2. LA MUERTE DE MI PADRE

El doctor se ha marchado y yo, la verdad, no sé si es necesaria la biografía de mi padre. Si describiera con demasiada minuciosidad a mi padre, podría resultar que, para lograr mi curación, fuese necesario analizarlo primero a él y estaríamos en un círculo vicioso. Me atrevo a continuar porque sé que, si mi padre hubiese necesitado la misma cura, habría sido para una enfermedad muy distinta de la mía. En cualquier caso, para no perder tiempo, diré sobre él sólo lo que sirva para avivar el recuerdo de mí mismo.

«15-4-1890, 4 h. 1/2. Muere mi padre. U.S.». Para quien no lo sepa, esas dos últimas letras no significan United States, sino ultima sigaretta, último cigarrillo. Es la anotación que encuentro en un volumen de filosofía positiva de Ostwald con cuya lectura pasé varias horas lleno de esperanza y que nunca entendí. Nadie lo diría, pero, a pesar de su forma, esa anotación registra el acontecimiento más importante de mi vida.

Mi madre había muerto cuando yo aún no contaba quince años. Hice poesías para honrar su memoria, lo que nunca equivale a llorar y, en el dolor, siempre me acompañó el sentimiento de que a partir de aquel momento debía comenzar para mí una vida seria y de trabajo. El propio dolor indicaba una vida más intensa. Después un sentimiento religioso aún vivo atenuó y suavizó aquella tremenda desgracia. Mi madre seguía viviendo, aunque lejos de mí, y podía incluso alegrarse ante los éxitos para los que yo me estaba preparando. ¡Gran comodidad! Recuerdo con exactitud mi estado de entonces. Por la muerte de mi madre y la saludable emoción que me había proporcionado, todo en mí debía mejorar.

En cambio, la muerte de mi padre fue una auténtica catástrofe. El paraíso había dejado de existir y, además, yo, a los treinta años, era un hombre acabado. ¡También yo! Comprendí por primera vez que la parte más importante y decisiva de mi vida quedaba atrás irremediablemente. Mi dolor no era sólo egoísta, como podría parecer por estas palabras. ¡Muy al contrario! Lloraba por él y por mí, y por mí sólo porque él había muerto. Hasta entonces yo había pasado de cigarrillo en cigarrillo y de una facultad universitaria a otra, con una fe indestructible en mis capacidades. Pero creo que esa fe que hacía tan plácida la vida habría continuado acaso hasta hoy, si mi padre no hubiera muerto. Muerto él, ya no quedaba un mañana en que situar mi propósito.

Cuando lo pienso, muchas veces me asombra que esa desesperación respecto a mí y mi porvenir se produjera a la muerte de mi padre y no antes. En conjunto, se trata de cosas recientes y, desde luego, para recordar mi profundo dolor y todos los detalles de la desventura, no necesito soñar, como quieren los señores analistas. Recuerdo todo, pero no entiendo nada. Hasta su muerte, yo no viví para mi padre. No hice esfuerzo alguno para aproximarme a él y, cuando habría podido hacerlo sin ofenderlo, lo eludí. En la Universidad todos lo conocían por el apodo que le di de viejo Silva mandadinero. Fue necesaria la enfermedad para unirme a él, la enfermedad que fue en seguida la muerte, por lo breve que fue y porque el médico lo desahució al instante. Cuando estaba en Trieste, nos veíamos, un día con otro, una hora como máximo. Nunca estuvimos tan juntos y por tanto tiempo como cuando lloraba a su lado. ¡Ojalá lo hubiera asistido mejor y llorado menos! Habría estado menos enfermo. Era difícil encontrarnos juntos, además, porque entre él y yo, intelectualmente, no había nada en común. Al mirarnos, a los dos se nos dibujaba la misma sonrisa de compasión, que en su caso volvía más agria su viva ansiedad paterna por mi porvenir; en mí, en cambio, llena de indulgencia, por mi convencimiento de que sus debilidades ya no tenían consecuencias, hasta el punto de que yo las atribuía en parte a la edad. Él fue el primero en desconfiar de mi energía y, en mi opinión, demasiado pronto. Sin embargo, sospecho que, aun sin apoyo de una convicción científica, desconfiaba de mí también porque él me había engendrado, lo que contribuía —y eso con confianza científica inconmovible— a aumentar mi desconfianza respecto a él.

No obstante, tenía fama de comerciante hábil, pero yo sabía que desde hacía muchos años era Olivi quien dirigía sus asuntos. En lo único en que nos parecíamos era en la incapacidad para los negocios; puedo decir que, de los dos, yo representaba la fuerza y él la debilidad. Lo que ya he consignado en estos cuadernos prueba que en mí hay y ha habido siempre —tal vez sea mi mayor desgracia— un ansia de superación. No hay otro modo de definir mis sueños de equilibrio y de fuerza. Mi padre no conocía nada de eso. Vivía perfectamente de acuerdo con la formación que había recibido y debo creer que nunca hizo esfuerzos para mejorar. Pasaba el día entero fumando y, tras la muerte de mamá, cuando no dormía, la noche también. También bebía discretamente: como un gentleman, por la noche, en la cena, para estar seguro de conciliar el sueño nada más reclinar la cabeza sobre la almohada. Pero, según él, el tabaco y el alcohol eran muy saludables.

En lo relativo a las mujeres, por los parientes supe que mi madre había tenido motivos para sentirse celosa. Es más: parece que, a pesar de su carácter bondadoso, había tenido que intervenir a veces con violencias para mantener a raya a su marido. Él se dejaba guiar por ella, a quien amaba y respetaba, pero, al parecer, mi madre no consiguió nunca obtener de él la confesión de una traición, por lo que muñó convencida de haberse equivocado. Y, sin embargo, mis queridos parientes cuentan que encontró a su marido casi en flagrante delito con su modista. Él se excusó con un ataque de distracción y con tanta constancia, que logró convencerla. La única consecuencia fue que mi madre no volvió nunca a aquella modista y tampoco mi padre. Yo en su caso, creo que habría acabado confesando, pero después no habría podido dejar a la modista, pues donde me detengo echo raíces.

Mi padre sabía defender su tranquilidad como un auténtico pater familiae. La tenía en su casa y en su ánimo. Sólo leía libros insulsos y morales. No por hipocresía, sino por convicción: creo que sentía vivamente la verdad de esas prédicas morales y que le tranquilizaba la conciencia su sincera adhesión a la virtud. Ahora que envejezco y me acerco al tipo «patriarca», también yo siento que una inmoralidad predicada es más punible que una acción inmoral. Se llega al asesinato por amor o por odio; a la propaganda del asesinato, sólo por maldad.

Teníamos tan poco en común entre nosotros, que, según me confesó, una de las personas que más lo inquietaban de este mundo era yo. Mi deseo de salud me había impulsado a estudiar el cuerpo humano. En cambio, él había sabido eliminar de su recuerdo la menor idea relativa a esa máquina espantosa. Según él, el corazón no latía y no había necesidad de recordar válvulas, venas ni metabolismo para explicar cómo vivía su organismo. Nada de movimiento, porque la experiencia enseñaba que lo que se movía acababa deteniéndose. Hasta la tierra era inmóvil para él y estaba sólidamente fijada a sus cimientos. Por supuesto, nunca lo dijo, pero sufría si se le decía algo que no concordara con esa concepción. Un día que le estaba hablando de los antípodas me interrumpió enojado. La idea de esa gente con la cabeza hacia abajo le revolvía el estómago.

