las fantasías del vino son auténticos acontecimientos.

Por mucho tiempo Alberta y yo no olvidamos que yo había tocado una parte de su cuerpo, al tiempo que le advertía que lo hacía para gozar. La palabra había resaltado el acto y el acto la palabra. Hasta que se casó, siempre tuvo para mí una sonrisa y un rubor; luego, en cambio, rubor e ira. Las mujeres están hechas así. Cada día les aporta una nueva interpretación del pasado. Debe de ser una vida poco monótona la suya. En cambio, para mí la interpretación de aquel acto fue siempre la misma: el hurto de un pequeño objeto de sabor intenso, y fue culpa de Alberta que en cierta época yo intentara hacer recordar aquel acto, mientras que más adelante habría pagado, en cambio, cualquier cosa para que quedara del todo olvidado.

Recuerdo también que antes de abandonar aquella casa ocurrió otra cosa mucho más grave. Por un instante, me quedé solo con Ada. Giovanni se había acostado hacía rato y los demás estaban despidiéndose del señor Francesco, que se iba a su hotel acompañado por Guido. Yo miré largo rato a Ada, vestida de encaje blanco, con los hombros y los brazos desnudos. Permanecí mudo largo rato, a pesar de que sentía la necesidad de decirle algo; pero, tras analizarla, desechaba todas las frases que me venían a los labios. Recuerdo que analicé incluso si me estaba permitido decirle: «Cuánto me agrada que te cases por fin, y con mi gran amigo Guido. Ahora habrá terminado todo entre nosotros, al fin». Quería decir una mentira porque todos sabían que entre nosotros todo había terminado desde hacía varios meses, pero me parecía que esa mentira era un bellísimo cumplido y es cierto que una mujer, vestida así, pide cumplidos y se siente complacida de recibirlos. Pero, tras larga reflexión, no dije nada. Deseché esas palabras porque en el mar de vino en que nadaba encontré una tabla que me salvó. Pensé que hacía mal en poner en peligro el afecto de Augusta para complacer a Ada, que no me amaba. Pero, con la duda que por unos instantes me turbó la cabeza, y aun después cuando con un esfuerzo me separé de esas palabras, lancé a Ada tal mirada, que ella se levantó y salió tras haberse vuelto a mirar espantada, lista tal vez para echarse a correr.

También una mirada se recuerda, cuando es mejor que una palabra; es más importante que una palabra porque en todo el vocabulario no hay palabra que pueda desnudar a una mujer. Yo sé ahora que aquella mirada mía falseó, al simplificarlas, las palabras que había concebido. Para Ada, mi mirada había intentado penetrar más allá de los vestidos y hasta de su epidermis. Y había significado, sin lugar a dudas: «¿Quieres venirte ahora mismo a la cama conmigo?». El vino es un gran peligro, sobre todo porque no saca a relucir la verdad. Todo lo contrario de la verdad: revela especialmente la historia pasada y olvidada del individuo y no su voluntad actual; saca a relucir, caprichoso, todas las ideas absurdas que ha acariciado en épocas más o menos recientes; no tiene en cuenta las tachaduras y lee todo lo que aún es perceptible en nuestro corazón. Y sabido es que en éste no hay modo de borrar nada tan radicalmente, como se hace con una palabra equivocada en una letra de cambio. Toda nuestra historia está siempre legible en él y el vino la grita, olvidando lo que después la vida ha añadido.

Para volver a casa, Augusta y yo cogimos un coche. En la oscuridad me pareció que mi deber era besar y abrazar a mi mujer porque en encuentros semejantes muchas veces lo había hecho y temía que, si no lo hacía, pudiera pensar que algo había cambiado entre nosotros. Nada había cambiado entre nosotros: ¡también eso gritaba el vino! Ella se había casado con Zeno Cosini que, sin haber cambiado, se encontraba a su lado. ¿Qué importaba que aquel día yo hubiera poseído a otras mujeres, cuyo número el vino, para volverme más contento, aumentaba colocando entre ellas ya no sé si a Ada o a Alberta?

Recuerdo que, al quedarme dormido, volví a ver por un instante la cara marmórea de Copler en el lecho mortuorio. Parecía pedir justicia, es decir, las lágrimas que yo le había prometido. Pero no las tuve ni siquiera entonces porque el sueño me abrazó y me anuló. Sin embargo, antes me excusé ante el fantasma: «Espera un poco más. ¡En seguida estoy contigo!». No volví a estar con él nunca más, porque ni siquiera asistí a su entierro. Teníamos tanto que hacer en casa y yo también fuera, que no hubo tiempo para él. Hablamos a veces de él, pero sólo para reírnos recordando que mi vino lo había matado y hecho resucitar tantas veces. Más aún: siguió siendo proverbial en la familia, y cuando los periódicos, como sucede con frecuencia, anuncian y desmienten la muerte de alguien, nosotros decimos: «Como el pobre Copler».

La mañana siguiente me levanté con un ligero dolor de cabeza. Me molestó un poco el dolor en el costado, probablemente porque mientras había durado el efecto del vino no lo había sentido en absoluto y al instante había perdido la costumbre. Pero en el fondo no estaba triste. Augusta contribuyó a mi serenidad diciéndome que habría estado mal que yo no hubiera ido a aquella cena de boda, porque antes de mi llegada le había parecido encontrarse en un velatorio. Así, pues, no debía tener remordimiento por mi conducta. Después sentí que sólo una cosa no se me había perdonado: ¡la mirada a Ada!

Cuando nos encontramos por la tarde, Ada me tendió la mano con una ansiedad que aumentó la mía. Sin embargo, tal vez le pesara en la conciencia su escapada, que no había sido nada amable. Pero también mi mirada había sido una acción fea. Recordaba con exactitud el movimiento de mis ojos y comprendía que no pudiera olvidarlo quien se había visto traspasado por ellos. Había que repararlo con una actitud marcadamente fraternal.

Se suele decir que, cuando se sufre por haber bebido demasiado, no hay mejor cura que beber más. Yo aquella mañana fui a reanimarme a casa de Carla. Fui a verla precisamente con el deseo de vivir con mayor intensidad y eso es lo que vuelve a llevar al alcohol, pero, mientras me dirigía a su casa, deseaba que me proporcionara una intensidad vital muy distinta del día anterior. Me acompañaban propósitos poco precisos, pero del todo honrados. Sabía que no podía abandonarla en seguida, pero podía encaminarme poquito a poco hacia ese acto tan moral. Entretanto, seguiría hablando de mi mujer. Llevaba en la chaqueta otro sobre con dinero en previsión de cualquier eventualidad.

Llegué a casa de Carla, y un cuarto de hora después ella me hacía este reproche con una expresión que por su exactitud me resonó largo rato en los oídos: «¡Qué rudo eres en el amor!». No tengo conciencia de haberme mostrado rudo precisamente entonces. Había empezado a hablar de mi mujer, y los elogios tributados a Augusta habían resonado en los oídos de Carla como reproches dirigidos a ella.

Después fue Carla la que me hirió. Para pasar el tiempo, le había contado lo que me había fastidiado el banquete, sobre todo por un brindis que había pronunciado y que había sido un absoluto despropósito. Carla observó:

—Si amases a tu mujer, no te equivocarías en los brindis pronunciados en la mesa de su padre.

Y me dio también un beso para recompensarme por el poco amor que sentía por mi mujer.

El mismo deseo de intensificar mi vida, que me había conducido hasta Carla, me iba a devolver pronto junto a Augusta, que era la única con quien podía hablar de mi amor por ella. El vino tomado como remedio era demasiado o bien yo quería ya un vino muy distinto. Pero aquel día mi relación con Carla iba a volverse más amable, coronarse con la simpatía que —como supe más adelante— la pobre joven merecía. Se había ofrecido varias veces a cantarme una cancioncita, deseosa de conocer mi opinión. Pero yo no había querido ni oír hablar de ese canto, del que ni siquiera me importaba la ingenuidad. Le decía que, puesto que se negaba a estudiar, no valía la pena que siguiera cantando.

Fue una grave ofensa por mi parte y ella se sintió herida. Sentada junto a mí, para no dejarme ver sus lágrimas, se miraba inmóvil las manos, que tenía cruzadas en el regazo. Repitió su reproche:

—¡Qué rudo debes de ser con quien no ames, si lo eres tanto conmigo!

Como soy buena persona, me dejé enternecer por sus lágrimas y rogué a Carla que me desgarrara los oídos con su potente voz en aquel cuartito. Ahora se hacía de rogar y tuve incluso que amenazar con irme, si no me complacía. Debo reconocer que me pareció por un instante haber encontrado un pretexto para reconquistar, al menos temporalmente, mi libertad, pero, ante mi amenaza, mi humilde sierva fue a sentarse al piano con los ojos bajos. Luego dedicó un breve instante a reconcentrarse y se pasó la mano por la cara como para alejar de ella cualquier sombra. Lo logró con una prontitud que me sorprendió y su cara, cuando apartó la mano, no recordaba en absoluto el dolor de antes.

Experimenté una gran sorpresa. Carla decía su cancioncilla, la contaba, no la gritaba. Los gritos —como me dijo más adelante— se los había impuesto su maestro; ahora los había abandonado junto con él. La cancioncilla triestina:

Fazzo l’amor xe vero

Cosa ghe xe de mal

Volé che a sedes’ani

Stio la come un cocal…

es una especie de cuento o de confesión. Los ojos de Carla brillaban de malicia y confesaban aún más que las palabras. No había por qué temer verse con el tímpano herido y me acerqué a ella, sorprendido y encantado. Me senté a su lado y entonces ella me cantó la cancioncilla a mí, entornando los ojos para decirme, con la nota más ligera y más pura, que esos dieciséis años deseaban la libertad y el amor.

Por primera vez vi con exactitud la carita de Carla: un óvalo purísimo interrumpido por la profunda y arqueada cavidad de los ojos y de los tenues pómulos, aún más puro a causa de su blancura de nieve, ahora que tenía la cara vuelta hacia mí y a la luz y ninguna sombra la oscurecía. Y aquellas líneas dulces en aquella carne que parecía transparente y ocultaba tan bien la sangre y las venas, tal vez demasiado débiles para poder notarse, pedían afecto y protección.

