3. LA HISTORIA DE MI MATRIMONIO

En la mente de un joven de familia burguesa el concepto de vida humana va asociado al de la carrera y en la primera juventud la carrera es la de Napoleón I. Sin por ello soñar con llegar a ser emperador, porque se puede parecer uno a Napoleón permaneciendo mucho, pero que mucho, más abajo. El sonido más rudimentario, el de las olas del mar, que, desde que se forma, cambia a cada instante hasta morir, sintetiza la vida más intensa. Por eso, yo también esperaba llegar a ser y deshacerme como Napoleón y la ola.

Mi vida sólo sabía emitir una nota, sin variación, bastante alta y que algunos me envidiaban, pero horriblemente tediosa. Mis amigos me conservaron durante toda mi vida la misma estima y creo que ni siquiera yo, desde que llegué a la edad de la razón, he cambiado mucho el concepto que me hice de mí mismo.

Por eso, puede ser que la idea de casarme se me ocurriera por el cansancio de emitir y oír esa única nota. Quien aún no ha conocido el matrimonio, lo considera más importante de lo que es. La compañera que se elige renovará, empeorándola o mejorándola, la raza propia en los hijos, pero la madre naturaleza, que así lo quiere y que no podría dirigirnos directamente, porque en esa época no pensamos en los hijos, nos hace creer que la esposa producirá una renovación en nosotros mismos, lo que constituye una curiosa ilusión que ningún texto autoriza. En efecto, después vivimos uno junto al otro, sin haber experimentado otro cambio que una nueva antipatía por quien es tan diferente de uno y una envidia por quien es superior a uno.

Lo curioso es que mi aventura matrimonial empezó con el conocimiento de mi futuro suegro y con la amistad y la admiración que le dediqué antes de saber que era padre de muchachas casaderas. Por eso, es evidente que no fue una resolución lo que me hizo avanzar hacia la meta que ignoraba. Me desinteresé de una muchacha que por un momento creí me convenía y seguí apegado a mi futuro suegro. Me vienen ganas de creer en el destino.

Giovanni Malfenti, tan distinto de mí y de todas las personas cuya compañía y amistad había buscado hasta entonces, satisfacía mi deseo de novedad. Yo era bastante culto, pues había pasado por dos facultades universitarias y también por mi larga indolencia de años, que considero muy instructiva. En cambio, él era un gran negociante inculto y activo. Pero su ignorancia le proporcionaba fuerza y serenidad y a mí me encantaba observarlo y lo envidiaba.

Malfenti tenía entonces cincuenta años, una salud de hierro, un cuerpo enorme, alto y grueso y de más de un quintal de peso. Las pocas ideas que se agitaban en su enorme cabeza las desarrollaba con tal claridad, las analizaba con tal asiduidad, las aplicaba a tantos asuntos nuevos de cada día, que se convertían en partes suyas, sus miembros, su carácter. Yo era muy pobre en ideas así y me apegué a él para enriquecerme.

Había ido al Tergesteo por consejo de Olivi, según el cual frecuentar la Bolsa sería un buen comienzo para mi actividad comercial, y, además, podría proporcionarle noticias útiles. Me senté a aquella mesa en la que sobresalía mi futuro suegro y de allí no me moví más, como si hubiera llegado a una auténtica cátedra comercial, como la que buscaba desde hacía tiempo.

No tardó en advertir mi admiración y la correspondió con una amistad que en seguida me pareció paternal. ¿Sabría acaso cómo iba a acabar todo aquello? Cuando, entusiasmado por el ejemplo de su gran actividad, declaré una noche que quería librarme de Olivi y dirigir en persona mis negocios, me lo desaconsejó y pareció alarmado incluso ante mi propósito. Podía dedicarme al comercio, pero debía mantener siempre a mi lado a Olivi, a quien él conocía.

Estaba más que dispuesto a enseñarme e incluso anotó de su puño y letra en mi libreta tres mandamientos que, según consideraba, bastaban para hacer prosperar cualquier empresa: 1. No es necesario saber trabajar, pero quien no sabe hacer trabajar a los demás perece. 2. Sólo hay un gran motivo de remordimiento: el de no haber sabido trabajar para el interés propio. 3. En los negocios la teoría es utilísima, pero sólo es aplicable, cuando el negocio esté concluido.

Me sé de memoria estos y muchos otros teoremas, pero a mí no me fueron de provecho.

Cuando yo admiro a alguien, intento en seguida parecerme a él. Conque copié a Malfenti. Quise ser y me sentí muy astuto. Una vez hasta soñé con ser más zorro que él. Me parecía haber descubierto un error en su organización comercial: me apresuré a decírselo para granjearme su aprecio. Un día, en la mesa del Tergesteo lo interrumpí, cuando, discutiendo sobre un negocio, estaba llamando animal a su interlocutor. Le advertí que se equivocaba al proclamar delante de todo el mundo su astucia. En mi opinión, el auténtico zorro comercial debía hacerse pasar por bobo.

Se burló de mí. La fama de astuto era utilísima. Por lo pronto, muchos iban a pedirle consejo y le traían noticias frescas, mientras que él les daba sus utilísimos consejos confirmados por una experiencia que se remontaba a la Edad Media. A veces, además de la oportunidad de conseguir noticias, tenía también la posibilidad de vender mercancías. Por último —y entonces se puso a gritar porque le parecía haber encontrado por fin el argumento que debía convencerme—, para vender o para comprar con ventaja todos se dirigían al más astuto. Del bobo no podían esperar otra cosa que convencerlo para que sacrificara su beneficio, pero su mercancía era siempre más cara que la del astuto, porque ya en la compra lo habían timado.

Yo era la persona más importante para él en aquella mesa. Me confió sus secretos comerciales, que yo nunca traicioné. Había depositado bien su confianza, hasta el punto de que pudo engañadme dos veces, cuando ya me había convertido en su yerno. La primera vez su sagacidad me costó dinero, pero el engañado fue Olivi, por lo que no me dolió demasiado. Olivi me había enviado a verlo para conseguir noticias y las recibió: tales, que no me lo perdonó nunca y, cuando yo abría la boca para darle una información, me preguntaba:

—¿Quién se la ha dado? ¿Su suegro?

Para defenderme tuve que defender a Giovanni y acabé sintiéndome más estafador que estafado. Sensación agradabilísima.

Pero en otra ocasión fui yo quien hizo el papel de imbécil, si bien ni siquiera entonces pude abrigar rencor hacia mi suegro. Tan pronto provocaba mi envidia como mi hilaridad. Yo veía en mi desgracia la aplicación exacta de sus principios, que jamás me había explicado él tan bien. Hasta encontró el modo de reírse de ello conmigo, sin confesar nunca haberme engañado y afirmando que no podía por menos de reír del aspecto cómico de mi mala suerte. Una sola vez confesó haberme hecho esa jugada y fue en la boda de su hija Ada (no conmigo), tras haber bebido champán, que había alterado aquel corpachón habitualmente abrevado con agua.

Entonces contó el caso, gritando para dominar la hilaridad que le impedía hablar:

—Entonces, ¡va y aparece ese decreto! Estaba calculando abatido lo que me costaría. En ese momento entra mí yerno. Me declara que quiere dedicarse al comercio. «Aquí tienes una ocasión estupenda», le digo. Va y se precipita sobre el documento para firmar temiendo que Olivi pudiera llegar a tiempo para impedírselo y concluimos el negocio. —Luego me dedicaba grandes elogios—: Conoce los clásicos de memoria. Sabe quién dijo esto y quién lo otro. Pero ¡no sabe leer un periódico!

¡Era cierto! Si yo hubiese visto aquel decreto, aparecido en lugar poco destacado de los cinco periódicos que leo cada día, no habría caído en la trampa. También debería haber entendido al instante dicho decreto y haber visto sus consecuencias, lo que no era tan fácil porque con él se reducía la tasa de un impuesto, por lo que la mercancía de que se trataba quedaba depreciada.

Al día siguiente mi suegro desmintió su confesión. Tal como lo presentaba, el asunto volvía a adquirir la fisonomía que había tenido antes de aquella cena.

—El vino inventa —decía sereno, pero era indudable que el decreto en cuestión se había publicado dos días después de la conclusión del negocio. En ningún momento manifestó la suposición de que, si yo hubiera visto el decreto, habría podido entenderlo mal. Me halagó, pero no por cortesía, sino porque pensaba que todo el mundo, al leer los periódicos, recuerda sus propios intereses. En cambio, yo, cuando leo un periódico, me siento transformado en opinión pública y, al ver la reducción de un impuesto, recuerdo a Cobden y el librecambio. Es una idea tan importante, que no deja oportunidad para recordar mi mercancía.

Sin embargo, en cierta ocasión me granjeé su admiración por mí, tal como soy, e incluso por mis cualidades peores precisamente. Hacía tiempo que poseíamos él y yo acciones de una fábrica de azúcar de la que se esperaban milagros. En cambio, las acciones bajaban poco, pero a diario, y Giovanni, que no tenía intención de nadar contra corriente, se deshizo de ellas y me convenció de vender las mías. Perfectamente de acuerdo, me propuse dar esa orden de venta a mi agente y, entretanto, tomé nota en una libreta, que en aquella época había adoptado de nuevo. Pero, como es sabido, el bolsillo no se ve durante el día y así, varias noches, tuve la sorpresa de volver a encontrar en el mío esa anotación en el momento de acostarme y demasiado tarde para que me sirviese. Una vez grité de disgusto y, para no tener que dar demasiadas explicaciones a mi mujer, le dije que me había mordido la lengua. Otra vez, asombrado ante tanta distracción, me mordí las manos. «¡Cuidado con los pies ahora!», dijo mi mujer riendo. Después no hubo otras desgracias porque me había acostumbrado. Miraba asombrado aquella maldita libreta demasiado fina para dejarse sentir durante el día con su presión y no volvía a pensar en ellas hasta la noche siguiente.

Un día, un chaparrón repentino me obligó a refugiarme en el Tergesteo. Allí me encontré por casualidad a mi agente, quien me contó que en los últimos ocho días el precio de esas acciones se había casi duplicado.

—Y ahora yo vendo —exclamé triunfante.

Corrí á ver a mi suegro, que ya estaba enterado de la subida de las acciones y se arrepentía de haberlas vendido y un poco menos de haberme convencido para que yo vendiera las mías.

—¡Ten paciencia! —dijo riendo—. Es la primera vez que pierdes por haber seguido un consejo mío.

El otro negocio no había resultado de un consejo suyo, sino de una propuesta suya, lo que, según él, era muy diferente.

Yo me eché a reír con ganas.

—Pero ¡si yo no he seguido ese consejo! —No me bastaba la suerte e intenté convertirla en mérito. Le conté que las acciones no se venderían hasta el día siguiente y, adoptando aires de importancia, quise hacerle creer que había tenido noticias que había olvidado comunicarle y que me habían inducido a no tener en cuenta su consejo.

Airado y ofendido, habló sin mirarme a la cara:

—Cuando se tiene una cabeza como la tuya, no hay que dedicarse a los negocios. Y cuando se ha hecho una faena así, no hay que confesarla. Todavía tienes mucho que aprender tú.

Sentí haberlo irritado. Era tan divertido, cuando me perjudicaba. Le conté, sincero, cómo habían ido las cosas.

—Como ves, justo una cabeza como la mía es la que hace falta para dedicarse a los negocios.

Calmado de repente, se rió conmigo:

—Lo que sacas de ese negocio no es una ganancia, sino una indemnización. Esa cabeza tuya te cuesta ya tanto… ¡que es justo que te resarza de una parte de tu pérdida!

No sé por qué me detengo tanto a contar las disputas que tuve con él y que fueron tan pocas. Yo lo quise de verdad, hasta el punto de que busqué su compañía, a pesar de que tenía la costumbre de gritar para pensar con mayor claridad. Mi tímpano sabía soportar sus gritos. Si hubiese gritado menos aquellas teorías suyas inmorales, habrían sido más inofensivas y, si hubiera recibido una educación mejor, su fuerza habría parecido menos importante. Y aunque yo fuera tan diferente de él, creo que correspondió a mi afecto con otro semejante. Lo sabría con mayor certeza, si él no hubiera muerto tan pronto. Siguió dándome lecciones constantes después de mi matrimonio y las sazonó a menudo con gritos e insolencias que yo aceptaba, convencido de merecerlos.

Me casé con su hija. La misteriosa madre naturaleza me dirigió y más adelante veremos con qué violencia imperiosa. Ahora escruto a veces los rostros de mis hijos para ver si, junto a mi fina barbilla, señal de debilidad, junto a mis ojos soñadores, que yo les transmití, hay en ellos al menos algún rasgo de la fuerza brutal del abuelo que yo les elegí.

Y en la tumba de mi suegro lloré, pese a que el último adiós que me dio no fuera demasiado afectuoso. Desde su cama de muerte me dijo que admiraba mi descarada fortuna, que me permitía moverme con libertad mientras él estaba crucificado en aquella cama. Yo, estupefacto, le pregunté qué le había hecho para que deseara verme enfermo. Y él me respondió exactamente así:

—Sí, transmitiéndote mi enfermedad, pudiera librarme de ella, ¡te la pegaría al instante, aumentándola incluso al doble! ¡Yo no tengo los escrúpulos humanitarios que tienes tú!

No había nada de ofensivo en eso: le habría gustado repetir aquel negocio con el que había logrado endilgarme una mercancía depreciada. Además, esa frase era también halagadora, porque no dejaba de agradarme que explicara mi debilidad con los escrúpulos humanitarios que me atribuía.

En su tumba, como en todas aquellas ante las que lloré, mi dolor estuvo dedicado también a esa parte de mí mismo que estaba sepultada en ella. ¡Qué pérdida para mí verme privado de aquel segundo padre mío, ordinario, ignorante, luchador feroz que daba relieve a mi debilidad, mi cultura, mi timidez! Ésa es la verdad: ¡yo soy un tímido! No lo habría descubierto, si no hubiese estudiado a Giovanni aquí. ¡Quién sabe lo bien que habría llegado a conocerme, si él hubiera seguido a mi lado!

Pronto advertí que en la mesa del Tergesteo, donde se divertía revelándose como era e incluso un poco peor, Giovanni se imponía una reserva: nunca hablaba de su casa o sólo cuando no le quedaba más remedio, comedido y con voz un poco más suave que de costumbre. Sentía gran respeto por su casa y tal vez no todos los que se sentaban a aquella mesa le parecieran dignos de saber algo de ella. De lo único que me enteré allí fue de que sus cuatro hijas tenían todas nombres que empezaban por a, cosa muy práctica, según él, porque las cosas que llevaban grabada esa inicial podían pasar de una a otra, sin tener que sufrir cambios. Se llamaban (pronto supe de memoria esos nombres): Ada, Augusta, Alberto y Anna. También supe en esa mesa que las cuatro eran bellas. Esa inicial me impresionó mucho más de lo que merecía. Soñé con aquellas cuatro muchachas tan bien ligadas entre sí por el nombre. Parecía que hubiera que entregarlas en un haz. Además, la inicial decía algo más. Yo me llamo Zeno y, por esa razón, tenía la sensación de ir a tomar esposa muy lejos de mi país.

Tal vez fuera casualidad que antes de presentarme en casa de Malfenti yo hubiese cortado mi relación bastante antigua con una mujer que quizás hubiera merecido un trato mejor. Pero una casualidad que da que pensar. La decisión de romper se debió a un motivo bien fútil. La pobre había considerado que un buen sistema para mantenerme unido a ella era el de darme celos. En cambio, la sospecha bastó para inducirme a abandonarla definitivamente. Ella no podía saber que entonces yo estaba obsesionado con la idea del matrimonio y me parecía que no podía contraerlo con ella sólo porque la novedad no me habría parecido bastante intensa. La sospecha que había hecho nacer en mí arteramente era una demostración de la superioridad del matrimonio en el que semejantes sospechas no deben surgir. Cuando esa sospecha, cuya inconsistencia no tardé en sentir, se disipó, recordé también que gastaba demasiado. Hoy, después de veinticuatro años de honrado matrimonio, ya no soy de ese parecer.

Para ella fue una auténtica suerte porque, pocos meses después, se casó con una persona muy acaudalada y consiguió el codiciado cambio antes que yo. Nada más casarme, me la encontré en casa, porque su marido era un amigo de mi suegro. Nos encontramos con frecuencia, pero, durante muchos años, mientras fuimos jóvenes, reinó entre nosotros la máxima reserva y nunca hicimos alusión al pasado. El otro día ella me preguntó de sopetón con su cara orlada de cabellos grises y rubor juvenil:

—¿Por qué me dejaste?

Fui sincero porque no tuve el tiempo necesario para inventar una mentira:

—Ya no lo sé, pero ignoro tantas otras cosas de la vida.

—Lo siento —dijo, y yo ya me inclinaba ante el cumplido que así me prometía—. En la vejez me pareces un hombre muy divertido. —Me levanté con un esfuerzo. No había motivo para dar las gracias.

Un día me enteré de que la familia Malfenti había regresado a la ciudad de un viaje de placer bastante prolongado, tras el veraneo en el campo. No llegué a dar paso alguno para ser introducido en aquella casa porque Giovanni se me adelantó.

Me enseñó la carta de un amigo íntimo suyo que le preguntaba por mí: había sido compañero mío de estudios y yo lo había apreciado mucho mientras lo había creído destinado a ser un gran químico. En cambio, ahora no me importaba nada porque se había transformado en un gran comerciante de abonos y yo como tal no lo conocía en absoluto. Giovanni me invitó a su casa precisamente porque yo era su amigo y —como se comprenderá— no protesté.

Recuerdo aquella primera visita como si la hubiese hecho ayer. Era una tarde oscura y fría de otoño; y recuerdo incluso el alivio que sentí, al quitarme el abrigo, con el calorcito de aquella casa. Estaba a punto de llegar a puerto. Aun ahora me admira tamaña ceguera, que entonces me parecía clarividencia. Corría tras la salud, la legitimidad. De acuerdo con que tras esa inicial a se escondían cuatro muchachas, pero tres de ellas quedarían eliminadas al instante y, en cuanto a la cuarta, también ella sufriría un examen severo. Yo iba a ser juez severísimo. Pero de momento no habría podido decir las cualidades que le exigiría y las que aborrecería.

En el vasto y elegante salón amueblado con dos estilos diferentes, uno Luis XIV y el otro veneciano, rico en oro grabado hasta en los cueros, dividido por los muebles en dos partes, como entonces se estilaba, encontré a Augusta sola, que leía junto a una ventana. Me dio la mano, sabía mi nombre y llegó a decirme que me esperaban porque su papá había anunciado mi visita. Después corrió a avisar o su madre.

Mira por dónde, de las cuatro muchachas de la misma inicial, una acababa de morir, por lo que a mí respectaba. ¿Cómo podían decir que era bella? La primera cosa que se observaba en ella era un estrabismo tan marcado, que, al recordarla después de un tiempo de no verla, la personificaba totalmente. Además, tenía una cabellera no demasiado abundante, rubia, pero de un color carente de luz; de tipo no estaba mal, pero era un poco gruesa para su edad. En los pocos instantes en que permanecí a solas pensé: «¡Si las otras se parecen a ésta…!».

Poco después el grupo de muchachas se redujo a dos. Una de ellas, que entró con su mamá, sólo tenía ocho años. ¡Muy mona esa niña de cabellos ensortijados, luminosos, largos y sueltos sobre los hombros! Con su cara bonita y dulce parecía un angelito pensativo (mientras permanecía callada), como los imaginaba Rafael.

Mi suegra… ¡Ahí tenéis! También yo experimento cierto recato a la hora de hablar de ella con demasiada libertad. Hace muchos años que la aprecio porque es mi madre, pero estoy contando una historia antigua en la que no figuró como amiga mía y no tengo intención de aludir a ella, ni siquiera en este cuaderno, que ella no verá nunca, con palabras que no sean respetuosas. Por lo demás, su intervención fue tan breve, que hasta podría haberla olvidado: un golpecito en el momento oportuno, no más fuerte de lo necesario para hacerme perder mi inestable equilibrio. Tal vez lo habría perdido también sin su intervención. Y, además, ¿quién sabe si ella deseaba lo que ocurrió? ¡Es tan educada, que no puede ocurrirle, como a su marido, lo de beber demasiado para revelarme mis asuntos! En efecto, nunca le sucedió algo así y, por eso, estoy contando una historia que no conozco bien; es decir, que no sé si se debió a su astucia o a mi estupidez que me casara con aquella de sus hijas que yo no quería.

De momento, puedo decir que en la época de aquella primera visita mía aún era una mujer hermosa. Era elegante también por su modo de vestir de un lujo poco llamativo. Todo en ella era suave y equilibrado.

Tenía así en mis suegros un ejemplo de integración entre marido y mujer como el que soñaba. Habían sido muy felices juntos, él siempre voceando y ella ofreciendo una sonrisa que significaba a un tiempo conformidad y compasión. Amaba a su hombrón y él debió de haberla conquistado y conservado a fuerza de buenos negocios. No el interés, sino auténtica admiración la unía a él, una admiración que yo compartía y que, por eso, no me resultaba difícil entender. Tanta vivacidad que ponía en un ámbito tan limitado, una jaula en que no había sino una mercancía y dos enemigos (los dos contratantes), en que nacían y se descubrían siempre nuevas combinaciones y relaciones, animaba maravillosamente la vida. Él le contaba todos sus negocios y ella era tan educada, que nunca le daba consejos porque temía equivocarlo. Él sentía la necesidad de semejante asistencia muda y a veces corría a casa a monologar, convencido de que iba a pedir consejo a su mujer.

No fue una sorpresa para mí, cuando supe que él la engañaba, que ella lo sabía y no le guardaba rencor. Yo llevaba un año casado, cuando un día Giovanni, muy agitado, me contó que había extraviado una carta muy importante para él y quiso repasar los papeles que me había entregado con la esperanza de encontrarla entre ellos. Pero pocos días después, muy contento, me contó que la había encontrado en su cartera.

—¿Era de una mujer? —le pregunté yo, y él dijo que sí con la cabeza, al tiempo que se jactaba de su buena suerte. Después, un día en que me acusaban de haber perdido papeles, para defenderme, dije a mi mujer y a mi suegra que no podía tener la suerte de su padre, cuyas cartas volvían solas a su cartera. Mi suegra se echó a reír con tantas ganas, que no me cupo duda de que había sido precisamente ella quien la había vuelto a colocar en su sitio. Evidentemente, en su relación eso no tenía importancia. Cada cual ama a su manera y, en mi opinión, la suya no era la más estúpida.

La señora me recibió con amabilidad. Se excuso de tener con ella a la pequeña Anna, pues era el cuarto de hora en que no se la podía dejar con los demás. La niña me miraba y me estudiaba con sus serios ojos. Cuando Augusta volvió y se sentó en un pequeño sofá situado enfrente de aquel en que estábamos la señora Malfenti y yo, la pequeña fue a tenderse sobre el regazo de su hermana, desde donde me observó todo el tiempo con una perseverancia que me divirtió hasta que supe los pensamientos que se agitaban en aquella cabecita.