Me reprochaba dos cosas más: mi distracción y mi tendencia a reír de las cosas más serias. En materia de distracción, difería de mí porque anotaba en una libreta todo lo que quería recordar y la repasaba varias veces al día. Creía haber vencido así su enfermedad y ya no padecía por ella. Me impuso también a mí el remedio de la libreta, pero sólo registré en ella algún último cigarrillo.

En cuanto a mi desprecio por las cosas serias, creo que él tenía el defecto de considerar serias demasiadas cosas de este mundo. Veamos un ejemplo: cuando, tras haber pasado de los estudios de derecho a los de química, volví con su permiso a los primeros, me dijo bondadoso:

—Ahora bien, lo que queda claro es que estás loco.

Yo no me ofendí y le agradecí tanto su desconfianza, que quise premiarlo haciéndole reír. Fui a ver al doctor Canestrini para que me examinara y me diese un certificado. No fue fácil porque, para ello, tuve que someterme a muchos largos reconocimientos. Cuando conseguí el certificado, se lo llevé triunfal a mi padre, pero no le hizo gracia. En tono apesadumbrado y con lágrimas en los ojos, exclamó:

—¡Ah! ¡La verdad es que estás loco!

Y éste fue el premio por mi fatigosa e inofensiva comedia. Nunca me la perdonó y por eso nunca se rió con ella. ¿Ir a visitarse a un reconocimiento médico por broma? ¿Pedir la extensión de un certificado acompañado de pólizas? ¡Cosas de locos!

En resumen, a su lado yo representaba la fuerza y a veces pienso que sentí la desaparición de esa debilidad que me elevaba, como un empobrecimiento.

Recuerdo que su debilidad quedó demostrada cuando ese canalla de Olivi lo indujo a hacer testamento. A Olivi le urgía dicho testamento, que iba a colocar mis asuntos bajo su tutela y, según parece, el viejo no descansó durante mucho tiempo hasta que lo indujo a emprender tan penosa tarea. Por fin, mi padre se decidió, pero su ancha cara serena se ensombreció. Pensaba de continuo en la muerte, como si con ese acto hubiera tenido un contacto con ella.

Una noche me preguntó:

—¿Crees tú que con la muerte todo se acaba?

Yo pienso todos los días en el misterio de la muerte, pero aún no estaba en condiciones de darle las informaciones que pedía. Para darle satisfacción, fingí la fe más risueña en nuestro futuro.

—Yo creo que sobrevive el placer, porque ya no es necesario. La disolución podría recordar al placer sexual. Desde luego, irá acompañada de la sensación de felicidad y del descanso, dado que la recomposición es tan fatigosa. ¡La disolución debería ser el premio de la vida!

Metí la pata hasta dentro.

Me llevé un buen chasco. Estábamos aún en la mesa, tras la cena. Sin responder, se levantó de la silla, vació su vaso y dijo:

—No es éste el momento de filosofar, ¡sobre todo contigo!

Y salió. Lo seguí displicente y pensé en quedarme con él para distraerlo de pensamientos tristes. Me alejó diciendo que le recordaba la muerte y sus placeres.

No podía olvidar el testamento hasta no habérmelo comunicado. Se acordaba de él cada vez que me veía. Una noche explotó:

—Debo decirte que he hecho testamento.

Para distraerlo de su pesadilla, vencí al instante la sorpresa que me produjo su comunicación y le dije:

—Yo no tendré nunca esa preocupación, porque… ¡espero que todos mis herederos mueran antes que yo!

Mi risa ante una cosa tan seria lo inquietó al instante y volvió a sentir el deseo de castigarme. Así le resultó fácil contarme la mala pasada que me había hecho al ponerme bajo tutela de Olivi.

Debo decirlo: me porté muy bien; renuncié a poner objeción alguna, con tal de librarlo de ese pensamiento, que le hacía sufrir. Declaré que, fuera cual fuese su última voluntad, la aceptaría.

—Tal vez —añadí— sepa comportarme de un modo que te induzca a cambiar tu última voluntad.

Eso le gustó, porque, además, veía que yo le atribuía una vida larga, mejor dicho, larguísima. No, obstante, quiso que le jurara incluso que, si él no disponía otra cosa, yo no intentaría nunca reducir las atribuciones de Olivi. Lo juré, en vista de que no quiso contentarse con mi palabra de honor. Fui tan bueno entonces, que, cuando me tortura el remordimiento de no haberlo amado bastante antes de que muriera, siempre vuelvo a evocar esa escena. Para ser sincero, debo decir que la resignación ante sus disposiciones me resultó fácil porque en aquella época la idea de verme obligado a no trabajar no me desagradaba.

Un año, más o menos, antes de su muerte, supe intervenir por una vez con bastante energía en favor de su salud. Me había confiado que no se encontraba bien y yo lo obligué a ir a un médico, a cuya consulta lo acompañé incluso. Le recetó unas medicinas y nos dijo que volviéramos a verlo unas semanas después. Pero mi padre no quiso hacerlo: declaró que odiaba a los médicos tanto como a los sepultureros y ni siquiera tomó las medicinas prescritas, porque también éstas le recordaban a los médicos y los sepultureros. Estuvo un par de horas sin fumar y dejó de beber vino en una sola comida. Se sintió muy bien, cuando pudo librarse de la cura, y yo, al verlo más alegre, no volví a pensar en ello.

Después lo vi a veces triste. Pero me habría asombrado verlo alegre, estando como estaba viejo y solo.

Una noche de fines de marzo llegué a casa un poco más tarde que de costumbre. No había pasado nada: había caído en manos de un amigo docto que había querido confiarme algunas ideas suyas sobre los orígenes del cristianismo. Era la primera vez que me hacían pensar en esos orígenes, y, sin embargo, resistí la larga conferencia para complacer a mi amigo. Lloviznaba y hacía frío. Todo estaba desagradable y sombrío, incluidos los griegos y los hebreos de que hablaba mi amigo, pero resistí aquel sufrimiento por dos buenas horas. ¡Mi debilidad habitual! Apuesto a que aún hoy soy tan incapaz de resistencia, que si alguien se lo propusiera en serio, podría inducirme a estudiar astronomía por un tiempo.

Entré en el jardín que rodea nuestra villa. Se llegaba a ella por una corta calzada. Maria, nuestra camarera, me esperaba a la ventana y, al oír que me acercaba, gritó en la obscuridad:

—¿Es usted, señor Zeno?

Maria era una de esas criadas que ya no se encuentran. Hacía unos quince años que trabajaba con nosotros. Ingresaba cada mes en la Caja de Ahorros una parte de su paga para su vejez, ahorros que, sin embargo, no le sirvieron porque murió en nuestra casa, sin dejar de trabajar, poco después de mi matrimonio.

Me contó que mi padre había vuelto a casa hacía unas horas, pero que no había querido cenar hasta que yo llegara. Cuando ella había insistido para que cenara, la había mandado con viento fresco. Después había preguntado por mí varias veces, inquieto y ansioso. Maria me dio a entender que pensaba que mi padre no se encontraba bien. Le atribuía dificultad de palabra y respiración entrecortada. Debo decir que, por encontrarse siempre sola con él, con frecuencia se le metía en la cabeza la idea de que estaba enfermo. Tenía pocas cosas que observar, la pobre mujer, en la casa solitaria y —tras la experiencia que había tenido con mi madre— esperaba ver morir a todos antes que ella.