Ahora estaba dispuesto a concederle tanto afecto y protección sin condiciones, e incluso en el momento en que me sentía inclinado a regresar junto a Augusta, porque en ese momento sólo pedía un afecto paternal que yo podía conceder sin traicionar. ¡Qué satisfacción! ¡Permanecía allí con Carla, le concedía lo que su carita oval pedía y no me alejaba de Augusta! Mi afecto hacia Carla se ennobleció. A partir de entonces, cuando sentía la necesidad de honradez y pureza, ya no tuve que abandonarla, sino que pude quedarme con ella y cambiar de conversación.

¿Era debida aquella nueva dulzura a su carita oval que yo había descubierto entonces o a su talento musical? ¡Innegable el talento! La misma cancioncilla triestina acaba con una estrofa en que la misma joven declara ser vieja y estar maltrecha y que ya no necesita otra libertad que la de morir. Carla seguía infundiendo malicia y alegría a los pobres versos. Sin embargo, era la juventud que se fingía vieja para proclamar mejor su derecho desde ese punto de vista.

Cuando terminó y me encontró embargado de admiración, también ella por primera vez, además de amarme, sintió auténtico cariño por mí. Sabía que esa cancioncilla me gustaría más que el canto que le enseñaba su maestro:

—¡Qué lástima —añadió con tristeza— que, a no ser que se vaya por los cafés chantants, no se pueda una ganar la vida con esto!

No me fue difícil convencerla de que no era así. En este mundo había muchas grandes artistas que decían y no cantaban.

Me pidió que le dijera nombres. Le encantaba enterarse de lo importante que podría haber llegado a ser su arte.

—Ya sé —añadió ingenua— que este canto es mucho más difícil que el otro, para el cual basta gritar a voz en grito.

Yo sonreí y no discutí. Desde luego, también su arte era difícil y ella lo sabía porque era el único arte que conocía. Esa cancioncilla le había costado un estudio larguísimo. La había dicho una y mil veces corrigiendo la entonación de cada palabra, de cada nota. Ahora estaba estudiando otra, pero hasta dentro de unas semanas no iba a saberla. No quería que la oyera antes.

Siguieron momentos deliciosos en aquel cuartito donde hasta entonces sólo se habían desarrollado escenas de brutalidad. Mira por dónde, ante Carla se abría una carrera. La carrera que me libraría de ella. ¡Muy semejante a la que para ella había soñado Copler! Le propuse buscarle un maestro. Al principio, esa palabra la espantó, pero después se dejó convencer con facilidad, cuando le dije que podíamos probar y que seguiría con libertad para despedirlo, cuando le pareciera aburrido o poco útil.

También con Augusta me encontré muy a gusto ese día. Tenía el ánimo tranquilo, como si hubiera vuelto de un paseo y no de la casa de Carla o como debía de haberlo tenido el pobre Copler, cuando abandonaba aquella casa los días que no le habían dado motivo para enojarse. Lo disfruté como si hubiera llegado a un oasis. Para mí y para mi salud, habría sido gravísimo que toda mi relación con Carla se hubiera desarrollado en constante agitación. Desde aquel día, como resultado de la belleza estética, todo se desarrolló con mayor tranquilidad, con las ligeras interrupciones necesarias para reanimar mi amor tanto por Carla como por Augusta. Cada visita mía a Carla significaba, desde luego, una traición a Augusta, pero todo quedaba olvidado pronto en un baño de salud y de buenos propósitos. Y el buen propósito no era brutal y excitante como cuando sentía en la garganta el deseo de declarar a Carla que no volvería a verla nunca más. Me mostraba dulce y paternal: mira por dónde, yo volvía a pensar en su carrera. Abandonar cada día a una mujer para correr tras ella el día siguiente habría sido un esfuerzo que mi pobre corazón no habría podido soportar. En cambio, así Carla seguía siempre en mi poder y ahora yo la encaminaba unas veces en una dirección y otras en otra. Durante mucho tiempo los propósitos buenos no fueron tan fuertes como para inducirme a correr por la ciudad en busca del maestro adecuado para Carla. Me divertía acariciando el buen propósito y permanecía sentado. Después, un buen día Augusta rae confió que iba a ser madre y entonces mi propósito creció en un instante y Carla tuvo a su maestro. Había vacilado tanto también porque era evidente que, aun sin maestro, Carla había sabido emprender un trabajo de verdad serio en su nuevo arte. Cada semana me cantaba una canción nueva, analizada cuidadosamente tanto en el gesto como en la palabra. Tal vez debería haber afinado un poco ciertas notas, pero puede que acabaran afinándose solas. Una prueba decisiva de que Carla era una artista auténtica era el modo como perfeccionaba sin cesar sus canciones sin renunciar nunca a las cosas mejores que había sabido hacer suyas en el primer momento. Con frecuencia le pedí que me cantara de nuevo su primera canción y todas las veces veía que añadía algún matiz nuevo y eficaz. Dada su ignorancia, era maravilloso que, con su gran esfuerzo por descubrir una expresión intensa, nunca introdujera en la canción sonidos falsos o exagerados. Como artista auténtica, cada día añadía una piedrecita al pequeño edificio, y todo el resto permanecía intacto. La canción no cambiaba, pero sí el sentimiento que la dictaba. Antes de cantar, Carla se pasaba siempre la mano por la cara y detrás de esa mano se creaba un instante de recogimiento que bastaba para precipitarla en la comedia que debía construir. Una comedia que no siempre era pueril. El irónico mentor de Rosina te xe nata in un casoto amenazaba, pero no demasiado en serio. Parecía que la cantante supiese que era la historia de todos los días. El pensamiento de Carla era distinto, pero acababa llegando al mismo resultado:

—Mis simpatías son para Rosina, porque, si no, no valdría la pena cantar la canción —decía.

A veces sucedió que Carla avivaba inconscientemente mi amor por Augusta y mi remordimiento. En efecto, así sucedió siempre que ella se permitió movimientos ofensivos contra la sólida posición ocupada por mi mujer. Seguía vivo su deseo de tenerme para ella sola una noche entera; me confió que, en su opinión, por no haber dormido uno junto a otro había menos intimidad entre nosotros. Como quería acostumbrarme a ser más dulce con ella, no me negué de plano a complacerla, pero casi siempre pensé que no iba a ser posible hacer una cosa así, a menos que me resignase a encontrar por la mañana a Augusta asomada a una ventana, en la que habría pasado toda la noche esperándome. Además, ¿no habría sido ésa una nueva traición a mi mujer? A veces, es decir, cuando corría junto a Carla lleno de deseo, me sentía dispuesto a contentarla, pero al instante veía la imposibilidad y la inconveniencia. Pero así no llegamos durante mucho tiempo ni a eliminar el proyecto ni a realizarlo. En apariencia estábamos de acuerdo: tarde o temprano pasaríamos toda una noche juntos. Entretanto, ya teníamos la posibilidad, porque yo había inducido a las Gerco a despedir a los inquilinos que dividían su casa en dos partes, y, por fin, Carla tenía su alcoba propia.

Ahora bien, sucedió que, poco después de la boda de Guido, mi suegro sufrió el ataque que iba a matarlo y yo tuve la imprudencia de contar a Carla que mi mujer debía pasar una noche a la cabecera de su padre para que mi suegra pudiese descansar. Ya no pude excusarme: Carla pretendió que pasara con ella aquella noche que tan dolorosa era para mi mujer. No tuve valor para rebelarme ante tal capricho y me sometí a él a regañadientes.

Me preparé para aquel sacrificio. No fui a ver a Carla por la mañana y corrí junto a ella por la noche presa del deseo, al tiempo que me decía que era infantil creer que traicionaba más gravemente a Augusta porque lo hacía en ese momento en que ella sufría por otras causas. Por eso, llegué incluso a impacientarme porque la pobre Augusta me entretenía para explicarme cómo debía hacer para tener listas las cosas que podía necesitar en la cena, por la noche, y también para el café de la mañana siguiente.

Carla me recibió en el estudio. Poco después su madre y criada nos sirvió una cena exquisita a la que yo añadí los dulces que había llevado. La vieja volvió después para quitar la mesa y a mí, la verdad, me habría gustado acostarme al instante, pero aún era demasiado temprano y Carla me pidió que la escuchara cantar. Cantó todo su repertorio y sin duda ésa fue la parte mejor de aquellas horas, porque la ansiedad con que esperaba a mi amante aumentaba el placer que siempre me había dado la canción de Carla.

—Un público te cubriría de flores y de aplausos —le dije en determinado momento, olvidando que habría sido imposible colocar a todo un público en el estado de ánimo en que me encontraba yo.

Por fin, nos acostamos en la misma cama, en un cuartucho pequeño y desnudo. Parecía un pasillo cortado por una pared. No tenía aún sueño y me desesperaba con la idea de que, si hubiera tenido, no habría podido dormir con tan poco aire a mi disposición.

La tímida voz de la madre llamó a Carla. Ella, para contestar, fue hasta la puerta y la entreabrió. Oí cómo preguntaba a la vieja con voz excitada qué quería. La otra dijo, tímida, palabras cuyo sentido no percibí y entonces Carla gritó, antes de dar con la puerta en las narices a su madre:

—Déjame en paz. ¡Ya te he dicho que esta noche duermo aquí!

Así me enteré de que Carla, atormentada de noche por el miedo, dormía siempre en su antigua alcoba con su madre, donde tenía otra cama, mientras que aquella en la que debíamos dormir juntos permanecía vacía. Sin duda había sido por miedo por lo que había inducido a jugar esa mala pasada a Augusta. Confesó, con alegría maliciosa que no compartí, que conmigo se sentía más segura que con su madre. Aquella cama cerca del estudio solitario me dio qué pensar. No la había visto nunca antes. ¡Estaba celoso! Poco después sentí desprecio también por el comportamiento de Carla para con su pobre madre. Era muy distinta de Augusta, que había renunciado a mi compañía para ayudar a sus padres. Yo soy especialmente sensible a la falta de respeto hacia los padres, yo, que había soportado con tanta resignación los arrebatos de ira de mi pobre padre.

