NOTA DEL AUTOR

Casi todos sabemos que la segunda guerra mundial fue la guerra más devastadora de la historia. Conocemos su terrible coste en vidas humanas; hemos visto imágenes de la destrucción de las ciudades de Europa. Y sin embargo, cuántos de nosotros hemos recorrido majestuosos museos como el del Louvre, hemos paladeado la soledad en catedrales imponentes como la de Chartres o hemos admirado una pintura sublime como la Última Cena de Leonardo da Vinci mientras nos preguntábamos: «¿Cómo sobrevivieron a la guerra todos estos formidables monumentos y obras de arte? ¿Quiénes los salvaron?».

Los grandes acontecimientos de la segunda guerra mundial —Pearl Harbor, el Día D, la batalla de las Ardenas— han pasado a formar parte del imaginario colectivo, lo mismo que los libros y películas —Hermanos de Sangre, The Greatest Generation, Salvar al soldado Ryan, La lista de Schindler—, y los escritores, directores y actores —Ambrose, Brokaw, Spielberg, Hanks— que han dado vida a los héroes y hazañas de la época.

Pero ¿y si nos dijeran que queda por contar un episodio importante de la segunda guerra mundial, un episodio significativo que aconteció en plena confrontación y del que fueron protagonistas un conjunto de héroes de todo punto inverosímiles? ¿Y si nos dijeran que en primera línea de batalla hubo un grupo de hombres que salvaron literalmente el mundo tal como lo conocemos; una brigada que ni empuñaba ametralladoras ni pilotaba tanques; individuos que no eran hombres de Estado; hombres que no sólo supieron prever la grave amenaza que pesaba sobre los mayores hitos culturales y artísticos de la civilización, sino que acudieron al frente para intentar evitarla?

Estos héroes anónimos fueron conocidos como los Monuments Men, «los hombres de Monumentos», un grupo de soldados que participaron en la campaña militar de los Aliados occidentales entre 1943 y 1951. Su cometido inicial consistió en mitigar los daños ocasionados en combate, principalmente en lo relativo a estructuras: iglesias, museos y otros monumentos relevantes. Con el avance de la guerra y el franqueamiento de la frontera alemana, pasaron a ocuparse de localizar obras de arte, muebles y demás creaciones culturales robadas o desaparecidas. Durante el tiempo que ocuparon Europa, Hitler y los nazis cometieron el «mayor saqueo de la historia», confiscando y trasladando al Tercer Reich más de cinco millones de objetos de arte. La campaña aliada, encabezada por los hombres de Monumentos, resultó ser «la mayor búsqueda de tesoros de la historia», con su correspondiente repertorio de anécdotas, inimaginables y curiosas, como todas las que acontecen en tiempos de guerra. Fue una carrera contrarreloj: decenas de miles de obras maestras del arte mundial, muchas de ellas robadas por los nazis —pinturas de Leonardo da Vinci, Jan Vermeer y Rembrandt, esculturas de Miguel Ángel y Donatello, todas ellas de incalculable valor—, se hallaban escondidas en los lugares más increíbles, algunos de los cuales han inspirado modernos iconos populares como el castillo de la Bella Durmiente en Disneylandia o Sonrisas y lágrimas. Y algunos de los nazis fanáticos que las custodiaban tenían muy claro que si no habían de ser para el Tercer Reich, no serían para nadie.

Al final, unos trescientos cincuenta hombres y mujeres de trece países sirvieron en la sección de Monumentos, Bellas Artes y Archivos (MFAA, por sus siglas inglesas), número llamativamente modesto si se compara con los millones de hombres que fueron movilizados en total. Al término de la guerra (8 de mayo de 1945), no obstante, sólo quedaban en Europa unos sesenta hombres de Monumentos, la mayoría estadounidenses o británicos. Italia, a pesar de su riqueza artística, disponía tan sólo de veintidós encargados de Monumentos. En los meses que siguieron al Día D (6 de junio de 1944), en Normandía había sobre el terreno menos de una docena. Otros veinticinco se sumaron a ellos gradualmente hasta el cese de las hostilidades; sobre sus hombros, la abrumadora responsabilidad de peinar todo el norte de Europa. Una tarea a todas luces imposible.

