¿Ver mi infancia? Más de diez lustros me separan de ella y mi vista cansada tal vez podría alcanzarla, si la luz que aún refleja no se viera interceptada por obstáculos de todas clases, auténticas montañas altas: mis años y algunas horas de mi vida.
El doctor me recomendó que no me obstinara en mirar tan lejos. Hasta las cosas recientes son preciosas para los médicos y sobre todo las imaginaciones y los sueños de la noche anterior. Pero, aun así, debería haber un poco de orden y para poder comenzar ab ovo, nada más separarme del doctor, que estos días se va de Trieste por una temporada larga, sólo para facilitarle la tarea, compré y leí un tratado de psicoanálisis. No es difícil de entender, pero sí muy aburrido.
Después de comer, repantigado en una tumbona, cojo el lápiz y una hoja de papel. No hay arrugas en mi frente, porque he eliminado todo esfuerzo mental. Mi pensamiento se me presenta disociado de mí. Lo veo. Sube, baja… pero ésa es su única actividad. Para recordarle que es el pensamiento y que su deber sería manifestarse, cojo el lápiz. Y entonces se me arruga la frente, porque cada palabra está compuesta de muchas letras y el imperioso presente resurge y desdibuja el pasado.
Ayer había intentado el máximo abandono. El experimento acabó en el sueño más profundo y no conseguí otro resultado que un gran descanso y la curiosa sensación de haber visto durante ese sueño algo importante. Pero está olvidado, perdido para siempre.
Gracias al lápiz que tengo en la mano, hoy permanezco despierto. Veo, vislumbro imágenes extrañas que no pueden tener relación alguna con mi pasado: una locomotora que pita por una cuesta arrastrando innumerables vagones: ¡quién sabe de dónde vendrá y adónde irá y por qué ha acertado a aparecer aquí!
En el duermevela recuerdo que mi tratado asegura que con este sistema se puede llegar a recordar la primera infancia, la de los pañales. Al instante veo a un niño en pañales, pero ¿por qué habría de ser yo ése? No se me parece en nada y creo que es, en realidad, el que dio a luz mi cuñada hace pocas semanas y que nos enseñaron como un milagro porque tiene las manos tan pequeñas y los ojos tan grandes. ¡Pobre niño! ¡Sí, sí, recordar mi infancia! Ni siquiera encuentro el modo de avisarte a ti, que ahora vives la tuya, sobre la importancia de recordarla para tu inteligencia y para tu salud. ¿Cuándo llegarás a saber que te convendría recordar tu vida, aun esa gran parte de ella que te repugnará? Y, entretanto, inconsciente, vas investigando tu pequeño organismo en busca del placer y tus deliciosos descubrimientos te encaminarán hacia el dolor y la enfermedad, a la que te empujarán hasta quienes bien te quieran. ¿Qué hacer? Es imposible proteger tu cuna. En tu interior —¡chiquitín!— se está produciendo una combinación misteriosa. Cada minuto que pasa arroja un reactivo. Demasiadas probabilidades de enfermedad te están reservadas, porque no todos tus minutos pueden ser puros. Y, además, eres consanguíneo de personas que yo conozco. Los minutos que pasan ahora pueden ser puros, pero, desde luego, no lo fueron todos los siglos que, te prepararon.
Aquí me tenéis muy alejado de las imágenes que preceden al sueño. Mañana volveré a probar.