Corrí al comedor con cierta curiosidad y aún no preocupado. Mi padre se levantó al instante del sofá en que estaba tumbado y me recibió con gran alegría, que no pudo conmoverme porque me pareció ver en ella ante todo una expresión de reproche. Pero de momento bastó para tranquilizarme porque la alegría me pareció señal de salud.

No descubrí rastro alguno de ese balbuceo y respiración entrecortada de que había hablado Maria. Pero, en lugar de hacerme reproches, se excusó por haberse mostrado testarudo.

—¿Qué quieres? —me dijo bondadoso—. Estamos los dos solos en este mundo y quería verte antes de acostarme.

¡Ojalá me hubiera comportado con sencillez y hubiese estrechado entre los brazos a mi querido papá que por enfermedad se había vuelto tan afable y afectuoso! En cambio, me puse a hacer un diagnóstico frío: ¿tanto se había ablandado el viejo Silva? ¿Estaría enfermo? Lo miré con desconfianza y no se me ocurrió otra cosa mejor que hacerle un reproche:

—Pero ¿por qué has esperado hasta ahora para cenar? Podías cenar, ¡y después esperarme!

Se rió como un joven:

—Se come mejor acompañado.

Esa alegría podía ser también señal de buen apetito: me tranquilicé y me puse a cenar. Con sus zapatillas de andar por casa y paso inseguro, se acercó a la mesa y ocupó su sitio habitual. Después se puso a mirarme comer; en cambio, él, tras un par de cucharadas escasas, no comió nada más e incluso apartó de sí el plato, que le repugnaba. Pero en su anciano rostro seguía dibujada la sonrisa. Sólo recuerdo, como si se tratara de algo ocurrido ayer, que un par de veces que lo miré a los ojos apartó su mirada de la mía. Se dice que eso es señal de falsedad, pero ahora yo sé que es señal de enfermedad. El animal enfermo no deja mirar en los agujeros por los que podría percibirse la enfermedad, la debilidad.

Seguía esperando que le contase cómo había empleado las largas horas en que me había esperado. Y, al ver que le interesaba tanto, dejé de comer por un instante y le dije, muy seco, que había estado hablando a esas horas de los orígenes del cristianismo.

Me miró dubitativo y perplejo.

—¿También tú piensas ahora en la religión?

Era evidente que le habría dado un gran consuelo, si hubiera aceptado pensar en ella con él. En cambio, yo, que mientras mi padre estaba vivo me sentía combativo (y después ya no), respondí con una de esas frases habituales que se oyen todos los días en los cafés situados cerca de la Universidad:

—Para mí la religión no es sino un fenómeno cualquiera que hay que estudiar.

—¿Fenómeno? —dijo, desconcertado. Buscó una respuesta rápida y abrió la boca para darla. Después vaciló y miró el segundo plato, que justo entonces le ofreció Maria y que no tocó. Después, para mejor taparse la boca, se metió en ella un trozo de puro que encendió y dejó apagarse al instante. Se había concedido así una pausa para reflexionar tranquilo. Por un instante me miró decidido:

—¿No pretenderás reírte de la religión?

Yo, como el perfecto estudiante gandul que siempre he sido, respondí con la boca llena:

—¡De reír, nada! ¡Yo estudio!

Se calló y miró largo rato el trozo de puro que había dejado sobre un plato. Ahora comprendo poiqué me había dicho eso. Ahora comprendo todo lo que pasó por aquella mente ya nublada, y me sorprende no haber comprendido nada. Creo que entonces faltaba en mi ánimo el afecto que hace entender tantas cosas. ¡Después me fue tan fácil! Él eludía afrontar mi escepticismo: una lucha demasiado difícil en aquel momento; pero creía poder atacarlo suavemente de flanco, como correspondía a un enfermo. Recuerdo que, cuando habló tenía la respiración entrecortada y balbuceaba. Es muy fatigoso prepararse para un combate. Pero pensaba que no se resignaría a acostarse sin poner los puntos sobre las íes y me preparé para una discusión que luego no se produjo.

—Yo —dijo, sin dejar de mirar su trozo de puro, ya apagado, siento que mi experiencia y mi conocimiento de la vida son grandes. No se viven en vano tantos años. Sé muchas cosas y, por desgracia, no sé enseñártelas todas como me gustaría. ¡Oh, cuánto me gustaría! Veo dentro de las cosas, y hasta veo lo que es justo y también lo que no lo es.

No era posible la discusión. Poco convencido y sin dejar de comer, farfullé:

—Sí, papá.

No quise ofenderlo.

—Lástima que hayas venido tan tarde. Antes estaba menos cansado y habría podido decirte muchas cosas.

Pensé que quería fastidiarme por haber llegado tarde y le propuse dejar esa discusión para el día siguiente.

—No es una discusión —respondió ido—, sino algo muy distinto. Algo que no se puede discutir y que sabrás tú también cuando te lo haya dicho. Pero ¡es difícil decirlo!

Entonces me asaltó una duda:

—¿No te encuentras bien?

—No puedo decir que me encuentre mal, pero estoy muy cansado y me voy a ir a dormir en seguida.

Tocó la campanilla y al mismo tiempo llamó a Maria. Cuando ésta llegó, él le preguntó si todo estaba listo en su habitación. Luego se puso en marcha al instante arrastrando las zapatillas. Al llegar junto a mí, inclinó la cabeza para ofrecer la mejilla a mi beso de todas las noches.

Al verlo moverse tan inseguro, sospeché de nuevo que se encontraba mal y se lo pregunté. Repetimos los dos varias veces las mismas palabras y me confirmó que estaba cansado, pero no enfermo. Después añadió:

—Ahora voy a pensar en las palabras que te diré mañana. Verás cómo te convencerán.

—Papá —dije, conmovido—, te escucharé con gusto.

Al verme tan dispuesto a someterme a su experiencia, vaciló a la hora de dejarme: ¡había que aprovechar un momento tan favorable! Se pasó la mano por la frente, se sentó en la silla sobre la que se había apoyado para presentarme la mejilla al beso. Jadeaba ligeramente.

—¡Es curioso! —dijo—. No sé qué decirte, la verdad.

Miró a su alrededor como si buscara fuera lo que no lograba aferrar en su interior.

—Y, sin embargo, sé tantas cosas; mejor dicho, sé todas las cosas. Debe de ser resultado de mi propia experiencia.

No sufría tanto por no saber expresarse, ya que sonrió ante su propia fuerza, su propia grandeza.

No sé por qué no llamé al doctor al instante. En cambio —debo confesarlo con dolor y remordimiento—, consideré las palabras de mi padre dictadas por una presunción que creía haber comprobado varias veces en él. Sin embargo, no podía escapárseme la evidencia de su debilidad y sólo por eso no discutí. Me agradaba verlo feliz con su ilusión de ser tan fuerte, cuando, en realidad, era debilísimo. Además, me halagaba el afecto que me demostraba al manifestar el deseo de transmitirme la ciencia que creía poseer, aun sabiendo que no podía aprender nada de él. Y para halagarlo y tranquilizarlo le conté que no debía esforzarse por dar en seguida con las palabras que no le salían, porque en aprietos semejantes los científicos dejaban las cosas demasiado complicadas en algún rincón del cerebro para que se simplificaran solas.