Carla no pudo advertir ni mis celos ni mi desprecio. Suprimí las manifestaciones de celos recordando que no tenía el menor derecho a estar celoso, en vista de que pasaba buena parte de mis días deseando que alguien me quitara a la amante. Tampoco tenía objeto mostrar mi desprecio a la pobre muchacha, ahora que acariciaba de nuevo el deseo de abandonarla definitivamente, y aun cuando mi desdén se viera aumentado con las razones que poco antes habían provocado mis celos. Lo que debía hacer era alejarme cuanto antes de aquel cuartucho que no contenía más de un metro cúbico de aire y, además, calentísimo.

Ni siquiera recuerdo el pretexto que aduje para marcharme de repente. Me puse a vestirme con afán. Hablé de una llave que había olvidado entregar a mi mujer, por lo que, si la necesitaba, no podría entrar en casa. Le enseñé la llave, que no era otra que la que yo llevaba siempre en el bolsillo, pero que presenté como la prueba tangible de la verdad de mis afirmaciones. Carla no intentó siquiera detenerme; se vistió y me acompañó hasta abajo para darme luz. En la oscuridad de la escalera me pareció que me miraba con ojos inquisidores, que me turbaron: ¿empezaba a entenderme? No era tan fácil, dado que yo sabía disimular demasiado bien. Para darle las gracias por dejarme marchar, seguía aplicando de vez en cuando los labios a sus mejillas y simulaba estar embargado aún por el mismo entusiasmo que me había conducido hasta ella. Después no me cupo la menor duda de que mi simulación había salido bien. Poco antes, en un arrebato de amor, Carla me había dicho que el feo nombre de Zeno, que me habían puesto mis padres, no era, desde luego, el que correspondía a mi persona. Le habría gustado que yo me llamase Dario y allí, en la oscuridad, se despidió de mí llamándome así. Después advirtió que el tiempo amenazaba tormenta y se ofreció a ir a buscarme un paraguas. Pero yo no podía soportarla ni un minuto más y me fui corriendo con aquella llave en la mano, en cuya autenticidad empezaba a creer también yo.

La profunda oscuridad de la noche se veía interrumpida de vez en cuando por resplandores cegadores. El fragor del trueno parecía lejanísimo. El aire era aún tranquilo y sofocante como en el propio cuartucho de Carla. Hasta los raros goterones que caían eran tibios. La amenaza de tormenta era evidente y eché a correr. Tuve la fortuna de encontrar en Corsia Stadion un portal aún abierto e iluminado, en el que me refugié justo a tiempo. Un instante después cayó sobre la calle el chaparrón. El diluvio fue interrumpido por una ventolera furiosa que parecía traer consigo los truenos, de repente muy cercanos. ¡Me estremecí! ¡Habría sido muy comprometedor que me hubiera matado un rayo, a aquella hora, en Corsia Stadion! Menos mal que mi mujer también me tenía por hombre de gustos extraños, que podía correr hasta allí de noche, y entonces siempre hay excusa para todo.

Tuve que quedarme en aquel portal por más de una hora. Parecía siempre que quería escampar, pero de repente el temporal recuperaba su furor de otro modo. Ahora granizaba.

Había venido a hacerme compañía el portero de la casa y tuve que darle una propina para que retrasara el cierre del portal. Después entró en él un señor vestido de blanco y empapado. Era viejo, flaco y enjuto. No volví a verlo nunca más, pero no puedo olvidarlo por el brillo de sus ojos negros y por la energía que irradiaba toda su persona. Blasfemaba por haberse visto empapado de ese modo.

A mí siempre me ha gustado charlar con la gente que no conozco. Me siento sano y seguro. Es incluso un descanso. Debo estar atento para no cojear, y estoy salvado.

Cuando, por fin, amainó, me dirigí en seguida, no a mi casa, sino a la de mi suegro. Me parecía que en aquel momento debía correr en seguida a la llamada y jactarme de haber acudido.

Mi suegro se había quedado dormido y Augusta, a quien ayudaba una monja, pudo reunirse conmigo. Dijo que había hecho bien en venir y se arrojó a mis brazos llorando. Había visto sufrir horriblemente a su padre.

Advirtió que yo estaba empapado. Me hizo sentarme en una butaca y me tapó con mantas. Después pudo permanecer un rato junto a mí. Yo estaba muy cansado y hasta en el breve tiempo que pudo quedarse conmigo, tuve que luchar con el sueño. Me sentía muy inocente porque de momento no la había traicionado permaneciendo lejos del domicilio conyugal toda una noche. Era tan bella la inocencia, que intenté aumentarla. Comencé a decir palabras que parecían una confesión. Le dije que me sentía débil y culpable y, como en ese momento ella me miró pidiéndome explicaciones, hundí la cabeza en el almohadón y, refugiándome en la filosofía, le conté que todos mis pensamientos iban acompañados del sentimiento de la culpa.

—Así piensan también los religiosos —dijo Augusta—. ¿Quién sabe si no nos vemos castigados así por culpas que ignoramos?

Decía palabras adecuadas para acompañar a sus lágrimas, que seguía derramando. Me pareció que no había comprendido bien la diferencia entre mi pensamiento y el de los religiosos, pero no quise discutir y, con el sonido monótono del viento que se había intensificado, con la tranquilidad que me daba también ese arrebato de confesión, me sumí en un largo sueño reparador.

Cuando le llegó el turno al maestro de canto, todo quedó arreglado en pocas horas. Hacía tiempo que lo había elegido y, a decir verdad, me había fijado en su nombre, ante todo, porque era el maestro más barato de Trieste. Para no comprometerme, la propia Carla se encargó de hablar con él. Yo no lo vi nunca, pero debo decir que ahora sé mucho de él y es una de las personas que más aprecio en este mundo. Debe de ser un hombre sencillo y sano, lo que es extraño en el caso de un artista que vivía para su arte, como ese Vittorio Lali. En resumen, un hombre envidiable por ser genial y también sano.

No tardé en notar que la voz de Carla se suavizó y se volvió más flexible y más segura. Nosotros habíamos temido que el maestro le fuera a imponer un esfuerzo. Como había hecho el elegido por Copler. Tal vez se adaptara al deseo de Carla, pero el caso es que siempre fue del género preferido por ella. Hasta muchos meses después no se dio cuenta de haberse alejado ligeramente de él, al retinarse. Ya no cantaba las canciones triestinas y ni siquiera las napolitanas, sino que había pasado a canciones italianas antiguas y a Mozart y a Schubert. Recuerdo en especial una canción de cuna atribuida a Mozart, y en los días que siento más la tristeza de la vida y añoro a la muchacha que fue mía y a la que no amé, me resuena en el oído la nana como un reproche. Entonces vuelvo a ver a Carla disfrazada de madre que saca de su interior los sonidos más dulces para hacer dormir a su hijo. Y, sin embargo, ella, que había sido una amante inolvidable, no podía ser una buena madre, ya que era una mala hija. Pero está visto que saber cantar como una madre es una característica que se superpone a cualquier otra.

Por Carla supe la historia del maestro. Había estudiado algunos años en el Conservatorio de Viena y después había venido a Trieste, donde había tenido la fortuna de trabajar para nuestro mayor compositor, afectado de ceguera. Escribía sus composiciones al dictado, pero gozaba, además, de su confianza, que los ciegos deben conceder enteramente. Así llegó a conocer sus propósitos, sus convicciones maduras y sus sueños, aún juveniles. No tardó en tener en el alma toda la música, incluso la que necesitaba Carla. Me describió también su aspecto: joven, rubio, bastante robusto, descuidado en el vestir, camisa suelta, no siempre limpia, corbata que debía de haber sido negra, grande y suelta, sombrero flexible de alas descomunales. De pocas palabras —por lo que me decía Carla y debo creerlo, porque pocos meses después se volvió charlatán con ella y al instante me lo dijo— y dedicado por entero a la misión que había aceptado.

Muy pronto mi vida empezó a sufrir complicaciones. Por la mañana llevaba a Carla, además de amor, unos amargos celos, que durante el día se volvían mucho menos amargos. Me parecía imposible que ese joven no aprovechara la presa buena y fácil. Carla parecía asombrada de que yo pudiera pensar una cosa así, pero a mí me ocurría lo mismo de verla asombrada. ¿Es que ya no recordaba cómo habían ido las cosas entre ella y yo?

Un día llegué hasta ella furioso de celos y ella, espantada, se declaró al instante dispuesta a despedir al maestro. No creo que su espanto fuese producto exclusivo del miedo a verse privada de mi ayuda, porque en aquella época me dio pruebas de afecto de las que no puedo dudar y que a veces me hicieron dichoso, mientras que, cuando me encontraba en otro estado de ánimo, me fastidiaron por parecerme actos hostiles hacia Augusta, a los que, aunque me costara, me veía obligado a asociarme. Su propuesta me turbó. Ya me encontrase en el momento del amor o en el del arrepentimiento, yo no quería aceptar un sacrificio de su parte. Debía de haber alguna comunicación entre mis dos estados de ánimo y yo no quería disminuir mi ya escasa libertad para pasar del uno al otro. Por eso, no podía aceptar una propuesta semejante, que, en cambio, me volvió más cauto, por lo que, hasta cuando estaba exasperado por los celos, supe ocultarlos. Mi amor se volvió más airado y Carla acabó pareciéndome un ser inferior, cuando la deseaba y también cuando no la deseaba. O me traicionaba o no me importaba nada. Cuando no la odiaba, no recordaba que existiera. Yo pertenecía al ambiente de salud y honradez en que reinaba Augusta y al que regresaba en seguida con el cuerpo y el alma, en cuanto Carla me dejaba libre.