La conversación no fue demasiado divertida al principio. La señora, como todas las personas bien educadas, era bastante aburrida en un primer encuentro. Incluso me hacía demasiadas preguntas sobre el amigo que, según fingían, me había introducido en aquella casa y cuyo nombre de pila ni siquiera recordaba yo.

Por fin entraron Ada y Alberta. Respiré: las dos eran bellas y trajeron a aquel salón la luz que hasta entonces había faltado. Las dos morenas, altas y esbeltas, pero muy diferentes una de otra. No era una elección difícil la que debía hacer. Alberta tenía entonces un poco más de diecisiete años. Como su madre, tenía —pese a ser morena— la piel rosada y transparente, lo que aumentaba la infantilidad de su aspecto. En cambio, Ada era ya una mujer con sus ojos serios en un rostro que de tan níveo era un poco azulado y su melena poblada y rizada, pero peinada con gracia y severidad.

Es difícil descubrir los orígenes apacibles de un sentimiento que después se volvió tan violento, pero estoy seguro de que me faltó el llamado coup de foudre por Ada. Sin embargo, fue sustituido por la convicción que tuve al instante de que esa mujer era la que necesitaba y la que debía conducirme a la salud moral y física mediante la sagrada monogamia. Cuando vuelvo a pensarlo, me sorprende que faltara ese flechazo y que, en cambio, hubiera esa convicción. Es sabido que nosotros, los hombres, no buscamos en la mujer las cualidades que adoramos y despreciamos en la amante. Así, pues, parece que yo no vi en seguida la gracia y toda la belleza de Ada y que, en cambio, quedé encantado admirando otras cualidades que yo le atribuí: seriedad e incluso energía; en resumen, las cualidades, un poco atenuadas, que yo apreciaba en su padre. En vista de que después creí (como sigo creyendo) que no me había equivocado y que Ada, de muchacha, poseía esas cualidades, puedo considerarme un buen observador, pero algo ciego. Esa primera vez, miré a Ada con un solo deseo: el de enamorarme de ella porque tenía que pasar por eso para casarme con ella. Pero me apresté a ello con esa energía que siempre dedico a mis prácticas higiénicas. No sé decir cuándo lo logré; tal vez en el espacio relativamente corto de aquella primera visita.

Giovanni debía de haber hablado mucho de mí a sus hijas. Sabían, entre otras cosas, que había pasado en mis estudios de la facultad de derecho a la de química para volver —¡por desgracia!— a la primera. Intenté explicar: era cierto que, cuando se encerraba uno en una facultad, la mayor parte de la ciencia quedaba cubierta por la ignorancia. Y decía:

—Si ahora no me amenazara la seriedad de la vida —y no dije que hacía poco que sentía tal seriedad: desde que había decidido casarme—, habría seguido pasando de facultad en facultad.

Después, para hacer gracia dije que era curioso que yo abandonara una facultad justo en víspera de los exámenes.

—Era una casualidad —decía con la sonrisa de quien quiere hacer creer que está diciendo una mentira. Pero, en realidad, era cierto que yo había cambiado de estudios en las diversas estaciones del año. Salí así a la conquista de Ada y seguí esforzándome por hacerla reír de mí y a mis espaldas olvidando que la había preferido por su seriedad. Yo soy un poco extraño, pero a ella debí parecerle de verdad desequilibrado. No toda la culpa es mía y se ve en que Augusta y Alberta, a las que yo no había preferido, me juzgaron de otro modo. Pero Ada, que precisamente entonces era tan seria como para girar a su alrededor los ojos en busca del hombre que admitiría en su nido, era incapaz de amar a la persona que la hacía reír. Reía y reía, demasiado incluso, y su rostro cubría de aspecto ridículo a la persona que había provocado su risa. La suya era una auténtica inferioridad y tenía que acabar perjudicándola, pero primero me perjudicó a mí. Si hubiera sabido callar a tiempo, tal vez las cosas habrían salido de otro modo. Al menos, le habría dejado tiempo para hablar, para revelárseme, y yo habría podido callar la boca.

Las cuatro muchachas estaban sentadas en el pequeño sofá, sobre el cual estaban apretadas, a pesar de que Anna estaba sentada sobre las rodillas de Augusta. Estaban bellas así, juntas. Lo comprobé con íntima satisfacción, al ver que me había internado por el camino de la admiración y el amor. ¡Bellas de verdad! El color desvaído de Augusta servía para dar relieve a las morenas cabelleras de las otras.

Yo había hablado de la Universidad y Alberta, que hacía el penúltimo curso del bachillerato, habló de sus estudios. Se lamentó de que el latín le resultaba muy difícil. Dije que no me sorprendía porque era una lengua que no convenía a las mujeres, hasta el punto de pensar que ya entre los antiguos romanos las mujeres hablaban italiano. En cambio —aseguré—, el latín había sido mi asignatura predilecta. Sin embargo, poco después cometí la imprudencia de citar una frase latina, que Alberta hubo de corregirme. ¡Una auténtica desgracia! Yo no le di importancia y advertí a Alberta que, cuando hubiera pasado ya por una decena de semestres en la Universidad, también ella debía procurar no citar frases latinas.

Ada, que recientemente había pasado unos meses en Inglaterra con su padre, contó que en ese país muchas jóvenes sabían latín. Después, con la misma voz seria, carente de la menor musicalidad, un poco más baja de lo que habría sido de esperar de su agradable personita, contó que en Inglaterra las mujeres eran muy diferentes de las de nuestro país. Se asociaban para fines benéficos, religiosos o incluso económicos. Las hermanas, que querían oír de nuevo las cosas que parecían maravillosas a muchachas de nuestra ciudad en aquella época, instaban a Ada a hablar. Y, para complacerlas, Ada habló de esas mujeres presidentes, periodistas, secretarias y propagandistas políticas que subían a la tribuna para hablar a centenares de personas sin ruborizarse ni confundirse, cuando las interrumpían o impugnaban sus argumentos. Lo contaba con sencillez, con poca viveza, sin intención alguna de provocar asombro ni risa.

Me gustaba su sencilla forma de hablar, a mí, que nada más abrir la boca, desfiguraba cosas o personas porque, si no, me habría parecido inútil hablar. Sin ser orador, tenía el vicio de la palabra. Ésta debía ser un acontecimiento por sí misma y, por eso, no debía estar al servicio de ningún otro suceso.

Pero yo sentía un odio especial hacia la pérfida Albión y lo manifesté sin temor de ofender a Ada, quien, por lo demás, no había manifestado ni odio ni amor por Inglaterra. Yo había pasado unos meses en ese país, pero no había conocido a ningún inglés de buena sociedad, ya que había extraviado en el viaje algunas cartas de presentación proporcionadas por hombres de negocios amigos de mi padre. Por eso, en Londres sólo había frecuentado a algunas familias francesas e italianas y había acabado pensando que todas las personas de bien en esa ciudad procedían del continente. Mi conocimiento del inglés era muy limitado. No obstante, con ayuda de los amigos pude entender un poco de la vida de esos isleños y sobre todo me enteré de su antipatía por todos los forasteros.

Describí a las muchachas la impresión poco agradable que me había producido la estancia entre enemigos. Sin embargo, habría resistido y soportado Inglaterra durante esos seis meses que mi padre y Olivi querían infligirme a fin de que estudiara el comercio inglés (con el que, por cierto, no me tropecé nunca, porque, al parecer, se hace en lugares recónditos), si no hubiera vivido una aventura desagradable. Había ido a una librería a buscar un diccionario. En esa tienda, sobre el mostrador, descansaba tumbado un enorme y magnífico gato de Angora al que daban ganas irresistibles de acariciar bajo su suave pelo. Pues bien: sólo porque lo acaricié con cariño, me atacó alevoso y me arañó con saña en las manos. Desde ese momento no pude soportar Inglaterra y el día siguiente me encontraba en París.

Augusta, Alberta y también la señora Malfenti se rieron con ganas. En cambio, Ada estaba asombrada y creía no haber entendido bien. ¿Es que había sido el propio librero quien me había ofendido y arañado? Tuve que repetirme, lo que es fastidioso, porque siempre repite uno mal.

Alberta, la sabia, quiso ayudarme:

—También los antiguos se dejaban guiar en sus decisiones por los movimientos de los animales.

No acepté la ayuda. El gato inglés no se había comportado como un oráculo; ¡había actuado como un destino!

Ada, con sus grandes ojos abiertos como platos, pidió más explicaciones:

—¿Y el gato representó para usted a todo el pueblo inglés?

¡Qué desdichado era! Aunque auténtica, esa aventura me había parecido instructiva e interesante, como si la hubiera inventado para un fin determinado. Para entenderla, ¿no bastaba con recordar que en Italia, donde conocía y amaba a tanta gente, la acción del gato no habría podido adquirir tanta importancia? Pero no dije esto, sino lo siguiente:

—Seguro que ningún italiano sería capaz de semejante acción.

Ada se rió durante un rato largo, larguísimo. Incluso me pareció demasiado grande mi éxito porque me eché a perder y eché a perder mi aventura con otras explicaciones más:

—El propio librero se sorprendió ante el gesto del gato, que con todos los demás se comportaba bien. La aventura me sucedió a mí tal vez por ser yo o tal vez por ser italiano. It was really disgusting y tuve que huir.

Entonces ocurrió algo que debería haberme advertido y salvado. La pequeña Anna, que hasta entonces había permanecido inmóvil observándome, expresó a voces el sentimiento de Ada. Gritó:

—¿De verdad está loco, loco de atar?

La señora Malfenti la amenazó:

—¿Quieres estar callada? ¿No te da vergüenza meterte en las conversaciones de los mayores?

La amenaza empeoró la situación. Anna gritó:

—¡Está loco! ¡Habla con los gatos! ¡Habría que buscar cuerdas rápido para atarlo!

Augusta, roja de enojo, se levantó y se la llevó, al tiempo que la reprendía y me pedía disculpas. Pero hasta en la puerta la pequeña víbora pudo mirarme fijo a los ojos, hacerme una mueca fea y gritarme:

—¡Verás como te atarán!

Me había visto atacado tan de improviso, que tardé en encontrar el modo de defenderme. Sin embargo, me sentí aliviado al advertir que también a Ada desagradaba ver dar expresión de ese modo a su propio sentimiento. La impertinencia de la pequeña nos aproximaba.

Conté riendo con ganas que en casa tenía un certificado con las pólizas de rigor que atestiguaba mi salud mental. Así se enteraron al mismo tiempo de la broma que había gastado a mi anciano padre. Me ofrecí a enseñar dicho certificado a la pequeña Annuccia.

Cuando hice ademán de marcharme, me lo impidieron. Querían que olvidara primero los arañazos que me había infligido ese otro gato. Me retuvieron y me ofrecieron una taza de té.

Es cierto que yo sentí vagamente y en seguida que para gustar a Ada debía ser un poco diferente de como era; pensé que me resultaría fácil volverme como ella me quería. Seguimos hablando de la muerte de mi padre y me pareció que, revelando el profundo dolor que aún sentía, la seria Ada podría sentirlo conmigo. Pero en seguida, en el esfuerzo por parecerme a ella, perdí mi naturaleza y, por eso —como pronto se vio—, me alejé de ella. Dije que el dolor ante semejante pérdida era tal, que si hubiera tenido hijos habría intentado procurar que me amaran menos para evitarles más adelante sufrir tanto por mi desaparición. Me sentí un poco violento, cuando me preguntaron cómo me comportaría para conseguirlo. ¿Maltratarlos y pegarlos? Alberta dijo riendo:

—El medio más seguro sería matarlos.

Yo veía que Ada estaba animada por el deseo de no desagradarme. Por eso, vacilaba; pero ninguno de sus esfuerzos podía hacerla vencer la vacilación. Después dijo que veía que yo pensaba organizar así la vida de mis hijos por bondad, pero que no le parecía justo vivir para prepararse a la muerte. Me empeciné y afirmé que la muerte era la auténtica organizadora de la vida. Yo siempre pensaba en la muerte y, por eso, sólo tenía un pesar: la certeza de tener que morir. Todas las demás cosas se volvían tan poco importantes, que sólo les dedicaba una sonrisa alegre o una carcajada también alegre. Me había dejado arrastrar a decir cosas que no eran del todo ciertas, sobre todo encontrándome con ella, ya parte tan importante de mi vida. En verdad, creo que le hablé así por deseo de hacerle saber que yo era hombre muy alegre. Muchas veces la alegría me había sido útil con las mujeres.

Pensativa y vacilante, me confesó que no le gustaba un estado de ánimo semejante. Al reducir el valor de la vida, se la volvía aún más insegura de lo que la madre naturaleza había dispuesto. La verdad es que me había dicho que no le convenía, pero, aun así, había conseguido hacerla vacilar y ponerla pensativa, y me parecía un éxito.

Alberta citó a un filósofo antiguo cuya interpretación de la vida se parecía a la mía y Augusta dijo que la risa era algo muy importante. También su padre la prodigaba.

—Porque le gustan los buenos negocios —dijo la señora Malfenti riendo.

Por fin, interrumpí aquella visita memorable.

No hay nada más difícil en este mundo que casarse como uno desea. Se ve por mi caso, en el que la decisión de casarme había precedido tanto a la elección de la novia. ¿Por qué no fui a ver a muchas jóvenes antes de escoger a una? ¡No! Parecía enteramente que no me agradara ver a muchas mujeres y que no quisiese casarme. Elegida la muchacha, podría examinarla un poco mejor y asegurarme al menos de que estaría dispuesta a venir a mi encuentro a la mitad del camino, como es habitual en las novelas de amor con final feliz. En cambio, elegí a la muchacha de la voz muy grave y de la melena un poco rebelde pero con peinado austero y pensé que, siendo tan seria, no rechazaría a un hombre inteligente, de buen ver, rico y de buena familia, como era yo. Ya en las primeras palabras que cambiamos sentí alguna disonancia, pero ésta es el camino para el unísono. Más aún, debo confesar que pensé: «Debe seguir siendo como es, porque así me gusta y seré yo quien cambie, si lo desea». En conjunto, yo era muy modesto, porque, desde luego, es más fácil cambiarse a sí mismo que reeducar a los demás.

Al cabo de muy poco tiempo, la familia Malfenti se convirtió en el centro de mi vida. Pasaba todas las tardes con Giovanni, quien, tras haberme introducido en su casa, se había vuelto más afable e íntimo conmigo. Esa afabilidad me dio pie para volverme entrometido. Al principio visitaba a las damas una vez a la semana, después varias veces y acabé yendo a su casa todos los días y pasando en ella varias horas de la tarde. No me faltaron pretextos para instalarme en aquella casa y creo no equivocarme al afirmar que incluso me los ofrecieron. A veces llevaba mi violín y tocaba algo con Augusta, la única que tocaba el piano. Era una pena que Ada no tocara y que yo tocase tan mal el violín y una pena tremenda que Augusta no fuera una gran intérprete. Me veía obligado a eliminar de todas las sonatas algún fragmento demasiado difícil, con el falso pretexto de no haber tocado el violín desde hacía demasiado tiempo. El pianista casi siempre es superior al violinista aficionado y Augusta tenía una técnica discreta, pero yo, que tocaba mucho peor que ella, no me sentía satisfecho y pensaba: «Si supiera tocar como ella, ¡cuánto mejor tocaría!». Mientras yo juzgaba a Augusta, los demás me juzgaban a mí y, como supe más adelante, poco favorablemente. A Augusta le habría gustado repetir nuestras sonatas, pero yo advertí que Ada se aburría con ellas, por lo que varias veces fingí haber olvidado el violín en casa. Entonces Augusta no volvió a hablar del asunto.

Por desgracia, las horas que yo pasaba en aquella casa no eran las únicas que vivía con Ada. Muy pronto ésta me acompañó el día entero. Era la mujer que yo había elegido, por lo que ya era mía y la adorné con todos los sueños para que el premio de la vida me pareciera más bello. La adorné, le atribuí todas las cualidades que necesitaba y que me faltaban, porque debía convertirse, además de en mi compañera, en mi segunda madre, que me induciría a una vida íntegra, viril, de lucha y de victoria.

En mis sueños la embellecí incluso físicamente antes de entregarla a otros. En realidad, en mi vida corrí tras muchas mujeres y muchas de ellas se dejaron alcanzar. En el sueño las alcancé a todas. Por supuesto, no las embellezco alterando sus facciones, sino que hago como un amigo mío, pintor delicadísimo, que, cuando retrata a las mujeres bellas, piensa intensamente en alguna otra cosa bella, por ejemplo, en la porcelana muy fina. Sueño peligroso porque puede conferir nuevo poder a las mujeres con que se sueña y que, al volver a verlas en la realidad, conservan algo de la fruta, las flores y la porcelana con que se las ha vestido.

Me resulta difícil contar mi corte a Ada. Después hubo un largo período de mi vida en que me esforcé por olvidar la estúpida aventura que me daba vergüenza, esa clase de vergüenza que hace gritar y protestar. «¡No puedo haber sido yo ese imbécil!». Y entonces, ¿quién? Pero la protesta da un poco de consuelo y yo insistí. ¡Si al menos hubiera actuado así diez años antes, a los veinte años! Pero haberme visto castigado con tamaña imbecilidad sólo porque había decidido casarme, me parece injusto. Mira por dónde, yo, que ya había pasado por toda clase de aventuras vividas siempre con ánimo atrevido rayano en el descaro, me había vuelto el muchacho tímido que intenta tocar la mano de la amada, acaso sin que ella lo advierta, y después adora esa parte de su cuerpo que tuvo el honor de semejante contacto. Esa que fue la aventura más pura de mi vida, aun ahora que soy viejo la recuerdo como la más sucia. Era algo fuera de lugar, inoportuno, como si un niño de diez años se hubiera aferrado al pecho de su nodriza. ¡Qué asco!

¿Cómo explicar, además, mi larga vacilación a la hora de hablar claro y decir a la muchacha: ¡Decídete! Me quieres o no me quieres? Yo llegaba a aquella casa desde mis sueños; contaba los escalones que me conducían a aquel primer piso: si eran impares, quería decir que me amaba y siempre eran impares, pues había cuarenta y tres. Llegaba hasta ella acompañado de tanta seguridad y acababa hablando de otra cosa. Ada no había encontrado aún la ocasión de comunicarme su desdén, ¡y yo callaba! Yo que Ada, ¡también habría acogido a aquel joven de treinta años con patadas en el trasero!

Debo decir que en cierto sentido no me parecía al muchacho de veintitantos años, enamorado, que calla esperando que la amada se arroje en sus brazos. No me esperaba nada semejante. Iba a hablar, pero más adelante. Si no lo hacía, se debía a las dudas sobre mí mismo. Esperaba llegar a ser más noble, más fuerte, más digno de mi muchacha divina. Podía ocurrir de un momento a otro. ¿Por qué no esperar?

Me avergonzaba también no haber advertido a tiempo que iba camino de un fracaso semejante. Me enfrentaba a una muchacha de las más sencillas y a fuerza de soñar me pareció una coqueta de las más consumadas. Fue injusto mi rencor, cuando consiguió darme a entender que no quería saber nada conmigo. Pero yo había mezclado tan íntimamente la realidad con los sueños, que no lograba convencerme de que no me había besado nunca.

Confundir los sentimientos de una mujer es señal de escasa virilidad. Antes no me había equivocado nunca y debo creer que me equivoqué con Ada por haber falseado desde el principio mis relaciones con ella. No me había aproximado a ella para conquistarla, sino para casarme con ella, lo que es un camino insólito para el amor, un camino muy largo, un camino muy cómodo, pero que no conduce a la meta, si bien muy cerca de ella. El amor así alcanzado carece de la característica principal: el sentimiento de la hembra. Así el macho se prepara para su papel con enorme inercia, que puede extenderse a todos los sentidos, hasta a los de la vista y el oído.

Llevé cada día flores a las tres muchachas y a las tres ofrecí mis extravagancias, y, sobre todo, con una ligereza increíble, les contaba mi vida.

Todo el mundo recuerda el pasado con mayor intensidad, cuando el presente adquiere mayor importancia. Se dice incluso que los moribundos, en la última fiebre, vuelven a ver toda su vida. Mi pasado se me aferraba ahora con toda la violencia del último adiós porque tenía la sensación de alejarme mucho de él. Y no dejé de hablar de dicho pasado a las tres muchachas, animado por la intensa atención de Augusta y de Alberta, que tal vez ocultase la desatención de Ada, de la que no estoy seguro. Augusta, con su carácter dulce, se conmovía con facilidad, y Alberta escuchaba mis descripciones de bohemia estudiantil con las mejillas rojas por el deseo de poder vivir también ella en el futuro aventuras semejantes.

Mucho tiempo después supe por Augusta que ninguna de las tres muchachas había creído que mis historias fueran ciertas. Por eso, a Augusta le parecieron más preciosas, porque inventadas por mí le parecían más mías que si el destino me las hubiera infligido. A Alberta le resultaron agradables, a pesar de no creerlas, porque le aportaban sugerencias excelentes. La única que se había indignado con mis mentiras fue la seria de Ada. El resultado de mis esfuerzos era como el del tirador que ha conseguido dar en el centro de la diana, pero de la contigua a la suya.

Y, sin embargo, gran parte de las historias eran ciertas. Ya no sabría decir hasta qué punto, porque, por haberlas contado a muchas otras mujeres antes que a las hijas de Malfenti, se habían modificado, sin que yo lo quisiera, para volverse más expresivas. Eran verdaderas, dado que yo ya no habría sabido contarlas de otro modo. Hoy no me importa probar su autenticidad. No quisiera desengañar a Augusta, que prefiere considerarlas invención mía. En cuanto a Ada, creo que ahora ha cambiado de parecer y las considera ciertas.

Mi fracaso total con Ada se manifestó en el momento preciso en que consideraba deber hablar claro por fin. Acogí la evidencia por sorpresa y al principio con incredulidad. Ella no había dicho una sola palabra que hubiera manifestado su aversión por mí y yo cerré los ojos para no ver los pequeños actos que no indicaban gran simpatía hacia mí. Y, además, yo mismo no había dicho la palabra necesaria y podía incluso imaginarme que Ada no supiera que yo estaba dispuesto a casarme con ella y creyese que yo —el estudiante extravagante y poco formal— quería algo muy distinto.

El malentendido se prolongaba a causa de mis intenciones matrimoniales más que decididas. Es cierto que ahora deseaba entera a Ada, a quien en mis sueños veía con mejillas más lustrosas, manos más pequeñas, pies más pequeños y tipo más esbelto y fino. La deseaba como esposa y como amante: Pero nuestra forma de acercarnos por primera vez a una mujer es decisiva.

Ahora bien, ocurrió que por tres veces consecutivas me recibieron en aquella casa las otras dos muchachas. La primera vez disculparon la ausencia de Ada con el pretexto de una visita de cumplido; la segunda, con una jaqueca; y la tercera no me dieron disculpa hasta que, alarmado, la pedí. Entonces Augusta, a quien me había dirigido al azar, no respondió. Contestó por ella Alberta, a quien aquélla había mirado como pidiendo ayuda: Ada había ido a casa de una tía.