Él respondió:

—Lo que yo busco no tiene nada de complicado. Al contrario, se trata de encontrar una palabra, una sola, ¡y la encontraré! Pero esta noche, no, porque voy a dormir de un tirón, sin pensar en nada.

Sin embargo, no se levantó de la silla. Vacilando y mirándome fijo a la cara por un instante, me dijo:

—Temo que no sabré decirte lo que pienso, sólo porque tú tienes la costumbre de reírte de todo.

Me sonrió como si quisiera rogarme que no me ofendiese por sus palabras, se levantó de la silla y me ofreció por segunda vez la mejilla. Yo renuncié a discutir y a convencerlo de que en este mundo había muchas cosas de las que se podía y debía reír y quise tranquilizarlo con un fuerte abrazo. Tal vez mi gesto fuera demasiado torpe, porque se separó de mí con mayor jadeo que antes, pero, desde luego, entendió mi afecto, porque me saludó amistoso con la mano.

—¡Me voy a la cama! —dijo, alegre, y salió seguido de María.

Y, al quedarme solo (¡cosa también extraña!), no pensé en la salud de mi padre, sino que, conmovido y —puedo asegurarlo— con todo el respeto filial, deploré que una inteligencia así, que apuntaba a metas altas, no hubiera encontrado la posibilidad de un cultivo mejor. Hoy, al escribir estas líneas, próximo a la edad alcanzada por mi padre, sé con certeza que un hombre puede tener la sensación de poseer una inteligencia poderosísima, aunque ésta no dé otra señal de sí que esa intensa sensación. Ahí está: se respira profundo y se acepta y se admira toda la naturaleza como es y como, inmutable, se nos ofrece; con eso se manifiesta la misma inteligencia que quiso la Creación entera. En el caso de mi padre, no hay duda de que en el último instante lúcido de su vida su sensación de inteligencia fue consecuencia de una inspiración religiosa inesperada, hasta el punto de que se decidió a hablarme de ella porque, según le había contado yo, me había ocupado de los orígenes del Cristianismo. Sin embargo, ahora sé que esa sensación era el primer síntoma del edema cerebral.

Maria vino a quitar la mesa y a decirme que mi padre se había quedado dormido al instante. Así, que me fui yo también a dormir sin la menor preocupación. Fuera el viento soplaba y ululaba. Lo oía desde mi cálida cama como una nana que se fue alejando poco a poco de mí, porque me hundí en el sueño.

No sé por cuánto tiempo dormí. Me despertó Maria. Al parecer, había venido varias veces a mi habitación para llamarme y después se había ido corriendo. En mi profundo sueño experimenté primero una agitación, después vislumbré a la vieja que daba saltos por la habitación y por fin comprendí. Quería despertarme, pero, cuando lo consiguió, ya no se encontraba en mi habitación. El viento seguía cantándome la canción de cuna y, a decir verdad, debo confesar que fui a la habitación de mi padre malhumorado por haberme visto arrancado de mi sueño. Recordaba que Maria veía siempre a mi padre en peligro. ¡Pobre de ella si esa vez no estaba enfermo!

La habitación de mi padre era pequeña y tenía demasiados muebles. A la muerte de mi madre, para mejor olvidar, se había cambiado a un cuarto más pequeño y se había llevado consigo todos sus muebles. La habitación, iluminada débilmente por una llamita de gas colocada sobre la mesilla de noche, muy baja, estaba toda en penumbra. Maria sostenía a mi padre, que yacía boca arriba, pero con parte del busto sobresaliendo de la cama. La luz cercana daba un tono rojizo a la cara de mi padre, cubierta de sudor. Tenía la cabeza apoyada en el fiel pecho de Maria. Aullaba de dolor y la boca estaba tan inerte, que la saliva le caía por la barbilla. Miraba inmóvil la pared de enfrente y no se volvió, cuando entré.

María me contó que había oído su lamento y había llegado a tiempo para impedirle caer de la cama. Antes —aseguraba— había estado más agitado, pero, si bien ahora le parecía relativamente tranquilo, no se habría arriesgado a dejarlo solo. Tal vez quisiera disculparse por haberme llamado, cuando yo ya había comprendido que había hecho bien en despertarme. Mientras me hablaba, lloraba, pero yo no la acompañé aún en el llanto e incluso le ordené guardar silencio y no aumentar con sus lamentos el espanto de ese instante. Yo aún no había comprendido todo. La pobre hizo todos los esfuerzos posibles para contener los sollozos.

Me acerqué al oído de mi padre y grité:

—¿Por qué te lamentas, papá? ¿Te encuentras mal?

Creo que oía, porque su gemido se volvió más débil y desvió la mirada de la pared de enfrente como si intentara verme; pero no llegó a dirigirla hacia mí. Varias veces le grité al oído la misma pregunta y siempre con el mismo resultado. Mi actitud viril desapareció al instante. Mi padre, en ese momento, estaba más cerca de la muerte que de mí, porque ya no percibía mi grito. Fui presa del espanto y recordé antes que nada todas las palabras que habíamos cambiado la noche anterior. Pocas horas después se había puesto en camino para ver quién de los dos tenía razón. ¡Qué curioso! Mi dolor iba acompañado del remordimiento. Oculté la cabeza en la propia almohada de mi padre y lloré desesperado, lanzando los sollozos que poco antes había reprochado a María.

Ahora le tocaba a ella calmarme, pero lo hizo de modo extraño. Me exhortaba a la calma, pero hablando de mi padre, que aún gemía con los ojos demasiado abiertos incluso, como de un hombre muerto.

—¡Pobrecito! —decía—. ¡Morir así! Con esa poblada y hermosa cabellera. La acariciaba. Era cierto. La cabeza de mi padre estaba coronada por una cabellera poblada y ensortijada, mientras que a mí, con treinta años, ya me quedaban pocos cabellos.

No recordé que en este mundo existían los médicos y que, según se supone, a veces traen la salvación. Yo había visto ya la muerte en ese rostro alterado por el dolor y había perdido las esperanzas. Fue Maria la primera en hablar del médico y después fue a despertar al jardinero para enviarlo a la ciudad.

Me quedé solo sosteniendo a mi padre durante unos diez minutos que me parecieron una eternidad. Recuerdo que procuré comunicar a mis manos, que tocaban aquel cuerpo torturado, toda la dulzura que había invadido mi corazón. Las palabras no podía oírlas. ¿Cómo podía darle a entender que lo amaba tanto?

Cuando llegó el jardinero, me dirigí a mi habitación para escribir una nota y me resultó difícil redactar esas cuatro letras que debían dar al doctor una idea del caso para que pudiera traer consigo algunos medicamentos. No dejaba de ver delante de mí la muerte segura e inminente de mi padre y me preguntaba: «¿Qué voy a hacer yo ahora en este mundo?».

Después siguieron largas horas de espera. Recuerdo con bastante exactitud aquellas horas. Después de la primera ya no fue necesario sostener a mi padre, que yacía sin sentido en la cama. Su gemido había cesado, su insensibilidad era absoluta. Respiraba con una rapidez que yo, casi inconscientemente, imitaba. No podía respirar largo tiempo a ese ritmo y me concedía descansos con la esperanza de arrastrar al enfermo conmigo al reposo. Pero él corría incansable. En vano intentamos hacerle tomar una cucharada de té. Su inconsciencia disminuía cuando se trataba de defenderse de nuestra intervención. Cerraba los dientes, decidido. Aun inconsciente, seguía acompañado de su indomable obstinación. Mucho antes del alba, su respiración cambió de ritmo. Se agrupó en períodos iniciados con algunas respiraciones lentas, que habrían parecido las de un hombre sano, a las cuales seguían otras rápidas, que se detenían en una pausa larga, espantosa, que a Maria y a mí nos parecía el anuncio de la muerte. Pero el período se reanudaba siempre casi igual, un período musical de una tristeza infinita, carente de color. Esa respiración que no fue siempre igual, pero siempre ruidosa, se convirtió en parte de aquella habitación. Desde entonces, ¡siguió en ella durante mucho tiempo!