Dada la absoluta sinceridad de Carla, sé exactamente durante qué período, larguísimo, fue mía del todo, y mis celos recurrentes de entonces sólo pueden considerarse manifestación de un recóndito sentido de justicia. Sin embargo, debía ocurrirme lo que me merecía. Primero se enamoró el maestro. Creo que el primer síntoma de su amor consistió en ciertas palabras que Carla me contó con aire de triunfo por considerar que señalaban su primer gran éxito artístico, que merecía un elogio mío. Al parecer, le había dicho que ya se había aficionado tanto a su misión de maestro que, si ella no hubiera podido pagarle, habría seguido dándole las clases gratis. Yo le habría dado una bofetada, pero después vino el momento en que pude fingir que sabía gozar de su triunfo auténtico. Carla olvidó la contracción al principio de todos los músculos de mi cara, como si hubiera hincado los dientes en un limón, y aceptó serena el elogio tardío. Él le había contado todos sus asuntos, que no eran muchos: música, miseria y familia. Su hermana le había dado grandes disgustos y él había sabido comunicar a Carla una gran antipatía por esa mujer, que no conocía. Esa antipatía me pareció muy comprometedora. Ahora cantaban juntos canciones suyas, que me parecieron muy poca cosa tanto cuando amaba a Carla como cuando la sentía como una carga. No obstante, puede que fueran buenas, a pesar de que no he vuelto a oír hablar de ellas. Después dirigió orquestas en Estados Unidos y tal vez allí se canten esas canciones.

Pero un buen día Carla me contó que él le había pedido que fuera su esposa y que ella lo había rechazado. Entonces yo pasé dos cuartos de hora de verdad terribles: el primero cuando me sentí tan invadido por la ira, que me habría gustado esperar al maestro para echarlo a patadas, y el segundo cuando no encontré el modo de conciliar la posibilidad de la continuación de mi misión con ese matrimonio, que, en el fondo, era algo bello y moral y una simplificación mucho más segura de mi posición que la carrera que Carla se imaginaba iniciar en mi compañía.

¿Por qué se había apasionado aquel maldito maestro de ese modo y tan pronto? Ahora, después de un año de relación, todo se había atenuado entre Carla y yo, hasta mi ceño cuando la abandonaba. Ahora mis remordimientos eran muy fáciles de soportar y, aunque Carla tuviera aún razón de llamarme rudo en el amor, parecía que se había acostumbrado a ello. Debía de haberle resultado fácil, pues yo no fui nunca tan brutal como en los primeros días de nuestra relación y, tras haber soportado ese primer exceso, el resto debió de parecerle suavísimo en comparación.

Por eso, hasta cuando Carla ya no me importaba tanto, me resultó siempre fácil prever que el día siguiente no me sentiría contento de ir a buscar a mi amante y ya no encontrarla. Desde luego, habría sido bellísimo entonces saber volver a Augusta sin el habitual intermedio con Carla y en aquel momento me sentía más que capaz de eso; pero antes quería probar. Mi propósito en ese momento debió de ser poco más o menos el siguiente: «Mañana le rogaré que acepte la propuesta del maestro, pero hoy se lo impediré». Y con gran esfuerzo seguí comportándome como amante. Ahora, al contarlo, tras haber consignado todas las fases de mi aventura, podría parecer que yo intentaba conseguir que mi amante se casara con otro y conservarla al mismo tiempo, lo que habría sido la política de un hombre más sagaz que yo y más equilibrado, si bien igualmente corrompido. Pero no es cierto: ella no podía decidirse a hacerlo hasta el día siguiente. Por eso, no desapareció hasta entonces ese estado mío que me obstino en calificar de inocencia. Ya no era posible adorar a Carla por un breve período del día y después odiarla durante veinticuatro horas seguidas, y levantarse todas las mañanas, ignorante como un recién nacido, para vivir el día, tan semejante a los anteriores, para sorprenderse de las aventuras que aportaba y que debería haber sabido de memoria. Eso ya no era posible. Se me presentaba la eventualidad de perder para siempre a mi amante, si no sabía dominar mi deseo de librarme de ella. ¡Al instante lo dominé!

Y así es como aquel día, cuando ella ya no me importaba, hice a Carla una escena de amor que, por su falsedad y su vehemencia, se parecía a la que, bajo los efectos del vino, había hecho a Augusta aquella noche en el coche. Sólo que en ese caso faltaba el vino y acabé conmoviéndome de verdad con el sonido de mis palabras. Le declaré que la amaba, que ya no podía vivir sin ella y que, además, me parecía exigirle el sacrificio de su vida, en vista de que no podía ofrecerle nada que pudiera igualar a lo que Lali le ofrecía.

Fue una nota muy nueva en nuestra relación, a pesar de que ésta había conocido tantas horas de gran amor. Ella escuchaba mis palabras extasiada. Mucho después se dispuso a convencerme de que no había por qué afligirse tanto porque Lali se hubiera enamorado. ¡No pensaba en él en absoluto!

Le di las gracias, con el mismo fervor, si bien ahora no llegaba a conmoverme. Sentía un peso en el estómago: evidentemente, estaba más comprometido que nunca. Mi aparente fervor, en lugar de disminuir, aumentó, sólo para permitirme decir unas palabras de admiración hacia el pobre Lali. Yo no quería perderlo en absoluto, quería salvarlo, pero para el día siguiente.

A la hora de decidir si conservar o despedir al maestro, no tardamos en ponernos de acuerdo. Por otra parte, yo no habría querido privarla, además del matrimonio, de la carrera. También ella confesó que deseaba conservar a su maestro: con cada clase le aportaba la prueba de la necesidad de su asistencia. Me aseguró que podía vivir tranquilo y confiado: me amaba a mí y a nadie más.

Evidentemente, mi traición se había extendido y ampliado. Me había apegado a mi amante con los vínculos de un nuevo afecto que invadía un territorio hasta entonces reservado sólo a mi afecto legítimo. Pero, al volver a casa, también ese afecto dejaba de existir y se derramaba, aumentado, sobre Augusta. Por Carla no sentía sino profunda desconfianza. ¡Quién sabe lo que habría de cierto en esa propuesta de matrimonio! No me habría asombrado que un buen día, sin haberse casado con el maestro, Carla me hubiera regalado un hijo dotado de un gran talento para la música. Y volvieron a aparecer los férreos propósitos que me acompañaban hasta la casa de Carla, para abandonarme cuando estaba con ella y volver a asaltarme cuando aún no la había dejado. Todo ello sin consecuencias de ninguna clase.

Y no hubo otras consecuencias de esas novedades. Pasó el verano y se llevó a mi suegro. Después estuve muy ocupado en la nueva casa comercial de Guido, donde trabajé más que en ningún otro sitio, incluidas las diferentes facultades universitarias. De esa actividad mía hablaré más adelante. Pasó también el invierno y después brotaron en mi jardincito las primeras hojas verdes y éstas no me vieron nunca tan desalentado como las del año anterior. Nació mi hija Antonia. El maestro de Carla seguía a nuestra disposición, pero Carla no quería ni oír hablar de él y yo tampoco, de momento.

En cambio, hubo graves consecuencias en mis relaciones con Carla por acontecimientos que, en realidad, podrían haber parecido insignificantes. Pasaron casi desapercibidos y sólo se revelaron por las consecuencias que dejaron.

Precisamente en los albores de la primavera, tuve que aceptar ir a pasear con Carla al Jardín Público. Me parecía un grave compromiso, pero Carla deseaba tanto caminar del brazo conmigo al sol, que acabé complaciéndola. No nos iba a estar permitido nunca, ni siquiera por breves instantes, vivir como marido y mujer y también ese intento acabó mal.

Para mejor disfrutar de la nueva y repentina tibieza procedente del cielo, en el que parecía que el sol hubiera recuperado su dominio desde hacía poco, nos sentamos en un banco. El jardín, las mañanas de días festivos, estaba desierto y a mí me parecía que, no moviéndome, disminuía el riesgo de ser observado. En cambio, apoyando la axila en la muleta, a pasos lentos, pero enormes, se acercó a nosotros Tullio, el de los cincuenta y cuatro músculos y, sin mirarnos, se sentó a nuestro lado. Después levantó la cabeza, su mirada se encontró con la mía y me saludó:

—¡Cuánto tiempo! ¿Cómo estás? ¿Estás, por fin, menos ocupado?

Se había sentado justo a mi lado y, con mi reacción de sorpresa, me moví de modo que le impidiera ver a Carla. Pero él, tras haberme estrechado la mano, me preguntó:

—¿Tu señora?

Esperaba que lo presentara.

Me resigné.

—La señorita Carla Gerco, una amiga de mi esposa.

Después seguí mintiendo y más adelante supe por Tullio que la segunda mentira bastó para revelarle toda la verdad. Con sonrisa forzada dije:

—También la señorita se ha sentado por casualidad en este banco junto a mí sin verme.

El mentiroso debería tener presente que, para que lo crean sólo debe decir las mentiras necesarias. Cuando nos encontramos de nuevo, Tullio me dijo con su sentido común popular:

—Explicaste demasiadas cosas y, por eso, adiviné que mentías y que aquella señorita tan bella era tu amante.

Yo entonces ya había perdido a Carla y con gran voluptuosidad le confirmé que había dado en el blanco, pero le conté con tristeza que ahora ya me había abandonado. No me creyó y yo se lo agradecí. Me parecía que su incredulidad era un buen augurio.

Carla fue presa de un malhumor como yo no le había visto nunca. Ahora sé que desde aquel momento comenzó su rebelión. No lo advertí en seguida, porque, para escuchar a Tullio, que se había puesto a hablarme de su enfermedad y de las curas que emprendía, yo le daba la espalda. Más adelante supe que una mujer, aun cuando se deje tratar con menos amabilidad siempre, salvo en ciertos instantes, no admite que renieguen de ella en público. Manifestó su desdén más hacia el pobre cojo que hacia mí y no le respondió, cuando él le dirigió la palabra. Tampoco yo escuchaba a Tullio porque por el momento no conseguía interesarme por sus curas. Lo miraba en los ojillos para tratar de averiguar qué pensaba de aquel encuentro. Sabía que ahora él estaba jubilado y que, como tenía todo el día libre, podía invadir fácilmente con sus charlas todo el pequeño ambiente social de nuestra Trieste de entonces.