Me faltó el aliento. Era evidente que Ada me evitaba. El día antes había soportado su ausencia y había prolongado mi visita esperando que por fin apareciera. En cambio, ese día me quedé unos instantes, incapaz de abrir la boca, y después, pretextando un repentino dolor de cabeza, me levanté para irme. ¡Es curioso que esa primera vez el sentimiento más fuerte que tuve al chocar contra la resistencia de Ada fuera la cólera y el despecho! Pensé incluso en apelar a Giovanni para que llamara al orden a la muchacha. Un hombre que quiere casarse es capaz hasta de acciones semejantes, repeticiones de las de sus antepasados.

Aquella tercera ausencia de Ada iba a llegar a ser aún más significativa. Quiso la casualidad que yo descubriera que se encontraba en casa, pero encerrada en su habitación.

Ante todo debo decir que en aquella casa había otra persona que yo no había conseguido conquistar: la pequeña Anna. Ya no me agredía delante de los demás porque la habían reprendido duramente. Hasta había acompañado alguna vez a sus hermanas y había estado escuchando mis historias. Pero, cuando me iba, sé me acercaba en el umbral, me pedía, amable, que me inclinara hasta su altura, se alzaba sobre la punta de los pies y, cuando llegaba para pegar su boquita a mi oído, me decía bajando la voz con el fin que sólo yo pudiera oírla:

—¡Estás loco, loco de atar!

Lo curioso es que delante de los demás la hipócrita me hablaba de usted. Si estaba presente la señora Malfenti, Anna se refugiaba al instante en sus brazos, y la madre la acariciaba diciendo:

—¡Qué buena se ha vuelto mi pequeña Anna! ¿Verdad?

Yo no protestaba y la amable Anna me llamó loco del mismo modo muchas veces más. Yo acogía su declaración con una sonrisa vil que habría podido parecer de agradecimiento. Esperaba que la niña no tuviera el valor de contar sus agresiones a los adultos y me desagradaba hacer saber a Ada el juicio que tenía dé mí su hermanita. Aquella niña acabó incomodándome de verdad. Si, cuando hablaba con otros, mis ojos se encontraban con los suyos, debía encontrar al instante el modo de mirar a otro lado y era difícil hacerlo con naturalidad. Desde luego, enrojecía. Me parecía que aquella inocente podía perjudicarme con su juicio. Le llevé regalos, pero no sirvieron para amansarla. Debió de advertir su poder y mi debilidad y, en presencia de los demás, me miraba indagadora, insolente. Creo que todos tenemos en nuestra conciencia como en nuestro cuerpo puntos delicados y ocultos en los que no pensamos con gusto. Ni siquiera sabemos lo que son. Yo apartaba la vista de aquélla, infantil, que quería sondearme.

Pero aquel día que solo y abatido salía de aquella casa y se me acercó para nacerme inclinarme y oír su cumplido habitual, me agaché hasta ella con tal cara trastornada de auténtico loco y tendí hacia ella con tal amenaza las manos contraídas en forma de garras, que escapó corriendo, llorando y gritando.

Así llegué a ver a Ada también aquel día, porque fue ella la que acudió corriendo ante aquellos gritos. La pequeña contó entre sollozos que yo la había amenazado duramente porque me había llamado loco:

—Porque él es un loco y yo quiero decírselo. ¿Qué hay de malo?

No seguí escuchando a la niña, asombrado al ver que Ada se encontraba en casa. Así, pues, sus hermanas habían mentido; mejor dicho: sólo Alberta, a quien Augusta había pasado la papeleta, con lo que se había eximido. Por un instante, di en el clavo: lo adiviné todo. Dije a Ada:

—Me alegro de verla. Creía que se encontraba desde hace tres días en casa de su tía.

Ella no respondió, porque antes se agachó hacia la niña que lloraba. Esa tardanza en obtener las explicaciones a que creía tener derecho me hizo subir vehemente la sangre a la cabeza. No encontraba palabras que decir. Di otro paso para acercarme a la puerta de salida y, si Ada no hubiera hablado, yo me habría ido y no habría vuelto nunca más. Con la ira me parecía cosa facilísima esa renuncia a un sueño que ya había durado tanto tiempo.

Pero entretanto ella, roja, se volvió hacia mí y dijo que había vuelto hacía unos instantes, por no haber encontrado a su tía en casa.

Bastó para calmarme. ¡Cuánto me gustaba, agachada, maternal, hacia la niña que seguía gritando! Su cuerpo era tan flexible, que parecía haber empequeñecido para mejor acercarse a la pequeña. Me entretuve admirándola y de nuevo la consideré mía.

Me sentí tan sereno, que quise hacer olvidar el resentimiento que poco antes había manifestado y estuve amabilísimo con Ada y también con Anna. Dije riendo con ganas:

—Me llama loco tan a menudo, que he querido hacerle ver la auténtica cara y la actitud de un loco. ¡Le ruego que me disculpe! Tampoco tú, pobre Annucia, tengas miedo, porque yo soy un loco bueno.

También Ada se mostró muy, pero que muy, amable. Regañó a la pequeña, que seguía sollozando, y me pidió disculpas por ella. Si hubiera tenido la suerte de que Anna, con la ira, se hubiese marchado corriendo, yo habría hablado. Habría dicho una frase que tal vez se encuentre incluso en algunas gramáticas de lenguas extranjeras, ya hecha para facilitar la vida a quien no conozca la lengua del país donde vive: «¿Puedo pedir la mano de usted a su padre?». Era la primera vez que yo quería casarme y, por eso, me encontraba en un país del todo desconocido. Hasta entonces, había tenido otra clase de tratos con las mujeres. Las había asaltado metiéndoles mano antes que nada.

Pero no llegué a decir ni siquiera esas pocas palabras. Así, pues, ¡hacía falta tiempo para decirlas! Debían ir acompañadas de una expresión de súplica en la cara, difícil de adoptar al instante después de mi lucha con Anna y también con Ada, y ya se acercaba desde el fondo del pasillo la señora Malfenti, atraída por los chillidos de la niña.

Tendí la mano a Ada, que me ofreció, cordial, la suya al instante, y le dije:

—Hasta mañana. Discúlpeme ante su señora madre.

Sin embargo, vacilé a la hora de soltar esa mano que reposaba conñada en la mía. Sentía que, al irme entonces, renunciaba a una ocasión única con aquella muchacha, enteramente dispuesta a hacerme cortesías para resarcirme de las groserías de su hermana. Seguí la inspiración del momento, me incliné hacia su mano y la rocé con los labios. Después abrí la puerta y salí a escape, tras haber visto que Ada, quien hasta entonces me había abandonado la mano derecha, mientras con la izquierda sostenía a Anna, que se aferraba a su falda, se miraba asombrada la manita que había sufrido el contacto de mis labios, como si hubiera querido ver si había algo escrito en ella. No creo que la señora Manfenti percibiera mi acción.

Me detuve un instante en la escalera, asombrado yo también de mi acción, carente de la menor premeditación. ¿Existía aún la posibilidad de volver a aquella puerta que había cerrado tras mí, llamar al timbre y preguntar a Ada si podía decirle esas palabras que ella se había buscado sin resultado en la mano? ¡Me pareció que no! Habría sido una falta de dignidad demostrar demasiada impaciencia. Y, además, al haberle avisado que volvería, le había anunciado de antemano mi explicación. Ahora dependía sólo de ella recibirla, proporcionándome la oportunidad de dársela. Mira por dónde, había dejado de contar historias a tres muchachas y, en cambio, había besado la mano a una sola de ellas.

Pero el resto de la jornada fue bastante desagradable. Estaba inquieto y anhelante. Me decía que mi inquietud provenía sólo de la impaciencia por ver aclarada esa aventura. Me figuraba que, si Ada me rechazaba, podría correr con toda calma en busca de otras mujeres. ¡Todo mi apego hacia ella procedía de una decisión libre que ahora podría anularse con otra! No comprendí entonces que por el momento no había en este mundo otras mujeres para raí y que necesitaba precisamente a Ada.

También la noche que siguió me pareció larguísima; la pasé casi toda insomne. Después de la muerte de mi padre, había abandonado mis costumbres de noctámbulo y ahora, desde que había decidido casarme, habría sido extraño volver a ellas. Por eso, me había acostado temprano con el deseo del sueño que hace pasar tan rápido el tiempo.

De día yo había acogido con la más ciega confianza las explicaciones de Ada sobre aquellas tres ausencias de su salón en las horas que yo pasaba en él, confianza debida a mi firme convicción de que la mujer seria que yo había elegido no sabía mentir. Pero por la noche esa confianza disminuyó. Dudaba si no habría sido yo quien la hubiera informado de que Alberta —cuando Augusta se había negado a hablar— había dado como excusa esa visita a su tía. No recordaba bien las palabras que le había dirigido con mi acaloramiento, pero me parecía estar seguro de haberle referido esa excusa. ¡Qué lástima! Si no lo hubiera hecho, tal vez ella, para disculparse, habría inventado algo diferente y yo, al haberla sorprendido mintiendo, habría ya recibido la aclaración que anhelaba.

Entonces habría podido comprender la importancia que Ada tenía ya para mí, porque, para tranquilizarme, me decía que, si no me hubiera querido, yo habría renunciado para siempre al matrimonio. Así, pues, su rechazo transformaría mi vida. Y seguía soñando y consolándome con la idea de que ese rechazo sería una suerte para mí. Recordaba a ese filósofo griego según el cual tanto quien se casaba como quien permanecía soltero se arrepentiría de ello. En resumen, no había perdido aún la capacidad de reírme de mi aventura; la única capacidad que me faltaba era la de dormir.

Concilié el sueño, cuando ya amanecía. Cuando me desperté era tan tarde, que faltaban pocas horas para el momento en que podía visitar la casa de los Malfenti. Por eso, ya no habría sido necesario imaginar ni recoger otros indicios que me aclararan el estado de ánimo de Ada. Pero es difícil dejar de pensar en una cuestión que nos importa demasiado. El hombre sería un animal más afortunado, si supiera hacerlo. Mientras me acicalaba, lo que ese día hice exageradamente, no pensaba en otra cosa: ¿había hecho bien al besar la mano a Ada o había hecho mal al no besarla también en los labios?

Esa mañana precisamente tuve una idea que, me parece, me perjudicó mucho, al privarme de ese poco de iniciativa viril que aquel curioso estado mío de adolescencia me habría permitido. Una duda dolorosa: ¿y si Ada se casaba conmigo sólo porque la hubieran inducido a ello sus padres, sin amarme, sintiendo incluso auténtica aversión hacia mí? Porque, desde luego, todos en aquella familia, es decir, Giovanni, la señora Malfenti, Augusta y Alberta me apreciaban; sólo podía dudar de Ada. En el horizonte se delineaba precisamente la novela popular habitual de la jovencita obligada por su familia a un matrimonio odioso. Pero yo no lo permitiría. Esa era la nueva razón por la que debía hablar con Ada, es decir, hablar con Ada a solas. No bastaría con dirigirle la frase hecha que había preparado. Mirándola a los ojos le preguntaría: «¿Tú me amas?». Y si me decía que sí, la estrecharía entre mis brazos para sentir vibrar su sinceridad.

Así me pareció haberme preparado para todo. En cambio, tuve que reconocer que había llegado a esa especie de examen sin haberme acordado de repasar justo las páginas del texto sobre las que debía hablar.

Me recibió la señora Malfenti a solas, quien me hizo sentar en un ángulo del gran salón y se puso al instante a charlar muy animada, con lo que casi me impidió preguntar por las muchachas. Por eso, estaba algo distraído y me repetía la lección para no olvidarla en el momento oportuno. De repente, mi atención se despertó como por un toque de corneta. La señora estaba elaborando un preámbulo. Me aseguraba su amistad y la de su marido y el afecto de toda su familia, incluida la pequeña Anna. Hacía tanto tiempo que nos conocíamos. Nos habíamos visto todos los días desde hacía cuatro meses.

—¡Cinco! —corregí yo, que había hecho el cálculo por la noche, recordando que la primera visita la había hecho en otoño y que ahora nos encontrábamos en plena primavera.

—¡Sí! ¡Cinco! —dijo la señora, pensándolo un poco, como si quisiera repasar mi cálculo. Después, con aire de reproche, añadió:

—Me parece que compromete usted a Augusta.

—¿A Augusta? —pregunté, creyendo haber oído mal.

—¡Sí! —confirmó la señora—. La halaga usted y la compromete.

Revelé, ingenuo, mi pensamiento:

—Pero si yo a Augusta no la veo nunca.

Tuvo un gesto de sorpresa y (¿o así me pareció?) de sorpresa dolorosa.

Entretanto, yo intentaba pensar intensamente para llegar a explicar pronto lo que me parecía un equívoco cuya importancia, sin embargo, entendí al instante. Volvía a verme mentalmente, visita tras visita, durante esos cinco meses, dedicado a acechar a Ada. Había tocado música con Augusta y, de hecho, a veces había hablado más con ella, que me escuchaba, que con Ada, pero sólo para que aquélla explicase a ésta mis historias acompañadas de su aprobación. ¿Debía hablar claro con la señora y contarle mis intenciones para con Ada? Pero poco antes había decidido hablar a solas con Ada y averiguar su estado de ánimo. Tal vez si hubiera hablado claro con la señora Malfenti, las cosas habrían ido de otro modo, es decir, que, al no poder casarme con Ada, no me habría casado tampoco con Augusta. Dejándome dirigir por la decisión que había tomado antes de ver a la señora Malfenti y por haber oído las sorprendentes cosas que ésta rae había dicho, callé.

Pensaba intensamente, pero, por esa razón, con un poco de confusión. Quería entender, quería adivinar y pronto. Cuando se abren los ojos demasiado, no se ven las cosas tan bien. Vislumbré la posibilidad de que quisieran echarme de la casa. Me pareció poder excluirla. Yo era inocente, dado que no hacía la corte a Augusta, a quien querían proteger. Pero tal vez me atribuyeran intenciones para con Augusta a fin de no comprometer a Ada. ¿Y por qué proteger así a Ada, que ya no era ninguna niña? Estaba seguro de no haberla cogido de la melena salvo en sueños. En realidad, sólo le había rozado la mano con los labios. No quería que me prohibieran el acceso a aquella casa, porque antes de abandonarla quería hablar con Ada. Por eso, con voz temblorosa, pregunté:

—Dígame, señora, lo que debo hacer para no desagradar a nadie.

—Por algún tiempo debería visitarnos menos a menudo; es decir, no cada día, sino dos o tres veces a la semana.

Es cierto que, si me hubiera dicho con rudeza que me fuese y no volviera más, habría suplicado, guiado en todo momento por mi propósito, que me permitieran la entrada en esa casa, al menos por dos o tres días más, para aclarar mis relaciones con Ada. En cambio, sus palabras, más afables de lo que había temido, me dieron valor para manifestar mi resentimiento:

—Pero, si lo desea, ¡yo no vuelvo a poner los pies en esta casa!

Sucedió lo que yo había esperado. Protestó, volvió a hablar del aprecio de todos ellos y me suplicó que no me enfadara con ella. Y yo me mostré magnánimo, le prometí todo lo que quiso, es decir, abstenerme de ir a aquella casa durante cuatro o cinco días, volver después con cierta regularidad cada semana dos o tres veces y, sobre todo, no guardarle rencor.

Tras hacerle esas promesas, quise dar prueba de cumplirlas y me levanté para marcharme. La señora protestó riendo:

—Conmigo no tiene esa clase de compromiso y puede quedarse.

Y como le rogué que me dejara marchar porque tenía un compromiso que justo entonces recordé, cuando, en realidad, quería estar solo para reflexionar mejor sobre la extraordinaria aventura que estaba viviendo, la señora me rogó al instante que me quedara diciendo que así le demostraría no estar enfadado con ella. Por eso me quedé, sometido de continuo a la tortura de escuchar el vacío parloteo al que ahora se abandonaba la señora sobre las modas femeninas que no quería seguir, sobre el teatro e incluso sobre el tiempo tan seco con que se anunciaba la primavera.

Poco después me alegré de haberme quedado, porque comprendí que necesitaba una aclaración más. Sin la menor consideración, interrumpí a la señora, cuyas palabras ya no oía, para preguntarle:

—¿Y toda la familia sabrá que usted me ha invitado a mantenerme alejado de esta casa?

Al principio pareció como si no recordara nuestro pacto. Después protestó:

—¿Alejado de esta casa? Pero sólo por unos días, a ver si nos entendemos. Yo no se lo diré a nadie, ni siquiera a mi marido, y hasta le agradecería que usted guardara la misma discreción.

También eso lo prometí, prometí también que, si me pedían una explicación de por qué no me veían con tanta frecuencia, daría diversos pretextos. Por el momento, confié en las palabras de la señora y me figuré que Ada podía asombrarse y apenarse por mi repentina ausencia. ¡Una imagen agradabilísima!

Después seguí allí, sin dejar de esperar que alguna otra inspiración acudiera a guiarme más adelante, mientras la señora hablaba de los precios de los comestibles, que últimamente habían subido mucho.

En lugar de otras inspiraciones, se presentó la tía Rosina, una hermana de Giovanni, mayor que él, pero mucho menos inteligente que él. Sin embargo, tenía algunos de los rasgos de su fisonomía moral que bastaban para caracterizarla como hermana suya. Ante todo, la misma conciencia, algo cómica, de sus derechos y de los deberes de los demás, pues carecía de la menor arma para imponerse, y también la mala costumbre de alzar la voz en seguida. Creía tener tantos derechos en la casa de su hermano, que —como supe más adelante— por mucho tiempo consideró a la señora Malfenti una intrusa. Era soltera y vivía sola con una criada, de quien hablaba como de su mayor enemiga. Cuando murió, recomendó a mi mujer vigilar la casa hasta que la criada que la había asistido se hubiera ido. Todos en casa de Giovanni la soportaban por miedo a su agresividad.

Aun así, no me fui. La tía Rosina prefería a Ada de todas las sobrinas. Sentí el deseo de granjearme su amistad también yo y busqué una frase amable que dirigirle. Recordé vagamente que la última vez que la había visto (es decir, entrevisto, porque entonces no había sentido la necesidad de mirarla), las sobrinas, tan pronto se había ido, habían observado, que no tenía buena cara. Incluso una había dicho:

—¡Se habrá hecho mala sangre por alguna rabieta con su criada!

Encontré lo que buscaba. Mirando afectuoso la carota arrugada de la vieja señora, le dije:

—La encuentro muy recuperada, señora.

¡Cuánto mejor habría sido no decir esa frase! Me miró asombrada y protestó:

—Yo estoy siempre igual. ¿Desde cuándo estoy mejorada?

Quería saber cuándo la había visto por última vez. No recordaba con precisión la fecha y tuve que recordarle que habíamos pasado toda una tarde juntos, sentados en ese mismo salón con las tres señoritas, pero no en la parte en que estábamos entonces, sino en la otra. Me había propuesto demostrarle mi interés, pero las explicaciones que exigía hacían que durase demasiado tiempo. La falsedad me pesaba y me producía un auténtico dolor.

La señora Malfenti intervino sonriendo:

—Pero ¿usted no quería decir que la tía Rosina haya engordado?

¡Diablos! Ésa era la razón para el resentimiento de la tía Rosina, que estaba muy gorda, como su hermano, y aún tenía esperanza de adelgazar.

—¿Engordar? ¡Ni mucho menos! Me refería sólo a que la señora tiene mejor cara.

Intentaba conservar una actitud afectuosa y, en cambio, debía contenerme para no decirle una insolencia.

Ni siquiera entonces pareció satisfecha la tía Rosina. Últimamente no se había encontrado mal en ningún momento y no comprendía por qué podía haberme parecido enferma. Y la señora Malfenti le dio la razón:

—Es más: una de sus características es la de no cambiar de cara —dijo dirigiéndose a mí—. ¿No le parece?

Me lo parecía. Más aún: era evidente. Me fui en seguida. Tendí con gran cordialidad la mano a tía Rosina con la esperanza de apaciguarla, pero ella me concedió la suya mirando a otro lado.

Tan pronto hube cruzado el umbral de aquella casa, mi estado de ánimo cambió. ¡Qué liberación! Ya no tenía que estudiar las intenciones de la señora Malfenti ni esforzarme por agradar a la tía Rosina. En realidad, creo que, si no hubiera sido por la ruda intervención de la tía Rosina, esa zalamera de la señora Malfenti habría conseguido perfectamente su objetivo y yo me habría alejado de esa casa muy contento de haber recibido buen trato. Bajé corriendo las escaleras. La tía Rosina había sido casi un comentario de la señora Malfenti. Ésta me había propuesto mantenerme alejado de su casa por unos días. ¡Demasiado buena la querida señora! ¡Iba a complacer sus aspiraciones con creces y no volvería a verme! ¡Me habían torturado, ella, la tía y también Ada! ¿Con qué derecho? ¿Porque había querido casarme? ¡Pero si yo ya no pensaba en eso! ¡Qué bella era la libertad!

Por un buen cuarto de hora corrí por las calles acompañado de ese sentimiento. Después sentí la necesidad de una libertad aún mayor. Debía encontrar un modo de señalar de modo definitivo mi voluntad de no volver a poner los pies en aquella casa. Descarté la idea de escribir una carta con la que me despediría. El abandono se volvía más desdeñoso aún, si no comunicaba mi intención. Simplemente me olvidaría de ver a Giovanni y a toda su familia.

Encontré el acto discreto y amable y, por eso, un poco irónico, con el que iba a indicar mi voluntad. Corrí a una florista y escogí un magnífico ramo de flores, que dirigí a la señora Malfenti acompañado de mi tarjeta de visita, en la que no escribí otra cosa que la fecha. No hacía falta más. Era una fecha que no olvidaría nunca y tal vez no la olvidarían tampoco Ada y su madre: 5 de mayo, aniversario de la muerte de Napoleón.

Me apresuré a hacer ese envío. Era importantísimo que llegase ese mismo día.

Pero ¿y después? Todo estaba hecho, todo, ¡porque no había nada más que hacer! Ada quedaba separada de mí con toda su familia y yo debía vivir sin hacer nada más, en espera de que alguno de ellos viniera a buscarme y darme la ocasión de hacer o decir alguna otra cosa.

Corrí a mi estudio para encerrarme en él a reflexionar. Si hubiera cedido a mi dolorosa impaciencia, ¡habría vuelto al instante corriendo a aquella casa con riesgo de llegar antes que mi ramo de flores! Los pretextos no podían faltar. ¡Hasta podía haberme dejado el paraguas allí!

No quise hacer una cosa así. Con el envío de aquel ramo de flores había adoptado una hermosa actitud que debía conservar. Ahora debía permanecer quieto, porque el siguiente movimiento les correspondía a ellos.

El recogimiento que busqué en mi estudio y del que me esperaba alivio, aclaró sólo las razones de mi desesperación, que se exasperó hasta las lágrimas. ¡Yo amaba a Ada! Aún no sabía si ese verbo era el apropiado y continué el análisis. La quería no sólo mía, sino además esposa mía. A ella, con su cara marmórea sobre su cuerpo en sazón, y con su serenidad, hasta el punto de no entender mi ingenio, que no volvería a mostrarle, sino que renunciaría a él para siempre, ella que me enseñaría una vida de inteligencia y de trabajo. La quería toda entera y todo lo quería de ella. Al final saqué la conclusión de que el verbo adecuado era justo ése: yo amaba a Ada.