Pasé algunas horas echado en un sofá, mientras Maria se quedaba sentada junto a la cama. En ese sofá derramé mis lágrimas más ardientes. El llanto empaña nuestras culpas y permite acusar, sin objeciones, al destino. Lloraba porque perdía el padre para el cual había vivido siempre. Poco importaba que le hubiera hecho poca compañía. ¿Acaso no había hecho mis esfuerzos para mejorar con el fin de darle satisfacción a él? El éxito que anhelaba debía ser mi motivo de orgullo ante él, que siempre había dudado de mí, pero también su consuelo. Y, en cambio, ahora ya no podía esperarme y se iba convencido de mi incurable debilidad sin remedio. Mis lágrimas eran amarguísimas.

Al escribir, o, mejor dicho, al grabar sobre el papel tales recuerdos dolorosos, descubro que la imagen que me obsesionó al primer intento de ver en mi pasado, esa locomotora que arrastra una serie de vagones cuesta arriba, me vino por primera vez al escuchar desde aquel sofá la respiración de mi padre. Así van las locomotoras que arrastran pesos enormes: emiten bufidos regulares que después se aceleran y acaban en una pausa, amenazadora también, porque quien escucha puede temer ver la máquina y su tren precipitarse cuesta abajo. ¡Es la verdad! Mi primer esfuerzo para recordar me había transportado a aquella noche, a los momentos más importantes de mi vida.

El doctor Coprosich llegó a la villa, cuando aún no había amanecido, acompañado de un enfermero que traía una caja de medicinas. Había tenido que venir a pie porque, a causa del violento huracán, no había encontrado un coche.

Lo recibí llorando y él me trató con gran dulzura, al tiempo que me animaba a tener esperanza. Y, sin embargo, debo decir que, después de aquel encuentro, pocos hombres hay en el mundo que me inspiren antipatía tan viva como el doctor Coprosich. Aún vive, decrépito y rodeado del aprecio de toda la ciudad. Aun ahora, cuando lo veo caminar tan debilitado e inseguro por las calles en busca de un poco de actividad y de aire, siento renacer en mí la aversión.

Entonces el doctor tendría poco más de cuarenta años. Se había dedicado intensamente a la medicina legal y, aunque era conocido su patriotismo italiano, las autoridades imperiales le encargaban los exámenes periciales más importantes. Era un hombre delgado y nervioso, de rostro insignificante prolongado por la calvicie, con lo que la frente parecía anchísima. Otro defecto le confería importancia: cuando se quitaba las gafas (y lo hacía siempre que quería meditar), sus ojos miopes miraban a un lado o por encima de su interlocutor y tenían el curioso aspecto de los ojos, carentes de color, de una estatua, amenazadores o, tal vez, irónicos. Entonces eran ojos desagradables. Si tenía que decir aunque fuera una sola palabra, volvía a colocarse las gafas sobre la nariz y, mira por dónde, sus ojos volvían a ser los de un buen burgués cualquiera que examina con cuidado las cosas de que habla.

Se sentó en la antecámara y descansó unos minutos. Me pidió que le contara exactamente lo que había ocurrido desde la primera alarma hasta su llegada. Se quitó las gafas y clavó sus extraños ojos en la pared que había detrás de mí.

Intenté ser exacto, lo que no fue fácil, dado el estado en que me encontraba. Recordaba también que el doctor Coprosich no toleraba que las personas que no sabían de medicina usaran términos médicos como si supiesen algo de esta materia. Y cuando llegué a hablar de la que me había parecido «respiración cerebral», se puso las gafas para decirme:

—Déjese de definiciones. Luego veremos de qué se trata.

También había hablado de la extraña conducta de mi padre, de su ansia de verme, de su prisa por acostarse. No le referí las palabras extrañas de mi padre: tal vez temiera verme obligado a decir algo sobre las respuestas que entonces le había dado. Sin embargo, le conté que papá no lograba expresarse con precisión y que parecía pensar intensamente en algo que le rondaba por la cabeza y que no conseguía formular. El doctor, con las gafas sobre la nariz y todo, exclamó triunfal:

—¡Sé lo que le rondaba por la cabeza!

Yo también lo sabía, pero no lo dije para no irritar al doctor Coprosich: eran los edemas.

Fuimos junto a la cama del enfermo. Con la ayuda del enfermero, dio vueltas y más vueltas a aquel pobre cuerpo, inerte durante un tiempo que me pareció larguísimo. Lo auscultó y lo exploró. Intentó que el paciente lo ayudara, pero fue en vano.

—¡Basta! —dije en determinado momento.

Se me acercó con las gafas en la mano mirando al suelo y, con un suspiro, me dijo:

—¡Tenga valor! Es un caso gravísimo.

Fuimos a mi habitación, donde se lavó hasta la cara.

Así, pues, estaba sin gafas y, cuando alzó la cabeza para secarla, parecía la cabecita de un amuleto hecha por manos inexpertas. Recordó habernos visto unos meses antes y expresó su asombro por que no hubiésemos vuelto a verlo. Más aún: creía que lo habíamos sustituido por otro médico; entonces había dejado bien claro que mi padre necesitaba un tratamiento. Cuando hacía reproches, así, sin gafas, era terrible. Había alzado la voz y quería explicaciones. Sus ojos las buscaban por todos lados.

Desde luego, tenía razón y yo merecía los improperios. Debo decir aquí que no es por esas palabras por las que odio al doctor Coprosich. Me disculpé contándole la aversión de mi padre hacia los médicos y las medicinas; hablaba llorando y el doctor, con generosa bondad, intentó calmarme diciéndome que, si hubiéramos recurrido a él, su ciencia habría podido como máximo retrasar la catástrofe que presenciábamos, pero no impedirla.

Pero, como siguió indagando sobre los precedentes de la enfermedad, tuvo nuevos motivos de reproche para mí. Quería saber si mi padre se había quejado en esos últimos meses de sus condiciones de salud, de su apetito y de su sueño. No supe decirle nada preciso; ni siquiera si mi padre había comido mucho o poco en aquella mesa en que nos sentábamos juntos cada día. La evidencia de mi culpa me aterró, pero el doctor no insistió en sus preguntas. Le conté que Maria lo veía siempre moribundo y que, por eso, me burlaba de ella.

Estaba limpiándose las orejas y mirando hacia arriba.

—Dentro de dos horas probablemente recupere la conciencia, al menos en parte —dijo.

—Entonces, ¿hay esperanza? —exclamé yo.

—¡Ninguna! —respondió con sequedad—. Pero las sanguijuelas no dejan de surtir efecto en un caso así. Seguro que recuperará un poco la conciencia, tal vez para enloquecer.

Se encogió de hombros y colocó en su sitio la toalla. Aquel encogimiento de hombros significaba un desdén por su propia obra y me animó a hablar. Yo era presa del terror ante la idea de que mi padre pudiese recuperarse de su inconsciencia para verse morir, pero si no lo hubiera visto encogerse de hombros no habría tenido valor para decirlo.