Después, tras una larga meditación, Carla se levantó para dejarnos. Murmuró:

—Adiós —y se marchó.

Yo sabía que estaba enfadada conmigo y, sin dejar de tener en cuenta la presencia de Tullio, intenté ganar el tiempo necesario para aplacarla. Le pedí permiso para acompañarla, ya que iba en la misma dirección. Su seco saludo significaba la ruptura pura y simple y aquélla fue la primera vez que la temí en serio. La dura amenaza me quitaba el aliento.

Pero la propia Carla no sabía aún adonde se dirigía con su paso decidido. Se desahogaba de un enfado momentáneo, que no tardaría en abandonarla.

Me esperó y después caminó a mi lado sin hablar. Cuando llegamos a casa, fue presa de un arrebato de llanto, que no me espantó porque la impulsó a refugiarse entre mis brazos. Yo le expliqué quién era Tullio y los perjuicios que me podría haber causado, si hablaba. Al ver que seguía llorando, pero sin apartarse de mis brazos, me atreví a adoptar un tono más decidido: entonces, ¿quería comprometerme? ¿No habíamos dicho siempre que haríamos todo lo posible para evitar dolores a esa pobre mujer que era, al fin y al cabo, mi esposa y la madre de mi hijita?

Pareció que Carla se tranquilizaba, pero quiso quedarse sola para calmarse. Yo me marché bastante contento.

Debió ser a causa de esa aventura por lo que le entró el deseo de aparecer en público como mi esposa. Parecía que, al no querer casarse con el maestro, tenía intención de obligarme a ocupar una parte mayor del lugar que a aquél negaba. Me importunó durante mucho tiempo con que comprara dos butacas para un teatro, que ocuparíamos entrando por lugares distintos para encontrarnos sentados uno junto al otro como por casualidad. Con ella sólo llegué, pero varias veces, hasta el Jardín Público, hito de mis recorridos, al que ahora llegaba desde el otro lado. Más allá, ¡nunca! Por eso, mi amante acabó pareciéndoseme demasiado. En cualquier momento, la tomaba conmigo sin razón con estallidos de cólera repentinos. Se le pasaban pronto, pero bastaban para volverme muy buenecito y dócil. Muchas veces la encontraba hecha un mar de lágrimas y nunca conseguía de ella una explicación de su dolor. Tal vez la culpa fuera mía, porque no insistí bastante para que me la diera. Cuando la conocí mejor, es decir, cuando me abandonó, no necesité otras explicaciones. Acuciada por la necesidad, se había lanzado a aquella aventura conmigo, que no le convenía, la verdad. Entre mis brazos se había vuelto mujer y —así me gusta suponerlo— mujer honesta. Por supuesto, eso no hay que atribuirlo a mérito mío alguno, tanto más cuanto que todo el perjuicio fue para mí.

Se le ocurrió un nuevo capricho que al principio me sorprendió y poco después me conmovió y enterneció: quiso ver a mi mujer. Juraba que no se acercaría a ella y que se comportaría de modo que no la viera. Le prometí que, cuando supiese que mi mujer iba a salir a una hora precisa, se lo diría. Debía ver a mi mujer no cerca de mi casa, lugar desierto donde una persona sola no pasaría desapercibida, sino en una calle populosa de la ciudad.

Por aquel tiempo aquejó a mi suegra una enfermedad en los ojos que la obligó a llevarlos vendados varios días. Se moría de aburrimiento y, para convencerla de que siguiera la cura estrictamente, sus hijas permanecían a su lado por turno: mi mujer por la mañana y Ada hasta las cuatro en punto de la tarde. Con decisión instantánea dije a Carla que mi mujer salía de la casa de mi suegra todos los días a las cuatro en punto. Ni siquiera ahora sé exactamente por qué presenté Ada a Carla como si fuera mi mujer. Es cierto que, después de la petición de matrimonio del maestro, yo sentía la necesidad de vincular más a mi amante conmigo y tal vez creyera que cuanto más bella le pareciese mi mujer, tanto más apreciaría al hombre, que sacrificaba (es un decir) por ella a semejante mujer. En aquella época Augusta no era sino una nodriza sanísima. Puede que también influyera en mi decisión la prudencia. Desde luego, tenía razón para temer los humores de la amante y si ésta se hubiera dejado llevar hasta el extremo de cometer un acto desconsiderado con Ada, no habría tenido importancia, pues ésta me había dado pruebas de que nunca intentaría difamarme ante mi mujer.

Si Carla me hubiera comprometido con Ada, yo habría contado todo a ésta y, a decir verdad, con cierta satisfacción.

Pero mi política tuvo un éxito imprevisible; la verdad. Movido por cierta ansiedad, la mañana siguiente fui a casa de Carla más temprano de lo habitual. La encontré del todo cambiada con respecto al día anterior. Una gran seriedad había invadido el noble óvalo de su cara. Quise besarla, pero me rechazó y después se dejó rozar las mejillas con mis labios, sólo para inducirme a escucharla dócilmente. Me senté frente a ella del otro lado de la mesa. Ella, sin apresurarse demasiado, cogió una hoja de papel en la que había estado escribiendo hasta mi llegada y lo dejó entre unas partituras que se encontraban sobre la mesa. Yo no presté atención a aquella hoja y hasta más adelante no supe que era una carta que estaba escribiendo a Lali.

Y, sin embargo, sé que incluso en aquel momento el ánimo de Carla era presa de las dudas. Sus serios ojos me miraban escrutadores; después los dirigía a la luz de la ventana para mejor aislarse y estudiar su ánimo. ¿Quién sabe? Si yo al instante hubiera adivinado mejor lo que se debatía en su interior, habría podido conservar aún mi deliciosa amante.

Me contó su encuentro con Ada. La había esperado delante de la casa de mi suegra y, cuando la vio llegar, la reconoció al instante.

—No había posibilidad de equivocarse. Me la habías descrito en sus rasgos más importantes. ¡Oh, tú la conoces bien!

Calló por un instante para dominar la conmoción, que le formaba un nudo en la garganta. Después continuó:

—Yo no sé qué habrá pasado entre vosotros, pero no quiero traicionar nunca más a esa mujer tan bella y tan triste. ¡Y hoy mismo escribo al maestro de canto que estoy dispuesta a casarme con él!

—¡Triste! —grité yo, sorprendido—. Te equivocas, o bien en ese momento le hacía daño un zapato.

¡Ada triste! Pero, si reía y sonreía todo el tiempo; hasta aquella misma mañana que la había visto por un instante en mi casa.

Pero Carla estaba mejor informada que yo:

—¡Un zapato! Pero ¡si llevaba el paso de una diosa caminando por las nubes!

Me contó cada vez más conmovida que había conseguido que Ada le dirigiera una palabra, con su voz tan dulce. Ada había dejado caer el pañuelo y Carla lo recogió y se lo dio. Su breve palabra de agradecimiento conmovió a Carla hasta hacer que se le saltaran las lágrimas. Hubo algo más entre las dos mujeres: Carla afirmaba que Ada había notado también que ella lloraba y que se había separado de ella con una mirada acongojada de solidaridad. Para Carla todo estaba claro: ¡mi mujer sabía que yo la traicionaba y por ello sufría! A eso se debía el propósito de no volver a verme y de casarse con Lali.

¡No sabía cómo defenderme! Me resultaba fácil hablar con absoluta antipatía de Ada, pero no de mi mujer, la sana nodriza que no advertía en absoluto lo que sucedía en mi ánimo, dedicada como estaba por entero a su tarea. Pregunté a Carla si había notado la dureza de los ojos de Ada y si no había advertido que su voz era baja y ruda, carente de la menor dulzura. Para recuperar al instante el amor de Carla, con mucho gusto habría atribuido a mi mujer muchos otros defectos, pero no podía porque, desde hacía un año, no hacía otra cosa que elevarla al séptimo cielo ante mi amante.

Me salvé de otro modo. Fui presa yo también de una gran emoción, que me llenó los ojos de lágrimas. Me parecía tener razones legítimas para sentir compasión de mí mismo. Sin quererlo, me había metido en un lío desdichadísimo. Esa confusión entre Ada y Augusta era insoportable. La verdad era que mi mujer no era tan bella y que Ada (de ella era de quien Carla sentía tanta compasión) me había hecho mucho daño. Por eso Carla era muy injusta al juzgarme.

Las lágrimas suavizaron a Carla:

—¡Querido Dario! ¡Qué bien me hacen tus lágrimas! Debe de haber habido un malentendido entre vosotros dos y tenéis que aclararlo. Yo no quiero juzgarte demasiado severamente, pero no volveré a traicionar a esa mujer, ni quiero ser la causa de sus lágrimas. ¡Lo he jurado!

A pesar del juramento, acabó traicionándola por última vez. Le habría gustado separarse de mí para siempre con un último beso; pero yo ese beso sólo lo daba de un modo; de lo contrario, me habría ido lleno de rencor. Por eso, se resignó. Los dos murmurábamos:

—¡Por última vez!

Fue un instante delicioso. El propósito, concebido entre dos, borraba cualquier culpa. ¡Éramos inocentes y felices! Mi benévolo destino me había reservado un instante de felicidad perfecta.

Me sentía tan feliz, que continué la comedia hasta el momento de separarnos. Ella rechazó el sobre que yo llevaba siempre en el bolsillo y no quiso ni siquiera un recuerdo mío. Había que borrar de nuestra nueva vida cualquier rastro del pasado. Entonces la besé de buen grado en la frente, paternal, como había deseado antes.

Después, en la escalera, tuve una vacilación porque la cosa se estaba volviendo demasiado seria, mientras que, si hubiera sabido que el día siguiente iba a estar a mi entera disposición, no se me habría ocurrido pensar tan pronto en el futuro. Ella me miraba bajar desde su rellano y yo, un poco en broma, le grité:

—¡Hasta mañana!