Me pareció haber pensado una cosa muy importante, que podía guiarme. ¡Al diablo las vacilaciones! Ya no importaba saber si ella me amaba. Debía intentar obtenerla y ya no tenía que hablar con ella, si Giovanni podía decidirlo. Debía aclararlo todo rápido para llegar en seguida a la felicidad o, si no, olvidarlo todo y curar. ¿Por qué había de sufrir tanto en la espera? Cuando supiese —y podía saberlo por Giovanni— que había perdido definitivamente a Ada, al menos ya no tendría que luchar con el tiempo, que seguiría transcurriendo lento sin que yo sintiera la necesidad de apremiarlo. Una cosa definitiva siempre representa la calma, porque está separada del tiempo.

Corrí al instante en busca de Giovanni. Fueron dos las carreras. Una hacia su despacho situado en esa calle que seguimos llamando de las Casas Nuevas, porque así lo hacían nuestros antepasados. Altas casas viejas que oscurecen una calle tan cercana a la orilla del mar, poco frecuentada a la hora del crepúsculo, por la que pude pasar rápido. Mientras caminaba, no pensaba en otra cosa que en preparar lo más brevemente posible la frase que debía dirigirle. Bastaba con comunicarle mi determinación de casarme con su hija. No tenía ni que conquistarlo ni que convencerlo. Ese hombre de negocios sabría darme la respuesta que debía darme, nada más oír la pregunta. Sin embargo, me preocupaba la cuestión de si en semejante ocasión debía hablar en italiano o en dialecto.

Pero Giovanni había salido ya del despacho y se había dirigido al Tergesteo. Me encaminé hacia allí. Más despacio porque sabía que en la Bolsa debía esperar algún tiempo para poder hablarle a solas. Después, al llegar a via Cavana, tuve que aminorar el paso por la muchedumbre que obstruía la estrecha calle. Y precisamente al esforzarme por pasar entre aquella multitud fue cuando vi con claridad, como en una visión, lo que hacía tantas horas que buscaba. Los Malfenti querían que me casara con Augusta y no con Ada y ello por la sencilla razón de que Augusta estaba enamorada de mí y Ada no. No lo estaba, porque, si no, no habrían intervenido para dividirnos. Me habían dicho que yo comprometía a Augusta, pero, en realidad, era ella la que se comprometía al amarme. Comprendí todo en aquel momento, con viva claridad, como si alguno de la familia me lo hubiera dicho. Y adiviné también que Ada estaba de acuerdo en que me mantuviese alejado de aquella casa. No me amaba y no me amaría, al menos mientras su hermana me amara. Así, pues, en la atestada via Cavana yo había pensado con mayor acierto que en la soledad de mi estudio.

Hoy, cuando vuelvo al recuerdo de esos cinco días memorables que me condujeron al matrimonio, me asombra que mi ánimo no se calmara al enterarme de que la pobre Augusta me amaba. Yo, ya expulsado de la casa de los Malfenti, amaba a Ada airadamente. ¿Por qué no me dio satisfacción alguna la clara visión de que la señora Malfenti me había alejado en vano, pues seguía en aquella casa, y muy cerca de Ada, es decir, en el corazón de Augusta? En cambio, me parecía una nueva ofensa la invitación de la señora Malfenti a no comprometer a Augusta, es decir, a casarme con ella. Por la fea muchacha que me amaba, yo sentía todo el desdén que —aunque yo no lo reconociera— sentía por mí su bella hermana, a la que yo amaba.

Aceleré aún más el paso, pero cambié de rumbo y me dirigí a mi casa. Ya no necesitaba hablar con Giovanni, porque ahora sabía con claridad cómo actuar; con una evidencia tan desesperante, que tal vez me diera por fin la paz al separarme del tiempo demasiado lento. Era peligroso incluso hablar de ello con el mal educado de Giovanni. La señora Malfenti había hablado de tal modo, que yo no la había entendido hasta llegar allí, a la via Cavana. El marido era capaz de comportarse de otro modo. Tal vez me diría sin rodeos: «¿Por qué quieres casarte con Ada? ¡Pero, hombre! ¿No sería mejor que te casaras con Augusta?». Porque él tenía un axioma que yo recordaba y que podría guiarlo en ese caso: «¡Siempre debes explicar claramente el asunto a tu adversario porque sólo entonces estarás seguro de entenderlo mejor que él!» ¿Y entonces? El resultado habría sido la ruptura declarada. Sólo entonces podría caminar el tiempo como quería, porque yo ya no tendría razón alguna para intervenir: ¡habría llegado al punto muerto!

Recordé también otro axioma de Giovanni y me apegué a él porque me daba mucha esperanza. Supe permanecer apegado a él durante cinco días, durante aquellos cinco días que convirtieron mi pasión en enfermedad. Giovanni solía decir que no había que tener prisa por llegar a la liquidación de un asunto, cuando de dicha liquidación no se pudiera esperar ventaja: todos los asuntos llegan tarde o temprano y por sí solos a su liquidación, como lo demuestra el hecho de que la historia del mundo sea tan larga y que tan pocos asuntos hayan quedado pendientes. Hasta que no se haya procedido a su liquidación, todos los negocios pueden evolucionar favorablemente.

No recordé que otros axiomas de Giovanni decían lo contrario y me aferré a ése. A algo tenía que aferrarme. Concebí el propósito firme de no moverme mientras no supiera que algo nuevo hubiese hecho evolucionar mi asunto a mi favor. Y me perjudicó tanto, que tal vez por eso, más adelante, ningún propósito mío me acompañó tanto tiempo.

Nada más concebir el propósito, recibí una tarjeta de la señora Malfenti. Reconocí su escritura en el buzón y, antes de abrirla, me sentí satisfecho de que hubiera bastado ese firme propósito mío para que ella se arrepintiera de haberme maltratado y corriese tras mí. Cuando descubrí que sólo contenía la expresión «Muy agradecida» por las flores que le había enviado, me, arrojé sobre la cama e hinqué los dientes en la almohada, como si quisiera quedarme inmovilizado e impedirme correr a incumplir mi propósito. ¡Esa irónica serenidad era el resultado de esa respuesta! Mucho mayor que la expresada por la fecha que había añadido a mi tarjeta y que significaba ya un propósito y tal vez un reproche. Remember, había dicho Carlos I antes de que le cortaran el cuello, ¡y debía de haber pensado en la fecha de ese día! ¡También yo había exhortado a mi adversaria a recordar y temer!

Fueron cinco días y cinco noches terribles y yo acechaba los amaneceres y los crepúsculos, que significaban fin y principio y acercaban la hora de mi libertad, la libertad de batirme de nuevo por mi amor.

Me preparaba para aquella lucha. Ahora sabía cómo quería mi muchacha que fuera yo. Me resulta fácil recordar los propósitos que concebí entonces, ante todo porque concebí otros idénticos en época más reciente, y también porque los anoté en una hoja de papel que aún conservo. Me proponía volverme más serio. Eso significaba entonces no contar esos chistes que hacían reír y me difamaban, con lo que provocaban el amor de la fea Augusta y el desprecio de mi Ada. Además, estaba el propósito de estar cada mañana a las ocho en mi despacho, que desde hacía tanto no pisaba, no para discutir sobre mis derechos con Olivi, sino para trabajar con él y poder asumir, en su momento, la dirección de mis negocios. Eso debía realizarlo en época más tranquila que ésa, como también debía dejar de fumar más adelante, es decir, cuando hubiera recuperado mi libertad, porque no había por qué empeorar aquel intervalo terrible. Ada se merecía un marido perfecto. Por eso, había concebido también varios propósitos de dedicarme a lecturas serias, y también de pasar cada día media horita en el estrado de esgrima y cabalgar un par de veces a la semana. Las veinticuatro horas de la jornada no eran demasiadas.

Durante aquellos días de separación los celos más amargos fueron mi compañía de todas las horas. Era un propósito heroico el de querer corregirse de todos los defectos a fin de prepararse para conquistar a Ada al cabo de unas semanas. Pero ¿entretanto? Mientras yo me sometía a la más dura disciplina, ¿se mantendrían tranquilos los demás hombres de la ciudad o intentarían quitarme mi mujer? Entre ellos había alguno, seguro, que no necesitaba tanto ejercicio para ser aceptado. Yo sabía, creía saber que, cuando Ada hubiera encontrado a quien le convenía, daría el sí sin esperar a enamorarse. Cuando aquellos días me tropezaba con un hombre bien vestido, sano y sereno, lo odiaba, porque me parecía que convenía a Ada. De aquellos días lo que mejor recuerdo son los celos que habían caído como una niebla sobre mi vida.

Ahora que sabemos cómo acabó todo, no podemos reír del atroz temor de verme aquellos días privado de Ada por otro hombre. Cuando vuelvo a pensar en aquellos días de pasión, siento gran admiración por mi alma profética.

Varias veces, de noche, pasé bajo las ventanas de aquella casa. Al parecer, en ella seguían divirtiéndose como cuando yo estaba. A medianoche o poco antes, se apagaban las luces del salón. Escapaba por temor a ser descubierto por algún visitante que debía salir entonces de la casa.

Pero todas las horas de aquellos días fueron angustiosas también por la impaciencia. ¿Por qué no preguntaba nadie por mí? ¿Por qué no se movía Giovanni? ¿No debía asombrarlo no verme ni en su casa ni en el Tergesteo? Entonces, ¿estaba también él de acuerdo con mantenerme alejado? Con frecuencia interrumpía mis paseos de día y de noche para correr a casa a comprobar si alguien había ido a preguntar por mí. No podía irme a la cama con la duda y despertaba a la pobre Maria para preguntárselo. Me quedaba horas esperando en casa, en el lugar donde era más fácil localizarme. Pero nadie preguntó por mí y no cabe duda de que, si no me hubiera decidido a moverme, seguiría soltero.

Una noche fui a jugar al club. Hacía muchos años que no aparecía por allí por respeto a una promesa que había hecho a mi padre. Me parecía que la promesa no podía seguir siendo válida, ya que mi padre no podía haber previsto tales circunstancias mías dolorosas ni mi urgente necesidad de distraerme. Al principio gané, con una suerte que me dolió, porque me pareció una compensación por mi mala suerte en el amor. Después perdí y también me dolió porque me pareció que sucumbía al juego como había sucumbido al amor. No tardó en desagradarme el juego: no era digno de mí ni tampoco de Ada. ¡Tan puro me volvía aquel amor!

De aquellos días recuerdo también que los sueños de amor habían quedado aniquilados por aquella realidad tan ruda. Ahora el sueño era muy distinto. Soñaba con la victoria en lugar de con el amor. Mi sueño se vio embellecido una vez por una visita de Ada. Iba vestida de novia y venía conmigo al altar, pero, cuando nos quedamos solos, no hicimos el amor, ni siquiera entonces. Yo era su marido y había adquirido el derecho a preguntarle: «¿Cómo has podido permitir que me trataran así?». Era el único derecho que me urgía disfrutar.

En un cajón mío encuentro borradores de cartas a Ada, a Giovanni y a la señora Malfenti. Son de aquellos días. A la señora Malfenti le escribía una carta sencilla con la que me despedía antes de emprender un largo viaje. Sin embargo, no recuerdo que tuviera la intención de viajar: no podía abandonar la ciudad, cuando aún no estaba seguro de que nadie vendría a buscarme. ¡Qué desventura, si hubieran venido y no me hubiesen encontrado! No envié ninguna de aquellas cartas. Es más: creo que sólo las escribí para consignar en el papel mis pensamientos.

Desde hacía muchos años me consideraba enfermo, pero de una enfermedad que hacía sufrir más a los demás que a mí. Entonces fue cuando conocí la enfermedad «doliente», una serie de sensaciones físicas desagradables, que me hicieron muy infeliz.

Se iniciaron así. Hacia la una de la noche, incapaz de conciliar el sueño, me levanté y caminé por la suave noche hasta que llegué a un café de suburbio en el que no había estado nunca, por lo que no encontraría a nadie conocido, lo que me resultaba muy agradable, porque quería continuar en él una discusión con la señora Malfenti comenzada en la cama y en la que no quería que nadie se entremetiera. La señora Malfenti me había hecho reproches nuevos. Decía que yo había intentado «jugar con ventaja» con sus hijas. En realidad, si había intentado algo así, lo había hecho sólo con Ada, desde luego. Me venían sudores fríos al pensar que tal vez en la casa de los Malfenti me hicieran reproches semejantes ahora. El ausente siempre es culpable y podían haber aprovechado mi lejanía para asociarse contra mí. En la viva luz del café me defendía mejor. Desde luego, alguna vez me habría gustado tocar con el pie el de Ada y en cierta ocasión me había parecido incluso haberlo alcanzado, con su consentimiento. Pero después resultó que había apretado el pie de madera de la mesa y ése no podía haber hablado. Fingía interesarme por la partida de billar. Un señor apoyado en una muleta se acercó a mí y vino a sentarse justo a mi lado. Pidió una limonada y, como el camarero esperaba también lo que yo iba a tomar, por distracción pedí también una limonada para mí, a pesar de que no puedo soportar el sabor del limón. Entonces la muleta apoyada en el sofá en que estábamos sentados cayó al suelo y yo me agaché a recogerla con un movimiento casi instintivo.

—¡Oh, Zeno! —dijo el pobre cojo, al reconocerme en el momento en que quería darme las gracias.

—¡Tullio! —exclamé yo sorprendido y tendiéndole la mano. Habíamos sido compañeros de colegio y hacía muchos años que no nos veíamos. Sabía de él que, al acabar el bachillerato, había entrado en un banco, donde ocupaba un buen puesto.

Sin embargo, estaba tan distraído, que de repente le pregunté cómo era que tenía la pierna demasiado corta hasta el punto de necesitar la muleta.

Con el mejor humor, me contó que seis meses antes había enfermado de reumatismo, que había acabado arruinándole la pierna.

Me apresuré a sugerirle numerosas curas. Es el mejor modo de simular sin gran esfuerzo una profunda participación. Las había seguido todas. Entonces le sugerí también:

—¿Y por qué no estás aún en la cama a esta hora? No me parece que te pueda sentar bien exponerte al aire nocturno.

Bromeó bondadoso: consideraba que tampoco a mi podía sentarme bien el aire nocturno y que quien no padecía reumatismo, mientras estuviera vivo, podía atraparlo. El derecho de irse a la cama a primeras horas de la mañana estaba reconocido por la constitución austríaca. Por lo demás, en contra de la opinión general, el calor y el frío no tenían nada que ver con el reumatismo. Él había estudiado su enfermedad; mejor dicho, no hacía otra cosa en este mundo que estudiar sus causas y remedios. Más que de curas había necesitado un largo permiso del banco para poder profundizar dicho estudio. Después me contó que estaba haciendo una cura extraña. Comía todos los días una cantidad enorme de limones. Ese día había tomado treinta, pero esperaba con el ejercicio llegar a tolerar incluso más. Me confió que, según él, los limones eran buenos también para muchas otras enfermedades. Desde que los tomaba, sentía menos molestias por el abuso del tabaco, al que también él estaba condenado.

Yo me estremecí ante la idea de tanto ácido, pero, al instante, tuve una visión un poco más alegre de la vida: los limones no me gustaban, pero, si me hubieran dado la libertad de hacer lo que debía o quería sin perjuicio y liberándome de cualquier otra obligación, también yo habría engullido otros tantos. Libertad completa es la de poder hacer todo lo que se quiere a condición de hacer también algo que no gusta tanto. La auténtica esclavitud es la condena a la abstención: Tántalo y no Hércules.

Después Tullio fingió también estar deseoso de saber cosas de mí. Yo estaba decidido a no contarle nada de mi amor infeliz, pero necesitaba desahogarme. Hablé con tal exageración de mis males (así los denominé y estoy seguro de que eran leves), que acabaron saltándoseme las lágrimas, mientras Tulio iba sintiéndose cada vez mejor al creerme más enfermo que él.

Me preguntó si trabajaba. En la ciudad todo el mundo decía que yo no daba golpe y yo temía que tuviera motivos para envidiarme, cuando, en realidad, en ese instante yo sentía la absoluta necesidad de ser compadecido. ¡Mentí! Le conté que trabajaba en mi despacho, no mucho, pero al menos seis horas al día y que, además, los embrollados negocios heredados de mi padre y de mi madre me ocupaban otras seis horas.

—¡Doce horas! —comentó Tullio, y con sonrisa satisfecha me concedió lo que yo deseaba, su conmiseración—. ¡No es como para envidiarte!

La conclusión era exacta y yo me sentí tan conmovido, que hube de hacer un esfuerzo para que no se me saltaran las lágrimas. Me sentí más desgraciado que nunca y, en ese morboso estado de auto-compasión, se comprende que estuviera expuesto a trastornos.

Tullio volvió a hablar de su enfermedad, que era también su distracción principal. Había estudiado la anatomía de la pierna y del pie. Me contó riendo que, cuando se camina rápido, el tiempo en que se da un paso no supera el medio segundo y que en ese medio segundo se mueven nada menos que cincuenta y cuatro músculos. Aquello me asombró y al instante pensé en mis piernas y busqué en ellas esa máquina monstruosa. Creo que di con ella. Como es natural, no encontré cincuenta y cuatro artefactos, sino una complicación enorme que se desordenó en cuanto fijé mi atención en ella.

Salí de aquel café cojeando y seguí cojeando durante unos días. Caminar se me había vuelto tarea pesada e incluso levemente dolorosa. Parecía que faltara aceite a esa maraña de mecanismos y que, al moverse, se dañaban unos a otros. Pocos días después, me aquejó un mal más grave, del que luego hablaré y que disminuyó el primero. Pero aún hoy, cuando escribo esto, si alguien me mira, cuando me muevo, los cincuenta y cuatro movimientos se obstaculizan unos a otros y estoy a punto de caer.

También esa afección se la debo a Ada. Muchos animales caen presa de los cazadores o de otros animales, cuando están en celo. Yo fui entonces presa de la enfermedad y estoy seguro de que, si hubiera sabido lo de la máquina monstruosa en otro momento, no habría sufrido daño alguno.

Unos apuntes en una hoja de papel que conservé me recuerdan otra extraña aventura de aquella época. Además de la anotación de un último cigarrillo acompañada de la expresión de confianza en poder curar de la enfermedad de los cincuenta y cuatro movimientos, hay un ensayo de poesía… sobre una mosca. Si no lo supiera, creería que esos versos se deben a una señorita cándida que habla de tú a los insectos a los que canta, pero, en vista de que los compuse yo, debo creer que, si yo he pasado por eso, a todo el mundo puede ocurrirle lo mismo.

Así fue como nacieron esos versos. Había vuelto a casa a las tantas de la noche y, en lugar de acostarme, me había dirigido a mi estudio, donde había encendido el gas. Junto a la luz una mosca se puso a atormentarme. Conseguí darle un golpe, pero leve para no ensuciarme. La olvidé, pero después la vi recuperarse en el centro de la mesa. Estaba quieta, de pie y parecía más alta que antes, porque una de sus patitas había quedado anquilosada y no podía doblarse. Con las dos patitas posteriores se alisaba perseverante las alas. Intentó moverse, pero cayó de espaldas. Se alzó y volvió obstinada a su perseverante tarea.

Entonces escribí esos versos, asombrado de haber descubierto que ese pequeño organismo abrumado por tamaño dolor fuera guiado en su gigantesco esfuerzo por dos errores: ante todo, alisándose las alas, que no estaban heridas, con tanta obstinación, el insecto revelaba no saber de qué órgano procedía su dolor; además, la perseverancia de su esfuerzo demostraba que en su minúscula inteligencia había la confianza fundamental en qué la salud corresponde a todos y que ha de volver sin lugar a dudas, cuando nos ha abandonado. Eran errores que se pueden excusar con facilidad en un insecto cuya vida dura sólo una estación y no tiene tiempo de acumular la experiencia.

Pero llegó el domingo. Se cumplía el quinto día desde mi última visita a la casa de los Malfenti. Yo, que trabajo tan poco, siempre he conservado un gran respeto por el día festivo que divide la vida en períodos breves y la vuelve más soportable. Aquel día festivo concluía también para mí una semana dura y tenía motivos para disfrutarlo. No cambié en nada mis planes, pero por aquel día carecían de validez e iba a visitar de nuevo a Ada. No iba a comprometer con palabra alguna dichos planes, pero debía volver a verla porque existía también la posibilidad de que las cosas hubieran cambiado ya a mi favor y en ese caso habría sido grave perjuicio sufrir sin objeto.

Por eso, a mediodía, con toda la rapidez que mis pobres piernas me permitían, corrí a la ciudad y a la calle que, según sabía, debían recorrer la señora Malfenti y sus hijas de vuelta de misa. Era una fiesta llena de sol y, mientras caminaba, pensé que tal vez en la ciudad me aguardase la novedad esperada, ¡el amor de Ada!

No fue así, pero por otro instante tuve la ilusión de que sí. La fortuna me favoreció de modo increíble. Me tropecé con Ada, que iba sola. Me faltó la respiración y estuve a punto de caerme. ¿Qué hacer? Mi propósito exigía que me hiciera a un lado y la dejara pasar con un saludo comedido. Pero en mi cabeza hubo un poco de confusión porque antes había habido otros propósitos y recordaba aquel según el cual debía hablar claro y saber de sus labios mi destino. No me hice a un lado y, cuando ella me saludó como si hiciera cinco minutos que nos habíamos separado, me puse a su lado.

Ella me había dicho:

—¡Buenos días, señor Cosini! Tengo un poco de prisa.

Y yo:

—¿Me permite que la acompañe por un rato?

Aceptó sonriendo. Pero, entonces, ¿debía yo hablar? Añadió que iba derecha a su casa, por lo que comprendí que sólo disponía de cinco minutos para hablar y aún de ese tiempo perdí una parte calculando si bastaría para las importantes cosas que debía decirle. Mejor no decirle nada que decirle sólo una parte. Me confundía también el hecho de que en aquel entonces y en nuestra ciudad, para una muchacha era ya una acción comprometedora la de dejarse acompañar por la calle de un joven. Ella me lo permitía. ¿No podía contentarme con eso? Mientras tanto la miraba, intentando sentir de nuevo entero mi amor, ensombrecido por la ira y la duda. ¿Tendría al menos mis sueños de nuevo? Me parecía pequeña y grande a un tiempo, en la armonía de sus líneas. Los sueños regresaban en tropel también junto a ella, real. Era mi forma de desear y me entregué a ella con intensa alegría. Desaparecía de mi ánimo cualquier rastro de ira o de rencor.

Pero detrás de nosotros se oyó una invocación vacilante:

—¿Me permite, señorita?

Me volví indignado. ¿Quién osaba interrumpir las explicaciones que aún no había yo iniciado? Un jovencito imberbe, moreno y pálido, la miraba con ojos ansiosos. A mi vez, miré a Ada con la insensata esperanza de que invocase mi ayuda. Habría bastado una señal de ella para que me hubiera arrojado sobre aquel individuo a preguntarle la razón de su audacia. Y ojalá hubiese insistido. Mis males habrían quedado curados al instante, si se me hubiera permitido abandonarme a una brutal acción de fuerza.