—¡Doctor! —supliqué—. ¿No le parece que sería una mala acción hacerlo volver en sí?

Estallé en llanto. Mis nervios alterados seguían incitándome a llorar, pero me abandonaba al llanto sin resistencia para mostrar mis lágrimas y hacerme perdonar por el doctor el juicio que me había atrevido a dar de su obra.

Con gran bondad me dijo:

—Vamos, vamos, cálmese. La conciencia del enfermo no será en ningún momento tan clara como para hacerle comprender su estado. No es médico. Bastará con no decirle que está moribundo, y no lo sabrá. Ahora bien, puede ocurrir algo peor: podría enloquecer. Pero he traído conmigo la camisa de fuerza y el enfermero se quedará aquí.

Más espantado que nunca, le supliqué que no le aplicara las sanguijuelas. Entonces me contó, con toda calma, que el enfermero debía de habérselas aplicado ya porque se lo había ordenado antes de abandonar la habitación de mi padre. Entonces me enfurecí. ¿Podía haber una acción más perversa que la de hacer volver en sí a un enfermo, sin tener la menor esperanza de salvarlo, sino sólo la de exponerlo a la desesperación o al riesgo de tener que soportar —¡con aquel jadeo!— la camisa de fuerza? Con toda violencia, pero sin dejar de acompañar mis palabras con aquel llanto que solicitaba indulgencia, declaré que me parecía una crueldad inaudita no dejar morir en paz a quien estaba definitivamente condenado.

Yo odio a ese hombre porque entonces se enfureció conmigo. Eso es lo que nunca he podido perdonarle. Se agitó tanto, que olvidó ponerse las gafas y, sin embargo, descubrió el punto exacto en que se encontraba mi cabeza para clavar en ella sus terribles ojos. Según me dijo, le parecía que yo quería cortar hasta ese tenue hilo de esperanza que aún había. Me lo dijo exactamente así, despiadado.

El conflicto era inminente. Llorando y gritando, objeté que pocos minutos antes él mismo había excluido la menor esperanza de salvación para el enfermo. ¡Mi casa y quienes en ella vivían no debían servir para experimentos para los cuales había otros lugares en el mundo!

Con gran severidad y una calma que la volvía casi amenazadora, me respondió:

—Yo le he explicado el estado de la ciencia en ese instante. Pero ¿quién es capaz de decir lo que puede ocurrir dentro de media hora o de aquí a mañana? Manteniendo con vida a su padre he dejado abierto el camino para todas las posibilidades.

Entonces se puso las gafas y, con su aspecto de empleado pedante, añadió otras explicaciones interminables sobre la importancia que podía tener la intervención del médico en el destino económico de una familia. Media hora de vida más podía decidir el destino de un patrimonio.

Ahora yo lloraba también porque sentía compasión de mí mismo por tener que estar escuchando tales cosas en un momento así. Estaba agotado y dejé de discutir. Al fin y al cabo, ¡va le habían aplicado las sanguijuelas!

El médico es una autoridad cuando se encuentra junto a la cama de un enfermo y yo tuve toda clase de consideraciones con el doctor Coprosich. Hasta el punto de que no me atreví a proponer una consulta, cosa que me reproché por muchos años. Ahora hasta ese remordimiento ha muerto junto a todos mis demás sentimientos de que hablo aquí con la frialdad con que contaría acontecimientos sucedidos a un extraño. En mi corazón, de aquellos días no queda otro residuo que la antipatía por aquel médico que aún se obstina en vivir.

Después volvimos junto a la cama de mi padre. Lo encontramos dormido y tendido sobre el costado derecho. Le habían puesto un pañuelo sobre la sien para cubrir las heridas producidas por las sanguijuelas. El doctor quiso comprobar al instante si había aumentado su conciencia y le gritó a los oídos. El enfermo no reaccionó en absoluto.

—¡Mejor así! —dije con gran valor, pero sin dejar de llorar.

—¡El efecto no puede dejar de producirse! —respondió el doctor—. ¿No ve que la respiración ya se ha modificado?

En efecto, rápida y fatigada, la respiración ya no formaba esos períodos que me habían espantado.

El enfermero dijo algo al médico, quien asintió. Se trataba de probar al enfermo la camisa de fuerza. Sacaron ese instrumento de la maleta y alzaron a mi padre y lo obligaron a permanecer sentado. Entonces el enfermo abrió los ojos: estaban nublados, aún no se habían abierto a la luz. Yo seguí sollozando, temiendo que al instante miraran y viesen todo. En cambio, cuando la cabeza del enfermo volvió sobre la almohada, esos ojos se cerraron de nuevo, como los de ciertas muñecas.

El doctor exclamó triunfante:

—¡Cómo ha cambiado!

Sí: ¡había cambiado! Para mí no era sino una grave amenaza. Con fervor besé a mi padre en la frente y, para mis adentros, le deseé:

—¡Oh, duerme! ¡Duerme hasta llegar al sueño eterno!

Así es como deseé a mi padre la muerte, pero el doctor no lo adivinó, porque rae dijo bondadoso:

—¡También a usted le da gusto ahora verlo volver en sí!

Cuando el doctor se marchó, había despuntado el alba. Un alba oscura, vacilante. El viento, que aún soplaba a ráfagas, me pareció menos violento, aun cuando siguiera agitando la nieve helada.

Acompañé al doctor hasta el jardín. Exageraba los actos de cortesía para que no adivinara mi odio. Mi rostro sólo revelaba consideración y respeto. Sólo cuando lo vi alejarse por el sendero que conducía a la salida de la villa, me permití una mueca de disgusto que me alivió por el esfuerzo realizado. Pequeño y negro en medio de la nieve, se tambaleaba y se detenía, al levantarse una ráfaga, para mejor resistirla. No me bastó aquella mueca y sentí la necesidad de otros actos violentos, después de tanto esfuerzo. Caminé unos minutos por el sendero, en pleno frío, con la cabeza descubierta, pisando furioso la nieve. Ahora bien, no sé si tamaña ira iba dirigida al doctor o a mí mismo. Ante todo a mí mismo, a mí que había deseado la muerte de mi padre y que me había atrevido a decirlo. Mi silencio convertía ese deseo mío, inspirado en el más puro afecto filial, en un auténtico crimen que me pesaba horriblemente.

El enfermo seguía dormido. Sólo dijo dos palabras que yo no entendí, pero en el tono de conversación más tranquilo, cosa extrañísima porque interrumpió su respiración, que seguía tan rápida, tan lejana de la calma. ¿Se acercaba a la conciencia o a la desesperación?

Maria estaba ahora sentada junto a la cama y al lado del enfermero. Éste me inspiró confianza y sólo me desagradó su exagerada minuciosidad. Se opuso a la propuesta de Maria de hacer tomar al enfermo Una cucharada de caldo, que ella consideraba un buen fármaco. Pero el médico no había hablado de caldo y el enfermero quiso que esperáramos a su regreso para decidir una acción tan importante. Habló en tono más imperioso de lo que requería el caso. La pobre Maria no insistió y yo tampoco. Sin embargo, hice otra mueca de desagrado.

Me convencieron para que me acostase porque debía pasar la noche con el enfermero y asistir al enfermo, junto al cual bastaban dos personas; uno podía reposar en el sofá. Me acosté y me quedé dormido al instante, con pérdida de la conciencia completa y agradable y —estoy seguro— no interrumpida por asomo de sueño alguno.