Ella se retiró sorprendida y casi espantada y se alejó diciendo:

—¡Nunca más!

Sin embargo, yo sentí alivio por haberme atrevido a pronunciar la palabra que permitía prever otro último abrazo, cuando lo deseara. Carente de deseos y de obligaciones, pasé todo un día hermoso con mi mujer y después en el despacho de Guido. Debo decir que la falta de obligaciones me acercaba a mi mujer y a mi hija. Era para ellas algo más que de costumbre: no sólo amable, sino un padre auténtico que dispone y manda sereno, y sólo piensa en su casa. Al acostarme, me dije en forma de propósito:

—Todos los días deberían parecerse a éste.

Antes de quedarme dormido, Augusta sintió la necesidad de confiarme un gran secreto: lo había sabido por su madre ese mismo día. Unos días antes Ada había sorprendido a Guido abrazando a una criada. Ada había querido adoptar una actitud altiva, pero la criada se había mostrado insolente y Ada la había despedido. El día anterior habían estado ansiosos por saber cómo se lo tomaría Guido. Si se hubiera quejado, Ada habría pedido la separación. Pero Guido se había echado a reír y había afirmado que Ada no había visto bien; pero no tenía inconveniente en que, a pesar de ser inocente, despidieran a esa mujer, por la que decía sentir sincera antipatía. Parecía que ahora las cosas se habían arreglado.

A mí me interesaba saber si Ada no había visto bien, cuando había sorprendido a su marido en esa posición. ¿Era aún posible dudar? Porque había que recordar que, cuando dos se abrazan, tienen una posición muy distinta de cuando uno limpia los zapatos al otro. Me encontraba de excelente humor. Sentía incluso la necesidad de mostrarme justo y sereno a la hora de juzgar a Guido. Desde luego, Ada era celosa y podía ser que hubiese visto disminuidas las distancias y cambiadas de sitio a las personas.

Con voz acongojada Augusta dijo que estaba segura de que Ada había visto bien y ahora, por su excesivo afecto, modificaba el juicio. Añadió:

—¡Habría hecho mucho mejor casándose contigo!

Yo, que cada vez me sentía más inocente, le regalé esta frase:

—¡Vete tú a saber si no hubiera hecho mejor yo casándome con ella y no contigo!

Después, antes de quedarme dormido, murmuré:

—¡Menudo canalla! ¡Ensuciar así su casa!

Era bastante sincero reprochándole el aspecto de su acción que no tenía por qué reprocharme a mí mismo.

La mañana siguiente me levanté con el vivo deseo de que al menos ese primer día se pareciese exactamente al anterior. Era probable que los propósitos deliciosos del día anterior no obligaran a Carla más que a mí, y yo me sentía del todo libre de ellos. Habían sido demasiado bellos como para obligar. Desde luego, el ansia por saber lo que pensaba Carla de eso me hacía correr. Me habría gustado encontrarla dispuesta para otro propósito. La vida pasaría, colmada de goces, pero también de esfuerzos por mejorar, y cada uno de mis días estaría dedicado en gran parte al bien y en pequeñísima medida al remordimiento. Estaba ansioso porque en todo aquel año rico para mí en propósitos, Carla sólo había tenido uno: demostrar que me quería. Lo había mantenido y resultaba difícil inferir de eso si ahora le resultaría fácil mantener el nuevo propósito, opuesto al antiguo.

Carla no estaba en casa. Fue una gran desilusión y me mordí los dedos de disgusto. La vieja me hizo pasar a la cocina. Me contó que Carla volvería antes de la noche. Le había dicho que iba a comer fuera, por lo que en el fogón no ardía ni siquiera el fueguecito de costumbre.

—¿No lo sabía usted? —me preguntó la vieja poniendo unos ojos como platos de sorpresa.

Pensativo y distraído, murmuré:

—Ayer lo sabía. Pero no estaba seguro de que la comunicación de Carla fuera válida para hoy.

Me fui tras haberme despedido con amabilidad. Rechinaba los dientes, pero a escondidas. Necesitaba tiempo para armarme de valor y encolerizarme en público. Entré en el Jardín Público y me paseé por él una media hora a fin de darme tiempo para entender las cosas. Estaban tan claras, que ya no entendía nada. De repente, sin la menor piedad, me veía obligado a mantener un propósito semejante. Me sentía mal, mal de verdad. Cojeaba y luchaba también con una especie de ahogo. Suelo tener esos ahogos: respiro muy bien, pero cuento cada respiración, porque debo hacer una tras otra a propósito. Tengo la sensación de que, si no estuviera atento, moriría asfixiado.

A esa hora debería haber ido a mi despacho o, mejor, al de Guido. Pero no podía alejarme así de aquel lugar. ¿Qué iba a hacer después? ¡Bien diferente era ese día del anterior! Si, al menos, hubiera sabido la dirección de ese maldito maestro que a fuerza de cantar a mis expensas me había quitado a mi amante.

Acabé volviendo junto a la vieja. Ya encontraría un recado para Carla que la indujera a volver a verme. Ya lo más difícil era tenerla a tiro lo más pronto posible. El resto no ofrecería grandes dificultades.

Encontré a la vieja sentada junto a una ventana de la cocina, remendando una media. Se alzó las gafas y, casi temerosa, me lanzó una mirada inquisitiva. ¡Yo vacilé! Después le pregunté:

—¿Sabe usted que Carla ha decidido casarse con Lali?

Me parecía contarme a mí mismo esa noticia. Carla me la había repetido dos veces, pero el día anterior yo le había prestado poca atención. Esas palabras de Carla habían herido mis oídos y con toda claridad porque las había recordado, pero se habían deslizado sin penetrar más. Ahora llegaban a las entrañas, que se retorcían de dolor.

La vieja me miró también vacilante. Desde luego, temía cometer indiscreciones, que podrían reprocharle después. Luego exclamó, llena de evidente alegría:

—¿Se lo ha dicho Carla? Entonces, ¡así debe de ser! ¡Yo creo que haría bien! ¿Qué le parece a usted?

Ahora reía de gusto, la maldita vieja, que yo siempre había creído informada de mis relaciones con Carla. Con gusto le habría pegado, pero me limité a decir que primero habría esperado a que el maestro tuviera una posición. En resumen, a mí me parecía precipitado.

Con su alegría, la señora se volvió por primera vez locuaz conmigo. No era de mi opinión. Cuando uno se casa de joven, tiene que hacer carrera después de casarse. ¿Por qué había que hacerla antes? Carla tenía tan pocas necesidades. Ahora su voz costaría menos, puesto que su maestro sería su marido.

Esas palabras que podían significar un reproche a mi avaricia, me dieron una idea que me pareció magnífica y que por el momento me consoló. El sobre que llevaba siempre en el bolsillo interior de la chaqueta debía de contener ya una bonita suma. Lo saqué del bolsillo, lo cerré y se lo entregué a la vieja para que se lo diera a Carla. Tal vez tuviese también el deseo de pagar por fin de modo decoroso a mi amante, pero el deseo más fuerte era el de volver a verla y poseerla. Carla volvería a verme tanto en caso de que desease devolverme el dinero como de que prefiriera quedárselo, porque entonces habría sentido la necesidad de agradecérmelo. Respiré: ¡aún no había terminado todo para siempre!

Dije a la vieja que el sobre contenía un poco de dinero, resto del que me habían dado para ellas los amigos del pobre Copler. Después, muy tranquilo, le pedí que dijera a Carla que yo seguía siendo su buen amigo para toda la vida y que, si necesitaba ayuda, podía dirigirse a mí con entera libertad. Así pude darle mi dirección, que era la del despacho de Guido.

Me marché con paso mucho más elástico que el que me había conducido hasta allí.

Pero ese día tuve una discusión violenta con Augusta. Se trataba de algo sin importancia. Yo decía que la sopa estaba demasiado salada y ella afirmaba que no. Tuve un ataque de ira demente, porque me parecía que se burlaba de mí y tiré hacia mí con violencia el mantel, con lo que todos los platos de la mesa volaron al suelo. La niña, que estaba en brazos de la niñera, se puso a chillar, lo que me mortificó mucho, porque su boquita parecía reprocharme mi conducta. Augusta palideció como sólo ella sabía, cogió a la niña en brazos y salió. Me pareció que también su comportamiento era excesivo: ¿iba a dejarme comer solo como un perro? Pero en seguida volvió, sin la niña, puso la mesa de nuevo y se sentó delante de su plato, en el que metió la cuchara como si se dispusiera a comer.

Yo blasfemaba entre dientes, pero ya sabía que había sido un juguete en manos de fuerzas desencadenadas por la naturaleza. La naturaleza, que no encontraba dificultades para acumularlas, encontraba aún menos para desencadenarlas. Mis blasfemias iban ahora dirigidas contra Carla, que fingía actuar sólo en beneficio de mi mujer. ¡Así me habían salido las cosas!

Augusta, de acuerdo con una actitud a la que ha permanecido fiel hasta hoy, cuando me ve en ese estado, no protesta, no llora, no discute. Cuando me puse a pedirle perdón con dulzura, quiso explicarme una cosa: no se había reído, se había limitado a sonreír del modo que me había gustado tantas veces y que tantas veces había yo alabado.

Sentí profunda vergüenza. Supliqué que trajeran en seguida a la niña con nosotros y, cuando la tuve entre mis brazos, jugué con ella largo rato. Después la hice sentar en mi cabeza y, bajo sus falditas que me tapaban la cara, me sequé los ojos que se habían bañado con las lágrimas que Augusta no había derramado. Jugaba con la niña sabiendo que así, sin rebajarme hasta dar disculpas, me aproximaba de nuevo a Augusta y, en efecto, sus mejillas ya habían recuperado el color habitual.