Pero Ada no hizo esa señal. Con una sonrisa espontánea, porque alteraba levemente el dibujo de las mejillas y de la boca pero también la luz del ojo, le tendió la mano:

—¡El señor Guido!

Ese nombre me hizo daño. Poco antes, ella me había llamado por el apellido.

Miré mejor a aquel señor Guido. Iba vestido con una elegancia rebuscada y llevaba en la mano derecha, enguantada, un bastón con mango de marfil larguísimo, que yo no habría llevado ni aunque me hubieran pagado para ello una suma por cada kilómetro. No me reproché haber podido ver en semejante persona una amenaza para Ada. Hay picaros que visten con elegancia y llevan también bastones semejantes.

La sonrisa de Ada me devolvió a las relaciones mundanas más comunes. Ada hizo la presentación. ¡Y yo también sonreí! La sonrisa de Ada recordaba un poco al encrespamiento de un agua límpida rozada por una brisa ligera. También la mía recordaba a semejante movimiento, pero producido por una piedra arrojada al agua.

Se llamaba Guido Speier. Mi sonrisa se volvió más espontánea porque al instante se me presentaba la ocasión de decirle algo desagradable:

—¿Es usted alemán?

Me dijo cortés que reconocía que por el nombre todo el mundo podía considerarlo tal. Pero, en realidad, los documentos de su familia probaban que era italiana desde hacía varios siglos. Hablaba italiano con gran naturalidad, mientras que Ada y yo estábamos condenados a nuestro dialectucho.

Lo miraba para mejor oír lo que decía. Era un joven guapísimo: los labios entornados de modo natural dejaban ver una boca de dientes blancos y perfectos. Sus ojos eran vivaces y expresivos y, cuando se había descubierto, yo había podido ver que sus cabellos morenos y un poco rizados cubrían todo el espacio que la madre naturaleza les había destinado, mientras que gran parte de mi cabeza se había visto invadida por la frente.

Yo lo habría odiado aun cuando Ada no hubiera estado presente, pero sufría por aquel odio e intenté atenuarlo. Pensé: «Es demasiado joven para Ada». Y después pensé que la confianza y amabilidad con que ella lo trataba debían de deberse a una orden del padre. Tal vez fuera un hombre importante para los negocios de Malfenti y a mí me había parecido que en casos así toda la familia estaba obligada a la colaboración. Le pregunté:

—¿Se va a establecer usted en Trieste?

Me respondió que hacía un mes que se encontraba en la ciudad y que iba a abrir una casa comercial. ¡Respiré! Podía haber adivinado.

Yo caminaba cojeando, pero sin demasiado embarazo, al ver que nadie lo advertía. Miraba a Ada e intentaba olvidar todo lo demás, incluido el otro que nos acompañaba. En el fondo, soy el hombre del presente y no pienso en el futuro, cuando éste no oscurece el presente con sombras evidentes. Ada caminaba entre nosotros y llevaba en la cara, estereotipada, una vaga expresión de alegría que casi llegaba a sonrisa. Esa alegría me parecía nueva. ¿Para quién era esa sonrisa? ¿No para mí, a quien ella no veía desde hacía tanto tiempo?

Presté oído a lo que se decían. Hablaban de espiritismo y me enteré al instante de que Guido había introducido en la casa de los Malfenti la mesa parlante.

Ardía en deseos de asegurarme de que la dulce sonrisa que vagaba por los labios de Ada era para mí e intervine en la conversación improvisando una historia de espíritus. Ningún poeta habría podido improvisar con pie forzado mejor que yo. Cuando aún no sabía adónde iría a parar, comencé declarando que ahora también yo creía en los espíritus por una historia que me había sucedido el día antes en esa misma calle… mejor dicho, ¡no!… en la paralela. Después dije que también Ada había conocido al profesor Bertini que había muerto poco antes en Florencia, donde se había establecido al jubilarse. Nos enteramos de su muerte por una breve noticia aparecida en un periódico local que yo había olvidado, hasta el punto de que, cuando pensaba en el profesor Bertini, lo veía pasear por el Parque de las Cascine en su merecido descanso. Ahora bien, el día antes, en un punto que precisé de la calle paralela, se me acercó un señor que me conocía y que yo estaba convencido de conocer. Tenía andares muy curiosos, de mujer bajita que se contonea para abrirse paso…

—¡Exacto! ¡Podía ser Bertini! —dijo Ada riendo. La risa era por mí y continué alentado:

—Yo sabía que lo conocía, pero no conseguía recordarlo. Hablamos de política. Era Bertini porque dijo tantos disparates propios de él, con su voz de oveja…

—¡Así era su voz! —dijo Ada riendo de nuevo y mirándome ansiosa para oír el final.

—¡Sí! Debía de ser Bertini —dije yo fingiendo espanto con el arte de ese gran actor desaprovechado que hay en mí—. Me estrechó la mano para despedirse y se fue contoneándose. Lo seguí unos pasos intentando recordar. Hasta haberlo perdido de vista no me di cuenta de haber estado hablando con Bertini. ¡Con Bertini que había muerto hacía un año!

Poco después Ada se detuvo ante el portal de su casa. Al tiempo que le estrechaba la mano, dijo a Guido que lo esperaba aquella tarde. Después, me dijo también a mí, al despedirse, que, si no temía aburrirme, fuese aquella tarde a su casa a hacer bailar el velador.

No respondí ni le di las gracias. Tenía que analizar la invitación antes de aceptarla. Me parecía que había sonado como un acto de cortesía obligada. Mira por dónde, tal vez el día festivo acabaría para mí con aquel encuentro. Pero quise mostrarme cortés para dejarme abiertos todos los caminos, hasta el de aceptar aquella invitación. Le pregunté por Giovanni, con quien tenía que hablar. Me respondió que lo encontraría en su despacho adonde se había dirigido a causa de un asunto urgente.

Guido y yo nos detuvimos un instante a mirar por detrás la elegante figurita que desaparecía en la oscuridad del zaguán de la casa. No sé lo que pensaría Guido en aquel momento. En cuanto a mí, me sentía desgraciadísimo. ¿Por qué no me había hecho esa invitación a mí y después a Guido?

Volvimos juntos sobre nuestros pasos, casi hasta el punto en que nos habíamos encontrado con Ada. Guido, cortés y desenvuelto (precisamente la desenvoltura era lo que yo más envidiaba en los demás) volvió a hablar de esa historia que yo había improvisado y él se tomaba en serio. Pero, en realidad, de cierta esa historia sólo tenía esto: en Trieste, aun después de muerto Bertini, vivía una persona que decía disparates, caminaba de un modo que parecía se moviese sobre la punta de los pies y tenía también una voz extraña. La había conocido por aquellos días y, por un momento, me había recordado a Bertini. No me desagradaba que Guido se rompiera la cabeza estudiando esa invención mía. Estaba decidido a no odiarlo porque para los Malfenti no era otra cosa que un comerciante importante; pero me era antipático por su elegancia rebuscada y su bastón. Mejor dicho, me resultaba tan antipático, que no veía el momento de librarme de él. Lo oí concluir:

—También es posible que la persona con la que usted habló fuese mucho más joven que Bertini, caminara como un granadero y tuviese voz viril y que su semejanza con él se limitara a los disparates. Eso habría bastado para fijar el pensamiento de usted en Bertini. Pero, para admitirlo, habría que creer también que usted es una persona muy distraída.

No quise ayudarlo en sus esfuerzos:

—¿Distraído yo? ¡Qué idea! Soy un hombre de negocios. ¿Qué sería de mí, si fuera distraído?

Después pensé que estaba perdiendo el tiempo. Quería ver a Giovanni. Ya que había visto a su hija, podría ver también al padre, que era mucho menos importante. Debía apresurarme, si quería encontrarlo aún en su despacho.

Guido seguía cavilando sobre la parte de un milagro que se podía atribuir a la distracción de quien lo hace o de quien lo presencia. Yo quise despedirme y mostrarme por lo menos tan desenvuelto como él. A eso se debió mi apresuramiento para interrumpirlo y despedirme de él muy semejante a la grosería:

—Para mí los milagros existen y no existen. No hay que complicarlos con demasiadas historias. Hay que creerlos o no creerlos y en ambos casos son muy simples.

Yo no quería mostrarme antipático con él, hasta el punto de que con mis palabras me parecía nacerle una concesión, dado que soy un positivista convencido y no creo en los milagros. Pero era una concesión hecha con mal humor.

Me alejé cojeando más que nunca y confié en que Guido no sintiera la necesidad de mirarme por detrás.

Era de todo punto necesario que hablase con Giovanni. Al menos me explicaría cómo debía comportarme aquella tarde. Ada me había invitado, y por el comportamiento de Giovanni podría comprender si debía seguir esa invitación y no recordar más bien que dicha invitación contravenía a la voluntad expresa de la señora Malfenti. En mis relaciones con aquella gente era necesaria la claridad y, si para dármela, no bastaba el domingo, a ello dedicaría el lunes también. Seguía incumpliendo mis propósitos sin darme cuenta. Al contrario: me parecía que ponía en práctica una resolución tomada al cabo de cinco días de meditación. Así llamaba mi actividad de esos días.

Giovanni me recibió con un saludo sonoro, que me animó, y me invitó a tomar asiento en una butaca pegada a la pared de enfrente de su mesa.

—¡Cinco minutos! ¡En seguida estoy con usted! —Y al instante añadió—: Pero ¿cojea usted?

Me ruboricé. Sin embargo, me sentía inspirado para la improvisación y le dije que había resbalado al salir del café, y cité precisamente el café donde me había sucedido ese accidente. Temí que pudiera atribuir mi caída al ofuscamiento producido por el alcohol y añadí riendo el detalle de que cuando caí me encontraba en compañía de una persona aquejada de reumatismo y que cojeaba.

Un empleado y dos mozos se encontraban de pie junto a la mesa de Giovanni. Debía de haberse producido algún error en una entrega de mercancías y Giovanni estaba haciendo una de sus rudas intervenciones en el funcionamiento de su almacén, del que raras veces se ocupaba, pues quería tener la cabeza despejada para hacer —como él decía— lo que ningún otro podía hacer por él. Gritaba más que de costumbre, como si quisiera dejar grabadas sus disposiciones en los oídos de sus dependientes. Creo que se trataba de establecer el modo como debían desarrollarse las relaciones entre la oficina y el almacén.

—Este papel —gritaba Giovanni, al tiempo que se pasaba de la mano derecha a la izquierda un papel que había sacado de un libro— lo firmas tú y el empleado que lo reciba te dará otro idéntico firmado por él.

Miraba a la cara a sus interlocutores ora a través de las gafas ora por encima de ellas y concluyó con otro grito:

—¿Habéis comprendido?

Quería reanudar sus explicaciones desde el principio, pero a mí me parecía que iba a perder demasiado tiempo. Tenía la curiosa sensación de que apresurándome podría luchar mejor por Ada, si bien después advertí con gran sorpresa que nadie me esperaba y que yo no esperaba a nadie ni tenía nada que hacer. Fui hacia Giovanni con la mano tendida:

—Voy a su casa esta tarde.

Él se me unió al instante, mientras los otros se hacían a un lado.

—¿Por qué no lo vemos desde hace tanto tiempo? —preguntó con sencillez.

Me quedé tan asombrado, que no supe qué decir. Ésa era precisamente la pregunta que Ada no me había formulado y a la que tenía derecho. Si no hubieran estado los otros, habría hablado con sinceridad a Giovanni, quien me había hecho esa pregunta y me había demostrado su inocencia en lo que yo ahora sentía como una conjura contra mí. Él era el único inocente y merecía mi confianza.

Tal vez entonces no pensara con tanta claridad, como lo demuestra el hecho de que no tuviera paciencia para esperar a que el empleado y los mozos se alejaran. Además, quería averiguar si tal vez la llegada inesperada de Guido le había impedido a Ada hacerme dicha pregunta.

Pero también Giovanni me impidió hablar, pues manifestó tener que volver corriendo a su trabajo.

—Entonces nos vemos esta tarde. Oirá a un violinista como no ha oído en su vida. Se presenta como un aficionado al violín sólo porque tiene tanto dinero, que no lo toca profesionalmente. Tiene intención de dedicarse al comercio. —Se encogió de hombros en señal de desprecio—. Yo, a pesar de que me gusta el comercio, en su caso sólo vendería notas. No sé si lo conoce usted. Se llama Guido Speier.

—¿Ah, sí? —dije simulando alegrarme, sacudiendo la cabeza y abriendo la boca, en resumen, moviendo todo lo que podía accionar con la voluntad. Así, pues, ¿ese apuesto jovencito sabía también tocar el violín?—. ¿Tan bien, de verdad? —Esperaba que Giovanni hubiera bromeado y con la exageración de sus elogios hubiese querido dar a entender que lo único que hacía Guido era torturarlo con su violín. Pero seguía sacudiendo la cabeza con gran admiración.

Le estreché la mano:

—¡Hasta luego!

Me dirigí a la puerta cojeando. Me detuvo una duda. Tal vez fuera mejor no aceptar aquella invitación, en cuyo caso debía avisar de ello a Giovanni. Me volví para regresar hasta él, pero entonces advertí que me miraba con gran atención, inclinado hacia adelante para verme mejor. ¡Eso no lo pude soportar y me fui!

¡Un violinista! Si era cierto que tocaba tan bien, yo era sencillamente un hombre destruido. Si por lo menos yo no hubiese tocado ese instrumento o no me hubiera dejado inducir a tocarlo en casa de los Malfenti. Había llevado el violín a aquella casa no para conquistar con mi música el corazón de la gente, sino como pretexto para prolongar las visitas. ¡Había sido un idiota! ¡Habría podido usar tantos pretextos menos comprometedores!

Nadie podrá decir que yo me hago ilusiones sobre mí mismo. Sé que tengo alto sentido musical y no es por afectación por lo que busco la música más compleja; pero mi propio sentido musical me advierte y me advirtió desde hace años que nunca llegaré a tocar de tal modo, que dé placer a quien me escuche. Si, aun así, sigo tocando, lo hago por la misma razón por la que sigo curándome. Podría tocar bien, si no estuviera enfermo, y corro tras la salud hasta cuando estoy estudiando el equilibrio sobre las cuatro cuerdas. En mi organismo hay una leve parálisis, y con el violín se revela por completo, razón por la que parece más fácil de curar. Hasta la persona más torpe, cuando sabe lo que son los tresillos, los cuartillos y los sextillos, sabe pasar de unos a otros con exactitud rítmica, igual que sus ojos saben pasar de un color a otro. En cambio, yo, cuando he hecho una de esas figuras, se me pega y no puedo librarme de ella, por lo que se cuela en la figura siguiente y la deforma. Para dar el tiempo exacto a las notas, tengo que seguir el compás con los pies y con la cabeza, pero entonces adiós desenvoltura, adiós serenidad, adiós música. La música que procede de un organismo equilibrado es ella misma el tiempo que crea y agota. Cuando yo lo haga así, estaré curado.

Por primera vez pensé en abandonar la partida, salir de Trieste e irme a otro sitio en busca de distracción. No había nada que esperar. Había perdido a Ada. ¡Estaba seguro de ello! ¿Acaso no sabía que se casaría con un hombre tras haberlo estudiado y valorado como si se tratara de concederle una condecoración académica? Me parecía ridículo, porque, desde luego, entre seres humanos, el violín no podía contar a la hora de elegir marido, pero eso no me salvaba. Yo sentía la importancia de esa música. Era tan decisiva como entre los pájaros cantores.

Me encerré en mi estudio, ¡y el día festivo para los demás aún no había acabado! Saqué el violín del estuche, sin decidirme entre hacerlo pedazos o tocarlo. Después lo probé como si quisiera darle el último adiós y, al final, me puse a estudiar al eterno Kreutzer. En esa misma postura había hecho recorrer tantos kilómetros a mi arco, que con mi desorientación me puse de nuevo a recorrer maquinalmente otros más.

Todos los que se dedican a esas malditas cuatro cuerdas saben que, mientras se vive aislado, se cree que cada pequeño esfuerzo aporta un progreso correspondiente. Si no fuese así, ¿quién aceptaría someterse a esos trabajos forzados sin fin, como si hubiera tenido la desgracia de matar a alguien? Al cabo de un rato me pareció que mi lucha con Guido no estaba perdida definitivamente. ¿Quién sabe si no tendría ocasión de intervenir entre Guido y Ada con un violín victorioso?

No era presunción, sino mi optimismo habitual, del que nunca he podido librarme. Todas las amenazas de desventura me aterran al principio, pero al instante las olvido con la confianza más segura de poder evitarlas. Además, en aquel caso lo único necesario era volver más benévolo mi juicio sobre mis aptitudes de violinista. En las artes en general se sabe que el juicio seguro resulta de la comparación, que en aquel caso faltaba. Y, además, el violín de uno resuena tan cerca del oído, que tarda poco en llegar al corazón. Cuando, cansado, dejé de tocar, me dije:

—Bravo, Zeno, te has ganado el pan.

Sin la menor vacilación, me dirigí a casa de los Malfenti. Había aceptado la invitación y ahora no podía faltar. Me pareció buen augurio que la doncella me recibiera con una sonrisa amable y la pregunta de si había estado enfermo por no haber venido desde hacía tanto tiempo. Le di una propina. Por sus labios toda la familia, cuya representante era ella, me hacía esa pregunta.

Me condujo hasta el salón, que estaba inmerso en la oscuridad más profunda. Al llegar procedente de la plena luz de la antesala, por un momento no vi nada y no me atreví a moverme. Después descubrí varias figuras dispuestas en torno a un velador, en el fondo del salón, bastante lejos de mí.

Me saludó la voz de Ada, que en la oscuridad me pareció sensual. Sonriente, una caricia:

—¡Siéntese ahí y no turbe a los espíritus! —Si seguía así, no los turbaría, desde luego.

Desde otro punto de la periferia del velador resonó otra voz, de Alberta o tal vez de Augusta:

—Si quiere participar en la evocación, aquí hay un sitio libre.

Yo estaba decidido a no dejarme arrinconar y avancé resuelto hacia el punto de donde había procedido el saludo de Ada. Choqué con la rodilla contra el ángulo de aquel velador veneciano, que era todo ángulos. Me produjo un dolor intenso, pero no me arredré y fui a caer sobre un asiento que me ofrecía no sabía quién, entre dos muchachas, una de las cuales, la que estaba a mi derecha, pensé que era Ada y la otra Augusta. Al instante, para evitar cualquier contacto con ésta, me incliné hacia la otra. Sin embargo, tuve la duda de si me equivocaría y pregunté a la vecina de la derecha para oír su voz:

—¿Habéis tenido ya alguna comunicación con los espíritus?

Guido, que me pareció estar sentado enfrente de mí, me interrumpió. Gritó imperioso:

—¡Silencio!

Después, más bajo:

—Concéntrense y piensen intensamente en el muerto que deseen evocar.

Yo no siento ninguna aversión hacia los intentos de cualquier índole de explorar el mundo del más allá. Me fastidiaba incluso no haber sido yo quien introdujera en casa de Giovanni esa mesita, ya que tenía tanto éxito. Pero no sentía el menor deseo de obedecer las órdenes de Guido, por lo que no me concentré en absoluto. Después, como me había hecho tantos reproches por haber dejado que las cosas llegaran a ese punto sin haber dicho una palabra clara a Ada, y ya que tenía a la muchacha a mi lado en aquella oscuridad tan favorable, iba a aclararlo todo. Sólo me retenía la dulzura de tenerla tan cerca de mí después de temer haberla perdido para siempre. Intuía la suavidad de las tibias telas que rozaban mi ropa y pensaba también que, así apretados uno contra la otra, mi pie tocaba el suyo diminuto que, según sabía yo, por las tardes llevaba una botita lacada. Era demasiado incluso después de un martirio tan largo.

De nuevo habló Guido:

—Se lo ruego, concéntrense. Pidan ahora al espíritu al que han invocado que se manifieste moviendo la mesita.

Me gustaba que él siguiese ocupándose de la mesita. Ahora era evidente que Ada se resignaba a soportar casi todo mi peso. Si no me hubiera amado, no lo habría hecho. Había llegado el momento de la claridad. Separé la mano derecha de la mesita y despacito le rodeé la cintura con el brazo:

—¡La amo, Ada! —dije en voz baja y acercando mi cara a la suya para que me oyera mejor.

La muchacha no respondió al instante. Después, con un soplo de voz, la de Augusta, me dijo:

—¿Por qué no ha venido durante tanto tiempo?

La sorpresa y el desagrado casi me hicieron caer de mi asiento. Al instante comprendí que, si por fin debía eliminar esa molesta muchacha de mi destino, debía tratarla también con la consideración que un buen caballero, como yo soy, debe tener para con la mujer que lo ama, aun cuando sea la más fea que haya existido en la creación. ¡Cómo me amaba! En mi dolor sentí su amor. No podía ser sino el amor lo que le había sugerido no decirme que no era Ada, sino hacer la pregunta que en vano había yo esperado de ésta y que, desde luego, estaba lista para hacerme en cuanto volviera a verme.

Seguí un instinto y no respondí a su pregunta, sino que, tras una breve vacilación, le dije:

—De todos modos, ¡me alegro de haberme confiado a usted, Augusta, a quien considero tan buena!

Volví a recuperar el equilibrio sobre mi trípode. No podía aclarar las cosas con Ada, pero al menos lo había hecho del todo con Augusta. Ya no podía haber otros malentendidos.

Guido advirtió de nuevo:

—Si no quieren estar callados, ¡no tiene objeto pasar el tiempo aquí a oscuras!

Él no lo sabía, pero yo necesitaba aún un poco más de oscuridad que me aislara y me permitiese concentrarme. Había descubierto mi error y el único equilibrio que había recobrado era el del asiento.

Iba a hablar con Ada, pero a la luz. Sospeché que a mi izquierda no se encontraba ella, sino Alberta. ¿Cómo asegurarme de ello? La duda me hizo casi caer hacia la izquierda, y, para recuperar el equilibrio, me apoyé en la mesita. Todos se pusieron a gritar:

—¡Se mueve, se mueve!

Mi involuntaria acción habría podido conducirme a la claridad. ¿De dónde procedía la voz de Ada? Pero Guido, cubriendo con su voz la de todos, impuso el silencio que yo, con tanto gusto, le habría impuesto a él. Después, con voz distinta, suplicante (¡imbécil!), habló con el espíritu que creía presente:

—Te lo ruego, ¡di tu nombre designando las letras de acuerdo con nuestro alfabeto!

Preveía todo: temía que el espíritu recordara el alfabeto griego.

Yo continué la comedia, sin dejar de explorar la oscuridad en busca de Ada. Tras una leve vacilación, hice levantar la mesita siete veces, con lo que salió la letra G. La idea me pareció buena y, aunque la U que seguía requería innumerables movimientos, dicté con claridad el nombre de Guido. No me cabe duda de que, al dictar su nombre, me guió el deseo de relegarlo entre los espíritus.

Cuando el nombre de Guido quedó acabado, Ada habló por fin:

—¿Un antepasado suyo? —sugirió. Estaba sentada justo al lado de él. Me habría gustado mover la mesita para interponerla entre los dos y separarlos.