En cambio, anoche, tras haber pasado parte de la jornada de ayer recogiendo estos recuerdos míos, tuve un sueño vivísimo, que, con enorme salto, me transportó a aquellos días. Volvía a verme con el doctor en la misma habitación donde habíamos discutido sobre las sanguijuelas y camisas de fuerza, en esa habitación que ahora tiene aspecto muy distinto porque es el dormitorio mío y de mi mujer. Yo enseñaba al doctor el modo de cuidar y curar a mi padre, mientras que él (no viejo y decrépito como ahora, sino fuerte y nervioso como era), con las gafas en la mano y los ojos desorientados, gritaba airado que no valía la pena hacer tantas cosas. Decía esto exactamente: «¡Las sanguijuelas lo devolverían a la vida y al dolor y no hay que aplicárselas!». En cambio, yo daba puñetazos sobre un libro de medicina y gritaba: «¡Las sanguijuelas! ¡Quiero las sanguijuelas! ¡Y también la camisa de fuerza!».

Al parecer, mi sueño fue ruidoso, pues mi mujer lo interrumpió despertándome. ¡Sombras lejanas! Yo creo que para veros hace falta un auxilio óptico y éste es el que os invierte.

Mi sueño tranquilo es el último recuerdo de aquella jornada. Después siguieron largos días en los que cada hora se parecía a las demás. El tiempo había mejorado; decían que había mejorado también el estado de mi padre. Se movía libremente por la habitación y había comenzado su carrera en busca de aire, de la cama a la tumbona. A través de las ventanas cerradas miraba unos instantes el jardín cubierto de nieve que deslumbraba al sol. Cada vez que entraba yo en aquella habitación estaba dispuesto a nublar aquella conciencia que Coprosich esperaba. Pero mi padre demostraba oír y entender mejor, si bien la conciencia seguía alejada.

Por desgracia, debo confesar que junto al lecho de muerte de mi padre albergué un gran rencor, que, cosa extraña, se unió a mi dolor y lo falsificó. Dicho rencor iba dirigido antes que nada a Coprosich y aumentaba con mi esfuerzo por ocultarlo. También hacia mí, que no sabía reanudar la discusión con el doctor para decirle con claridad que me importaba, un comino su ciencia y que deseaba a mi padre la muerte, con tal de que se librara del dolor.

Hasta por el enfermo acabé sintiendo rencor. Quien haya estado durante días y semanas junto a un enfermo inquieto y sin poder hacer de enfermero y, por tanto, espectador pasivo de todo lo que los demás le hacen, me entenderá. Además, yo habría necesitado un gran descanso para aclararme el ánimo e incluso regular y tal vez saborear mi dolor por mi padre y por mí. En cambio, tenía que luchar para hacerle tomar la medicina y ahora para impedirle salir de la habitación. La lucha produce siempre rencor.

Una noche, Carlo, el enfermero, me llamó para que viera un nuevo progreso en mi padre. Corrí con el corazón en un puño ante la idea de que el viejo pudiera darse cuenta de su enfermedad y reprochármela.

Mi padre estaba en medio de la habitación de pie, vestido sólo con la ropa interior y en la cabeza el gorrito de noche de seda roja. Aunque seguía jadeando mucho, de vez en cuando decía alguna palabra con sentido. Cuando entré, dijo a Carlo:

—¡Abre!

Quería que abriera la ventana. Carlo respondió que no podía hacerlo por el mucho frío que hacía. Y mi padre olvidó por un rato su petición. Fue a sentarse en una tumbona junto a la ventana y se estiró en ella en busca de alivio. Cuando me vio, sonrió y me preguntó:

—¿Has dormido?

No creo que percibiese mi respuesta. No era ésa la conciencia que yo había temido tanto. Cuando alguien está muriendo, tiene otras cosas que hacer que pensar en la muerte. Todo su organismo estaba dedicado a respirar. Y, en lugar de escucharme, gritó de nuevo a Carlo:

—¡Abre!

No encontraba reposo. Dejaba la tumbona para ponerse de pie. Después, con gran fatiga y la ayuda del enfermero, se acostaba en la cama echándose primero por un instante sobre el costado izquierdo y un instante después sobre el derecho, sobre el que podía resistir unos minutos. Invocaba de nuevo la ayuda del enfermero para volverse a poner de pie y acababa volviendo a la tumbona donde a veces se quedaba por un poco más de tiempo.

Ése día, al pasar de la cama a la tumbona, se detuvo ante el espejo, se miró y murmuró:

—¡Parezco un mexicano!

Creo que para romper la horrenda monotonía de aquella carrera de la cama a la tumbona intentó ese día fumar. Llegó a llenar la boca con una sola calada, que al instante expulsó jadeando.

Carlo me había llamado para que presenciara un instante de conciencia clara en el enfermo.

—Así, ¿que estoy gravemente enfermo? —había preguntado con angustia. Conciencia tan lúcida no volvió a presentarse. En cambio, poco después tuvo un momento de delirio. Se levantó de la cama y creyó haberse despertado tras una noche de sueño en un hotel de Viena. Debió de soñar con Viena por el deseo de frescura en su boca ardiente, recordando el agua buena y helada que hay en esa ciudad. En seguida habló del agua buena que le esperaba en la próxima fuente.

Por lo demás, era un enfermo inquieto, pero dócil. Yo seguía teniendo miedo a verlo exasperarse, cuando hubiera comprendido su situación, y, por eso, su docilidad no llegaba a atenuar mi enorme fatiga, pero él aceptaba obediente cualquier propuesta que se le hiciera porque de todas esperaba poder verse salvado de su jadeo. El enfermero se ofreció a ir a buscarle un vaso de leche y él aceptó con auténtica alegría. Con la misma ansiedad con que esperó esa leche, quiso librarse de ella tras haber bebido un sorbito y, como no se vio complacido al instante, dejó caer el vaso al suelo.

El doctor no se dejaba engañar por el estado en que encontraba al enfermo. Cada día comprobaba una mejoría, pero veía inminente la catástrofe. Un día vino en coche y tuvo prisa por marcharse. Me recomendó convencer al enfermo para que se quedara acostado el mayor tiempo posible porque la posición horizontal era la mejor para la circulación. Se lo recomendó también a mi padre, quien entendió y, con aspecto inteligentísimo, lo prometió, si bien se quedó de pie en medio de la habitación y en seguida volvió a su distracción o, mejor, a lo que yo llamaba la meditación de su jadeo.

Durante la noche siguiente, tuve por última vez el terror de ver resurgir esa conciencia que tanto temía. Se había sentado en la tumbona junto a la ventana y, a través de los cristales, miraba en la noche clara el cielo todo estrellado. Su respiración seguía jadeante, pero no parecía que sufriese, absorto como estaba mirando hacia arriba. Tal vez a causa de la respiración, parecía que la cabeza hiciera señales de asentimiento.

Pensé con espanto: «Mira por dónde, se ocupa de los problemas que siempre evitó». Intenté descubrir el punto exacto del cielo en que tenía clavada la vista. Miraba, erguido, con el esfuerzo de quien espía a través de un agujero situado demasiado arriba. Me pareció que miraba las Pléyades. Tal vez en toda su vida no hubiera mirado durante tanto tiempo y a un punto tan lejano. De improviso, se volvió hacia mí, sin dejar de permanecer erguido.