Después también aquel día acabó muy bien y la tarde se pareció a la anterior. Era exactamente como si por la mañana hubiera encontrado a Carla en el sitio de costumbre. No me había faltado el desahogo. Había pedido disculpas repetidas veces porque debía inducir a Augusta a recuperar su sonrisa maternal, cuando decía o hacía extravagancias. ¡Ay de mí, si ella hubiera tenido que suprimir también una de sus habituales sonrisas afectuosas, que me parecían el juicio más completo y benévolo que se podía dar sobre mí!

Por la noche volvimos a hablar de Guido. Al parecer, entre él y Ada reinaba la paz más completa. Augusta se maravillaba de la bondad de su hermana. Sin embargo, esa vez me correspondía a mí sonreír porque era evidente que no recordaba su propia bondad, que era enorme. Le pregunté:

—Y si yo ensuciara nuestra casa, ¿no me perdonarías?

Vaciló y exclamó:

—Nosotros tenemos a nuestra niña, mientras que Ada no tiene hijos que la unan a ese hombre.

No amaba a Guido; pienso que tal vez sentía rencor hacia él porque me había hecho sufrir.

Pocos meses después, Ada regaló a Guido dos gemelos y Guido no comprendió nunca por qué lo felicitaba yo con tanto calor. Mira por dónde, por tener hijos, según el juicio de Augusta, las criadas de su casa podían ser suyas sin peligro para él.

Sin embargo, a la mañana siguiente, cuando en el despacho encontré un sobre dirigido a mí y escrito por Carla, respiré. Así, pues, nada había terminado y podíamos seguir viviendo provistos de todos los elementos necesarios. En breves palabras Carla me daba una cita para las once de la mañana en el Jardín Público, en la entrada de enfrente de su casa. No íbamos a encontrarnos en su cuarto, pero sí en un lugar muy próximo a él.

No pude esperar y llegué a la cita un cuarto de hora antes. Si Carla no hubiera estado en el lugar indicado, habría ido derecho a su casa, lo que habría sido mucho más cómodo.

También aquél era un radiante día de primavera dulce y luminosa. Cuando abandoné la ruidosa Corsia Stadion y entré en el jardín, me encontré en el silencio del campo, que no se puede considerar interrumpido por el ligero y continuo susurro de las plantas rozadas por la brisa.

Me disponía a salir con paso rápido del jardín, cuando vino a mi encuentro Carla. Llevaba en la mano mi sobre y se me acercaba sin una sonrisa de saludo: al contrario, con rígida decisión en su carita pálida. Llevaba un sencillo vestido de tejido grueso a rayas azules, que le quedaba muy bien. Parecía también ella parte del jardín. Más adelante, en los momentos en que más la odié, le atribuí la intención de haberse vestido así para volverse más deseable en el preciso momento en que se me negaba. En realidad, era el primer día de primavera que la vestía. Convenía recordar, además, que, en mi largo pero repentino amor, el adorno de mi mujer había intervenido poco. Había ido siempre derecho a su estudio, y las mujeres modestas llevan vestidos muy sencillos en casa.

Me tendió la mano, que yo le estreché, al tiempo que le decía:

—¡Te agradezco que hayas venido!

¡Cuánto más decoroso habría sido que durante toda aquella conversación hubiera conservado esa amabilidad!

Carla parecía conmovida y, cuando hablaba, una especie de convulsión le hacía temblar los labios. A veces, cuando cantaba, ese movimiento de los labios le impedía dar la nota exacta. Me dijo:

—Me gustaría complacerte y aceptar de ti este dinero, pero no puedo, no puedo en absoluto. Te lo ruego, tómalo.

Al verla cercana a las lágrimas, la complací al instante y tomé el sobre, que me encontré luego en la mano, mucho después de haber abandonado aquel lugar.

—¿De verdad no quieres saber nada más de mí?

Le hice esa pregunta sin pensar en que ella le había dado respuesta el día anterior. Pero ¿era posible que, tan deseable como la veía, se me negase?

—¡Zeno! —respondió la muchacha con cierta dulzura—. ¿No habíamos prometido que no volveríamos a vernos nunca? Después de esa promesa nuestra he adquirido obligaciones que se parecen a las que tú tenías antes de conocerme. Son tan sagradas como las tuyas. Espero que a estas alturas tu mujer ya habrá advertido que eres suyo por entero.

Así, pues, en su pensamiento seguía teniendo importancia la belleza de Ada. Si hubiese estado seguro de que su abandono era causado por ella, habría tenido modo de remediarlo. Le habría hecho saber que Ada no era mi mujer y le habría enseñado a Augusta con su ojo estrábico y su figura de nodriza sana. Pero ¿no eran ahora más importantes las obligaciones que había adquirido? Había que hablarlo.

Intenté hablar con tranquilidad, cuando, en realidad, me temblaban los labios, pero de deseo. Le dije que ella no sabía hasta qué punto era mía y que ya no tenía derecho a disponer de sí. Por mi cabeza cruzó la prueba científica de lo que quería decir, o sea, ese célebre experimento de Darwin con una yegua árabe, pero, gracias al cielo, estoy casi seguro de no haberlo citado. Sin embargo, debí de hablar de animales y de su fidelidad física, con un balbuceo sin sentido. Después abandoné los temas más difíciles, inaccesibles para ella y para mí en aquel momento, y dije:

—¿Qué obligaciones puedes haber adquirido? ¿Y qué importancia pueden tener frente a un afecto como el que nos ha unido durante más de un año?

La cogí con fuerza de la mano, por sentir la necesidad de un acto enérgico y no encontrar palabra alguna que pudiera suplirlo.

Ella se apartó con energía, como si hubiera sido la primera vez que me hubiese permitido semejante cosa.

—¡Nunca —dijo con la actitud de quien jura— he adquirido una obligación más sagrada! La he adquirido con un hombre que, a su vez, se ha comprometido de modo idéntico conmigo.

¡No había duda! La sangre que le coloreó de repente las mejillas afluía empujada por el rencor hacia el hombre que no había asumido ningún compromiso hacia ella. Y se explicó aún mejor:

—Ayer caminamos por las calles, uno del brazo del otro en compañía de su madre.

Era evidente que mi mujer se alejaba cada vez más de mí. Yo corría tras ella enloquecido, con saltos semejantes a los de un perro al que se le disputa un sabroso trozo de carne.

Volví a cogerle la mano con violencia.

—Pues bien —propuse—, caminemos así, cogidos de la mano, por toda la ciudad. Para que nos observen mejor, pasemos por la Corsia Stadion y después por los soportales de Chiozza y Corso abajo hasta Sant’Andrea para volver a nuestra habitación por un camino muy distinto a fin de que toda la ciudad nos vea.

Mira por dónde, ¡por primera vez renunciaba a Augusta! Y me pareció una liberación porque de ella era de quien Carla quería separarme.

Volvió a apartarse de nuevo y dijo seca:

—¡Sería más o menos el mismo camino que recorrimos nosotros ayer!

Volví a saltar:

—Y él, ¿sabe todo? ¿Sabe que aun ayer fuiste mía?

—Sí —dijo con orgullo—. Lo sabe todo, todo.

Me sentía perdido y, con mi rabia, semejante al perro que, cuando no puede alcanzar el bocado deseado, muerde la ropa de quien se lo disputa, dije:

—Ese prometido tuyo tiene un estómago excelente. Hoy me digiere a mí y mañana podrá digerir todo lo que quieras.

Yo no percibía el sonido exacto de mis palabras. Sabía que gritaba de dolor. En cambio, ella puso una expresión de indignación, de la que no habría creído capaces sus ojos negros y dulces de gacela:

—¿A mí me lo dices? ¿Y por qué no tienes el valor de decírselo a él?

Me volvió la espalda y con paso rápido se dirigió hacia la salida. Yo ya sentía remordimiento por lo que había dicho, pero estaba confuso por la gran sorpresa de que ahora me estuviera prohibido tratar a Carla con menor dulzura. Esa sorpresa me tenía clavado en el sitio. La figurita azul y blanca, con paso corto y rápido, alcanzaba ya la salida, cuando me decidí a correr tras ella. No sabía qué le iba a decir, pero era imposible que nos separásemos así.

La detuve en el portal de su casa y sólo le dije, sincero, el gran dolor de aquel momento:

—¿Vamos a separarnos así, después de tanto amor?

Ella continuó sin responder y yo la seguí también por la escalera. Después me miró con sus ojos enemigos.

—Si quiere usted ver a mi prometido, venga conmigo, ¿no lo oye? Es él quien toca el piano.

Entonces oí las notas sincopadas del Adiós de Schubert, transcrito por Liszt.

Aunque desde la infancia no he manejado ni sable ni bastón, no soy hombre temeroso. El gran deseo que me había conmovido hasta entonces había desaparecido de improviso. Del macho sólo quedaba en mí la combatividad. Había pedido, imperioso, una cosa que no me correspondía. Para reparar el error ahora tenía que batirme, porque, si no, el recuerdo de aquella mujer que me amenazaba con hacerme castigar por su prometido habría sido atroz.

—Pues bien —le dije—, si lo permites, voy contigo.

El corazón me latía no por miedo, sino por el temor a no comportarme bien.

Seguí subiendo a su lado. Pero se detuvo de improviso, se apoyó en la pared y se echó a llorar en silencio. Arriba seguían resonando las notas del Adiós en aquel piano que yo había pagado. El llanto de Carla volvió ese sonido muy conmovedor.

—¡Haré lo que quieras! ¿Quieres que me vaya? —pregunté.

—Sí —dijo, sin apenas fuerza para articular respuesta tan breve.

—¡Adiós! —le dije—. Ya que lo deseas, ¡adiós para siempre!

Bajé despacio la escalera, silbando también yo el Adiós de Schubert. No sé si sería una ilusión, pero me pareció que me llamaba:

—¡Zeno!

En aquel momento podría haberme llamado con ese extraño nombre de Dario, que para ella era un apelativo cariñoso, y no me habría detenido. Tenía un gran deseo de marcharme de allí y volvía una vez más, puro, junto a Augusta. También el perro al que se impide a patadas acercarse a la hembra huye corriendo muy puro, de momento.