—¡Puede ser! —dijo Guido—. Creía tener antepasados, pero no me daba miedo. Su voz estaba alterada por una emoción auténtica, que me dio la alegría experimentada por un espadachín al advertir que el adversario es menos temible de lo que creía. No hacía aquellos experimentos a sangre fría en absoluto. ¡Era un auténtico imbécil! Todas las debilidades encontraban con facilidad mi indulgencia, pero la suya no.

Después se dirigió al espíritu:

—Si te llamas Speier, haz un solo movimiento. De lo contrario, mueve la mesita dos veces.

Puesto que quería tener antepasados, lo complací moviendo la mesita una sola vez.

—¡Mi abuelo! —murmuró Guido.

Después la conversación con el espíritu prosiguió con mayor rapidez. Se le preguntó si quería dar noticias. Respondió que sí. ¿De negocios o de otra cosa? ¡De negocios! Se prefirió esta respuesta sólo porque para darla bastaba mover el velador una sola vez. Guido preguntó después si se trataba de noticias buenas o malas. Las malas debían ir señaladas con dos movimientos y yo —esa vez sin la menor vacilación— quise mover la mesa por dos veces. Pero a la hora de realizar el segundo movimiento encontré resistencia, por lo que debía de haber alguien deseoso de que las noticias fueran buenas. ¿Ada, tal vez? Para producir ese segundo movimiento, ¡me arrojé sin vacilar sobre el velador y lo conseguí fácilmente! ¡Las noticias eran malas!

A causa del forcejeo, el segundo movimiento resultó excesivo y desequilibró a todo el grupo.

—¡Qué extraño! —murmuró Guido. Después gritó decidido—: ¡Basta! ¡Basta! ¡Aquí hay alguien divirtiéndose a nuestra costa!

Fue una orden a la que muchos obedecieron al mismo tiempo y el salón se vio inundado al instante por la luz encendida en varios puntos. ¡Guido me pareció pálido! Ada se engañaba en relación con ese individuo y yo le abriría los ojos.

En el salón, además de las tres muchachas, estaban la señora Malfenti y otra señora, cuya vista me inspiró turbación y malestar porque se trataba, según creí, de la tía Rosina. Por razones diferentes, saludé a las dos señoras con sequedad.

Lo curioso es que me había quedado ante el velador, sólo junto a Augusta. Era un nuevo compromiso, pero no me veía con fuerzas para acompañar a todos los demás, que rodeaban a Guido, quien con cierta vehemencia explicaba haber comprendido que no era un espíritu quien movía el velador, sino un malicioso de carne y hueso. No Ada, sino él mismo había sido quien había intentado frenar el velador, que se había vuelto demasiado charlatán. Decía:

—He retenido el velador con todas mis fuerzas para impedir que se moviese la segunda vez. Alguien ha debido de arrojarse sobre él para vencer mi resistencia.

Bonito espiritismo el suyo: ¡un esfuerzo potente no podía proceder de un espíritu!

Miré a la pobre Augusta para ver qué aspecto tenía después de haber recibido mi declaración de amor por su hermana. Estaba muy roja, pero me miraba con una sonrisa benévola. Sólo entonces se decidió a confirmar que había oído la declaración:

—¡No se lo diré a nadie! —me dijo en voz baja.

Eso me gustó mucho.

—Gracias —murmuré, al tiempo que le estrechaba la mano, bastante grande pero perfectamente modelada. Estaba dispuesto a llegar a ser un buen amigo para Augusta, mientras que antes eso no habría sido posible, porque yo no sé ser amigo de las personas feas. Pero sentía cierta simpatía por su talle, y que había estrechado y me había parecido más fino de lo que había creído. También su cara era discreta y sólo parecía deforme a causa de ese ojo que seguía un camino extraviado. Desde luego, yo había exagerado esa deformidad, al considerar que se extendía hasta el muslo.

Habían traído una limonada para Guido. Me acerqué al grupo que seguía rodeándolo y me tropecé con la señora Malfenti, que se separaba de él. Riendo con ganas, le pregunté:

—¿Necesita un tónico? —Ella hizo un leve movimiento de desprecio con los labios:

—¡No parece un hombre! —dijo con claridad.

Confié en que mi victoria pudiera tener una importancia decisiva. Ada no podía pensar de modo distinto que su madre. La victoria me produjo al instante el efecto que no podía dejar de ejercer sobre un hombre como yo. Me desapareció el rencor y no quise que Guido siguiese sufriendo. Desde luego, el mundo sería menos agrio, si hubiera muchos como yo.

Me senté a su lado y, sin mirar a los demás, le dije:

—Debe excusarme, señor Guido. Me he permitido una broma de mal gusto. He sido yo quien ha hecho declarar al velador que era movido por un espíritu con el nombre de usted. No lo habría hecho, si hubiera sabido que también el abuelo de usted se llamaba así. Guido reveló en su cara, que se iluminó, la importancia que tenía para él mi comunicación. Sin embargo, no quiso reconocerlo y me dijo:

—¡Estas señoras son demasiado buenas! No necesito el menor consuelo. La cosa no tiene la menor importancia. Le agradezco su sinceridad, pero yo ya había adivinado que alguien se había puesto la peluca de mi abuelo.

Rió satisfecho, al tiempo que me decía:

—¡Es usted muy fuerte! Debería haber adivinado que quien movía el velador era el otro hombre de la reunión.

En efecto, me había mostrado más fuerte que él, pero pronto hube de sentirme más débil que él. Ada me miraba con cara de pocos amigos y me atacó con sus hermosas mejillas inflamadas:

—Lamento por usted que se haya podido creer autorizado a gastar una broma semejante.

Me faltó el aliento y balbucí:

—¡Ha sido en broma! Creía que ninguno de nosotros se tomaba en serio esa historia del velador.

Era un poco tarde para atacar a Guido; más aún: si yo hubiera tenido un oído sensible, habría percibido que nunca más podría ser mía la victoria en una lucha con él. La ira que Ada me mostraba era muy significativa. ¿Cómo no entendí que ya era del todo suya? Pero yo me aferraba a la idea de que él no la merecía porque no era el hombre que ella buscaba con sus serios ojos. ¿No lo había notado incluso la señora Malfenti?

Todos me apoyaron, con lo que agravaron mi situación. Sin embargo, la tía Rosina seguía estremeciéndose de risa y decía admirada:

—¡Una broma magnífica!

Me desagradó que Guido se mostrara tan amistoso. Claro, a él sólo le importaba asegurarse de que las malas noticias que le había dado el velador no las hubiera traído un espíritu. Me dijo:

—Apuesto a que al principio no ha movido el velador a propósito. Lo habrá movido la primera vez sin querer y sólo después habrá decidido moverlo con malicia. Así la cosa seguiría teniendo cierta importancia, es decir, sólo hasta el momento en que ha decidido sabotear su inspiración.

Ada se volvió y me miró con curiosidad. Estaba a punto de manifestar a Guido una devoción excesiva perdonándome porque Guido me había concedido su perdón. Se lo impedí:

—¡De ningún modo! —dije decidido—. Estaba cansado de esperar a los espíritus que no querían venir y he ocupado su lugar para divertirme.

Ada me volvió la espalda y arqueó los hombros de tal modo, que tuve la sensación enteramente de haber recibido una bofetada. Me pareció que hasta los ricitos de su nuca significaban desprecio.

Como siempre, en lugar de mirar y escuchar, estaba absorto en mi propio pensamiento. Me angustiaba que Ada se comprometiera horriblemente. Me producía un dolor intenso, como ante la revelación de que mi mujer me traicionaba. A pesar de esas manifestaciones de afecto hacia Guido, aún podía ser mía, pero sentía que no le perdonaría nunca su actitud. ¿Es mi pensamiento demasiado lento como para poder seguir los acontecimientos que se desarrollan sin esperar a que en mi cerebro se hayan borrado las impresiones en él dejadas por los anteriores? Sin embargo, yo debía seguir el camino que me marcaba mi propósito. Una auténtica obstinación ciega. Quise incluso fortalecer mi propósito exponiéndolo una vez más. Me acerqué a Augusta, que me miraba ansiosa con una sincera sonrisa alentadora en la cara y le dije serio y apesadumbrado:

—Tal vez sea la última vez que vengo a su casa porque esta noche misma voy a declarar mi amor a Ada.

—No debe hacerlo —me dijo en tono de súplica—. ¿No se da cuenta de lo que sucede? Sentiría verlo sufrir por eso.

Seguía interponiéndose entre Ada y yo. Le dije, para contrariarla:

—Voy a hablar con Ada, porque debo hacerlo. Ahora bien, su respuesta me es del todo indiferente.

Volví a acercarme cojeando a Guido. Al llegar a su lado, encendí un cigarrillo, al tiempo que me miraba a un espejo. Me vi muy pálido, lo que para mí es una razón para palidecer aún más. Me esforcé por sentirme mejor y parecer despreocupado. Con el doble esfuerzo, mi mano, distraída, cogió el vaso de Guido. Tras haberlo cogido, no supe hacer cosa mejor que vaciarlo.

Guido se echó a reír:

—Así sabrá todos mis pensamientos porque hace poco también yo he bebido de ese vaso.

Siempre me ha desagradado el sabor del limón. Aquel debió de parecerme venenoso incluso, ante todo porque, por haber bebido de su vaso, me pareció haber sufrido un contacto odioso con Guido y, además, porque al mismo tiempo me impresionó la expresión de impaciencia iracunda que se dibujó en el rostro de Ada. Llamó al instante a la doncella para pedirle otro vaso de limonada e insistió en su orden, pese a que Guido declaró no tener más sed.

Entonces sentí compasión de verdad. Cada vez se comprometía más.

—Discúlpeme, Ada —le dije sumiso y mirándola como si esperara una explicación—. No quería disgustarla.

Después fui presa del temor de que los ojos se me bañaran de lágrimas. Quise salvarme del ridículo. Grité:

—Me ha salpicado limón en el ojo.

Me cubrí los ojos con el pañuelo, con lo que ya no tuve necesidad de contener las lágrimas y bastó con procurar no sollozar.

Nunca olvidaré la oscuridad dentro de aquel pañuelo. En ella ocultaba mis lágrimas, pero también un momento de locura. Pensaba en que le diría todo, ella me entendería y me amaría y yo no le perdonaría nunca.

Me aparté el pañuelo de la cara, dejé que todos me vieran los ojos lagrimosos e hice un esfuerzo para reír:

—Apuesto a que el señor Giovanni compra ácido cítrico para hacer las limonadas.

En ese momento llegó Giovanni, quien me saludó con su gran cordialidad habitual. Con ello sentí un pequeño consuelo, que no duró mucho, porque declaró haber venido antes que de costumbre para oír tocar a Guido. Se interrumpió para preguntar por las lágrimas que me bañaban los ojos. Le contaron mis sospechas sobre la calidad de sus limonadas, y se echó a reír.

Yo tuve la vileza de asociarme con calor a las peticiones que Giovanni dirigía a Guido para que tocara. Recordaba: ¿acaso no había acudido esa noche para oír el violín de Guido? Y lo curioso es que tuve la esperanza de apaciguar a Ada con mis peticiones a Guido. La miré esperando verme por fin asociado a ella por primera vez aquella noche. ¡Qué extraño! ¿No tenía que hablarle y no perdonarle? En cambio, sólo vi su espalda y los rizos desdeñosos en su nuca. Ella había corrido a sacar el violín del estuche. Guido pidió que lo dejaran en paz un cuarto de hora más. Parecía vacilante. Más adelante, durante los muchos años en que lo traté, observé que siempre vacilaba antes de hacer las cosas, hasta las más sencillas que le pedían. Sólo hacía lo que le gustaba y, antes de acceder a un ruego, realizaba una exploración en sus cavidades para ver lo que deseaba.

Después vino para mí el cuarto de hora más feliz de aquélla velada memorable. Mi charla caprichosa divirtió a todos, incluida Ada. Desde luego, se debía a mi excitación, pero también a mi supremo esfuerzo para vencer a aquel violín amenazante que se acercaba, se acercaba… Y ese pequeño lapso de tiempo que los demás pasaron tan divertidos, gracias a mí, yo lo recuerdo dedicado a una lucha afanosa.

Giovanni había contado que en el tranvía en que volvía a casa había presenciado una escena penosa. Una mujer se había apeado de él, cuando el vehículo estaba aún en movimiento y con tan mala fortuna, que se había caído y herido. Giovanni describía con algo de exageración su angustia, al advertir que la mujer se aprestaba a dar ese salto y de tal modo, qué era evidente que caería al suelo y tal vez resultaría atropellada. Era muy doloroso prever lo que iba a suceder y no llegar a tiempo de evitarlo.

Tuve una ocurrencia. Conté que había descubierto un remedio para esos vértigos que tanto me habían hecho sufrir en el pasado. Cuando veía a un gimnasta hacer sus ejercicios a demasiada altura o a una persona demasiado anciana o poco hábil bajar de un tranvía en marcha me liberaba de la angustia deseándoles mala suerte. Llegaba incluso a pronunciar las palabras con las que les deseaba precipitarse o estrellarse. Eso me tranquilizaba mucho y podía presenciar tan campante la amenaza de desgracia. Si después mis deseos no se cumplían, podía sentirme aún más contento.

A Guido le encantó mi idea, que le pareció un descubrimiento psicológico. La analizaba como hacía con todas las naderías y no veía la hora de probar el remedio. Pero manifestaba una reserva: ¿no harían los malos augurios aumentar las desgracias? Ada se asoció a su risa y hasta me lanzó una mirada de admiración. Yo, tonto de mí, sentí gran satisfacción por ello. Pero descubrí que no era cierto que no pudiese perdonarla nunca más: también eso era una gran ventaja.

Reímos juntos largo rato, como niños buenos que se quieren. En un momento determinado me había quedado en una parte del salón, a solas con la tía Rosina. Aún hablaba del veladoi. Estaba bastante gruesa e inmóvil en su silla sin mirarme. Me las arreglé para dar a entender a los demás que me estaba aburriendo y todos me miraban, sin que la tía los viera, y se reían con discreción.

Para aumentar la hilaridad, se me ocurrió decirle sin la menor preparación:

—Pero usted, señora, está muy recuperada, la encuentro rejuvenecida.

Habría habido motivos para reírse, si se hubiera enfurecido. Pero la señora, en lugar de enfurecerse, se me mostró agradecidísima y me contó que en efecto estaba muy recuperada después de una enfermedad reciente. Me asombró tanto aquella respuesta, que mi cara debió de adquirir un aspecto muy cómico, por lo que la hilaridad que había esperado no dejó de producirse. Poco después me explicaron el enigma. Es decir, que no era la tía Rosina, sino la tía María, una hermana de la señora Malfenti. Había eliminado así de aquel salón una fuente de malestar para mí, pero no la mayor.

En un momento determinado, Guido pidió el violín. Aquella noche prescindía del acompañamiento del piano, al tocar la Chaconne. Ada le tendió el violín con una sonrisa de agradecimiento. Él no la miró, sino que miró el violín, como si quisiera aislarse con él y con la inspiración. Después se colocó en el centro del salón volviendo la espalda a buena parte de la pequeña sociedad, tocó ligeramente las cuerdas con el arco para afinarlas e hizo también algunos arpegios. Se interrumpió para decir con una sonrisa:

—¡Qué valor tengo! ¡No he tocado el violín desde la última vez que lo toqué aquí!

¡Menudo charlatán! Daba la espalda también a Ada. Yo la miré ansioso para ver si eso le hacía sufrir. ¡No lo parecía! Había apoyado el codo en una mesita y la barbilla en la mano y se concentraba para escuchar.

Después el gran Bach en persona se alzó contra mí. Nunca, ni antes ni después, llegué a sentir hasta tal punto la belleza de esa música nacida en aquellas cuatro cuerdas como un ángel de Miguel Ángel en un bloque de mármol. Sólo mi estado de ánimo era nuevo para mí y fue éste el que me indujo, a mirar hacia arriba presa del éxtasis, como ante algo enteramente nuevo. Y, sin embargo, me esforzaba por mantener aquella música alejada de mí. Ni por un momento dejé de pensar: «¡Fíjate! ¡El violín es una sirena y se puede hacer llorar con él sin tener corazón de héroe!». Me vi asaltado y presa de la música. Me pareció que expresaba mi enfermedad y mis dolores con indulgencia y mitigándolos con sonrisas y caricias. Pero ¡era Guido quien hablaba! Y yo intentaba librarme de la música diciéndome: «Para saber hacer eso, basta con disponer de un organismo rítmico, mano segura y capacidad de imitación, cosas todas que yo no tengo, lo que no es una inferioridad, sino una desventura».

Yo protestaba, pero Bach avanzaba seguro como el destino. Cantaba en lo alto con pasión y descendía a buscar el bajo obstinado, que sorprendía aun cuando el oído y el corazón lo hubiera previsto: ¡en el momento justo! Un instante después y el canto se habría desvanecido y la resonancia no habría podido alcanzarlo; un instante antes y se habría superpuesto al canto y lo habría ahogado. Pero a Guido no le sucedía eso: no le temblaba el brazo ni siquiera al enfrentarse a Bach y eso era una auténtica inferioridad.

Hoy que escribo, tengo todas las pruebas de ello. No me alegro de haber acertado entonces. En aquel momento estaba lleno de odio y aquella música, que aceptaba como mi propia alma, no pudo calmarlo. Después vino la vida vulgar de cada día y lo anuló. ¡Es comprensible! ¡La vida vulgar sabe hacer tantas cosas de ésas! ¡Ay si los genios lo advirtieran!

Guido acabó su ejecución como un maestro. Nadie aplaudió, excepto Giovanni, y por unos instantes nadie habló. Después, por desgracia, sentí necesidad de hablar. ¿Cómo me atrevía a hacerlo delante de gente que conocía mi violín? Parecía que hablara mi violín, el cual en vano aspiraba a la música, y censurase al otro, en el que —no podía negarse— la música se había vuelto vida, luz y aire.

—¡Muy bien! —dije con tono de indulgencia más que de aplauso—. Pero no comprendo por qué, hacia el final, ha tocado usted sueltas esas notas que, según la notación de Bach, deben ir ligadas.

Yo conocía la Chaconne nota a nota. Había habido una época en que había creído que, para progresar, debía afrontar empresas semejantes y durante muchos meses pasé el tiempo estudiando, compás tras compás, algunas composiciones de Bach.

Sentí que en todo el salón no había sino desdén y mofa hacia mí. Y, sin embargo, seguí hablando y luchando contra aquella hostilidad.

—Bach —añadí— es tan modesto en sus medios, que no admite un arco adulterado de ese modo.

Probablemente tuviese yo razón, pero también era cierto que yo no habría sabido adulterar siquiera el arco de ese modo.

Guido se mostró al instante tan disparatado como yo. Declaró:

—Tal vez Bach no conociera la posibilidad de esa expresión. ¡Se la regalo!

Él se subía a los hombros de Bach, pero en aquel ambiente nadie protestó, mientras que se habían reído de mí porque había intentado subirme sólo a los suyos.

Entonces sucedió algo de escasa importancia, pero que para mí fue decisivo. De una habitación bastante lejana de la nuestra resonaron los gritos de la pequeña Anna. Como se supo después, se había caído y se había hecho sangre en los labios. Así fue como por unos minutos me encontré a solas con Ada, porque todos salieron corriendo del salón. Guido, antes de seguir a los demás, había colocado su precioso violín en las manos de Ada.

—¿Quiere darme a mí ese violín? —pregunté a Ada, al verla vacilar a la hora de seguir a los demás. La verdad es que no me había dado cuenta de que la ocasión por la que tanto había suspirado se había presentado por fin.

Ella vaciló, pero después una extraña desconfianza por su parte pudo más. Apretó aún más el violín contra sí y respondió:

—No, no es necesario que vaya con los demás. No creo que Anna se haya hecho tanto daño. Chilla por nada.

Se sentó con su violín y me pareció que con eso me invitaba a hablar. Por lo demás, ¿cómo habría podido yo volver a casa sin haber hablado? ¿Qué habría hecho en aquella larga noche? Me veía dar vueltas de derecha a izquierda en la cama o correr por las calles o los garitos en busca de distracción. ¡No! No debía abandonar aquella casa sin haber recobrado la claridad y la calma.

Intenté mostrarme simple y breve. Me veía obligado a ello, además, porque me faltaba el aliento. Le dije:

—Yo la amo, Ada. ¿Por qué no me permite hablar a su padre?

Ella me miró asombrada y espantada. Temí que se pusiera a gritar como la pequeña, allí fuera. Yo sabía que sus serenos ojos y su rostro de líneas tan precisas no conocían el amor, pero nunca la había visto tan alejada del amor como entonces. Empezó a hablar y dijo algo que debía de ser como un exordio. Pero yo quería la claridad: ¡un sí o un no! Tal vez me ofendiera ya lo que me parecía una vacilación. Para abreviar e inducirla a decidirse, le negué el derecho a tomarse un tiempo:

—Pero ¿cómo es posible que no se haya dado cuenta? ¡No puede haber creído usted que yo estuviera haciendo la corte a Augusta!

Quise dar énfasis a mis palabras, pero, con el apresuramiento, fui a darlo donde no correspondía y acabé pronunciando el pobre nombre de Augusta con un acento y un gesto de desprecio.

Así libré a Ada de la turbación. Sólo reparó en la ofensa a Augusta:

—¿Por qué se cree superior a Augusta? ¡No creo en absoluto que Augusta aceptara ser su mujer!

Luego recordó apenas que me debía una respuesta:

—Por lo que a mí respecta… me asombra que se le haya ocurrido semejante cosa.

Esa frase áspera debía resarcir a Augusta. Con mi gran confusión pensé que hasta el sentido de esas palabras no tenía otro objeto; si me hubiera abofeteado, creo que me habría quedado vacilante intentando descubrir la razón. Por eso insistí aún:

—Piénselo, Ada. Yo no soy un hombre malo. Soy rico… Soy un poco extraño, pero me será fácil corregirme.

También Ada se mostró más suave, pero volvió a hablar de Augusta.

—Piénselo también usted, Zeno: Augusta es una buena muchacha y le conviene de verdad. Yo no puedo hablar por ella, pero creo…

Era muy agradable oír que Ada me llamaba por primera vez por mi nombre de pila. ¿Acaso no era una invitación más a hablar más claro? Tal vez estuviese perdida para mí, o al menos no aceptaría al instante casarse conmigo, pero entretanto había que evitar que se comprometiera más con Guido, en relación con el cual debía abrirle los ojos. Fui astuto, y ante todo le dije que estimaba y respetaba a Augusta, pero que no quería casarme con ella en modo alguno. Lo dije dos veces para hacerme entender con claridad: «no quería casarme con ella». Así esperaba haber calmado a Ada que antes había creído que yo quería ofender a Augusta.

—Augusta es una muchacha buena, amable, encantadora, pero no es la indicada para mí.

Luego precipité las cosas, porque se oían ruidos en el pasillo y de un momento a otro podían cortarme la palabra.