—¡Mira! ¡Mira! —me dijo con severo aspecto de amonestación. Volvió a clavar la vista en el cielo y después se volvió de nuevo hacia mí—: ¿Has visto? ¿Has visto?

Intentó mirar de nuevo a las estrellas, pero no pudo: se abandonó exhausto sobre el respaldo de la tumbona y cuando yo le pregunté qué había querido mostrarme, no me entendió ni recordó haber visto ni haber querido que yo viera. La palabra que tanto había buscado para comunicármela se le había escapado para siempre.

La noche fue larga pero, debo confesarlo, no especialmente fatigosa para mí y el enfermero. Dejábamos hacer al enfermo lo que quisiera y él caminaba por la habitación con su extraño traje, totalmente inconsciente de esperar a la muerte. Una vez intentó salir al pasillo, donde hacía tanto frío. Yo se lo impedí y me obedeció al instante. En cambio, otra vez, el enfermero, que había oído la recomendación del médico, quiso impedirle que se levantara de la cama, pero entonces mi padre se rebeló. Salió de su estupor, se levantó llorando y renegando y yo conseguí que le dejaran en libertad para moverse como quería. Se calmó al instante y volvió a su vida silenciosa y a su inútil carrera en busca de alivio.

Cuando volvió el médico, se dejó examinar e intentó incluso respirar hondo, como le pedían. Después se volvió hacia mí:

—¿Qué dice?

Me abandonó por un momento, pero en seguida volvió a dirigirse a mí:

—¿Cuándo voy a poder salir?

El doctor, alentado por tamaña docilidad, me exhortó a decirle que se esforzase por permanecer más tiempo en la cama. Mi padre escuchaba sólo las voces a que estaba más habituado: la mía, la de María y la del enfermero. Yo no creía en la eficacia de esas recomendaciones, pero, aun así, lo hice poniendo tono de amenaza en la voz.

—Sí, sí —prometió mi padre, y en ese mismo instante se levantó y se fue a la tumbona.

El médico lo miró y, resignado, murmuró:

—Se ve que un cambio de posición le da un poco de alivio.

Poco después me encontraba en la cama, pero no pude pegar ojo. Miraba al porvenir intentando averiguar por qué y para quién podría continuar mis esfuerzos por mejorar. Lloré mucho, pero más por mí que por el desventurado que corría sin paz por su habitación.

Cuando me levanté, María fue a acostarse y yo me quedé a la cabecera de mi padre junto al enfermero. Me encontraba abatido y cansado; mi padre estaba más inquieto que nunca.

Entonces fue cuando se produjo la terrible escena que no olvidaré nunca y que empañó con su sombra mi valor, toda mi alegría. Para olvidar el dolor, fue necesario que mis sentimientos se debilitaran con los años.

El enfermero me dijo:

—Sería conveniente conseguir mantenerlo en la cama. ¡El doctor lo considera tan importante!

Hasta ese momento, yo había permanecido tumbado en el sofá. Me levanté y me acerqué a la cama donde, en ese momento, jadeando más que nunca, el enfermo se había acostado. Estaba decidido: iba a obligar a mi padre a permanecer media hora al menos en el reposo deseado por el médico. ¿Acaso no era ése mi deber?

Al instante mi padre intentó deslizarse hacia el borde de la cama para librarse de mi presión y levantarse. Con mano vigorosa apoyada en su hombro, se lo impedí mientras en voz alta e imperiosa le ordenaba no moverse. Por un instante, aterrorizado, obedeció. Después exclamó:

—¡Me muero!

Y se irguió. A mi vez, espantado al instante por su grito, aflojé la presión de mi mano. Por eso, pudo sentarse en el borde de la cama justo enfrente de mí. Pienso que entonces su ira aumentó al encontrarse —si bien sólo por un momento— impedido en sus movimientos y, desde luego, le pareció que yo le privaba del aire que tanto necesitaba, igual que le quitaba la luz por estar de pie delante de él, que estaba sentado. Con un esfuerzo supremo consiguió ponerse de pie, levantó la mano muy en alto, como si supiera que no podía comunicarle otra fuerza que la de su peso, y la dejó caer sobre mi mejilla. Después se derrumbó sobre la cama y de ella cayó al suelo. ¡Muerto!

Yo no sabía que estaba muerto, pero el corazón se me contrajo por el dolor del castigo que él, moribundo, había querido infligirme. Con la ayuda de Carlo, lo levanté y lo volví a colocar sobre la cama. Llorando, igual que un niño castigado, le grité al oído:

—¡No es culpa mía! ¡Fue ese maldito doctor que quería obligarte a estar tumbado!

Era una mentira. Después, también como un niño, añadí la promesa de no hacerlo más:

—Te dejaré moverte como quieras.

El enfermero dijo:

—Está muerto.

Tuvieron que alejarme a la fuerza de aquella habitación ¡Había muerto y yo no podía demostrarle mi inocencia!

En la soledad intenté serenarme. Razonaba: había que excluir la posibilidad de que mi padre, que no había recuperado la conciencia en ningún momento, hubiera podido decidir castigarme y dirigir la mano con tanta exactitud como para golpearme en la mejilla.

¿Cómo habría podido tener la certeza de que mi razonamiento era exacto? Pensé incluso en dirigirme a Coprosich. Él, como médico que era, habría podido decirme algo sobre la capacidad de un moribundo para decidir y actuar. ¡Hasta podía haber sido víctima de un acto provocado por un intento de facilitarse la respiración! Pero no hablé con el doctor Coprosich. Era imposible ir a revelarle cómo se había despedido mi padre de mí. ¡A él, que ya me había acusado de haber carecido de afecto por mi padre!

Otro grave golpe fue para mí oír a Carlo, el enfermero, contar por la noche, en la cocina, a María:

—El último acto del padre fue levantar muy en alto la mano y abofetear a su hijo.

Si Carlo lo sabía, Coprosich iba a saberlo también.

Cuando me dirigí a la habitación mortuoria, descubrí que habían vestido al cadáver. El enfermero debía de haberle peinado también la hermosa cabellera blanca. La muerte había ya vuelto rígido aquel cuerpo, que yacía soberbio y amenazante. Sus grandes manos, potentes, bien formadas, estaban lívidas, pero yacían con tal naturalidad, que parecían listas para agarrar y castigar. No quise, no pude, volver a verlo.

Después, en el entierro, conseguí recordar a mi padre débil y bueno, como lo había conocido siempre en mi infancia, y me convencí de que aquella bofetada que me había dado moribundo había sido involuntaria. Me volví muy bueno y el recuerdo de mi padre me acompañó y se volvió cada vez más dulce. Fue como un sueño delicioso: ahora estábamos perfectamente de acuerdo, yo convertido en el más débil y él en el más fuerte.

Volví y por mucho tiempo permanecí en la religión de mi infancia. Imaginaba que mi padre me oía y yo podía decirle que la culpa no había sido mía, sino del doctor. La mentira carecía de importancia porque ahora él entendía todo y yo también. Y durante mucho tiempo continuaron los coloquios con mi padre, dulces y ocultos como un amor ilícito, porque delante de todo el mundo seguí riéndome de todas las prácticas religiosas, cuando, en realidad —y quiero confesarlo aquí—, cada día encomendaba a alguien el alma de mi padre con fervor. La religión verdadera es precisamente la que no hay que profesar en alta voz para recibir el consuelo del que a veces —raras veces— no se puede prescindir.