El planteamiento original de este libro consistía en narrar la historia de las actividades de estos guerreros del arte en Europa, con especial atención a los hechos ocurridos entre junio de 1944 y mayo de 1945, a partir de las experiencias de sólo ocho de los hombres que sirvieron en primera línea —más otras dos figuras clave, entre ellas una mujer—, valiéndome para ello de diarios de campaña, diarios personales, partes de guerra y, sobre todo, de las cartas que mandaron a sus esposas, hijos y familiares durante la guerra. Dadas la vastedad de la historia y mi intención de dar de ella fiel testimonio, el manuscrito final se alargó tanto que, por desgracia, fue necesario excluir del libro las actividades de los oficiales de Monumentos en Italia. He utilizado el norte de Europa —mayormente Francia, Países Bajos y Alemania— como crisol para comprender esta campaña de recuperación.

Los oficiales de Monumentos Deane Keller y Frederick Hartt, estadounidenses ambos, John Bryan Ward-Perkins, británico, y muchos otros, vivieron momentos increíbles durante el desempeño de su ardua misión en Italia. Durante la investigación salieron a la luz reveladoras y emotivas cartas dirigidas a sus familias donde detallaban la responsabilidad, en ocasiones agobiante, derivada de tener que proteger una de las cunas de la civilización. Las memorables vivencias de estos héroes en Italia aparecerán, en buena parte narradas con sus propias palabras, en un futuro libro.

Para favorecer la cohesión, me he tomado la libertad de recrear diálogos. En ningún caso se tratan en ellos asuntos de envergadura y todos parten de una amplia tarea de documentación. He procurado en todo momento comprender y comunicar no sólo los hechos, sino también la personalidad y el punto de vista de las personas implicadas, así como su percepción de los acontecimientos en el preciso instante en que éstos sucedieron. Puestas en perspectiva, sus opiniones pueden contrastar a veces con las nuestras; éste es uno de los grandes retos de la historia. Cualquier error de juicio debe atribuírseme a mí en exclusiva.

El núcleo de The Monuments Men es una historia personal: una historia sobre personas. Se me permitirá, pues, una anécdota propia. El 1 de noviembre de 2006 volé a Williamstown, Massachusetts, para conocer y entrevistarme con el miembro de la MFAA Lane Faison Jr., quien trabajó también para la OSS (la Oficina de Servicios Estratégicos), antecesora de la CIA (la Oficina Central de Inteligencia). Lane llegó a Alemania en el verano de 1945 y se dirigió de inmediato a Altaussee, Austria, para ayudar a interrogar a un importante grupo de oficiales nazis detenidos por las fuerzas aliadas occidentales. Su misión consistía en averiguar cuanto fuera posible acerca de la colección artística de Hitler y sus planes para el Führermuseum. Terminada la guerra, Lane fue profesor de arte durante casi treinta años en el Williams College, donde formó a un buen número de estudiantes y compartió con ellos sus privilegiados conocimientos. Su legado profesional pervive en sus discípulos, sobre todo en los que han alcanzado cargos de responsabilidad en muchos de los principales museos de Estados Unidos: Thomas Krens (que dirigió la Fundación Solomon R. Guggenheim de 1988 a 2008), James Wood (director del J. Paul Getty Trust desde 2004), Michael Govan (director del Museo de Arte del Condado de Los Ángeles desde 2006), Jack Lane (director del Museo de Arte de Dallas entre 1999 y 2007), Earl A. Rusty Powell III (director de la Galería Nacional de Arte de Washington desde 1992) y el legendario Kirk Varnedoe (director del Museo de Arte Moderno entre 1986 y 2001).

Pese a contar noventa y ocho años, Lane gozaba de buena salud. Por precaución, Gordon, uno de sus cuatro hijos, me advirtió de que «hace tiempo que papá no aguanta despierto más de treinta minutos, así que no lo tome a mal si no saca gran cosa de su conversación». La charla no pudo ir mejor: duró casi tres horas, durante las cuales Lane hojeó mi primer libro, Rescuing Da Vinci, un homenaje fotográfico a la labor de la sección de Monumentos, deteniéndose de vez en cuando a observar algunas imágenes que parecían transportarlo hacia atrás en el tiempo. En ocasiones, los recuerdos acudían a la memoria, se le encendían los ojos y movía los brazos con entusiasmo mientras me contaba historias maravillosas. Al final, ambos sentimos la necesidad de poner punto final a la charla. Gordon no daba crédito, ni tampoco sus hermanos cuando lo supieron.

Me levanté para marcharme y me acerqué a su sillón para darle la mano y mostrarle mi agradecimiento. Lane me la estrechó con ambas manos, me hizo acercarme y me dijo: «Llevaba toda la vida esperando conocerle». Diez días después, apenas una semana antes de su nonagésimo noveno cumpleaños, falleció. Era el día de los Veteranos.