—¡Ada! Ese hombre no es el indicado para usted. ¡Es un imbécil! ¿No se ha dado cuenta cómo sufría por las respuestas del velador? ¿Ha visto su bastón? Toca bien el violín, pero también hay monos que saben tocarlo. Todas sus palabras revelan a un animal…

Tras haber estado escuchándome con la expresión de quien no consigue decidirse a admitir en su sentido exacto las palabras que se le dirigen, me interrumpió. Se puso en pie de un salto con el violín y el arco en la mano y me dijo palabras ofensivas. Yo hice lo posible por olvidarlas y lo conseguí. Sólo recuerdo que empezó preguntándome en voz alta cómo había podido hablar así de él y de ella. Yo puse ojos como platos de sorpresa, porque me parecía haber hablado sólo de él. Olvidé las numerosas palabras desdeñosas que ella me dirigió, pero no su bello, noble y sano rostro rojo de desprecio y con las facciones más precisas, casi marmóreas, por la indignación. No la olvidé nunca y, cuando pienso en mi amor y en mi juventud, vuelvo a ver el rostro bello, noble y sano de Ada en el momento en que me eliminó definitivamente de su destino.

Volvieron todos en grupo en torno a la señora Malfenti, que llevaba en brazos a Anna, todavía llorosa. Nadie se ocupó de mí ni de Ada y yo, sin despedirme de nadie, salí del salón; en el pasillo cogí mi sombrero. ¡Qué curioso! Nadie venía a retenerme. Entonces me retuve yo mismo, al recordar que no debía faltar a las reglas de la buena educación y que, por eso, antes de irme debía despedirme correctamente de todos. No me cabe duda de que la convicción de que empezaría demasiado pronto para mí la noche, aún peor que las cinco que la habían precedido, me impidió abandonar aquella casa. Yo que por fin tenía la claridad sentía ahora otra necesidad: la de la paz, la paz con todos. Si hubiera sabido eliminar cualquier aspereza de mis relaciones con Ada y con los demás, me habría sido más fácil dormir. ¿Por qué había de subsistir esa aspereza? ¡Si ni siquiera podía enfadarme con Guido, quien, si bien carecía de mérito alguno, desde luego no tenía la menor culpa de ser preferido por Ada!

Ésta era la única que había advertido mi paso por el pasillo y, cuando me vio regresar, me miró ansiosa. ¿Temería una escena? Me apresuré a tranquilizarla. Pasé a su lado y murmuré:

—¡Discúlpeme si la he ofendido!

Me cogió la mano y, tranquilizada, la apretó. Fue un gran consuelo. Yo cerré por un instante los ojos para aislarme con mi alma y ver cuánta paz le había supuesto.

Mi destino quiso que, mientras todos seguían ocupándose de la niña, yo me encontrara sentado junto a Alberta. No la había visto y no advertí, su presencia hasta que me habló así:

—No se ha hecho nada. Lo malo es la presencia de papá, que, si la ve llorar, le hace un regalo bonito.

¡Cesé de analizarme porque me vi entero! Para tener paz, debía conseguir que no se me prohibiera la entrada nunca más a aquel salón. ¡Miré a Alberta! ¡Se parecía a Ada! Era un poco más pequeña que ella y llevaba en su organismo señales evidentes, aún no borradas, de la infancia. Alzaba la voz con facilidad y su risa, muchas veces exagerada, le contraía la carita y se la enrojecía. ¡Qué curioso! En aquel momento recordé un consejo de mi padre: «Escoge a una mujer joven y te será más fácil educarla a tu modo». El recuerdo fue decisivo. Volví a mirar a Alberta. Me esforzaba por desnudarla con el pensamiento y me gustaba tan dulce y tiernecita como me la imaginaba.

Le dije:

—¡Escuche, Alberta! Tengo una idea: ¿ha pensado alguna vez que está en la edad de tomar marido?

—¡Yo no pienso casarme! —dijo sonriendo y mirándome con dulzura, sin turbación ni rubor—. Al contrario, pienso continuar mis estudios. También mamá lo desea.

—Podría continuar sus estudios aun después de casada.

Se me ocurrió una idea que me pareció ingeniosa y la expresé al instante:

—También yo pienso iniciarlos después de haberme casado.

Se rió con ganas, pero yo me di cuenta de que perdía el tiempo, porque no era con semejantes necedades como se podía conquistar a una mujer y la paz. Había que ser serio. Además, en ese caso era fácil porque la acogida que recibía era totalmente distinta a la de Ada.

Me puse serio de verdad. Mi futura esposa debía saberlo todo. Con voz conmovida le dije:

—Hace un poco he dirigido a Ada la misma propuesta que acabo de hacerle a usted. Me ha rechazado con desdén. Ya puede imaginarse en qué estado me encuentro.

Esas palabras, acompañadas de una expresión de tristeza, no eran otra cosa que mi última declaración de amor por Ada. Me estaba poniendo demasiado serio y, sonriendo, añadí:

—Pero creo que si usted aceptara casarse conmigo, yo sería muy feliz y por usted olvidaría todo y a todos.

Ella se puso muy seria para decirme:

—Sentiría que se ofendiera, Zeno. Yo le tengo mucho aprecio. Sé que es usted buena persona y, además, sin saberlo, sabe muchas cosas, mientras que mis profesores sólo saben exactamente lo que saben. Yo no quiero casarme. Tal vez cambie de idea, pero por el momento sólo tengo una meta: me gustaría llegar a ser escritora. Ya ve qué confianza le demuestro. No lo he dicho nunca a nadie y espero que no me traicione. Por mi parte, le prometo que no repetiré a nadie su propuesta.

—Pero ¡si puede usted contársela a todo el mundo! —la interrumpí enfadado. Me sentía de nuevo bajo la amenaza de verme expulsado de aquel salón y corrí en busca de refugio. Sólo había un modo de atenuar en Alberta el orgullo de haber podido rechazarme y lo adopté apenas lo descubrí. Le dije—: Ahora voy a hacer la misma propuesta a Augusta y voy a contar a todo el mundo que me caso con ella porque sus dos hermanas me han rechazado.

Reía con un buen humor exagerado, que me había sobrevenido por la extrañeza de mi proceder. No era en las palabras en las que ponía el ingenio de que estaba tan orgulloso, sino en los actos.

Miré a mi alrededor para buscar a Augusta. Había salido al pasillo con una bandeja sobre la que sólo había un vaso semivacío que contenía un calmante para Anna. La seguí corriendo y llamándola por su nombre y ella se pegó a la pared para esperarme. Me coloqué frente a ella y le dije al instante:

—Oiga, Augusta, ¿quiere que nos casemos?

La propuesta era muy ruda. Yo debía casarme con ella y ella conmigo, y yo no preguntaba su opinión ni pensaba que pudiera corresponderme a mí la obligación de dar explicaciones. ¡Si no hacía otra cosa que lo que todos querían!

Ella alzó los ojos dilatados por la sorpresa. Así el que se desviaba estaba aún más diferente que de costumbre del otro. Su rostro aterciopelado y blanco primero empalideció aún más y después se congestionó al instante. Cogió con la mano derecha el vaso que bailaba sobre la bandeja. Con un hilo de voz me dijo:

—Usted bromea y eso no está bien.

Temí que se echara a llorar y se me ocurrió la curiosa idea de consolarla contándole mi tristeza.

—Yo no bromeo —dije serio y triste—. Primero he pedido la mano a Ada, quien me la ha rechazado airada; después he pedido a Alberta que se casara conmigo y, con palabras hermosas se ha negado también. No guardo rencor ni a una ni a otra. Sólo me siento muy, pero que muy infeliz.

Ante mí dolor ella se serenó y se puso a mirarme conmovida y sumida en sus reflexiones. Su mirada se parecía a una caricia que no me daba placer.

—Entonces, ¿yo debo saber y recordar que usted no me ama? —preguntó.

¿Qué significaba esa frase sibilina? ¿Era el preludio de la aceptación? ¡Quería recordar! ¿Recordar durante toda la vida que había de pasar conmigo? Me sentí como quien para matarse se ha colocado en una posición peligrosa y ahora se ve obligado a hacer grandes esfuerzos para salvarse. ¿No habría sido mejor que también Augusta me hubiera rechazado y que yo hubiese podido volver sano y salvo a mi estudio en el que ni siquiera ese día me había sentido demasiado mal? Le dije:

—¡Sí! Yo amo sólo a Ada y ahora me casaría con usted…

Estaba a punto de decirle que no podía resignarme a la idea de volverme un extraño para Ada y que, por eso, me contentaba con llegar a ser su cuñado. Habría sido excesivo, y Augusta habría podido creer de nuevo que quería burlarme de ella. Por eso sólo dije:

—Ya no puedo resignarme a vivir solo.

Ella seguía apoyada a la pared, cuyo sostén tal vez necesitara, pero parecía más tranquila y ahora sostenía la bandeja con una sola mano. ¿Estaba salvado y debía abandonar aquel salón o podía permanecer en él y debía casarme? Dije otras palabras sólo porque estaba impaciente de esperar las suyas que no querían salir:

—Yo soy buena persona y creo que conmigo se puede vivir fácilmente, aun cuando no haya un gran amor.

Ésa era una frase que en los largos días anteriores había preparado para Ada, con el fin de inducirla a decirme que sí, aun cuando no sintiera por mí un gran amor.

Augusta jadeaba ligeramente y seguía callada. Ese silencio podía significar también un rechazo, el rechazo más delicado que se pudiera imaginar: estaba casi a punto de escapar en busca de mi sombrero, a tiempo para ponerlo sobre una cabeza salvada.

En cambio, Augusta, decidida, con un movimiento digno y que nunca olvidé, se irguió y abandonó el sostén de la pared. En el pasillo, que no era largo, se acercó aún más a mí, que estaba enfrente de ella. Me dijo:

—Usted, Zeno, necesita una mujer que quiera vivir para usted y lo ayude. Yo quiero ser esa mujer.

Me tendió la mano llenita, que yo casi por instinto besé. Evidentemente, no existía la posibilidad de actuar de otro modo. Además, debo confesar que en aquel momento me sentí embargado por una satisfacción que me ensanchó el pecho. Ya no tenía que resolver nada, porque todo había quedado resuelto. Esa era la auténtica claridad.

Así fue como me prometí. Al instante nos vimos muy agasajados. Tantos fueron los aplausos de todos, que el mío se parecía un poco al gran éxito del violín de Guido. Giovanni me besó y al instante me tuteó. Con expresión de afecto exagerada me dijo:

—Me sentía tu padre desde hacía mucho tiempo, desde que empecé a darte consejos para tu comercio.

Mi futura suegra me ofreció también la mejilla, que rocé con los labios. Ni siquiera casándome con Ada me habría librado de ese beso.

—¿Ve cómo yo lo había adivinado todo? —me dijo con una desenvoltura increíble y que quedó sin castigo porque yo no supe ni quise protestar.

Después abrazó a Augusta y la intensidad de su afecto se reveló en un sollozo que se le escapó e interrumpió sus manifestaciones de alegría. Yo no podía soportar a la señora Malfenti, pero debo decir que ese sollozo coloreó, al menos durante toda aquella noche, mi noviazgo con una luz simpática.

Alberta, radiante, me estrechó la mano:

—Yo quiero ser para vosotros una buena hermana.

Y Ada:

—¡Bravo, Zeno! —Y añadió en voz baja—: Sépalo: nunca un hombre que crea haber hecho algo con precipitación habrá actuado con más juicio que usted.

Guido me dio una gran sorpresa:

—Desde esta mañana había comprendido que usted quería a una u otra de las hermanas Malfenti, pero no lograba saber a cuál.

Así, pues, ¡no debían de tener mucha intimidad, si Ada no le había hablado de mi corte! ¿Sería verdad que me había precipitado?

Sin embargo, poco después Ada me dijo también:

—Desearía que usted me quisiera como un hermano. Olvidemos todo lo demás; yo no diré nunca nada a Guido.

Por lo demás, era bello haber provocado tanta alegría en una familia. Yo no podía disfrutar demasiado de ella porque estaba muy cansado. Además, tenía sueño. Eso demostraba que había actuado con gran discreción. La noche iba a ser buena.

En la cena Augusta y yo asistimos mudos a los agasajos que se nos hacían. Ella sintió la necesidad de excusarse por su incapacidad para participar en la conversación general:

—No sé qué decir. Debéis recordar que, hace media hora, no sabía lo que me iba a suceder.

Siempre decía la verdad exacta. Se encontraba entre la risa y el llanto y me miró. Quise acariciarla también yo con los ojos y no sé si lo logré.

Aquella misma noche sufrí en la mesa otra herida. Me la causó Guido precisamente.

Al parecer, antes de que yo llegara para participar en la sesión espiritista Guido había contado que por la mañana yo había afirmado no ser persona distraída. Le dieron al instante tantas pruebas de que yo había mentido, que, para vengarse (o tal vez para mostrar que sabía dibujar), me hizo dos caricaturas. En la primera aparecía representado mirando hacia arriba y apoyado en un paraguas clavado en el suelo. En la segunda el paraguas se había roto y el mango me había penetrado en la espalda. Las dos caricaturas conseguían su fin y hacían reír simplemente porque el individuo que debía representarme —muy parecido a mí, la verdad, pero caracterizado por una gran calvicie— era idéntico en el primero y en el segundo dibujo y, por esa razón, se lo podía imaginar tan distraído como para no haber cambiado de aspecto a pesar de que un paraguas lo hubiera traspasado.

Todos rieron mucho e incluso demasiado. Me dolió profundamente un intento tan logrado de cubrirme de ridículo. Y fue entonces cuando me atacó por primera vez mi dolor lancinante. Esa noche me dolieron el antebrazo derecho y la cadera. Un intenso ardor, un hormigueo en los nervios como si amenazaran con contraerse. Al instante me llevé la mano derecha a la cadera y con la mano izquierda me cogí el antebrazo afectado. Augusta me preguntó:

—¿Qué tienes?

Respondí que sentía un dolor en el sitio donde me había hecho daño al caerme en el café de que se había hablado aquella misma noche.

Al instante hice un intento enérgico de librarme de aquel dolor. Me pareció que se me pasaría, si pudiera vengarme del ultraje que había sufrido. Pedí un trozo de papel y un lápiz e intenté dibujar a un individuo aplastado por un velador. Luego puse a su lado un bastón que se le había escapado de la mano a consecuencia de la catástrofe. Nadie reconoció el bastón, por lo que la ofensa no tuvo el efecto que yo habría deseado. Para que se reconociese quién era el individuo y cómo había llegado a esa posición, escribí debajo: «Guido Speier en pugna con el velador». Por lo demás, de aquel desgraciado bajo el velador sólo se veían las piernas, que habrían podido parecerse a las de Guido, si yo no las hubiera desfigurado con maña y el espíritu de venganza no hubiese intervenido para empeorar mi dibujo, ya tan infantil.

El dolor que me atormentaba me hizo apresurarme. Desde luego, nunca mi organismo se había visto tan embargado por el deseo de herir y, si hubiera tenido en la mano un sable en lugar de ese lápiz que no sabía manejar, tal vez la cura habría dado resultado. Guido se rió sincero de mi dibujo, pero después observó tranquilo:

—¡No me parece que el velador me haya hecho daño!

En efecto, no le había hecho daño y ésa era la injusticia de que me dolía.

Ada tomó los dos dibujos de Guido y dijo que quería conservarlos. Yo la miré para expresarle mi reprobación y ella tuvo que desviar la mirada. Tenía derecho a hacerle un reproche porque aumentaba mi dolor.

Encontré una defensa en Augusta. Ésta quiso que escribiera en mi dibujo la fecha de nuestro compromiso porque también ella deseaba conservar ese mamarracho. Ante tal muestra de afecto, que por primera vez reconocí tan importante para mí, una cálida ola de sangre me inundó las venas. Sin embargo, el dolor no cesó y hube de pensar que, si esa muestra de afecto me hubiera venido de Ada, me habría provocado tal oleada en las venas, que habría limpiado todos los detritus acumulados en mis nervios.

Aquel dolor no me abandonó nunca. Ahora, en la vejez, sufro menos de él porque, cuando me ataca, lo soporto con indulgencia: «¡Ah! ¿Ya estás aquí, prueba evidente de que en tiempos fui joven?». Pero en la juventud fue distinto. No digo que el dolor fuese grande, aun cuando a veces me impidiera moverme con libertad o me tuviese despierto por noches enteras. Pero ocupó buena parte de mi vida. ¡Quería curarme! ¿Por qué había de llevar toda la vida sobre mi propio cuerpo el estigma del vencido? ¿Convertirme en el monumento ambulante de la victoria de Guido? Debía borrar de mi cuerpo ese dolor.

Así comenzaron las curas. Pero, poco después, olvidé el origen colérico de la enfermedad e incluso ahora me ha resultado difícil dar con él. No podía ser de otro modo: yo tenía gran confianza en los médicos que me curaron y les creí con sinceridad cuando atribuyeron dicho dolor ora al metabolismo ora a la circulación defectuosa, después a la tuberculosis o a diversas infecciones, alguna de ellas vergonzosa. Además, debo confesar que todas las curas me aportaron algún alivio pasajero gracias al cual en todos los casos parecía confirmado el nuevo diagnóstico. Tarde o temprano resultaba menos exacto, pero no del todo equivocado, porque en mí ninguna función es idealmente perfecta.

En una sola ocasión hubo un auténtico error: una especie de veterinario, en cuyas manos me había colocado, se obstinó por largo tiempo en atacar mi nervio ciático con sus vesicantes y acabó burlado por mi dolor que, en una sesión, saltó de improviso de la cadera a la nuca, lejos, por tanto, de conexión alguna con el nervio ciático. El cirujano se enfureció y me puso en la puerta y yo me fui —lo recuerdo muy bien— nada ofendido, sino admirado de que el dolor siguiera siendo el mismo en la nueva localización. Seguía siendo furioso e inalcanzable como cuando me torturaba la cadera. Es extraño que todas las partes de nuestro cuerpo sepan doler del mismo modo.

Todos los demás diagnósticos viven exactos en mi cuerpo y luchan entre sí por la supremacía. Hay días en que vivo para la diátesis úrica y otros en que la diátesis resulta suprimida, es decir, curada, por una inflamación de las venas. Tengo cajones llenos de medicinas y son los únicos cajones míos que conservo en orden personalmente. Me gustan las medicinas y sé que, cuando abandono una, tarde o temprano volveré a recurrir a ella. Por lo demás, no creo haber perdido el tiempo. Quién sabe cuánto haría ya que habría muerto, y de qué enfermedad, si mi dolor no las hubiese simulado todas para inducirme a curarlas antes de atraparlas.

Pero, aun cuando no sepa explicar su naturaleza íntima, sé cuándo se manifestó por primera vez. A causa de aquel dibujo, mucho mejor que el mío. ¡Una gota que hizo rebosar el vaso! Estoy seguro de no haber sentido nunca antes ese dolor. Intenté explicar su origen a un médico, pero no me entendió. ¿Quién sabe? Tal vez el psicoanálisis saque a la luz toda la alteración que mi organismo sufrió en aquellos días y sobre todo en las pocas horas que siguieron a mi compromiso matrimonial.

¡Y no fueron pocas horas!

Cuando se disolvió la reunión, a las tantas de la noche, Augusta me dijo alegre:

—¡Hasta mañana!

La invitación me gustó, porque probaba que había conseguido mi fin y que nada había acabado y todo continuaría el día siguiente. Me miró a los ojos y descubrió en ellos una viva conformidad, que la consoló. Bajé aquellos escalones, que ya no conté, preguntándome:

—¿Será que la amo?

Es una duda que me ha acompañado toda la vida y en la actualidad tengo motivos para pensar que el amor acompañado de tanta duda es el amor verdadero.

Pero ni siquiera después de haber abandonado aquella casa pude ir a acostarme y recoger el fruto de mi actividad de aquella velada en un sueño largo y reparador. Hacía calor. Guido sentía la necesidad de un helado y me invitó a acompañarlo a un café. Me cogió amistoso del brazo y yo, igual de amistoso, sostuve el suyo. Era una persona muy importante para mí y no habría podido negarle nada. El gran cansancio que debería haberme arrastrado a la cama me volvía más dócil que de costumbre.

Entramos precisamente en la bodega en que el pobre Tullio me había contagiado su enfermedad y nos sentamos en una mesa apartada. Por el camino, mi dolor, del que yo no sabía aún hasta qué punto iba a serme un compañero fiel, me había hecho padecer mucho y, por unos instantes, me pareció que se atenuaba, cuando pude sentarme.

La compañía de Guido fue una auténtica tortura. Me preguntaba con gran curiosidad sobre la historia de mis amores con Augusta. ¿Sospecharía que yo lo engañaba? Le dije con descaro que me había enamorado de Augusta en mi primera visita a la casa de los Malfenti. El dolor me volvía locuaz, como si hubiera querido gritar más que él. Pero hablé demasiado y si Guido hubiese estado más atento se habría dado cuenta de que yo no estaba tan enamorado de Augusta. Hablé de la cosa más interesante del cuerpo de Augusta, es decir, ese ojo estrábico que hacía creer equivocadamente que tampoco el resto estaba en su sitio. Después quise explicar por qué no me había declarado antes. Tal vez Guido estuviera asombrado de haberme visto aparecer por aquella casa en el último momento para prometerme. Grité:

—Es que las señoritas Malfenti están acostumbradas a mucho lujo y yo no sabía si podía cargar con algo así.

Sentía haber hablado así también de Ada, pero ya no tenía remedio: ¡era tan difícil aislar a Augusta de Ada! Proseguí bajando la voz para controlarme mejor:

—Por eso tuve que hacer cálculos. Descubrí que mi dinero no bastaba. Entonces me puse a estudiar si podía ampliar mi negocio…

Después dije que, para hacer esos cálculos, había necesitado mucho tiempo y que, por esa razón, me había abstenido de visitar a los Malfenti durante cinco días. Finalmente, la lengua abandonada a sí misma había llegado a un poco de sinceridad. Estaba a punto de llorar y, apretándome la cadera, murmuré:

—¡Cinco días es mucho tiempo!

Guido dijo que le complacía descubrir en mí a una persona tan previsora.

Yo observé con sequedad:

—¡La persona previsora no es más agradable que la alocada!

Guido dijo riendo:

—¡Es curioso que el previsor sienta la necesidad de defender al alocado!

Después, sin transición, me contó con sequedad que estaba a punto de pedir la mano de Ada. ¿Me habría llevado hasta el café para hacerme esa confesión o bien se había cansado de escucharme tanto tiempo hablar de mí y se estaba tomando la revancha?

Estoy casi seguro de que conseguí dar muestras de la mayor sorpresa y la mayor complacencia. Pero en seguida encontré el modo de herirlo profundamente:

—¡Ahora comprendo por qué gustó tanto a Ada ese Bach tan desfigurado! Estaba bien tocado, pero hay cosas sagradas que no se deben ensuciar.

El golpe era fuerte y Guido enrojeció de dolor. Su respuesta fue suave porque ahora le faltaba el apoyo de todo su público entusiasta.

—¡Dios mío! —empezó diciendo para ganar tiempo—. A veces, al tocar, se cede a un capricho. En esa habitación pocos conocían a Bach y yo se lo presenté un poco modernizado.

Pareció satisfecho de su ocurrencia, pero yo sentí la misma satisfacción porque me pareció una excusa y una concesión. Eso bastó para calmarme y, además, por nada del mundo habría querido reñir con el futuro marido de Ada. Declaré que raras veces había escuchado a un aficionado que tocase tan bien.