Cuando el día siguiente me vi reducido de nuevo al estado en que me había encontrado en el momento de dirigirme al Jardín Público, me pareció pura y simplemente haber sido un cobarde: ¡ella me había llamado, aunque no con el nombre amoroso, y yo no había respondido! Fue el primer día de dolor, al que siguieron muchos otros de amarga desolación. Al no comprender por qué me había alejado así, me atribuía la culpa de haber tenido miedo de aquel hombre o miedo al escándalo. Ahora habría aceptado de nuevo cualquier compromiso, como cuando había propuesto a Carla aquel largo paseo por la ciudad. Había perdido un momento favorable y sabía perfectamente que con ciertas mujeres sólo se presenta una vez. A mí me habría bastado esa única vez.

Decidí al instante escribir a Carla. No podía dejar pasar ni un día más sin hacer un intento de aproximarme de nuevo a ella. Escribí y reescribí aquella carta para que aquellas pocas palabras encerraran todo el ingenio de que era capaz. También lo hice tantas veces porque escribirle era un gran consuelo para mí; era el desahogo que necesitaba. Le pedía perdón por la ira que había mostrado y afirmaba que el gran amor mío necesitaba tiempo para calmarse. Añadía: «Cada día que pasa me aporta otra brizna de calma» y escribí esta frase muchas veces, sin dejar de rechinar los dientes. Después le decía que no podía perdonarme las palabras que le había dirigido y sentía la necesidad de pedirle perdón. Por desgracia, no podía ofrecerle lo que Lali le ofrecía y de que ella era tan digna.

Me imaginaba que la carta causaría gran efecto. Como Lali sabía todo, Carla se la enseñaría y para Lali podría ser ventajoso tener un amigo de mi clase. Soñé incluso con que podríamos encaminarnos hacia una dulce vida entre los tres, porque mi amor era tal, que por el momento habría visto suavizada mi suerte, aunque sólo se me hubiera permitido hacer la corte a Carla.

A los tres días recibí una breve nota de Carla. En ella no me designaba ni con el nombre de Zeno ni con el de Dario. Sólo me decía: «¡Gracias! ¡Que sea usted también feliz con su esposa, tan digna de tanto bien!». Se refería a Ada, por supuesto.

El momento favorable había pasado, cosa que siempre sucede con las mujeres, si no se lo detiene cogiéndolas de las trenzas. Mi deseo se condensó en una bilis furiosa. ¡No contra Augusta! Mi ánimo estaba tan colmado de Carla, que sentía remordimiento por ello y ante Augusta adoptaba una sonrisa estúpida, estereotipada, que a ella parecía auténtica.

Pero tenía que hacer algo. ¡No podía en absoluto esperar y sufrir así cada día! No quería escribirle más. Para las mujeres las palabras escritas tienen muy poca importancia. Tenía que encontrar algo mejor.

Sin propósito preciso, me dirigí hacia el Jardín Público. Después, muy despacio, a la casa de Carla y, al llegar al rellano, llamé a la puerta de la cocina. Si era posible, evitaría ver a Lali, pero no me habría desagradado tropezarme con él. Habría sido la crisis que, según sentía, necesitaba.

La anciana señora, como de costumbre, estaba junto al fogón, en el que ardían dos grandes fuegos. Se sorprendió al verme, pero después se echó a reír, como buena e inocente que era. Me dijo:

—¡Estoy encantada de verlo! Estaba usted tan acostumbrado a vernos todos los días, que se comprende que no logre prescindir del todo de nosotras.

Me resultó fácil hacerla hablar. Me contó que Carla y Vittorio se amaban profundamente. Ese día su madre y él iban a comer con ellas. Añadió riendo:

—Pronto acabará animándola a acompañarlo incluso a las muchas clases de canto a que tiene que ir cada día. No pueden separarse ni siquiera unos instantes.

Sonreía maternal ante esa felicidad. Me contó que de allí a pocas semanas se iban a casar.

Yo tenía mal sabor de boca y estuve a punto de dirigirme a la puerta para marcharme. Después me contuve esperando que la charla de la vieja me sugiriera alguna idea buena o me diese alguna esperanza. El último error que yo había cometido con Carla había sido precisamente marcharme corriendo antes de haber estudiado todas las posibilidades que se me podían ofrecer.

Por un instante creí haber encontrado la idea. Pregunté a la vieja si había decidido hacer de criada para su hija hasta la muerte. Le dije que sabía que Carla no era demasiado cariñosa con ella.

Siguió trabajando diligente junto al fogón, pero me escuchaba. Fue de una candidez que yo no merecía. Se quejó de Carla que perdía la paciencia por nada. Se excusaba:

—Desde luego, cada día me hago más vieja y todo se me olvida. ¡No es culpa mía!

Pero esperaba que ahora las cosas irían mejor. Los malos humores de Carla disminuirían, ahora que era feliz. Y, además, Vittorio, desde un principio, le había demostrado un gran respeto. Por último, sin dejar de hacer unos buñuelos con una mezcla de pasta y fruta, añadió:

—Mi deber es permanecer junto a mi hija. No puedo hacer otra cosa.

Intenté convencerla con cierta ansiedad. Le dije que podía perfectamente liberarse de esa esclavitud. ¿Para qué estaba yo, si no? Seguiría pasándole la mensualidad que hasta entonces había concedido a Carla. ¡Ahora quería yo mantener a alguien! Quería mantener junto a mí a la vieja, que me parecía parte de la hija.

La vieja me manifestó su agradecimiento. Admiraba mi bondad, pero se echó a reír ante la idea de que se le propusiera abandonar a su hija. Era algo inconcebible.

¡Ésas fueron palabras duras que chocaron contra mi frente, y la hicieron curvarse! Volvía a esa gran soledad en la que faltaba Carla y ni siquiera se veía un camino que condujera hasta ella. Recuerdo que hice un último esfuerzo para crearme la ilusión de que ese camino pudiera al menos seguir trazado. Dije a la vieja, antes de irme, que podía ocurrir que de allí a algún tiempo cambiara de idea. Le rogaba que en ese caso se acordara de mí.

Al salir de aquella casa iba embargado por el desdén y el rencor, exactamente como si me hubieran maltratado, cuando me disponía a realizar una buena acción. Esa vieja me había ofendido de verdad con su estallido de risa. Lo oía resonar aún en los oídos y significaba mucho más que una burla ante mi última propuesta.

No quise ir junto a Augusta en ese estado. Preveía mi destino. Si hubiera ido junto a ella, habría acabado maltratándola y ella se habría vengado con esa tremenda palidez que me hacía tanto daño. Preferí caminar por las calles con paso rítmico, que podría devolver un poco de orden a mi ánimo. ¡Y, en efecto, recuperé el orden! Dejé de quejarme de mi destino y me vi como si una gran luz me hubiera proyectado entero contra el empedrado que miraba. Yo no pedía a Carla, quería su abrazo y de preferencia su último abrazo. ¡Una cosa ridícula! Me clavé los dientes en los labios para cubrir con el dolor, es decir, con un poco de seriedad, mi ridícula imagen. Sabía todo lo relativo a mí y era imperdonable que sufriera tanto porque se me ofreciese una oportunidad única de destete. Ya no existía la Carla que yo había deseado tantas veces.

Con esa claridad de ánimo, cuando poco después, en una calle céntrica de la ciudad, a la que había llegado sin proponérmelo, una mujer muy acicalada me hizo una seña, corrí junto a ella sin vacilar.

Llegué muy tarde a comer, pero estuve tan cariñoso con Augusta, que en seguida se puso contenta. Sin embargo, no fui capaz de besar a mi niña y durante varias horas no pude comer siquiera. ¡Me sentía muy sucio! No fingí una enfermedad, como había hecho otras veces para ocultar y atenuar la culpa y el remordimiento. No me parecía que pudiera encontrar consuelo en un propósito relativo al porvenir y por primera vez no concebí ninguno. Fueron necesarias muchas horas para volver al ritmo habitual, que me llevaba del oscuro presente al luminoso porvenir.

Augusta advirtió que había algo nuevo en mí. Se echó a reír:

—Contigo no se puede uno aburrir nunca. Cada día eres un hombre nuevo.

¡Sí! Aquella mujer del arrabal no se parecía a ninguna otra y yo la llevaba conmigo.

Pasé también la tarde y la noche con Augusta. Estaba muy ocupada y yo permanecía a su lado sin hacer nada. Me parecía verme transportado así, inerte, por una corriente, una corriente de agua límpida: la vida honrada de mi casa.

Me abandonaba a aquella corriente que me transportaba, pero no me limpiaba. ¡Al contrario! Destacaba mi suciedad.

Por supuesto, en la larga noche que siguió llegué a concebir el propósito. El primero fue el más férreo. Me procuraría un arma para matarme en cuanto me viera dirigiéndome hacia esa parte de la ciudad. Ese propósito me hizo bien y me calmó.

No gemí en la cama, sino que, al contrario, simulé la respiración regular de una persona dormida. Así volví a la antigua idea de purificarme con una confesión a mi mujer, exactamente como cuando había estado a punto de traicionarla con Carla. Pero ahora era una confesión muy difícil y no por la gravedad de la culpa, sino por la complicación que había resultado. Frente a un juez como mi mujer, debería alegar las circunstancias atenuantes y éstas servirían sólo si pudiera explicar la violencia imprevista con que había quedado rota mi relación con Carla.

Pero en ese caso habría sido necesario también confesar esa traición, ya antigua. Era más pura que ésta, pero (¿quién sabe?) más ofensiva para una esposa.

A fuerza de estudiarme, llegué a concebir propósitos cada vez más razonables. Pensé en evitar que se repitiera una historia semejante apresurándome a trabar otra relación como la que había perdido y que, como estaba visto, necesitaba. Pero también la mujer nueva me espantaba. Mil peligros me habrían acechado a mí y a mi familia. En este mundo no había otra Carla, y la lloré con lágrimas amarguísimas, a ella, la dulce, la buena, la que había intentado incluso amar a la mujer que yo amaba y no lo había conseguido sólo porque yo le había colocado delante otra mujer, ¡precisamente la que no amaba!