A él no le bastó eso: observó que podía considerársele aficionado sólo porque no aceptaba presentarse como profesional.

¿Sólo quería eso? Le di la razón. Era evidente que no se lo podía considerar aficionado.

Así fuimos de nuevo buenos amigos.

Luego, de repente, se puso a hablar mal de las mujeres. ¡Me dejó con la boca abierta! Ahora que lo conozco mejor, sé que, cuando cree estar seguro de agradar a su interlocutor, se lanza a hablar sin parar en cualquier dirección. Poco antes yo había hablado del lujo de las señoritas Malfenti y él se puso a hablar de eso otra vez para acabar comentando todas las demás cualidades malas de las mujeres. El cansancio me impedía interrumpirlo y me limitaba a hacer señales continuas de asentimiento, que ya eran bastante fatigosas para mí. De lo contrario, habría protestado, desde luego. Yo era consciente de tener toda clase de motivos para hablar mal de las mujeres, representadas para mí por Ada, Augusta y mi futura suegra; pero él no tenía la menor razón para atacar al sexo representado para él sólo por Ada, que lo amaba.

Sabía mucho y, a pesar de mi cansancio, estuve escuchándolo con admiración. Mucho tiempo después descubrí que había hecho suyas las geniales teorías del joven suicida Weininger. En ese momento yo sufría el peso de un segundo Bach. Tuve incluso la sospecha de que quería curarme. ¿Por qué, si no, habría querido convencerme de que la mujer no sabe ni puede ser genial ni buena? A mí me pareció que la cura no dio resultado por proceder de Guido. Pero conservé aquellas teorías y las perfeccioné con la lectura de Weininger. No curan en absoluto, pero son una cómoda compañía cuando se corre tras las mujeres.

Al acabar su helado, Guido sintió la necesidad de una bocanada de aire fresco y me indujo a acompañarlo a dar un paseo hacia la periferia de la ciudad.

Recuerdo que hacía días que se anhelaba en la ciudad un poco de lluvia, de la que se esperaba algún alivio para el calor anticipado. Yo ni siquiera me había dado cuenta de ese calor. Esa noche el cielo había empezado a cubrirse de ligeras nubes blancas, de esas de las que el pueblo espera lluvia abundante, pero una gran luna avanzaba por las zonas despejadas del intenso cielo azul, una de esas lunas de mejillas hinchadas que el mismo pueblo cree capaces de comer las nubes. En efecto, era evidente que allí donde tocaba aclaraba y limpiaba.

Quise interrumpir el charloteo de Guido, que me obligaba a asentir de continuo, una tortura, y le describí el beso en la luna descubierto por el poeta Zamboni: ¡qué dulce era ese beso en el centro de nuestras noches comparado a la injusticia que Guido comentaba a mi lado! Al hablar y sacudirme el sopor en que había caído a fuerza de asentir, me pareció que mi dolor se atenuaba. Era el premio a mi rebelión e insistí.

Guido tuvo que resignarse a dejar por un momento en paz a las mujeres y mirar hacia arriba. Pero ¡por poco tiempo! Tras descubrir, por indicación mía, una pálida imagen de mujer en la luna, volvió a su tema con una broma con la que rió con ganas, pero él solo, en la calle desierta:

—¡Ve tantas cosas esa mujer! Lástima que por ser mujer no sepa recordar.

Formaba parte de su teoría (o de la de Weininger) que la mujer no puede ser genial porque no sabe recordar.

Llegamos al pie de la via Belvedere. Guido dijo que un poco de subida nos sentaría bien. También esa vez lo complací. Allí arriba, con un impulso propio de un niño muy pequeño se tendió sobre el pretil que separaba la calle de la de más abajo. Le parecía un acto de valor exponerse a una caída de unos diez metros. Al principio sentí el estremecimiento habitual al verlo expuesto a semejante peligro, pero después recordé el sistema ideado por mí esa misma noche, en un momento de improvisación, para liberarme de esa angustia y me puse a desear con fervor que se cayera.

En esa posición seguía predicando contra las mujeres. Ahora decía que necesitaban juguetes como los niños, pero de alto precio. Recordé que, según decía ella misma, a Ada le gustaban muchos los juguetes. Así, pues, ¿estaba hablando precisamente de ella? ¡Entonces se me ocurrió una idea espantosa! ¿Por qué no obligaba a Guido a dar ese salto de diez metros? ¿Acaso no habría sido justo suprimir a quien me quitaba a Ada sin amarla? En ese momento me parecía que, cuando lo hubiera matado, podría correr junto a Ada para recibir al instante el premio. En la extraña noche llena de luz me había parecido que ella oía a Guido infamarla.

¡Debo confesar que en aquel momento me dispuse de verdad a matar a Guido! Estaba de pie junto a él, que estaba tumbado en el muro, y calculé con frialdad cómo debía cogerlo para no fallar el golpe. Después descubrí que ni siquiera necesitaba cogerlo. Yacía con los brazos cruzados tras la espalda y habría bastado un buen empujón para hacerle perder sin remedio el equilibrio.

Se me ocurrió otra idea que me pareció tan importante como para poder compararla con la gran luna que avanzaba por el cielo y lo limpiaba: había aceptado casarme con Augusta para estar seguro de poder dormir bien esa noche. ¿Cómo iba a poder dormir, si mataba a Guido? Sólo esa idea nos salvó a él y a mí. Al instante quise abandonar esa posición por encima de Guido y que me inducía a esa acción. Me doblé sobre las rodillas, me dejé caer sobre mí mismo y llegué casi a tocar el suelo con la cabeza:

—¡Qué dolor, qué dolor! —grité.

Guido, espantado, se puso en pie de un salto y me preguntó qué me ocurría. Yo seguí lamentándome: porque había querido matar y tal vez también porque no había sabido hacerlo. El dolor y el lamento excusaba todo. Me parecía estar gritando que yo no había querido matar y también que no era culpa mía, si no había sabido hacerlo. Todo era culpa de mi enfermedad y de mi dolor. En cambio, recuerdo perfectamente que justo entonces el dolor desapareció del todo y que mi lamento siguió siendo una pura comedia a la que intenté en vano dar contenido evocando el dolor y reconstruyéndolo para sentirlo y sufrirlo. Pero fue un esfuerzo inútil porque sólo volvió cuando quiso.

Como de costumbre, Guido procedía por hipótesis. Entre otras cosas, me preguntó si no se trataba del mismo dolor producido por aquella caída en el café. La idea me pareció buena y asentí.

Él me cogió del brazo y me ayudó, afectuoso, a levantarme. Después, con todo cuidado, y sin dejar de sostenerme, me ayudó a descender la pequeña pendiente. Cuando estuvimos abajo, declaré que me sentía un poco mejor y que creía poder caminar con mayor facilidad apoyado en él. ¡Así nos íbamos por fin a la cama! Además, era la primera satisfacción auténtica que me había concedido ese día. Estaba a mi servicio, porque casi me llevaba en andas. Al final, era yo quien imponía mi voluntad.

Encontramos una farmacia aún abierta y se le ocurrió la idea de enviarme a la cama acompañado de un calmante. Construyó toda una teoría sobre el dolor y sobre el sentimiento exagerado de él: un dolor se multiplicaba por la exasperación que él mismo había producido. Con ese frasquito se inició mi colección de medicamentos y fue justo que Guido lo escogiera.

Para dar base más sólida a su teoría, supuso que yo había padecido ese dolor durante muchos días. Sentí no poder complacerlo. Declaré que esa noche, en casa de los Malfenti, no había sentido dolor alguno. Evidentemente, en el momento en que se me había concedido la realización de mi largo sueño, no podía haber sufrido.

Y para ser sincero quise ser justo como había afirmado ser y me dije varias veces a mí mismo: «Yo amo a Augusta, no amo a Ada. Amo a Augusta y esta noche he llegado a la realización de mi largo sueño».

Así fuimos caminando en la noche lunar. Supongo que Guido estaría cansado de sostenerme, porque al fin enmudeció. Sin embargo, me propuso acompañarme hasta la cama. No acepté y, cuando pude cerrar la puerta de mi casa tras de mí, di un suspiro de alivio. Pero, desde luego, también Guido debió de lanzar el mismo suspiro.

Subí los escalones de mi casa de cuatro en cuatro y en diez minutos estaba en la cama. Me quedé dormido en seguida y, en el breve lapso que precede al sueño, no recordé ni a Ada ni a Augusta, sino sólo a Guido, tan dulce, bueno y paciente. Desde luego, no había olvidado que poco antes yo había querido matarlo, pero eso no tenía la menor importancia porque las cosas que nadie sabe y que no dejan huella no existen.

El día siguiente me dirigí a casa de mi prometida un poco titubeante. No estaba seguro de si los compromisos contraídos la noche anterior tenían el valor que yo creía deber conferirles. Descubrí que lo tenían para todos. También Augusta se consideraba prometida, y con mayor seguridad incluso de lo que yo creía.

Fue un noviazgo laborioso. Tengo la sensación de haberlo anulado varias veces y haberlo reconstituido con gran fatiga y me sorprende que nadie lo advirtiera. No tuve en ningún momento la certeza de encaminarme hacia el matrimonio, pero, al parecer, me comporté como un novio bastante cariñoso. En efecto, besaba y apretaba contra mí a la hermana de Ada siempre que tenía ocasión. Augusta sufría mis agresiones como creía debía hacer una prometida y yo me comporté más o menos bien, únicamente porque la señora Malfenti sólo nos dejó a solas por breves instantes. Mi prometida era mucho menos fea de lo que yo había creído, y descubrí su mayor belleza al besarla: ¡su rubor! Allí donde yo besaba surgía una llama en mi honor y yo besaba más con la curiosidad del experimentador que con el fervor del amante.

Pero el deseo no faltó y volvió un poco más llevadera esa época difícil. Menos mal que Augusta y su madre me impidieron quemar aquella llama de una sola vez, como con frecuencia deseé. ¿Cómo habríamos seguido viviendo entonces? Al menos así, mi deseo siguió dándome en las escaleras de aquella casa la misma ansiedad que cuando las subía para ir a la conquista de Ada. Los escalones impares me prometían que ese día podría hacer ver a Augusta lo que era el noviazgo que ella había querido. Soñaba con una acción violenta que me devolvería todo el sentimiento de mi libertad. No quería yo otra cosa y es extraño que, cuando Augusta entendió lo que yo quería, lo interpretara como señal de mi fiebre amorosa.

En mi recuerdo aquel período se divide en dos fases. En la primera la señora Malfenti mandaba con frecuencia a Alberta a vigilarnos o enviaba al salón, donde estábamos, a la pequeña Anna con una maestra. Ada no nos hizo nunca compañía en esa época y yo me decía que debía alegrarme de ello, mientras que, en realidad, recuerdo vagamente haber pensado una vez que habría sido una gran satisfacción para mí poder besar a Augusta delante de Ada. Quién sabe con qué violencia lo habría hecho.

La segunda fase se inició, cuando Guido se prometió oficialmente con Ada y la señora Malfenti, como mujer práctica que era, unió a las dos parejas en el mismo salón para que se vigilaran mutuamente.

Sé que en la primera fase Augusta se consideraba perfectamente satisfecha de mí. Cuando no la asaltaba, me entraba una locuacidad extraordinaria. La locuacidad era necesaria para mí. Me di la oportunidad de entregarme a ella metiéndome en la cabeza la idea de que, pues había de casarme con Augusta, también debía emprender su educación. La educaba para la dulzura, el afecto y sobre todo la fidelidad. No recuerdo con exactitud la forma que daba a mis prédicas, alguna de las cuales me ha recordado ella, que nunca las ha olvidado. Me escuchaba atenta y sumisa. Yo, una vez, con el ímpetu de la enseñanza, declaré que si ella descubría una traición mía, tendría derecho a pagarme con la misma moneda. Ella, indignada, protestó que ni aun con mi permiso habría podido traicionarme y que para ella el único resultado de una traición mía habría sido la libertad para llorar.

Yo creo que esas prédicas, hechas con cualquier fin menos el de decir algo concreto, tuvieron una influencia benéfica en mi matrimonio. Lo sincero fue el efecto que tuvieron sobre el ánimo de Augusta. Su fidelidad no fue puesta a prueba nunca, porque nunca supo nada de mis traiciones, pero su afecto y su dulzura siguieron inalterables en los largos años que pasamos juntos, justo como la había inducido a prometerme.

Cuando Guido se prometió, la segunda fase de mi noviazgo se inició con un propósito mío expresado así: «¡Ya estoy curado de mi amor por Ada!». Hasta entonces había creído que el rubor de Augusta había bastado para curarme, pero ¡se ve que nunca está uno bastante curado! El recuerdo de ese rubor me hizo pensar que ahora se produciría entre Guido y Ada. Ese, mucho mejor que el otro, debía abolir todo mi deseo.

A la primera fase pertenece el deseo de violar a Augusta. En la segunda estuve mucho menos excitado. Desde luego, la señora Malfenti no se había equivocado al organizar así nuestra vigilancia con tan poca molestia por su parte.

Recuerdo que una vez, en broma, me puse a besar a Augusta. En lugar de bromear conmigo, Guido se puso, a su vez, a besar a Ada. Me pareció poco delicado por su parte, porque no le daba besos castos, como había hecho yo por atención hacia ellos, sino que besaba a Ada justo en la boca e incluso se la chupaba sin rodeos. Estoy seguro de que en esa época ya me había acostumbrado a considerar a Ada como una hermana, pero no estaba preparado para verla tratada de ese modo. Dudo incluso que a un hermano de verdad le gustara ver manipulada así a su hermana. Por eso, delante de Guido, yo no besé nunca más a Augusta. En cambio, Guido intentó otra vez, delante de mí, atraer hacia sí a Ada, pero fue ella quien se lo impidió y él no repitió el intento.

Recuerdo con gran confusión las muchas tardes que pasamos juntos. La escena, que se repitió hasta el infinito, se me quedó grabada así: los cuatro estábamos sentados en torno a la fina mesa veneciana sobre la que ardía una gran lámpara de petróleo cubierta de una pantalla de tela verde que dejaba todo en penumbra menos los trabajos de bordado que las dos hermanas hacían: Ada en un pañuelito de seda que sostenía en la mano, Augusta en un pequeño bastidor redondo. Veo a Guido perorar, y debió de suceder con frecuencia que fuera yo solo quien le diese la razón. Recuerdo aún aquella cabeza de cabellos negros levemente rizados de Ada, a los que daba un efecto extraño la luz amarilla y verde.

Hablamos de aquella luz y también del color verdadero de esos cabellos. Guido, que también sabía pintar, nos explicó cómo se debe analizar un color. Tampoco olvidé nunca esa enseñanza y aún hoy, cuando deseo entender mejor el color de un paisaje, entorno los ojos hasta que aparecen muchas líneas y sólo veo las luces que se amortiguan para revelar el color auténtico. Pero, cuando me dedico a semejante análisis, poco después de las imágenes reales, me vuelve a aparecer en la retina, como una reacción física, la luz amarilla y verde y los cabellos con los que por primera vez eduqué mis ojos.

No puedo olvidar una tarde que destaca de las demás por una expresión de celos de Augusta, a la que siguió poco después una censurable indiscreción mía. Para gastarnos una broma, Guido y Ada habían ido a sentarse lejos de nosotros, en el otro extremo del salón, a la mesa Luis XIV. Así no tardé en sentir un dolor en el cuello, que torcía para hablar con ellos. Augusta me dijo:

—¡Déjalos! No interrumpas sus amores sinceros.

Y yo, con gran inercia de pensamiento, le dije en voz baja que no debía considerarlos tales, porque Guido no apreciaba a las mujeres. Así me parecía haberme disculpado por haberme entremetido en las conversaciones de los dos amantes. Pero, en realidad, era una perversa indiscreción la de contar a Augusta los comentarios sobre las mujeres a que Guido se entregaba conmigo, pero nunca delante de algún otro familiar de nuestras prometidas. El recuerdo de esas palabras mías me apesadumbró durante varios días, y, en cambio puedo afirmar que el recuerdo de haber querido matar a Guido no me había turbado ni siquiera por una hora. Pero matar, aunque sea a traición, es algo más viril que perjudicar a un amigo revelando una confidencia suya.

Ya entonces los celos de Augusta con respecto a Ada no estaban justificados. No era para ver a Ada para lo que yo torcía el cuello de ese modo. Guido, con su locuacidad, me ayudaba a pasar el tiempo. Yo lo apreciaba ya mucho y pasaba parte del día con él. Estaba unido a él también por la gratitud que sentía ante la consideración que me tenía y que comunicaba a los demás. Hasta Ada me escuchaba ahora con atención, cuando yo hablaba.

Todas las noches esperaba con cierta impaciencia el sonido del gong que nos llamaba a cenar, y de aquellas cenas recuerdo principalmente mi constante indigestión. Comía demasiado por la necesidad de mantenerme activo. En la cena prodigaba palabras afectuosas a Augusta, en la medida en que la boca llena me lo permitía, y sus padres sólo podían tener la desagradable impresión de que mi gran afecto quedaba atenuado por mi bestial voracidad. Se sorprendieron de que a mi regreso del viaje de bodas me hubiera disminuido el apetito. Desapareció cuando dejaron de exigirme demostrar una pasión que no sentía. ¡No está permitido mostrarse frío con la prometida delante de sus padres en el momento en que se dispone uno a irse a la cama con ella! Augusta recuerda en especial las palabras afectuosas que le murmuraba en aquella mesa. Entre bocado y bocado debí de tener ocurrencias magníficas y me asombro cuando me las recuerdan, porque no me parecen mías.

Mi propio suegro, el astuto Giovanni, se dejó engañar y, hasta que murió, cuando quería poner un ejemplo de gran pasión amorosa, citaba la mía por su hija, es decir, por Augusta. Sonreía dichoso, como buen padre que era, pero al mismo tiempo aumentaba su desprecio hacia mí, porque, según él, no era un hombre de verdad el que ponía todo su destino en manos de una mujer y que, sobre todo, no advertía que en este mundo hay también otras mujeres. En eso se ve que no siempre me juzgaron con justicia.

En cambio, mi suegra no creyó en mi amor ni siquiera cuando la propia Augusta se abandonó a él llena de confianza.

Por largos años me miró con ojos desconfiados, con recelo por el destino de su hija predilecta. También por esa razón estoy convencido de que debió de guiarme en los días que me condujeron al compromiso matrimonial. Era imposible engañarla también a ella, que debió de conocer mi ánimo mejor que yo mismo.

Llegó por fin el día de mi boda y precisamente ese día tuve una última vacilación. Tendría que haber estado en casa de mi prometida a las ocho de la mañana, y, sin embargo, a las ocho menos cuarto me encontraba aún en la cama fumando como un loco y mirando a la ventana en la que brillaba, burlón, el primer sol que aparecía durante ese invierno. ¡Pensaba en abandonar a Augusta! Me resultaba evidente el absurdo de mi matrimonio, ahora que ya no me importaba seguir cerca de Ada. ¡No habría sucedido gran cosa, si no me hubiera presentado a la cita! Además: Augusta había sido una prometida encantadora, pero no se podía saber cómo se comportaría el día siguiente de la boda. ¿Y si en seguida me hubiera llamado idiota por haberme dejado cazar de ese modo?

Por suerte, llegó Guido, y yo, en lugar de resistirme, me disculpé por mi retraso afirmando que creía que se había fijado otra hora para la boda. En vez de hacerme reproches, Guido se puso a hablar de sí mismo y de las tantas veces que, por distracción, había faltado a citas. Hasta en materia de distracción quería ser superior a mí y tuve que dejar de escucharlo para poder salir de casa. Así resultó que me dirigí al matrimonio a la carrera.

Aun así, llegué muy tarde. Nadie me lo reprochó y todos menos la novia, se contentaron con las explicaciones que Guido dio por mí. Augusta estaba tan pálida, que hasta sus labios estaban lívidos. Si bien no podía decir que la amase, también es cierto que no habría querido hacerle daño. Intenté arreglarlo y cometí la estupidez de atribuir mi retraso a tres causas nada menos. Eran demasiadas y revelaban con tanta claridad lo que yo había pensado en mi cama, mientras miraba el sol invernal, que hubimos de retrasar nuestra salida para la iglesia a fin de dar tiempo a Augusta para recuperarse.

En el altar pronuncié el sí distraído porque con mí profunda compasión por Augusta estaba ideando una cuarta explicación para mi retraso y me parecía la mejor de todas.

En cambio, cuando salimos de la iglesia, advertí que Augusta había recuperado todos sus colores. Me sentí un poco enojado porque ese sí mío no debería haber bastado en absoluto para convencerla de mi amor. Y me disponía a tratarla con mucha rudeza, si se hubiera recuperado hasta el extremo de llamarme imbécil por haberme dejado cazar de ese modo. En cambio, en su casa, aprovechó un momento en que nos dejaron solos para decirme llorando:

—Nunca olvidaré que, a pesar de no amarme, te casaste conmigo.

Yo no protesté porque la cosa había sido tan evidente, que era imposible. Pero, lleno de compasión, la abracé.

Después Augusta y yo no volvimos a hablar de todo eso, porque el matrimonio es algo mucho más sencillo que el noviazgo. Una vez casados, ya no se vuelve a hablar de amor y, cuando se siente la necesidad de expresarlo, la animalidad interviene en seguida para restablecer el silencio. Ahora bien, esa animalidad puede haber llegado a ser tan humana como para complicarse y falsificarse y sucede que, al inclinarse sobre una melena femenina, se haga también el esfuerzo de evocar una luz que no tiene. Se cierran los ojos y la mujer se convierte en otra para volver a ser ella, al acabar. Para ella es toda la gratitud y mayor aún si el esfuerzo ha dado resultado. Ésa es la razón por la que, si yo hubiera de nacer otra vez (¡la madre naturaleza es capaz de todo!), aceptaría casarme con Augusta, pero nunca comprometerme en matrimonio con ella.

En la estación Ada me ofreció la mejilla al beso fraterno. Hasta entonces, aturdido por la mucha gente que había venido a acompañarnos, no la había visto y al instante pensé: «¡Tú fuiste la que me metiste en este lío!». Le acerqué los labios a la aterciopelada mejilla procurando no rozarla siquiera. Fue la primera satisfacción de aquel día, porque por un instante comprendí la ventaja que se derivaba de mi matrimonio: ¡me había vengado al no aprovechar la única oportunidad que se me había presentado de besar a Ada! Después, mientras el tren corría, sentado junto a Augusta, dudé si habría hecho bien. Temía que se viera comprometida mi amistad con Guido. Pero sufría más cuando pensaba que tal vez Ada no hubiese notado siquiera que yo no había besado la mejilla que me había ofrecido.

Lo había notado, pero yo no lo supe hasta que, muchos meses después, se marchó, a su vez, con Guido desde esa misma estación. Besó a todos. A mí sólo me ofreció, muy cordial, la mano. Yo se la estreché con frialdad. Su venganza llegaba con retraso porque las circunstancias habían cambiado por completo. Desde el regreso de mi viaje de bodas habíamos tenido relaciones fraternas y no se podía explicar por qué me había excluido del beso.